VALLAS Y VENTANAS

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Prefacio
Vallas de encierro, ventanas de lo posible
Esto no es una continuación de No Logo,* el libro sobre el crecimiento del activismo contra las grandes corporaciones que escribí entre 1995 y 1999. Aquél era un proyecto de investigación regido por
una tesis; Vallas y ventanas es una recopilación de mensajes desde las
trincheras de una batalla que se desató aproximadamente en el mismo
momento en que No Logo fue publicado. El libro estaba en la imprenta cuando los movimientos que describía, en gran medida subterráneos, penetraban en la conciencia general del mundo industrializado,
sobre todo gracias a las protestas contra la Organización Mundial del
Comercio que tuvieron lugar en Seattle en noviembre de 1999. De la
noche a la mañana me vi inmersa en un debate internacional sobre
la pregunta más acuciante de nuestro tiempo: ¿qué valores gobernarán la era global?
Lo que empezó como una gira de un par de semanas para promocionar el libro se convirtió en una aventura que abarcaría dos años y
medio y veintidós países. Me llevó a calles inundadas de gas lacrimógeno en Quebec y Praga, a asambleas vecinales en Buenos Aires, a
acampadas con activistas antinucleares en el desierto del sur de Australia y a debates formales con jefes de Estado europeos. Los cuatro
años de enclaustramiento para investigar que supuso escribir No Logo
apenas me habían preparado para esto. A pesar de las informaciones
mediáticas que me consideraban una de las «líderes» o «portavoces»
de las protestas globales, lo cierto es que nunca antes había participado en la política y no me entusiasmaban las muchedumbres. La primera vez que tuve que pronunciar un discurso sobre la globalización,
* Barcelona, Paidós, 2001.
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bajé la mirada hacia mis notas, empecé a leer y no alcé de nuevo la vista hasta transcurrida una hora y media.
Pero no era momento para timideces. Decenas y después centenares de miles de personas se estaban uniendo a nuevas manifestaciones
cada mes. Muchas de ellas, como yo, nunca habían creído realmente
en la posibilidad de un cambio político hasta ahora. Parecía como si
los errores del modelo económico imperante fueran imposibles de ignorar, y esto sucedía antes de lo de Enron. Con objeto de satisfacer las
demandas de los inversores multinacionales, los gobiernos de todo el
mundo estaban desatendiendo las necesidades de las personas que los
habían elegido. Algunas de estas necesidades no satisfechas eran básicas
y urgentes —medicamentos, vivienda, tierras, agua— y en otros casos
menos tangibles —espacios culturales no comerciales en los que comunicarse, reunirse y compartir, ya fuera en Internet, a través de emisoras públicas o en las calles—. Subyacía en todo ello la traición de la
necesidad fundamental de contar con democracias responsables y participativas, no compradas y pagadas por Enron o el Fondo Monetario
Internacional.
La crisis no respetó fronteras nacionales. Una economía global floreciente ocupada en buscar beneficios a corto plazo demostró ser incapaz por sí misma de responder a las crisis ecológicas y humanas,
cada vez más urgentes; incapaz, por ejemplo, de sustituir los combustibles fósiles por fuentes de energía sostenibles; incapaz, a pesar de todas las promesas y los apretones de manos, de dedicar los recursos necesarios a detener la expansión del VIH en África; poco dispuesta a
cumplir los acuerdos internacionales para reducir el hambre o incluso a solucionar los fallos en la seguridad de los alimentos básicos en
Europa. Es difícil saber por qué el movimiento de protesta explotó
en el momento en que lo hizo, porque la mayor parte de estos problemas
sociales y ambientales han sido crónicos durante décadas, pero parte
de la explicación se encuentra, sin lugar a dudas, en la propia globalización. Cuando las escuelas carecían de la financiación necesaria o el
suministro de agua estaba contaminado, ello solía atribuirse a una
mala gestión financiera o, abiertamente, a la corrupción de los miembros de los gobiernos nacionales. Hoy en día, sin embargo, y gracias al
auge del intercambio de información más allá de las fronteras, estos
problemas son identificados como efectos locales de una determinada
ideología global, apoyada por los políticos nacionales pero concebida
originalmente por un puñado de intereses de grandes empresas e instituciones internacionales entre las que se cuentan la Organización
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Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
La ironía de la etiqueta «antiglobalización», impuesta por los medios de comunicación, es que los miembros de este movimiento estamos convirtiendo la globalización en una realidad viva, quizás en un
grado mucho mayor que el más «multinacional» de los ejecutivos de
una corporación o el más incansable de los miembros de la jet-set. En
encuentros como los del Foro Social Mundial en Porto Alegre, en
«contracumbres» durante las reuniones del Banco Mundial y en redes
de comunicación como <www.tao.ca> o <www.indymedia.org>, la globalización no se limita a una serie de restringidas transacciones comerciales y turísticas. Se trata, al contrario, de un intrincado proceso
en el que miles de personas unen sus destinos simplemente mediante
la puesta en común de ideas y la narración de historias sobre cómo las
teorías económicas abstractas afectan a sus vidas cotidianas. Este movimiento no tiene líderes en el sentido tradicional: sólo gente decidida
a aprender y a transmitir.
Como otras personas que se encontraron en esta telaraña global,
yo llegué equipada tan sólo con una comprensión limitada de las economías neoliberales, especialmente en lo que atañe a la forma en que
éstas afectan a los jóvenes que crecen excesivamente expuestos al mercado y con pocas posibilidades de empleo en Norteamérica y Europa.
Pero como muchos otros, yo he sido globalizada por este movimiento:
he realizado un curso rápido sobre las consecuencias que la obsesión
por el mercado ha tenido para granjeros sin tierra en Brasil, profesores
en Argentina, trabajadores de establecimientos de comida rápida
en Italia, cafeteros en México, habitantes de los barrios de chabolas en
Sudáfrica, teleoperadores en Francia, inmigrantes recolectores de tomates en Florida, sindicalistas en Filipinas o niños sin techo en Toronto, la ciudad donde vivo.
Esta recopilación es una crónica de mi propio y dificultoso aprendizaje, una pequeña parte de un vasto proceso de información directa
compartida que ha dado a mucha gente —personas que no tienen estudios de economía, que no son abogados de comercio internacional
ni expertos en patentes— el valor para participar en el debate sobre el
futuro de la economía global. Estas columnas, artículos y discursos, escritos para The Globe and Mail, The Guardian, The Los Angeles Times
y muchas otras publicaciones, fueron pergeñados con rapidez en habitaciones de hotel a altas horas de la noche después de protestas en
Washington y México D. F., en Independent Media Centres y a bordo
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de muchos, demasiados aviones. (Ya voy por mi segundo ordenador
portátil después de que el hombre que viajaba delante de mí, en un
asiento económico de un atestado avión de Air Canada, apretara el botón para reclinarse y yo oyera un terrible crujido.) Contienen los argumentos y hechos más irrecusables que pude encontrar para esgrimir en
los debates con economistas neoliberales, así como las experiencias
más conmovedoras que viví en las calles con compañeros activistas. A
veces son apresurados intentos de asimilar la información que había
llegado a mi bandeja de entrada sólo unas pocas horas antes, o de hacer frente a una nueva campaña de desinformación que atacara la naturaleza y objetivos de las protestas. Algunos de los textos, particularmente los discursos, no han sido publicados anteriormente.
¿Por qué recopilar estos escritos desiguales en un libro? En parte
porque unos meses después del inicio de la «guerra contra el terrorismo» de George W. Bush se ha impuesto la sensación de que algo ha
terminado. Algunos políticos (especialmente los que vieron cómo sus
políticas eran puestas bajo la lupa de los manifestantes) se apresuraron
a declarar que lo que había terminado era el propio movimiento:
proclamaban que las preocupaciones en torno a los errores de la globalización son frívolas e incluso alimentan «al enemigo». En realidad,
la escalada de la fuerza militar y la represión de los últimos años han
provocado las más amplias protestas en las calles de Roma, Londres,
Barcelona y Buenos Aires. También han inspirado a numerosos activistas, que anteriormente se limitaban a mostrar un disentimiento simbólico en el exterior de las cumbres, a emprender acciones directas
para reducir la violencia. Entre estas acciones se encuentra incluso la
de servir de «escudos humanos» durante el encierro de la Iglesia de la
Natividad de Belén, así como el intento de detener las deportaciones
ilegales de refugiados en los centros de detención europeos y australianos. Pero cuando el movimiento entró en este delicado nuevo estadio, me di cuenta de que había sido testigo de algo extraordinario: el
preciso y emocionante momento en que los parias del mundo real
irrumpieron en el club exclusivo de expertos donde se decide nuestro
destino colectivo. De modo que esto es el relato no de una conclusión,
sino de ese inicio trascendental, un período inaugurado en Norteamérica por la gosoza explosión en las calles de Seattle y catapultado hacia un
nuevo capítulo por la inimaginable destrucción del 11 de Septiembre.
Otra cosa me convenció para reunir estos artículos. Hace unos meses, mientras buscaba entre los recortes de mis columnas una estadís-
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tica perdida, advertí un par de temas e imágenes recurrentes. La primera era la valla. La imagen aparecía una y otra vez: barreras separando a la gente de lo que antes habían sido recursos públicos, apartándola de la tierra y el agua, restringiendo su capacidad para cruzar
fronteras, para expresar disentimiento político, para manifestarse en
las calles, incluso para evitar que los políticos aprobasen políticas que
tuvieran un sentido para las personas que los habían elegido.
Algunas de estas vallas son difíciles de ver, pero no por ello dejan
de existir. Una valla virtual rodea las escuelas de Zambia, donde se ha
introducido una «tasa para usuarios» de la educación, siguiendo el
consejo del Banco Mundial, que ha puesto las aulas fuera del alcance
de millones de personas. Una valla rodea las granjas familiares de Canadá, donde las políticas del gobierno han convertido la agricultura a
pequeña escala en un artículo de lujo, inasequible en un paisaje de
mercancías con los precios por los suelos y granjas fabriles. Hay una
valla real, si bien invisible, que rodea el agua potable de Soweto, donde los precios se han disparado debido a la privatización, y los residentes se ven obligados a recurrir a las fuentes contaminadas. Y hay
una valla que rodea la misma idea de democracia cuando se le dice a
Argentina que no recibirá un crédito del Fondo Monetario Internacional a menos que reduzca todavía más el gasto social, privatice más recursos y elimine las ayudas a las industrias locales, todo ello en medio
de una crisis económica agudizada por estas mismas políticas. Estas vallas son, por supuesto, tan viejas como el colonialismo. «Estas operaciones de usura ponen rejas alrededor de las naciones libres», escribió
Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina. Se refería a
los términos de un crédito británico concedido a Argentina en 1824.
Las vallas, la única forma de proteger la propiedad de posibles
bandidos, siempre han formado parte del capitalismo, pero los dobles raseros que apuntalan estas vallas son, desde hace un tiempo, cada vez
más descarados. Expropiar holdings puede ser el mayor pecado que
cualquier gobierno socialista pueda cometer a los ojos de los mercados
financieros internacionales (pregúntenselo a Hugo Chávez en Venezuela o a Fidel Castro en Cuba). Pero la protección de los activos garantizada a las compañías por los acuerdos de libre comercio no es extensible a los ciudadanos de Argentina que depositaron sus ahorros de
toda la vida en cuentas del Citibank, el Scotiabank y el HSBC, y ahora
ven cómo la mayor parte de su dinero ha desaparecido sin más. Tampoco la inclinación del mercado por la riqueza privada dispensa un mejor trato a los empleados de Enron en Estados Unidos, quienes se encon-
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traron con el «cierre» de los portafolios de sus jubilaciones privatizadas, por más que los ejecutivos de Enron se estuviesen embolsando beneficios a un ritmo vertiginoso.
Mientras tanto, ciertas vallas realmente necesarias están siendo atacadas: con la acometida de la privatización, las barreras que antaño
existieron entre muchos espacios públicos y privados —impidiendo
que hubiera anuncios en las escuelas, por ejemplo; que hubiera intereses de lucro en la salud pública, o que los noticiarios actuaran como
meros vehículos de las otras empresas de sus propietarios— han sido
derribadas. Todo espacio público protegido ha sido abierto sólo para
que el mercado vuelva a cerrarlo.
Otra barrera de interés público que está seriamente amenazada es la
que separa los cultivos manipulados genéticamente de los cultivos no alterados. Los gigantes de las semillas no han hecho absolutamente nada
para evitar que sus adulteradas semillas volaran hacia los campos vecinos, arraigando y cruzándose, de modo que en muchos países comer alimentos no manipulados genéticamente no es ni siquiera una opción:
toda la provisión de alimentos ha sido contaminada. Las vallas que protegen los intereses públicos parecen estar desapareciendo muy rápidamente, mientras que las que restringen nuestras libertades se multiplican.
Cuando advertí que la imagen de la valla seguía apareciendo en
discusiones, debates y en mis propios textos, ello me pareció significativo. A fin de cuentas, la pasada década de integración económica ha
sido estimulada por la promesa de una caída de barreras, de una creciente movilidad y de una mayor libertad. Pero trece años después de
la celebrada caída del Muro de Berlín seguimos rodeados de vallas, incomunicados: entre nosotros, con la tierra y con nuestra propia capacidad para imaginar que el cambio es posible. El proceso económico
que se desarrolla bajo el benigno eufemismo de «globalización» afecta ahora a todos los aspectos de la vida, transformando todas las actividades y recursos naturales en una mercancía restringida y en manos
de alguien. Como señala el investigador laboral afincado en Hong
Kong Gerard Greenfield, el estado actual del capitalismo no se limita
al comercio en el sentido tradicional de vender más productos más allá
de las fronteras. También implica alimentar la insaciable necesidad del
mercado de crecer mediante la redefinición como «productos» de sectores enteros que anteriormente eran considerados «bienes comunes»
que no estaban en venta. La invasión de lo público por lo privado ha
llegado a ámbitos como la salud y la educación, por supuesto, pero
también a las ideas, los genes, las semillas —hoy compradas, patenta-
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das y valladas—, así como a los remedios tradicionales aborígenes, las
plantas e incluso las células humanas. Con el copyright, hoy en día la mayor exportación de Estados Unidos (más que los productos manufacturados o las armas), la ley de comercio internacional no sólo debe ser
comprendida como un elemento que socava barreras al comercio, sino
más concretamente como un proceso que erige de forma sistemática
nuevas barreras: alrededor de los conocimientos, de la tecnología y de
los recursos recientemente privatizados. Estos Derechos de la Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio impiden que los granjeros replanten sus semillas Monsanto patentadas y convierten en ilegal la
fabricación por parte de los países pobres de medicamentos genéricos
más baratos para abastecer a poblaciones necesitadas.
La globalización está hoy siendo juzgada porque al otro lado de estas vallas virtuales hay personas reales expulsadas de las escuelas, los
hospitales, los lugares de trabajo, sus propias granjas, casas y comunidades. La privatización y la desregulación a gran escala han creado ejércitos de personas expulsadas, cuyos servicios ya no son requeridos, cuyos estilos de vida son despreciados por «atrasados», cuyas necesidades
básicas no son satisfechas. Estas vallas de la exclusión social pueden desechar una industria entera, y pueden también desahuciar a todo un
país, como ha sucedido con Argentina. En el caso de África, todo un continente se ve exiliado a la sombra del mundo global, fuera del mapa y
de las noticias, apareciendo sólo en tiempos de guerra, cuando sus ciudadanos son vistos con recelo como miembros potenciales de una milicia, aspirantes a terroristas o fanáticos antiamericanos.
De hecho, poquísimas de las personas expulsadas al otro lado de la
valla por la globalización recurren a la violencia. Hacen algo más simple: se mueven, del campo a la ciudad, de un país a otro. Y es entonces cuando deben enfrentarse con vallas que, en este caso, no tienen
nada de virtual: las vallas hechas de eslabones y alambre de espino, reforzadas con hormigón y protegidas con metralletas. Cada vez que
oigo la expresión «libre comercio» no puedo evitar recordar las fábricas carcelarias que visité en Filipinas e Indonesia, rodeadas de portalones, atalayas y soldados para acaparar productos con subvenciones
muy altas e impedir el acceso a los sindicalistas. Pienso, también, en
un viaje reciente al desierto del sur de Australia, donde visité el infame
centro de detención de Woomera. A unos quinientos kilómetros de la
ciudad más cercana, Woomera es una antigua base militar que ha sido
convertida en una cárcel para refugiados privatizada y poseída por una
empresa subsidiaria de la firma norteamericana de seguridad Wacken-
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hut. En Woomera, cientos de refugiados afganos e iraquíes, que han
huido de la opresión y la dictadura de sus países, desean con tanta desesperación que el mundo vea lo que hay al otro lado de la valla que
realizan huelgas de hambre, saltan desde el tejado de sus barracones,
beben champú y se cosen la boca.
Estos días, los periódicos están llenos de horribles narraciones de
buscadores de asilo que tratan de cruzar las fronteras nacionales escondiéndose entre productos que gozan de una movilidad mucho mayor que ellos. En diciembre de 2001, los cuerpos de ocho refugiados
rumanos, entre los que había ocho niños, fueron descubiertos en un
contenedor cargado de muebles de oficina: se habían asfixiado durante el largo viaje marítimo. El mismo año, los cadáveres de otros dos refugiados fueron descubiertos en Eau Claire, Wisconsin, en un cargamento de muebles de baño. El año anterior, veinticuatro refugiados
chinos de la provincia de Fujian murieron por asfixia en la parte trasera de un camión de reparto en Dover, Inglaterra.
Todas estas vallas están conectadas: las reales, hechas de acero y
alambre de espino, son necesarias para reforzar las virtuales, las que ponen los recursos y la riqueza fuera del alcance de muchos. Pero sucede
que es imposible esconder una parte tan grande de nuestra riqueza colectiva sin la ayuda de una estrategia que controle el malestar y la movilidad populares. Las empresas de seguridad hacen su agosto en las ciudades en las que es mayor la brecha entre ricos y pobres —Johannesburgo,
São Paulo, Nueva Delhi— vendiendo puertas de hierro, coches blindados, complejos sistemas de alarma y alquilando ejércitos de guardas privados. Los brasileños, por ejemplo, se gastan 4.500 millones de dólares*
al año en seguridad privada, y los 400.000 policías de alquiler armados
del país superan en número a los agentes de policía en una proporción de
casi cuatro a uno. En la profundamente dividida Sudáfrica, el gasto anual
en seguridad privada ha alcanzado los 1.600 millones de dólares, más de
tres veces lo que el gobierno se gasta cada año en viviendas de bajo precio. Hoy por hoy parece que estas elaboradas fortificaciones que protegen a los que tienen de los que no tienen son microcosmos de lo que se
está convirtiendo rápidamente en la seguridad del Estado global: no se
trata de la aldea global con cada vez menos muros y barreras, tal y como
nos prometieron, sino de una red de fortalezas conectadas por corredores comerciales fuertemente militarizados.
* Salvo que se indique que se trata de dólares canadienses, las cantidades se expresan en
dólares de EE.UU. (N. del e.)
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Si este retrato parece desmesurado, sólo puede ser debido a que la
mayoría de nosotros, los occidentales, casi nunca vemos las vallas y la
artillería. Las fábricas fortificadas y los centros de detención de refugiados permanecen aislados en lugares remotos, donde el peligro de
representar un reto para la seductora retórica de un mundo sin fronteras es menor. Pero durante los últimos años, algunas vallas han aparecido ante nuestros ojos, con frecuencia, y coherentemente, durante
las cumbres en las que se desarrolla este brutal modelo de globalización. Hoy en día se da por hecho que si los líderes mundiales quieren
reunirse para discutir un nuevo acuerdo comercial, deberán construir
una fortaleza de última generación para protegerse de la ira del pueblo, compuesta por tanques blindados, gas lacrimógeno, cañones de
agua y perros de presa. Cuando Quebec albergó la Cumbre de las
Américas en abril de 2001, el gobierno canadiense tomó la decisión sin
precedentes de construir una jaula alrededor no sólo del centro de
conferencias, sino también del centro de la ciudad, obligando a los residentes a mostrar su documentación oficial para llegar a sus casas y
lugares de trabajo. Otra estrategia habitual es celebrar las cumbres en
lugares inaccesibles: la reunión de 2002 del G8 fue mantenida en mitad de las Montañas Rocosas canadienses, y la reunión de 2001 de
la OMC tuvo lugar en el represivo Estado de Qatar, país en el que el
emir prohíbe las protestas políticas. La «guerra contra el terrorismo»
se ha convertido en otra valla tras la que esconderse, y es utilizada por
los organizadores de las cumbres para explicar por qué las muestras
públicas de disidencia no son ya posibles hoy en día o, todavía peor,
para trazar amenazantes comparaciones entre los manifestantes legítimos y los terroristas empeñados en la destrucción.
Pero lo que se presenta como amenazantes enfrentamientos resulta ser con frecuencia acontecimientos alegres, experimentos de formas
alternativas de organizar sociedades y críticas del modelo existente.
Recuerdo que la primera vez que participé en una de estas contracumbres tuve la inconfundible sensación de que se estaba abriendo
una puerta política: una salida, una ventana, una «rendija en la historia», para utilizar la bella expresión del subcomandante Marcos. Esta
abertura tenía poco que ver con la luna rota del McDonald’s local, la
imagen preferida de las cámaras de televisión. Se trataba de algo distinto: una sensación de posibilidad, una bocanada de aire fresco, una
ola de oxígeno entrando en el cerebro. Estas protestas —que son realmente maratones de una semana de intensa educación sobre la política global, sesiones de estrategia de madrugada traducidas simultánea-
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mente a seis idiomas, festivales de música y teatro callejero— son como
adentrarse en un universo paralelo. De la noche a la mañana, el lugar es
transformado en una suerte de ciudad alternativa en la que la urgencia
sustituye a la resignación, los logotipos empresariales necesitan guardas
armados, la gente ocupa automóviles que no son suyos, el arte está en
todas partes, los extraños se dirigen la palabra, y la perspectiva de un
cambio radical en el desarrollo político no parece una idea extravagante y anacrónica, sino el pensamiento más lógico del mundo.
Incluso las medidas de seguridad más rotundas han sido convertidas por los activistas en parte del mensaje: las vallas que rodean las
cumbres se han transformado en metáforas de un modelo económico
que exilia a miles de millones de personas a la pobreza y la exclusión.
Los enfrentamientos se producen ante la valla, pero no sólo aquellos
que implican palos y ladrillos: las granadas de gas lacrimógeno han
sido rechazadas con palos de hockey, los cañones de agua han sido retados del modo más irreverente con pistolas de agua de juguete y los
zumbantes helicópteros han sido burlados con escuadrones de aviones
de papel. Durante la Cumbre de las Américas de Quebec, un grupo de
activistas construyó una catapulta de madera al estilo medieval; la
arrastraron hasta la valla de tres metros que rodeaba el centro de
la ciudad y catapultaron ositos de peluche por encima. En Praga,
durante una reunión del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, el grupo italiano de acción directa Tute Bianche decidió enfrentarse a los policías antidisturbios vestidos de negro no con amenazadores pasamontañas de esquí, sino con monos blancos rellenos de
goma de neumático y acolchados con poliestireno. En un enfrentamiento entre Darth Vader y un ejército de Hombres Michelín, la policía no podía ganar. Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, la escarpada ladera que llevaba al centro de conferencias era escalada por
una banda de «hadas rosas» con cómicas pelucas, vestidos en colores
plata y rosa y zapatos de plataforma. Estos activistas son muy serios en
lo que respecta a su deseo de acabar con el orden económico actual,
pero sus tácticas reflejan un tenaz rechazo a implicarse en las luchas
clásicas por el poder: su objetivo, que empecé a explorar en los últimos textos de este libro, no es hacerse con el poder, sino combatir el
principio de centralización del mismo.
También se están abriendo nuevos tipos de ventanas, conspiraciones pacíficas que reclaman los bienes y los espacios privatizados para
el uso público. Quizá sean estudiantes arrancando los anuncios de sus
clases, intercambiando música en Internet o creando centros de medios
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independientes con software gratuito. Quizá sean campesinos tailandeses plantando verduras orgánicas en campos de golf más regados de
lo necesario, o granjeros sin tierra de Brasil cortando las vallas que rodean los campos sin utilizar y convirtiéndolos en granjas cooperativas.
Quizá sean trabajadores bolivianos dando marcha atrás al proceso de
privatización del suministro del agua, o ciudadanos de Sudáfrica reconectando la electricidad de los vecinos bajo el eslogan «Power to the
people».* Y una vez reclamados, estos espacios son también reconstruidos. En asambleas vecinales, en consejos municipales, en centros
de medios independientes, en bosques y granjas gestionados por la comunidad está emergiendo una nueva cultura de vibrante democracia
directa, alimentada y fortalecida por la participación directa, no desalentada ni desanimada por la pasiva condición de espectadores.
A pesar de todos los intentos de privatización, parece claro que
hay ciertas cosas que no quieren tener propietario. La música, el agua,
las semillas, las ideas siguen derribando los muros que se construyen a
su alrededor. Muestran una resistencia natural al encierro, una tendencia a escapar, a mezclarse, a saltar por encima de las vallas y salir
volando por las ventanas abiertas.
Mientras escribo esto, no se sabe con certeza qué saldrá de estos espacios liberados, o si lo que saldrá será suficientemente sólido para soportar los crecientes embates de la policía y el ejército a medida que se
difumina deliberadamente la línea entre terrorista y activista. El interrogante acerca de lo que sucederá me preocupa, así como a todo aquel
que haya participado en la construcción de este movimiento internacional. Pero este libro no pretende responder a este interrogante. Simplemente ofrece una visión de los primeros pasos de un movimiento que se
originó en Seattle y se ha transformado a raíz de los acontecimientos del
11 de Septiembre y sus consecuencias. He decidido no reescribir estos
artículos más allá de unos mínimos cambios, normalmente indicados entre corchetes, relativos a una referencia explicada o un argumento ampliado. Son presentados aquí (en un orden más o menos cronológico) tal
y como son: postales instantáneas de momentos dramáticos, un documento del primer capítulo de una muy vieja y recurrente historia; la de
la gente empujando las barreras que tratan de contenerlas, abriendo
ventanas, respirando hondo, probando la libertad.
* «Power» significa, en inglés, «poder» y «electricidad». Así pues, el eslogan juega con los
significados «Poder para el pueblo» y «Electricidad para el pueblo». (N. del t.)
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