TALLER La Constitución de 1812 y el primer Liberalismo en Andalucía Coordina: Alberto Ramos Santana Ponentes: Alberto Ramos Santana Diego Caro Cancela María Sierra Alonso María Antonia Peña Guerrero Marieta Cantos Casenave FE01/11 ÍNDICE 2 En los orígenes: la reconstitución de la soberanía en las Juntas andaluzas Alberto Ramos Santana Universidad de Cádiz 14 El primer liberalismo en Andalucía: las formas de hacer política Diego Caro Cancela Universidad de Cádiz 32 La representación política en el primer liberalismo en Andalucía María Sierra Alonso y Mª Antonia Peña Guerrero Universidad de Sevilla y Universidad de Huelva 47 Mujeres en el primer liberalismo Marieta Cantos Casenave Universidad de Cádiz En los orígenes: la reconstitución de la soberanía en las Juntas andaluzas Alberto RAMOS SANTANA Universidad de Cádiz Cuando el 24 de septiembre de 1810 comenzaron las sesiones de la Cortes en el teatro de la Real Isla de León, tras la elección de presidente y secretario y recibir el escrito de la Regencia sobre la posible elección por el congreso de un nuevo gobierno, tomó la palabra Diego Muñoz Torrero para pedir que se decretara “que las Cortes generales y extraordinarias estaban legítimamente instaladas; que en ellas reside la soberanía”, indicando que un diputado, Manuel Luján, traía una propuesta al respecto. Dicha propuesta es el origen del primer decreto de la Cortes proclamando solemnemente el principio de la soberanía nacional: “Los diputados que componen este Congreso, y que representan la Nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias, y que reside en ellas la soberanía nacional”. El texto constitucional ratificaría definitivamente que la soberanía reside en la Nación, y que la representan, en su nombre los diputados reunidos en Cortes, cuando declaraba en el artículo 3º que “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”, y en el artículo 27º que “Las Cortes son la reunión de todos los diputados que representan la Nación, nombrados por los ciudadanos en la forma que se dirá”. Iniciar las sesiones de las Cortes con la declaración de que la soberanía residía en las mismas, y que los diputados reunidos para su constitución representaban a la Nación española era esencial, pues fijaba, desde el primer instante, el carácter rupturista de la reunión de Cortes, y reasunción de la soberanía por parte de la Nación, que la había depositado en un monarca que no podía ejercer por estar preso. Y, al mismo tiempo, suponía la confirmación del rechazo absoluto a la renuncia “forzada” de Fernando VII en Bayona y a la legitimación de José I al asumir la corona española que había recibido por cesión del monarca español. El proceso que condujo a la reasunción de la soberanía en las Cortes y en la Constitución de 1812, comenzó, si se quiere indirectamente, con la revuelta de Aranjuez iniciada la noche del 17 de marzo de 1808, verdadero golpe de estado que buscaba la abdicación de Carlos IV y la entronización del príncipe Fernando. La renuncia al trono de Carlos que, justificada por razones de salud, se produjo el 19, aunque se arrepintió y protestó dos días más tarde. A pesar de la protesta del padre, el 24 de marzo entraba triunfalmente en Madrid el recién proclamado rey Fernando VII. La disputa dinástica deriva en el viaje a Bayona, donde padre e hijo confiaban en que Napoleón les apoyara en el trono de España. El desenlace en Bayona es suficientemente conocido. La doble renuncia de Carlos IV y Fernando VII propician que la corona española pase a José Bonaparte, mientras que se convoca y celebra la Asamblea de Bayona para dar a los españoles una Constitución. Sin embargo, los planes de Napoleón para consumar el cambio dinástico en España se torcieron con los acontecimientos del 2 de Mayo de 1808, cuando parte del pueblo de Madrid se enfrentó a la guarnición francesa para impedir la marcha de la restante familia real y, sobre todo, cuando la sublevación contra los franceses se generalizó por España en los últimos días del mes de Mayo siguiendo siempre un esquema similar, lo que le da un carácter casi de unanimidad a la reacción contra las tropas francesas. Efectivamente, tras el dos de mayo madrileño, parece ser que las insurrecciones comenzaron en el levante español, en Cartagena, donde el 22 de mayo se sublevaron oficiales y marineros de la flota, en Murcia los estudiantes provocaron tumultos el 24 de mayo, y en Valencia, tras un motín provocado por dos franciscanos y los hermanos Bertrán de Lis, y tras el famoso “crit del 2 pallater”, la Junta que se formó declaró la guerra a Napoleón el 25 de mayo1. Sin embargo, y sin olvidar el tumulto que se organizó en Zaragoza el 24 de mayo, hay que recordar que ya el 9 de mayo el pueblo de Oviedo había manifestado su hostilidad contra los franceses, una protesta en parte apaciguada que estalló definitivamente el 24 de mayo. Y en Andalucía, por ejemplo, la insurrección comenzó en Sevilla el 26 de mayo, desde donde irradió hacia otras capitales andaluzas. Si la sublevación tuvo éxito en diferentes puntos de España fue porque se presentó la intromisión francesa en los asuntos del país no sólo como una usurpación de la dinastía, sino, lo que parece más importante, como un ataque a valores tradicionales del Antiguo Régimen asumidos por el pueblo español, como una agresión a principios ideológicos y mentales como la religión, la monarquía tradicional española y la independencia. Y, por otra parte, lo que nos interesa más recordar ahora es que la ausencia de los reyes provocó una situación de vacío de poder que, ante la falta de autoridad de la Junta de Gobierno, y la nula reacción del Consejo de Castilla, sólo pudo cubrirse con la formación de unos poderes nuevos, sustitutivos, emanados de la “voluntad popular”: las Juntas locales y provinciales, que asumieron la soberanía en nombre del pueblo y la nación. Es evidente que existió una gran disparidad, incluso contradicciones, en los planteamientos ideológicos de las Juntas2, así como que el sustrato ideológico de las mismas no era popular, ya que, tras los tumultos callejeros, fueran llamados a dirigir los nuevos organismos hombres relacionados con el poder en la etapa precedente, incluso autoridades anteriores y las "fuerzas vivas", de esta forma "el pueblo", voluntaria o forzosamente, no accedió a los recién formados órganos de gobierno, de manera que "no fue el pueblo llano quien protagonizó, más allá de los primeros meses, el movimiento revolucionario"3. Pero también está claro que con la formación de las Juntas sus protagonistas eran conscientes de que el pacto entra la Nación y el monarca para la cesión de la soberanía había quedado anulado y que la Nación asumía de nuevo la soberanía. La Nación soberana fue el fundamento ideológico de las Juntas para declarar la guerra a Napoleón en defensa de la independencia de la patria. En la constitución de la Junta de Gobierno de la Real Isla de León, efectuada el 2 de Junio de 1808, y en la proclama que publicaron ese mismo día, tenemos ejemplo de ambos aspectos, la composición social de una Junta con personajes relacionados con el poder en la etapa inmediata anterior, y la asunción de la soberanía por la Nación insurrecta, que en consecuencia tenía derecho a pactar de nuevo su realidad social y política. La proclama decía: "Españoles, nobles fieles habitantes de la Real Isla de León: La ambición del tirano de Francia ha llegado a nuestro territorio. El que pudo con la fuerza y con la astucia erigirse monarca de su nación misma, ha sabido con el engaño invadir el suelo español y destronar la Familia Real, usurpando la Corona al poseedor. Napoleón, llamado protector y auxilio de un príncipe desgraciado, ha sido el mayor enemigo, que atacó su inocencia, causándole el despojo de su Trono contra los más sagrados derechos. Fernando VII es nuestro Rey por la abdicación solemne del Claude Martin: José Napoleón I, “Rey intruso” de España. Editora Nacional, Madrid, 1969, págs. 111 y ss. Al respecto, Antonio Moliner: "La peculiaridad de la revolución española de 1808". Hispania, nº 166, 1987, págs. 629 a 678. 3 Manuel Pérez Ledesma: "Las Cortes de Cádiz y la sociedad española". Ayer, nº 1, 1991, pág. 171. 1 2 3 19 de Marzo, sin que lo impida ni una protesta inválida ni una renuncia forzada hecha entre las armas francesas en aquel país extranjero. Cuando estuviésemos por la separación de los derechos al Trono (que no estamos), aun entonces no habría de constituirse éste en Napoleón, por pertenecer a la Nación el dominio de la Corona. Sí, españoles: un Rey erigido sin potestad no es Rey, y la España está en el caso de ser suya la soberanía por la ausencia de Fernando, su legítimo poseedor"4. La proclama de la Real Isla de León, que deja patente la idea de la soberanía de la Nación asumida de nuevo por la ausencia del rey según el planteamiento pactista, estaba suscrita, en nombre de los habitantes de la Isla de León, por toda una representación del poder social y político del régimen estamental: "El Alcalde Mayor interino de la villa, D. Juan de Santa Cruz; D. Miguel de Armida, Cura rector de la iglesia parroquial, por el estado eclesiástico; el Marqués de Ureña, por la nobleza; D. Francisco María de Yepes, Capitán de Navío de la Real Armada; D. José Rodríguez de Camargo, Comisario de Marina, por el Ministerio de Marina; D. Antonio Roberto Valois, por el Ayuntamiento y como su Regidor decano; el licenciado D. Francisco de Paula Vilches, Abogado de los Reales Consejos, por el pueblo; D. Bartolomé Canle Gómez, para Secretario"5. Aunque otras proclamas y manifiestos de las mismas fechas no expresan con tanta nitidez la noción de soberanía de la nación, no cabe duda de que cuando se habla por ejemplo de la representación del pueblo, o de la restauración de la monarquía a través de la lucha patriótica, se está aludiendo a ella. Se puede comprobar ya cuando tras la insurrección en Oviedo el 24 de mayo, se publicó6 una “Proclama de la Junta General del Principado” redactada por el Procurador General del Principado, Alvaro Flórez Estrada, en la que, tras anunciar que el Principado de Asturias le había declarado formalmente la guerra a Francia, los “representantes” del pueblo llaman a las armas a los asturianos para defender al Rey. Una línea similar sigue la proclama dada en Cartagena el mismo día 24 de mayo, suscrita por Vicente de Obando y Obando, marqués de Camarena la Real y Coronel del Regimiento de Valencia, que había sido elegido para presidir el gobierno de la ciudad, y se dirige a la población para recordarles que “a vuestro gusto y elección han sido [elegidos] los vocales” de la Junta, por lo que recomendaba calma, alistamientos “con método”, y terminaba reconociendo a los vocales como verdaderos representantes de la voluntad popular. Igual ocurrió en Sanlúcar de Barrameda cuando su “Junta de Gobierno”, con motivo de pedir una suscripción económica, decía: “La Junta, pues, que os representa y gobierna se comprometió por el pueblo…”7. Y la Junta de Algeciras el 7 de junio de 1808, afirmaba la ilegitimidad de la Junta de Gobierno de Madrid y del “extranjero” titulado “Lugar Teniente del Reyno”: “la nulidad de la llamada Junta de Gobierno de Madrid, desde que emanó su autoridad de una ilegítima”, y reafirma la soberanía de los algecireños cuando indicaba que Napoleón “después de haber arrancado de entre nosotros a nuestro amado monarca Fernando VII, con Demostración de la lealtad española; colección de proclamas, bandos, órdenes, discursos, estados del Ejército y relaciones de batallas publicadas por las Juntas de Gobierno o por algunos particulares en estas circunstancias. Madrid, 4 1808, t. I, págs. 31 a 33. Todas las negritas de los textos originales son nuestras. 5 Adolfo de Castro: Cortes de Cádiz Complementos de las sesiones verificadas en la Isla de León y en Cádiz. Extractos de discusiones, datos, noticias, documentos y discursos publicados en periódicos y folletos de la época. Madrid, 1913, t. I, págs. 18 y 19. Castro incluyó también la proclama que aparece firmada, en nombre de toda la Junta, por el secretario Bartolomé Canle Gómez. 6 Con toda probabilidad el mismo día 24 de mayo de 1808. 7 Demostración, t II, pág. 40. 4 engaño y perfidia, intentaba hollar y destruir vuestra Soberanía so color de reclamas, renuncias y abdicaciones ineficaces, violentas y desautorizadas”8. La proclama publicada en Sevilla el 29 de mayo de 1808 no deja lugar a dudas sobre la asunción de la soberanía por la Junta sevillana. Ya el propio título, “Grito general de la Nación”, expresa la intención de demostrar que los elegidos en la Junta Suprema de Gobierno de Sevilla representan a los españoles, a la Nación española en unas circunstancias difíciles. Pero más allá, la Proclama manifiesta con claridad que la soberanía reside en la Nación, que la propia monarquía no es propiedad del rey que la representa, sino de la nación, que es el pueblo quien cede la soberanía al rey, y que en mayo de 1808, preso el Rey, la recuperaba para cederla temporalmente a una nueva forma de gobierno, la propia Junta, a la que se reviste de todos los poderes: “Españoles: Sevilla no ha podido resistir los impulsos de su heroica lealtad, de que ha dado ejemplo en todos los siglos. Se le ha arrebatado el Rey que ha jurado y había recibido con una alegría de que no hay memoria. Se han pisado las leyes fundamentales de la monarquía, se amenazan los bienes, los usos, las mujeres y cuanto tiene precioso la nación.(…) El pueblo pues de Sevilla se juntó el 27 de mayo, y por medio de todos los magistrados y autoridades reunidas y por las personas mas respetables de todas las clases creó esta Junta Suprema de Gobierno, la revistió de todos sus poderes, y le mandó defendiese la religión, la patria, las leyes y el Rey. Aceptamos encargo tan heroico, juramos desempeñarlo, y contamos con los esfuerzos de toda la Nación. Precedió antes proclamar y jurar de nuevo por nuestro rey al Sr. D. Femando VII y morir en su defensa y este fue el grito de la alegría y el de la unión, y lo será para toda la España. (…) Menos podía detenernos el acto de renuncia de la monarquía en un príncipe extranjero, ilegal y nulo con suma evidencia por la falta de poder en quien lo hizo, pues la monarquía no era suya, ni la España se componía de animales al arbitrio absoluto del que nos gobernaba, y había entrado a su señorío por el derecho de la sangre como él mismo lo confiesa, y por las leyes fundamentales de la monarquía, que reglan invariablemente la sucesión hereditaria. (…) Españoles: la patria con todos vuestros bienes, con vuestras leyes, con vuestra libertad, con vuestros reyes, con vuestra santa religión y con las esperanzas de una vida eterna que solo esta religión promete y puede hacer conseguir a vosotros y a vuestros descendientes, están en manifiesto, en próximo, en inminente peligro. Sevilla 29 de Mayo de 1808. Por disposición de la suprema Junta de Gobierno. Don Juan Bautista Esteller, Secretario primero. Don Juan Pardo, Secretario segundo”9. Como hemos visto en los ejemplos citados y en otros que se podrían ver10, siempre se alude a que, en la formación de las Juntas, había participación popular, una iniciativa del pueblo que, en el caso de la Junta de Cádiz de 1808, podemos constatar documentalmente. 8 9 10 Demostración, t I, págs. 34 y 35. Demostración de la lealtad española, págs. 15 a 19. En los tomos de Demostración de la lealtad española se pueden leer muchos más ejemplos de los que venimos comentando. Pero es que, incluso en las palabras introductorias que escribió el impresor para justificar su iniciativa se manifiesta, implícitamente, la idea de que la soberanía reside en la nación: “He creído pues que haría un servicio a la presente y a las futuras generaciones, reuniendo en un cuerpo todos los papeles que con este motivo se han publicado, porque considero en ellos la voz pública de la nación. Aquí es donde aparece toda la majestad de pueblo 5 Tras el levantamiento de Sevilla el 26 de Mayo, visitó al gobernador de Cádiz, Francisco de Solano, el conde de Teba, enviado por los insurrectos sevillanos para tratar de provocar la reacción de Cádiz. La situación en la ciudad era muy difícil, pues los restos de la flota francesa, tras la derrota de Trafalgar, comandada por el almirante Rossilly, estaban en la bahía, mientras que una flota inglesa bloqueaba el puerto de la ciudad desde 1805, sin que se supiera a ciencia cierta qué actitud tomarían los ingleses en caso de iniciarse la insurrección en Cádiz. Las dudas de Solano ante la situación provocaron que en algunos corrillos se acrecentara el rumor del posible afrancesamiento del Marqués del Socorro, lo que ocasionó un tumulto callejero exigiendo la declaración de guerra contra Francia. Como es conocido, la cautela de Solano terminó costándole la vida. La muerte de Solano no calmó a la población amotinada, los disturbios callejeros continuaron y otras autoridades de la ciudad sufrieron ataques y destrozos en sus propiedades, entre ellas Francisco Huarte, Regidor Perpetuo de la ciudad. Tras la muerte del marqués del Socorro, y con la aquiescencia de la Junta Suprema de Sevilla, fue aclamado como su sucesor Tomás de Morla, -que había participado en la Junta formada por Solano-, quien no pudo evitar que el tumulto continuara por las calles de Cádiz. Para tratar de apaciguar los ánimos, Morla ordenó publicar una proclama11, que según Castro había sido redactada por su antecesor, anunciando que se enfrentaría a los franceses y reclamando calma y confianza en los que ostentaban el mando militar y político en la ciudad. El mismo día 30 de mayo Morla reunió a los jefes militares y acordaron separar los buques españoles de los franceses, quedando ambas flotas preparadas para el combate, aunque oficialmente no había síntomas de hostilidad por ambas partes. Mientras tanto en la ciudad continuaron produciéndose algunos incidentes, lo que hizo que Morla publicara un aviso conminatorio a los revoltosos. Sin embargo la tranquilidad se logró en la ciudad gracias a la acción de algunas personas que no formaban parte de los grupos dirigentes. El día 31 de mayo, después de que los regidores hubiesen acudido a la catedral a realizar rogativas, se celebró un cabildo municipal extraordinario en el que se manifestó la necesidad de que se jurase como rey a Fernando VII. La iniciativa no partió de los regidores, pues según el acta capitular correspondiente, ante los regidores “se presentó dn. Antonio Fernández uno de los individuos que contribuían a la pacificación y tranquilidad de este vecindario en las actuales inquietudes que fermentan sus ánimos”, pidió audiencia y, en nombre del “pueblo gaditano”, exigió se “verificase la Real Proclamación y Jura” de Fernando VII, anunciando que así lo había decidido ya con Tomás de Morla y que habían acordado se hiciese en el Ayuntamiento ese mismo día a las dieciocho horas12. Como se puede comprobar, la intervención de Antonio Fernández, de quien de momento nada más sabemos, que realiza en nombre del pueblo gaditano, confirma que es una iniciativa popular la que provoca la jura del rey, con todas sus consecuencias, es decir, una demostración de la voluntad del pueblo gaditano obligó a las autoridades locales a juramentar a Fernando VII y condujo también a la declaración formal de guerra a Francia. Efectivamente, esa misma tarde, a las 18 horas, en un nuevo cabildo extraordinario se proclamó y juró a Fernando VII como Rey de España e Indias13. español, su energía y carácter heroico en los magnánimos afectos que expresa y manifiesta, dignos a la verdad de ser coronados con los más gloriosos triunfos”. 11 Diario Mercantil de Cádiz, 31 de mayo de 1808. Desde ahora DMC, 31-5-1808. 12 Archivo Histórico Municipal de Cádiz, Actas capitulares, cabildo 17, de 31 de mayo de 1808. Desde ahora A.H.M.C., Ac.cap., cab. 17, 31-5-1808 13 A.H.M.C., Ac.cap., cab. 18, 31-5-1808 6 El juramento era la consumación del acto de desobediencia al francés, y tras realizarlo, Tomás de Morla, en reconocimiento de su autoridad, y quizás para salvaguardar su responsabilidad, pidió a la Junta de Sevilla autorización para atacar a la escuadra francesa, que, tras cinco días de enfrentamientos, se rindió y fue apresada el 14 de junio de 180814. También iniciativas particulares dotaban de argumentos sobre la soberanía a la población española, al tiempo que reclamaban un poder unificado y fuerte. Es el caso de una proclama o carta reimpresa en Cádiz, supuestamente fechada el día 6 del mes de Agosto y firmada por el “Numida Aben-Humeya”, en la que se hacía un llamamiento a la unificación de los poderes provinciales y locales de las Juntas, a la formación de un poder único y fuerte, a la convocatoria de Cortes y la redacción de una Constitución: “Representantes ilustres que formáis en las varias provincias del continente español las Juntas Supremas que velan en los objetos de la defensa y de la seguridad pública, congregaos en Madrid y estableced allí un Gobierno central y uniforme que anuncie la iniciativa para juntar unas Cortes o Estados Generales, establecer de consuno una Constitución política, pero con pausa y madurez, que sea la égida de la libertad civil y política de nuestra Patria, de si independencia e integridad,...”15. Efectivamente, a partir del 25 de septiembre de 1808 los poderes locales y provinciales confluyeron en un poder unificado con la formación de la Junta Central16. Conviene recordar que, comenzada la revuelta contra el ejército napoleónico y la formación de las Juntas en distintos lugares de España a finales de mayo de 1808, pronto se formó opinión sobre la conveniencia de que las Juntas se reunieran formando un poder fuerte y unificado, tanto para la dirección de la guerra, como para la gobernación del país17. Ya el Manifiesto de la Junta de Murcia de 22 de junio de 1808 planteaba la elección de sendos Consejos, civil y militar, para la gobernación de la monarquía ante la ausencia de Fernando. En la misma línea, mientras que las Juntas de Galicia, León, y Asturias, votaron por una Junta Central con dos representantes de las “supremas”, la de Sevilla lo consideró oportuno, pero para nombrar un Regente o convocar Cortes, y por su parte la Junta de Valencia, el 16 de julio, en un interesante manifiesto, tras recordar que “toda la Nación está sobre las armas para defender los derechos de su Soberano”, y que “tantas provincias diversas en genio, en carácter y aún en intereses” habían adoptado medidas similares “estableciendo una misma forma de gobierno”, advertía que, aun siendo medidas convenientes Más información sobre este asunto y los acontecimientos ocurridos en Cádiz entre mayo y junio de 1808 en: Alberto Ramos Santana: “La formación de la Junta de Cádiz y el apresamiento de la escuadra de rosilla. Mayo y junio de 1808”. Trocadero, nº 20, 2008, págs. 59 a 70. 14 Proclama a los españoles y a la Europa entera del africano Numida Aben-Humeya, Raid de la familia de los antiguos abencerrajes y doctor de la ley sobre el verdadero carácter de la Revolución francesa y de su jefe Napoleón, y sobre la conducta que deben guardar todos los Gobiernos en hacer causa común con los españoles para destruir el de una gente enemiga por sistema y necesidad de todas las instituciones sociales. Obra traducida del árabe vulgar al castellano por 15 D.M.S.G.S., reimpresa por D. Josef Aril, en Cádiz, 1808. En la "Colección del fraile" se localiza un ejemplar de esta proclama editada en Madrid en el mismo año. Ana María Freire López: Índice bibliográfico de la colección documental del fraile, Madrid, 1983, pág. 307. 16 Manuel Pérez Ledesma ha recordado, siguiendo a Quintana, que la formación de la Junta Central respondía a ciertos principios federativos comunes a una dinámica revolucionaria. Art. cit., pág. 171. 17 Miguel Artola: “Estudio preliminar”, en Miguel Artola y Rafael Flaquer Montequi: La Constitución de 1812. Fundación Ricardo Delgado Vizcaíno y IUSTEL, Madrid, 2008, págs. 19 y ss. 7 “para el gobierno particular de cada provincia”, no bastaban para la unión de todas por lo que consideraba indispensable, “para formar una sola nación, una autoridad suprema que en nombre del Soberano reúna la dirección de todos los ramos de la administración pública. En una palabra, es preciso juntar las Cortes o formar un cuerpo supremo, compuesto de los diputados de las provincias, en quien resida la regencia del Reino, la autoridad suprema gubernativa y la representación nacional”. El acuerdo mayoritario en esta corriente de opinión, que insistía en la formación de la Junta como poder central, derivó en la constitución, el 25 de septiembre de 1808, de la Junta Central Suprema Gubernativa del Reino, que decidió que su lugar de residencia sería el Real Sitio de Aranjuez, y siendo elegido su Presidente el conde de Floridablanca. La llegada de Napoleón a España, en noviembre de 1808, y la toma de Madrid por el ejército francés, obligó al traslado de la Junta Central donde se instaló el 16 de diciembre de 1808, donde, impelida a convocar Cortes, decidió realizar la que se conoce como “consulta al país”. La consulta, que planteaba cuestiones tan básicas como si las Cortes debían seguir el modelo estamental, o reunirse en base a la población de España, o si deberían existir una o dos cámaras, se convirtió en una consulta a instituciones y corporaciones, además de a algunos notables y "hombres sabios", confirmando, una vez más, el alejamiento de todo el proceso ideológico del pueblo. De entre las respuestas recibidas podemos recordar las emitidas por el Ayuntamiento de Cádiz y por el abogado gaditano José Manuel de Vadillo. Los regidores gaditanos nombraron una comisión compuesta por José Serrano Sánchez, Regidor perpetuo, José López del Diestro, Regidor electivo, Manuel Derqui y Fassara, diputado del común, Joaquín Antonio Gutiérrez de la Huerta, procurador mayor y José Mollá18. En su informe, los comisionados gaditanos realizaban un erudito y profundo estudio de la historia de las Cortes en España, para concluir que la institución había servido siempre como freno a las ambiciones de los monarcas, y defensa de los derechos de los españoles, y tras argumentar ideas como que "las Cortes no solamente tienen poder para hablar, sino para obrar más de lo que ordinariamente se piensa, y tanto, cuanto la Monarquía necesita para su arreglo", pedían el voto en Cortes para la ciudad de Cádiz recurriendo a la teoría del pacto entre los ciudadanos y el rey: "Para consolidar el Gobierno, es necesario restablecer los pactos sociales entre el Soberano y los ciudadanos, conforme a la antigua Constitución de la Monarquía. Este es el voto unánime de la Nación y el objeto lisonjero, como justo, que V.M. le tiene anunciado"19. De José Mollá cuenta Adolfo de Castro que habiendo sido nombrado para la Junta de Bayona en mayo de 1808, excusó su participación por la necesidad de atender sus negocios mercantiles y "por padecer de almorranas", lo que se consideró siempre en Cádiz una burla. Ibídem, pág. 67. 19 Ibídem, págs. 71 y 72. 18 8 Por su parte, José Manuel de Vadillo, que opinaba que la soberanía era básicamente la facultad de pactar, y que la soberanía de la nación se desarrolla mediante la facultad legislativa, consideraba que resolver el asunto relativo a la conveniencia de convocatoria de Cortes es muy fácil: "...encárguese el establecimiento y custodia de estas leyes a quienes sean interesados en su subsistencia, y como lo es forzosamente la masa general de la Nación, dedúcese de aquí que a toda ella deberá confiarse el cuidado del establecimiento, permanencia, corrección o anulación de dichas leyes, según juzgase más conveniente al bien común; y siendo imposible que la nación entera concurra individual y simultáneamente a este ejercicio de sus derechos, por eso es indispensable la legítima representación nacional"20. Pero, quizás, la aportación más interesante de Vadillo la realiza cuando habla de la representación en las Cortes de los americanos. Tras recordar que las colonias fundadas por los griegos formaban un único sistema de federación, expone que ya ha pasado la época de "la tiranía feroz", y considera que ya ha llegado el momento de procurar "el bien universal", por eso, "...nuestros hermanos e hijos que habitan aquel vasto y hermoso continente merecen,..., todos los respetos de nuestra gratitud, aun cuando asimismo no lo exigiera por otro lado la justicia. Presida, pues, ésta ya a todas nuestras relaciones para estrechar más y más nuestros tiernos e indisolubles lazos, y convénzanse ellos mismos de la sinceridad de nuestros deseos. Vengan a tomar parte activa y a consolidar la grande obra de nuestra común felicidad, y sentados en el Congreso augusto de la Nación, sepan la conducta de los Ministros responsables a ella de sus operaciones, y discutan y acuerden y resuelvan los grandes intereses del estado por los medios que legitimará su presencia y sancionará su voto"21. No obstante, conviene recordar que José Manuel de Vadillo planteaba que, en consideración al número de contribuyentes, las distancias y las dificultades y gastos de los viajes, una representación de cincuenta diputados de ultramar era suficientemente significativa22, adelantándose y aproximándose a lo que fue, efectivamente, la representación numérica de los americanos en las Cortes de Cádiz. Las respuestas a la consulta nacional fueron llegando a la Junta Central a finales del verano, y se empezó a trabajar con ellas en el mes de Octubre. Pero nuevamente los avatares de la guerra aceleraron los pasos. Escritos presentados al gobierno español el año de 1809, Cádiz, 1809. Cfr. Adolfo de Castro: Cortes de Cádiz, pág. 61. Meses más tarde, en noviembre de 1810, reunidas ya las Cortes en la Real Isla de León, José Manuel de Vadilllo, en respuesta a unas opiniones vertidas por Juan Sánchez de la Madrid en el suplemento a El Conciso nº 37, escribía que, al discutir sobre la soberanía los que convenía es separar los conceptos de soberanía y monarca, que a veces, erróneamente se confunden, y aclarar que la soberanía no pertenece al rey, citando como ejemplo, entre otros, el de monarquía visigoda, en la que la corona era electiva. Vadillo define la soberanía como: “la facultad de pactar, manifestar y alcanzar la observancia de los pactos acerca del modo y condiciones de su unión”; posteriormente insiste en que la soberanía de la nación “es la facultad legislativa para prescribirse los estatutos a que deben ajustarse todos y cada cual de sus individuos”. Reafirma Vadillo que la soberanía no pertenece a los príncipes, ni por la fuerza, o por razón de conquista, ni por ser imágenes de Dios -lo es Adán y toda su descendencia- y tras realizar otras consideraciones históricas, concluye que un pueblo no puede renunciar a su soberanía, y que por tanto, el poder supremo legislativo reside en la nación. Cfr. D.M.C., 19 y 20/11/1810. 21 Ibídem, págs. 64 y 65. Vadillo planteaba que, en consideración al número de contribuyentes, las distancias y las dificultades y gastos de los viajes, una representación de cincuenta diputados de ultramar era suficientemente significativa. 22 Ibídem, págs. 64 y 65. 20 9 Tras la derrota de Ocaña (19 de Noviembre de 1809), la Junta Central quedó nuevamente en entredicho y sin un amplio consenso en su autoridad. Por otra parte el avance francés obligó a los miembros de la Junta a abandonar Sevilla para retirarse hacia la Isla de León, donde creían que estarían más resguardados. Pero su falta de respaldo popular y de control del orden aconsejaba su renuncia, lo que hizo la Junta Central en favor de un Consejo de Regencia, en el famoso Decreto de 29 de Enero de 1810, no sin antes recordar que se había realizado la "convocación de Cortes". El Consejo de Regencia, que quedó constituido en los primeros días de Febrero de 181023, confirmó la convocatoria de Cortes. Pero los inicios de la labor de gobierno de la Regencia no estuvieron exentos de dificultades, principalmente por la oposición que encontraron en Cádiz. La precipitada salida de la Junta Central de Sevilla, camino de la Isla de León en enero de 1810, provocó una situación de desgobierno que llegó a poner en peligro la integridad de algunos de sus miembros, y pese a que la Junta anunció oficialmente su reinstalación tras su llegada a la Isla el 27 de enero, en Cádiz se exigió la formación de una nueva Junta en la ciudad que tuviese facultades soberanas. La propuesta partió del Síndico del Ayuntamiento Tomás de Istúriz quien, en la noche del día 27 de enero de 1810, afirmó que la Junta Central Suprema Gubernativa del Reino había dejado de existir -pese a que dicha Junta había enviado oficio a Cádiz comunicando su reinstalación-, por lo que planteó la necesidad de formar una nueva Junta Superior Gubernativa de Cádiz que sustituyera a la formada en junio de 1808, y que se encargara de organizar la defensa y gobierno de Cádiz, que por otra parte era ya, junto con la Real Isla de León, prácticamente el único territorio peninsular no controlado por los franceses. Para su formación, propuso que, mediante bando, se pidiera a cada varón cabeza de familia que al día siguiente entregase una papeleta con los nombres de tres personas para la elección de los compromisarios que deberían formar la nueva Junta. Al día siguiente, el 28 de enero, tras el escrutinio de los votos emitidos por los “jefes de casa”, se nombraron 54 electores que votaron a los 18 individuos que formaron la Junta gaditana24. El proceso se debería repetir cada cuatro meses, y así ocurrió de nuevo el 28 de mayo. La creación de la nueva Junta gaditana causó un grave problema de autoridad y credibilidad a la Central, y sin dudas influyó en su renuncia y cesión del poder al Consejo de Regencia el 29 de enero, al día siguiente de constituirse la Junta de Cádiz, y tras haber convocado Cortes. La nueva situación provocó unos días de incertidumbre y confusión, según testimonio de la propia Junta Gubernativa de Cádiz. Cuando Tomás de Istúriz realizó su propuesta argumentando que la Junta Central Suprema Gubernativa del Reino había dejado de existir, estaba apuntando a una situación de acefalia parecida a la vivida en 1808 con la salida de la Casa Real de España hacia Bayona y la cesión de la Corona a Bonaparte. La huida de Sevilla de la Junta Central, además de acusaciones de traición, provocó el surgimiento de nuevas Juntas, como ocurrió en la La formaron Pedro Quevedo y Quintana, obispo de Orense, como Presidente, el capitán general Francisco Javier Castaños, el teniente general de marina Antonio Escaño, Francisco Saavedra, miembro de la primitiva Junta de Sevilla y Miguel de Lardizábal y Uribe en representación de las provincias de ultramar. Desde Febrero hasta Agosto, presidió el Consejo de Regencia Castaños, y el 1 de Agosto, le sustituyó en la presidencia el obispo de Orense, que se había incorporado a la Regencia a fines de Mayo. Cfr. Rafael Flaquer Montequi: "El Ejecutivo en la revolución liberal". Ayer, 1, 1991, pág. 44 24 A.H.M.C., A.C., 26/1/1810. 23 10 propia Sevilla, donde se formé una nueva Junta que, con la llegada de los franceses, terminó huyendo a Ayamonte25, y como ocurrió en Cádiz con la nueva Junta Superior Gubernativa que se convirtió en la más fuerte, capaz de ignorar la reinstalación de la Central y de rechazar la cesión del poder a la Regencia. Lo que la Junta de Cádiz estaba planteando es que la Junta Central, que había asumido la soberanía en nombre de los españoles, por cesión de estos, al cesar en sus funciones no podía ceder la soberanía a una Regencia, sino que la soberanía debía retornar a los españoles quienes deberían proceder a escoger un nuevo ejecutivo, una nueva Junta Superior Gubernativa, y estando toda España ocupada por el ejército invasor era la gaditana la que debía asumir las facultades soberanas. La Junta de Cádiz se presentaba como un poder surgido de la voluntad popular, como un gobierno representativo, frente a la Regencia que asumía un poder cedido ilegalmente. Los argumentos de la Junta Gubernativa de Cádiz quedaron claramente expresados en su manifiesto La Junta superior de Cádiz a la América Española, fechada el 28 de febrero de 1810, en el que daba cuenta a los “pueblos de América” de los acontecimientos ocurridos desde principios de 1810, y les solicitaba su adhesión a la causa de la “salvación de la patria”, colaborando con la propia Junta y con la Regencia a la que ya había reconocido26. Tras admitir implícitamente ese reconocimiento27, resumía los acontecimientos ocurridos desde la batalla de Ocaña, la pérdida de confianza en la Junta Central y la crisis de autoridad y pérdida de prestigio como consecuencia de la huida de Sevilla, para explicar y justificar a continuación el propio origen de la nueva Junta Superior Gubernativa de Cádiz “disueltos al parecer los lazos políticos que unen los diferentes miembros de la república, cada provincia, cada ciudad, cada villa tenía que tomar partido por sí sola, y atender por sí sola su policía, conservación y defensa. Cádiz desde este instante debió considerarse en una situación particular y distinta de todas las demás ciudades de España. (…) la singularidad y fuerza de su posición debieron persuadirla que en ella iban a constituirse las principales esperanzas del estado. Creyóse con razón el objeto de mayor atención para los patriotas españoles, el lazo más importante de unidad con la América, y el interés y la expectación de toda Europa. El rumbo que ella siguiese, los sentimientos que manifestase debían ser principios de conducta y sendero de confianza para otros pueblos. (…) Más para que el gobierno de Cádiz tuviese toda la representación legal y la confianza de los ciudadanos, cuyos destinos más preciosos se le confían, se procedió a petición del pueblo y protesta de su síndico a formar una Junta de Gobierno que nombrada solemne y legalmente por la totalidad del vecindario, reuniese sus votos, representase sus voluntades, y cuidase de sus intereses. Verificose así y sin convulsión, sin agitación, sin tumulto, con el decoro y concierto que conviene a hombres libres y fuertes, han sido elegidos por todos Adolfo de Castro: Historia de Cádiz, pág. 684. No entraremos en detalle sobre como finalmente la Junta de Cádiz aceptó reconocer la autoridad soberana de la Regencia, que para lograrlo intervino, en nombre de Gran Bretaña, el marqués de Wellesley insistiendo en la necesidad de contar con un gobierno fuerte y centralizado, y, sobre todo, que la Regencia cedió a la Junta Superior de Cádiz el control de la Hacienda el mismo 28 de enero de 1810, lo que se confirmó por contrato firmado el 31 de marzo, y se mantuvo hasta octubre de ese mismo año, ya constituidas las Cortes. 27 “(…) la autoridad soberana depositada en la Junta Central lo está ahora en un Consejo de Regencia, y que nuestros esfuerzos deben comenzar de nuevo a organizar la máquina de la resistencia contra el enemigo”. 25 26 11 los vecinos, escogidos de entre todos y destinados al bien de todos, los individuos que componen hoy la Junta Superior de Cádiz: Junta cuya formación deberá servir de modelo en adelante a los pueblos que quieran elegirse un gobierno representativo digno de su confianza”. Continuaba el texto haciendo una lectura positiva del traslado de la soberanía desde la Junta Central a un Consejo de Regencia, indicando, incluso, que le parecía la Regencia “un gobierno más consiguiente a nuestras leyes”, que la elección de Lardizábal reforzaba los lazos con América, que ya estaban igualados en derechos los españoles de América y la península, que se habían convocado Cortes con representación americana, e insistía, finalmente, en la necesidad de seguir unidos los españoles de la península y los de América. El manifiesto de la Junta de Cádiz tuvo influencia en América, pero no en la amplitud y en la intención última que contenía. Visto desde América –también para muchos peninsulares- la entrada de los franceses en Andalucía en 1810 hizo que pareciera inminente el control absoluto de España por Bonaparte, imagen a lo que contribuyó la disolución de la Junta Central en Cádiz y la creación del Consejo de Regencia del que incluso se pensó que quedaba encargado de negociar la rendición. La sensación de inseguridad y de vacío de poder provocó una nueva oleada de formación de Juntas en muchas ciudades entre abril y septiembre de ese mismo año, entra las que destacaron Caracas, Cartagena, Buenos Aires, Santa Fe de Bogotá, Quito o Santiago de Chile28. Y hay constancia de que entre los argumentos utilizados para reivindicar su soberanía y la formación de un gobierno representativo, se mencionó el manifiesto de la Junta de Cádiz. Así ocurrió, por ejemplo, en Buenos Aires donde la Junta dispuso la publicación del manifiesto gaditano, y aludió, tal como hizo la Junta de Cádiz, a la doctrina de la asunción de la soberanía por considerar ilegal la cesión del poder a la Regencia, en el comunicado del 28 de mayo de 1810 en el que daba noticia de su instalación al virrey del Perú, entre otras personalidades e instituciones. También en Cartagena de Indias donde llegaron con el manifiesto, procedentes de Caracas, Montúfar y Villavicencio en ese mismo mes de mayo. Como ocurrió en el Cabildo abierto de Santiago de Chile del 18 de septiembre en el que se hizo constar como el manifiesto gaditano debía servir de modelo a quienes quisiesen formar un gobierno representativo29. En definitiva, hubo Juntas de América que en 1810 no reconocieron al Consejo de Regencia siguiendo el precedente de Cádiz y su invocación a la reconstitución de la soberanía ante una cesión que se consideró ilegal. Concluimos. La crisis dinástica de marzo de 1808, seguida de las renuncias de Bayona y la cesión de la corona a Bonaparte, el comienzo de la Guerra de la Independencia y la formación de las Juntas, propició la reconstitución de la soberanía en la nación, un proceso que, desde el primer año del período analizado, se dio también en la América española. La formación de un poder unificado en la Junta Central, la convocatoria de Cortes, la crisis de la propia Junta central, y su renuncia al poder a favor de la Regencia, reafirmaron los principios sobre la reversión de la Jaime E. Rodríguez O.: La independencia de la América española. Fondo de Cultura Económica, México, 2005, pág. 148. Sergio Guerra Vilaboy: El dilema de la independencia. Las luchas sociales en la emancipación latinoamericana (1790-1826). Fundación Universidad Central, Santa Fé de Bogotá, 2000, págs. 89 y ss. 29 Demetrio Castro: “La obra de agitación reformista de la Central en su segunda época (1809-1810) y su efecto en América”. En: Emancipación y nacionalidades americanas. Historia General de España y América, t. XIII, Madrid, 1992, pág. 130. 28 12 soberanía al pueblo, como demostró el conflicto generado por la Junta de Cádiz de 1810, que se siguió en América. Reunidas las Cortes en la Real Isla de León el 24 de septiembre de 1810, aprobaron el primer decreto proclamando solemnemente el principio de la soberanía nacional que residía en las Cortes, y en el mismo decreto se insistió en ello al atribuir el poder ejecutivo a la Regencia, que para que no hubiera dudas sobre quienes representaban la soberanía de la nación deberían prestar juramento ante las Cortes con la fórmula publicada en el mismo decreto: “¿Reconocéis la soberanía de la nación representada por los diputados de estas Cortes generales y extraordinarias? ¿Juráis obedecer sus decretos, leyes y constitución que se establezca según los santos fines para que se han reunido, y mandar observarlos y hacerlos ejecutar?”30. La idea quedó ratificada en el artículo tercero del texto constitucional: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”. Esta declaración, que fue debatida intensamente en las Cortes31, se convertiría en emblema y ejemplo en muchos territorios de Europa y América incluso tras la anulación de la Constitución de 1812. 30 Sobre este asunto, Rafael Flaquer Montequi: “El ejecutivo en la revolución liberal”. En Miguel Artola (ed.): Las Cortes de Cádiz, Ayer, n1, 1991, pág. 47. 31 No entraremos en los debates, ni tampoco a glosar la justificación historicista que se incluyó en el Discurso preliminar. 13 El primer liberalismo en Andalucía: las formas de hacer política Diego CARO CANCELA Universidad de Cádiz Resumen1 Este artículo analiza las dos formas de hacer política que se dieron en Andalucía en el reinado de Isabel II. Se describe la naturaleza de esta monarquía y se sostiene que el caciquismo como práctica política emerge y se consolida en este largo reinado. A continuación, se analiza el proceso de politización que se produce en el mundo rural andaluz y el arraigo que el Partido Demócrata consigue en amplias comarcas, creando una sociabilidad política alternativa a la de las élites que ostentaban el Poder. 1. Introducción El reinado de Isabel II constituye, probablemente, uno de los períodos menos investigados de la Historia Contemporánea de Andalucía. Sin embargo, la reducida historiografía publicada en las dos últimas décadas nos ha proporcionado suficientes materiales para conocer los principales rasgos del sistema político que se articuló y los mecanismos reales de funcionamiento que estaban detrás de las normas legales escritas. El análisis de estas concretas prácticas políticas es lo que pretendemos realizar en este trabajo, completándolo con la descripción de las variopintas manifestaciones que tiene la primera politización de un campesinado que emerge como nuevo sujeto histórico a través de los importantes movimientos sociales que protagoniza en esta región. Y es que al mismo tiempo que los políticos isabelinos articulan un sistema liberal y oligárquico, basado en las clientelas y el caciquismo, en Andalucía, como alternativa, se construye una nueva sociabilidad política más cercana a las clases populares vinculadas al Partido Demócrata, sin cuyo conocimiento no se puede explicar el rápido éxito que tuvo aquí el pronunciamiento que en 1868 destronó a Isabel II. 2. La naturaleza del régimen isabelino Aunque en las tres últimas décadas la historia política de Andalucía ha disfrutado de un crecimiento verdaderamente relevante, el tratamiento que han recibido los distintos períodos históricos que conforman la época contemporánea ha sido bastante desigual. Contrasta la variedad y la solvencia de las investigaciones centradas en etapas como las de la Restauración o la Segunda República con el relativo ostracismo en el que durante mucho tiempo han permanecido otros momentos, como los de la crisis del Antiguo Régimen o la época de Isabel II. Una situación –especialmente la de la época isabelina- que guarda mucha similitud con el resto de la historiografía española, como ya había puesto de manifiesto José María Jover en 19742 y continuaría denunciando en 1998 María Cruz Romeo3. Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación “Las Cortes de Cádiz y el primer liberalismo en Andalucía e Iberoamérica”, financiado por la Consejería de Innovación y Ciencia de la Junta de Andalucía y constituye una versión modificada en algunos aspectos del artículo “Hacer política en la Andalucía de Isabel II: élites y pueblo (1844-1868)”, que se publicará en el número 85 de la revista Ayer. 2 JOVER, J. Mª: “El siglo XIX en la historiografía española (1939-1972)”, en: JOVER, J. Mª (dir.): El siglo XIX en España: doce estudios, Barcelona, Planeta, 1974, p. 23. 3 ROMEO, M. C.: “Lenguaje y política del nuevo liberalismo: moderados y progresistas, 1834-1845”, Ayer, 29 (1998), p. 217. 1 15 Es cierto que en la última década, en el ámbito nacional, se han producido importantes aportaciones en la historiografía sobre el largo reinado isabelino4. No obstante, son todavía muchas las cuestiones que quedan por desvelar para hacer más comprensible esta etapa histórica, aún muy dependiente de los planteamientos hechos por la historiografía tradicional de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Con esta necesaria aclaración previa, veamos qué podemos decir hoy sobre la realidad política del régimen isabelino en Andalucía a la luz de la historiografía producida en las últimas décadas sobre la región. Aunque en el año 2004, al conmemorarse el primer centenario de la muerte de la reina, el catálogo de la completa exposición central que se organizó para recordar esta efemérides dejaba a un lado los aspectos más negativos de este período5, otras publicaciones que también aparecieron por aquellos mismos meses, revisando los distintos aspectos de esta monarquía, no dudaron en poner al descubierto todas las luces y las sombras de estas más de tres décadas que consolidaron un peculiar régimen liberal en la España decimonónica6. Si en el anverso de este legado histórico –como ya señalara José María Jover7- estuvo, sin duda, el definitivo e irreversible desmantelamiento del Antiguo Régimen en España y la consumación, desde el punto de vista jurídico, de lo que comúnmente se ha venido en llamar la “revolución burguesa”, en el reverso habría que situar la creación de un sistema político marcadamente oligárquico, caracterizado por la hegemonía de un solo partido –el moderado- y en el que la permanente confusión entre el poder civil y el militar hacía inviable en la práctica el normal funcionamiento de un régimen liberal y parlamentario. Y aunque recientemente, en un interesante trabajo de historia comparada, se nos ha presentado a la monarquía isabelina y su política como un régimen claramente homologable con las otras monarquías de la Europa de la época, situando como causa de la inestabilidad crónica de los Gobiernos españoles “el vigor de la vida política”8, nosotros creemos que este planteamiento necesita ser matizado. No compartimos, por ejemplo, que fuera la “vitalidad” de las Cortes la causa última de algunas de las crisis ministeriales que llegaron a producirse en estos años. Como bien ha puesto de manifiesto Josep Fontana, todo era más sencillo: “el ascenso y la caída de los ministerios tenía Por citar algunas en forma de libros: BURDIEL, I.: Isabel II. No se puede reinar inocentemente. Madrid, Espasa, 2004. Y su más completa: Isabel II. Una biografía (1830-1904). Madrid, Taurus, 2010; SÁNCHEZ, R.: Alcalá Galiano y el liberalismo español, Madrid, CEPC, 2005; PRO, J.: Bravo Murillo, Política de orden en la España liberal. Madrid, Síntesis, 2006; SUÁREZ, M. (ed.): La redención del pueblo. La cultura progresista en la España liberal, Santander, Universidad de Cantabria, 2006; MIGUEL, R.: La pasión revolucionaria. Culturas políticas republicanas y movilización popular en la España del siglo XIX, Madrid, CEPC, 2007; NÚÑEZ, V. M.: Huelva en las Cortes. Elites y poder durante la Década Moderada (1843-1854), Huelva, Universidad de Huelva, 2007; PEYROU, F.: Tribunos del pueblo. Demócratas y republicanos durante el reinado de Isabel II, Madrid, CEPC, 2008; ARAQUE, N.: Las elecciones en el reinado de Isabel II, Madrid, Congreso de los Diputados, 2008; INAREJOS, J. A.: Ciudadanos, propietarios y electores en la construcción del liberalismo español, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008; SIERRA, M.PEÑA, M. A.-ZURITA, R.: Elegidos y elegibles. La representación parlamentaria en la cultura del liberalismo, Madrid, Marcial Pons, 2010. 5 VV.AA.: Liberalismo y romanticismo en tiempos de Isabel II, Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2004. 6 Por ejemplo: PÉREZ GARZÓN, J. S. (ed.): Isabel II. Los espejos de la reina, Madrid, Marcial Pons, 2004. 7 JOVER, J. Mª.: La civilización española a mediados del siglo XIX. Madrid, Espasa, 1991, p. 37. 8 SANTIRSO, M.: Progreso y libertad. España en la Europa liberal (1830-1870), Barcelona, Ariel, 2008, p. 64 4 16 poco que ver con la política que se debatía en público, ya que respondía sobre todo a oscuros manejos de las tres camarillas reales: la de Isabel con su amante de turno, la de Francisco de Asís y su cortejo frailuno y la de la reina madre y su consorte, atentos siempre a enriquecerse con sus negocios y especulaciones”9. Una aseveración que también comparte Juan Pro en su biografía de Juan Bravo Murillo. La clave del sistema político isabelino fue la Reina María Cristina y sus manejos, no sólo mientras su hija fue menor de edad, sino también después, cuando los progresistas la mandaron al exilio, entre 1840 y 1843, y más tarde cuando regresó a España ya en tiempos de la Década Moderada. Ella y su nuevo marido, Fernando Muñoz, el duque de Riánsares, crearon una camarilla cortesana, perfectamente descrita por Isabel Burdiel10, cuyo objetivo fundamental fue aprovecharse económicamente del Poder. Un sistema corrupto en el que negocio y política aparecían entrelazados en el entorno de la Monarquía, “pues las mismas redes personales actuaban en ambos dominios y en los dos aparecían Muñoz –como el cerebro práctico- y María Cristina como el referente simbólico”11. Sin embargo, también hay que tener en cuenta a otros actores políticos. En primer lugar, los militares, que no sólo velarán por proteger sus intereses profesionales más corporativos, sino que colocados en las cúspides de las tres fracciones que querían el Poder –moderados, unionistas y progresistas-, tendrán un protagonismo decisivo en la vida política12. Y en segundo lugar, las distintas burguesías -terrateniente, comercial e industrial- que, a través de los grupos de presión que fueron articulando en las Cortes una y otra vez, intentaron que sus privilegiados intereses económicos se vieran favorecidos en las leyes que se discutían y aprobaban13. 3. Hacer política dentro del régimen isabelino: el nacimiento y la consolidación del sistema caciquil Aunque tradicionalmente el término “caciquismo” en el ámbito de la vida política, se ha asimilado al periodo conocido como la Restauración14, esto es, a la época que transcurre entre 1875 y 1923, la historiografía más reciente sobre el reinado de Isabel II ha puesto en evidencia, por lo menos en Andalucía, que fue en estos años, especialmente en los momentos de gobierno del Partido Moderado y la Unión Liberal, cuando esta forma concreta de hacer política emergió y se consolidó. Podemos decir que todos los rasgos que caracterizan a las clientelas políticas del FONTANA, J.: “La época del liberalismo”, volumen 6 de la Historia de España, dirigida por J. Fontana y R. Villares. Barcelona, Crítica-Marcial Pons, 2007, p. 261. 10 BURDIEL, I. Isabel II. No se puede…, pp. 345-351. 11 PRO, J.: op. cit., p. 77. 12 Sigue teniendo interés: CHRISTIANSEN, E.: Los orígenes del poder militar en España, 1800-1854, Madrid, Aguilar, 1974. También: SECO, C.: Militarismo y civilismo en la España contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984. 13 MONTAÑÉS, E.: Grupos de presión y reformas arancelarias en el régimen liberal, 1820-1870, Cádiz, Universidad de Cádiz, 2009. 14 Un ejemplo: GONZÁLEZ ALCANTUD, J. A.: “Jerarquía versus igualdad: el clientelismo político mediterráneo desde la antropología”, en: ROBLES, A. (comp.): Política en penumbra. Patronazgo y clientelismo político en la España contemporánea, Madrid, Siglo XXI de España editores, 1996, p. 32. 9 17 caciquismo que estuvieron detrás del marco político diseñado por Cánovas en la Constitución de 1876 se fueron conformando en el largo reinado de Isabel II15. De esta manera, y como ocurriría años después, ahora también el caciquismo era la manifestación política de un clientelismo que se sustentaba en la propiedad, la capacidad de influencia o el prestigio. Y las nuevas élites que ahora nacían al calor de la consolidación del régimen liberal se limitaban a amparar su poder político en los factores antes citados. No lo podía dejar más claro Antonio Guerola, gobernador civil de varias provincias andaluzas –entre otras-, en unas memorias que son de imprescindible consulta si queremos conocer cómo se hacía realmente la política en algunos de los territorios donde ejerció el cargo. Estaba destinado, por ejemplo, al frente del Gobierno Civil de Málaga, cuando debía proceder al nombramiento de los alcaldes de la provincia para el bienio de 1863 a 1864. Pues bien, la descripción que hace de la situación política del distrito de Torrox no podía ser más explícita acerca de lo que era una estructura clientelar. Y es que aquí, si bien el diputado en el Congreso era “el señor Llera”, a continuación contaba que éste a quien debía realmente el cargo era a “la amistad de los señores Larios”, y “Don Martín Larios, jefe de la familia” era el que solía indicar las personas que debían ejercer las alcaldías de los municipios del distrito, “y creo que debe atenderse”16. Una estructura clientelar que podía proceder de los años finales del Antiguo Régimen, como era la que mantenía la casa del duque de Osuna en el distrito sevillano de este nombre, al amparo de sus grandes propiedades “y de los numerosos colonos que allí tenía”17, o que se fue consolidando al mismo tiempo que el establecimiento del régimen liberal, como la de la familia Hernández-Pinzón en la campiña onubense18. Y como en la Galicia del conde de Pallares, tan bien estudiada por Xosé Ramón Veiga19, en esta Andalucía isabelina los tres pilares del poder de los emergentes caciques serán la familia, los amigos políticos y el favor de la Administración en sus diferentes escalas. La familia, por ejemplo, aparece como la más activa de las instituciones sociales, como cantera suministradora de apoyos políticos. Familiares y parientes “forman parte del núcleo clientelar Sobre las características del clientelismo y el caciquismo en España, véanse: MORENO, J.: “Sobre críticas, conceptos y cambios. A vueltas con el caciquismo de la Restauración española (1875-1923)”, en: ALVARADO, J. (coord.): Poder, economía, clientelismo, Madrid, Marcial Pons, 1997, pp. 281-300; ROMERO, J.: “El caciquismo como sistema político”, en: GELLNER, E. (ed.): Patronos y clientes en las sociedades mediterráneas, Madrid, Júcar, 1986, pp. 79-92; VARELA, J.: Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (18751900, Madrid, Alianza Editorial, 1977; reedición, 2001, Marcial Pons); MORENO, J.: “Political clientelism, elites and “caciquismo” in Restoration Spain (1875-1923)”, European History Quarterly, 37/3 (2007), pp. 417-441. 16 GUEROLA, A.: Memoria de mi administración en la provincia de Málaga como gobernador de ella desde el 6 de diciembre de 1857 hasta el 15 de febrero de 1863, Sevilla, Fundación Sevillana de Electricidad, 1995, volumen III, p. 1050. 17 GUEROLA, A.: Sevilla en la segunda mitad del siglo XIX. Memorias del gobernador…Sevilla 1863, Sevilla, Fundación Sevillana de Electricidad, 1993, volumen I, p. 261. Sobre la relevancia que en las estructuras de poder del Antiguo Régimen tenían los grupos familiares: DEDIEU, J. P.-WINDLER, Ch.: “La familia: ¿una clave para entender la historia política?. El ejemplo de la España Moderna”, en: Studia Historica. Historia Moderna, nº 18 (1998), pp. 201-233. También ha defendido este mismo planteamiento para el tránsito del siglo XVIII al siglo XIX, Jesús CRUZ en Los notables de Madrid. Las bases sociales de la revolución liberal española. Madrid, Alianza Editorial, pp. 230-253. 18 Vid. NÚÑEZ, V. M.: Huelva en las Cortes. Elites y poder político durante la Década Moderada (1843-1854), Huelva, Universidad de Huelva, 2007, pp. 205-210; PEÑA, M. A.: op. cit., pp. 80-91. 19 VEIGA, X. R.: O conde de Pallares e o seu tempo, 1828-1908. Aproximación ó activismo das elites na Galicia decimonónica, Lugo, Diputación Provincial de Lugo, 1999. 15 18 que sirve de sostén al activismo de todo hombre público”20. Lo tenía muy claro en aquellos años la madre del luego renombrado escritor Juan Valera, cuando intentó que éste saliera elegido diputado en las elecciones del año 1857 por el malagueño distrito de Archidona. Como bien ha escrito Matilde Galera al describir este proceso electoral, sus principales “agentes” fueron ella misma, entonces la marquesa de Paniega, su hermanastro, José Freüller –diputado provincial por el distrito- y su hermana Sofía21. De hecho, como entonces el escritor estaba destinado en la embajada de España en Rusia, fueron su hermanastro y su propia madre quienes se pusieron en contacto con Cándido Nocedal, el entonces ministro de la Gobernación, para pedirle un apoyo que éste no daría, frustrando su candidatura22. Esta misma preeminencia tenía la familia en el dominio que el general Armero ejercía en el sevillano distrito de Écija. El diputado que lo representaba desde el año 1858 era José Saavedra, su cuñado, y todos sus “numerosos parientes” se ocupaban de la política y apoyaban a éste23. Era lo que ocurría también con la familia Borrajo en el distrito malagueño de Coín24. Y lo mismo podríamos decir de los hermanos Blanco del Valle –Antonio, Francisco y Juan-, los tres diputados, en distintas elecciones, por los distritos gaditanos de Arcos de la Frontera y Algeciras25, de la familia Benavides Fernández-Navarrete, que convirtió el distrito jiennense de Villacarrillo en un auténtico “feudo” durante los gobiernos moderados26, o de la saga de los Roda en el distrito granadino de Ugíjar27. Unas sagas familiares que en algunos distritos andaluces fueron consolidando su poder en los años finales del siglo XVIII y principios del XIX, como la de los Alvear en Montilla o los Alcalá Zamora en Priego, al amparo de las luchas de facciones que acompaña a la crisis del Antiguo Régimen, con la pugna que se establece entre la nobleza y la burocracia real en algunos dominios señoriales28 Sin embargo, sólo con el apoyo de los parientes no se podía sostener una red clientelar ni ganar unas elecciones. Al lado de éstos también tenían que estar los llamados “amigos políticos”, es decir, un indefinido e informal colectivo integrado por amistades, conocidos y vecinos que aportaban sus votos y otorgaban su influencia a favor del gobernante o parlamentario que lideraba la clientela29. Esto fue lo que siempre tuvo claro, por ejemplo, Martín Belda, uno de los VEIGA, X. R.: “Los marcos sociales del clientelismo político”, Historia Social, 34 (1999), p. 29. No fue una situación excepcional que sólo se daba en España. Manuel Santirso comenta en su libro antes citado, que el “cuñadismo” afectó a Portugal al más alto nivel y los “primos políticos” también existieron en la Gran Bretaña de estos años. Vid. SANTIRSO, M.: op. cit., p. 66-67. 21 GALERA, M.: Juan Valera, político, Córdoba, Diputación de Córdoba-Ayuntamiento de Cabra, 1983, p. 33. 22 Finalmente, sin el apoyo del Gobierno, la suerte de Valera quedó echada cuando José Lafuente Alcántara, uno de los caciques del distrito, hizo una especie de pacto con su hermanastro, intercambiando sus votos por el nombramiento “a su gusto” de los jueces de paz y el Ayuntamiento. Salió elegido diputado Lafuente y doña Dolores, la madre de Valera, que había “dirigido” los trabajos electorales, el uno de febrero, le escribía una carta a su hijo, en la que le decía lo siguiente: “Esto de las diputaciones es una tramoyería, que sólo los gitanos cuando venden burros pueden ser más tunos, embusteros y chalanes, todos prometen, todos hacen mil falsías y ninguno es caballero, ni leal, ni conoce la vergüenza”. Citado en: ibídem., p. 34. 23 GUEROLA, A.: Sevilla…, volumen I, p. 227 24 GUEROLA, A.: Memoria…, volumen IV, p. 1398-1399. 25 Sus biografías, en: CARO, D. (dir.): Diccionario biográfico de parlamentarios de Andalucía, 1810-1869, Sevilla, Centro de Estudios Andaluces, 2010, tomo I, pp. 242-247. 26 Ibídem., pp. 217-220. 27 Ibídem., tomo II, pp. 410-415. 28 WINDLER, Ch.: Élites locales, señores, reformistas. Redes clientelares y Monarquía hacia finales del Antiguo Régimen, Córdoba, Sevilla. Servicios de Publicaciones de las Universidades de Córdoba y Sevilla, 1997, pp. 86-98. 29 VEIGA, X. R.: “Los marcos sociales…, p. 31. 20 19 políticos más relevantes de la Andalucía isabelina30. Establecido de joven en Madrid, con el apoyo de dos paisanos ilustres –Vicente Alcalá Galiano y Antonio Varela Viaña- obtenía un primer destino como escribiente, con dos mil reales de sueldo, en el Ministerio de Marina, y no tardaría en vincularse al grupo de los “polacos” del Partido Moderado, que lideraba Luis José Sartorius, conde de San Luis. Fue numerosas veces diputado, alcanzó la presidencia del Congreso y era ministro de Marina al estallar la revolución de 1868. Pese a esta relevancia alcanzada en la política nacional, lo que deja claro la lectura de su correspondencia con Francisco Moreno –su “Frasquito”-, a lo largo de más de veinte años, es que Martín Belda siempre tuvo claro que la fortaleza de su posición política dependía prioritariamente de control que ejercía no sólo sobre su distrito, sino también sobre el resto de la provincia cordobesa, y que para mantener este poder era fundamental tener una permanente influencia en los Ayuntamientos, contar con la connivencia de los jueces destinados en la zona y ejercer su autoridad ante sus amigos políticos para dar satisfacción a las peticiones de favores que permanentemente le hacía su “clientela” del distrito. Y esto fue lo que nunca olvidó el político egabrense, desde los inicios de su carrera en 1847, a tenor de la lectura de la primera carta que dirige desde Madrid no sólo a “Frasquito”, sino también a los demás “notables” de las restantes poblaciones de la demarcación, que eran Baena, Castro del Río y Cabra. A todos les decía Martín Belda: “Si usted se penetra de mis intenciones y comprende que más que las cuestiones políticas me ocuparán a mí los negocios particulares de esos pueblos y los intereses privados de todos mis amigos, no tendrá ningún inconveniente en contar conmigo para todo cuanto le pueda ocurrir y desear, en la inteligencia de que con más gusto que yo no le servirá nadie y que lo que no haga será porque absolutamente me falten medios para ello”31. Era lo que de forma elocuente Juan Valera llamaba en sus cartas el “reparto del turrón”, tarea que él nunca aprendería32 y en la que Belda se mostró como un extraordinario experto durante toda su vida política. Y es que como éste sabía que además de tener buenos apoyos en Madrid, también eran fundamentales los que pudiera amarrar en el distrito electoral, nada más tomar posesión del cargo de diputado no tardó en colocar en las alcaldías de Cabra, Doña Mencía y Castro del Río a sus principales amigos políticos, no sin mostrar privadamente su malestar puntual con lo que consideraba que era el desagradecimiento de alguna gente33. Unos favores que Belda era capaz de conseguir incluso cuando no estaban sus amigos en el Gobierno, gracias a las relaciones personales que mantenía, en plena crisis interna de los moderados. De esta manera, por ejemplo, el 8 de agosto de 1851, le informaba “reservadamente” a su “hombre de Una completa biografía de este personaje en: GARRIDO, J. M.: Martín Belda, un político al servicio de Isabel II. Córdoba, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba-Ayuntamiento de Cabra, 2004, dos tomos. Utiliza como principal material inédito las cerca de quinientas cartas que Belda dirigió a Francisco Moreno Ruiz, su hombre de confianza en el distrito de Cabra, durante muchos años alcalde de Doña Mencía y “verdadero amo del pueblo” (p. 54). 31 GARRIDO, J. M.: op. cit., p. 62. 32 Así lo reconocería en un debate en las Cortes con Romero Robledo, en la sesión del 18 de febrero de 1864, durante la discusión de un acta electoral: “yo he sido una calamidad pública para el distrito -le espetó Valera a Romero- (puesto que) yo no he podido dar ningún empleo; yo no podido ascender a nadie; yo no he podido hacer nada de lo que generalmente hacen los hombres que, según la expresión vulgar, cultivan un distrito”. 33 Se encontraba especialmente molesto con sus correligionarios de Baena, como mostraba la siguiente carta, del dos de marzo de 1849, dirigida a “Frasquito”: “Tiene usted mucha razón en prevenirme sobre la gente de Baena, pues no hay en el mundo gente más canalla. Usted no puede figurarse los beneficios que yo he dispensado a Baena (…) y, sin embargo, no les he merecido una carta de gracias”. Ibídem., p. 66. 30 20 confianza” en el distrito, que había conseguido del ministro de la Guerra, que a uno de sus amigos le concedieran el grado de coronel, mientras que los diputados “gubernamentales” – según contaba-, todavía “no han podido hacer un favor en sus distritos y están fritos porque dicen que yo siendo de la oposición soy más atendido”34. Y es que por encima de todo lo que por entonces escribía Andrés Borrego y otros ideólogos del moderantismo acerca de la necesidad de conformar partidos “modernos”, la consolidación del liderazgo del general Narváez entre ellos en los años cuarenta, lo que hizo fue convertir esta fracción política en una estructura típicamente piramidal basada en el sistema caciquil del intercambio de favores35, ya vista en el caso de Belda y confirmada por la correspondencia conservada entre Bravo Murillo con el propio Narváez, en una de las veces en que éste fue presidente de Gobierno. Como ha contado con detalle Juan Pro, el primero no sólo tenía que gestionar los asuntos cotidianos de su ministerio, sino también preocuparse del destino que debía darle a un peón caminero que le llegaba recomendado y tener que atender a los asuntos que les interesaban al corregidor de Loja y al propio hermano del general36. Unos favores que también prodigaría otro de estos ministros moderados, el granadino Manuel Seijas Lozano, cuando lo fue de Ultramar, con su clientela de Almuñécar. Fueron nombramientos para la administración de las entonces provincias de Cuba y Filipinas que beneficiaron “a clanes como los Sandoval, Carrasco o del Barco, todos ellos de tradición universitaria en Granada, a mediados del siglo XIX”37. Sin embargo, esta manera de “hacer política” tan característica de la sociedad de “notables”, basada en el parentesco, la amistad y el patronazgo, tan bien retratada por Jesús Cruz empezó a ser contrarrestada en algunos distritos electorales andaluces por otras prácticas políticas más “modernas”, especialmente en los núcleos más urbanizados de la región, como Sevilla, Málaga y, sobre todo, en la ciudad de Cádiz38. En el caso de esta última capital, tenía su explicación porque como bien se ha escrito, a principios del siglo XIX “era la ciudad más cosmopolita y liberal de España y lo era merced a la influencia de una potente clase media ilustrada que había surgido del monopolio del comercio de Indias”39. Un caso excepcional en la España de la época porque aquí la preponderancia política no estaba en unas noblezas locales procedentes del Antiguo Régimen, sino en grupos mercantiles que tempranamente abrazaron la causa del liberalismo40. Esta moderna tradición política continuó en el reinado de Isabel II y se manifestó en unas prácticas que no se veían en otras zonas de Andalucía. Analicemos, por ejemplo, lo que ocurre en las elecciones de 1846 en los dos distritos de la ciudad. En primer lugar, cada grupo político tenía su propio periódico: El Nacional era el de los progresistas y El Comercio el de los Carta del 6 de agosto de 1851. Ibídem., p. 131. PRO, J.: “La formación de la clase política liberal (1833-1868)”, en: Historia Contemporánea, 23 (2001), p. 473. 36 Este último caso se cuenta con detalle, en: PRO, J.: op. cit., pp. 232-234. 37 FERNÁNDEZ, N. A.: Manuel de Seijas Lozano. Tras la huella de un liberal olvidado. Madrid, Fundación Registral, 2007, p. 376. 38 CRUZ, J.: Los notables de Madrid. Las bases sociales de la revolución liberal española. Madrid, Alianza Editorial, 2000, especialmente su capítulo 6, pp. 211-260. 39 Ibídem., p. 273. 40 Sobre estas élites políticas gaditanas del primer liberalismo: BUTRÓN, G.: “Élite local, poder y cambio político en Cádiz, del Antiguo Régimen al liberalismo (1823-1835)”, en: CARO CANCELA, D. (ed.): El primer liberalismo en Andalucía (1808-1868). Política, Economía y Sociabilidad. Cádiz, Universidad de Cádiz, 2005, pp. 63-88. 34 35 21 moderados41. Y no sólo esto, sino que ambos se convierten también en beligerantes instrumentos de apoyo de sus propios candidatos desde el día en el que se convocan las elecciones. En el caso de El Nacional, además, su redacción se transforma en sede del activismo de los progresistas y a la que sus simpatizantes tenían que acudir para recoger la papeleta que le permitiría asistir a la reunión donde se iban a elegir sus candidatos. Éstos, por otra parte, se presentaban con un programa político que ofrecían a los electores desde las páginas de estos órganos de prensa42. Y celebradas las elecciones, mientras que en uno de los distrito ganaba el candidato apoyado por el Gobierno moderado, en el otro lo hacía el progresista de la oposición, lo que volvería a ocurrir en las elecciones de 1850, creando un escenario excepcional en la Andalucía de estos años, como veremos a continuación. 4. Las prácticas caciquiles en las elecciones Y es que en el contexto antes citado de clara preeminencia de la Corona sobre el Parlamento, la única virtualidad que tuvieron todos los procesos electorales que se celebraron entre 1844 y 1867 fue la de darle al Gobierno que los convocó la confianza que necesitaban en las Cortes para sacar adelante sus leyes, una vez que previamente la habían obtenido de la Reina, que era en la práctica la más importante. De todas formas, lo que ocurría en España no era excepcional en este periodo de liberalismos oligárquicos. También pasaba lo mismo en otros lugares como, por citar un caso, ha puesto de manifiesto Hilda Sábato en su estudio sobre la vida política del Buenos Aires de mediados de siglo, cuando no dudaba en escribir que entonces las elecciones no eran “mecanismo de selección de representantes por parte de los ciudadanos, sino de confirmación de candidatos propuestos desde arriba”43. Y es que formado el Ejecutivo de turno por decisión de la Reina, el trabajo del ministro de la Gobernación consistía, a continuación, en “organizar” con éxito las elecciones, negociando con los notables provinciales y locales. Finalmente, “la manipulación electoral hacía el resto, dando como resultado una mayoría cómoda para el Gobierno en la cámara baja”44. Estas prácticas electorales fraudulentas, que los moderados ensayaron con éxito bajo la Regencia de María Cristina, se perfeccionaron a lo largo de la década en la que gobernaron ininterrumpidamente, de 1844 a 1854 y se vieron favorecidas por la nueva Ley Electoral de 1846, que introducía dos importantes novedades: la primera era que doblaba la cantidad de contribución que se exigía para tener la condición de elector, y la segunda que se abandonaba la circunscripción provincial a favor de pequeños distritos uninominales, más propicios a la Todo lo que se cuenta a continuación de estos dos procesos electorales procede del trabajo de investigación fin de Máster inédito de J. FERNÁNDEZ: Las elecciones generales a Cortes en Cádiz durante la Década Moderada. Cádiz, 2008. 42 El de los moderados, por ejemplo, se publicaba en el ejemplar de El Comercio del 4 de diciembre de 1846. 43 SABATO, H.: La política en la calle. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2004, p. 21. Para un análisis comparativo con el contexto europeo de la época: BERSTEIN, S.-WINOCK, M. (dirs.): L´invention de la démocratie, 1789-1914. Histoire de la France politique-3. París, Éditions du Seuil, 2002; MUSELLA, L.: Individui, amici, clienti. Relazioni personali e circuito politici in Italia tra Otto e Novecento, Bolonia, Il Mulino, 1994; TAVARES, P.: Eleiçoes e caciquismo no Portugal oitocentista (1868-1890), Lisboa, Difel, 1991. 44 PRO, J.: op. cit., p. 89. 41 22 manipulación por las oligarquías locales que en el medio rural se estaban convirtiendo en la base de las clientelas que iban a sostener al Partido Moderado45. El resultado final de este cambio normativo fue una drástica reducción del censo, que en las ocho provincias de Andalucía pasó de los más de cien mil ciudadanos con derecho a voto de 1844 a poco más de veinte mil, de manera que la distinción que en 1839 había hecho el padre Eudaldo Jaumeandreu entre “ciudadano” y “habitante” alcanzaba su total plenitud con esta legislación46. Con un censo tan reducido, el control que los moderados ejercieron durante los cinco procesos electorales que controlaron desde los gobiernos de esta década fue prácticamente total, salvo en algunos distritos donde el arraigo que tenían destacados líderes progresistas hizo fracasar las expectativas de los que concurrían como candidatos “gubernamentales”47. Y es que para que éstos triunfaran, nunca se dudó en emplear los más variopintos procedimientos. Se empezaba, si hacía falta, con la modificación de los límites de los distritos electorales ya fijados, añadiéndoles o enajenándoles municipios o secciones para favorecer al candidato que merecía las simpatías del Ejecutivo. Es lo que hacía, por ejemplo, el Gobierno moderado de 1857 al suprimir la sección de Álora del distrito de Antequera, y que el gobernador Antonio Guerola corregiría al año siguiente porque el candidato entonces perjudicado era ahora “el amigo del Gobierno y vecino de Álora”48. O lo que hicieron desde la Diputación de Córdoba para las elecciones de 1844, aunque los electores se vieran obligados a realizar largos desplazamientos para poder emitir el sufragio49. A continuación, se procedía a “controlar” las listas electorales, de las que se intentaba excluir a los individuos de la oposición mientras que se incluían otros nombres que nunca existieron o que legalmente no tenían capacidad legal para poder votar. No lo podía explicar mejor el citado Guerola, al dedicar nada menos que un capítulo completo de sus memorias malagueñas a este proceso de rectificación de listas. Como bien decía, se trataba en teoría de una cuestión que no debía plantear ningún problema, ya que la ley marcaba claramente “la cuota y calidades del electoral”, por lo que la citada rectificación debía ser un proceso estrictamente “material”50. Sin embargo, no era así, porque como reconocía: “los partidos y las individualidades políticas aspiran siempre a influir en la formación y rectificación de las listas para que domine una mayoría de parciales suyos”51. Él mismo explicaba Tres análisis sobre la legislación electoral de este régimen isabelino, en: ESTRADA, M.: El significado político de la legislación electoral en la España de Isabel II, Santander, Universidad de Cantabria, 1999; ROMERO, C.CABALLERO, M.: “Oligarquía y caciquismo durante el reinado de Isabel II (1833-1868)”, en: Historia Agraria, 38 45 (2006), pp. 7-26; ZURITA, R.: “El proceso electoral”, en: SIERRA, M.-PEÑA, M. A.-ZURITA, R.: op. cit., pp. 189-299. 46 Decía el citado religioso en su “Catecismo razonado o explicación de los artículos de la Constitución política”: “En muchos países el pueblo se divide en dos clases. La primera comprende las personas que gozan de la totalidad de los derechos de ciudadanía, a saber, políticos y civiles, y la segunda, a los que sólo disfrutan de los civiles. Los primeros se llaman ciudadanos, y los otros meramente habitantes”. Citado en: FONTANA, J.: op. cit., p. 157. 47 Fue, por ejemplo, lo que ocurrió en Cádiz en las elecciones de 1846, 1850 y 1851 con la candidatura del comerciante Juan Pedro Muchada por el segundo distrito de la capital o con Ramón Orozco, diputado por los distritos almerienses de Vélez-Rubio y Vera en estos mismos comicios. Véanse las biografías de estos personajes, en: CARO, D. (dir.): op. cit., tomo II, pp. 258-260 y 299-306, respectivamente. 48 Se cuenta en: Guerola, A.: Memoria…, volumen IV, p. 1381. 49 Se describe con detalle, en: AGUILAR, E.: Vida política y procesos electorales en la Córdoba isabelina (18341868), Córdoba, Cajasur, 1991, pp. 182-183. 50 Ibídem., p. 1365. 51 Ibídem. 23 cómo había cometido una ilegalidad en las vísperas de las elecciones de 1858, al incluir en las citadas listas a “algunos amigos del Gobierno”, que le constaban que pagaban la cuota, “aunque en el acto no pudieran probarlo”52. Pero como de lo que se trataba era de no depender en todo del Gobierno, esta práctica fue una de las primeras que aprendió Martín Belda nada más estrenar el escaño de diputado, a tenor de la carta que le escribía a Francisco Moreno en el distrito egabrense, el 29 de diciembre de 1847: “Cuidado que es menester no dormirse ahora para que en la rectificación de las listas electorales de Baena se aumenten nuestros amigos y se disminuyan los contrarios”53. Una vez que llegaba el día de las elecciones, ahora de lo que se trataba era de controlar la mesa, ya que quien presidía las votaciones podía admitir a electores que no figuraban en las listas, manipular los votos emitidos o falsificar las actas. Por este motivo, por citar un ejemplo, un periódico sevillano cercano a los unionistas no dudaba en denunciar en 1858 que el hermano del candidato moderado por el distrito sevillano de Morón de la Frontera -y también alcalde- fuera el presidente del colegio electoral establecido en la localidad54. Pero si algunos de estos procedimientos fallaban, poniendo en peligro el resultado final deseado por el Gobierno, entonces no se dudaba en utilizar otras formas de “presión” con los adversarios políticos, como ocurrió en las elecciones de 1857 organizadas por los moderados. En este sentido, el diputado Manuel Sánchez Silva, una de las personalidades del progresismo sevillano, llegaba a denunciar públicamente que se le había obligado a abandonar el distrito de Utrera, por el que se presentaba, bajo la amenaza de que si no salía del mismo, sería encerrado en un calabozo mientras que durara el proceso electoral, para que pudieran triunfar los candidatos designados por el Consejo de Ministros55. Finalmente, también se podían alterar los plazos legales establecidos, retrasar o anticipar las horas de apertura y cierre de los locales donde se votaba o sencillamente ni siquiera se llegaban a abrir éstos y las actas se falsificaban donde quisiera el cacique local. Solamente en las elecciones de 1854, convocadas después del triunfo del pronunciamiento que inauguró el Bienio Progresista, la presión del Gobierno presidido por el general Espartero apenas si llegó a las provincias, hasta el extremo que fueron en éstas, en asambleas abiertas a sus correligionarios, donde los progresistas decidieron la composición que iban a tener sus candidaturas. Incluso los gobernadores civiles eran advertidos por el ministro de la Gobernación, el 19 de agosto, de que tenían que facilitar sin trabas el desarrollo del proceso electoral “y, por una vez, esto no fue un mero engaño”56. Los progresistas gaditanos, por ejemplo, se reunían el 28 de septiembre en el salón de juntas de un banco local con la asistencia de representantes de la mayoría de los pueblos de la provincia Ibídem. El subrayado es nuestro. GARRIDO, J. M.: op. cit., p. 66. 54 La Andalucía (27 de octubre de 1858). 55 FONTANA, J.: op. cit., p. 288. 56 KIERNAN, V. G.: La revolución de 1854 en España, Madrid, Aguilar, 1970, p. 119. 52 53 24 para “formar la candidatura provincial”57, mientras que los Écija, en Sevilla, celebraban otra reunión en la noche del 17 de septiembre a la que asistían “unos 600 individuos” para nombrar el comité que con los representantes de los demás pueblos de la provincia”, debían encargarse de organizar los trabajos electorales58. Sin embargo, esta apertura democratizadora del proceso electoral duró poco porque con la salida de los progresistas del Gobierno y el regreso al Poder de los moderados primero, y de la Unión Liberal a continuación, también volvieron las prácticas corruptas, que se consolidaron bajo la figura del unionista José Posada Herrera, quien se benefició de la aparición de un nuevo medio de comunicación –el telégrafo-, que le facilitó el contacto directo y más rápido con las autoridades locales y provinciales. De esta manera, lo que sabemos de las elecciones de 1858 nos demuestra que la práctica del “encasillado”, ya estaba firmemente asentada. Por lo menos, la descripción que hace el gobernador Guerola de este proceso electoral en la provincia de Málaga así lo demuestra. Informa al ministro de “las personas que por ahora cuentan con simpatías para salir diputados en los distritos”, dándole los nombres de las mismas, describe a continuación la casuística política concreta de cada uno de éstos, recibe información del Gobierno –del que Cánovas era subsecretario- de los candidatos que iban a contar con su respaldo y, finalmente, cuenta lo que hizo para que fueran estos nombres los que finalmente salieran elegidos diputados59. Podemos concluir pues, partiendo de lo conocido sobre Andalucía, que el sistema caciquil tal y como se mostraría años después en la Restauración, se había consolidado en la monarquía isabelina, sobre todo en los procesos electorales que controlaron moderados y unionistas. Eso sí, bajo el reinado de Alfonso XII, Cánovas introduciría dos importantes novedades en el funcionamiento del sistema, que, en gran parte, son las que explicarían su larga perdurabilidad en el tiempo. En primer lugar, el “turno pacífico” de conservadores y liberales en el ejercicio del Poder, frente al monopolio que los moderados tuvieron bajo la monarquía isabelina, sólo corregido en su última etapa con la aparición de la Unión Liberal. Y en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, fue que el encasillado ya no se haría sólo para beneficiar a los partidarios del Gobierno que convocaba las elecciones, sino también para incluir en él a los candidatos que debían formar la minoría parlamentaria del partido que quedaba en la oposición. La noticia completa con los nombres de los representantes de los pueblos y los poderes que llevaban en El Nacional de Cádiz (1 de octubre de 1854). El Porvenir de Sevilla (22 de septiembre de 1854). Junto al ejemplar del día 27 de septiembre se incluía un 57 58 apéndice en el que se daba cuenta de la asamblea, en la que ante una concurrencia “numerosísima” fue elegido “el comité directivo” para las elecciones en la capital y su provincia, que quedó encabezado por el progresista Pedro Luis Huidobro. 59 GUEROLA, A.: Memoria…, volumen IV, pp. 1379 y ss. Sólo “falló” en el distrito de Archidona, donde el candidato “encasillado”, José Lafuente Alcantara, fue derrotado por el escritor Juan Valera, al contar éste con el respaldo no sólo de su hermanastro, José Freüller Alcalá-Galiano, sino también de uno de los principales terratenientes y caciques del distrito, Andrés Fernández Santaella, cercano a Cánovas del Castillo. Esta primera elección de Valera como diputado se cuenta con detalle, en: GARRIDO, J. M.: Vida y Obra de Juan Valera (1824-1905), Cabra, edición del autor, 2008, pp. 253-261. 25 5. La politización del campesinado en la Andalucía liberal. Una historia apenas escrita Hace ya algunos años, Ramón Villares hizo notar que el debate sobre la politización del mundo rural, en España no se había afrontado todavía “de forma cabal”60.Y es que, por poner un ejemplo, pocos eran los que se habían preocupado de comprobar si el llamado modelo “difusionista” que Maurice Agulhon popularizó en su ya clásico estudio sobre el Var francés -y que tanta repercusión tuvo en otras historiografías-, podía ser, o no, válido para conocer cómo había llegado la política a los campesinos españoles al implantarse el régimen liberal61. Esta situación ha provocado que hasta tiempos recientes hayamos tenido una interpretación del mundo rural estereotipada y “arcaica”, donde sólo había, por un lado, terratenientes latifundistas y, por otro, masas de campesinos y jornaleros desmovilizados, carentes de relevancia política, lo que facilitaba todas las corrupciones del caciquismo. Una imagen tópica del mundo rural que se explicaría por dos razones. En primer lugar, por la falta de estudios sobre los comportamientos políticos de los campesinos bajo el régimen isabelino y la Restauración y, en segundo lugar, por la visión excesivamente electoral que se ha tenido de la vida política, como si no hubiera otras prácticas relacionadas con la política fuera del Parlamento y, en consecuencia, al margen de las estructuras clientelares de notables que articularon, moderados, progresistas y unionistas. Una relectura de trabajos ya “clásicos” sobre la incidencia que tuvo la Reforma Agraria Liberal en el campesinado y otros más recientes, nos permiten ya hoy cuestionar el modelo unidireccional establecido por Agulhon sobre la penetración de la politización del campesinado, desde la ciudad al campo y nos descubren una variopinto catálogo de expresiones de esta politización, que arrancaría de los momentos iniciales de la implantación del régimen liberal, con la descomposición irreversible de las estructuras del Antiguo Régimen, y que recorrería todo el siglo XIX. Y es que como han escrito recientemente Xosé Ramón Veiga y Miguel Cabo, la politización del mundo rural hay que contemplarla a partir de una doble dirección, “como resultante de la interacción compleja entre una cultura política gestada a lo largo de los siglos XVI al XVIII y otra moderna que pugna por imponerse62. En el caso de la Andalucía del siglo XIX, además, plantear esta dicotomía ciudad-campo sería un error, puesto que entre 1787 y 1860 era la región más urbanizada de España, con más del 39 por ciento de su población residiendo en núcleos de cinco mil o más habitantes63. Unas ciudades andaluzas que tuvieron como uno de sus rasgos más característicos, hasta bien entrado el siglo VILLARES, R.: “Política y mundo rural en la España contemporánea. Algunas consideraciones historiográficas”, en: VV. AA.: La politisation des campagnes au XIX siècle. France, Italie, Espagne et Portugal, Roma, École Française de Rome, 2000, p. 30. 61 AGULHON, M.: La République au village. Les populations du Var de la Revólution à la IIe République, París, Seuil, 1979 (reedición). 62 CABO, M.-VEIGA, X. R.: “La politización del campesinado en la época de la Restauración. Una perspectiva europea”, en: ORTEGA, T.-COBO, F. (eds.): La España rural, siglos XIX y XX. Aspectos políticos, sociales y culturales, Granada, Editorial Comares, 2011, p. 27. Aunque centrado en el periodo de la Restauración, este trabajo presenta un completo estado de la cuestión sobre esta tema. 63 SVEN REHER, D.: “Ciudades, procesos de urbanización y sistemas urbanos en la Península Ibérica, 1550-1991”, en: Atlas histórico de ciudades europeas, tomo I, Península Ibérica, Barcelona, Centro de Cultura Contemporánea, 1994, p. 6. 60 26 XX, el que entre sus habitantes hubiera unos más que apreciables contingentes de trabajadores agrícolas o jornaleros que les daban una fisonomía muy peculiar a sus barrios más populares y a sus pobladas casas de vecinos64, muy parecidas, por cierto, a algunos “villages” franceses, donde como ha contado Gilles Pécout, el campesinado republicano convivía con burgueses, artesanos, miembros de las profesiones liberales o rentistas, lo que facilitaba su entrada en el activismo político65. Esta mezcolanza social provocaba que cuando llegaba el trabajo en las faenas agrícolas estacionales, en los tajos y las haciendas pudieran convivir estos campesinos que vivían en las agrociudades con los que procedían de las aldeas y los pueblos, lo que fomentaba el intercambio de experiencias y vivencias que enriquecían esta inicial politización. Unos campesinos andaluces que, además, como veremos, no tenían comportamientos políticos “irracionales” o “espontaneístas”66, sino que actuando dentro de lo que Charles Tilly y Sidney Tarrow han llamado “la estructura de las oportunidades políticas”, filtraban las acciones que procedían del Estado, de forma que no dudaban en acogerse a los beneficios de aquellas que les eran favorables y rechazaban o incumplían aquellas otras que consideraban dañinas para sus intereses, pero siempre teniendo en cuenta los contextos políticos en los que vivían67. Esta adecuación de sus acciones a los cambiantes escenarios políticos es lo que nos ayuda a comprender por qué adquieren, en ocasiones, una gran fuerza contra las élites o las autoridades y, al poco tiempo, modificado el escenario político, la protesta se disolvía. Podemos considerar a los “pleitos señoriales” que siguen a la ley de abolición de los señoríos de 1837 como las primeras manifestaciones de esta politización campesina en el naciente régimen liberal. Los ha estudiado Antonio Miguel Bernal, que ha descrito cómo municipios y campesinos de los ducados de Alcalá y Osuna pleitearon con sus antiguos señores para reclamar las tierras que ellos entendían que habían pasado ilegalmente –convertidos en propiedad privada- a los dominios señoriales68. Sin embargo, quizá fueran las luchas campesinas reivindicando el reparto de las tierras comunales y de los Propios de los Ayuntamientos, donde más visible se hace esta politización, puesto que estos campesinos no se movilizaban sin tener en cuenta la coyuntura política. Lo harán preferentemente en aquellos años en los que gobiernan los progresistas -Regencia de Por ejemplo, en el censo de la población activa de Córdoba correspondiente al año 1860, aparecían hasta 7.347 “jornaleros del campo” –así definidos-, que eran con diferencia el grupo socioprofesional más numeroso de la ciudad, puesto que casi doblaba al segundo, el de los artesanos. Sobre otras importantes ciudades andaluzas, véase: CARO, D.: “La Reforma Agraria Liberal y los campesinos en Andalucía”, en: GONZÁLEZ DE MOLINA, M. (ed.): La Historia de Andalucía a debate. 1. Campesinos y jornaleros, Barcelona, Anthropos Editorial, 2000, p. 61. 65 PÉCOUT, G.: “Cómo se escribe la historia de la politización rural. Reflexiones a partir del estudio del campo francés en el siglo XIX”, en: Historia Social, 29 (1997), p. 104. 66 GONZÁLEZ DE MOLINA, M.: “Los mitos de la modernidad y la protesta campesina. A propósito de Rebeldes primitivos de Eric J. Hobsbawm, Historia Social, 25 (1996), pp. 113-157. 67 La explicación más desarrollada de este concepto en: TARROW, S.: El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política, Madrid, Alianza Editorial, 1997, pp. 155-156. 68 BERNAL, A. M.: La lucha por la tierra en la crisis del Antiguo Régimen, Madrid, Taurus, 1979, especialmente el capítulo III, pp. 97-123. Destaca “la intensa politización de algunos pueblos gaditanos de señoríos” y cómo la cuestión de la tierra fue “la bandera política para obtener los votos y popularidad” (pp. 110-111). 64 27 Espartero y Bienio 1854-1856-, a quienes siempre entendieron más cercanos y propicios para alcanzar sus demandas y se olvidaban de ellas en los tiempos de gobierno de los moderados69. También hubo protestas contra los procesos desamortizadores y contra los intentos de legalizar usurpaciones y ocupaciones ilegales70. Una protesta en defensa de los bienes comunales que perduró en el tiempo y una resistencia de los pueblos a su privatización que no fue aislada, ni individual71. Finalmente, también estuvieron cargadas de contenido político las protestas contra las quintas, contra la elevación de los impuestos municipales o para reclamar la supresión de la renta del pan establecida en algunas poblaciones72. 6. Los demócratas en Andalucía. Otra sociabilidad política Frente a las estructuras clientelares y elitistas que sostenían a los moderados y unionistas, las clases populares encauzaran su activismo político, primero a través del Partido Progresista y, más tarde, por medio de un Partido Demócrata que terminará alcanzando una notable implantación en la región y que fomentará nuevas formas de sociabilidad política más participativas y abiertas, a pesar de tener una reducida visibilidad en la vida política “oficial”. En sus orígenes, a principios de los años cuarenta del siglo XIX, los demócratas o republicanos73 no constituían un partido político “coherente” ni ideológica ni sociológicamente hablando, y fue en la Regencia de Espartero cuando estos primeros grupos empezaron a tener presencia pública en las principales ciudades de Andalucía. No obstante, no duró mucho, porque el ambiente de represión con el que se inauguró la Década Moderada en 1844 provocó la práctica desaparición de todos sus periódicos y el pase a la clandestinidad de sus militantes más conocidos. Tendremos que esperar a los momentos finales de 1848 para que se produzca la emergencia de un grupo de diputados -entre los que estaban los andaluces Manuel María Aguilar y Nicolás María Rivero-, que, descontentos con la dirección del Partido Progresista, decidían marcar su propia posición política y publicar un manifiesto, el 6 de abril de 1849, día que se considera el momento fundacional del que a partir de ahora se llamará el Partido Demócrata74. Sin embargo, su primera expansión por fue lenta y desigual, salvo en Cataluña. 69 Lo cuenta A. CABRAL en: Propiedad comunal y repartos de tierras en Cádiz (siglos XV-XIX). Cádiz, Diputación Provincial, 1995, pp. 314-317. Y hemos estudiado más detalladamente estas movilizaciones campesinas en uno de las principales poblaciones de esta provincia, en: CARO, D.: “Medina Sidonia en la Edad Contemporánea (siglos XIX y XX)”, en: CARO, D. (coord.): Historia de Medina Sidonia, tomo 2. Cádiz. Diputación Provincial, 2011, pp. 245-280. 70 GONZÁLEZ DE MOLINA, M.-ORTEGA, A.: “Bienes comunales y conflictos por los recursos en las sociedades rurales, siglos XIX y XX”, en: Historia Social, 38, 2000, pp. 95-116. 71 Ibídem., p. 107. 72 Se trata de cuestiones apenas estudiadas en el medio rural, pero que en algunos momentos degeneraron en graves conflictos de orden público. Conocemos, por ejemplo, una manifestación contra la renta del pan en Jerez de la Frontera, que tuvo lugar en la mañana del 8 de enero de 1855 y que terminó con el alcalde primero y varios manifestantes heridos y otros detenidos. El Guadalete de Jerez (9 de enero de 1855). 73 Aunque “democrático” y “republicano” no sean términos exactamente coincidentes, para este período isabelino creemos que pueden ser perfectamente intercambiables, como bien ha explicado Demetrio Castro. Vid. CASTRO, D.: “Jacobinos y populistas. El republicanismo español a mediados del siglo XIX”, en: ÁLVAREZ JUNCO, J. (comp.): Populismo, caudillaje y discurso demagógico, Madrid, CIS, 1987, pp. 185-186. 74 PEYROU, F.: op. cit., pp. 208-217. 28 En Andalucía, la implantación de esta nueva formación se da con fuerza únicamente en la comarca de Antequera, gracias al arraigo que tenía en la misma la familia del citado diputado Aguilar. Habría que esperar a la llegada de los progresistas al Poder en el verano de 1854 para asistir a la eclosión pública de los demócratas andaluces, no sólo a través de la prensa, sino también ocupando relevantes cargos en algunos Ayuntamientos de la región o de diputados en las Cortes nacionales, como ocurrió con el banquero y propietario Manuel Bertemati, por la provincia de Cádiz, y Rivero, que volvía a salir por Sevilla75. Por esta debilidad o porque, como ha escrito Demetrio Castro, para los republicanos la clandestinidad no fue “tanto una predilección, como una previsión por el incierto estatuto legal de su organización”, la realidad fue que la inseguridad jurídica y la desconfianza en la posibilidad de acabar con la monarquía isabelina desde los mecanismos estrictamente políticos, llevó a estos grupos antidinásticos a propiciar la creación de una serie de sociedades secretas que alcanzarían una notable implantación en Andalucía. De esta manera, como también han señalado Manuel Morales y Florencia Peyrou76, el republicanismo va a mantener –al mismo tiempo- una estructura legal visible y una sociabilidad clandestina, que sólo se manifestará episódicamente, en los brotes revolucionarios que emergen en momentos puntuales por la geografía andaluza. Este republicanismo clandestino, por ejemplo, es el que parece que está detrás de la insurrección que se produce en Málaga, el 12 de noviembre de 1856, liderada por Sixto Cámara, aprovechando el embarque de quinientos soldados para Melilla. Varios cientos de personas se amotinaron al grito de “¡Viva la República!” y después de una hora de tiroteos entre los revoltosos y fuerzas militares, el levantamiento terminó con un saldo de varios muertos y una decena de heridos de ambas partes77. También de contenido republicano fue la sublevación de finales de junio de 1857, iniciada por unos ciento veinte hombres armados que salían de Sevilla. Llegan a Utrera, donde queman el cuartel de la Guardia Civil. Pasan a El Arahal, donde también incendian los archivos de protocolos, terminando la expedición en la serranía de Ronda, en la que fueron alcanzados por las tropas militares que habían salido en su busca. La revuelta terminaba aplastada en un “auténtico baño de sangre” por el Gobierno de Narváez, con 95 ejecutados y más de doscientos detenidos, que fueron distribuidos en distintas cárceles y presidios78. Y, por último, hoy ya sabemos por las “memorias” de Antonio Guerola que el levantamiento de Loja de 1861, se preparó en el seno de una sociedad secreta titulada “Carbonaria Republicana Garibaldina”, que difundía sus ideas repartiendo gratis entre los jornaleros y los artesanos los Una debilidad electoral de los republicanos andaluces, que ya fue señalada por V. G. KIERNAN, op. cit., p. 121, al calificar a la región como del “aún relativamente apático Sur”. Sus biografías, en: CARO, D. (dir.): op. cit., tomo I, pp. 234-237 y tomo II, pp. 407-409, respectivamente. 76 MORALES, M.: “Cultura y sociabilidad republicana en Andalucía, 1850-1919”, en: VV. AA.: El republicanismo en la Historia de Andalucía, Priego de Córdoba, Patronato Alcalá Zamora, 2001, pp. 87-139; PEYROU , F.: “¿Voto o barricada?. Ciudadanía y revolución en el movimiento demo-republicano del período de Isabel II”, en: Ayer, 70 (2008), pp. 171-198. 77 ARCAS, F.: El republicanismo malagueño durante la Restauración (1875-1923), Córdoba, Ayuntamiento de Córdoba, 1985, p. 33. 78 El mejor relato sobre la misma en: BERNAL, A. M.: op. cit., pp. 437-443. También: PEYROU, F.: Tribunos…, pp. 389-391. El embajador francés llegó a calificar la represión de “terrible” 75 29 periódicos demócratas La Discusión y El Pueblo. Una sociedad que tenía una notable implantación en distintas poblaciones de la comarca de Antequera y que cuando inicia su movimiento, encontrará el apoyo en otras poblaciones como Iznájar, en la provincia de Córdoba, en donde reclutará varios centenares de sublevados, la mayoría jornaleros79. Ya en la década de los años sesenta, el fracaso de estos movimientos insurreccionales y el ambiente de represión que siguieron manteniendo los distintos gobiernos que se sucedieron en el poder, llevó a los demócratas andaluces a crear un nuevo tipo de asociacionismo de carácter parapolítico o cultural, para mantener el contacto con sus seguidores, seguir conspirando contra la Monarquía y burlar la vigilancia policial cuando podían. Este es el sentido que tiene la creación en la provincia de Cádiz y en otros lugares de Andalucía, de los llamados Casino o Círculos de Artesanos e Industriales, en cuyas iniciales juntas directivas no aparecen los nombres más conocidos de esta filiación política, pero en las que sí están otros republicanos, que como tales serán perfectamente identificables en los años de Sexenio Democrático. Es el caso del Casino de Artesanos de Jerez, por ejemplo, donde tres de los seis primeros miembros de su dirección serían destacados cargos municipales y provinciales entre 1871 y 187380. Por esta razón, aunque en un principio estas asociaciones fueron toleradas por las autoridades, la situación empezó a cambiar años después, recibiéndose en los gobiernos civiles a partir de 1865 distintas instrucciones del Gobierno central, instándoles a clausurar este tipo de sociedades “cualquiera que sea la denominación que tengan y el fin aparente que se propongan”, siempre que se tuviera conocimiento de que en algunas de sus reuniones se hubieran tratados “asuntos políticos”. Fue lo que les ocurrió, por citar dos casos, al Centro Filarmónico de Cádiz, clausurado el 8 de mayo de este mismo año y al Casino de Artesanos de Algeciras, cerrado también sin que llegara a alcanzar los tres meses de existencia porque, según una denuncia que hacía el alcalde de la localidad al gobernador, pese a no tener “carácter político”, se había convertido en “el centro de reunión de los demócratas y por las personas que en él concurren lo considero perjudicial”. Pero esta represión gubernativa no consiguió eliminar este tejido asociativo de los demócratas, que fue ampliándose poco a poco por toda la geografía andaluza, arraigando también en la provincia de Córdoba en víspera de la revolución81 y en Almería, donde se elegiría un comité provincial el 15 de octubre de 1865, en una reunión a la que asistían más de doscientos demócratas de la capital y los pueblos donde tenían una mínima organización82. Además de las memorias ya varias veces citadas de Antonio Guerola, especialmente el volumen III de las dedicadas a la provincia de Málaga, pp. 1091-1130, resultan de interés las propias memorias de líder de la revuelta, el albéitar Rafael Pérez del Álamo, Dos revoluciones andaluzas. Sevilla, Editoriales Andaluzas Unidas, 1986. También dos recientes trabajos de Guy Thomson: “La revolución de Loja en julio de 1861: la conspiración de los carbonarios y la democracia en la España moderna”, en: BLANCO, A.-THOMSON, G.: op. cit., pp. 159-193, y The Birth of Modern Politics in Spain. Democracy, Association and Revoluction, 1854-75, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2010. 80 RODRÍGUEZ, J. M.: “Los “otros casinos”: los casinos de artesanos e industriales”, en: CANTOS, M. (ed.): Redes y espacios de opinión pública. Cádiz, Universidad de Cádiz, pp. 473-480. 2006: 473-480. Sobre este tipo de asociacionismo en otros lugares de España: PEYROU, F. op. cit., pp. 356-358. También: MORALES, M.: op. cit., pp. 108-110. 81 LEIVA, F.: La batalla de Alcolea o memorias íntimas, políticas y militares de la revolución española de 1868, Córdoba, Imprenta, Librería y Litografía del Diario, 1879, especialmente su tomo I. 82 MARTÍNEZ, F.: Los republicanos en la política almeriense del siglo XIX, Almería, Unicaja, 2006, p. 50. 79 30 Es evidente que sin esta politización de las clases subalternas –excluidas de la vida política oficial en el régimen isabelino- no se explicaría el gran calor popular con el que fue acogido en casi todas las provincias andaluzas el pronunciamiento que acabó con la monarquía de Isabel II porque, como ha escrito Guy Thomson, “la <<Gloriosa>> que derrocó a los Borbones en septiembre de 1868 hubiese resultado un acontecimiento muy diferente sin los doce años previos de conspiración demócrata a escala local”83. 83 THOMSON, G.: “La revolución de Loja…, p. 193. 31 La representación política en el primer liberalismo en Andalucía María SIERRA ALONSO Universidad de Sevilla María Antonia PEÑA GUERRERO Universidad de Huelva 1. El debate sobre la representación en el tiempo de las Cortes de Cádiz Como antes les había ocurrido a los parlamentarios franceses de la Asamblea Nacional Constituyente o a los representantes americanos de la Convención de Filadelfia, los diputados sentados en las Cortes de Cádiz hubieron de diseñar y definir unos procedimientos de representación política sometidos a la doble neurosis de sacrificar o posibilitar su propia reelección y de estar abriendo o cerrando una de las espoletas que regulaban la temperatura y presión de la revolución liberal. Lo hacían, además, convencidos de que tanto o más importaba la figura del elegible como la del elector y de que sobre ellos pesaban, incluso en fechas tan tempranas, concepciones ideales, moldeadas por la tradición y prestas a nutrirse de un discurso que emanaba de los pensadores políticos, pero que también se explayaba en las sesiones parlamentarias y se reelaboraba en las calles y tribunas. Igualmente cierto es que no partían de cero. La propia convocatoria de las Cortes había suscitado ya, al menos desde 1809, un intenso debate acerca de cómo materializar institucionalmente la existencia de la Nación, en su sentido de cuerpo soberano directamente responsable de la elaboración de la leyes, cuando no existía una legislación previa que precisase los mecanismos electorales que debían emplearse para proceder a la selección de sus representantes, procuradores o diputados. El riesgo de generar unas Cortes excesivamente revolucionarias alarmaba tanto como el de convocar unas abiertamente ilegítimas y las cuestiones formales, nunca superfluas, polarizaban a los interesados por la cosa pública entre los partidarios de unas Cortes “a la antigua”, divididas en estamentos, y los que abogaban por una Cámara única y dotada de amplia representación popular. La indefinición llega a ser tal que el 8 de junio de 1809 se emite un Decreto y se nombra una Comisión para que inicie un período de consultas e indagaciones a fin de averiguar el mejor modo de efectuar la convocatoria1. Relegando el modelo de unas Cortes tradicionales, la Comisión no dudará en sugerir fórmulas híbridas donde afloran ya las representaciones territoriales, la presencia de las juntas revolucionarias y la permanencia de los viejos procuradores de las ciudades con voto en Cortes. A todos los efectos, la Instrucción de 1 de enero de 1810, primera normativa electoral de la España contemporánea, codifica el maremágnum de la diversidad de opiniones sobre una base de consensos amplios y generosos que recuerda la concepción sieyèsiana de un Estado de “base democrática y edificio representativo”2: la pirámide electoral se sostiene sobre una población de varones mayores de 25 años y con casa abierta, equiparable al sufragio universal masculino, pero se estrecha hacia arriba mediante un sistema de elecciones indirectas en múltiples instancias (juntas de parroquia, juntas de partido y juntas de provincia) que tamiza cualquier veleidad revolucionaria. Por lo demás, los requisitos de elector y elegible se equiparan y prevalece la confianza en que los electores parroquiales seleccionarán, de forma espontánea, a buenos compromisarios que, finalmente, en una secuencia escalonada que reproduce la vertebración vertical de la pirámide social, propicien la designación de buenos diputados. Al igual que en el caso norteamericano, no hay que entender, por tanto, que la renuncia a fijar requisitos para la elegibilidad implique un deseo de igualación social y democrática entre electores y elegidos3. Por el contrario, esta confianza en el patriotismo, la rectitud de criterio y el 1 Decreto creando la Comisión de Cortes, 8 de junio de 1809. MAIZ, Ramón: “Estado constitucional y gobierno representativo en E.J.Sieyès”, Revista de Estudios Políticos, 72 (1991), p. 46. 3 MANIN, Bernard: Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza Editorial, 1998, pp.129 y ss. 2 33 discernimiento del pueblo español, de evidentes reminiscencias ilustradas, es perfectamente compatible con la búsqueda de representantes singulares, aptos y dotados de talento, capaces de “desempeñar dignamente las sagradas y difíciles obligaciones de Diputados en las Cortes generales de la Nación”, pues no se conseguirían en ellas “los altos fines para que están convocadas, si descuidando malamente las calidades y méritos de los sujetos que deben ser elegidos, se creyese por una culpable indiferencia que todos eran dignos y a propósito”4. A diferencia de la Constitución francesa de 1791, la Instrucción del 1º de enero no introducía distinciones formales y excluyentes entre ciudadanos activos y pasivos determinadas por su nivel económico o contributivo, pero en su artículo 12 del capítulo I indicaba expresamente que, dada la situación de emergencia en que se encontraba la Nación, ésta no podía más que contribuir mínimamente al pago de dietas, ayudas o costas para los compromisarios o diputados y recomendaba enfáticamente a los electores “que procuren nombrar a aquellas personas que, además de las prendas y calidades necesarias para desempeñar tan importante encargo, tengan facultades suficientes para servirle a su costa”. Muy significativamente, además, esta primera normativa insertaba el proceso electoral dentro de un completísimo ceremonial religioso: antes de la votación, los congregados en las distintas juntas debían asistir a una misa en la cual, tras el Evangelio, el cura realizaría una “exhortación enérgica al pueblo” en la que se le recordaría la importancia de actuar en las elecciones con madurez y discernimiento. Por último, tras la elección del candidato o candidatos, la Instrucción imponía la organización de una procesión y la celebración de un Te Deum5. En cuanto a la definición de los mandatos, el representante político quedaba investido –y la fórmula de los poderes que acompañaba a la Instrucción lo afirmaba con toda precisión- de un mandato delegativo que lo dotaba de “poderes ilimitados” y de la facultad “plena, franca, libre y general” de adoptar cualquier decisión que considerara oportuna. Al fin y al cabo, era esta libertad en el mandato la que esencialmente debía diferenciar al diputado parlamentario, representante de la nación, del antiguo procurador a Cortes, representante vinculado a un grupo de carácter estamental o territorial y comisionado para la defensa de sus concretos intereses6. En lo sucesivo, sin embargo, los propios discursos vertidos en las Cortes de Cádiz nos permitirán comprobar que esta temprana adscripción formal al mandato delegativo encubría en realidad una cultura política de larga permanencia que irremediablemente tendía a rescatar del pasado la Instrucción que deberá observarse para la elección de Diputados a Cortes, 1 de enero de 1810. “Semejantes elecciones –continuaba la Instrucción en su preámbulo-, lejos de producir la libertad o independencia de la España, su futura y permanente prosperidad y gloria, serían origen y principio de grandes males; males que inevitablemente causarían su ruina y desolación. Por fortuna estamos muy distantes de temer estos males, porque la Nación, instruida de sus verdaderos intereses y de los daños funestísimos de la anarquía, de la revolución y del abuso del Poder, no confiará su representación sino a personas que por sus virtudes patrióticas, por sus conocidos talentos y por su acreditada prudencia puedan contribuir a que se tomen con tino y acierto todas las medidas necesarias para establecer las bases sobre que se ha de afianzar el edificio de la felicidad pública y privada”. 5 Acerca de estas prácticas, Guerra ha indicado que “el pueblo que se congrega es el pueblo cristiano y la misa del Espíritu Santo es una demanda a la Providencia para que ilumine a los electores”. GUERRA, François-Xavier: “El soberano y su reino. Reflexiones sobre la génesis del ciudadano en América Latina”, en SÁBATO, Hilda (coord.): Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México, Colmex-FCE, 1999, p.52. 6 Sobre la Instrucción del 1 de enero, aparte del análisis de Arturo FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ en Leyes electorales españolas de diputados a Cortes en el siglo XIX. Estudio histórico y jurídico-político, Madrid, Civitas, 1992, véase, por ejemplo, el análisis de la instrucción en ULL PONT, Eugenio: “Orígenes del derecho electoral español”, Revista de Derecho Político, 2 (1978-9), pp. 38 y ss.; y del mismo autor: “El sufragio censitario en el derecho electoral español”. Revista de Estudios Políticos, 194 (1974), pp. 125-165. 4 34 práctica del mandato imperativo, mucho más coherente, en opinión de muchos, con las tradiciones parlamentarias procedentes del Antiguo Régimen, con las realidades territoriales del presente que condicionaban la vida de los ciudadanos y con la idea predominante de una nación integrada por pueblos y regiones antes que por individuos aislados y desarraigados. Desde finales del mes de enero de 1810, el recién creado Consejo de Regencia se convirtió en emisor de numerosas instrucciones, edictos y decretos destinados a regular el proceso electoral en los distantes territorios coloniales y en aquellas provincias cuya normalidad se veía alterada por la ocupación francesa y las operaciones militares: todos estos documentos refuerzan singularmente el alto valor que se daba al hecho de que el diputado o procurador acreditase ser natural del territorio que representaba, pues, de hecho, sólo se entendía prescindible esta característica a tenor de la gravísima situación que España atravesaba y de las enormes dificultades que existían para el traslado de los diputados hasta Cádiz. Fue la excepcionalidad de las circunstancias y la urgencia de la convocatoria, por tanto, y no la convicción, las que obligaron a aceptar determinados cambios en el concepto de representación política que inicialmente no estaban contemplados, dejando a un lado temporalmente una dimensión territorial de la representación que, sin embargo, como más tarde veremos, se acabaría convirtiendo en un elemento sustantivo de la misma. Teniendo en cuenta todas estas consideraciones preliminares, puede entenderse que el proyecto constitucional presentado a las Cortes el 18 de agosto de 1811 se conformara, al menos en los aspectos que conciernen a la representación política, como una síntesis de la experiencia normativa acumulada durante el proceso de convocatoria de la Cámara y que adaptara sus principios convirtiendo en ley cuestiones circunstanciales que forzaba el estado de guerra7. El título III de la Constitución de 1812 arranca con una definición institucional de las Cortes en cuanto “reunión de todos los diputados que representan la Nación” y es en sí mismo, y sobre todo, una auténtica ley orgánica destinada a regular el sistema electoral que, en puridad, hará innecesaria una legislación posterior. Este hecho por sí solo demuestra la enorme importancia que los diputados concedieron al principio de representación política. Por lo demás, el propio Discurso preliminar que se antepuso a la Constitución expondría las claves explicativas de los pocos, pero sustanciales, cambios introducidos con respecto a la Instrucción del 1º de enero, que en no pocas ocasiones justificaban además otras decisiones políticas adoptadas en el borrador constitucional. En este sentido, por ejemplo, la defensa del unicameralismo, se apoyaba sobre la idea de que “los nobles y los eclesiásticos de todas las jerarquías pueden ser elegidos en igualdad de derecho con todos los ciudadanos”, y se aventuraba, para tranquilidad de no pocos, que “…en el hecho serán siempre preferidos los primeros por el influjo que en toda sociedad tienen los honores, las distinciones y la riqueza y los segundos porque a estas circunstancias unen la santidad y sabiduría tan propias de su ministerio”8. La elegibilidad, casi en exclusiva, centraba las principales novedades electorales de la Constitución, según afirmaban los autores del Discurso preliminar: por un lado, el requisito de ser natural de la provincia representada se conmutaba y quedaba relegado por el de estar avecindado en ella, al menos, durante los últimos siete años; por otro, se establecía por primera vez el requisito de tener “una renta anual proporcionada, procedente de bienes propios”, Así lo expresaría el diputado Argüelles en uno de sus discursos, al afirmar que “la Comisión ha seguido en lo principal para el método de la representación el reglamento de la Junta Central”. Diario de las Sesiones de Cortes Generales y Extraordinarias (en adelante, DSCGyE), 12-9-1811, p. 1828. 8 Discurso preliminar leído en las Cortes al presentar la Comisión de Constitución el proyecto de ella, p. 35. 7 35 haciendo suyas las teorías censitarias que habían cristalizado ya en una buena parte del liberalismo europeo y según las cuales “nada arrayga más al ciudadano y estrecha tanto los vínculos que le unen a su patria como la propiedad territorial o la industrial afecta a la primera”. La ejecución de esta última disposición quedaba, no obstante, en suspenso, al ser conscientes los constituyentes de la gran dificultad que suponía fijar las cuotas mínimas exigibles en medio del desconcierto fiscal que la guerra comportaba y ante la imperiosa necesidad de reformar el sistema hacendístico, pero implicaba, en cualquier caso, que la confianza en la capacidad de los electores para seleccionar a los diputados ideales comenzaba a desmoronarse y el sistema establecía sus primeros blindajes sociales9. También en relación con el elegible estaban otras innovaciones constitucionales. La de ampliar la base poblacional de la representación pasando de un diputado por cada 50.000 habitantes a uno por cada 70.000 se argumentaba por la necesidad de disminuir el tamaño de la Cámara, contribuyendo a agilizar sus deliberaciones, así como por la conveniencia de reducir gastos. La decisión de renovar los escaños cada dos años, que fácilmente recuerda al sentido de la rotación democrática desarrollado por la constitución norteamericana de 1787, pretendía, según el Discurso preliminar dar tiempo a los diputados de ultramar para que se trasladaran hasta la península. Finalmente, la Constitución fijaba la inviolabilidad de los diputados y los protegía en su libertad de pensamiento, opinión y expresión impidiendo que el Rey asistiera normalmente a las reuniones de la Cámara10. Aunque estos cambios concretos clausuraban definitivamente el viejo paradigma de las Cortes estamentales e inauguraban un nuevo concepto de parlamentarismo para España y América, la mayor parte de los artículos de esta Ley electoral-constitucional no suponían ninguna particular novedad con respecto a las prácticas que ya se habían utilizado para definir la composición de la Cámara gaditana y eso explica, probablemente, que muchos de ellos pudieran se aprobados sin que mediara debate o discusión alguna o con poco más que alguna observación puntual sobre su redacción o contenido. En este sentido, desde el punto de vista de la representación, las dos cuestiones que más debate suscitaron fueron las relativas a la representación política de las colonias españolas en Asia y América y las que, según el criterio de una parte de la Cámara, atentaban o menoscababan los derechos de los eclesiásticos11. Desde un punto de vista teórico, puede afirmarse que los diputados gaditanos manejaban un concepto de representación política cercano al de la “representación descriptiva” que esgrimieron algunos padres de la nación norteamericana, como John Adams. Expresaban, así, su creencia de que las Cortes debían ser como un espejo capaz de reflejar la composición y naturaleza del cuerpo político de la nación española. “La reunión de todos (los diputados) será la imagen o expresión entera de la Nación” había afirmado el diputado Florencio del Castillo con motivo de la discusión del artículo 29 en el que se regulaba cuál sería la base poblacional determinante de la representación. Éste, sin duda uno de los artículos más discutidos, desveló, no obstante, que no todos los diputados compartían una misma visión de la nación y eso motivó, por ejemplo, la protesta de los diputados americanos que veían reducido sensiblemente su peso 9 10 Ibídem, p. 36. Ibídem, pp. 37, 40 y ss. Sobre el primero de estos temas, véanse RIEU MILLÁN, Marie Laure: “Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz: elecciones y representatividad”. Quinto Centenario, 14 (1988), pp. 60 y s; y también BERRUEZO LEÓN, María Teresa: “La actuación de los militares americanos en las Cortes de Cádiz (1810-1814)”, Revista de Estudios Políticos, 64 (1989), p. 247. 11 36 político en la medida en que, para la fijación de los diputados correspondientes a cada una de las provincias de Ultramar, no se contabilizaban a los individuos pertenecientes a “castas” o razas de origen africano12. La polémica, suficientemente abordada ya por la historiografía, recuerda a la que años antes se había suscitado en la Convención de Filadelfia acerca de la contabilización o no de la población esclava y nos pone por delante un interesante debate sobre el concepto mismo de la representación política y sus muy distintas posibilidades de expresión que terminaría escalonando ésta mediante una serie de círculos concéntricos capaces de englobarlo todo. Desde luego, era objeto de consenso general considerar que el diputado representaba a sus votantes -directos o indirectos-; del mismo modo, se entendía que, en la medida en que el censo determinaba el número de diputados y su distribución espacial, cualquier habitante censado dentro una circunscripción electoral estaba igualmente representado. Para el abogado y diputado Joaquín Fernández de Leiva, las facultades y parabienes de la representación política no alcanzaban sólo a votantes y votados, sino que se extendían a todos aquellos que, aun privados del derecho al voto, formaban parte del censo. El representado era, en realidad, el “censado” y los ejemplos salían al paso: “La clase de ciudadano, si se necesita para elegir y ser elegido, no es la única que se representará en el Congreso nacional, sino en la totalidad de la Nación, para que la soberanía no sea parcial, sino universal. Las mujeres no son electores ni elegibles, no lo son los niños y los que están desprovistos del ejercicio de la razón, tampoco los que estén suspendidos de los derechos de ciudadanía, y los que los han perdido, sin embargo, todas estas personas entran en el censo porque constituyen la Nación”13. De hecho, este anudamiento del vínculo entre el diputado y su representado a través del territorio que el primero representa y que el segundo habita habría de tener poderosas consecuencias posteriores en la definición de los mecanismos de representación y se infiltraría de modo determinante en la cultura política del liberalismo español. Tanto es así que la insistencia de los diputados en reafirmar que el diputado lo era, ante todo, de la nación, no impidió que una y otra vez aflorara entre los escaños el convencimiento de que el diputado también representaba a su provincia. Lo asentaría Francisco Javier Borrull, desde una posición conservadora que reclamaba aún el modelo de Cortes estamentales y que territorializaba al diputado para reconvertirlo en una prolongación de las antiguas representaciones feudales, pero también Leiva, miembro de la Comisión animado por un espíritu algo más abierto y que, a pesar de ello, aseguraba que nadie iba a convencerle de que “los Diputados al Congreso no representan a los pueblos que los han elegido”14. La cuestión surgía precisamente ante uno de los temas que más debate desencadenó en aquellos días. Así, la exigencia de que los diputados fueran individuos naturales o avecindados en los ámbitos que estaban llamados a representar levantaba ampollas entre una buena parte de los parlamentarios americanos, temerosos de que la comunidad de origen español que 12 13 DSCGyE, 14-9-1811, p. 1841. Ibídem, p. 1844. DSCGyE, 12-9-1811, p. 1821, y 26-9-1811, p. 1930. Sobre el uso contrastado de los conceptos de nación y provincia puede verse FERNÁNDEZ SEBASTIÁN, Javier: “Provincia y Nación en el discurso político del primer 14 liberalismo. Una aproximación desde la historia conceptual”, en FORCADELL, Carlos, y ROMEO MATEO, María Cruz (eds.): Provincia y nación. Los territorios del liberalismo, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2006, pp. 1147. 37 residía en las colonias por motivos económicos o de empleo les arrebatase una representación que entendían debía sólo corresponder a los nacidos en el continente americano y, por lo tanto, verdaderos conocedores de sus intereses y problemas. En cambio, desde la perspectiva peninsular, la vecindad del diputado –más aún que su nacimiento- en la provincia que estaba llamado a representar constituía una irrenunciable garantía de que aquél sería merecedor de la confianza de sus paisanos y podría ejecutar correctamente sus funciones al estar “en la inteligencia de sus intereses”15. Argumentos como éstos, repetidos una y otra vez, vienen a demostrar que, en el concepto de representación política construido desde las mismas Cortes de Cádiz, la galvanización del binomio diputado-provincia reveló una consistencia bastante mayor que la que caracterizó al binomio diputado-nación, de tal modo que, en todo caso, podía coexistir con él, pero nunca ser sustituido o anulado. En este sentido, cabe entender la apelación de Leiva cuando indicaba que “el que la congregación de diputados de pueblos que forman una Nación representen la soberanía nacional no destruye el carácter de representación particular de su respectiva provincia”. Según él, el cometido del diputado era doble: por un lado, tenía que velar por el interés general y público de la Nación; por otro, tenía que procurar el bien de su provincia16. Y, desde luego, provistos de unas virtudes morales y unas condiciones materiales que garantizasen el perfecto desempeño de su función legislativa. Entre todas ellas, como también ocurriría a lo largo de todo el siglo XIX, la independencia fue, quizás, la más valorada. Tanto es así que algunos diputados del ala más conservadora llegaron incluso a defender unas Cortes de estructura estamental asegurando que la elección por órdenes actuaría como una barrera frente a las injerencias del poder ejecutivo. A su juicio, la independencia del diputado era un factor clave y temían que unas Cortes sin presencia específica de nobles y eclesiásticos quedaran a merced de un gobierno decidido a captar la voluntad de los parlamentarios “ofreciéndoles empleos y recompensas”. Para el peruano Blas Ostolaza estaba claro que la independencia era un requisito irrecusable y que la única forma de blindarla era que los escaños fueran ocupados por personajes poderosos procedentes de los tres brazos que componían orgánicamente la sociedad: “...los hombres de grandes riquezas, virtudes, y por consiguiente más independientes, son los únicos que pueden hablar con entereza al Rey, el cual tendrá mayor influjo en un Congreso de hombres heterogéneos, a quienes con la mayor facilidad podrá atraer a su partido dándoles ya empleos, ya regalos, etc., y hará que voten lo que sea de su gusto; y cuando tratamos de poner una Monarquía moderada, vendremos a parar que será absoluta, y veremos que la intención de la Nación, que siempre ha temido este mal, no ha hallado otro freno que la reunión de los tres brazos”. Pero este clamor por la independencia, hábilmente utilizado por los más conservadores en su intento de rescatar el modelo estamental, no era ajeno tampoco a los sectores más avanzados del foro gaditano -como el que acaudillaba el Conde de Toreno-, que apostaban por el saber como dique de contención. Independencia y saber, por lo tanto. Conceptos diferentes, en Curiosamente, las palabras textuales eran del diputado guatemalteco Antonio Larrazábal. DSCGyE, 26-9-1811, p. 1927. 16 DSCGyE, 26-9-1811, p. 1930. 15 38 cualquier caso, para un mismo perfil en el que el diputado Felipe de Aner reclamaba “probidad, patriotismo e ilustración” 17. Desde una perspectiva cultural, la Constitución de Cádiz asentaba, además, el principio esencialista de que los diputados no serían elegidos, sino nombrados: artificio semántico que, con toda su capacidad expresiva, estaba en consonancia con la decisión de que no se presentasen candidaturas y con la interpretación de que la clase política no debía hacer un alarde vanidoso de su idoneidad y de sus aspiraciones, sino dejar que el electorado reconociese en ella, de manera espontánea, las capacidades y actitudes que se buscaban. Ambas reflexiones emanan, como es evidente, de un concepto de representación política en el que el electorado no elige arbitrariamente a los diputados entre un universo potencial ilimitado, sino que reconoce su notabilidad y su preeminencia entre las elites y las traduce en un encargo que representa, a todas luces, una gravosa una carga para ellos. Así, la presentación de candidaturas no se contempla como procedimiento previo, pues implicaría elegir no entre los que más valen, sino entre los que poseen aspiraciones políticas y ésta, a la altura de 1812, era considerada, sin duda, una inclinación negativa en los llamados a representar la nación18. Decididamente, todos los diputados, aun desde distintas perspectivas, parecían coincidir en que valores como los señalados anteriormente sólo se podían encontrar entre las clases más altas y distinguidas y parecían albergar el convencimiento de que su idea era compartida por el pueblo y éste sabría perfectamente seleccionar a los diputados más idóneos. ¿Acaso no lo demostraba así la propia composición de las Cortes gaditanas? Argüelles afirmaba orgullosamente que entre los diputados reunidos en 1810, resultantes de la aplicación de los decretos de la Junta Central en que se inspiraba el proyecto constitucional, se encontraban títulos de Castilla, eclesiásticos de prestigio y, en general, “caballeros particulares” que por su porte y sus modales se distanciaban mucho de una “representación popular, democrática”. No había, por lo tanto, que temer a un pueblo, transmutado en electorado, cuya sabiduría para elegir ya había sido ampliamente demostrada. El pueblo –había afirmado taxativamente Ramón Giraldó, el presidente de la Cámara-, aunque los critique, siempre vota a los nobles, a los ricos y a los empleados públicos. En las Cortes gaditanas –aseguraba un Argüelles poseído por el espíritu de Montesquieu- no hay sentados labradores, ni menestrales ni artesanos, evidenciándose así que el pueblo, incluso cuando lo hace libremente, siempre vota en un sentido conveniente, destruyendo los fantasmas de la popularidad, la demagogia y la democracia, “delirios con que se insulta, no a la Comisión, sino al buen sentido”. Más visceral, el diputado aragonés Tiburcio Ortiz había sentenciado que las Cortes españolas nunca se convertirían en “una reunión de hombres perdidos”. De alguna forma, desde las opciones ideológicas más avanzadas, se alimentaba una visión optimista del futuro y se confiaba en que en España iría desarrollándose progresivamente una cultura política participativa: “la ilustración, la costumbre de examinar y discutir sobre asuntos públicos, sobre materias hasta ahora conservadas en el arcano del Gobierno, es lo que facilitará a la Nación hacer elecciones acertadas, tener Diputados que la hagan feliz y respetable”, aseguraría Argüelles19. Considerando todas las alabanzas genéricas vertidas hacia el pueblo, se entienden mal, sin embargo, los recelos con que los diputados gaditanos contemplaban la intervención política del DSCGyE, 12-9-1811, pp. 1820 y 1825, y 13-9-1811, p. 1839. DSCGyE, 20-9-1811, p. 1892, y 25-9-1811, p. 1918. GUERRA, François-Xavier: “El soberano y su reino...”, pp. 54 y s. 19 DSCGyE, 13-9-1811, pp. 1834 y 1841; y 12-9-1811, pp. 1828, 1830 y 1831. 17 18 39 mismo y cómo recurrían a las sutilezas del lenguaje para segregar distintas categorías de comportamiento social. Un buen exponente de estas distinciones lo encontramos en Toreno, para el cual el pueblo español se configura como una entidad distinta y separada de la “plebe”. Al primero corresponde, esencialmente, la consideración de “pueblo honrado”; a la segunda se la califica como una clase “descuidada y sin educación”. Es más, apenas -asegura el diputadohay relación entre ambos grupos: “todos los que se tienen por honrados entre los españoles, no barbean ni tratan con esta clase”. Alimenta el discurso del Conde de Toreno una larga historia de denuestos hacia el pueblo, pero también la necesidad de redefinirlo y de generar nuevos conceptos o resucitar viejos términos que distingan actitudes y comportamientos que hasta entonces habían sido visceralmente confundidos. Como Álvarez Junco ha señalado, entre los siglos XVI y XVIII el término “pueblo” había sido utilizado por la mayor parte de los escritores e intelectuales con un claro sentido peyorativo, imaginándolo como una reunión de “villanos” incultos, fácilmente instrumentalizada por los partidos cortesanos y propensa a la actitud tumultuaria y al motín20. No obstante, no puede pasarnos desapercibido que los sucesos de 1808 marcaron una inflexión en esta forma de pensamiento, en la medida en que ponían de relieve la existencia, al margen de los “villanos”, de un “pueblo sano”, sacrificado y heroico, imbuido de principios saludables, abnegado trabajador dispuesto a dar la vida por su monarca, sus tradiciones y su identidad, en un proceso de redención conceptual similar al que, por otras razones, también había experimentado el pueblo francés a partir de 1789. En este sentido, aunque el título III optó por mantener un sufragio universal indirecto de base muy amplia, el debate constitucional nos ayuda a comprender que los principios inspiradores del censitarismo ya poblaban densamente el discurso de los parlamentarios y que probablemente no se concretaron en la ley debido a la excepcionalidad que la guerra determinaba y a la necesidad de concitar en torno a un texto constitucional que se elaboraba en circunstancias tan anómalas la mayor adhesión posible. El mismo Argüelles tomaría en más de una ocasión la palabra para asentar el principio de que las Cortes tenían la obligación moral de compensar mediante el derecho de sufragio los sacrificios que la ciudadanía estaba haciendo con motivo de la guerra y de los cuales la Comisión constitucional no había podido desentenderse, pues “la nación ha hecho prodigios de valor y de heroísmo, sacrificios extraordinarios, sin respeto alguno a los derechos y obligaciones, privilegios ni cargas de las diferentes clases del Estado”21. Fueron, principalmente, estos factores contextuales y no un apoyo incondicional y convencido al sufragio universal los que movieron a la mayoría parlamentaria a adoptarlo, pero, al mismo tiempo, la construcción teórica que se hacía de la representación política presentaba clarísimas convergencias con lo que en la Francia revolucionaria ya se había llevado a la práctica distinguiendo a ciudadanos activos y ciudadanos pasivos. La discusión sobre el artículo 29, en el que se establecía la base poblacional para determinar la representación, fue una buena excusa para dejar claros algunos principios fundacionales, siendo muchos los que se manifestaron partidarios de la doctrina que distinguía entre derechos civiles y DSCGyE, 13-9-1811, p. 1835. VARELA SUANCES-CARPEGNA, Joaquín: “El pueblo en el pensamiento constitucional español”, Historia Contemporánea, 28 (2004), 205-234. ÁLVAREZ JUNCO, José: “En torno al concepto de “pueblo”. De las diversas encarnaciones de la colectividad como sujeto político en la cultura política española contemporánea”, Historia Contemporánea, 28 (2004), p. 86. 21 Cit. por VARELA SUÁNCES-CARPEGNA, Joaquín: “Propiedad, ciudadanía y sufragio en el constitucionalismo español (1810-1845)”, Historia Constitucional (revista electrónica), 6 (2005), hhtp://hc.rederis.es/06, párrafo 12. 20 40 derechos políticos y de diferenciar las calidades que debía acreditar el elector. La determinación del número de diputados que habían de acudir en representación de las colonias constituía una ecuación de incógnitas matemáticas difíciles de despejar sin poner en contradicción principios teóricos e intereses prácticos; en el segundo, el riesgo que en sí mismo comportaba el sufragio se arrinconó con una escalonada secuencia de elecciones de las que se esperaba un filtrado espontáneo y eficaz de los candidatos. Subsidiariamente, otros mecanismos venían a reforzar este proceso de exclusión-selección. Tras una ardua controversia, la negación del derecho de voto a los electores parroquiales solteros, que constaba originalmente en el proyecto constitucional, no prosperó. Para Artola, la inclusión en el proyecto del requisito de estar “casado o viudo” constituía fundamentalmente una forma encubierta de expulsar del electorado activo a los miembros del clero y, de hecho, algunas alusiones a esta cuestión a lo largo del debate así parecen indicarlo. Sin embargo, otra lectura también es posible, porque la explicación de Argüelles de que de ese modo se fomentarían los matrimonios y por consiguiente la natalidad y la prosperidad económica del país no resulta del todo creíble. El intercambio de argumentos al respecto nos permite penetrar en toda su extensión en la dimensión cultural y social de las masculinidad y del celibato, de sus poderosas implicaciones morales y religiosas, y, además, nos acerca una vez más a una concepción del elector que lo hace inseparable de su grupo parental y que lo convierte en portavoz de los intereses de una célula económica y social: la familia. Inserto, así, en una trama escalonada que va desde la familia hasta la comunidad provincial, pasando por la parroquia y el partido, el elector es durante el siglo XIX cualquier cosa antes que un individuo independiente22. Algo parecido ocurrió también con respecto a los elegibles. Aunque supeditada su aplicación a que las Cortes pudieran reorganizar el sistema contributivo y determinar las rentas mínimas exigibles, el artículo 92 establecía como requisito para ser diputado a Cortes el disfrute de “una renta anual proporcionada, procedente de bienes de propios”. Conviene añadir, asimismo, que las únicas protestas que este artículo suscitó no nacieron de una verdadera oposición a sus principios inspiradores, sino del cuestionamiento de la expresión “bienes propios” que se había utilizado para indicar el origen de las rentas. Así, algunos diputados entendieron que estos términos aludían a la propiedad de bienes raíces y protestaron por considerar que con este artículo quedaban excluidos los militares, comerciantes, eclesiásticos, empleados de la administración o profesionales liberales cuyas rentas procedían de otros sectores económicos distintos a la agricultura. Borrull o Villanueva se pronunciaron en este sentido y se hizo necesario que Muñoz Torrero y Argüelles intervinieran para precisar que el concepto “bienes propios” abarcaba cualquier tipo de propiedad o renta, sin dejar de recalcar que esta exigencia de rentas a los candidatos era una garantía de independencia y de libertad, pero también de patriotismo y de integridad moral. No obstante, el artículo 93 supeditaba la aplicación del 92 a la posterior promulgación de una legislación que, según la hoja de ruta de los liberales gaditanos, debía proceder a la desvinculación de las propiedades amortizadas y a la reorganización del sistema DSCGyE, 23-9-1811, pp. 1906-1908. Artola alude, en este sentido, a las palabras del diputado Moragues pronunciadas en la sesión del 26 de septiembre rechazando la supresión del requisito: “Es, pues, indispensable, no queriendo perder de vista estos principios, hacerse cargo de que V.M. (…) ha dado en las elecciones una suma preponderancia al clero (…), porque, señor, respóndaseme de buena fe, ¿qué cura habrá que, queriendo, no sea el elector de su parroquia?”. ARTOLA GALLEGO, Miguel: Los orígenes de la España contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1975, vol. I, pp. 478 y s. 22 41 contributivo generando en España una amplia clase de propietarios y contribuyentes interesados en la prosperidad nacional23. Evidentemente, con estas últimas disposiciones, el perfil del candidato político o elegible se blindaba y el círculo de las virtudes que debían adornarlo se cerraba sobre sí mismo desde el punto y hora en que el hombre propietario, convertido en ciudadano pleno acreedor de derechos civiles y políticos, se identificaba como un padre de familia, purificado por el trabajo, arraigado en su patria e interesado por el bienestar y la felicidad de ésta, dando paso a una concepción del representante político cuya sombra alargada se extendería sobre electores y elegibles durante la mayor parte del siglo XIX. 2. La representación política en el liberalismo posrevolucionario: herencia y olvido de Cádiz Hasta aquí, hemos visto como el liberalismo revolucionario español alumbraba un primer modelo de representación política que era construido sobre materiales culturales del pasado más o menos inmediato, sobre las tradiciones intelectuales en las que se insertaban sus autores, pero también, y conviene seguir resaltándolo, sobre las necesidades políticas de su presente. En este último sentido, el imperativo de diferenciación respecto al modelo revolucionario francés, contra cuya encarnación napoleónica estaba combatiendo “la nación en armas”, no fue más determinante, a la hora de dibujar la peculiar vía hispana, que la más que notable herencia de una monarquía imperial repartida por ambos hemisferios del planeta, un universo atlántico que obligó a los liberales gaditanos a ajustar la invención de su nuevo régimen también a esta compleja y heterogénea realidad24. Pero si los diputados reunidos en Cádiz se enfrentaron a una difícil tarea de ingeniería políticosocial, con forma de Constitución, los liberales que retomaron su obra después del oscuro (y largo) paréntesis del absolutismo fernandino no encararon retos menos complicados25. Es cierto que, por un lado, podían apoyarse en los cimientos que la labor gaditana había significado para la edificación de un gobierno liberal representativo. Como veremos, el régimen constitucional de 1812 no fue sólo invocado como símbolo o bandera, sino que estableció con algunos de sus diseños básicos el marco legislativo electoral de tiempos posteriores. Pero también es cierto que la adecuación a la famosa modernidad de Benjamin Constant exigió a los liberales españoles de los años 30 una ardua operación de distanciamiento, rediseño y, también, olvido de “la piedra fundamental del edificio de la libertad en España”26. Ya durante el Trienio Liberal, los herederos de Cádiz habían empezado a apreciar cuán pesada podía resultar la carga de un modelo constitucional que, por ejemplo, interpretaba tan drásticamente la separación de poderes que DSCGyE, 28-9-1811, pp. 1940 y ss. Sobre las herencias, en el siglo XIX, de este marco imperial atlántico, PEÑA. M.Antonia y PAN-MONTOJO, Juan: “Culturas políticas y transferencias político-culturales en los Estados sucesores de la monarquía hispánica, 18081914”, en BARRIO ALONSO, A.; DE HOYOS PUENTE, J., Y SAAVEDRA ARIAS, R. (eds.): Nuevos horizontes del pasado. Culturas políticas, identidades y formas de representación, Universidad de Cantabria, 2011, pp. 219-231. 25 Puede verse el proceso analizado en SIERRA, María; PEÑA, M.Antonia y ZURITA, Rafael: Elegidos y elegibles. La representación parlamentaria en la cultura del liberalismo, Madrid, Marcial Pons, 2010. 26 La conocida propuesta de Constant en su muchas veces citada conferencia, CONSTANT, Benjamin: De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1818); sobre su obra, SÁNCHEZ MEJÍA, Mª Luisa: Benjamin Constant y la construcción del liberalismo posrevolucionario, Madrid, Alianza, 1992. La constitución de 1812 como texto sagrado pero de necesaria revisión, en este caso en palabras del diputado Escosura, Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes (en adelante DSCC) 25-1-1856, p. 10430. 23 24 42 dificultaba la articulación y contrapeso de los mismos, y que, en definitiva, les acabaría resultando más revolucionario que liberal. A despecho del protagonismo que tradicionalmente se le ha concedido en la historiografía a los moderados a la hora de propulsar el establecimiento definitivo del régimen liberal en España, fueron los progresistas quienes antes procuraron adecuar el marco normativo del país a los imperativos del moderno gobierno representativo según se entendía éste en Francia o Gran Bretaña. Fue una generación de liberales avanzados, que vivió a caballo entre la época de la revolución gaditana y la posterior etapa de estabilización de la monarquía constitucional –Vicente Sancho, Argüelles, Calatrava, Ferrer, Antonio González, ……- , la que asumió la responsabilidad y el liderazgo en la tarea de redefinición posrevolucionaria del liberalismo español, encargándose en las Cortes del diseño del sistema constitucional y electoral sobre el que se elevaría de forma duradera el gobierno representativo. Las Cortes Constituyentes de 1837 fueron precisamente el resultado del empeño del sector mayoritario del progresismo en dejar atrás la Constitución de 1812 y proceder a una reforma constitucional expeditiva –en realidad, una nueva Constitución, como pronto se vio-27. En palabras de aquellos diputados, “las lecciones de la experiencia” y “la conveniencia pública” demandaban esta reorientación28. Las lecciones del pasado se aplicaron, con decisión, a la redefinición de la representación política, asumiendo una operación de ingeniería electoral de la que todo el liberalismo “respetable” quedaría reconocido. Aunque la Constitución de 1837 afirmaba que sería la propia ley electoral la que más adelante establecería los modos del sufragio y las condiciones de votantes y elegibles, en realidad determinó ya el camino que ésta debía seguir, al imponer la novedad del sufragio directo, frente a la tradición indirecta iniciada en Cádiz, mantenida en el Trienio Liberal y extendida a las nuevas naciones americanas. La medida fue decisiva para iniciar la época de “modernidad” posrevolucionaria: el sufragio directo, que fue alabado por introducir “orden” en el proceso electoral, llevaba implícita la sustitución de la universalidad por la limitación censitaria de la condición de elector, y así quedó reflejado en el mismo debate constitucional29. Con ello, el liberalismo posrevolucionario había descubierto uno de los más básicos mecanismos electorales que permitiría casar orden con libertad. Si desde las posturas más progresistas y bajo inspiración del modelo británico se pensó que el pueblo sería poco a poco incorporado a la ciudadanía plena a través de una progresiva ampliación del sufragio que se fiaba a la futura modernización económica y cultural de la sociedad, desde posiciones moderadas se tuvo aún más claro, como afirmó Andrés Borrego, que la nueva ley llevaría a las urnas a la “mayoría contribuyente y honrada” de los hombres del país, que “esta vez no se verían confundidos con los del sin número de hombres que ningún interés liga a los intereses del estado”30. Con esta Para la Constitución de 1837 y su significado político, PRO RUIZ, Juan: El Estatuto Real y la Constitución de 1837, Madrid, Iustel, 2010. Sobre la fabricación progresista en este contexto de la monarquía constitucional, ROMEO MATEO, M.Cruz: “La ficción monárquica y la magia de la nación en el progresismo isabelino”, en LARIO, Ángeles (ed.): Monarquía y república en la España Contemporánea, Madrid, Biblioteca Nueva-UNED, 2007, pp. 107-125. 28 DSCC, 14-11-1836, pp. 262-267. 29 Aunque no se afirmara así en la Constitución, la identificación de ambos cambios operaba en la mente de la mayoría parlamentaria, como evidenció el discurso de Argüelles, DSCC, 26-12-1836, pp. 780-782. 30 BORREGO, Andrés: Manual Electoral para el uso de los electores de la opinión monárquico-constitucional. Madrid, Imprenta de la Compañía Tipográfica, 1837, pp.3-4. Para la influencia del modelo británico, SIERRA, María: “El espejo inglés de la modernidad española: el modelo electoral británico y su influencia en el concepto de representación liberal”, Historia y Política, 22 (2009), pp. 139-167. 27 43 medida, el constitucionalismo posrevolucionario rectificaba severamente el diseño electoral gaditano y se colocaba resueltamente al lado de los modelos liberales europeos, mientras que la añeja combinación de universalidad y procedimiento indirecto se refugiaba en la América Latina. Pero si en algunos puntos hubo rectificación, en otros la modernidad posrevolucionaria pudo presentarse como un desarrollo de lo ya planteado por los primeros liberales reunidos en Cádiz. Así por ejemplo sucedió con la definición de la figura del elegible, diseñada con especial cuidado desde el momento en que se hizo recaer en ella las mayores garantías de racionalidad y eficacia del sistema representativo. Si ya en el primer liberalismo se había indicado que los diputados debían cumplir condiciones especiales que los señalaban como “selectos” además de electos, toda la legislación electoral posterior no hizo sino ampliar y fijar una lógica basada en el principio de distinción, que segregaba a los representantes de los representados31. La caracterización del representante nacional se convirtió, de hecho, en uno de los temas fundamentales de la discusión sobre la legislación electoral ya en manos de los liberales conservadores, durante los años cuarenta, con el Partido Moderado en el poder. En este periodo, los diputados no dudaron en dedicar mucha más atención a la regulación de la figura de los elegibles que a la de los electores o a cualquier otra cuestión normativa. En 1834, el Estatuto Real había ya cuantificado la condición de riqueza bajo una fórmula que habría de tener gran capacidad de permanencia en el modelo electoral moderado, al exigir al Procurador una renta propia anual de 12.000 reales. El liberalismo progresista se diferenció del conservador en esta cuestión, estableciendo después de un cierto debate interno la consideración de que la ausencia de dicha limitación era un elemento definitorio de su doctrina como partido liberal. Por eso en 1837 eliminó este tipo de requisitos de la Constitución, novedad que pudo incluso prolongarse en la Ley Electoral del mismo año32. Pero la duradera instalación del Partido Moderado en el poder con la mayoría de edad de Isabel II supuso la recuperación de la exigencia de la renta de 12.000 reales (o 1.000 reales de contribución directa), en la Ley Electoral de 1846, apoyándose en las indicaciones que la Constitución de 1845 hacía en este sentido33. El liberalismo posrevolucionario se iba afirmando a través de esta y otras fórmulas que revelaban el creciente aprendizaje político de la lógica de la inclusión y la exclusión, una pareja nuclear en el diseño de la ciudadanía liberal. La exclusión de la representación política de los territorios americanos fue otra de las conclusiones del proceso de estabilización liberal orquestado por las elites políticas españolas a partir de los años 30. En 1837 una comisión parlamentaria especial, muy vinculada a la constitucional, decidió que las llamadas provincias ultramarinas –el resto del imperio español: Cuba, Puerto Rico, Filipinas- serían gobernadas por unas llamadas leyes especiales, eufemismo para su conversión en auténticas colonias, ya que en realidad esta condición implicaba su exclusión del espacio constitucional español34. Con ello, y con la controvertida expulsión de los diputados ya elegidos por aquellos territorios, a los que no se permitió tomar asiento en las Cortes Constituyentes, se terminó oficialmente con la utopía de la nación de los dos hemisferios nacida en Cádiz. Pero lo cierto es que, ya en aquellas primeras MANIN, Bernard: Los principios del gobierno representativo… Desde la larga oposición durante la década moderada, los progresistas seguirían manteniendo la idea de que cualquier ciudadano debería tener derecho a ser diputado (Proposición de Ley de Escosura, Diario de Sesiones de Cortes, en adelante DSC, 26-7-1851, pp. 1263-1267), y, al acceder finalmente al gobierno en 1854, la Comisión progresista encargada de las Bases Electorales señaló que el no exigir renta al elegible era “credo político” del Partido, ajustándose en esto explícitamente a la Constitución de 1837 (DSCC, 25-1-1856, p. 10214). 33 Ley Electoral de 18 de Marzo de 1846. 34 FRADERA, Josep M.: Colonias para después de un imperio, Barcelona, Bellaterra, 2005. 31 32 44 Cortes, la discusión de la representación americana –con el debate de las castas- había puesto de manifiesto, con sus contradicciones, la escasa disposición de los liberales peninsulares a considerar como pares a los diputados provenientes de la parte atlántica del imperio. En este sentido, los Parlamentos posteriores no hicieron sino sancionar la consideración colonial de los territorios americanos subyacente desde el primer momento. Habría que esperar a la Revolución de 1868 para que se volviera a plantear la posibilidad de una representación relativamente equitativa de los territorios americanos en el Parlamento peninsular35. El juego de inclusiones y exclusiones utilizó igualmente, como es sabido, una lógica de género36. La modernidad española fue aquí construida siguiendo el modelo europeo, que pretendió recluir a la mujer en una esfera privada a la que “naturalmente” estaría asignada por sus características anatómicas y espirituales. Así, el pacto sexual previo al político, imaginado por Rousseau, fue también ambicionado por los liberales españoles, que, en consonancia con lo que se hacía en otras naciones occidentales, procuraron establecer una esfera púbica gobernada por cualidades que se presentaban como natural y exclusivamente masculinas –la templanza, el análisis cerebral, la constancia, la moderación…- (a la par que las antitéticas actitudes de apasionamiento, volubilidad, exageración… serían esencialmente femenina)37. En consecuencia, la exclusión de las mujeres de la arena política -un espacio que, no debemos olvidar, habían probado durante la crisis del Antiguo Régimen, una crisis atravesada a la par por una guerra de independencia en la que habían participado y una revolución liberal a la que también se habían aprestado- fue para los liberales españoles una operación prioritaria en la edificación del moderno gobierno representativo38. Y en este punto, al igual que en lo referido para el mundo americano, el liberalismo posrevolucionario pudo apoyarse sobre lo inaugurado por el primer liberalismo gaditano para desarrollar su juego de inclusiones/exclusiones: hasta el extremo de que no sólo la privación a la mujer el derecho de voto fue parte de los silencios fundacionales del SIERRA, María: “Los artifices de la representacion parlamentaria: desarrollos biograficos entre España y America en la época de las independencias”, en SÁNCHEZ MANTERO, Rafael Y ERAUSQUIN, Eestela: España y América en el Bicentenario de la Inependencia. Miradas sobre lo extranjero y lo extraño, Sevilla, Universidad, 2011, pp. 141162. 36 Como categoría para el análisis histórico, el género ha sido ya puesto en relación con la construción de la esfera política y con la definición de la ciudadanía contemporánea de forma indudablemente fecunda, desde el clásico trabajo de J.SCOTT (Only Paradoxes to Offer: French Feminist and the Rights of Man, 1996) hasta otras muchas aportaciones que pueden verse recopiladas en PHILLIPS (Feminism and Politics, 1998, que recoge los ensayos igualmente clasicos de BUTLER, FRASER, YOUNG, DIETZ ) o en BELTRAN y SÁNCHEZ (Las ciudadanas y lo político, 1996, que también recopila trabajos fundamentales en este campo). 37 Para la trayectoria española, la síntesis de Carmen DE LA GUARDIA referencia muchas de las aportaciones de la historigrafía en este ámbito: “Los discursos de la diferencia. Género y ciudadanía”, en PEREZ LEDESMA, Manuel (dir.): De súbditos a ciudadanos. Una historia de la ciudadanía en España, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007, pp. 593-625. El discurso de género liberal de esta época en GOMEZ FERRER, Guadalupe: “Las limitaciones del liberalismo en España: el ángel del hogar”, en FERNANDEZ ALBADALEJO, Pablo y ORTEGA LÓPEZ, Margarita: Antiguo Régimen y liberalismo. Homenaje a Miguel Artola. 3. Política y Cultura, Madrid, Alianza, 1995, pp. 515-532; RAMOS, María Dolores: “Isabel II y las mujeres isabelinas en el juego de poderes del liberalismo”, en PEREZ GARZON, Juan Sisinio (Ed): Isabel II. Los espejos de la reina, Marcial Pons, Madrid, 2004, pp. 141-156; ROMEO MATEO, María Cruz: “Destinos de mujer: esfera pública y políticos liberales”, en MORANT, Isabel (Dir): Historia de las mujeres…, pp. 61-83; BURGUERA, Mónica: “Las fronteras políticas de la mujer de ‘clase media’ en la cultura política del liberalismo respetable (Madrid, 1837-1843)”, Ayer 78 (2010), pp. 117-141, y ESPIGADO TOCINO, Gloria: “El discurso republicano sobre la mujer en el Sexenio Democrático: los límites de la modernidad”, Ayer 78 (2010), pp. 143-168, entre otras. 38 Sobre la participación de las mujeres en el primer liberalismo, CASTELLS, Irene, ESPIGADO, Gloria y ROMEO, M.Cruz: Heroínas y patriotas. Mujeres de 1808. Madrid, Cátedra, 2009. 35 45 liberalismo, sino que incluso llegó a producirse su exclusión como espectadora pasiva de la política –negándosele la asistencia a las sesiones parlamentarias-39. Avanzando el siglo, pocas exclusiones fueron tan unánimente presentadas como naturales por liberales de todo signo. Aún tras la revolución de 1868, y aunque la profundización democrática del liberalismo que supuso el Sexenio pareció abrir nuevas expectativas, el discurso no había cambiado sustancialmente. De hecho, más común que el rechazo fue el silencio, y, también, más expresivo del concepto de democracia masculina que manejaron los parlamentarios autores de la Ley electoral que institucionalizó en España por primera vez el sufragio universal directo en 1870. Las mujeres sólo aparecieron de forma ocluida en un debate en el que las líneas de fuerza semánticas eran bien otras. Así, un diputado demócrata pidió que la ley especificara que “los hijos de familia” mayores de edad también serían considerados votantes aunque vivieran bajo el mismo techo que sus padres, porque el enunciado previsto -“son electores todos los españoles que se hallen en pleno goce de sus derechos civiles”- era tan ambiguo en este sentido como en el de referirse exclusivamente a varones, que “también es preciso decirlo, pues de otro modo se creerían con derecho a votar también las hembras”. Efectivamente, en la versión final de la Ley se concretó que el derecho sería de los españoles así como de sus hijos mayores de edad según la legislación castellana. La exclusión de las mujeres no requirió mayor aclaración40. El aprendizaje de la política moderna pasó pues para la generación de los liberales españoles de mediados del siglo XIX por diversas operaciones de ingeniería electoral que depuraran la lógica de inclusión-exclusión abierta en Cádiz. Definir criterios de capacidad, independencia y responsabilidad política en la pareja de figuras compuesta por el elector y el elegible se convirtió en la médula espinal del proceso de legitimación teórica y de organización práctica del sistema representativo encarnado en el Parlamento. El ulterior fracaso de la operación es ya parte de otra historia, que no tiene sólo que ver con las contradicciones y paradojas internas del proceso de construcción político-cultural aquí sintéticamente esbozado. En contra de esta segunda exclusión, en 1821 se oía decir al diputado Rovira en el Parlamento que, “si les hemos quitado” los derechos de ciudadanía, deberíase por lo menos permitírseles acudir a las tribunas parlamentarias, citado en ROMEO MATEO, María Cruz: “Destinos de mujer: esfera pública y políticos liberales”, en MORANT, Isabel (Dir): Historia de la mujeres…, pp. 61-83. 40 Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 1-4-1870, pp.7013-7015. La ley definitiva, en Gaceta de Madrid, 21-8-1870. El horizonte entreabierto para algunas iniciativas, en ESPIGADO, Gloria: “Las mujeres en el nuevo marco político”, en MORANT, Isabel (Dir.): Historia de las mujeres…, pp.27-60. 39 46 Mujeres en el primer liberalismo Marieta CANTOS CASENAVE Universidad de Cádiz Resumen1 Aunque han empezado a despertarse el interés por la participación de las mujeres en el desarrollo del Primer Liberalismo, aun son pocos los trabajos que trascienden la visión negativa limitada a poner de manifiesto la exclusión de las mujeres de la condición de ciudadanas e incluso del propio recinto de las Cortes. Pioneros en expresar una visión más positiva han sido los trabajos de Gloria Espigado, Irene Castells y Elena Fernández. Más recientemente los de Beatriz Sánchez Hita y Marieta Cantos. En este contexto historiográfico es donde se sitúa la mirada que sustenta este trabajo. Para ello, partiremos del examen del marco educativo y cultural en que actúan las mujeres de principios del siglo XIX. La deriva de la situación a raíz de la nueva coyuntura bélica y los modos en que las mujeres pueden intervenir en el desarrollo del Primer Liberalismo. 1. Al filo del Ochocientos2. Con la llegada de la nueva dinastía borbónica y la irrupción de las costumbres francesas, la mujer empieza a abandonar la reclusión del estrado y se atreve a frecuentar teatros, tertulias, fiestas, o a disfrutar de las delicias del paseo. Esta socialización femenina es mal recibida por la mayor parte de los hombres, y también por parte de algunas mujeres, que observan la paulatina frivolización de unas cuantas damas como una amenaza para sus aspiraciones de ser consideradas en pie de igualdad por los hombres. Y es que la lenta pero irremediable irrupción del pensamiento ilustrado había planteado la posibilidad de que la mujer pudiera ser reputada por su capacidad intelectual, aunque esta idea defendida muy tempranamente por Feijoo fue debatida ampliamente entre la misma élite que se oponía a ceder espacio del poder-saber. Desde luego estos cambios sólo afectaban a un reducido número de mujeres, las de las élites urbanas, pues, las que vivían en el campo o pertenecían a la población urbana menos acomodada apenas disponían de un tiempo de ocio en el que disfrutar de estos lugares de esparcimiento, si exceptuamos algunos prados y plazas en días festivos. Bien es cierto que ni siquiera, para ejercer su trabajo en talleres y pequeños comercios, tenían libertad absoluta, pues el desempeño de estas labores, especialmente cuando se trataba de un trabajo callejero o ambulante, era considerado como contrario a su virtud3, de modo que la presencia de la mujer en la calle seguía siendo excepcional y estaba lejos de ser admitida en modo alguno por moralistas, teólogos y la naciente opinión pública que se manifestaba en los escasos periódicos que empezaban a surgir. Se seguía advirtiendo que el lugar de la mujer era el del ámbito doméstico, donde podía ocuparse de la familia, asegurar sus necesidades inmediatas y atender a los niños. No obstante, algunas mujeres consiguieron romper las barreras de la domesticidad y ser recibidas excepcionalmente en algunas instituciones públicas como la Sociedad Económica Este trabajo parte de otros anteriores que irán citados en las notas siguientes. Marieta Cantos Casenave, “Del cañón a la pluma. Una visión de las mujeres en la guerra de la Independencia”, en España 1808-1814. De súbditos a ciudadanos. Sociedad Don Quijote de Conmemoraciones Culturales de Castilla – La Mancha y Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2008, pp. 267-286. 3 Mónica Bólufer Peruga, «Representaciones y prácticas de vida: las mujeres en la España del siglo XVIII», Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, núm. 11, 2003, pp. 3-34. 1 2 48 matritense, aunque cuando fueron más las que quisieron seguir sus pasos, este deseo empezó a contemplarse como un riesgo para tales instituciones. En 1775 se producen las primeras reflexiones de algunos hombres sobre los beneficios que podrían deducirse de la incorporación de las mujeres a sociedades como la Económica Matritense. El primero en hacerlo es Manuel J. Marín, quien en el mes de octubre se muestra favorable a que ingresen en la misma, pagando una cuota, las mujeres vinculadas familiarmente a algún socio, pues de este modo podrían desmentir la ociosidad con la que generalmente se denigra a las de su género y contribuir al mismo tiempo al progreso de ciertas ramas de la industria y las artes (manufacturas, hilados), y la agricultura (jardinería, economía rural y doméstica). En el mes de noviembre, Pedro Rodríguez de Campomanes se manifestaba en términos similares, aunque añadiendo la ventaja que obtendría el estado en la educación de las mujeres y futuras madres, así como la que alcanzarían ellas mismas al poder adquirir «la gloria de contribuir al bien común de su patria». Del 27 de agosto de 1787 data la real cédula que aprueba «por Real ánimo paterno» la admisión de socias de mérito y honor. En palabras de Sempere y Guarinos, que saludaba esta medida, se facilitaba así que en juntas regulares y separadas, pudieran proponer «los mejores medios de promover la virtud, la aplicación, y la industria en su sexo», de modo que escogiendo las que por sus circunstancias sean más acreedoras a esta honrosa distinción, procedan y traten unidas los medios de fomentar la buena educación, mejorar las costumbres con su ejemplo, y sus escritos, introducir el amor al trabajo, cortar el lujo, que al paso que destruye las fortunas de los particulares, retrae a muchos del matrimonio en perjuicio del Estado, y sustituir para sus adornos los generales a los extranjeros, y de puro capricho. Un debate que, sin embargo, seguirá resonando en los periódicos de la centuria siguiente, dado que aún algunos, como el Regañón General y la Minerva, seguían manteniendo posturas bastante reacias a la incorporación de la mujer a cualquier actividad fuera de los límites de lo puramente doméstico. Poco a poco las señoras de la también denominada Junta de Damas lograrían situarse al frente de escuelas patrióticas para la instrucción laboral de niñas pobres y del Montepío de Hilazas, colaborar en la asistencia a las mujeres encarceladas, y, finalmente supervisar las labores de la Real Inclusa. Actividades, por consiguiente, dentro del ámbito de la beneficencia o la educación, considerados como propios de la «natural» sensibilidad femenina. Pero no sólo el ejercicio de este tipo de labores asistenciales encontró ciertas reservas, el mero hecho de dar rienda suelta a las ansias literarias encontró igual tipo de resistencia. Claro que, como señalaba Quintana, el escaso número de las que lo intentaban parecía asegurar que estas demandas no iban a crear realmente un serio problema: La cuestión de si las mujeres deben dedicarse o no a las letras nos ha parecido siempre, además de maliciosa, en algún modo superflua. Los ejemplos son tan raros, y tienen ellas tantas otras ocupaciones a que atender más agradables y más análogas a su naturaleza y sus costumbres, que no es de temer que el contagio cunda nunca hasta el punto de que falten a las atenciones domésticas a que se hallan destinadas, y de que los hombres tengan que partir con ellas el imperio de la reputación literaria. No se ha 49 manifestado bien hasta ahora qué tenga de perjudicial ni de ridículo el que algunas pocas den al cultivo de su razón y de su espíritu las horas que otras muchas gastan en disipaciones frívolas; y por último, la lista numerosa de las mujeres ilustres, que se han distinguido, no sólo en las artes y las letras, sino también en las ciencias, responde victoriosamente a los que les niegan abiertamente la posibilidad de sobresalir, y les cierran el camino de la gloria4. No fueron tan escasas las que cultivaron las letras en el XVIII, aunque sí en muchos casos las que lo hicieron desarrollaron una escritura conventual, no tan visible ni, por tanto, considerada como competencia para aquellos hombres que sí temían la irrupción de las féminas en un ámbito que consideraban «naturalmente» masculino. Las mismas señoras de la Junta de Damas de Madrid pudieron dar a conocer sus actuaciones y opiniones en el Memorial literario5. Junto a ellas, fueron conocidas por sus incursiones en la vida literaria Inés Joyes y Blake, Margarita Hickey y Pellizoni, Josefa de Amar y Borbón y Mª Rita Barrenechea, por citar algunas6. Para el caso andaluz, el panorama es igualmente favorable y, así puede citarse la actividad de la gaditana María Gertrudis de Hore (1742-1801), la malagueña María Rosa Gálvez de Cabrera (1768-Madrid 1806), así como el papel que pudo jugar una prensa periódica, destinada específicamente a las damas, como la Pensadora gaditana (1763) de Beatriz Cienfuegos. A este habría que sumar otros periódicos como el Correo de las Damas (1804-1807) del Barón de la Bruère, y otros que, sin estar destinados específicamente a ellas, la atendían de manera preferente7. Pero, si la situación de la mujer había empezado a cambiar en los últimos decenios del siglo, es evidente que la nueva coyuntura política va a tener consecuencias determinantes para todos y también, como es lógico, para las mujeres. 2. La coyuntura bélica y la acción guerrera femenina. La Guerra de la Independencia fue una guerra diferente, una guerra total que, por necesidad, debió implicar a hombres, mujeres, ancianos, niños. Nadie pudo escapar y, todos perdieron las muchas o pocas comodidades de que disfrutaban. Ni siquiera aquellos que carecían del más mínimo recurso pudieron agarrarse al asidero de la costumbre para ir soportando con alguna paciencia la voluntad divina. Aunque algunos pocos privilegiados residentes en lugares adonde los franceses no pudieron llegar parecían vivir casi en medio de una fiesta, o, al menos, esto era lo que decía la propaganda y la leyenda de los avecindados en la ciudad de Cádiz, que burlaban las amenazas del enemigo con juegos, teatros y bailes. Manuel José Quintana, «Reseña y crítica», en Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (1805), II, 1.3. Citado por Julia Bordiga Grinstein, La rosa trágica de Málaga: Vida y obra de María Rosa de Gálvez, Anejos de Dieciocho 3 (2003), págs. 160-161. 5 Virginia Trueba Mira, El claroscuro de las luces. Escritoras de la Ilustración española, Barcelona, Montesinos, 2005, págs. 39-54. 6 Marieta Cantos Casenave, “Del cañón a la pluma. Una visión de las mujeres en la guerra de la Independencia”, op. cit., y «Las mujeres en la prensa entre la Ilustración y el Romanticismo», en Marieta Cantos Casenave, Fernando Durán López y Alberto Romero Ferrer (eds.), La guerra de pluma. Estudios sobre la prensa de Cádiz en el tiempo de las Cortes (1810-1814). Tomo III. Parte quinta: Sociedad y consumo: estructuras de la opinión pública, Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 2008, págs. 157-334. 7 Beatriz SÁNCHEZ HITA, “Prensa para mujeres en Cádiz después de 1791: el Correo de las Damas (1804-1807) y El Amigo de las Damas (1813)”, Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, Revista del Grupo de Estudios del Siglo XVIII de la Universidad de Cádiz, nº 11, 2003, pp. 111-147. 4 50 Por lo general, no obstante, todos hubieron de implicarse, y quizás quienes más polémica desataron con su intervención fueron las mujeres. Muy posiblemente, porque aunque como responsables de la pequeña economía familiar habían participado en motines y revueltas a causa de crisis de subsistencias, y episodios de hambruna, su presencia agitadora en las calles se veía como el efecto desesperado de quien tenía a su cargo una prole que alimentar prolongación, por tanto, de su actividad doméstica. Muy diferente fue su participación en la guerra de 1808 y eso explica también que muy pronto se las ensalzara y aún más la heroicidad de algunas mujeres pronto representadas en la figura arquetípica de Agustina de Aragón. Es conocido que, entre los españoles que se alzaron el 2 de mayo en Madrid, se encontraban algunas mujeres como Manuela Malasaña, Benita Sandoval, y Clara del Rey que, por sucumbir mientras luchaba junto a su marido y sus hijos, se convertiría en símbolo de la madre heroica. También se recuerda especialmente a Clara Michel y Felipa Vicálvaro, quienes por su juventud simbolizarían a otras tantas víctimas inocentes. Este comportamiento fue recordado por la religiosa María Joaquina de Viera y Clavijo en su proclama Una señora de Canaria a las de su sexo, donde invitaba a hombres y mujeres a seguir el ejemplo heroico de las madrileñas8. Desde cualquier estado se podía servir a la patria y aun a veces el mismo estado religioso había sido causa para que el enemigo hiciera mayor escarnio, como recuerda la proclama a las Religiosas víctimas inmoladas en el corazón de España por la restauración y felicidad de su perseguido monarca el Señor Don Fernando el VII (que Dios guarde) (1808). También el Diario de Mallorca9 se hace eco de la actuación de otras heroínas, las de la Compañía de Señoras Mujeres de Gerona, de la que poco a poco se va averiguando algo más. Fue creada por el marqués de Coupigny por decreto de 22 de junio de 1809, para tratar de canalizar y reconducir, por los derroteros de lo comúnmente aceptable, la actuación heroica de algunas mujeres como María Marfá i Vila, Josefa Demá, «La Perrota» y otras. Según ese decreto la recién creada compañía de mujeres constaría de una fuerza de doscientas individuas que debían ser «jóvenes, robustas y de espíritu varonil», al mando de tres comandantas, aunque la organización se comisionaba a los ciudadanos Juan Pérez Clarás y Baudilio Farré Roca. No se trataba sólo de evitar la actuación espontánea y e indisciplinada de estas, como ocurría cuando los mandos del ejército tratan de integrar y regularizar la actuación de las diferentes partidas de guerrilleros y soldados rezagados, sino de que la actuación de estas se mantuviera en una segunda línea. Por eso, las misiones que se les encomendaba eran las propias de una unidad de abastecimiento y apoyo: socorrer a los heridos y evacuarlos a los hospitales así como el sostenimiento puntual de los combatientes proporcionándoles munición de boca y de guerra. Una instrucción de tres de julio de 1.809 del Gobernador Interino de la Plaza de Girona, Álvarez de Castro, dispuso que la «Compañía de Señoras Mujeres de Girona» pasase a denominarse en el futuro «Compañía de Santa Bárbara». Muchas de ellas se habían distinguido, siendo aún voluntarias, en la acción del castillo de Montjuich, algunas resultaron heridas en diversos combates y recibieron diversas condecoraciones y reconocimientos, y aun otras fallecieron en acción de guerra. Cabe destacar que estas mujeres, algunas de las cuales llegaron a ostentar los empleos de Sargento, tenían relaciones de parentesco con militares de diversos regimientos, a quienes habían empezado por acompañar, asistir o suplir en caso de herida o fallecimiento. Muchas de ellas eran solteras, algunas casadas y unas cuantas viudas, y su edad oscilaba entre Victoria Galván González, La obra poética de María Joaquina de Viera y Clavijo, Cabildo de Gran Canaria, Las 8 Palmas de Gran Canarias, 2006, pp. 397-399. Diario de Mallorca de 18 de octubre de 1809, p. 1168. 9 51 los trece años y los cuarenta y cuatro. Más de la mitad, ochenta y tres de las ciento treinta y una, no alcanzaban los veinte años.10 De todas formas, esta implicación heroica no era siempre bien vista, y, la opinión pública, la propaganda oficial limitaban su participación a la heroicidad sentimental de la renuncia a los hijos y esposos, o reducían en la práctica el marco de actuación a unas pocas, y casi siempre dentro del ámbito de la intendencia, la filantropía y la beneficencia, como recuerda el bando de la Junta Suprema de Gobierno, de junio de 1808: Las mujeres en muchos pueblos se aplican a la siega y otros trabajos de la agricultura, y en todos puede una gran parte de ellas hacer lo mismo, y así aconseja y manda esta Junta Suprema lo ejecuten en las circunstancias en que nos hallamos, y estimará y declarará esta aplicación en todas las que la practiquen, como un servicio el más alto a la patria, y lo mismo podrán hacer todas las personas del clero secular y regular, en lo que mostrarán su amor al Rey, su lealtad, y su empeño por la felicidad pública, y su ejemplo heroico forzará al pueblo y a las personas de todas las clases a que lo imiten.11 Desde luego que en lo que respecta a Andalucía, se ha destacado la ayuda que prestó María Bellido a los españoles con el suministro de agua en Bailén, y especialmente su valor cuando una bala destrozó el cántaro que ofrecía a Reding.12 La temprana muerte de ambos protagonistas hizo que el nombre de esta jienense de Porcuna cayera prácticamente en el olvido, aunque los centenarios de la efemérides vuelven a rescatar su memoria y la convierten en heroína local, al menos coyunturalmente al haberse erigido en la protagonista de la novela El cántaro roto (2008) de Andrés Cárdenas. Los estudios que en los últimos años se vienen realizando sobre la Guerra de la Independencia han rescatado igualmente la gesta de Jerónima López, «la Pelada», una señora pudiente que decidió establecer en Ronda una casa para ayudar a los necesitados y aprovechó su atractivo para sonsacar información a los soldados franceses y trasladarla a los guerrilleros de la comarca.13 Otras heroínas son la cordobesa Ana Cirujano, a cuya casa en Blázquez acudían los guerrilleros en busca de información14, y María García «la Tinajera», que también ha merecido la atención de algunos historiadores.15 Véase además, Elena Fernández García, Mujeres en la Guerra de la Independencia, «Serie Historia», Sílex, Madrid, 2009. También Gloria Espigado, «Las mujeres en el nuevo marco político» en Guadalupe Gómez-Ferrer, Gabriela Cano, Dora Barrancos y Asunción Lavrin (coords.) (2006), Historia de las mujeres en España y América Latina, dirigida por Isabel Morant, tomo III, Del siglo XIX a los umbrales del XX, Cátedra, «Historia/Serie Menor», Madrid, pp. 27-60. 11 «Bando de la Junta Suprema de Gobierno», punto 8, fechado en el Real Palacio del Alcázar de Sevilla a 6 de junio. Cf., Diario mercantil de Cádiz nº 174, de 20 de junio de 1808, pp. 683-684. 12 Ronald Fraser, La maldita guerra de España. Historia social de la guerra de la independencia, 1808-1814, Crítica, Barcelona, 2006, p. 274. Este mismo investigador recuerda a algunas mujeres condenadas a prisión por colaborar con la guerrilla. Así sucedió con María Josefa de Iturbe, de catorce años, que vestida de hombre asistía a los guerrilleros de los montes de Urquiola y les ayudaba a perpetrar robos al enemigo, lo mismo que otras cinco mujeres del lugar. Incluso cita a Francisca Artiago como condenada a muerte en 1810 por un tribunal de Valladolid con ocasión de haber robado mercancías de un comedor francés. Cf. Ídem, pp. 693-694. Otros datos los ofrece Ana Mª Jiménez Bartolomé en «“Los otros combatientes” en la guerra de la Independencia», en Paulino Castañeda Delgado (coord.), Las guerras en el primer tercio del siglo XIX en España y América, tomo II, «Cátedra General Castaños», Deimos, Madrid, 2005, pp. 347-364. 13 Véase el trabajo de Marion Reder Gadow en el libro que coordina junto a Eva Mendoza García, La Guerra de la Independencia en Málaga y su provincia (1808-1814), Diputación Provincial, Málaga, 2005. 14 Cf., Francisco Luis Díaz Torrejón, Guerrilla, contraguerrilla y delincuencia en la Andalucía Napoleónica (18101812), Fundación para el Desarrollo de los Pueblos de la Ruta del Tempranillo, p. 168. 15 Véanse los capítulos que dedican Marion Reder y Ana Jiménez en Patriotas y heroínas de guerra: mujeres de 1808, Cátedra, Madrid, 2009. 10 52 Todavía en 1812 una anónima heroína de Estepa, arcabuceada por haber asesinado a varios soldados franceses, es homenajeada en El Conciso de 19 de octubre de 1812, y unos meses después en el Diario de Mallorca.16 En ese mismo verano de 1812 había sido ejecutada una anónima antequerana, «bravía», que había perseguido y dado muerte a catorce franceses, algunos meses atrás.17 Esa especial participación de las mujeres llamó también la atención del periódico oficial josefino. En la Gaceta de Madrid se publicó un artículo bajo el epígrafe «Política» y firmado con la inicial M., que comenzaba planteando «¿Por qué en la insurrección española las mujeres han mostrado tanto interés, y aun excedido a los hombres en el empeño de sostenerla?».18 El articulista se ampara en el tópico de la sensibilidad femenina para explicar que en tiempos de desorden y revolución las alteraciones afectan más a las mujeres. 3. La organización de la colaboración social femenina19. Es evidente que, al principio, se trata de canalizar la actividad de todos de la forma más útil posible, en unas circunstancias excepcionales en que cualquier ayuda se torna imprescindible; de ahí que, en estos momentos, entren en igualdad de condiciones las mujeres del pueblo llano y el clero humilde; y que para estas mujeres no se limite su ámbito de actuación al puramente doméstico, pues para las del ámbito rural se entendía que el espacio donde desarrollaban sus labores se extendía hasta el campo o las casas de oficio donde pudieran adquirir con su esfuerzo lo necesario para sostener a sus familiares. Lógicamente, esto no excluye que la posición social determine la necesidad de implicar a las mujeres de mayor estatus en otro tipo de tareas, ahora sí, de carácter doméstico o semi-doméstico, que las permita, por una parte, sentirse directamente involucradas, y, por otra, convertirse en ejemplo moral para las de condición inferior. Así, el punto 9 ordena que: Las mujeres, a quienes su edad, la debilidad de su complexión u otras razones impidan absolutamente esta aplicación, se ocuparán en hacer hilas, vendas, cabezales, u otras cosas del servicio de los hospitales, y hechas, las entregarán a sus juntas o ayuntamientos respectivos, y estos las enviarán con la mayor prontitud a los intendentes de nuestros ejércitos en esta capital, y formarán listas de las personas que hubieren Diario de Mallorca de 2 de enero de 1813, pp. 5-6. 16 Ana Mª Jiménez Bartolomé, en «“Los otros combatientes” en la Guerra de la Independencia», pp. 347-364. En la América hispana también se detectaban conductas similares. De ello da cuenta la Gaceta de la Regencia que refiere que cuatro habaneras habían solicitado formar una compañía de cien mujeres con la aspiración a ser instruidas en el manejo de las armas para poder unirse después al ejército peninsular. Entre las promotoras a Juana Núñez de Villavicencio, Gertrudis González de Urra, Mª Gregoria de Aranda y Buenrostro, y Mª Dominga de los Reyes. Cf., Gazeta de la Regencia nº 52 de 7 de agosto de 1810, p. 486. 18 Gaceta de Madrid, nº 52 de 21 de febrero de 1810, pp. 213-214. 19 Marieta Cantos Casenave, «La mujer en el Cádiz de las Cortes: entre la realidad y el deseo», en Mujer y deseo. Representaciones y prácticas de vida, Universidad de Cádiz, 2004, pp. 91-101; sobre la coyuntura histórica que permitió a las mujeres intervenir en la vida ciudadana han trabajado también, Gloria Espigado Tocino, «La Junta de Damas de Cádiz: entre la ruptura y la reproducción social», en María José de la Pascua Sánchez y G. Espigado Tocino (eds.), Frasquita Larrea y Aherán. Europeas y españolas entre la Ilustración y el Romanticismo (1750-1850), Universidad de Cádiz y Ayuntamiento de El Puerto de Santa María, 2003, pp. 243-266; y «Mujeres y ciudadanía: Del Antiguo Régimen a la Revolución Liberal», Debats de la Revista HMiC ISSN 1696-4403, http://seneca.uab.es/hmic/2003/HMIC2003.pdf; y la misma Gloria Espigado, junto con Ana Sánchez, «Formas de sociabilidad femenina en el Cádiz de las Cortes», en M. Ortega, C. Sánchez y C. Valiente (eds.), Género y ciudadanía. Revisiones desde el ámbito privado, Madrid, UAM, 1999, pp. 225-242. 17 53 hecho este servicio, y todos los demás que van mandados, y las remitirán a esta Junta Suprema, que hará pública después impresas para que venga a noticia de todos, y cada uno reciba la alabanza y el premio que por su amor a la patria hubiere merecido. La labor de coser para los soldados se desarrolló en varios lugares de España, y así, además de las noticias que existen de Cádiz (Aviso a las Damas de Cádiz de 9 de octubre de 1808), los periódicos ofrecen información sobre iniciativas similares efectuadas en Mallorca a finales de 1808, e incluso, tal como recomendaba el bando de la Junta Suprema, se citan los nombres de las damas que se comprometían en esa empresa, entre ellas los de la condesa de Perelada o la condesa viuda de Ayamans20. Lo mismo ocurre con las proclamas en las que se alaba la patriótica generosidad de las mujeres al enviar a sus seres queridos al campo de batalla, caso de la Proclama que los ingleses dirigen a los españoles (Mallorca, 1808) y la Proclama: españolas generosas21. También en Málaga encontramos proclamas en que se las invita a seguir animando al combate a sus parientes Proclama a las malagueñas, (Atalaya Patriótico nº 2 de Málaga de 18 de febrero de 1809). Las refugiadas en Sevilla, muchas procedentes de la capital, trataron de organizarse para buscar caudales con que mantener dignamente al ejército, pero no las acompañaría el éxito22. Lo mismo haría dos años más tarde en Cádiz una serie de mujeres que lograron cooperar alrededor de una Junta de Señoras y extender su labor en el espacio y en el tiempo, incluso después de que Fernando VII les reconociera su labor a la causa patriótica y favoreciera su disolución como grupo.23 Pero debe hacerse notar que la actividad de estas mujeres, bien por la presión colectiva bien por iniciativa propia –como modo de asegurarse un resquicio de actividad pública-, procuró encauzarse preferentemente hacia el ámbito doméstico de la sensibilidad y de la beneficencia. A esa labor filantrópica –aunque también de intendencia– había quedado prácticamente reducida su actividad durante la ocupación francesa, a pesar de que su presidenta era la marquesa de Villafranca, es decir María Tomasa Palafox y Portocarrero, hija de María Francisca de Sales Portocarrero, condesa de Montijo, y de que gozaba de amplia experiencia pues había tenido actividad principal en la Junta de Damas de la madrileña Sociedad Económica de Amigos del País, razón por la que sin duda, a pesar de ser foránea como dice Adolfo de Castro,24 la Diario de Mallorca de 18 de diciembre de 1808. Marieta Cantos Casenave, “Del cañón a la pluma. Una visión de las mujeres en la guerra de la Independencia”, en España 1808-1814. De súbditos a ciudadanos. Sociedad Don Quijote de Conmemoraciones Culturales de Castilla – 20 21 La Mancha y Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2008, pp. 267-286. 22 Conociendo una señora… Sevilla, 1809. Propuesta de una Real Hermandad Patriótica de Señoras con la obligación de pedir semanalmente para las urgencias del ejército. Colección documental del Fraile. También desde la prensa y en fechas tempranas se destaca que las damas de Sevilla practican ejercicios con los cañones, movidas por el «celo» de «enseñar sus manos a la defensa de la patria», del mismo modo que ofrecieron una corona que la Junta Suprema entregó a Castaños, tras su victoria en Bailén. Cf. Diario de Mallorca de 1 de septiembre de 1808, pp. 73-74. Igualmente existen noticias de la creación en Gerona de una Compañía de Damas en cuyos estatutos aprobados en 1809, si bien se deja la dirección en manos de dos hombres, Don Baudilio Farró y Roca, y Don Juan Pérez Clardo Clerás, en la práctica se permite a las mujeres convocar elecciones y nombrar a las que se considere más capacitadas para gobernarlas. Cf. Elena Fernández García, «El liberalismo, las mujeres y a Guerra de Independencia (1808-1814)», en Spagna Contemporanea, nº 31 (2007), pp. 1-15. 23 Cf. Gloria Espigado, «La Junta de Damas de Cádiz: entre la ruptura y la reproducción social», en María José de la Pascua Sánchez y G. Espigado Tocino (eds.), Frasquita Larrea y Aherán. Europeas y españolas entre la Ilustración y el Romanticismo (1750-1850), Universidad de Cádiz y Ayuntamiento de El Puerto de Santa María, 2003, pp. 243266. 24 Adolfo Castro, además, insiste en que fue Engracia Coronel la que dio los primeros pasos en esta constitución de la sociedad gaditana. Véase su Historia de Cádiz y su provincia desde los remotos tiempos hasta 1814 (1858), 54 promotora de la idea, Engracia Coronel, decidió cederle la presidencia.25 En todo caso, como examinaré más adelante, esta actividad también generó una literatura a veces de carácter administrativo, otras propiamente de combate, patriótica, que merece la pena estudiar. En esta línea, convendría situar la labor que se irradia desde la propia Junta de Señoras de Cádiz, como muestra el llamamiento «A las señoras de esta ciudad. Proclama patriótica»26, en que a instancia de las señoras de Cádiz, las señoras de El Puerto de Santa María demandan a sus paisanas demostrar su patriotismo. Se trata, efectivamente de un texto firmado en El Puerto de Santa María a 30 de noviembre de 1812, por Mª Luisa Macé Ladrón de Guevara, María del Carmen Uriarte y Borja, y Josefa Luisa de Vicuña y Echave. Según se desprende del mismo, la sociedad gaditana solicita a una serie de damas portuenses su colaboración para organizar una recolecta de fondos, y así las tres firmantes tratan de recabar mediante la citada proclama la ayuda solicitada. La pregunta que surge de inmediato es si esta fue una petición excepcional o bien se trató de una iniciativa que tuvo analogía en otras localidades y, a tenor de los documentos que conocemos, parece que en primer lugar la secretaria de la Sociedad de Señoras, Mª Loreto Figueroa Montalvo, formuló una petición similar a las señoras de Sevilla a primeros de septiembre27. Luego, tal vez casi al mismo tiempo, la haría extensiva al resto del reino, pues la Gaceta de Madrid bajo la Regencia de 26 de septiembre de 1812 (nº 19, pp. 188-189) reproducía la «Circular que ha dirigido esta sociedad a las señoras de todas las capitales del reino», firmado por la misma Mª Loreto Figueroa, de modo que es posible que esa invitación a las españolas para colaborar con la Sociedad de Señoras de Fernando VII, con el amparo ya del Consejo de Regencia, tuviera una amplia difusión bien a través de la publicación de la circular en forma de folleto, bien mediante su inserción en la prensa. Eso explicaría que el eco de las actuaciones de las «damas gaditanas» fuera conocido también en Canarias, y no sería de extrañar que hubieran llegado a establecer conexiones con otras organizaciones femeninas más o menos formales, aunque hasta la fecha no se haya encontrado documentación que acredite esta hipótesis. Los únicos datos que tenemos son sobre los lazos que establecieron con sus correspondientes en de la Habana28, que habían constituido otra asociación a imitación de la gaditana, presididas edición facsímil con notas a cargo de Ramón Corzo Sánchez e Inmaculada Pérez López, Excma. Diputación Provincial, San Fernando (Cádiz), 1982, p. 727. 25 Marieta Cantos Casenave, «La mujer en el Cádiz de las Cortes: entre la realidad y el deseo», en Mujer y deseo. Representaciones y prácticas de vida, op. cit., pp. 91-101. 26 El texto completo reza como sigue: «A las señoras de esta ciudad. Proclama patriótica: El distinguido zelo de las Señoras de Cádiz, con autoridad del Supremo Consejo de Regencia, ha formado una Sociedad bajo el título de Fernando VI, cuyo instituto es procurar el vestuario de los ilustres defensores de la Patria… Esta misma sociedad y su Junta ha tenido la bondad de agregarnos así y cometernos la agencia de una suscripción o donativo, que aumente sus fondos para extender sus auxilios. A las Señoras de esta Ciudad se les presenta con este motivo la ocasión más oportuna de explayar su Patriotismo… [El Puerto de Santa María: s.n., 1812]» Existe una copia en la Biblioteca Joly: Caja 3/107. [Convocatoria]: [dirigida a las señoras de Sevilla, invitandolas a formar parte de la Sociedad Patriótica de señoras establecida en Cadiz] / [firmada por María Loreto Figueroa y Montalbo, Secretaria; insertando la oracion inaugural 27 que pronunció la Marquesa de Villafranca, presidenta. Cádiz el 19 de noviembre de 1811. Un ejemplar en la Biblioteca nacional: R/60120. Otro en la Colección documental del Fraile, nº 634. 28 El Conciso de 16 de noviembre de 1812, pp. 3-4. 55 por la marquesa de Someruelos, con el fin de recaudar fondos y enviarlos a Cádiz.29 De nuevo el relato del patriotismo individual y asociativo debe servir para excitar el fervor nacional: Estos actos generosos del verdadero patriotismo de las Señoras habaneras no necesitan elogios: conviene sí que tanto estos como los de las Señoras gaditanas se hagan notorios para estimular el benéfico corazón de otras Señoras y coadyuvar a que no se apague ni aun minore el ardor con que muchas han comenzado.30 También con Guatemala, gracias posiblemente a Pilar Azlor y Villavicenciao hermana de la Condesa de Bureta, Mª Consolación Azlor, heroína de Zaragoza, y casada en 1790 con el Brigadier de la Armada, José Bustamante –ella se apellidaría Azlor y Bustamante, de casada-, hermano, a su vez, de Francisco Bustamante, banquero y miembro de la Junta gaditana. Pilar, en tiempos de la Guerra de la Independencia, marcharía a Guatemala después del nombramiento de su marido como gobernador. Desde allí promovería la ayuda patriótica que llegaría en forma de zurrones de añil que sirvieron para que las Señoras de la Sociedad cumplimentaran al monarca Fernando, tras su regreso. Aún más importante es la noticia indirecta que ofrece el Conciso de la constitución en Petersburgo de una: …sociedad de damas patrióticas, imitación de la junta patriótica de señoras formada en Cádiz con tanto patriotismo, celo y utilidad, y que por desgracia no han imitado nuestras provincias si exceptuamos a las Señoras habaneras, que inmediatamente formaron con las de Cádiz una alianza tan francmasónica y útil a favor de los defensores de la patria. En Petersburgo es la emperatriz madre la francmasona mayor de la sociedad: 12 damas cuidan el establecimiento: se recibe en él cuanto se dé; ropas, efectos, dineros, etc: el objeto es socorrer a los infelices que más han sufrido en la guerra.31 Lo más curioso es cómo el periodista describe la organización de estas sociedades femeninas, empleando positivamente los términos alusivos a la francmasonería, muy posiblemente en el sentido amplio de confraternidad o sociedad de individuos. Sea como fuere, la actividad patriótica de las mujeres no era nueva en Europa, también en Alemania, durante las guerras de liberación contra Napoleón (1812-1813), las damas se organizaron con fines patrióticos32 como modo de intervenir aunque limitadamente en la vida pública. Luego, con el tiempo, esas asociaciones de mujeres, creadas bajo los auspicios de las casas reales y de los principados en los estados antifranceses de habla alemana, terminaron por sucumbir al influjo de la iglesia protestante, y transformadas en sociedades filantrópicas, contribuyeron a fomentar la participación patriótica femenina en la vida cívica de las comunidades locales, en pro del bien de la sociedad alemana.33 Ibídem. Ídem, p. 4. El Conciso, nº 10, de 10 de abril de 1813, p. 7. 29 30 31 Cf., Gloria Espigado Tocino, «Mujeres y ciudadanía: Del Antiguo Régimen a la Revolución Liberal», Debats de la Revista HMiC ISSN 1696-4403, http://seneca.uab.es/hmic/2003/HMIC2003.pdf. 33 Bárbara Caine y Glenda Sluga, Género e Historia. Mujeres en el cambio sociocultural europeo, de 1780 a 1920, Madrid, Nancea, 2000, p. 95. También El Conciso, el Diario mercantil y el Redactor General difunden la existencia en Inglaterra de clubs de señoras «con el fin de proveer a las pobres de canastillas en sus partos». Cf. El Conciso, nº 4, de 4 de octubre de 1812, p. 7. 32 56 4. Las mujeres, la educación y la opinión pública34 En esta coyuntura, las mujeres tratan de hacerse visibles y de convertirse en sujetos activos de la nación. En este sentido, la literatura se convierte para las mujeres en una manera de reivindicar su condición de ciudadanas considerada la ciudadanía en un sentido amplio, como el derecho de sentirse parte de la nación y de intervenir en la vida de esa comunidad, por lo tanto, además de actuar, tratarán de reivindicar ese papel con voz propia, cultivando la literatura, entendida desde luego como el cultivo de las letras en cualquiera de sus facetas, literaria –– «poética»–– o no, lo que hoy consideraríamos literatura de «no ficción» o no creadora, ensayística en sentido amplio. La literatura va a conformarse como uno de los primeros medios para hacerse patentes en una sociedad en la que sólo era tenida en cuenta la actividad y, sobre todo, la opinión masculina, mientras la femenina sólo era considerada, con las excepciones lógicas, para ser censurada. Es verdad que las más de las veces, insisto, este afán de intervenir en la res publica quedó reducido a la expresión de sus sentimientos, al uso de la palabra, en el ámbito doméstico de la conversación familiar o la carta, y todo lo más al semiprivado de la tertulia. La realidad es que sólo unas cuantas mujeres se animaron a expresar públicamente sus sentimientos y opiniones, y sus escritos fueron publicados en folletos que en ocasiones tuvieron la suerte de ver reimpresos en colecciones patrióticas junto a las proclamas de otros muchos hombres. En casos aún menos numerosos, las mujeres decidieron contribuir con su pluma al debate público suscitado por la división ideológica de la nación y a57ireado por los papeles periódicos. En este sentido, de alguna manera, la Guerra de la Independencia propició que un escogido número de señoras abandonara el limitado espacio doméstico de su actuación cotidiana, para intervenir con una responsabilidad más o menos relevante en la marcha de los asuntos públicos.35 Aun así, el acceso femenino a la palestra literaria fue, desde luego, paulatino y todavía excepcional, si bien creo que algo comienza a cambiar en estas fechas, aunque después con la represión absolutista las mujeres –en mayor medida que los hombres– se vieran aún más limitadas y su intervención reinterpretada como una actuación meramente coyuntural. Es cierto que son muy pocas las mujeres mínimamente instruidas para tener tales aspiraciones. Los datos de Cádiz –similares a los de otras ciudades de la nación– evidencian que la escolarización de las niñas por estos años alcanza a la mitad de la población en la ciudad gaditana, pero parece que la asistencia a las clases no se correspondía con tan elevado porcentaje de matrícula. Las cifras concretas son las siguientes: En 1801, de 3.684 niños, estaban escolarizados 1757 es decir el 47%, mientras que de las 3704 niñas había 1.940 matriculadas, esto es el 52%. Los datos de 1818 cambian significativamente, 2.809 niños Cf., Marieta Cantos Casenave, «Déboras, Jaeles y otras imágenes de la literatura patriótica de la Guerra de la Independencia», Isabel Morales Sánchez y Fátima Coca Ramírez (eds.), Estudios de Teoría literaria como experiencia vital. Homenaje al profesor José Antonio Hernández Guerrero, Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 2008, págs. 87-97. También, Marieta Cantos Casenave, «Las mujeres, el decreto de libertad de imprenta y otros derechos civiles (1808-1823)», en Revista Iberoamericana de derechos y libertades civiles, número especial Una utopía cercana: de la libertad de imprenta, de la libertad de prensa, de la libertad de expresión, págs. 33-39; y con Beatriz Sánchez Hita «Escritoras y Periodistas ante la Constitución de 1812(18081823)» Historia Constitucional 10 (2009), págs. 137-179. 35 Marieta Cantos Casenave, «La mujer en el Cádiz de las Cortes: entre la realidad y el deseo», en Mujer y deseo. Representaciones y prácticas de vida, op. cit. 34 57 matriculados de los 4.187 que había y 2079 niñas de las 3.848, es decir, el porcentaje de niñas matriculadas crece ligeramente a un 54%, mientras que asciende a un 67% el de los niños36. No obstante, tal vez por el aumento de población, que necesitaba ocuparse, en los periódicos de la época se encuentran anuncios particulares que ofrecen educación a niñas y jóvenes,37 un público seguramente ahora también más numeroso. A modo de ejemplo valga el aviso publicado por el Diario Mercantil en 1811: Doña María del Carmen Jaen, directora aprobada por el Gobierno, hace saber al Público: tener establecida su clase de educacion en la calle de la Amargura esquina a la del Sacramento Casa núm. 20 en el cuerpo principal, en la que se propone enseñar: 1º Los principios de urbanidad, sana moral, dogmática y quanto pueda desearse para la educacion de las Jovenes.– 2 A leer con un metodo que disminuya en quanto sea posible la molestia de sus discipulas.– 3. A escribir segun el espíritu de los mejores autores, y de sus mejores autores, y de sus mejores formas.– 4. La Gramática castellana, y su Ortografía simplificándola en la posible.– 5. La aritmética general. Estos principios insinuados, y el orden de seguir la clase es bazo la dirección de D. José María de Agreda, maestro de primeras letras, examinado y aprobado por el real y supremo Consejo de Castilla.– 6. A coser en blanco hasta donde se pueda extender el ramo.– 7. A bordar al tambor y al pasado.– 8. También se enseñarán distintas habilidades, luego que haya quien las pida. Ya sean poemas, ya manifiestos, no siempre aparecen firmados por sus autores, y en el caso de las mujeres, esto es aún más frecuente, de ahí la dificultad de seguir su rastro, pero es que además, el hecho de que algunos hombres utilicen máscaras femeninas bien para encubrir su propia personalidad, bien para ironizar e incluso satirizar la intervención de las mujeres, bien para exacerbar el sentimentalismo patriótico, añade mayor complejidad a la cuestión. En este sentido, me interesa también examinar el imaginario femenino que se teje y desteje a partir de esos textos, que firmados por mujeres reales o no tratan de moldear el imaginario femenino según las pautas que los hombres consideran adecuadas (Bolufer: 1995), hasta el punto que algunas mujeres sacrifican el deseo de dar publicidad al pensamiento propio adoptando una actitud de plena sumisión o mostrando la tensión entre ese deseo y la represión del mismo a que las somete la sociedad. Este tipo de cortapisas explica, entre otros motivos, que las mujeres a veces acudan a las traducciones como ejercicio preferente para manifestar su propio pensamiento escudándose –las más de las veces– incluso en el anonimato, y, de cualquier forma, situándose en el segundo plano, tras la voz «más autorizada» de los escritores masculinos que solían servirles de fuente primaria, de modo que a éstos podían culpar de cualquier expresión atrevida o incluso subversiva que pudiera achacárseles. La práctica de la traducción es la actividad en la que se mueven entre otras Cayetana Aguirre y Rosales, que vierte al español la Virginia o doncella cristiana (Madrid, Repullés, 1806-1807), Juana Bergnes de las Casas,38 que con sólo trece años traduce del francés Lidia de Gersin o Historia de una señorita inglesa de ocho años, para la instrucción y diversión de las niñas de la misma edad (Barcelona, Brusi y Ferrer, 1804), y Flora o Gloria Espigado «La población femenina a mediados del siglo XIX en Cádiz», en VII Encuentros «De la Ilustración al Romanticismo». La mujer en los siglos XVIII y XIX, Universidad de Cádiz, 1994, pp. 201-212. Cf., Diario Mercantil el lunes 11 de febrero de 1811. También el Redactor general del 3 de abril de 1814 indica: 36 37 “AVISOS. Academia de diversas lenguas, para Señoras y Señoritas nacionales y extranjeras, por una hija de Cádiz que las ha aprendido por reglas gramaticales, y las enseña lo mismo. Calle de Pedro Conde, cuerpo principal, nº 14”. 38 Sobre Juana Bergnes y otras traductoras de fines del XVIII ofrece algunas noticias María Jesús García Garrosa, «Mujeres novelistas españolas en el siglo XVIII», en I Congreso Internacional sobre novela del siglo XVIII, (edición de Fernando García Lara), Servicio de Publicaciones de la Universidad, Almería, pp. 165-176. 58 La niña abandonada (Madrid, Imprenta de Vallín, 1807, e Imprenta de la viuda de Vallín, 1815, y París, Librería Americana, 1827), y doña M. J. P., que traduce La cabaña indiana (Valencia, Salvá, 1811).39 De modo que puede decirse que la guerra supone un claro paréntesis en la traducción de novelas. Parece que estas fechas son más propicias para la traslación de otro tipo de obras, por ejemplo la que realiza Magdalena Ponce de León y Carvajal, Marquesa de Astorga, sobre Los derechos de los ciudadanos de Mably. La obra, no obstante, se publicó anónima,40 pues las circunstancias no amparaban, ni siquiera en el año de 1812 recién inaugurada la libertad de imprenta, la difusión de un texto tan revolucionario como este.41 De todas formas, dada la necesidad de que todas las voces se posicionaran y sumaran a esta guerra total, en la que todos eran convocados a adherirse a la propaganda a favor der Fernando VII y contra el francés42, unas cuantas consiguieron expresarse públicamente con cierta libertad y vieron así colmadas sus aspiraciones –aunque a veces fuera temporalmente– de ingresar en la élite que participaba en la red literaria de intercambio de opiniones políticas, pues la prensa aún no era un medio de masas sino un ámbito de expresión y de interacción bastante más limitado. Algunas mujeres lograron incluso ver su nombre impreso aunque prácticamente ninguna alcanzara a gozar del reconocimiento de la república literaria. Una de las más activas escritoras de este periodo fue Mª Manuela de Ulloa que es la escritora que con mayor asiduidad escribe en la prensa, para intervenir en el debate público, mediante artículos comunicados a los periódicos, pero también numerosas composiciones poéticas que edita en folletos y luego a veces reproduce en la prensa periódica. Como he dado cuenta en trabajos anteriores, su obra está constituida por varios poemas ––tres de ellos extensos, Fiddelida, Afectuosos gemidos y Tiernos afectos–– y cerca de cuarenta artículos publicados en periódicos como el Procurador General de la Nación y del Rey, el Diario Patriótico de Cádiz, el Fiscal Patriótico de España y la Atalaya de la Mancha, entre 1811 y 1814. Últimamente he podido comprobar que también es suyo Evaristo y Rufina: poema trágico pastoril en verso por una española. 43 Como para el debate de la opinión pública lo más interesante son sus artículos periodísticos, apuntaré lo siguiente. En el Diario Patriótico, donde con el seudónimo de «Una española» insertó cinco reflexiones y un texto dirigido a Wellington. En la presentación que antepone a su primer discurso, Mª Manuela asegura que el propio título del periódico invita a contribuir a la ilustración de la patria, objeto en el que ella está dispuesta a colaborar a pesar de la cortedad de sus luces y de «ser impropio de mi sexo». Al mismo tiempo, aun cuando reconoce que su expresión puede no resultar elevada y su estilo sencillo, considera que será una ventaja para que las ideas queden expresadas con mayor claridad y por tanto puedan ser más fáciles de comprender. El Cf. María José Alonso Seoane, Narrativa de ficción y público en España: Los anuncios en la Gaceta y el Diario de 39 Madrid (1808-1819), pp. 29, 65 y 113-114. 40 Beatriz Sánchez Hita recoge alguna noticia de cómo fue saludada esta obra en la prensa de la época. Cf. «Cartillas políticas y catecismos constitucionales en el Cádiz de las Cortes: un género viejo para la creación de una nueva sociedad», Revista de literatura, t. LXV, nº 130, CSIC, Madrid, pp. 541-574. También Elisa Martín-Valdepeñas Yagüe Beatriz Sánchez Hita Irene Castells Oliván Elena Fernández García, “Una traductora de Mably en el Cádiz de las Cortes: la marquesa de Astorga”, en Historia Constitucional nº 11. 41 Sobre la lectura que de Mably se hizo a finales del XVIII, y los frenos que Carlos III puso a los reformistas puede verse el libro de Francisco Sánchez Blanco, El Absolutismo y las luces en el reinado de Carlos III, Marcial Pons, («Historia»), Madrid, 2002. 42 Francisco Javier, Maestrojuán Catalán, Ciudad de vasallos, Nación de héroes (Zaragoza: 1809-1814), Institución «Fernando el Católico», Zaragoza, 2003. 43 Reseña en El Redactor General, nº 294 de 3 de abril de 1812, p. 1151. Se hace eco también Pedro Riaño de la Iglesia, La imprenta en la Isla Gaditana durante la Guerra de la Independencia. Libros, folletos y hojas volantes (1808-1814). Ensayo bio-bibliográfico documentado, vol. III, p. 1182. 59 primero de los discursos trata de la opinión pública, un asunto sobre el que Mª Manuela ya se había expresado seis meses atrás en El Procurador General. Si en aquel artículo la escritora denunciaba que los escritores liberales, «un puñado de filósofos reunidos en Cádiz», querían imponer su opinión como si fuera la mayoritaria de la nación, en la primera de las reflexiones estampadas en el Diario Patriótico trata de aclarar el entusiasmo que ve estampado en los periódicos por palabras como naturaleza y libertad, para concluir que lo que reclaman esos liberales como sus «derechos imprescriptibles» es la liberación de sus instintos naturales, los mismos que condujeron al ser humano desde el edén al abismo (Diario Patriótico nº 8, de 18 de agosto de 1813). Independientemente de que en las palabras de Mª Manuela puedan verse las lecturas de los filósofos más representativos del pensamiento reaccionario, lo que me interesa destacar es las máscara tras la que se oculta al presentarse a sí misma como mujer sin los conocimientos necesarios de física, metafísica y filosofía para captar el sentido oculto de las «voces, opiniones y máximas del día», ya por su propia rudeza ya por «ser nuevas y poco usadas en el castellano del pueblo», insinuando al mismo tiempo que son neologismos introducidos por los filósofos del día, es decir, los afectos al pensamiento revolucionario francés. Por otra parte, no deja de ser curioso que la que en principio se presenta al diarista con los ropajes de la modestia manifiesta que, aun echando de menos su falta de ciencia y estudio, tratará de expresarse con claridad suficiente, puesto que ella escribe sus ideas «para que las entienda quien no sabe más que yo». Es decir que considera que entre sus lectores habrá un número suficiente que tenga menor preparación intelectual que ella. Si como parece evidente, la mayor parte de los lectores son masculinos, es claro que, pese a ser mujer, se considera superior a muchos de ellos. Desde luego que, a pesar de sus protestas de falta de instrucción, a partir de la «Cuarta reflexión. Igualdad, libertad e independencia», pone en evidencia, al menos parcialmente, esa supuesta ignorancia, pues para apoyar sus opiniones cita la obra de Hervás, aunque luego vuelva a pretender que deshará los errores de los filósofos «sin más filosofía que mi razón natural guiada por la religión» (Diario Patriótico nº 39 de 17 de septiembre de 1813) y, de alguna manera, puede decirse que así lo hará, al fundamentar en la Biblia, primero, lo que ella considera la verdadera libertad del hombre y, luego, la reputación de la monarquía, auxiliada por la religión, como el mejor de los sistemas de gobierno y el más acorde al carácter del ser humano (Diario Patriótico nº 54 de 2 de octubre de 1813)44. Pocos días después publica su último artículo en Cádiz, en El Procurador General de la Nación y del Rey el 19 de octubre de 1813 (nº 384), sólo días después de publicar su respuesta a la acusación de la Junta de Censura, que había tachado de subversivos su poema Afectuosos gemidos . 45 Luego, ya en Madrid reiniciaría su labor en febrero de 1814, con algunos artículos en El Procurador y sobre todo, con mayor continuidad en la Atalaya de la Mancha. El Procurador General de la Nación y del Rey nº 384 (19 de octubre de 1813, pp. 4233-4240) se hacía eco de la «Representación que dirigió al Sr. Duque de ciudad Rodrigo una española a nombre de las damas de su nación» firmado por M. L., es decir, María Manuela López de Ulloa, la escritora que Otros aspectos sobre su pensamiento y sus fuentes pueden verse en Marieta Cantos Casenave y Beatriz Sánchez Hita, «Escritoras y Periodistas ante la Constitución de 1812 (1808-1823)», op. cit. 45 Sobre este poema y otras obras de Mª Manuela López de Ulloa remito a mi trabajo «Las mujeres en la prensa entre la Ilustración y el Romanticismo», op. cit. 44 60 con más perseverancia y pasión participó de la opinión pública, y se sirvió del decreto de libertad de imprenta para expresar unas ideas que eran continuamente discutidas por periódicos liberales como el Redactor General, de forma casi tan pertinaz como ella arremetía contra la Abeja, El Tribuno Español y otros periódicos liberales. La Representación que dirigió al Sr. Duque de Ciudad Rodrigo una española a nombre de las damas de su nación, firmada por María Manuela en 1813, es un discurso de orden deliberativo que utiliza también los recursos del género demostrativo para alabar a Wellington y a los periodistas serviles. Pero este texto fue reproducido en las páginas del Procurador General porque se trata de un ataque contra los periodistas liberales, otro de los enemigos preferidos del discurso reaccionario. En él María Manuela expone la división que existe entre la opinión pública española, propiciada desde su perspectiva por la traición de los periodistas liberales a los intereses de la nación, y la buena voluntad con la que, por el contrario actúan los serviles. Me interesa recordar algunos de los colores con que subraya la diferencia política y moral de uno y otro partido, porque, como mostraré más adelante, si en un principio este posicionamiento extremo le valió para ser recompensada por sus correligionarios, más adelante le traería consecuencias no deseadas y desde luego seguramente inesperadas. Desde las primeras líneas deja patente el tono combativo y acerado de su discurso: No ignorará V. E. los dos partidos de liberales y serviles en que la Nación española se halla dividida, ni tampoco las circunstancias y diversidad de opiniones que a unos y a otros caracterizan. Los primeros orgullosos y atrevidos no admiten otro dictamen que el propio; no reconocen autoridad sino como y de la manera que a ellos gusta: son enemigos del altar y el trono, y desprecian no sólo la religión católica en que han nacido, sino toda la que enseña a reconocer a un Dios, a quien ellos odian. Engrandecen la naturaleza al paso que la cubren de oprobio con sus vicios: exaltan la razón y desconocen su fuerza, siendo al mismo tiempo afrenta de una patria que degradan en haberlos producido. Su doctrina es la misma que derramada en la infeliz Francia ha causado tantos estragos, y que para repetir sus triunfos en nuestra península trabajan sin cesar en arrancar de entre nosotros la Religión que heredamos de nuestros padres y que forma nuestra principal grandeza.46 Es cierto que María Manuela recoge en esta representación buena parte de los argumentos que había reunido el ex jesuita Hervás en sus Causas de la Revolución de Francia en el año 1789,47 al que cita y donde, además de atacar a los franceses en general, hace especial hincapié en el poder destructivo de las «sectas anticatólicas», es decir, «la filosófica o atea, la calvinística y la jansenística», a las que se añade la francmasónica, pero también parece traslucirse un cierto temor cuando termina su solicitud al prócer inglés pidiéndole que no abandone al pueblo español y, en caso de que esto ocurriera, por culpa de «los contrarios de nuestra casa» y «por los enemigos de fuera», brinde sus naves a las familias españolas para que allí puedan asilarse a la espera de tiempos más felices; en fin, una demanda un tanto sorprendente en quien clama El Procurador General, nº 384, de 19 de octubre de 1813, pp. 4233-4240. Sobre este texto y otros de esta autora 46 remito de nuevo a Marieta Cantos Casenave (2008). Sobre los avatares de este libro, cuyo título completo es Causas de la Revolución de Francia en el año 1789, y 47 medios de que se han valido para efectuarla los enemigos de la religión y del Estado. Obra escrita en Italia por el abate don Lorenzo Hervás y Panduro, bibliotecario del N. SS. P. Pío VII, en carta que dirigió desde Roma a un respetable miembro del Consejo de Castilla, amigo suyo, véanse las páginas que le dedica Javier Herrero (1971: 151-180, capítulo «Hervás contra la Revolución»). 61 contra los cobardes liberales. El caso es que el temor debió obrar de tal manera que, según parece, María Manuela entregó efectivamente esta proclama al embajador británico el 15 de agosto de 1813, para que se la hiciera llegar a su hermano el duque de Ciudad Rodrigo. Así lo asegura al comienzo de esta representación lo mismo que en la proclama Amadas compatricias, firmada en Madrid a 20 de mayo de 1814, escrita por tanto con otros fines, y que adjunta a la marquesa de Villafranca en una carta que le dirige el 29 de mayo. En esta misiva trata de convencer a la Junta de Damas para que la ayuden en la organización de una suscripción con la idea de levantar un monumento a Wellington. La proclama insiste en acusar a los traidores de tratar de empañar las relaciones entre España y Gran Bretaña, y recurre al patetismo para recordar que «tantas ilustres compañeras nuestras han sido víctimas inocentes de la brutalidad y barbarie de los feroces monstruos de nuestro siglo», sin olvidar a los padres, esposos, hijos, hermanos o parientes que han padecido similar o peor destino. De nuevo saca a colación a los «genios del mal» que redoblaban sus esfuerzos al ver que «los estandartes de Fernando y Jorge tercero se tremolaban en las fronteras de la Francia», y cuando nuestro ejército esperaba llegar hasta la prisión del rey cautivo. Una vez más se imponen los «decretos divinos», de cuyo poder lord Wellington es el medio elegido para contrarrestar «los ardides de su enemigo».48 Como siempre, desde el punto de vista de esta escritora y otros correligionarios,49 el brazo armado de Dios elige a sus instrumentos y Wellington personifica al aliado inglés por excelencia, al hermano salvador, freno no sólo del enemigo extranjero sino también de los «enemigos domésticos», como califica a los liberales autores de los tan temidos «proyectos infernales». No obstante, algunos de sus poemas también llamarán la atención de los periódicos e incluso sería denunciado a las Juntas de censura, caso de los Afectuosos gemidos, lo que provocaría una respuesta de la autora50 que no es sino la justificación tras la primera censura negativa de la Junta provincial de censura de Cádiz, pues como recuerda bien Rafael Vélez, y recoge luego Gómez Imaz, a los cuatro días de publicado el papel un señor oficial de una oficina del gobierno lo delató. A los dos días se censuró, y por unanimidad de sufragios lo declaró la junta subversivo, y como tal comprendido en el artículo 4º de la lei de la libertad de imprenta, digno por ello de ser retenido. Como indica también Vélez, el escribano público comunicó a la autora esta calificación para su defensa el 24 de octubre y María Manuela compareció ante el juez provocando la sorpresa de los presentes. Otra vez en palabras de Vélez: Los contrarios se desengañaron al fin de que una mujer los confundía. La razón, la justicia, la religión hablaron al juez cuando no había sospecha de ningún otro maestro más que la instrucción de la acusada, ni otro mentor más que su virtud y amor a su Dios y a su rey. Si Vélez se ocupa de ella es para tratar de demostrar que las juntas de censuras se dedicaban a perseguir cualquier tipo de escrito que defendiera la religión, desde El Imparcial, promovido para desacreditar a los liberales de Argüelles y que atacó al Conciso, hasta la carta pastoral de los Amadas compatricias…, firmado en Madrid a 20 de mayo de 1814 por «vuestra verdadera española». Agradezco 48 de nuevo a mi compañera y amiga Gloria Espigado que me ha facilitado este documento. 49 Véase a este propósito García Cárcel (2007: 145-158). 50 Respuesta de la autora del papel Afectuosos gemidos. 62 Obispos de Mallorca, pasando por el Diccionario razonado manual y la persecución de El Procurador General. Desde luego que la publicación de la contestación a la Junta de Censura, muestra no sólo como dice según Gómez Imaz porque Aunque la poetisa quedó triunfante por sus explicaciones y descargos ante la Junta Censoria, y el Juez de primera instancia no logró que recayera sentencia, siguieron dando largas al asunto, quedando la autora bajo el peso de la acusación sin miramientos ni consideraciones de parte de los jueces a la mujer perseguida o vejada por el apasionamiento político de sus adversarios; y en tal situación decidiose Dª Mª. Manuela a hacer público cuanto había ocurrido (1910: 241). Tal vez también la intención fuera, como sostiene Vélez, tratar de demostrar el despotismo del tribunal y la «felonía de los jueces» al no corregir aquella censura y levantar la prohibición de los Afectuosos gemidos, aunque la propia autora, en el escrito de 19 de noviembre donde explica por qué decidió dar a la luz dicha respuesta, expone otras motivaciones, que comentaré más adelante. Su discurso parte de un recurso frecuentemente utilizado por personas de uno y otro sexo, al tratar de convencer al tribunal de la «pureza y sencillez de mis intenciones», pero a continuación pretende conquistar la benevolencia del tribunal mostrándose orgullosa en primer lugar por la novedad de su empeño, y, en segundo lugar, descubriendo su sensibilidad herida por una calificación que considera injusta: Mas antes que manifieste el verdadero sentido de las voces, expresiones, e ideas que voy a probar en los términos que pueda, en contestación a la Censura, suplico a la Junta tenga la bondad de disimular mis faltas en el método y estilo en un asunto que me es nuevo, y dificultoso de desempeñar, en quien no ha tenido más estudios que la lectura de algunos libros, y sus propias reflexiones: igualmente la pido me disculpe si resentida de la calificación de mi papel, que desde luego juzgo poco arreglada al espíritu e ideas con que lo escribí, estampo algunas expresiones que puedan desagradarla; y que si yo las hallo como consecuencias forzosas, todas las cubre el derecho natural de mi defensa.51 Como hace en otras producciones suyas, María Manuela se escuda modestamente en su falta de método y estilo, de falta de preparación intelectual, al tiempo que convierte su defensa en un ataque contra los periodistas liberales, y algunos de sus diputados a los que acusa de contrarios al sistema monárquico y a la persona de Fernando VII: imbuidos en el orgullo (filosófico) y voces seductivas de igualdad, libertad, etc. intentan olvidar de entre nosotros y aun infamar a nuestro amado Monarca; pretendiendo al mismo tiempo obscurecer el resplandor del Trono Español, presentándonos como inseparables del Solio los más infames vicios.52 51 52 Carta «A la Junta censoria» fechada en Cádiz I º de Noviembre de 1813. Ibídem. 63 Unas imputaciones que siguió propalando en todos los discursos que pudo hasta llegar a pedir el más duro castigo y el regreso de la Inquisición, cuando Fernando volvió a ocupar el solio, y que recorren también los versos de sus Tiernos afectos.53 En todo caso, en este recurso, no atiende María Manuela a los aspectos formales de la denuncia sino al lenguaje, tratando de explicar que no acusó en general a los españoles que hablaban de igualdad, libertad e independencia, sino a aquellos que lo hacían imbuidos del espíritu filosófico, esto es contaminado por las ideas «gálicas», y para ello continuamente trata de convertir adjetivos y aposiciones explicativos en especificativos, le interesa darle la vuelta al lenguaje, tratar de descubrir lo que puede haber de galofilia tanto en las ideas como en las propias expresiones, pero sobre todo, como asegura en el escrito firmado el 19 de noviembre publica su respuesta: …no solo con el objeto de vindicar mis ideas, sino para que viendo los escritores, que poseídos de iguales sentimientos a los míos (aunque de acierto y manejo superior) los pasos en que yo únicamente he tropezado, procuren fijar los suyos para no caer en la trampa que nos prepara la astucia de los Galo Hispanos con el uso, u abuso de unas voces que consagradas en nuestra sabia Constitución con un muy diferente sentido del que ellos las vierten para reproducir las ideas de los franceses en su revolución explicadas con las voces mismas. Termina diciendo: Ojalá repito, que penetrada nuestras Cortes de la malicia de tales petulantes, órganos no como ellos dicen de la opinión pública sino de la opinión gálica, los mandaran callar para bien de la Religión, seguridad del Estado, acierto del gobierno, libertad en las deliberaciones Soberanas, unión recíproca de nuestros aliados, y felicidad del Reyno! Desde luego que el traslado de las Cortes a Madrid facilitó mucho la tarea a Mª Manuela, que no dudó en empezar a publicar en El Fiscal Patriótico, lo mismo que en la Atalaya de la Mancha del conocido como Padre gacetero, fray Agustín de Castro, como he tenido ocasión de analizar en otros estudios. Otra de las escritoras más activas fue Frasquita Larrea54 que había empezado a escribir algunas proclamas en 1808, de las que, al parecer sólo publicó una, con el seudónimo de Laura, recogida en la colección Demostración de la lealtad española. Su escritura patriótica se vio interrumpida cuando pudo salir de Chiclana, donde vivía con su madre y sus hijas pequeñas, teniendo que soportar –es expresión suya- tener alojado al general Villate. Finalmente en 1811, el militar le facilitó un salvoconducto que le permitiría trasladarse a Cádiz y luego, en junio iniciar el viaje de regreso a Alemania, donde se hallaba su marido Juan Nicolás Böhl de Faber con sus hijos mayores, entre ellos Cecilia, la que sería afamada escritora Fernán Caballero. En 1814, pocos meses después de establecerse en Cádiz Frasquita publicaría Fernando en Zaragoza. Una visión, folleto del que El Redactor General daba como ya publicado en el nº 120, de 29 de abril, Véase para un examen más detenido de estos textos Cantos Casenave, «Las mujeres en la prensa entre la Ilustración y el Romanticismo», op. cit. 54 Marieta Cantos Casenave, «Entre la tertulia y la imprenta, la palabra encendida de una patriota andaluza, Frasquita Larrea (1775-1838», Irene Castells, Gloria Espigado y Mª Cruz Romeo (eds.), Patriotas y heroínas de guerra: mujeres de 1808, Madrid, Cátedra, 2009, págs. 265-290. 53 64 al tiempo que daba cuenta de su calificación contraria por la Junta de Censura en el nº 126 de 5 de mayo de 1814.55 Al igual que Mª Manuela, Frasquita redacta un escrito exculpatorio, Contestación a la censura, que firma el 9 de Mayo de 1814 y abre con la fórmula de captatio benevolentiae. En ella se percibe, además, una actitud suave, prudente, que trata de justificar su conducta amparándose primero en la sensibilidad e imaginación, propias del alma femenina según el canon rousseauniano, para escudarse, después, en una ignorancia que –asegura- la había llevado a aceptar por verdadero lo que publican los periódicos: Llevada de los impulsos de una fantasía ardiente y del amor a una patria idolatrada, me complacía en aquellas imágenes gloriosas que suscitaba la reunión de Fernando, Zaragoza, Religión y patriotismo. Sabía que, entre los españoles, unos alababan, otros censuraban la Constitución; veía todos los días impresos que unos celebraban las instituciones modernas, otros las criticaban; había entendido que el artículo 371 de la Constitución permitía la publicación ilimitada de ideas políticas. Sin más estudio escribí sencillamente y sin ironía, no tanto mi opinión, (que ésta podría parecerme dudosa) sino lo que había oído en Inglaterra, Francia y Alemania a hombres de letras, lo que había leído en autores estimados y lo que coincidía con mis deseos de conciliar los extremos que la mayor parte de los papeles públicos declaran existentes.56 Pero a continuación, la escritora da muestras de su capacidad de conocimiento, de su dominio del lenguaje, y concretamente de la lengua española, así como de su aptitud para el uso de la analogía como estrategia retórica y, en definitiva, de su facultad de raciocinio: Por la censura, cuya copia se me ha remitido, conozco que he incurrido en falta por no haber mirado con atención el reglamento de la libertad de imprenta. Pero no sé cómo se me puede atribuir la intención de subvertir las leyes fundamentales de la Monarquía. Habiendo buscado en el Diccionario de la Academia el sentido exacto de la palabra subversivo, no encontré sino el verbo subvertir que dice destruir, demoler, arruinar o trastornar alguna cosa. Por lo que, por analogía, se deduce que subversivo debe ser lo que se destruye, arruina, trastorna &. Aún más, a continuación deja ver su conocimiento de las leyes: «Si no estoy engañada existe una real cédula que previene no debe calificar por la censura proposiciones aisladas, sino el concepto general de un escrito». Finalmente, la solicitud de que modifiquen la calificación de la censura se realiza en un tono cada vez menos tímido o modesto: «Por lo tanto espero de los Señores que componen la junta de censura, se servirán modificar el concepto de subversivo que han atribuido a mi papel. Lo creo así de su prudencia». Fernando en Zaragoza. Una visión, imprenta de Niel, Cádiz 1814. Una edición moderna de este texto puede verse en Marieta Cantos Casenave, Los episodios de Trafalgar y las Cortes de Cádiz en las plumas de Frasquita Larrea y «Fernán Caballero», Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Diputación Provincial, 2006, pp. 79-81. En el expediente 55 sobre los periódicos y demás papeles publicados en Cádiz, no existe referencia al posible envío, aunque, al menos en teoría, debía haber sido enviado igualmente a la Biblioteca de las Cortes. Véase también Marieta Cantos Casenave, «La Literatura femenina en la Guerra de la Independencia: A la ciudadanía por el patriotismo», en HMiC VIII, págs. 33-48; y «Lectoras y escritoras en España 1800-1835», en Siglo XIX (Literatura hispánica) nº 16 (2010), págs. 13-34. 56 Francisca de Larrea Böhl de Faber, «Contestación a la censura», Cádiz 9 de Mayo de 1814. Las cursivas son de la autora. Véase Cantos Casenave (2006: 83-84). 65 Aunque en muchas otras ocasiones volvería a recurrir al disfraz de la ignorancia o de la humildad, lo cierto es que esa falsa modestia es sólo una forma de captatio benevolentiae para ser aceptada por los lectores masculinos57 o incluso por otras mujeres que no hubieran aceptado un desafío femenino de este tipo. Sin embargo, las menciones a Bonald, Chateaubriand, Mme. de Stäel, y a otros muchos, así como las reflexiones que hace sobre sus obras, dan la verdadera dimensión de sus lecturas y de un conocimiento nada superficial de la cultura de su época, mostrando aunque subrepticiamente que su razón está a la altura de la de cualquier intelectual masculino. En cualquier caso, sea porque cuando Frasquita Larrea publicó este folleto Fernando VII estaba a punto de retomar el camino del absolutismo, sea por otra circunstancia que hasta ahora desconozco, lo cierto es que si continuó escribiendo y, en algún caso lo hizo con expresión clara de sus opiniones políticas, también es verdad que en su «Diálogo entre madre e hija», fechado en 1820, concluye: «A las mujeres nos toca callar y obedecer, respetar el gobierno establecido y rogar todos los días al Dios de los Imperios por la conservación de nuestro Monarca»58. Para entonces, seguramente Frasquita había averiguado que en otros lugares de España algunas mujeres defendían la Constitución y no compartían con ella el fervor que sentía hacia Fernando VII, pues como pone de manifiesto la joven del diálogo al señalar que las mujeres «no han aclamado con entusiasmo y amor a su buen, buen Rey, a su desgraciado y perseguido Fernando»; actitud que la madre es incapaz de explicar pues, por el contrario, en vez de amar por naturaleza «a la monarquía paternal», se dedican a «aclamar a gritos una Constitución que no comprenden y hacer los espíritus fuertes en desdeñar el nombre de Rey y padre»59. Como ya he tenido ocasión de señalar en otro lugar60, el rastro de estas escritoras se pierde. Lo mismo que el de la más avezada periodista liberal, Carmen Silva, una lisboeta, que se presenta a sí misma como “española por elección” en las páginas de El Robespierre Español, Esta portuguesa, además de liberar a las tropas españolas comandadas por Carrafa, a mediados de 1808, que habían sido apresadas por Junot en Lisboa, viéndose obligada luego a huir, pasando a Extremadura, donde José Galluzo, quien había actuado en un primer momento como presidente de la Junta Suprema de Badajoz, le concedió una pensión de cuarto reales diarios y le dio licencia para el establecimiento de un estanquillo de tabacos10 . Allí conoció al médico militar Fernández Sardinó, al que unió su destino. En primer lugar, lo apoyó en sus tareas periodísticas e incluso con varios escritos, como la Representación en nombre del Editor del Robespierre Español al Augusto Congreso de las Cortes, lograría liberar a su compañero Fernández Sardinó que hubo de padecer cárcel por haber sido denunciados varios de los números del periódico y decretada su prisión. En los escritos firmados por ella en Robespierre Español así como en la citada Representación, que adquiere una dimensión pública al ser reproducida en el periódico, es donde la portuguesa argumenta su solicitud recurriendo al Claramente ocurre así en la «Carta al autor de El Español», en que adelantándose a posibles prejuicios de Blanco White, le dice: «Pero V. se reirá de verme metida «a política y a mística sin más argumentos que lo que me dice mi corazón... y éste es tan tonto!» Cf. manuscrito fechado en julio de 1814, según trascripción de Antonio Orozco Acuaviva, Frasquita Larrea. Primera Romántica, 1977, 314-316). 58 Antonio Orozco Acuaviva, op. cit. pp. 356-357. 59 Ibídem. 60 Marieta Cantos Casenave, «Las mujeres, el decreto de libertad de imprenta y otros derechos civiles (1808-1823)», 57 op. cit. 66 articulado de la ley de imprenta, así como a la propia Constitución, que por entonces aún no se había promulgado, lo que evidencia que desde luego estaba muy al día en materias políticas.61 En este sentido, el escrito fechado a 8 de agosto de 1811, que luego formaría parte de la Representación,62 empieza justificando la actuación de Sardinó como editor del Robespierre al amparo del decreto de Libertad de Imprenta, más adelante, y mostrando que conoce sobradamente la ley a la que aquí nombra, pregunta dónde están las calificaciones hechas a los números VI y VII que debían haber precedido el inicio del procedimiento, en qué tribunal se le ha requerido para que se defienda o qué juicio ha permitido ponerlo preso por espacio de un mes; tras esto denuncia la sustracción de sus papeles y el procedimiento seguido por el gobernador de la Isla de León que se presentó en el hospital, en el que por su enfermedad se le había recluido, para que se le llevase a un calabozo, con el consiguiente deterioro de su salud, hasta el punto de necesitar que se le administrasen los sacramentos por lo delicado de su salud. Carmen Silva, termina su escrito manifestando su confianza en que se cumpla el reglamento de imprenta.63 Por su parte en los textos dirigidos al Consejo de Indias y que se publicaron en El Robespierre Español en los números XXIII y XXIV, las referencias a la ley son aún más precisas y parecen ser el detonante de la posterior puesta en libertad bajo caución juratoria del editor, algo que ella misma anuncia en el cuaderno XXV de la mencionada cabecera, así como en El Redactor General nº 249 del 18 de febrero de 1812. En estos escritos, como ha señalado Beatriz Sánchez Hita, pone de relieve especialmente en qué aspectos se ha incumplido la libertad de imprenta y aquellos decretos relativos a la aplicación de la misma, y el articulado de la futura Constitución. De manera concreta, en el primero de los escritos que se rotula «Representación de la Editora al Supremo Consejo de Indias», fechado a 15 de enero de 1812, Carmen Silva, tras insistir en sus méritos y hacer hincapié en el lamentable estado en el que se encuentra su esposo, pasará a exponer que no se han hecho las dos censuras previstas, que no se han atendido las reclamaciones hechas desde la prisión, que parecen haberse extraviado deliberadamente algunos documentos y que durante el proceso se obró alevosamente al no hacerse el inventario de lo que se había requisado. Con todo esto indica la autora que se defrauda a la opinión pública y a todos aquellos que han llevado a cabo la revolución, de manera que proyecta sobre la causa contra Fernández Sardinó un alcance y dimensión universal. En cualquier caso, Carmen Silva, además de los textos que escribió para liberar a Fernández Sardinó, estuvo del célebre periódico El Robespierre Español, que cosechó un rápido éxito, como prueban las diversas ediciones que se hacen de algunos cuadernos o las peticiones que de números concretos o de abonos se hacen a través de numerosas cartas dirigidas a Fernández Sardinó conservadas en el Archivo Histórico Nacional. Sin embargo, como consecuencia del ataque a Carrafa presente en los cuadernos VI y VII, a lo que se sumaría luego la denuncia por lo expuesto en la décima entrega, Fernández Sardinó será encarcelado a principios de julio de Sobre esta escritora véanse Beatriz Sánchez Hita «María del Carmen Silva, la Robespierre española: una heroína y periodista en la guerra de la independencia», en Irene Castells, Gloria Espigado y Mª Cruz Romeo (eds.), Patriotas y heroínas de guerra: mujeres de 1808, op. cit., y «Las escritoras en la prensa de la Guerra de la Independencia vistas por sus colegas: ¿lucha de género o política?», en HMiC VIII (2010), págs. 117-140, así como Marieta Cantos Casenave y Sánchez Hita, «Escritoras y Periodistas ante la Constitución de 1812(1808-1823)», op. cit. 62 AHN, Consejos 11991, Exp. 21. Fot. 847-851 [Carta manuscrita fechada el 8 de agosto de 1811 y rubricada por Carmen Silva]; Fot. 1178-1183 [Carta impresa como primera parte de la Representación]. 63 Sánchez Hita (2009); Cantos Casenave y Sánchez Hita (2009). 61 67 1811. En ese momento Silva toma la determinación de continuar la tirada del periódico, encargándose hasta la entrega XXXI en la que expresamente se indica que empieza la segunda época, y vuelve a situarse al frente del mismo su esposo. Con el retorno al absolutismo Carmen Silva y Fernández Sardinó se trasladan a Londres, donde ella parece quedar en un segundo plano, o al menos no se tienen noticias de lo contrario hasta la fecha. En el Trienio el matrimonio volvería a España, para instalarse de nuevo en la capital inglesa una vez concluida la segunda etapa constitucional; ni en la Península ni ya en Inglaterra parece que Silva retomase la actividad periodística, aunque no por ello podemos descartar que auxiliase a su esposo en las diferentes empresas de esta época, pues la etapa en la que estuvo al frente de El Robespierre Español evidencia que estaba sobradamente capacitada para ello. Después de 1829 se pierde prácticamente la pista de Carmen Silva, y todo lo más que se conoce de ella es por la llamada lista Wellington en la que figura como viuda y con una pensión de 200 reales de vellón64. 5. Consideraciones provisionales. Evidentemente no fueron estas las únicas mujeres que lograron intervenir en el espacio público, en la esfera literaria y publicística de aquellos años, pero sí son las principales y, a la espera de nuevas investigaciones, dan cuenta de que la opinión pública andaluza y, particularmente, la coyuntura que se vivió en Cádiz, posibilitó que en esta ciudad las mujeres intervinieran de forma más amplia y extensa, que en otros lugares de España. Esta información consta en el texto remitido por el embajador en Londres el 15 de noviembre de 1829 que está custodiado en el Archivo General de Simancas, Estado, leg. 8197, despacho nº 354. Allí en la sexta clase, en la que se encuadran las viudas, figura que recibía una pensión de 2 Libras mensuales (200 reales de vellón). Con Silva, a la que se cita como la viuda de Fernández Sardinó, figuran otras como las de Joaquín Franco y la de Nesbil. 64 68