Imagen francesa - digital

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IMAGEN FRANCESA Y CIVILIZACIÓN EN LA NOVELA ESPAÑOLA
DEL SIGLO XVIII
La imagen de lo francés que dan las novelas de la segunda
mitad del siglo XVIII en España tiene dos caras complementarias
y tópicas. Por un lado, la imagen satírica y crítica que suele
cobrar cuerpo en un personaje afectado, un petimetre, a menudo
contrapuesto al modelo del castellano viejo inmortalizado por
Larra, pero al que ya aludió Romea y Tapia en El escritor sin
título1; y por el otro, la que valora determinados aspectos de
la
civilización,
educación,
de
que
tales
como
la
sensibilidad
o
la
buena
serían depositarios los franceses. En el
primer caso, se critican aspectos concretos de lo francés; en
el segundo, se da por supuesto lo positivo de esos valores sin
cuestionarlos. La imagen de Francia en la España de la segunda
mitad del siglo XVIII se inscribe en el marco más amplio de la
aceptación o no de la modernidad, de la civilización. Palabra y
concepto nefandos que fueron objeto de ataque a partir de los
años sesenta en la literatura de la época y que, en gran
medida, se asimilaban a lo que provenía del extranjero, es
decir, de Francia2.
1.
Cristóbal Romea y Tapia, El escritor sin título, VII,
1763, p. 202: yo soy "un pobrete castellano viejo, o aragonés
mozo, que todo se va allá". Romea, escritor castizo, defiende
contra Clavijo y Fajardo y contra Nifo que España no está por
civilizar, y emplea la palabra civilización de forma satírica.
2.
Véase José Antonio Maravall, "La palabra 'civilización' y
su sentido en el siglo XVIII" (1977), en Estudios de la
Historia
del
Pensamiento
Español.
Siglo
XVIII,
Madrid,
Mondadori, 1991, pp. 213- 232, y José Escobar, "Civilizar,
civilizado y civilización: una polémica de 1763", Actas del VII
Congreso de la AIH, Roma, Bulzoni, 1982, pp. 419- 427 y "Más
sobre los orígenes de civilizar y civilización en la España del
siglo XVIII", NRFH, XXXIII (1984), pp. 88- 114.
2
De
cultura
hecho,
la
española,
modernización
vino
en
y
la
secularización
gran
medida
de
--aunque
la
no
absolutamente-- por la traducción de obras francesas, del mismo
modo que, en no pocas ocasiones, los ejemplos del más acendrado
conservadurismo. De esto último, en el caso de la novela, son
muestra
las
de
Michel
Ange
Marin,
que
se
tradujeron
con
bastante éxito. La primera que conoció el público español fue
La
farfala
o
la
cómica
convertida,
traducida
por
Joaquín
Castellot en 1772. A esta siguieron otras como Adelayda de
Witzbury, publicada en la Biblioteca selecta de las damas, y
Virginia
o
la
doncella
cristiana,
que
tradujo
Cayetana
de
Aguirre y Rosales. En este último caso se dio un desajuste
entre el tono de la novela y el talante de la traductora,
feminista del siglo XVIII que quiso dedicar a la reina su
traducción y que para hacerlo debió cambiar el texto de la
dedicatoria,
que
había
molestado
a
Su
Majestad
por
las
atrevidas ideas liberadoras que en ella se manifestaban3.
En estas novelas las protagonistas son ejemplos de virtud
y sometimiento a un estado que justifica su papel secundario y
dependiente. Quizá la más interesante sea La farfala, por la
representación que se hace de la vida de una actriz, mujer
3.
Para estas novelas y cuantas se citarán en este trabajo,
puede consultarse mi libro La novela del siglo XVIII, Madrid,
Júcar, 1991. La dedicatoria, entre otras cosas, decía lo
siguiente: "el estado de soltera es el más a propósito para
cumplir con todos los deberes de una mujer, ya sean religiosos,
ya sean sociales, y el más conforme también con el que nos da
la naturaleza, pues que por él conservamos aquella amable
libertad del corazón que se pierde al unirse con un hombre y de
que, por desgracia, se suele hacer tanto abuso" (AHN, Consejos,
leg. 5234/11).
3
autónoma
que
utiliza
a
los
hombres,
que
posee
gran
independencia sexual, y que finalmente se arrepiente de su vida
pasada, renuncia a ella y profesa en un convento. El autor
francés define su intencionalidad ejemplar, pero hasta llegar a
ella ha mostrado un tipo de vida y de valores éticos que
estaban minando las bases del sistema moral heredado, tanto en
Francia como en España.
Desde luego la influencia francesa que más éxito cosechó
en la novela de esos años fue la de la condesa de Genlis,
generosamente traducida y muy bien tratada por la crítica. Sus
novelas- tratados morales mostraban ejemplos de buena educación
mojigata, dirigida principalmente a las señoritas, aunque los
jóvenes no quedaban fuera de su órbita de influencia. No hay
que olvidar tampoco el influjo que la obra de Rousseau tuvo en
la España de esta época4.
Frente
mensaje
a
estos
proviniente
ejemplos
de
de
aceptación
de
un
Francia, lo francés y los
tipo
de
franceses
fueron objeto de mofa y crítica --aspectos superficiales de un
rechazo profundo-- por ser considerados peligrosos vehículos de
infiltración de nuevas costumbres y formas de sociabilidad que
alteraban las relaciones sociales basadas en los modelos del
Antiguo Régimen. A este respecto es interesante la novela que
Jacinto Mª Delgado publicó en 1786 titulada Adiciones a la
Historia del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha5. En
4.
Véase el clásico de Jefferson Rea Spell, Rousseau in the
Spanish World before 1833, University of Texas, 1938.
5.
Véase Joaquín Álvarez Barrientos, "La novela española en
la época de la Revolución Francesa", en Cultura hispánica y
Revolución Francesa, ed. Loreto Busquets, Roma, Bulzoni, 1990,
4
ella, se defienden los modelos de relación del Antiguo Régimen,
frente
a
las
novedades
en
materia
de
civilización
que
se
expanden desde las ciudades y de las que son portadores los
jóvenes. Jóvenes que representan el peligro de la novedad por
sus gustos afrancesados y que, en el caso de esta novela, se
preocupan
por
la
literatura, pero de un modo especialmente
frívolo. Parece querer revelarse con estos jóvenes el carácter
perverso
de
los
"agitadores"
(difusores/intermediarios)
afrancesados, pues se da a entender que sólo se atreven con las
mujeres
y
los
jóvenes
--seres inmaduros y maleables--. Don
Aniceto, el protagonista, es "hombre de corta edad, despejado,
de genio agudo y alegre, de eco afrancesado; su traje, peinado
y ademanes [son] de última moda" (p. 46). Su interés por la
literatura
se
reduce
al
libro
que
un
amigo
suyo
está
escribiendo, titulado Extravagancia capital, que no tiene que
ver con otra cosa sino con el cabello, pues es "una colección
completa de ciento y treinta y dos peinados diferentes" (p.
70). Esta imagen física y moral y las mismas preocupaciones,
aunque presentadas de un modo no tan cómico, tiene un personaje
de la novela El petimetre pedante, de Vicente Martínez Colomer.
El marqués de Monteblanco es vanidoso, afectado, de ridículos
ademanes; se hace peinar cada mañana por su peluquero, usa
perfumes,
adornos
y
emplea
un
castellano
sembrado
de
galicismos. Para que a este marqués galicano no le falte nada,
pp. 57- 73, donde se tratan en profundidad diferentes aspectos
de esa novela que se publicó en Madrid, Imp. de Blas Román. Las
citas son de los preliminares, que van sin paginar. Como
complemento, La novela del siglo XVIII, pp. 171- 175.
5
ha dejado burlada y embarazada a la joven Leonisa. Finalmente,
entrará en razón y se casará con ella. En la misma línea está
el marqués de Viruenga, protagonista de El impío por vanidad,
del mismo Colomer. Este, sin embargo, recuerda más aún al don
Aniceto de Delgado, por la forma en que se preocupa de su
aspecto.
Colomer insistió nuevamente en este asunto, llevado de su
galofobia, en la novela Sor Inés, que responde básicamente a la
misma estructura y motivaciones de las anteriores, aunque añade
un dato costumbrista interesante: don Carlos, para seducir a
Isabela,
le
muestra
grabados
obscenos,
según
lo
que
ha
aprendido de unos oficiales franceses conocidos suyos6. Uno y
otro, Delgado y Martínez Colomer, ilustran con la descripción
de
las
costumbres
exteriores
--vestidos,
habla,
peinados,
adornos, paseos, etc.-- la denuncia del cambio que se operaba
en el mundo interior de los individuos y de la sociedad. De la
misma forma, la insistencia en la crítica del empleo de un
lenguaje afrancesado mostraba a las claras que el lenguaje era
considerado expresión de una cultura y que esos cambios en el
lenguaje reflejaban los cambios culturales más hondos, que los
denunciantes veían con alarma. El casticismo en el lenguaje era
sólo el aspecto más evidente del casticismo ideológico, pero no
el menos importante, porque la expresión individual se realiza
a
través
6.
del
idioma
común,
dentro
de
un
marco
cultural
Sobre la novelística de Martínez Colomer, Guillermo
Carnero, "Un novelista sensible de finales del siglo XVIII:
Vicente Martínez Colomer", Il confronto letterario, 4 (1985),
pp. 335- 345, y su edición de El Valdemaro de Martínez Colomer,
Alicante, Inst. de Estudios Juan Gil- Albert, 1985.
6
determinado, de cuyas convenciones culturales e idiomáticas se
participa.
Cualquier
alteración,
en
cambio
este
caso
en
del
el
mundo
lenguaje
mostraba
tradicional,
al
una
que
representaba. En el prólogo a El impío por vanidad, de 1795,
Colomer señalaba que con su obra quería refrenar el influjo
exterior, que llegaba precisamente a través de "tantas novelas
informes y extravagantes, de amores indecentes"7. Y añadía:
no intento en esta obra sino hacer que abran los ojos esos
preciados bellos espíritus... Porque es tanta la debilidad
de estos espíritus fuertes que así como por vanidad siguen
en el vestir todas las modas por ridículas y extravagantes
que sean, así también por vanidad abrazan cualquier
opinión por impía y detestable que sea, como lleve algún
aire de novedad.
Los protagonistas de las novelas citadas son ejemplos de cómo
se asimilaban nuevas formas de sociabilidad, y esas novelas lo
son de cómo se intentaba frenar el proceso de asimilación,
utilizando preferentemente la sátira. Don Aniceto, incluso,
presenta
Sancho
como
Panza
civilización.
un
las
Es
"civilizado
maestro"
novedades
decir,
debe
de
la
que
ha
de
urbanidad
enseñarle
a
se
enseñar
y
a
de
la
comportarse
en
sociedad, pero no en su rústica sociedad del siglo XVII, propia
del castellano viejo, sino en la moderna, urbana y laica del
XVIII.
Por
lo
tanto,
el
autor
hará,
por
mediación
de
Don
Aniceto, una casuística de las diversas situaciones públicas
7.
Cuyas malas traducciones se denunciaban machaconamente,
haciendo hincapié tanto en el desconocimiento del idioma
traducido, como en las alteraciones que sufría la lengua
española --y por consiguiente su cultura-- al adoptar
galicismos. Pero además se aludía a que, al no usar un lenguaje
puro, se reducían los valores estéticos de la lengua nacional
frente a los de la francesa, y esto repercutía en la
consideración del lenguaje como expresión valorativa de la
cultura nacional.
7
nuevas en que habrá de encontrarse Sancho Panza. Relación de
casos
que
está
relacionada
con
los
algunos relativamente famosos en
tratados
de
urbanidad,
España, traducidos de los
franceses. Sirvan de ejemplo los que puso en español Ignacio
Benito Avalle titulados La urbanidad y cortesía universal, del
francés Caillers, publicado en 1744, con segunda edición en
1762 (Madrid, Escribano), y Escuela o ciencia del mundo para
todos los estados, de M. Le Noble, aparecido en 1745 (Madrid,
Imp. del Convento de la Merced).
Si en estos tratados se explica con seriedad y cuidado
cómo
se
deben
comportar
en
público
los
miembros
de
las
distintas clases o estados, y se dan normas de conducta que
ponen de manifiesto el paso de una época a otra a través de la
higiene y de la educación --de modo semejante a como se hacía
en tratados como los de François de Callières, La Salle y
otros, que, a su vez, se adaptaban al cambio de las costumbres
en sus sucesivas ediciones8--, el autor de las Adiciones al
Quijote se ocupa de ello de forma exagerada para provocar en el
lector una idea negativa de esa civilización moderna que llega
de
los
Pirineos,
por
mediación
de
afrancesados
jovencitos
desaprensivos que no respetan a sus mayores. Porque este don
Aniceto, además de transpirenaico, es embaucador y timador, y
se
aprovecha
de
la
buena
fe
de
los
castellanos
viejos,
poniéndose de relieve de este modo la forma distinta de actuar:
traidora y tahimada, la del moderno; franca y bondadosa, la de
8.
Véase Norbert Elías, El proceso
México, Fondo de Cultura Económica, 1987.
de
la
civilización,
8
los segundos, que ponen a su servicio cuanto tienen, y son
burlados.
Quedaban así delineadas y caracterizadas las dos posturas:
la tradicional, representada por la Iglesia (el cura), Sancho,
su familia y Sansón Carrasco, que saldría bien parada; y la
nueva, galicana, representada por el moderno don Aniceto, que
mostraba su peor aspecto, del que había que desconfiar, como en
general de las novedades. No olvidemos, por otra parte, que las
Adiciones se publican pocos años después del artículo de Masson
de Morvilliers titulado "¿Qué le debe la Europa a España?",
escrito que agudizó en muchos la idea de que España era un país
perseguido y de que Francia era precisamente su perseguidor. A
ello
aludirá
suficiente
Delgado
para
un
de
lector
forma
sutil
que
estuviera
e
indirecta,
al
tanto
de
pero
las
polémicas novedades culturales. A ello y también a "algunas
ridiculeces que se han introducido insensiblemente", como es
"cierto gremio de calaveras, hombres que se han tomado por
empeño hacerse ridículos por autoridad propia" al valerse de un
"trato y lenguaje" extraños al común de la nación, que los
desdeña y "que tiene derecho a que se le hable claro". De esta
forma contundente el autor parecía hacerse eco de la opinión
mayoritaria, que él hace contraria a las novedades extranjeras.
La postura crítica de lo francés lleva a Delgado incluso a
hacer un juego de palabras alusivo al castigo que deben recibir
los que emplean ese modelo extranjerizante. En el cap. 15 de la
Primera Parte del Quijote, a Rocinante le viene el deseo de
refocilarse con unas jacas que como él están pastando en un
9
prado.
Son
jacas
"galicianas",
es
decir,
de
Galicia,
pero
Delgado juega con la ambigüedad "galiciana"/ "galicana", y así,
por
"jerga
galiciana",
se
refiere
al
uso
de
galicismos
y
frasecitas en francés.
Se da cuenta de que la civilización está transformando el
comportamiento, los modales, y se hace eco de la polémica, para
esos años ya antigua, sobre si los españoles "estábamos sin
civilizar" o no. Sus opiniones ya se imaginan cuáles son, así
como quiénes sean los culpables de la transformación.
Ante esta realidad, ante la progresiva asunción de modales
extranjeros, de los que las novelas ofrecían numerosos modelos,
se
dieron
posturas
diversas,
dentro
y
fuera
del
género
novelesco. Hubo quien protestó en nombre de la religión y del
Evangelio,
intentando
frenar
el
avance
de
lo
moderno,
identificado con lo francés. En el Correo de Madrid del 12 de
enero
de
1788
hay
un
ejemplo
excepcional
de
esta
postura
contraria a las novedades. El artículo se titula "Pintura o
rasgo en que se describe lo que es el mundo". Para esas fechas
ya se habían publicado novelas en las que se apostaba por la
modernidad, se describían costumbres nuevas y se representaban
formas de relación cada vez más seculares, expuestas de un modo
atractivo.
Pero eran ejemplos negativos para autores como el del
Correo de Madrid. En su descripción del mundo, de la sociedad,
todo es peligro, pasiones violentas, "leyes que el Evangelio
condena" (p. 677a). Todo es contrario a la ingenuidad y a la
sinceridad, y por tanto, todo es apariencia, mentira, "profunda
10
disimulación", "una escuela donde toda la ciencia consiste en
el artificio y en las mañas, y donde sólo se estiman las gentes
taimadas y de una intención dañosa" (p. 678a). Es esta una
visión resentida de la realidad social, en la que tanto se teme
la pérdida de un mundo de valores establecido y conocido, como
la aparición, cada vez más emergente, de un nuevo sistema más
relativizado, que la gran mayoría de las novelas mostraba. La
censura no dejaba pasar los ejemplos más extremados de estos
ataques al Antiguo Régimen, pero quien haya leído cualquier
novela
de
esos
años
sabrá
que
todas
ellas,
en
diferentes
medidas, se encuentran teñidas de ese nuevo halo, civilizador y
moderno, que correspondía a un género surgido con la modernidad
y que la expresaba mejor que otros, y que por ello, entre otras
razones,
acabó
siendo
prohibido
en
17999.
Las
novelas
de
Marmontel, algunas de ellas traducidas tempranamente por Nifo y
publicadas en 1764 en el Novelero de los estrados y tertulias,
mostraban lo que el articulista del Correo caracterizó como
"virtud ajada, ...pudor despreciado, ... amistad simulada y
falsa, los servicios hechos con buen corazón ridiculizados..."
(p. 678b). Se podrá argüir que en las novelas triunfaba la
virtud sobre el vicio --al menos en las que se publicaban en
España--, pero este tópico de género que era también un recurso
para atemperar el rigor de la censura, no excusaba de mostrar
todo aquello que se quería, al menos en apariencia, denostar.
El
lector
9.
se
quedaba
tanto
con
las
imágenes
del
virtuoso/
Sobre los efectos que produjo esta prohibición, Álvarez
Barrientos, La novela del siglo XVIII, pp. 213- 221.
11
tradicionalista como con las del pecador/ moderno, y nada le
impedía en su fuero interno ser pecador pero adoptar en público
las maneras, la máscara, del virtuoso. Nadie le impedía ser un
simulador, convertirse en un "gran acariciador", como llama
Ignacio Benito Avalle a los que para él son "los comediantes
serios
de
la
vida
civil"
(p.
263),
porque
representan
sus
papeles según la conveniencia del momento, no según el rígido
esquema
de
relación
que
avalaba
la
tradición
del
Antiguo
Régimen, que incluso reglamentaba la clase de ropa, tejidos y
adornos que cada individuo debía llevar, según el estado al que
perteneciera, y que se estaba rompiendo.
Si esta es la postura de los que negaban la modernidad
encarnada por los franceses, en El café, de Alejandro Moya,
encontramos
ejemplo
de
otra
actitud
más
interesante,
por
matizada. El café se publicó en dos tomos en 1792 (Madrid,
González) y 1794 (Madrid, Ramón Ruiz)10. Es una colección de
diálogos
entre
diferentes
interlocutores
que
hablan
de
las
cosas más dispares; se hacen resúmenes de novelas y cuentos, se
narran anécdotas y se comentan asuntos de actualidad, es decir,
de alrededor de 1790. El autor maneja bien tanto el diálogo
como la narración, y tiene mucho gusto por los cafés, nuevos
lugares de sociabilidad, así como por la conversación, algo que
rechazaba en 1788 el atribulado autor de la "Pintura del mundo"
con
estas
10.
palabras:
"Las
conversaciones
fastidian
por
la
Sobre quién sea Alejandro Moya hay aún confusión. Para
algunos es pseudónimo del Padre Centeno, en su polémica con el
Padre Fernández Rojas. Para otros (Menéndez Pelayo, Historia de
los heterodoxos españoles), es pseudónimo precisamente de
Fernández Rojas.
12
oposición de humores y contrariedad de pareceres" (p. 677a-b),
porque en la conversación se podía opinar, poner en duda los
axiomas heredados, relativizar el conocimiento y desbancar el
sistema
basado
en
las
autoridades.
Recuérdese
que
los
refractarios a los cambios criticaron a menudo el hecho de que
lo que antes era objeto de reposada reflexión en el retiro del
estudio del erudito, se debatiera en charlas de café y en
tertulias.
Moya es buen observador, en la tradición que inauguraron
Addison y Steele y que a lo largo del XVIII vigorizó gran parte
de
la
expresión
periodística
al
convertir
al
café
en
un
procedimiento recurrente de la nueva literatura. Refiere que en
los cafés se reúne gente diversa y que para un observador como
él es "gustosa diversión" atender a los trajes, usos, maneras,
modas, acciones, ideas y conversaciones (I, p. 3). Es decir, en
el café, nuevo espacio social, se asiste de forma privilegiada
al
proceso
de
cambio
ideológico,
manifestado
en
la
indumentaria, las modas y las conversaciones. En el café, según
su relato, se ve al inglés "adusto y melancólico, que tiene el
splin, toma una vaso de ponch y pasa tres horas sin desplegar
los labios" (I, pp. 3- 4), "se cree dueño del mundo y habla con
arrogancia"
(I,
p.
5);
al
"petimetre
francés
[que]
salta,
brinca, baila, canta, silba, recita, juega, habla sin cesar,
responde a dos o tres, y está en todas las conversaciones
mientras
toma
una
taza
de
café"
(I,
p.
4),
"alaba
con
exageración su patria y ridiculiza las extranjeras" (I, p. 5).
Frente
a
estas
percepciones
estrictamente
tópicas,
una
13
observación interesante que muestra el estado evolutivo de la
psicología
de
algunos
españoles
respecto
a
la
influencia
francesa y a las novedades sociales:
el español conserva aún su antigua gravedad pero se deja
deslumbrar por el aparente brillo de los extranjeros;
procura imitar al francés, de quien [sin embargo] se ríe y
mofa (I, p. 5). (La cursiva es mía)
Esta
contradicción
interna
del
español
ante
lo
que
representa el francés y ante su propia consideración resulta
sintomática del nuevo rumbo que tomaba la sociedad y de la
actitud de los españoles menos castizos; de aquellos que, sin
rechazar su pasado, comprendieron que debían adaptarse a los
nuevos
tiempos.
Ahora
bien,
es
una
comprensión
dramática
porque, al servir los extranjeros de modelos, los españoles
sintieron su cultura rebasada, sus valores obsoletos, y su país
incivilizado.
Llamativo es que en esas fechas, 1792, se publicara una
obra
que
en
su
primer
tomo
está
prácticamente
dedicada
a
debatir asuntos relativos a Francia y España, en la que la
primera suele ser el modelo imitable, cuando desde 1789 se
llevaba haciendo una política para prevenir el contagio de lo
francés. En diciembre de ese año se había prohibido la lectura
de
libros
franceses
Revolución11.
El
20
y
de
de
cuanto
julio
de
tuviera
1791
se
que
ver
dictaban
con
la
órdenes
especiales sobre los franceses afincados en España --muchos de
ellos partidarios de la Revolución-- y sobre los que entraban
11.
En 1792 se volvió a promulgar esa Real Cédula contra los
papeles sediciosos "y otras maniobras que desde Francia llegan
a las aduanas".
14
exiliados. A los domiciliados en España se les exigió jurar
fidelidad a la religión católica, al rey y renunciar a su país.
Según la real cédula, debían prometer "no usar de la protección
de él [su país], ni de sus embajadores, ministros o cónsules".
Y en julio de 1793, dos meses después de que la Convención
declarara la guerra a España, se prohibía escribir sobre las
cosas de Francia, ya fuera para bien o para mal. No extrañará,
por tanto, que el segundo tomo, aparecido en 1794, no trate
nada relacionado con lo francés y sí mucho y positivo español
dedicado quizá a neutralizar la preferencia francesa que se
percibe en el primer tomo, donde se declara paladinamente la
superioridad de la cultura francesa sobre las europeas, tanto
en el teatro, que estaba "sobre todos los de la Europa" (I, p.
53), como en la arquitectura y decoraciones, en el arte de la
representación y en la teorización musical (I, p. 55). Por
contra,
el
segundo
es
un
encendido
elogio
de
los
siglos
caballerescos y de su literatura, así como del Quijote. No es
difícil entender que esos siglos son los propios españoles, por
sus valores, y que el Quijote, en tanto que obra característica
del carácter español, se emplea como ejemplo de lo que España
ha dado a Europa. Todavía en 1835 Mor de Fuentes defenderá esta
visión
del
Quijote
como
la
suma
de
los
valores
castizos
patrios, algo que después otros intelectuales han defendido a
su vez.
Por
eso,
resistencia
a
si
la
la
obra
influencia
de
Cervantes,
extranjera
y
se
se
oponía
acusaba
como
a
los
franceses de haber inspirado gran parte de su literatura en
15
nuestro teatro del Siglo de Oro, había que recuperar aquellas
obras literarias que nos habían sido robadas. La más famosa en
esta mitad del siglo XVIII fue la novela Gil Blas. Lesage
publicó esta novela entre 1715 y 1735. La forma de reflejar el
mundo español del XVII y el hecho de estar basada en varias
novelas publicadas ese siglo, hizo pensar que Lesage no la
había escrito, sino que la había copiado. Aunque no se publicó
en español hasta 1787, el padre Isla la tradujo en Italia hacia
el año 1775, y le puso este título Aventuras de Gil Blas de
Santillana, robadas a España y adoptadas en Francia por M. de
Lesage, restituidas a su patria y a su lengua nativa por un
español
celoso
dilucidar
si
que
Gil
no
Blas
sufre
era
se
burlen
francés
o
de
su
español
nación12.
En
intervinieron
bastantes escritores, algunos de la talla de Voltaire --que la
supuso
inspirada
en
el
Marcos
de
Obregón--,
Juan
Antonio
Llorente o Andrés Bello. La literatura se entendía como un
reflejo de las costumbres patrias, además de como un patrimonio
cultural que en este caso había de ser devuelto tanto a su
suelo, como a su lengua nativa, porque la lengua modelaba la
cultura y era a la vez expresión del genio nacional, que estaba
siendo atacado por las "modas francesas" cuya integridad se
ponía en grave peligro. Esta actitud de rechazo a lo francés
propició la aparición de algunas novelas más "restituidas", en
las que el pensamiento y la imagen del mundo se construyó por
oposición al otro (francés, moderno, civilizado, peligroso).
12.
Para esta novela, Álvarez Barrientos, La novela del
siglo XVIII, pp. 94- 100.
16
Así, la labor de Isla al traducir Gil Blas y devolverlo a su
país, no se quedó sólo en eso, en traducir: tergiversó la
traducción y añadió varios capítulos más al final que cambiaban
el
tono
secularizador
de
la
obra
y
la
entroncaban
en
los
referentes culturales e ideológicos, así como lingüísticos, que
él
consideraba
caracterizadores
de
su
nación,
frente
al
pensamiento moderno expuesto por Lesage13. Subyacía también en
esta actitud la noción de que los españoles habían inventado el
género novelístico durante el Siglo de Oro y que, por tanto,
tampoco tenían nada que aprender de los franceses. Prueba de
ello es que se valían tanto del teatro como de las novelas
españolas para crear su propia literatura. Por consiguiente,
había que devolver a España lo que los franceses le robaban.
En la novela, como en otros géneros literarios, se dio esa
ambivalencia
hacia
lo
francés,
que
está
presente
en
otras
manifestaciones políticas y culturales de la segunda mitad del
siglo XVIII. Con la diferencia de que la novela, a pesar de los
ejemplos contrarios, dio a conocer la modernidad civilizadora,
casi siempre identificada con modelos provinientes de Francia.
Joaquín Álvarez Barrientos
C.S.I.C.
13.
Madrid
Un esbozo de comparación del original con la versión
Isla, en Presentación Husquinet- García, "Le Gil Blas du
Isla, traduction ou trahison du roman de Lesage?", en Études
Philologie Romane et d'Histoire Littéraire, eds. J.M. D'Huer
N. Cherubini, Université de Liège, 1980, pp. 669- 675.
de
P.
du
et
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