Verano Por John E. Kenney, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C. El verano es una época incitante. El aire tibio, impregnado de mil fragancias emanadas por la vegetación, se entremezcla con las suaves brisas que soplan del mar, corriendo tierra adentro hacia las colinas doradas por el alba. A medida que prosigo mi camino, esas esencias me hablan de majestuosos robles y enmarañados chamizos, de cedros olorosos y resistentes tollones. Esas fragancias se entremezclan con el olor dulzón del cuero nuevo de las correas de la mochila que llevo cruzadas al hombro, y puedo percibir también un vestigio de mi propio olor. Ese es el perfume de un viajero, donde la naturaleza fusiona sus aromas con los del hombre, creando el romance que nos atrae a su abrazo. La brisa no sólo transporta el aroma de las cosas, sino también los casi inaudibles sonidos del verano, como si quisiera ocultar en su murmullo sus muchos secretos. Susurrando al pasar entre los adormecidos Castaños de Indias, la brisa advierte a las hojas su primera alusión al otoño, y algunas se agitan cayendo sobre la tierra. De pronto, la brisa me trae otro sonido: es un ruido extraño que se va aproximando implacable y abrumador, como una tempestad de verano. Sigo avanzando por el ardiente camino que corre al borde de la colina, y entonces veo que la vociferante bestia está casi sobre mí. Brillantemente esmaltada sobre su "pecho", su insignia metálica anuncia "DODGE", en rayos deslumbrantes que hurta a la luz del Sol. Al verme, la bestia se sobresalta y vira bruscamente en la pista. Debo haberle parecido una aparición terrible. Con mi pesada mochila, la banda verde que ciñe mi cabeza ya empapada de sudor y llena de polvo, y mi bastón firmemente sujetado en mi mano derecha, debo verme como un antiguo samurai perdido. Al pasar a mi lado, reconozco al enorme vehículo de cuatro ruedas. La noche anterior se encontraba estacionado en un campamento cercano, donde cuatro robustos muchachos se sentaban alrededor de una hoguera y discutían en voz alta su habilidad de orientarse en los bosques, así como los relativos méritos de varios amores pasados. Mientras yo observaba las llamas del fuego danzar y juguetear en medio de las chispas que ascendían hacia la cinta brillante de la Vía Láctea, me pareció que sus ruidosas jactancias perturbaban al espíritu de la noche. Reconozco a los dos muchachos que van en la cabina y, al voltear, veo atrás a los otros dos, sentados en pequeños asientos colocados en la caja de carga. Uno de ellos arroja una lata vacía de cerveza en mi dirección, la que se eleva formando una iridiscente cola de vestigios de espuma, y se estrella en el asfalto con un sonido sordo. El paso de la bestia metálica sustituye al aroma exquisito de la naturaleza, dejando como secuela el olor acre del polvo, de llantas recalentadas y humo del escape; y la armonía sutil del viento se mezcla con las ráfagas del estridente ruido del estéreo que toca música de rock. Me pregunto cuánta fauna silvestre habrán visto y qué será lo que buscan. Al igual que los truenos de las tormentas de verano, el paso del vehículo produce tumulto y desconcierto, pero me consuelo pensando que pronto pasará. Como he quedado rodeado de una sofocante nube de polvo, decido cambiar de rumbo hacia el oeste, para dirigirme a uno de mis sitios predilectos. Es un lugar apacible, donde otro sendero bordea un arroyo que refresca el valle sediento. Es un sitio que invita a sentarse para descansar un rato, esperando que la Madre Naturaleza perdone el ultraje y reanude su juego sutil. Encuentro con la Naturaleza La sombra del frondoso laurel que se yergue a la orilla del arroyo brinda una agradable frescura, un alivio placentero al calor del día. Estoy seguro que el arroyo tiene un nombre, quizás un nombre español: podría buscarlo en el mapa del Servicio Forestal, pero los nombres no son importantes cuando uno conoce el lugar. Para poder disfrutar de un sitio es necesario conocerlo, sentirlo y comprender su significado. Aquí, al amparo del laurel, puedo poner a un lado mi pesada mochila y descansar, mientras tomo mi almuerzo con tranquilidad. En lugares como éste, los alimentos más sencillos se convierten en manjares deliciosos que hay que paladear lentamente. Y así también se saborea el lugar; cada sabor a su debido tiempo. El arroyo fluye plácidamente, alimentado y enfriado por numerosos manantiales que brotan entre las grietas del lecho rocoso, allá en lo alto del valle. El agua es prístina y clara cuando sale de la oscuridad hacia la luz. A medida que se desliza a lo largo de su canal, va brindando vida a los alisos, a los álamos y a los sauces. Dibujando una angosta línea verde en medio de la pradera reseca por la sequía del verano, el arroyo se convierte en el punto focal para el sediento ganado, cerdos salvajes, ciervos y otros animales más pequeños que sólo se divisan como espectros que huyen entre la enmarañada sombra. En su recorrido, el arroyo empieza a cantar entre los humildes bancos de fango, con su propia voz húmeda de murmullo y de cascada, festejando su elevado propósito. Descansando a la orilla del arroyo, contemplo a las aves que aletean en lo alto compartiendo conmigo su atuendo de brillantes colores y su alegría. Me quedo muy quieto para no alarmarlas; se posan sobre los árboles sólo un momento, para luego volar presurosas dejando danzantes ramitas que marcan el ritmo de la serenata que ofrecen aquellas que se quedan. Al otro lado del arroyo, un leve movimiento entre el matorral llama mi atención. Un ciervo se acerca a beber. Es un poco grande para tratarse de un venado de cola negra; por lo menos, me lo parece al verlo desde donde me encuentro. Es un hermoso ejemplar, cuya cornamenta aún está encerrada en la matriz aterciopelada de donde crecerá. Examina la orilla del arroyo para asegurarse de que no hay peligro, así que me felicito por haberme deslizado para esconderme bajo el frondoso pabellón que forman las ramas del laurel. Me siento honrado de que me haya sido permitido observar cómo Su Alteza aplaca su sed. Se introduce lentamente en el agua, difundiendo pequeñas ondas brillantes sobre la quieta superficie. Al inclinar su cuello, el dorado matiz de su abrigo de verano centellea al reflejar los llameantes rayos del Sol, y un escalofrío recorre mi cuerpo. Bebe rápidamente y luego eleva su hocico húmedo, husmeando el peligro en el aire. Me asalta la curiosidad de saber cómo será su mundo. ¿Qué mensajes lleva el viento a su sensitiva nariz? ¿Qué belleza ve con sus ojos de ciervo? Y, ¿qué hay acerca de mí? Me siento ciego y sordo ante su mundo, y sólo recurriendo a los poderes de mi mente puedo esperar igualar su destreza. Es entonces cuando siento la fría tierra bajo mis dedos, y recapacito en que Su Alteza y yo somos hermanos, en que ambos no somos otra cosa sino polvo al que se le ha brindado vida. Ambos nacimos de nuestra Madre Tierra para ofrecernos mutuamente nuestros dones. El venado ofrece su gracia y su belleza, su indomesticidad y libertad, y yo mi apreciación, mi necesidad de estas cosas, porque es mediante el intercambio de estas experiencias que nos damos significado el uno al otro. Allí, a la orilla del arroyo que fluye inexorablemente hacia el mar, llego a la conclusión de que ese ciervo y yo somos uno solo. Un repentino estruendo nos sobresalta! La bestia de cuatro ruedas aparece rugiendo sobre la cuesta que está a mi izquierda, y desciende velozmente al arroyo. Su Alteza queda congelada de terror y de incredulidad de que un monstruo como éste pueda invadir sus dominios. Las cuatro patas de caucho del vehículo revuelven el agua lanzando un centelleante rocío que forma en el aire un arco iris, y despide una oleada hacia el ciervo. ¡ El muchacho que va en el asiento derecho de la caja de carga divisa de pronto a Su Alteza, en el preciso instante en que el ciervo salta precipitadamente hacia el protector refugio del matorral. La bestia se abalanza a la orilla opuesta, y el muchacho lanza al ciervo una lata llena de cerveza, pero ésta cae muy lejos de su objetivo. Sonrío. Ha sido bastante para una ociosa tarde de verano. Sin embargo, reconozco en todo esto un resultado favorable: después de todo, es probable que yo no esté tan ciego.