1 IMAGEN FRANCESA Y CIVILIZACIÓN EN LA NOVELA ESPAÑOLA DEL SIGLO XVIII La imagen de lo francés que dan las novelas de la segunda mitad del siglo XVIII en España tiene dos caras complementarias y tópicas. Por un lado, la imagen satírica y crítica que suele cobrar cuerpo en un personaje afectado, un petimetre, a menudo contrapuesto al modelo del castellano viejo inmortalizado por Larra, pero al que ya aludió Romea y Tapia en El escritor sin título1; y por el otro, la que valora determinados aspectos de la civilización, educación, de que tales como la sensibilidad o la buena serían depositarios los franceses. En el primer caso, se critican aspectos concretos de lo francés; en el segundo, se da por supuesto lo positivo de esos valores sin cuestionarlos. La imagen de Francia en la España de la segunda mitad del siglo XVIII se inscribe en el marco más amplio de la aceptación o no de la modernidad, de la civilización. Palabra y concepto nefandos que fueron objeto de ataque a partir de los años sesenta en la literatura de la época y que, en gran medida, se asimilaban a lo que provenía del extranjero, es decir, de Francia2. 1. Cristóbal Romea y Tapia, El escritor sin título, VII, 1763, p. 202: yo soy "un pobrete castellano viejo, o aragonés mozo, que todo se va allá". Romea, escritor castizo, defiende contra Clavijo y Fajardo y contra Nifo que España no está por civilizar, y emplea la palabra civilización de forma satírica. 2. Véase José Antonio Maravall, "La palabra 'civilización' y su sentido en el siglo XVIII" (1977), en Estudios de la Historia del Pensamiento Español. Siglo XVIII, Madrid, Mondadori, 1991, pp. 213- 232, y José Escobar, "Civilizar, civilizado y civilización: una polémica de 1763", Actas del VII Congreso de la AIH, Roma, Bulzoni, 1982, pp. 419- 427 y "Más sobre los orígenes de civilizar y civilización en la España del siglo XVIII", NRFH, XXXIII (1984), pp. 88- 114. 2 De cultura hecho, la española, modernización vino en y la secularización gran medida de --aunque la no absolutamente-- por la traducción de obras francesas, del mismo modo que, en no pocas ocasiones, los ejemplos del más acendrado conservadurismo. De esto último, en el caso de la novela, son muestra las de Michel Ange Marin, que se tradujeron con bastante éxito. La primera que conoció el público español fue La farfala o la cómica convertida, traducida por Joaquín Castellot en 1772. A esta siguieron otras como Adelayda de Witzbury, publicada en la Biblioteca selecta de las damas, y Virginia o la doncella cristiana, que tradujo Cayetana de Aguirre y Rosales. En este último caso se dio un desajuste entre el tono de la novela y el talante de la traductora, feminista del siglo XVIII que quiso dedicar a la reina su traducción y que para hacerlo debió cambiar el texto de la dedicatoria, que había molestado a Su Majestad por las atrevidas ideas liberadoras que en ella se manifestaban3. En estas novelas las protagonistas son ejemplos de virtud y sometimiento a un estado que justifica su papel secundario y dependiente. Quizá la más interesante sea La farfala, por la representación que se hace de la vida de una actriz, mujer 3. Para estas novelas y cuantas se citarán en este trabajo, puede consultarse mi libro La novela del siglo XVIII, Madrid, Júcar, 1991. La dedicatoria, entre otras cosas, decía lo siguiente: "el estado de soltera es el más a propósito para cumplir con todos los deberes de una mujer, ya sean religiosos, ya sean sociales, y el más conforme también con el que nos da la naturaleza, pues que por él conservamos aquella amable libertad del corazón que se pierde al unirse con un hombre y de que, por desgracia, se suele hacer tanto abuso" (AHN, Consejos, leg. 5234/11). 3 autónoma que utiliza a los hombres, que posee gran independencia sexual, y que finalmente se arrepiente de su vida pasada, renuncia a ella y profesa en un convento. El autor francés define su intencionalidad ejemplar, pero hasta llegar a ella ha mostrado un tipo de vida y de valores éticos que estaban minando las bases del sistema moral heredado, tanto en Francia como en España. Desde luego la influencia francesa que más éxito cosechó en la novela de esos años fue la de la condesa de Genlis, generosamente traducida y muy bien tratada por la crítica. Sus novelas- tratados morales mostraban ejemplos de buena educación mojigata, dirigida principalmente a las señoritas, aunque los jóvenes no quedaban fuera de su órbita de influencia. No hay que olvidar tampoco el influjo que la obra de Rousseau tuvo en la España de esta época4. Frente mensaje a estos proviniente ejemplos de de aceptación de un Francia, lo francés y los tipo de franceses fueron objeto de mofa y crítica --aspectos superficiales de un rechazo profundo-- por ser considerados peligrosos vehículos de infiltración de nuevas costumbres y formas de sociabilidad que alteraban las relaciones sociales basadas en los modelos del Antiguo Régimen. A este respecto es interesante la novela que Jacinto Mª Delgado publicó en 1786 titulada Adiciones a la Historia del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha5. En 4. Véase el clásico de Jefferson Rea Spell, Rousseau in the Spanish World before 1833, University of Texas, 1938. 5. Véase Joaquín Álvarez Barrientos, "La novela española en la época de la Revolución Francesa", en Cultura hispánica y Revolución Francesa, ed. Loreto Busquets, Roma, Bulzoni, 1990, 4 ella, se defienden los modelos de relación del Antiguo Régimen, frente a las novedades en materia de civilización que se expanden desde las ciudades y de las que son portadores los jóvenes. Jóvenes que representan el peligro de la novedad por sus gustos afrancesados y que, en el caso de esta novela, se preocupan por la literatura, pero de un modo especialmente frívolo. Parece querer revelarse con estos jóvenes el carácter perverso de los "agitadores" (difusores/intermediarios) afrancesados, pues se da a entender que sólo se atreven con las mujeres y los jóvenes --seres inmaduros y maleables--. Don Aniceto, el protagonista, es "hombre de corta edad, despejado, de genio agudo y alegre, de eco afrancesado; su traje, peinado y ademanes [son] de última moda" (p. 46). Su interés por la literatura se reduce al libro que un amigo suyo está escribiendo, titulado Extravagancia capital, que no tiene que ver con otra cosa sino con el cabello, pues es "una colección completa de ciento y treinta y dos peinados diferentes" (p. 70). Esta imagen física y moral y las mismas preocupaciones, aunque presentadas de un modo no tan cómico, tiene un personaje de la novela El petimetre pedante, de Vicente Martínez Colomer. El marqués de Monteblanco es vanidoso, afectado, de ridículos ademanes; se hace peinar cada mañana por su peluquero, usa perfumes, adornos y emplea un castellano sembrado de galicismos. Para que a este marqués galicano no le falte nada, pp. 57- 73, donde se tratan en profundidad diferentes aspectos de esa novela que se publicó en Madrid, Imp. de Blas Román. Las citas son de los preliminares, que van sin paginar. Como complemento, La novela del siglo XVIII, pp. 171- 175. 5 ha dejado burlada y embarazada a la joven Leonisa. Finalmente, entrará en razón y se casará con ella. En la misma línea está el marqués de Viruenga, protagonista de El impío por vanidad, del mismo Colomer. Este, sin embargo, recuerda más aún al don Aniceto de Delgado, por la forma en que se preocupa de su aspecto. Colomer insistió nuevamente en este asunto, llevado de su galofobia, en la novela Sor Inés, que responde básicamente a la misma estructura y motivaciones de las anteriores, aunque añade un dato costumbrista interesante: don Carlos, para seducir a Isabela, le muestra grabados obscenos, según lo que ha aprendido de unos oficiales franceses conocidos suyos6. Uno y otro, Delgado y Martínez Colomer, ilustran con la descripción de las costumbres exteriores --vestidos, habla, peinados, adornos, paseos, etc.-- la denuncia del cambio que se operaba en el mundo interior de los individuos y de la sociedad. De la misma forma, la insistencia en la crítica del empleo de un lenguaje afrancesado mostraba a las claras que el lenguaje era considerado expresión de una cultura y que esos cambios en el lenguaje reflejaban los cambios culturales más hondos, que los denunciantes veían con alarma. El casticismo en el lenguaje era sólo el aspecto más evidente del casticismo ideológico, pero no el menos importante, porque la expresión individual se realiza a través 6. del idioma común, dentro de un marco cultural Sobre la novelística de Martínez Colomer, Guillermo Carnero, "Un novelista sensible de finales del siglo XVIII: Vicente Martínez Colomer", Il confronto letterario, 4 (1985), pp. 335- 345, y su edición de El Valdemaro de Martínez Colomer, Alicante, Inst. de Estudios Juan Gil- Albert, 1985. 6 determinado, de cuyas convenciones culturales e idiomáticas se participa. Cualquier alteración, en cambio este caso en del el mundo lenguaje mostraba tradicional, al una que representaba. En el prólogo a El impío por vanidad, de 1795, Colomer señalaba que con su obra quería refrenar el influjo exterior, que llegaba precisamente a través de "tantas novelas informes y extravagantes, de amores indecentes"7. Y añadía: no intento en esta obra sino hacer que abran los ojos esos preciados bellos espíritus... Porque es tanta la debilidad de estos espíritus fuertes que así como por vanidad siguen en el vestir todas las modas por ridículas y extravagantes que sean, así también por vanidad abrazan cualquier opinión por impía y detestable que sea, como lleve algún aire de novedad. Los protagonistas de las novelas citadas son ejemplos de cómo se asimilaban nuevas formas de sociabilidad, y esas novelas lo son de cómo se intentaba frenar el proceso de asimilación, utilizando preferentemente la sátira. Don Aniceto, incluso, presenta Sancho como Panza civilización. un las Es "civilizado maestro" novedades decir, debe de la que ha de urbanidad enseñarle a se enseñar y a de la comportarse en sociedad, pero no en su rústica sociedad del siglo XVII, propia del castellano viejo, sino en la moderna, urbana y laica del XVIII. Por lo tanto, el autor hará, por mediación de Don Aniceto, una casuística de las diversas situaciones públicas 7. Cuyas malas traducciones se denunciaban machaconamente, haciendo hincapié tanto en el desconocimiento del idioma traducido, como en las alteraciones que sufría la lengua española --y por consiguiente su cultura-- al adoptar galicismos. Pero además se aludía a que, al no usar un lenguaje puro, se reducían los valores estéticos de la lengua nacional frente a los de la francesa, y esto repercutía en la consideración del lenguaje como expresión valorativa de la cultura nacional. 7 nuevas en que habrá de encontrarse Sancho Panza. Relación de casos que está relacionada con los algunos relativamente famosos en tratados de urbanidad, España, traducidos de los franceses. Sirvan de ejemplo los que puso en español Ignacio Benito Avalle titulados La urbanidad y cortesía universal, del francés Caillers, publicado en 1744, con segunda edición en 1762 (Madrid, Escribano), y Escuela o ciencia del mundo para todos los estados, de M. Le Noble, aparecido en 1745 (Madrid, Imp. del Convento de la Merced). Si en estos tratados se explica con seriedad y cuidado cómo se deben comportar en público los miembros de las distintas clases o estados, y se dan normas de conducta que ponen de manifiesto el paso de una época a otra a través de la higiene y de la educación --de modo semejante a como se hacía en tratados como los de François de Callières, La Salle y otros, que, a su vez, se adaptaban al cambio de las costumbres en sus sucesivas ediciones8--, el autor de las Adiciones al Quijote se ocupa de ello de forma exagerada para provocar en el lector una idea negativa de esa civilización moderna que llega de los Pirineos, por mediación de afrancesados jovencitos desaprensivos que no respetan a sus mayores. Porque este don Aniceto, además de transpirenaico, es embaucador y timador, y se aprovecha de la buena fe de los castellanos viejos, poniéndose de relieve de este modo la forma distinta de actuar: traidora y tahimada, la del moderno; franca y bondadosa, la de 8. Véase Norbert Elías, El proceso México, Fondo de Cultura Económica, 1987. de la civilización, 8 los segundos, que ponen a su servicio cuanto tienen, y son burlados. Quedaban así delineadas y caracterizadas las dos posturas: la tradicional, representada por la Iglesia (el cura), Sancho, su familia y Sansón Carrasco, que saldría bien parada; y la nueva, galicana, representada por el moderno don Aniceto, que mostraba su peor aspecto, del que había que desconfiar, como en general de las novedades. No olvidemos, por otra parte, que las Adiciones se publican pocos años después del artículo de Masson de Morvilliers titulado "¿Qué le debe la Europa a España?", escrito que agudizó en muchos la idea de que España era un país perseguido y de que Francia era precisamente su perseguidor. A ello aludirá suficiente Delgado para un de lector forma sutil que estuviera e indirecta, al tanto de pero las polémicas novedades culturales. A ello y también a "algunas ridiculeces que se han introducido insensiblemente", como es "cierto gremio de calaveras, hombres que se han tomado por empeño hacerse ridículos por autoridad propia" al valerse de un "trato y lenguaje" extraños al común de la nación, que los desdeña y "que tiene derecho a que se le hable claro". De esta forma contundente el autor parecía hacerse eco de la opinión mayoritaria, que él hace contraria a las novedades extranjeras. La postura crítica de lo francés lleva a Delgado incluso a hacer un juego de palabras alusivo al castigo que deben recibir los que emplean ese modelo extranjerizante. En el cap. 15 de la Primera Parte del Quijote, a Rocinante le viene el deseo de refocilarse con unas jacas que como él están pastando en un 9 prado. Son jacas "galicianas", es decir, de Galicia, pero Delgado juega con la ambigüedad "galiciana"/ "galicana", y así, por "jerga galiciana", se refiere al uso de galicismos y frasecitas en francés. Se da cuenta de que la civilización está transformando el comportamiento, los modales, y se hace eco de la polémica, para esos años ya antigua, sobre si los españoles "estábamos sin civilizar" o no. Sus opiniones ya se imaginan cuáles son, así como quiénes sean los culpables de la transformación. Ante esta realidad, ante la progresiva asunción de modales extranjeros, de los que las novelas ofrecían numerosos modelos, se dieron posturas diversas, dentro y fuera del género novelesco. Hubo quien protestó en nombre de la religión y del Evangelio, intentando frenar el avance de lo moderno, identificado con lo francés. En el Correo de Madrid del 12 de enero de 1788 hay un ejemplo excepcional de esta postura contraria a las novedades. El artículo se titula "Pintura o rasgo en que se describe lo que es el mundo". Para esas fechas ya se habían publicado novelas en las que se apostaba por la modernidad, se describían costumbres nuevas y se representaban formas de relación cada vez más seculares, expuestas de un modo atractivo. Pero eran ejemplos negativos para autores como el del Correo de Madrid. En su descripción del mundo, de la sociedad, todo es peligro, pasiones violentas, "leyes que el Evangelio condena" (p. 677a). Todo es contrario a la ingenuidad y a la sinceridad, y por tanto, todo es apariencia, mentira, "profunda 10 disimulación", "una escuela donde toda la ciencia consiste en el artificio y en las mañas, y donde sólo se estiman las gentes taimadas y de una intención dañosa" (p. 678a). Es esta una visión resentida de la realidad social, en la que tanto se teme la pérdida de un mundo de valores establecido y conocido, como la aparición, cada vez más emergente, de un nuevo sistema más relativizado, que la gran mayoría de las novelas mostraba. La censura no dejaba pasar los ejemplos más extremados de estos ataques al Antiguo Régimen, pero quien haya leído cualquier novela de esos años sabrá que todas ellas, en diferentes medidas, se encuentran teñidas de ese nuevo halo, civilizador y moderno, que correspondía a un género surgido con la modernidad y que la expresaba mejor que otros, y que por ello, entre otras razones, acabó siendo prohibido en 17999. Las novelas de Marmontel, algunas de ellas traducidas tempranamente por Nifo y publicadas en 1764 en el Novelero de los estrados y tertulias, mostraban lo que el articulista del Correo caracterizó como "virtud ajada, ...pudor despreciado, ... amistad simulada y falsa, los servicios hechos con buen corazón ridiculizados..." (p. 678b). Se podrá argüir que en las novelas triunfaba la virtud sobre el vicio --al menos en las que se publicaban en España--, pero este tópico de género que era también un recurso para atemperar el rigor de la censura, no excusaba de mostrar todo aquello que se quería, al menos en apariencia, denostar. El lector 9. se quedaba tanto con las imágenes del virtuoso/ Sobre los efectos que produjo esta prohibición, Álvarez Barrientos, La novela del siglo XVIII, pp. 213- 221. 11 tradicionalista como con las del pecador/ moderno, y nada le impedía en su fuero interno ser pecador pero adoptar en público las maneras, la máscara, del virtuoso. Nadie le impedía ser un simulador, convertirse en un "gran acariciador", como llama Ignacio Benito Avalle a los que para él son "los comediantes serios de la vida civil" (p. 263), porque representan sus papeles según la conveniencia del momento, no según el rígido esquema de relación que avalaba la tradición del Antiguo Régimen, que incluso reglamentaba la clase de ropa, tejidos y adornos que cada individuo debía llevar, según el estado al que perteneciera, y que se estaba rompiendo. Si esta es la postura de los que negaban la modernidad encarnada por los franceses, en El café, de Alejandro Moya, encontramos ejemplo de otra actitud más interesante, por matizada. El café se publicó en dos tomos en 1792 (Madrid, González) y 1794 (Madrid, Ramón Ruiz)10. Es una colección de diálogos entre diferentes interlocutores que hablan de las cosas más dispares; se hacen resúmenes de novelas y cuentos, se narran anécdotas y se comentan asuntos de actualidad, es decir, de alrededor de 1790. El autor maneja bien tanto el diálogo como la narración, y tiene mucho gusto por los cafés, nuevos lugares de sociabilidad, así como por la conversación, algo que rechazaba en 1788 el atribulado autor de la "Pintura del mundo" con estas 10. palabras: "Las conversaciones fastidian por la Sobre quién sea Alejandro Moya hay aún confusión. Para algunos es pseudónimo del Padre Centeno, en su polémica con el Padre Fernández Rojas. Para otros (Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles), es pseudónimo precisamente de Fernández Rojas. 12 oposición de humores y contrariedad de pareceres" (p. 677a-b), porque en la conversación se podía opinar, poner en duda los axiomas heredados, relativizar el conocimiento y desbancar el sistema basado en las autoridades. Recuérdese que los refractarios a los cambios criticaron a menudo el hecho de que lo que antes era objeto de reposada reflexión en el retiro del estudio del erudito, se debatiera en charlas de café y en tertulias. Moya es buen observador, en la tradición que inauguraron Addison y Steele y que a lo largo del XVIII vigorizó gran parte de la expresión periodística al convertir al café en un procedimiento recurrente de la nueva literatura. Refiere que en los cafés se reúne gente diversa y que para un observador como él es "gustosa diversión" atender a los trajes, usos, maneras, modas, acciones, ideas y conversaciones (I, p. 3). Es decir, en el café, nuevo espacio social, se asiste de forma privilegiada al proceso de cambio ideológico, manifestado en la indumentaria, las modas y las conversaciones. En el café, según su relato, se ve al inglés "adusto y melancólico, que tiene el splin, toma una vaso de ponch y pasa tres horas sin desplegar los labios" (I, pp. 3- 4), "se cree dueño del mundo y habla con arrogancia" (I, p. 5); al "petimetre francés [que] salta, brinca, baila, canta, silba, recita, juega, habla sin cesar, responde a dos o tres, y está en todas las conversaciones mientras toma una taza de café" (I, p. 4), "alaba con exageración su patria y ridiculiza las extranjeras" (I, p. 5). Frente a estas percepciones estrictamente tópicas, una 13 observación interesante que muestra el estado evolutivo de la psicología de algunos españoles respecto a la influencia francesa y a las novedades sociales: el español conserva aún su antigua gravedad pero se deja deslumbrar por el aparente brillo de los extranjeros; procura imitar al francés, de quien [sin embargo] se ríe y mofa (I, p. 5). (La cursiva es mía) Esta contradicción interna del español ante lo que representa el francés y ante su propia consideración resulta sintomática del nuevo rumbo que tomaba la sociedad y de la actitud de los españoles menos castizos; de aquellos que, sin rechazar su pasado, comprendieron que debían adaptarse a los nuevos tiempos. Ahora bien, es una comprensión dramática porque, al servir los extranjeros de modelos, los españoles sintieron su cultura rebasada, sus valores obsoletos, y su país incivilizado. Llamativo es que en esas fechas, 1792, se publicara una obra que en su primer tomo está prácticamente dedicada a debatir asuntos relativos a Francia y España, en la que la primera suele ser el modelo imitable, cuando desde 1789 se llevaba haciendo una política para prevenir el contagio de lo francés. En diciembre de ese año se había prohibido la lectura de libros franceses Revolución11. El 20 y de de cuanto julio de tuviera 1791 se que ver dictaban con la órdenes especiales sobre los franceses afincados en España --muchos de ellos partidarios de la Revolución-- y sobre los que entraban 11. En 1792 se volvió a promulgar esa Real Cédula contra los papeles sediciosos "y otras maniobras que desde Francia llegan a las aduanas". 14 exiliados. A los domiciliados en España se les exigió jurar fidelidad a la religión católica, al rey y renunciar a su país. Según la real cédula, debían prometer "no usar de la protección de él [su país], ni de sus embajadores, ministros o cónsules". Y en julio de 1793, dos meses después de que la Convención declarara la guerra a España, se prohibía escribir sobre las cosas de Francia, ya fuera para bien o para mal. No extrañará, por tanto, que el segundo tomo, aparecido en 1794, no trate nada relacionado con lo francés y sí mucho y positivo español dedicado quizá a neutralizar la preferencia francesa que se percibe en el primer tomo, donde se declara paladinamente la superioridad de la cultura francesa sobre las europeas, tanto en el teatro, que estaba "sobre todos los de la Europa" (I, p. 53), como en la arquitectura y decoraciones, en el arte de la representación y en la teorización musical (I, p. 55). Por contra, el segundo es un encendido elogio de los siglos caballerescos y de su literatura, así como del Quijote. No es difícil entender que esos siglos son los propios españoles, por sus valores, y que el Quijote, en tanto que obra característica del carácter español, se emplea como ejemplo de lo que España ha dado a Europa. Todavía en 1835 Mor de Fuentes defenderá esta visión del Quijote como la suma de los valores castizos patrios, algo que después otros intelectuales han defendido a su vez. Por eso, resistencia a si la la obra influencia de Cervantes, extranjera y se se oponía acusaba como a los franceses de haber inspirado gran parte de su literatura en 15 nuestro teatro del Siglo de Oro, había que recuperar aquellas obras literarias que nos habían sido robadas. La más famosa en esta mitad del siglo XVIII fue la novela Gil Blas. Lesage publicó esta novela entre 1715 y 1735. La forma de reflejar el mundo español del XVII y el hecho de estar basada en varias novelas publicadas ese siglo, hizo pensar que Lesage no la había escrito, sino que la había copiado. Aunque no se publicó en español hasta 1787, el padre Isla la tradujo en Italia hacia el año 1775, y le puso este título Aventuras de Gil Blas de Santillana, robadas a España y adoptadas en Francia por M. de Lesage, restituidas a su patria y a su lengua nativa por un español celoso dilucidar si que Gil no Blas sufre era se burlen francés o de su español nación12. En intervinieron bastantes escritores, algunos de la talla de Voltaire --que la supuso inspirada en el Marcos de Obregón--, Juan Antonio Llorente o Andrés Bello. La literatura se entendía como un reflejo de las costumbres patrias, además de como un patrimonio cultural que en este caso había de ser devuelto tanto a su suelo, como a su lengua nativa, porque la lengua modelaba la cultura y era a la vez expresión del genio nacional, que estaba siendo atacado por las "modas francesas" cuya integridad se ponía en grave peligro. Esta actitud de rechazo a lo francés propició la aparición de algunas novelas más "restituidas", en las que el pensamiento y la imagen del mundo se construyó por oposición al otro (francés, moderno, civilizado, peligroso). 12. Para esta novela, Álvarez Barrientos, La novela del siglo XVIII, pp. 94- 100. 16 Así, la labor de Isla al traducir Gil Blas y devolverlo a su país, no se quedó sólo en eso, en traducir: tergiversó la traducción y añadió varios capítulos más al final que cambiaban el tono secularizador de la obra y la entroncaban en los referentes culturales e ideológicos, así como lingüísticos, que él consideraba caracterizadores de su nación, frente al pensamiento moderno expuesto por Lesage13. Subyacía también en esta actitud la noción de que los españoles habían inventado el género novelístico durante el Siglo de Oro y que, por tanto, tampoco tenían nada que aprender de los franceses. Prueba de ello es que se valían tanto del teatro como de las novelas españolas para crear su propia literatura. Por consiguiente, había que devolver a España lo que los franceses le robaban. En la novela, como en otros géneros literarios, se dio esa ambivalencia hacia lo francés, que está presente en otras manifestaciones políticas y culturales de la segunda mitad del siglo XVIII. Con la diferencia de que la novela, a pesar de los ejemplos contrarios, dio a conocer la modernidad civilizadora, casi siempre identificada con modelos provinientes de Francia. Joaquín Álvarez Barrientos C.S.I.C. 13. Madrid Un esbozo de comparación del original con la versión Isla, en Presentación Husquinet- García, "Le Gil Blas du Isla, traduction ou trahison du roman de Lesage?", en Études Philologie Romane et d'Histoire Littéraire, eds. J.M. D'Huer N. Cherubini, Université de Liège, 1980, pp. 669- 675. de P. du et