ROGER MEHL LA CRISIS DE LA TRASCENDENCIA La trascendencia resultaba algo obvio en el pasado: negarla suponía negar el hombre como sujeto pensante, así como rechazar la existencia de Dios trascendente era autocondenarse a carecer de sentido. La teología supo recoger esta evidencia y servirse de ella, aunque a veces tuviera que pagar un alto precio por este servicio. Esta evidencia está hoy en crisis. Pero esta crisis no implica única y necesariamente crisis teológica. La bendición de esta crisis de la trascendencia que atravesamos consiste en encararnos al acontecimiento histórico en el que Dios nos da a conocer en trascendencia el sentido nuevo que Él otorga a nuestra historia. Die Krise der Transzendenz, Neue Zeitschrift für systematische Teologie, (1969) 329346 Durante mucho tiempo la trascendencia fue considerada como algo intelectualmente inevitable y evidente: puesto que pensar significa juzgar, establecer un orden de valores, yo no podría estatuir dicho orden si no lo refiriera a la idea de una verdad absoluta e independiente de mí, y, por tanto, trascendente. Precisamente sobre este fundamento estableció Descartes la existencia de Dios: esta idea de lo perfecto sólo puede haber sido implantada en el hombre por un ser realmente perfecto, es decir, por Dios. La teología cristiana encontró casi siempre muy de su gusto esta ontología de un ser trascendente, a la que muchas veces no hacía sino dar los últimos toques con los datos que le aportaba la revelación de la escritura. Lo normal era, por tanto, que a la teología revelada le precediera otra teología natural que iba a resolverse en una ontología, e incluso que la revelación bíblica no fuese sino un medio usado por Dios para que la creatura comprendiese una ontología que podría ya comprender directamente... si pensase como Descartes (y más exactamente, como Malebranche). El escándalo intelectual provocado por la teología de la Reforma fue el basarse no sobre una ontología sino sobre la revelación bíblica, es decir, sobre una historia. Con todo, no es seguro que se deshiciera absolutamente de todos los residuos de una ontología platónica tan penetrantemente fraguada en la estructura mental del hombre de entonces. Y así, a pesar de su radicalidad en basarse sobre la sola escritura, habría de seguir difundiendo la doctrina clásica sobre los atributos divinos. Hoy día, sin embargo, la evidencia con que se habló de la existencia de algo trascendente se ha hecho problemática. Esta importante crisis - no sólo de la civilización occidental sino de la conciencia misma de la humanidad- se perfila como trasfondo de toda polémica filosófica y teológica. ANÁLISIS DE LA CRISIS: SUS CAUSAS No resulta fácil un análisis de esta crisis, ya que su causas son complejas y proceden de ámbitos múltiples como son el espiritual, el intelectua l y el social. Contrapuesta a la inmanencia, la trascendencia supone un más-allá de este mundo. Pero, ¿cómo hay que definir la mundanidad de este mundo? La antigüedad griega la definió como el mundo de lo sensible, el pensamiento cristiano como la realidad originada por el acto creador de Dios, el espíritu moderno mediante la historia. Para estas tres concepciones la trascendencia sería, correlativamente: primero, la trascendencia de lo suprasensorial, ROGER MEHL sólo accesible remontándonos por encima de los sentidos, es decir, por medio del intelecto que prescinde de las cosas y sus relaciones, el puro nous; segundo, la trascendencia del creador, que da vida a un mundo esencialmente diferente de Dios pero que tiene al mismo Dios por causa primera; tercero, la trascendencia de la eternidad que no incluye secuencia temporal sino que es plenitud de presencia. La crisis de la trascendencia se ha desencadenado en cada uno de estos aspectos. Crisis sociológica de humildad Si la trascendencia es lo suprasensible (lo inteligible), ¿por qué mandar esto suprasensible a un más allá o mundo de las ideas (como se hace en mito del diálogo platónico Fedro)? Si lo que se nos da es la clave para entender lo sensible, ¿por qué ponerlo como realidad separada (absoluta, en sentido etimológico) ? Pregunta formulada ya por Aristóteles y que con el desarrollo de la conciencia moderna alcanza toda su validez. Por una parte, la ciencia analiza la realidad fáctica (inmanente por definición), construye modelos matemáticos -que no suponen ninguna clase de trascendencia- para explicar dicha realidad y va readaptando estos esquemas de pensamiento según ésta misma; su meta es, pues, su objeto, no unas cuantas fórmulas pre-acuñadas. Por otra parte, dicha ciencia ha abandonado aquella conjunción que en la antigüedad hacía entre cosmos y ser en favor de un orden eterno que provocara cierto respeto religioso; el cosmos no es el ser ni tiene rango de trascendencia ni impone ya una actitud de humildad. Sin la antigua invulnerabilidad trascendente, el cosmos se ha evidenciado sólo como complejo de fenómenos que no ofrecen ahora resistencia ilimitada a las empresas del hombre. Se acabó ya con aquella humildad religiosa frente al cosmos. Y esta crisis de humildad es un importante factor sociológico en la crisis de la trascendencia: al no provocar a humildad, el cosmos deja de ser trascendente, deja de representar el trasfondo de los fenómenos, en los que no se verá ya trasfondo alguno. Lo que con esto ha ocurrido es no sólo una desacralización del cosmos (iniciada con el cristianismo), sino una aniquilación de la idea de una realidad eterna que se manifieste en los fenómenos sin agotarse en ellos por el hecho de trascenderlos; se ha hecho problemática no sólo fundamento de toda ciencia, sino también la idea misma de que exista una absoluta y total objetividad, un sustrato de todos los fenómenos al que pueda llamarse naturaleza. Naturaleza, en adelante, no significará sino cierta suma de fenómenos, algunos de ellos sistematizados; pero aquella otra naturaleza, con su poder y misterio, es ya mera imagen poética. No nos la encontramos ciertamente como algo que el hombre no pueda cambiar, ni siquiera tratándose de la naturaleza del hombre mismo. Y así, en la medida en que la inmutabilidad de la naturaleza refería a un acto de creación absoluto y trascendente, también la trascendencia del creador se ha visto comprometida. Mientras la ciencia pensó poder retroceder el efecto a la causa mediante una cadena causal ininterrumpida y llegar así a una causa primera, la trascendencia quedaba en pie. Descartes fue, ciertamente, el último en defender que la física tenía un fundamento metafísico y que era la inmutabilidad de Dios lo que explicaba la inmutabilidad en la cantidad de movimiento del mundo. En una concepción matemática de la física, sin embargo, el movimiento habría de excluir incluso la idea de una causa primera. La trascendencia no tiene lugar, por tanto, en el sistema de un saber científico; la meta de este saber no tiene ya aquel carácter contemplativo (como lo tenía en Platón) de ROGER MEHL llegar con el espíritu a la realidad última tras el velo de los fenómenos. Para el saber actual, según su objetivo propio, el concepto de trascendencia ha perdido todo contenido concreto. Crisis de inteligibilidad del concepto En principio, esta evolución de la ciencia no tendría por qué ir contra la teología cristiana. Al distinguir cuidadosamente la idea de creación de la emanación, la teología excluía toda continuidad entre la realidad trascendente y los datos fácticos: Dios está fuera de su creación, crea una realidad distinta de Él; y aun cuando ésta lleve el sello de su gloria, en ningún modo es divina. En este supuesto, la secularización de una ciencia que iba a ceñirse al ámbito de lo creado no habría de perjudicar en principio a la trascendencia en sentido teológico, de la que la ciencia no podría decir sino que la desconocía, no que la negase. Expulsada del ámbito de la ciencia -y la ciencia se corresponde con todo el vasto campo de las realidades que nos son accesibles- la trascendencia se refugia en aquella esencia particular que necesariamente es el absolutamente otro, es decir, Dios. La única y exclusiva aplicación del concepto de trascendencia será la de designar única y exclusivamente al Dios creador. Pero entonces aparece la fragilidad de este concepto: mientras sea evidente que Dios es la "causa primera" del mundo, todo irá bien, pero ¿qué contenido intelectual podremos dar aún a este concepto si sólo puede aplicarse a aquel ser particular que, como creador, no tiene conexión alguna con la realidad? Un concepto es sólo pensable en virtud de su significado; si éste remite a lo totalmente otro y distinto, dicho concepto se hará quebradizo. En la crisis de la trascendencia Kant ha supuesto un factor decisivo e incluso originante: puesto que, por su misma estructura, el conocimiento es incapaz de llegar al absoluto, ni por deducción ni por intuición, queda roto el vínculo entre saber racional y "saber" teológico; es imposible, pues, introducir a Dios en un sistema del conocimiento y erigirlo como su piedra capital. Durante siglos se había hecho esto; en adelante para pasar del conocimiento del mundo al de la trascendencia habría que dar un salto, al que Kant designó como el de la fe. La trascendencia no era negada, era incluso permitida por la razón y exigida por la ética. Pero -y esto es capital- ya no resultaba inteligible, sino sólo pensable. Este hiato entre lo inteligible y lo pensable iba a marcar el comienzo intelectual de la crisis de la trascendencia; si Dios no es ya objetivable en un conocimiento, ¿no existe el riesgo, como notó A. Dumas, de que quede reducido a una cifra que provoca mi fe, es decir, a un elemento regulador pero no constitutivo de mi obligación y mi esperanza? ¿Cómo podrá sostenerse la otreidad objetiva de la trascendencia, si Dios ya no es un ser sino una pregunta que se me formula? Podrá incluso llegarse a afirmar, con Kant, que Dios no es sino un legislador cuya ley conozco por la razón, pero cuya esencia y ser me son desconocidos, y al que no me es legítimo, por tanto, afirmarlo como creador ni salvador. El resultado es, pues, por una parte, que Kant ha liberado a la teología de todo racionalismo y, por otra, que a la vez ha dado vía libre a una especie de agnosticismo teológico. ROGER MEHL Crisis en la experiencia de l mundo y de la historia Otra de las causas de la crisis de la trascendencia radica en una profunda experiencia del hombre moderno. El hombre antiguo, el medieval y el del racionalismo clásico pensaban su existencia en dos ámbitos: el sensible, temporal y mundano (existencia corporal, pasajera), y el de la existencia del espíritu y del alma, en unión ontológica con el absoluto y trascendente. Toda la sabiduría -tanto cristiana como pagana- consistía en liberar y despegar esta segunda existencia de la primera, de modo que el espíritu se independizara del cuerpo y lo eterno se robusteciera a costa de lo temporal. La trascendencia era, entonces, el lugar de la vida del espíritu. Las ciencias humanas y biológicas han hecho muy problemática para el hombre moderno esta dualidad. La existencia se toma ahora como un todo unitario; no es que el hombre sea materialista, sino que sabe que todo acto humano está mediatizado por el cuerpo y que éste no es un simple instrumento sino que está necesariamente unido al destino de la persona. Por su parte, el tiempo humano -es decir, la historia- no es ninguna apariencia o engaño, sino precisamente la sustancia de la persona: la historicidad es el carácter fundamental del hombre. Puesto que en ella se juega el destino humano, la historia no es mera sucesión temporal sino historia del hombre con los hombres, historia de intersubjetividad. El primado concedido a la política (para muchos tan definitivo que toda la ética no es sino de carácter político) se basa justamente en esto: puesto que la política constituye el drama de la historia, con mi compromiso político pongo en juego mi destino y el de los demás; y la responsabilidad consiste precisamente en este mutuo tomar conciencia y comprometerse. La historia no es, pues, una progresiva encarnación de los valores absolutos y trascendentes; dichos valores sólo aparecen en la historia como producidos por ella misma. Y si hay el éschuton, éste no puede ser sino una recapitulación de la historia. La trascendencia no será sino una escapatoria para los que abandonan la lucha de la historia y el esfuerzo por crear valores; sólo una humanidad en minoría de edad e impotente podría proyectar al cielo la lucha de los dioses. Desde aquí el par conceptual trascendencia- inmanencia y a n o ofrece dificultades puesto que ha perdido todo significado. El hombre comprometido en la aventura histórica no mira ya al cielo para encontrar allí modelo y juicio de su pensar y su actuación; eso equivaldría a incompromiso y cobardía. Sólo en la historia se proyecta el hombre a sí mismo y va realizándose. Pero en el momento en que deje de considerarse como proyecto se asirá espasmódicamente a su pequeña posesión y carecerá de aquella generosidad concomitante al compromiso histórico. Y en este sentido la recusación de la trascendencia tiene enorme importancia en orden a una existencia ética. CRISIS MODERNA Y PENSAMIENTO CRISTIANO Influjo del pensamiento cristiano en esta evolución En muchos respectos ha sido el pensamiento cristiano quien ha preparado esta evolución, sobre todo por la parte protestante. La fidelidad a la escritura tenía necesariamente que provocar una atención a la historia, ya que la salvación es historia. Los teólogos protestantes no supieron quizá que una consecuencia de su labor sería ROGER MEHL privilegiar al Jesús de la historia, a expensas de aquel Cristo -segunda persona de la trinidad- al que la tradición cristiana hacía aparecer como una esencia metafísica. La teología de la Reforma cambió profundamente la orientación del pensamiento cristiano, al negarse a apoyar una ontología, prohibirse en principio toda especulación sobre la esencia de Dios y afirmar que Dios es en sí mismo tal como se nos muestra en la revelación histórica del Cristo Jesús. En el orden del conocimiento, la dogmática protestante es cristológica; a la doctrina de Dios y de la trinidad las considera sólo partiendo de la cristología. En otras palabras: Dios en su trascendencia resultaría incognoscible, y nosotros permaneceríamos en los "tiempos de la ignorancia" si este Dios oculto no se hubiera dado a conocer en la figura histórica de Cristo, y concretamente de tal modo que todo conocimiento de Dios se haya de realizar a través de la historia. Desde este supuesto, no es que se niegue la trascendencia pero resulta muy comprensible que se la haya pasado por alto como, por ejemplo, en algunas formas extremas de la teología de la muerte de Dios, en las que Cristo es sólo la revelación del hombre y viene a significar la muerte definitiva del Dios trascendente. Y lógicamente lo mismo hubiera debido pensar la teología liberal al centrarse en la vida de Jesús, de no haberse visto retenida por una vaga metafísica teísta. Tras su descubrimiento de Cristo, Bergson fue tal vez el más consecuente en andar el camino recorrido sólo a medias por el liberalismo: recusando la pregunta por la divinidad de Jesucristo, le basta que este Cristo -el de los evangelios y la historia- pronunciara el sermón del monte para reconocer en El al santo de Dios que ilumina el devenir de los hombres. Si Bergson no ha tenido hasta ahora gran influjo en el pensar teológico, no puede decirse lo mismo de Kant: su obra "La religión dentro de los límites de la pura razón" depende en varios respectos de la Reforma. Puesto que la razón humana no puede conocer a Dios, Kant empieza con el segundo artículo del credo, es decir, con aquello que él llama "la idea personificada del bien", el Hijo de Dios, o "la fe histórica (revelada) ", para la cual la base más firme es la sagrada escritura. Esta mención capital de la escritura indica que, para Kant, la religión y el reino de Dios en la tierra sólo pueden establecerse con referencia a un arquetipo histórico, es decir, a aquel de quien la escritura da testimonio. Kant no tiene nada que decir de la doctrina sobre Dios: yo puedo y debo servir a Dios, pero no me es lícito arrogarme su conocimiento. La teología sólo puede ser una cristología completada por la doctrina de la Iglesia. Así pues, el pensamiento cristiano, en sus expresiones teológicas y reelaboraciones filosóficas, ha favorecido este pensamiento moderno que busca las normas de su fe en la historia, no en un más-allá de la historia. La crisis ha afectado al pensamiento cristiano Kant dejó claramente abierta la posibilidad del misterio de una encarnación de la trascendencia en la historia. Pero era una posibilidad inescrutable para el espíritu humano; y cuando una posibilidad es inescrutable, corre peligro de ser también olvidada. Esto es lo que ha ocurrido en algunos casos: para Teilhard de Chardin la trascendencia es inmanente al devenir del cosmos, y por eso trata él de alcanzar el cielo mediante una perfección de la tierra; este cielo es, por su parte, metafórico ya que el punto omega de la evolución se encuentra totalmente en la línea de nuestro devenir sin que exista solución de continuidad. ROGER MEHL Algunas afirmaciones de Harvey Cox nos hacen suponer que toda la tarea de los cristianos consiste en alcanzar, tomando modelos de la vida de Cristo, un orden social estrictamente secular que tendría homólogo significado al del reino de Dios para los escritores del NT. En vez de la dualidad trascendencia- inmanencia encontramos la unificación entre Dios y el hombre en la historia: esta unificación, cumplida en Jesús, habría de ser también nuestra propia tarea, la de todos. Los cristianos diferirían de los demás por disponer de un modelo y arquetipo que los no-cristianos pasan por alto. En toda la Iglesia se muestra una fuerte corriente de teología de la horizontalidad, y esta horizontalidad es la historia. Se emprende claramente el proyecto de reencontrar en esta horizontalidad todo lo que estaba contenido en la verticalidad. Pero en seguida se llega a este cambio singular: no sólo se afirma, con Mt 25, que el hombre sólo puede encontrar a Dios en el encuentro con el hombre, sino que se dice que este encuentro con el prójimo es, él mismo, Dios. Dios es la confraternidad; Dios ha quedado absolutamente absorbido en la horizontalidad de la historia. KERIGMA CRISTIANO Y TRASCENDENCIA Como hemos visto, la aniquilación de la categoría de trascendencia no tiene en sí misma consecuencias muy graves, ya que esa idea iba unida a una concepción general del mundo caduca y llamada irremisiblemente a su ocaso. Sin embargo, es normal que el espíritu humano no pueda renunciar a la búsqueda de un "sentido". ¿Se sigue de ello que la única trascendencia que pueda pensarse con significado sea la de este "sentido"? Ciertamente al expresar yo un sentido de las cosas y la historia, las trasciendo: el fin a que queda orientada la historia no se encuentra dentro de ella sino únicamente como posibilidad suya. Esto es lo que hacían los profetas, relacionando este sentido descubierto por ellos con la voluntad del Dios trascendente. ¿Deberemos contentarnos entonces con afirmar que la única trascendencia es la del sentido, y que Dios es sólo trascendente como sentido último de la historia? Cierto que el Dios de la biblia es, en efecto, no sólo la última sino también la primera palabra de la historia. Pero si reducimos a esto su trascendencia ponemos en peligro a Dios como sujeto. Dios no sólo es el sentido de la historia sino, en primer lugar, el Señor que da a la historia su sentido y lleva este sentido a cabo. De otro modo sacrificamos lo esencial de la revelación bíblica (y aquí radica la herejía decisiva en un pensamiento como el de Teilhard de Chardin). Trascendencia y encarnación Pero en este caso el problema permanece: ¿cómo se puede pensar esta trascendencia? Si seguimos la línea marcada por la Reforma es incuestionable que no puede pensarse de una manera abstracta, es decir, independientemente de la realización de aquel acto por el que Dios se hizo hombre. Pero este acto no puede ser simplemente reducido a una visibilización de la trascendencia (racionalismo ortodoxo), ya que entonces se está postulando una esencia del Dios trascendente que sea distinta a la de la revelación v desde la cual la revelación no sería sino una especie de consecuencia lógica: esto significa un grave desconocimiento de la libertad del acto por el que Dios se revela. ROGER MEHL Desde un punto de vista filosófico, la trascendencia tiene que estar en relación con un sujeto; de lo contrario se disipa en un más-allá opuesto a toda experiencia (Dios se convierte en una "nada", como lo han visto algunos místicos). Podemos encontrar una analogía de la trascendencia, efectivamente, en la experiencia de todo sujeto que se expresa como tal: en el momento en que un sujeto se autoexterioriza, realiza la experiencia de un sobrepasarse a sí mismo. La trascendencia del sujeto se muestra en esa distancia que aparece entre mí y mi yo, tal y como ocurre en la estructura dialogal en que el sujeto se distancia de su clausura en sí mismo, de sus condicionamientos inmediatos, para darse a conocer. Pero por ilimitado que sea, este sobrepasarse tiene siempre sus fronteras; y por eso la experiencia de la trascendencia no puede ser una experiencia carente de todo velo y toda duda. Dichas fronteras estriban, por una parte, en que el sobrepasarse a sí mismo no puede llegar a una total auto- negación del sujeto (el sujeto tiene que seguir existiendo) y, por otra, en que la autoexteriorización hacia el otro no puede ser tan total que sin diferencia alguna se identifique con el otro. Puesto que dichas fronteras son insalvables, en el sobrepasarse del sujeto no quedará abierto sin más el camino hacia la trascendencia misma de Dios, sino hacia una analogía de esta trascendencia. No por ello, sin embargo, es menos valiosa esta analogía, ya que nos hace presentir el movimiento realizado por el acto de la trascendencia. Kant tenía razón: la trascendencia no es cognoscible, pero es pensable si podemos barruntar en nuestra experiencia el movimiento que realiza. No hay que orillar esta analogía si, en la consideración de la cristología, queremos encontrar el único acceso hacia la trascendencia. Si prescindimos de su humillación, nada podremos entender de la persona y la obra de Cristo. Esta humillación, esta kénosis, consistió en prescindir y distanciarse de su divinidad, de modo que, en su autonegación y autoexteriorización sin reservas, rebasó aquellas fronteras que resultaban insalvables para nuestro sobrepasarnos. Su representación y substitución en favor de los hombres, su ser-hombre, sólo pudieron ser tan verídicos porque renunció de tal modo a su divinidad que ya sólo podría recibirla de nuevo (resurrección, ascensión al cielo). Según esto, ¿no habrá que decir que la Iglesia se ha equivocado al afirmar dos naturalezas en la persona de Cristo, ya que a una -a la divina- tan totalmente renunció? No. Porque más-allá de su renuncia queda aquel acto de la absoluta trascendencia, es decir, de la libertad por la que Cristo renunció a todos los privilegios de su divinidad. Desde luego, una concepción sustancialística -como fue seguramente el trasfondo del dogma de Calcedonia- no puede explicar todo esto; dado que es imposible que se aniquile la substancia de la divinidad, dicha divinidad habrá de permanecer presente con todas sus posibilidades. Sin embargo, por un acto de renuncia sí que puede el sujeto no disponer ya más de aquello a lo que renunció, sin que esto tenga que suponer una incapacidad ontológica. Y ésta es la situación de Cristo tal como lo vemos en el relato de las tentaciones: el tentador le propone olvidar su renuncia y hacer valer su divinidad. No se trataría de una tentación si a Cristo le resultara esto imposible. Cristo ha de elegir aquí de nuevo su libertad y trascender su propia esencia. Esta libertad, que es la auténtica trascendencia, no se ve en modo alguno limitada por ninguna clase- de sustancia. ROGER MEHL Conclusión Bonhoeffer vio esto claramente: si queremos comprender lo que significa la trascendencia bíblica, habremos de rastrearla en aquel acto de humillación que se presenta como lo contrario a una trascendencia señorial y soberana: "Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios se deja sacar del mundo a la cruz, Dios es impotente y débil en el mundo; y precisamente así, y sólo así, está junto a nosotros y nos ayuda" (Resistencia y sumisión, 210). No con su omnipotencia, sino con su debilidad y sufrimiento está Dios al lado del creyente, quien -a diferencia del hombre religioso- no espera la intervención espectacular de ningún Deus ex machina. La trascendencia de un Dios que creara un orden inmutable y dominara victoriosamente el mundo y la historia nos sumiría en un destino determinista, no nos llamaría a aquella libertad dentro de la historia que constituye nuestra vocación ética. La única trascendencia que posibilita dicha libertad es aquella que se nos manifiesta en la humillación de Cristo y nos la indica analógicamente el sobrepasarnos a nosotros mismos. Esta humillación de Cristo posibilita y fundamenta la historia, y nos lleva a la vez a una nueva concepción de la historicidad. Si muchos de nuestros contemporáneos excluyen de la historia la trascendencia, no lo hacen por cierta concepción maquinista; los mismos marxistas saben bien que el hombre hace la historia por las acciones revolucionarias del sobrepasarse a sí mismo. Pero, como hemos dicho, nuestro sobrepasarnos tiene siempre sus fronteras, no puede nunca prescindir totalmente del condicionamiento histórico concreto, ni imponer nunca un ser- nuevo radical en la historia. El acontecimiento de Cristo, en cambio, trae a la historia un ser-nuevo absoluto, un nuevo comienzo y una nueva tensión hacia el futuro. Y esto se debe a aquella humillación que presupone un distanciamiento total del ser consigo mismo. La fe en Cristo significa la posible participación en este nuevo comienzo. Tradujo y condensó: JOSÉ MARÍA MAULEÓN