Historia y ficción en Martín Luis Guzmán

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Historia y ficción en Martín Luis Guzmán
© Sofía Tierno Tejera
Índice
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Historia y ficción en Martín Luis Guzmán
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Introducción
Los personajes de la revolución y sus trasuntos literarios
Los protagonistas y «la masa»
Conclusiones
Historia y ficción en Martín Luis Guzmán
Sofía Tierno Tejera
Introducción
La mayoría de las obras de Martín Luis Guzmán se basan en hechos o en
personajes históricos. A finales de mayo de 1911, Martín Luis Guzmán participa
en los desmanes políticos que se producen en la Ciudad de México y que
terminan con el asesinato de Madero y de Pino Suárez; desde entonces, el
intelectual se verá ligado a la política, no sólo a la mexicana, por la que sufrirá
dos exilios -1915-1916 / 1923-1936-, sino incluso a la de otros países, como
Portugal o España1. En innumerables ocasiones, hablar de política equivale a
hablar de intriga, palabra que en el caso de Martín Luis Guzmán puede servir
para describir su vida política y su obra literaria, como veremos más adelante.
Fue la Revolución la que lo sumió en un mundo apasionante de falsos y
verdaderos ideales, de demagogia, arribismo, crueldad, esperanza..., es decir,
en el complejo mundo de las paradojas de la guerra. Fue entonces cuando
encontró el camino para la expresión de sus inquietudes literarias, esa mezcla
entre realidad y ficción que guiaría toda su carrera.
Porque de allí adelante- y eso duraría cinco, diez,
quince años- sus pasos y vicisitudes de revolucionario
y político lo pondrían en contacto con todo un mundo
de posibilidades literarias, mundo que, al abrírsele
hacia tal perspectiva como el suyo propio, lo
confirmaría en su idea de que nada era superior al
empeño de dar vida artística a las esencias y
contemplaciones del hombre, buenas o malas; pero
mundo también que, espectador él y a la vez actor, le
crearía estados de conciencia destinados a reflejarse
en su obra, si llegaba a intentarla.2
La historia la hacen y la escriben los hombres. El poeta León Felipe distingue
entre historia e Historia; en la primera acepción se refiere a la «historia de los
grandes nombres», o como la bautiza Borges: «Historia de la infamia
universal»; en resumen, la historia sangrienta de la lucha por el poder a lo largo
de los siglos. Para León Felipe, la Historia, la que se escribe con «H
mayúscula», comprendería la historia espiritual del hombre, la de las ideas, la
del arte que busca la transformación del ser humano en alguien más pleno.
También existe la «intrahistoria», sobre la que reflexiona Unamuno, la historia
de los actos cotidianos, del día a día de todos los seres humanos, no sólo la de
los cabecillas o caudillos y sus pugnas.
Según vamos leyendo El águila y la serpiente y La sombra del caudillo,
paulatinamente, llegamos a la conclusión de que Martín Luis Guzmán está más
interesado en la historia que en la «intrahistoria». Este escritor comparte con
muchos otros intelectuales de su época la idea de «aristocracia intelectual», de
una clase privilegiada, culta y elegida, que dirija las grandes y complejas
sociedades. Ésta podría ser la razón por la que para reflejar sus vivencias
revolucionarias, elige a los grandes personajes de la «historia» como eje
vertebrador de sus dos libros más importantes y conocidos sobre este tema.
Tanto El águila y la serpiente como La sombra del caudillo aparecieron
primero por entregas en la prensa. Poco después, Martín Luis Guzmán reunió
todos los capítulos en dos libros que publicaría en 1928 y 1929. En México
sería el periódico El Universal el encargado de publicar las entregas de ambos
textos. La sombra del caudillo también apareció en dos periódicos
estadounidenses: La Opinión, de Los Ángeles, California; y La Prensa, de San
Antonio, Texas. En estos periódicos se publicaron las 35 entregas de las que
consta el texto; sin embargo, en El Universal faltaron las últimas tres entregas.
Que la forma de publicación haya sido a la manera folletinesca también
determina la estructura y la trama del texto: los capítulos son autónomos,
pueden funcionar como textos independientes; en la mayoría de los episodios
domina el relato de aventuras y el suspense, formas eficaces de «enganchar»
al lector y «mantenerlo en vilo» para que siga periódicamente el relato.
En El águila y la serpiente, la voz narradora coincide con la del autor,
aunque, a veces, Martín Luis Guzmán inserta dentro de la diégesis relatos
narrados por alguno de los personajes. En La sombra del caudillo, el autor está
enmascarado bajo la voz del narrador. En este ensayo, compararé cómo Martín
Luis Guzmán elabora la semblanza de los personajes históricos de la
Revolución con su propia voz -en El águila y la serpiente- y con la máscara
novelesca del narrador omnisciente- en La sombra del caudillo-. Por último,
compararé la forma detallista como Guzmán dibuja a los «grandes hombres»
de la Revolución con la forma general como detiene su mirada ante «la masa».
El águila y la serpiente es como una galería de personajes. No sólo
conocemos a las figuras más destacadas de la Revolución: Pancho Villa,
Carranza, Obregón..., sino a muchos otros revolucionarios que han sido
opacados por la historia que se centra en «los grandes protagonistas». Algunos
de estos revolucionarios son: Felipe Ángeles. Iturbe, Buelna, David Berlanga,
etc. En esta galería podemos observar a los revolucionarios idealistas, a los
arribistas más mediocres y cobardes -como Breceda-, y toda una gama de
tipologías -el revolucionario inculto, el revolucionario provinciano, etc.- que,
consciente o inconscientemente, propone Martín Luis Guzmán.
Los personajes de la revolución y sus trasuntos
literarios
Desde que Martín Luis Guzmán publicó El águila y la serpiente, se ha
discutido copiosamente acerca de cuál es su género. Aunque consideráramos
el texto como una novela de aventuras, por la construcción de la trama y de los
personajes, existe una diferencia esencial con una novela propiamente dicha:
el narrador. En El águila y la serpiente, Martín Luis Guzmán puede expresar sin
ambages su opinión sobre «tal o cual» personaje o sobre cualquier tema, pero
si hiciera lo mismo en La sombra del caudillo, al lector le molestaría que el
narrador se hiciera presente de ese modo y expresara sus opiniones. Aunque
todos los lectores sepamos que detrás de la máscara del narrador está la
mirada de Martín Luis Guzmán o que bajo el ambiguo nombre de «El caudillo»
se esconde la figura de Álvaro Obregón, al iniciar la lectura del libro, tanto los
lectores como el autor firmamos el pacto de la ficción con todas sus cláusulas,
entre ellas la más importante: la verosimilitud.
En El águila y la serpiente, los lectores, al igual que Martín Luis Guzmán,
vamos conociendo a Álvaro Obregón a través de los comentarios de otros
personajes, como Alberto Pani o Adolfo de la Huerta, admiradores del general.
Esta admiración contrasta con la impresión que le causa a Guzmán en su
primer encuentro:
A mí, desde el primer momento de nuestro trato, me
pareció un hombre que se sentía seguro de su
inmenso valer, pero que aparentaba no dar a eso la
mayor importancia. Y esta simulación dominante, como
que normaba cada uno de los episodios de su
conducta: Obregón no vivía sobre la tierra de las
sinceridades cotidianas, sino sobre un tablado; no era
un hombre en funciones, sino un actor. Sus ideas, sus
creencias, sus sentimientos, eran como los del mundo
del teatro, para brillar frente a un público: carecían de
toda raíz personal, de toda realidad interior con
atributos propios. Era, en el sentido directo de la
palabra, un farsante.3
En La sombra del caudillo, el personaje es el mismo: un farsante, pero las
opiniones personales del autor deben ser más sutiles -El Presidente, muy
amante de los golpes teatrales, dio a la prensa el informe de Aispuru4- o
reflejarse a través de la opinión de otros personajes, del diálogo del propio
Caudillo y de sus acciones, como la publicación en el boletín oficial de un
documento en el que justifica la matanza de Aguirre y sus partidarios.
Soy el primero en lamentar los dolorosos sucesos
que están ocurriendo, pues durante toda mi campaña
proclamé con ahínco el deber, igual para todos, de ir
tras el triunfo de las urnas, no de la violencia.5
Publica estas palabras cuando todos hemos observado en la trama de la
novela su implicación en los actos de violencia y en las confabulaciones contra
el partido de Aguirre.
Pero no sólo describen al Caudillo sus palabras y sus acciones, sino sus
secuaces, el «dime con quién andas y te diré quién eres». El Caudillo apoya la
candidatura de Hilario Jiménez -trasunto de Plutarco Elías Calles-, demagogo
que se apropia de los términos «pueblo», «patria», «justicia», etc., mientras va
adquiriendo sin remordimiento grandes propiedades. Los personajes que se
mueven en su órbita son asesinos y arribistas, como Leyva, jefe de las
operaciones en el Valle de México; Manuel Segura, su sobrino y conocido
asesino a sueldo; o Canuto Arenas, jefe de la escolta de Leyva. Quizá esta
descripción en espejo, en la que el autor describe a Hilario Jiménez a través de
su reflejo en otros personajes, explique el título de la novela, porque el Caudillo
no actúa directamente, pero sí mueve los hilos, como una sombra que abarcara
y que propiciara todos los acontecimientos de la trama de la novela.
Un ejemplo de cómo construye Martín Luis Guzmán un personaje, su
psicología, sería el Libro Quinto de La sombra del caudillo, especialmente el
capítulo II, titulado: «La caza del diputado Olivier». Adelaido Cruz es uno de los
oficiales que elige Leyva para asesinar a los cabecillas de la oposición política.
A Adelaido le asignan como «blanco» al presidente del Partido Radical, Olivier
Fernández. Todo este capítulo está focalizado en Adelaido, observamos sus
dudas, no porque lo subraye el narrador con sus palabras, sino en el periplo de
Adelaido ese día, en su forma de observar y acercarse a Olivier, en su «viaje»
a la cantina, en las dudas que le surgen de si debe escribir una breve nota a
Olivier para advertirle. Y hasta el final del capítulo descubrimos que él
contribuye al fracaso del complot, cuando lo vemos salir de casa de Olivier.
Emilio Olivier Fernández recibió la visita del capitán
Adelaido Cruz. El capitán venía a contar al líder político
cómo había espiado la víspera la ocasión de matarlo, y
cómo por último, en vez de cometer el crimen, había
resuelto esperar a relatarle, punto por punto, lo que el
jefe de las operaciones en el Valle, y comandante de la
guarnición de la plaza tramaba contra la vida de los
principales diputados aguirristas.6
Los protagonistas y «la masa»
Con una gran agudeza, Martín Luis Guzmán observa a muchos de los
hombres que participaron en la Revolución. Sus gestos, sus opiniones, son
índice de su personalidad. Guzmán capta los pequeños ademanes que revelan
una forma de ser y, con una prosa exquisita, los evoca en sus escritos. Es el
detalle lo que importa:
Su postura, sus gestos, su mirada de ojos
constantemente en zozobra denotaban un no sé qué
de fiera en el cubil; pero de fiera que se defiende, no
de fiera que ataca; de fiera que empezase a cobrar
confianza sin estar aún muy seguro de que otra fiera
no la acometiese de pronto queriéndola devorar.7
De este modo describe a Pancho Villa en su primer encuentro. Otro capítulo
lo dedica a describir el placer que Venustiano Carranza encuentra en retratarse
constantemente en las más diversas situaciones. Es el mismo placer que
siempre han encontrado los caudillos que aman perpetuarse en el poder: el
placer de contemplar su rostro, su pose, en una obra de arte, como si los
cuadros propiciaran la eternidad. Carranza comparte ese gusto con don
Porfirio. Con este pequeño detalle, Martín Luis Guzmán nos señala que el
gobierno de don Venustiano sólo implica un cambio de personajes, ningún
cambio político sustancial.
Pero, al igual que se detiene en el detalle para esbozar la personalidad de
«los protagonistas» de la Revolución, destacando la individualidad de cada
uno, Martín Luis Guzmán sólo puede observar al «pueblo» como un personaje
colectivo, como una «masa» informe, sin ideales y sin voluntad, cuya única
fuerza es la cantidad, su capacidad de hacer ruido. En El águila y la serpiente,
Martín Luis Guzmán es arrastrado por un soldado ebrio al corazón de la
multitud, y sus sensaciones se asimilan a la náusea:
¡Extraña embriaguez en masa, triste y silenciosa
como las tinieblas que la escondían! ¡Embriaguez
gregaria y lucífuga, como de termitas felices en su
hedor y en su contacto! Era, en pleno, la brutalidad del
mezcal puesta al servicio de las más rudimentarias
necesidades de liberarse, de inhibirse. Chapoteando
en el lodo, perdidos en la sombra de la noche y de la
conciencia, todos aquellos hombres parecían haber
renunciado a su humanidad al juntarse. Formaban algo
así como el alma de un reptil monstruoso, con cientos
de cabezas, con millares de pies, que se arrastrara,
alcohólico y torpe, entre las paredes de una calle
lóbrega en una ciudad sin habitantes.8
En La sombra del caudillo, Martín Luis Guzmán delega su mirada en Axkaná,
y hace que este personaje experimente ante la masa una nueva sensación que
él ya había experimentado en el Palacio Nacional frente a Eufemio Zapata y los
zapatistas: primero un sentimiento paternal de ternura que deviene en un
sentimiento de piedad ante una multitud que él siente como huérfana. Entre
Axkaná y la muchedumbre hay «abismos de tiempo, de clase, de cultura». En
los capítulos en los que los lectores observamos a la muchedumbre a través de
los ojos de este personaje, Martín Luis Guzmán intenta provocar en el lector un
sentimiento contradictorio de desprecio, impotencia y conmiseración. Una voz
entre la muchedumbre, una vez terminado un breve discurso de Axkaná, grita:
«¡Viva el patroncito!», y todos los demás responden con un «Viva» «unánime,
más sincero y pleno que todos los anteriores; un viva donde la voz
multitudinaria, sin perder su ímpetu, se tornó extrañamente melancólica,
lastimera».
Es decir, esa «masa» que supuestamente apoyó la Revolución no ha
comprendido nada de su supuesta lucha liberadora: mantiene, a pesar de todo,
su espíritu de sumisión.
Pero en este libro, Martín Luis Guzmán no siempre es tan benévolo con «la
masa». El narrador, con un simple sufijo despectivo, se despoja de su máscara
y nos muestra el semblante de Guzmán, que llama a la multitud «populacho
toluqueño», describe la manifestación como «desfile de circo», formada por
gente que se moviliza sólo porque le van a dar de comer, gente que no sabe lo
que grita ni lo que defiende la pancarta que porta.
Martín Luis Guzmán, por incapacidad, por desinterés o por distancia, no nos
ofrece ni un solo retrato individual de alguien del «pueblo». Incluso cuando
describe a los revolucionarios que más cercanos están a éste, ya que
defienden sus intereses -como los zapatistas-, los describe como un personaje
colectivo. Eufemio Zapata, quien guía a Martín Luis Guzmán a través de las
galerías del Palacio Nacional una vez que éste ha sido ocupado por los
zapatistas, no se diferencia de sus compañeros, hombres de mirada triste,
alcoholizados en el ambiente nauseabundo de uno de los cuartos traseros del
Palacio Nacional.
Nuestra presencia no fue notada al principio.
Después, a medida que Eufemio pasaba entre los
grupos y decía algo en voz baja, se nos observó sin
recelo y aun hubo muestras de un recibimiento cordial.
Pero eran signos raros, casi imperceptibles. Sin lugar a
dudas, acabábamos de caer en un mundo distinto del
nuestro,
tan
distinto
desconcertábamos,
y
que
luego
con
sólo
hacíamos
llegar
lo
que
el
desconcierto durase pese al deseo contrario de todos,
el de los otros y el nuestro.9
En el inicio de este capítulo, subrayé la capacidad de penetración psicológica
de Martín Luis Guzmán, su perspicacia para captar en lo mínimo, en el detalle,
trazos de una personalidad, pero, ¿cómo lograr ser agudo en la descripción de
algo ajeno, distante, incomprensible? Quizá el único recurso que le queda a
Martín Luis Guzmán para aproximarse a ese «mundo distinto al suyo» es la
generalidad. Al ser incapaz de percibir, desde su perspectiva de intelectual, el
detalle, el enfoque que elige para mostrarnos la multitud es el «plano general»,
la vista panorámica, en la que el pueblo aparece como una masa informe,
lejana, sin voluntad ni individualidad.
Conclusiones
Aunque El águila y la serpiente y La sombra del caudillo estén basadas en
hechos reales, no dejan de ser elaboraciones narrativas pasadas por el tamiz
de la ficción. Más de diez años después de los sucesos, el autor, con la
perspectiva que le ofrece el tiempo transcurrido y el alejamiento de su país10,
elabora dos libros sobre sus vivencias, uno en primera persona y otro en
tercera persona. Entretanto, los vencedores elaboran su «patria ficticia», que
intentan imponer como real, única y legítima a través de otro «género», que
aunque no se considera de ficción, quizá sea el más ficticio de todos: la
propaganda.
La historia oficial sólo refleja hechos concretos, precisos, obviando las
causas y las consecuencias; es plana. La literatura tiene la libertad de
deslizarse por la conciencia de los llamados «grandes personajes de la
historia», «héroes patrios», inventar sus pensamientos. Las invenciones
pueden ser descabelladas, pero también acertadas. Si escuchamos la
conciencia de esos «grandes hombres», vemos que la historia va tomando
relieve, se va accidentando, como la geografía de cualquier territorio. Martín
Luis Guzmán inventa los pensamientos de Álvaro Obregón y crea al
«Caudillo»; inventa los pensamientos de Plutarco Elías Calles y crea a Hilario
Jiménez, amalgama a Serrano y a Adolfo de la Huerta y crea a Aguirre, y en
ese universo literario intrincado, paradójico, contradictorio, sentimos la ilusión
de aprehender al menos un fragmento de la realidad, de su difícil relieve
negado y aplanado por la historia. Ése es el mérito de Martín Luis Guzmán.
En su discurso de ingreso a la academia, pronunciado el 19 de febrero de
1954, al que tituló Apunte sobre una personalidad, Martín Luis Guzmán nos
confiesa cuál fue el proceso que le llevó a escribir sus episodios sobre la
Revolución. Habla de cómo la propaganda oficial tachaba a Pancho Villa y a
Emiliano Zapata de bandidos, de ser una especie de monstruos; pero esos
seres -reflexiona Guzmán- fueron creados por la sociedad mexicana, por unas
circunstancias históricas de miseria y desigualdad; no son hijos bastardos de
México. La siguiente pregunta que le perturba es cómo reflejar a esos
personajes y a otros revolucionarios en toda su complejidad; entonces decide
describirlos a través de sus acciones cotidianas.
Para entender y sentir al México revolucionario con
toda su trascendencia moral y bajo su verdadera luz,
no necesita barajar conceptos políticos o leyes
sociológicas, ni ver a los protagonistas en algunos de
sus hechos aislados, así sean proezas fantásticas o
intimidades candorosas que los retraten fielmente en el
momento
elegido.
La
cabal
respuesta
a
sus
interrogaciones la encontrará siguiendo en su vida, en
sus
móviles
y
en
las
consecuencias
de
sus
motivaciones y su carácter, a quienes hicieron la
Revolución y la personificaron según los conoció él,
pues ello equivaldría, al menos en su concepto, a la
depuración derramada por los siglos sobre las otras
etapas afirmativas de la historia mexicana, igual que
acontece con la historia de cualquier pueblo y a
despecho de las debilidades que a todo hombre
aquejan.11
Los personajes de estos dos libros de Martín Luis Guzmán nos hablan, nos
inquietan y nos conmueven, es decir, adquieren vida propia y nos hacen vivir
otra Revolución, la que el autor contempló desde su posición de observador y
actor.
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