“Las revoluciones nacieron del resentimiento de los niños por

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Roberto Fontanarrosa
“Las revoluciones nacieron
del resentimiento de los niños
por levantarse temprano”
AUTORRETRATO:
“Mi nombre es Roberto Fontanarrosa. Hijo de Berto y Rosita,
padre de Franco. Me llaman habitualmente ‘El Negro’.
Soy dibujante y también escribo. Preferentemente hago
humor. Nací y vivo en Rosario, por eso mismo soy hincha
de Rosario Central”
La imperdible conversación que tuvo como protagonista al
Negro Fontanarrosa no sólo fue memorable por el humor tan delicado e inteligente con que condimentó casi todas sus respuestas.
También lo fue porque esa tarde admitió por primera vez, en
público, el serio mal neurológico que ya le había paralizado un
brazo y todavía amenaza con extenderse al resto del cuerpo.
Al principio Fontanarrosa lo mencionó como al pasar, en el
primer bloque, sin que se lo preguntara.
En el corte le pregunté si deseaba, de verdad, hablar del asunto. Él me respondió que era mejor sacar el problema para afuera y
creo que hizo una broma sobre la posibilidad de lograr alguna cura
milagrosa que eventualmente pudiera aportar un televidente de
Hemisferio Derecho.
Días más tarde, luego de ser emitida la entrevista, una persona
envió un mail con información sobre la enfermedad del Negro y algunas terapias alternativas que, en teoría, podrían controlar el mal.
Enseguida empezaron a aparecer notas sobre Fontanarrosa y
su extraña enfermedad en los principales medios masivos nacionales.
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Todos los que trabajamos en Hemisferio y en este libro esperamos, de corazón, que encuentren la cura y Roberto se recupere
cuanto antes. Por mi parte, haré lo que aconseja el propio Negro
frente a estos casos tan incómodos: reírme con ganas ante cada
una de sus ironías, saborear el remate del cuentito apenas esté llegando y ponerme de pie ante sus más disparatadas ocurrencias.
—Es el mejor homenaje que me pueden hacer mientras peleo
contra esta enfermedad de mierda —me dijo antes de despedirnos.
Hago extensiva la invitación a todos los lectores.
—¿Es cierto que sos descendiente de Colón? ¿O eso también es
un chiste?
—Suena a chiste, pero lo cierto es que recuerdo algunas viejas láminas de la revista Billiken donde aparecía la madre de
Colón: Susana Fontanarrosa, que presumo sería Fontanarossa,
con una r y dos s. No he sido nunca un estudioso ni un preocupado por mis antecedentes, porque tampoco me los transmitieron
mis padres, que nunca me hablaban demasiado de los orígenes,
pero hace poco veía un árbol genealógico en un libro que será publicado en Rosario sobre las familias italianas y sí, aparentemente
todos mis ancestros provienen de una localidad muy cercana a Génova. A la Argentina, la mayoría de los Fontanarrosa llegaron a
partir de 1800 y se radicaron fundamentalmente en la ciudad de
Coronda, en la provincia de Santa Fe.
—Guau: entonces es verdad.
—Bueno: no quiero avivar a ningún gil, pero de ahí a que reclame tierras que legítimamente me pertenecen, hay un paso.
dibujante argentino que hace mucho dibujaba El loco Chávez),
cada uno por su parte decía algo con lo me sentí emparentado:
que, cuando eran chicos, ellos eran los que contaban las películas.
Iban al cine y después les contaban la trama de las películas a sus
amigos. Ahí recordé que a mí me pasaba lo mismo. Siendo como
era, un chico extremadamente cerrado y tímido, es evidente que
tenía cierta vocación por narrar o contar. Tiempo después llegaron,
seguramente por la diversión que representaban, las revistas de
historietas, y se me ocurrió copiar esos dibujos, ver cómo solucionaba alguna cosa, algún ojo, una boca, siendo que no tenía referencias cercanas de un dibujante. No era que mi viejo o un amigo o
un primo dibujaba. Simplemente me entusiasmaban esas historietas graficadas. Ahí arrancó un poco la historia.
—¿Hubo un momento en el que dijiste: “Ahora sí soy un contador de historietas” o “Ahora sí soy un novelista”?
—Un novelista seguramente que no, que nunca lo dije y posiblemente nunca lo diga.
—Sin embargo, tu novela Best seller fue una de tus obras más
vendidas.
—Era divertida pero muy despareja. Además, la novela me
crea mucha dificultad. En el cuento uno tiene un punto que narrar, lo leíste y terminó el cuento.
De todos modos, respondiendo concretamente a tu pregunta
te diría que no, que no hubo un momento. Porque tampoco tengo
una tendencia a sentarme a reflexionar. Generalmente cuando
puedo caer en ese tipo de postulado es porque tengo sueño y me
tomo unos días para dormir, no hacer nada.
—¿Cuándo te volviste contador de historietas, dibujante, escritor?
—Creo que vos empezaste bien: contador de historietas o de
historias. Lo que me gusta, esencialmente, es contar historias. En
algunos casos uso el soporte de la historieta, en otros el del cuento, muy contadas veces la novela o si no por ahí simplemente dibujo o ilustro como hace poco me tocó hacerlo con el Martín Fierro.
En una oportunidad, leyendo reportajes —un género que me encanta—, uno a Enrique Pinti y otro a Horacio Altuna (un excelente
—¿No creés en el ocio creativo?
—No. Defiendo el ocio no creativo. Cuando me dicen que
cuando estoy en el bar con mis amigos en el fondo estoy laburando
yo respondo que no, que mi trabajo está en mi estudio. Todo lo
demás me parece un exceso de eficiencia, una cosa muy yuppie
eso de aprovechar todo. Ahora, paradójicamente, después de estar
muchas horas con los amigos en el bar uno registra una música
coloquial de nuestra habla y por ahí la vuelco en un cuento. O después de tantos años de jugar al fútbol y de estar cambiándome con
los muchachos registro qué es lo que se dice en esas situaciones y
también hago un cuento. Pero la idea primaria de ir a un café o a
jugar al fútbol con los muchachos es recreativa y es borrarse del
bocho todo lo que sea trabajo.
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—¿Te cae bien eso de ser descendiente de?
—Me causa gracia porque tener entre los antecedentes ese tipo
de apellidos, al menos para joder con los amigos, es muy gracioso.
—Me hizo reír mucho esa frase tuya sobre el inventor de la
rueda.
—Claro. El tipo la inventó porque seguramente no quería caminar más. Creo que la defensa de la vagancia y la pereza ha sido
uno de los motores del progreso. Se supone que el que inventó la
rueda estaba buscando alguna forma de que la cosa fuera más
fácil, menos trabajosa que cargarse unos árboles arriba de la espalda. Digo, uno de los grandes adelantos de la ciencia es el control
remoto del televisor. Nosotros hace muchos años no lo teníamos,
había dos o tres canales pero también uno debía pararse y caminar
dos o tres metros. Ahora uno se siente perdido sin el control.
—Lo debe haber inventado otro vago.
—Indudablemente. En general casi todas las cosas están hechas en función de ahorrar tiempo y esfuerzo y tener más horas
para descansar.
—¿Te pesa el hecho de haber estudiado sólo hasta tercer año
del secundario?
—No. La verdad que no. A mí no me atraía lo que podía aportarme ese estudio a su finalización, me aburría mucho en la escuela. Siempre lo repito: la aparición en forma continua y exigente de
matemática, física o química determinó absolutamente que me
diera cuenta de que ya no podía seguir, que la escuela era totalmente incompatible conmigo. Y me fui, pero sin saber qué iba a
hacer. Yo dibujaba historietas pero no tenía en claro en qué podía
resultar. Aunque nunca le hubiera dicho a mi hijo: “Andate de la
escuela secundaria porque de alguna manera u otra te va a ir bien”.
cuela? Porque uno ve a los chicos que van al jardín de infantes,
con cinco o seis años, que se tienen que despertar en invierno
cuando todavía es de noche y salir de la camita caliente para… Es
una tortura. Supongo que será un problema de horarios y de la
disponibilidad de aulas. Yo alentaba otra teoría también: que todos
los movimientos revolucionarios en Latinoamérica han nacido de
eso, del resentimiento de niños a los que han hecho levantar temprano y que se han puesto en contra del sistema madrugador.
—Es una teoría buenísima. Pero es mejor la del resentimiento
que provoca la caída del pelo en el varón.
—Sí, otra de mis teorías es que todos estos supuestos grandes
problemas, la deuda externa, la amenaza atómica, son para ocultar el único, real y verdadero problema, e insoluble hasta el momento, que es la caída del cabello.
—¿Te molesta que se te caiga el pelo?
—No, porque me acostumbré. Lo que no quiere decir que lo
acepté. Sencillamente, me resigné, porque empecé a quedarme sin
cabello hace ya mucho tiempo. Además, siempre queda el argumento de que la calvicie es condición de gran virilidad porque tiene
relación con la falta de hormonas femeninas. Como decía mi viejo:
“Hablando todos somos campeones”. Si te dan tiempo para entender literariamente algo, algún argumento bueno vas a encontrar.
—De cualquier manera, fuiste un precursor de la deserción escolar.
—Sí. Un pionero de la desilusión escolar y que me generó después otro rasgo de carácter. Porque creo que casi todo lo que he
hecho en mi vida ha estado destinado a no levantarme temprano.
O sea, me quedó esa sensación espantosa de levantarme temprano
lamentablemente en la escuela primaria y secundaria.
—¿Cómo nació en tu cabeza el personaje de Inodoro Pereyra?
—Yo estaba publicando chistes sueltos, en la revista Hortensia de Córdoba, en 1972. Y se me ocurrió mandar unas historietas
hechas directamente a tinta: la primera que mandé fue un regalo
al Negro Cris, se trataba de una parodia a Harry, el sucio, la película de Clint Eastwood. El nombre que había elegido era Boogie, el
Aceitoso. Se publicó en Hortensia y ahí recuperé el viejo cariño por
la historieta. Cuando lo vi publicado me di cuenta de que podía
hacer historietas con cierto perfil humorístico. Entonces empecé a
enviar muchas más, todas directamente a tinta, dentro de las cuales había una parodia gauchesca de Martín Fierro que se llamó
Inodoro Pereyra.
—Como nuestro común amigo, Osvaldo Soriano, que dormía
de día y trabajaba de noche.
—El Gordo Soriano tenía cambiados completamente todos los
horarios. No es mi caso, pero siempre me ha disparado una pregunta: ¿Por qué hay que levantarse tan temprano para ir a la es-
—¿De dónde sacaste el nombre?
—Cuando trabajaba en publicidad había un arquitecto con el
cual compartíamos una oficina, que no debía ser más amplia que
este sillón, y que me comentó que Leónidas Gambartes, un pintor
del Litoral santafesino que era muy agudo para poner apodos, a
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este arquitecto que tenía mucho aspecto gauchesco o criollo le
puso Inodoro Pereyra. Y me quedó dando vueltas, como tantas
cosas que a uno le quedan dando vueltas y que luego las usa en
provecho propio.
—Cuando releo Boogie, el Aceitoso o sigo leyendo Inodoro Pereyra, me pregunto qué hay de vos en esos personajes.
—Boogie funciona como antítesis de lo que soy yo. Nunca he
sido un tipo violento ni prepotente ni machista, pero sí es lo que
uno quisiera ser en determinados momentos. Se trata del Boogie
que uno siempre lleva dentro o que le gustaría que aparezca para
reaccionar con una violencia ilimitada en ciertas situaciones. Uno
no lo hace por una cuestión cultural, y también física. Porque no
tenés lomo como para aguantarte ese tipo de reacciones, y por otro
lado éticamente sabés que no corresponde. Pero de Inodoro sí
tengo muchas cosas, en el sentido de que a mí no me atraen los
superhéroes y me siento mucho más identificado con los llamados
antihéroes o tipos comunes que a veces reaccionan de determinada manera.
—¿Te considerás un antihéroe?
—Es que nunca he tenido la posibilidad de demostrar qué
soy, si un héroe o un antihéroe. Pero conociéndome internamente,
obvio que estoy mucho más cerca del antihéroe, porque uno conoce perfectamente, y en muchos casos lo demuestra, todos los temores que tiene, la debilidad y la fragilidad que tiene fuera de cámara. Estábamos hablando del problema de mi brazo, que es una
cosa bastante misteriosa y preocupante, y ahí aparecen los temores de los cuales hablamos y ante los cuales se acabaron los guapos. Como cuando se dice: “Cuando se inventó la pólvora se acabaron los guapos”. Entonces, ¿de qué héroe vamos a hablar?
—¿Qué cosas te tomás en serio?
—Me tomo en serio la responsabilidad frente al trabajo, como
un valor agregado al hecho de que el trabajo sea más o menos
bueno desde el punto de vista de la calidad, lo que es cumplir con
entregas, la obsesión de entregar el trabajo. También el hecho, a
nivel personal, de no defraudar a la gente que me quiere.
me han ocurrido cosas, no veo por qué se me vayan a dejar de ocurrir”. Pero es cierto eso, porque cuando uno ha trabajado mucho
en el tema, hay determinados puntos que uno no ha tratado nunca
y que aún son vírgenes. Entonces tenés mucho sobre lo cual hablar. Es como si yo ahora quisiera seguir haciendo cuentos o parodias de cómo se escribía en Selecciones. No da para más, al menos
desde mis posibilidades lo agoté.
—Ahora tendrías que parodiar acerca de cómo se escriben los
mensajes de texto, ¿no?
—Claro. No quisiera parecerme a esos humoristas hablando
de temas que están totalmente perimidos. A veces escucho contar
chistes de suegras, y si ya está en decadencia el concubinato, ¿por
qué seguir contando chistes de suegras? O esos anacronismos
como el de la esposa con el palo de amasar esperando detrás de la
puerta. ¿Le habrá pasado a alguien esto? O que se caiga un piano
porque lo estaban subiendo en una mudanza a un piso altísimo en
una época en la que se estudiaba piano y en la cual los departamentos eran lo suficientemente altos como para tener un piano.
—Te oí decir también que tenías miedo de no estar a la altura de
las modificaciones del lenguaje.
—Claro, pero eso en tanto y en cuanto uno no se recluya va a
estar informado de algunas vertientes. Me he ido dando cuenta de
que por ahí podía seguir alguna forma de vocabulario de los pibes
de acuerdo con mi hijo Franco. Pero te diría que ya no, porque uno
nota la impostación. Si yo me pongo a escribir como hablan ellos
me doy cuenta de que no tengo suficiente data para que suene
creíble. En ese aspecto uno habla de la impostación del mismo
modo que te das cuenta de cuando alguien hace un chiste sobre
fútbol y no sabe nada de fútbol. A veces siento que hago humor
para una franja de gente que más o menos tiene los mismos gustos
o la misma información que uno.
—¿Le tenés miedo a la página en blanco?
—Un día lo escuché hablar a Quino acerca de eso y decía algo
bastante razonable. Le preguntaban en una mesa redonda si no le
surgía ese temor y contestó, con bastante razón: “Si hasta ahora se
—¿Por qué sostenés que la palabra pelotudo es irreemplazable?
—Las que son políticamente correctas, como tonto, bobo o
sonso, no tienen mínimamente la potencia que tiene esa palabra y
que viene avalada por una contextura física, supongo que por la
letra t. Siempre dije que debería estar vivo el Polaco Goyeneche
para explicarnos cómo se pronuncian las palabras, con esa deleitación con que Roberto pronunciaba y explicaba por qué tal cosa
se decía de una manera o de otra. Sabés también que soy un congresista de la Lengua, ¿no?
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—Claro. Y justo pensaba en aquella intervención del III Congreso de la Lengua Española, donde te pronunciaste a favor de las
malas palabras, e imaginaba la cara del director de la Real Academia, Víctor García de la Concha, cuyo apellido tampoco querías pronunciar.
—Realmente no les vi las caras porque ellos estaban a un costado del escenario, pero el mexicano que estaba sentado a mi lado
se reía mucho. Mi planteo no tenía que ver con un desafío sino con
preguntarme por qué las palabras son buenas o malas o qué delitos han cometido para que se las catalogue como malas. Por otro
lado, no es que sea un tipo que diga muchas malas palabras. De
hecho, he trabajado por más de veinte años junto a Les Luthiers y
nunca hemos escrito una sola mala palabra para que se diga sobre
un escenario. Lo que sí reconozco es que no puedo vivir sin algunas de ellas.
—Como la palabra mierda.
—Claro, no existe ninguna palabra que la reemplace. Creo
que en la r está la fuerza de la palabra mierda. Por eso también
creo que muchos de los inconvenientes que sigue sufriendo Cuba
es que dicen mielda y se les debilita enormemente.
—¿De qué jugabas?
—A mí me salvó la invención del cuarto volante, porque entonces no se sabía muy bien de qué jugaba. A veces estaba arriba o
debajo de la cancha, con lo que ahora se llama un volante de equilibrio. Mi puesto es carrilero por derecha, sin demasiada responsabilidad.
—¿Goleador?
—No, porque mi misma función me lo impedía. Sólo se trataba de posibilitar el lucimiento de otros.
—¿Y lo del brazo? ¿Cómo lo estás llevando?
—Como puedo. Tengo el brazo izquierdo inutilizado. Es una
enfermedad neurológica que empezó hace unos dos años y pico,
con toda la angustia que eso genera porque nadie sabe mucho de
esto, incluso los que saben. O sea, estoy atendido por uno de los
mejores especialistas, no sólo del país. Y él mismo, con mucha honestidad, dice que no se sabe muy bien de qué se trata. Es una
atrofia muscular de un miembro pero la pregunta del millón es si
esto queda acá, sigue o pasa a otros miembros.
—¿Cuáles son las obsesiones que te afectan?
—Algunas son coyunturales. Creo que debería haber dejado
de jugar al fútbol cuarenta años atrás por respeto a mis compañeros. Pero me gratificó mucho y lo seguí haciendo hasta hace muy
poco tiempo. El hecho de abandonar esa práctica es muy doloroso
para mí…
—Te preguntaba cómo lo estás viviendo.
—Muy mal. Uno está acostumbrado a esa especie de omnipotencia, sobre todo porque siempre he sido muy sano y he tenido
sólo problemas traumáticos, siempre producto de jugar al fútbol.
Pero lo que me preocupa permanentemente es esa incógnita, esa
pregunta, porque los médicos siempre hablan en potencial: “Esto
podría, debería, supondríamos que, a tanto de haberse manifestado, quedaría ahí”. En ese potencial está la preocupación.
—Lo decís como si fueras Roberto Perfumo.
—Exactamente, pues él se llama Roberto Alfredo como yo. ¿Te
imaginás todo lo que significa para mí no poder jugar más, que
siempre he sido horrible, y lo que debe ser para un jugador profesional que además ha vivido la atención generalizada de los aplausos? Trato de reemplazar el programa del sábado por la tarde, pero
me va a costar muchísimo. Además porque tiene que ver con una
cosa física, ya no es una cuestión de voluntad. Pero es una frustración y una pérdida muy grande. Porque dentro de lo que me gusta
del fútbol, una de las cosas que más me ha hecho feliz, aun siendo
un mal jugador, es jugar. Incluso mucho más que ver, hablar o escribir de fútbol.
—¿Sos un tipo creyente?
—Te diría que no. Lo que ocurre es que ante situaciones extremas uno trata de aferrarse a algo “superior” y que no sabés qué
es, si es una conjunción de energía, si es una voluntad de algo incorpóreo, tratás de agarrarte de eso. Pero después, cuando hacés
un planteamiento desde tu posibilidad racional, me resulta difícil
creer en ese tipo de cosas. Lo que sí creo es que hay energías que
uno no conoce, medicinas alternativas que uno no puede desmerecerlas ni reírse, en eso sí creo. Ahora, indudablemente a medida
que va pasando el tiempo y uno se va acercando a una definición,
me gustaría empezar a creer. Es como dice Mendieta: negociemos,
total por ahí más vale creer llegado el caso.
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—¿Qué te gustaría haber sido?
—Nada muy distinto de lo que soy. Si no me hubiera dedicado
a esto sería periodista, porque hace mucho tiempo que trabajo en
los medios. Hubiera sido un periodista dedicado a los reportajes,
porque me encanta el género. También podría haber sido periodista deportivo, comentado fútbol o cosas por el estilo. Obviamente,
como a nueve de cada diez argentinos cuando era chico, me hubiera gustado ser jugador de fútbol. Pero me di cuenta muy pronto de
que no tenía capacidad para eso en un país donde se juega muy
bien al fútbol.
—¿Cuántos libros escribiste?
—Como sesenta. Pero algunos son de publicación automática
como los de Inodoro Pereyra, pues todos los años sale uno. No
tengo una idea exacta de cuántos libros, pero siempre es menos de
lo que la gente supone.
—¿Ya llegaste al millón de ejemplares?
—No, no creo. Habría que preguntarles a mis editores. Aunque los tirajes de los libros son pequeños. La otra vez lo hablaba
con Eduardo Galeano, en una charla que dimos en Rosario, con
respecto al fenómeno del Congreso de la Lengua. ¿Es tal el prestigio que tiene la literatura que su repercusión social excede a los
niveles de lectura?
—Creo que sí. Y no está mal que así sea.
—Yo, encantado. Cuando dicen que a la Feria del Libro la
gente va a pasear, yo pienso que está buenísimo que vaya a pasear,
que continúe esa costumbre de relacionarse con el libro.
En el Congreso de la Lengua esperaban a José Saramago
como si fuera Brad Pitt, se vivía una cosa popular muy fuerte. Y
después, en realidad, viendo los tirajes de los libros en la Argentina, no alcanza los tres mil ejemplares. Pero como le decía a mi
hijo: “Yo no quiero que leas para ser un intelectual sino para entretenerte o divertirte”.
—¿Qué te queda por hacer?
—Lo que me gusta es esto y afortunadamente lo puedo hacer,
lo puedo escribir, lo puedo dibujar. Claro que, por supuesto, todos
soñamos escribir Cien años de soledad o El aleph. Tal vez no lo
consiga nunca. Pero te diría que por ahí pasa la cosa, veré si
puedo, dentro de mi trabajo, hacer algo mejor. Por ahí sí me hubiera gustado que alguno de mis cuentos fuera llevado al cine.
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—¿Por ejemplo?
—Ahora se va a filmar mi cuento “Cuestión de principios”.
Pero todavía no me explico cómo Steven Spielberg no ha puesto
sus ojos en “El área 18”.
—¿Qué manera elegirías para retirarte?
—Este trabajo no es como el del tenista, que a los veinticuatro
años ya es viejo y debe retirarse. Tengo amigos y conocidos que dibujaron hasta muy viejos. El viejo Alberto Breccia, por ejemplo, dibujó hasta que se retiró de la vida. Quisiera seguir haciendo este
trabajo que me gusta mucho hasta donde se pueda. Y otra cosa
que por ahí la gente dice: “Qué suerte que fulano se murió mientras dormía”. Yo no quiero morirme dormido. Creo que la muerte
es una instancia lo suficientemente importante como para estar
despierto, que uno merecería ser testigo de una determinación que
no nos corresponde, que no está en nuestras manos.
—¿Lo decís en serio?
—Sí. Me provocaría un gran desconcierto despertarme en otro
lugar. Incluso una vez escribí un cuento que se llama “La mesa de
tres patas”, donde un espíritu volvía a reclamarles a los parientes
preguntándoles: “Qué me pasó, yo estaba dormido, estaba bien, de
golpe aparezco acá en las dos dimensiones, ustedes me envenenaron, qué hicieron, qué fue lo que me ocurrió”. El tipo quería saber
qué había pasado de verdad, y como estaba dormido ni se enteró.
—¿Cómo te gustaría ser recordado?
—En tono de joda, como se recuerda a los amigos con los cuales uno se ha divertido y se ha reído mucho. Yo lo veo en la mesa
de los muchachos en El Cairo, donde hay algún que otro amigo
que partió y cuando se lo recuerda se lo hace con la misma falta de
respeto y afectividad con que se lo trataba cuando estaba en la
mesa. Sin ningún tipo de respeto, la evocación inmediatamente
despierta risas: “Cuando hizo tal cosa, cuando dijo tal otra”. Creo
que ésa es la forma de recuerdo que me correspondería, o al menos
que yo quisiera.
—¿Y si tuvieran que poner una frase en un cuadrito del bar El
Cairo?
—Me acuerdo de que, no sé si en Inodoro Pereyra, apareció
una, pero que sería más humorística que real en el caso de que
fuera trasladada a mí, que decía: “Aquí reposa Fontanarrosa. En
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su vida jamás hizo otra cosa”. No será cierto, porque si hay algo
que hice toda mi vida fue laburar. Pero qué gracioso, ¿no?
de aquí para allá es la nada”. Pero, ¿qué es la nada? ¿Hasta dónde
hay nada? Indudablemente, al menos dentro de mi capacidad, no
figura la posibilidad de entender qué es el infinito y por supuesto
ni trato.
SEÑAS PARTICULARES:
—¿Qué tiene que tener una buena mujer?
—En primer lugar tiene que ser linda, me tiene que gustar físicamente, considerando que yo en canje no ofrezco un beneficio similar; me tiene que parecer una buena persona, confiable y honesta; y en tercer lugar, que es lo más importante y que está por
encima de todo lo que puedo pretender de una mujer, es que me dé
pelota. En definitiva es fundamental, porque nos deslumbramos
con todas, pero nos quedamos con la que nos da pelota.
“La mejor mina es la que te da pelota”
—¿Quiénes te hacen reír?
—Woody Allen, Les Luthiers y la mayoría de mis colegas, simbolizándolos tal vez en Quino.
—¿Qué te pone de mal humor?
—Lo que me pone de un humor horrible es que pierda Rosario
Central y la emergencia en la entrega del material, que generalmente está generada por broncas conmigo mismo por aceptar más
trabajo del que puedo hacer.
—Tres futbolistas de todos los tiempos.
—Están prácticamente cantados: Diego Armando Maradona,
Pelé y, también por una cosa más afectiva y no por eso menos
justa, Mario Alberto Kempes.
—Tu mensaje para el año 2050.
—Mi mensaje para aquellas personas que sean jóvenes en
2050 podría ser, si es que este mensaje está encerrado en un
CD o en algún soporte digital de los que se usan ahora, que
cuando lo encuentren pregunten y se acerquen a mí. Para esa
época voy a estar empezando a envejecer y posiblemente necesite ayuda de los más jóvenes. Simplemente eso.
—Hablame de los mejores goles que viste en la cancha o por
la tele.
—Uno es un gol emblemático para la hinchada de Rosario
Central, el famoso de palomita de Aldo Pedro Poy en el Estadio Monumental en 1971 contra Newell’s Old Boys. El de Diego Armando
Maradona contra los ingleses; no el gol con la mano, que también
tiene su valor, sino el que gambeteó a medio equipo inglés. Por último, como buen bicho canalla, cualquier gol convertido por Rosario Central en un clásico contra Newell’s.
—¿Qué harías con dos pesos?
—Me podría comprar un chocolate con maní que siempre me
gratifica y me levanta el ánimo por sobre todas las cosas de la
Tierra.
—¿Qué asuntos te siguen resultando un gran misterio?
—El infinito; no sólo me parece un misterio sino un desafío de
mal gusto, no me alcanza el entendimiento para captar qué es eso.
Cuando te quieren explicar te dicen: “El universo llega hasta acá,
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