HUGO FAZIO VENGOA PUBLICACIONES RECIENTES Álvaro Camacho Guizado (Editor) Narcotráfico: Europa, Estados Unidos, América Latina. Bogotá: Universidad de los Andes CAMBIO DE PARADIGMA: DE LA GLOBALIZACIÓN A LA HISTORIA GLOBAL El revés de la nación Territorios salvajes, fronteras y tierras de nadie. Bogotá: Universidad de los Andes Libro ganador del Premio Anual de la Fundación Alejandro Ángel Escobar (2006) Luis Gonzalo Jaramillo (Editor) Escalas menores-Escalas mayores Una perspectiva arqueológica desde Colombia y Panamá Bogotá: Universidad de los Andes Cristóbal Gnecco Carl Langebaek (Editores) Contra la tiranía tipológica en arqueología Una visión desde Suramérica Bogotá: Universidad de los Andes El libro es lo que podría denominarse un ensayo investigativo, y su campo de experiencia es en aquel pliegue donde tiene lugar la intermediación entre los variados desarrollos que han experimentado el mundo actual, y las aproximaciones con las cuales las ciencias sociales han intentado dar cuenta de estas transformaciones. En tal sentido, el texto no es un trabajo cuyo eje central sea la explicación de eventos y situaciones recientes, aunque abulten las referencias a importantes acontecimientos contemporáneos, pero tampoco se le debe considerar como un trabajo eminentemente teórico que discurre sobre las aproximaciones que se han desarrollado con el ánimo de afinar la comprensión de la contemporaneidad. Se sitúa en el pliegue, en la articulación de ambos procesos, porque una preocupación permanente que acompaña el trabajo consiste en entender la manera como la realidad ha impulsado importantes transformaciones en el conocimiento, y, al mismo tiempo, se interesa por los alcances y limitaciones que el saber social ha desplegado para responder a estos desafíos. La escogencia de este particular campo de experiencia obedece a que la idea de fondo que recorre las páginas de este libro consiste en el deseo de ayudar a construir un enfoque novedoso que permita mejorar la comprensión de la realidad contemporánea. Se muestra la manera como la inclusión de las dinámicas de la globalización en los campos de experiencia de las ciencias sociales constituye un importante avance que permite dar mejor cuenta de la realidad contemporánea la globalización como punto de partida, pero, se precisan, al mismo tiempo, las limitantes que ocasiona este mismo proceder cuando se le quiere convertir en un objetivo en sí: la globalización como el punto de llegada. Esta ambivalencia que comporta este conjunto de dinámicas es lo que nos lleva a formular un enfoque distinto, el cual hemos definido como una historia global. CAMBIO DE PARADIGMA Margarita Serje ISBN 978-958-695-303-0 HUGO FAZIO VENGOA Uniandes - Ceso Departamento de Historia HUGO FAZIO VENGOA Hugo Fazio Vengoa es Profesor Titular de la Universidad de los Andes. Se graduó como historiador en la Universidad Amistad de los Pueblos, Moscú. Posteriormente obtuvo un Magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia y un Doctorado en Ciencia Política de la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Ha publicado varios libros sobre temas internacionales, entre los que se destacan: El mundo y la globalización en la época de la historia global, Bogotá, Siglo del Hombre, IEPRI, 2007; La Unión Europea y América Latina: una historia de encuentros y desencuentros, Bogotá, Uniandes, CESO, 2006; Rusia en el largo siglo XX, Bogotá, Uniandes, CESO, 2005; El mundo en los inicios del siglo XXI: ¿hacia una formación social global?, Bogotá, IEPRI, CESO y Uniandes, 2004; La globalización en Chile. Entre el Estado y la sociedad de mercado, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2004; Escenarios globales. El lugar de América Latina, Bogotá, IEPRI, CESO, Uniandes y Departamento de Historia, 2003; El mundo después del 11 de septiembre, Bogotá, IEPRI y Alfaomega, 2002; El mundo frente a la globalización. Diferentes maneras de asumirla, Bogotá, IEPRI, CESO, Uniandes, 2002; La globalización en su historia, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2002; La globalización: discursos, imaginarios y realidades, Bogotá, IEPRI, CESO y Uniandes, 2001; El arco latino de la Unión Europea y sus relaciones con América Latina, Firenze, European Publishing Academia Press, 2001; La política internacional de la integración europea, Bogotá, IEPRI y Siglo del Hombre, 1998; Después del comunismo. La difícil transición de la Europa Centro Oriental, Bogotá, IEPRI y Tercer Mundo Editores, 1994, y La Unión Soviética: de la Perestroika a la disolución, Bogotá, Ediciones Uniandes y Ecoe Ediciones, 1992. Cambio de paradigma: de la globalización a la historia global Hugo Fazio Vengoa UNIVERSIDAD DE LOS ANDES FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES - CESO DEPARTAMENTO DE Historia Fazio Vengoa, Hugo Antonio, 1956Cambio de paradigma: de la globalización a la historia global / Hugo Fazio Vengoa. — Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Historia, CESO, Ediciones Uniandes, 2007. 168 p.; 17 x 24 cm. ISBN: 978-958-695-303-0 1. Globalización 2. Desarrollo económico I. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad de Ciencias Sociales. Departamento de Historia II. Universidad de los Andes (Colombia). CESO III. Tít. CDD 303.482 SBUA Primera edición: octubre de 2007 ©Hugo Fazio Vengoa ©Universidad de Los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Historia, Centro de Estudios Socioculturales e Internacionales – CESO. Carrera. 1ª No. 18ª- 10 Edificio Franco P. 5 Teléfono: (571) 3 394949 – 3 394999. Ext: 3330 – Directo: 3324519 Bogotá D.C., Colombia http://faciso.uniandes.edu.co/ceso/ [email protected] Ediciones Uniandes Carrera 1ª. No 19-27. Edificio AU 6 Bogotá D.C., Colombia Teléfono: (571) 3 394949- 3 394999. Ext: 2133. Fáx: Ext. 2158 http://ediciones.uniandes.edu.co [email protected] ISBN: 978-958-695-303-0 Diseño, diagramación e impresión: Legis S.A. Av. Calle 26 Nº 82-70 Bogotá, Colombia Conmutador.: 4 255255 Impreso en Colombia – Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o trasmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. Contenido Introducción. ............................................................................................................. 3 1. El presente y las ciencias sociales....................................................................... 5 Un mundo turbulento.................................................................................... 5 Las ciencias sociales y los dilemas del presente........................................... 23 2. De la globalización a la historia global. ........................................................... 35 ¿Cómo se ha explicado la globalización?..................................................... 35 Los enfoques disciplinares............................................................................ 38 La globalización estremece la epistemología de las ciencias sociales......... 50 Una clasificación temática de la globalización............................................. 58 De la globalización a la historia global: boceto de una propuesta............... 93 3. Desarrollo, globalización e historia global: una articulación imprescindible 99 Los antecedentes........................................................................................... 108 La intensificación de la globalización y el nuevo contexto para el desarrollo... 113 Globalización y desarrollo: el peso del globalismo...................................... 120 Por un desarrollo alternativo en la historia global........................................ 133 Bibliografía. .............................................................................................................. 145 Introducción El libro que tiene el lector en sus manos es lo que podría denominarse un ensayo investigativo. Es un ensayo porque es un texto de esos que el escritor italiano Alessandro Baricco dice que se van pensando mientras se escriben, procedimiento de escritura que, debe reconocérsele, tiene la ventaja de permitir numerosas licencias narrativas, muchas de ellas seguramente inadmisibles en un libro que cuente de antemano con una estructura formal. Pero, al mismo tiempo, es un texto que comporta una nada despreciable dimensión investigativa porque se fundamenta en tres resultados de investigación que fueron parcialmente publicados a lo largo del último año en forma de artículos en la revista Análisis Político. El campo de experiencia en el cual se sitúa este libro es en aquel pliegue donde tiene lugar la intermediación entre los variados desarrollos que han experimentado el mundo actual y las aproximaciones con las cuales las ciencias sociales han intentado dar cuenta de estas transformaciones. En tal sentido, el texto no es un trabajo cuyo eje central sea la explicación de eventos y situaciones recientes, aunque abulten las referencias a importantes acontecimientos contemporáneos, pero tampoco se le debe considerar como un trabajo eminentemente teórico que discurre sobre las aproximaciones que se han desarrollado con el ánimo de afinar la comprensión de la contemporaneidad. Se sitúa en el pliegue, en la articulación de ambos procesos, porque una preocupación permanente que acompaña el trabajo consiste en entender la manera como la realidad ha impulsado importantes transformaciones en el conocimiento, y, al mismo tiempo, se interesa por los alcances y limitaciones que el saber social ha desplegado para responder a estos desafíos. La escogencia de este particular campo de experiencia obedece a que la idea de fondo que recorre las páginas de este libro consiste en el deseo de ayudar a construir un enfoque novedoso que permita mejorar la comprensión de la realidad contemporánea. Es este interés lo que explica la estructura del libro. Como el objetivo es contribuir a la construcción de una perspectiva analítica que dé cuenta, de modo más multifacético y complejo, de las particularidades de nuestro presente, se ha considerado importante llevar al lector por los innumerables vericuetos y senderos que han ayudado a moldear los supuestos y la lógica del Hugo Fazio Vengoa enfoque que aquí se propone. Se comprenderá que la escogencia de este esquema argumentativo explica las razones que nos han conducido a prescindir de un capítulo dedicado a las consideraciones finales o conclusiones. Con este propósito en mente, el texto comienza con la presentación de un cuadro que contiene aquellos elementos fundamentales que particularizan nuestro presente, procedimiento que permite comprender que, a lo largo de las últimas décadas, el mundo ha ingresado en un estadio de profundas y radicales transformaciones. Enseguida, se discute sobre los desafíos que esta nueva realidad planetaria plantea al conjunto de las ciencias sociales, y de modo particular se destaca la dificultad que entraña la inclusión de lo global dentro de los marcos teóricos que han gobernado en este campo del saber. En un tercer momento se realiza un barrido sobre las diferentes aproximaciones que se han desarrollado para dar cuenta del sentido de la globalidad presente. Este capítulo no constituye un nuevo discurrir sobre los debates que ha entrañado la globalización. El objetivo es un poco más ambicioso: intenta, mediante la contraposición de enfoques y de esquemas de clasificación, ir definiendo las particularidades de la globalidad y de nuestro presente. Una vez realizada esta incursión, se muestra la manera como la inclusión de las dinámicas de la globalización en los campos de experiencia de las ciencias sociales constituye un importante avance que permite dar mejor cuenta de la realidad contemporánea —la globalización como punto de partida—, pero se precisan, al mismo tiempo, las limitantes que ocasiona este mismo proceder cuando se le quiere convertir en un objetivo en sí: la globalización como el punto de llegada. Esta ambivalencia que comporta este conjunto de dinámicas es lo que nos lleva a formular un enfoque distinto, el cual hemos definido como una historia global. En la última sección se realiza un ejercicio sobre un tema específico —el desarrollo—, con el ánimo de presentar la manera como se pueden aplicar las reflexiones teóricas anteriores en un caso concreto y evaluar la pertinencia del enfoque propuesto. Quiero aprovechar la oportunidad que me brinda esta introducción para expresar los correspondientes agradecimientos. Agradezco a la Universidad de los Andes, directivos, personal administrativo, colegas y estudiantes, que me hayan creado un ambiente intelectual estimulante para mi trabajo. Como es habitual, este libro está dedicado a mi familia, sólido fundamento en mi permanente desarrollo. A Julieta, Antonella, Luciana y Daniela, así como a todos aquellos que en diferentes momentos y circunstancias me han acompañado en la vida, dedico este trabajo. 1. El presente y las ciencias sociales Un mundo turbulento Desde hace varios lustros el mundo viene atravesando por un período de prolongadas y profundas redefiniciones en los más variados campos, que van desde la inagotable revolución tecnológica y los nuevos patrones de acumulación, crecimiento y desarrollo, pasando por profundas reconversiones sociales, grandes indefiniciones en cuanto al tipo de ordenamiento político mundial, el cual, luego del magno suceso de la caída del Muro de Berlín, no logra, y seguramente nunca podrá, volver a estructurarse de modo claro y durable, hasta que no se opere un sensible cambio de mentalidad que lleve a pensar el mundo de una manera distinta, hasta llegar a significativos redimensionamientos en el plano de la cultura (v. gr., la significación de los derechos culturales), la ideología, las mentalidades, las biografías —individuales y colectivas— y las comunicaciones. Hace poco, el filósofo italiano Giacomo Marramao ofrecía un breve retrato existencial de lo que ha entrañado esta poderosa transmutación, cuando afirmaba que “el mundo al que comenzamos a pertenecer, hombres y naciones, es sólo una ‘figura parecida’ al mundo que nos era familiar” (Marramao, 2006: 11). Otro italiano, esta vez el prolífico escritor Alessandro Baricco, quien también ha mostrado un sensible interés por entender los elementos de novedad que encierra nuestro presente, ya hace algunos años nos brindaba una sugestiva descripción sobre la globalización y el mundo que se iniciaba en el recodo del último cambio de siglo (Baricco, 2002). En el momento, de modo más reciente, en otro atractivo ensayo (Baricco, 2006), sostiene que pareciera que la Tierra está siendo saqueada por predadores “sin cultura ni historia”. En los hechos, podemos fácilmente constatar que no existe ningún ámbito social que escape de esta regla; todas las esferas sociales, e incluso las biografías personales, se encuentran atravesadas por vertiginosas y dispares dinámicas de cambio. Esta afirmación es válida tanto para los grandes procesos estructurales en los más variados ámbitos sociales como para los asuntos aparentemente tan parsimoniosos como los que conmueven y turban al escritor italiano: la producción y el nuevo gusto por el vino, que se ha convertido en un drink, ajeno al alma de las viejas tradiciones; el fútbol actual, que privilegia el resultado en detrimento de la Hugo Fazio Vengoa genialidad, la espectacularidad, la belleza y la vivencia del juego, o el consumo de libros, por parte de personas que además no leen libros, el cual tiende a ordenarse de acuerdo con formatos mediáticos cada vez más espurios y rígidos. Pero lo que más poderosamente llama la atención son otras derivaciones que se desprenden de esta complicada situación: una de ellas se refiere a la lógica implícita, así como a la trascendencia que ha registrado este tipo de transformaciones. Para entender la magnitud de estas evoluciones bien vale la pena realizar un pequeño ejercicio comparativo con lo acontecido en períodos previos. Es evidente que la coyuntura histórica sobre la cual estamos hablando no constituye un momento desconocido e inédito en la historia en lo que se refiere al espesor y la profundidad de esta metamorfosis. Es indiscutible que una breve ojeada al pasado nos muestra que en épocas anteriores también tuvieron lugar intervalos más o menos dilatados de tiempo, los cuales se caracterizaron por producir grandes y profundas transformaciones. Para no atiborrar la mente con comparaciones de etapas estructuralmente tan distintas a la nuestra, procedimiento que puede entorpecer el establecimiento de los correspondientes paralelos, semejanzas y diferencias, y si nos atenemos únicamente al período que ha sido conocido como la “época moderna”, por una curiosa coincidencia numerológica, los principales intervalos de tiempo que estuvieron salpicados por grandes redefiniciones sobrevinieron en los respectivos cambios de siglo. En las postrimerías del XVIII e inicios del siglo XIX se desencadenó la “era de las revoluciones”, tal como la definiera Eric Hobsbawm (1973), coyuntura en la cual se registraron acontecimientos tan trascendentales como la consolidación y la difusión del sueño ilustrado, la Primera Revolución Industrial en Gran Bretaña, la Revolución Francesa, la invasión napoleónica a la península Ibérica y los correspondientes variados movimientos políticos, sociales y militares que condujeron a la independencia de los países del continente americano. Otro momento de gran efervescencia ocurrió en el siguiente cambio de siglo: finales del XIX e inicios del XX, coyuntura histórica que también estuvo rebosada de grandes transformaciones en las comunicaciones (el telégrafo), los transportes (el ferrocarril y el barco a vapor), en las relaciones de poder (el imperialismo), la ciencia, las artes, etcétera, ciclo que, además, tuvo como corolario, un acontecimiento de proporciones hasta entonces nunca antes visto, la “Gran Guerra” o Primera Guerra Mundial (1914-1918), en las entrañas de la cual maduró otro evento que tan definitivo papel iba a desempeñar en el curso de la historia del siglo XX: la Revolución de Octubre en Rusia. A la luz de esta información histórica, más de uno podría pensar que por qué nos debe sorprender la magnitud de las transformaciones que tienen lugar en El presente y las ciencias sociales nuestro presente histórico, cuando el registro temporal pareciera sentenciar que el momento actual simplemente se inscribe dentro de una secuencia que aparenta ser constante y cíclica. Más aún, también podría recelarse de la sorpresa que en muchos de nosotros suscita la radicalizada coyuntura histórica contemporánea, cuando en los finales de los dos siglos anteriores, las transformaciones tampoco se circunscribieron a una esfera en particular sino que golpearon los más variados ámbitos sociales y de pensamiento. No obstante las similitudes aparentes que se puedan observar, a nuestro modo de ver, el presente que nos ha correspondido vivir difiere de los anteriores en cuestiones sustanciales. A finales del XVIII, las transformaciones eran territoriales y tenían lugar principalmente dentro de los confines de los respectivos Estados. Con la excepción notable del pensamiento ilustrado, por obvias razones que no necesitan ser mayormente explicadas, el resto de los cambios radicales se encontraba claramente circunscrito en su espacialidad y, en alto grado, sus réplicas allende las fronteras sólo pudieron ser comprendidas una vez que hubo transcurrido un buen lapso de tiempo. Ni siquiera un hombre visionario de la talla intelectual de Adam Smith pareció prestar la suficiente atención a uno de los cambios contemporáneos que más convulsionaría la historia moderna y contemporánea: la Revolución Industrial. En varios sentidos, las transformaciones que se produjeron un siglo después constituyeron una prolongación de las anteriores, ya que establecieron una mayor solidificación de la espacialidad de la nación; sin embargo, cuando se vislumbran en perspectiva, se observa que comportaban un importante elemento de novedad: eran dinámicas que, al mismo tiempo, rompieron el anterior marco territorial para desenvolverse internacionalmente, pues ponían en interacción e interrelación a grandes conjuntos en ámbitos particulares. Los procesos de transformación que se vienen proyectando desde el último tercio del siglo XX, momento cuando se dio inicio a lo que hemos denominado como nuestro presente histórico, también comportan una especificidad que les otorga coherencia: desde su fundamentación misma se realizan en una dimensión global (Alvater y Mahnkopf, 2002). En efecto, sólo en nuestro presente ha comenzado a emerger una espacialidad social global que ha trastocado el funcionamiento de la mayor parte de las instituciones, las cuales ya no surgen en un determinado lugar para posteriormente expandirse, pues son globales en su esencia misma, se realizan instantáneamente en diferentes partes del globo y enlazan a grandes conjuntos sociales. La secuencialidad que acabamos de resumir seguramente avivará en más de uno la ilusión de un progreso continuo. Se debe, sin embargo, evitar sacar Hugo Fazio Vengoa conclusiones apresuradas. A primera vista, más de uno podría suponer que la manera como se han llevado a cabo las transformaciones en estos últimos siglos se inscribe dentro de un desarrollo lineal, de menos a más, de la nación a lo mundial y/o global, pasando por lo internacional. El asunto, sin embargo, es mucho más complejo. En rigor, lo nacional y lo internacional son dos caras de una misma moneda, pues ninguno de ellos puede existir sin la contraparte; no puede haber naciones sin el referente al “otro” (Thiesse, 1999) y menos aún puede existir la internacionalidad cuando se carece de una plataforma compuesta de naciones. Ambas dinámicas, por tanto, comparten en su fuero interno la misma matriz histórica, cuyo elemento nodal se organiza en torno a la existencia de la nación. No está de más recordar que el término internacional fue acuñado sólo en la década de los ochenta del siglo XVIII por el filósofo Jeremy Bentham para designar aquellas actividades que se desprendían de las comunidades nacionales y de los Estados territoriales. El concepto internacionalización, por su parte, no alude a otra cosa que a vínculos entre naciones. Lo global, por el contrario, representa una dinámica de otra naturaleza. Desde un punto de vista histórico, sus antecedentes se remontan a aquellos contextos en los que debutaron procesos relativamente intensos de internacionalización, transnacionalización y mundialidad, pero sin que su esencia se reduzca a ellos. Un análisis genealógico, en este caso, sólo sirve para entender los orígenes, pero equivocados estaríamos nosotros si confundiéramos su desenvolvimiento con la naturaleza que el fenómeno comporta. Su esencia, en realidad, se realiza sobre otros parámetros. Lo global incluye todas las dinámicas antes mencionadas pero, al mismo tiempo, las trasciende. Para entender la disimilitud que se presenta entre los fenómenos que cada una de estas dinámicas produce conviene hacer una pequeña precisión semántica en torno a estos conceptos. Consideramos importante detenernos en este punto, porque de la permanente incomprensión del significado que encierran estos términos han nacido innumerables malentendidos sobre las particularidades del mundo actual. En aras de la brevedad, organizaremos estas nociones en torno a tres matrices: la nación, el planeta y la globalidad. La mayor parte de estos conceptos corresponden a la matriz nacional. El primero es, obviamente, la internacionalización, que se refiere a los vínculos que se establecen entre territorios nacionales, y se conecta también con la apertura de un respectivo Estado para facilitar el tránsito de bienes, servicios, acciones y personas a través de las fronteras. La transnacionalización, por su parte, es una derivación más sutil, compleja y perfeccionada de la internacionalización. Consiste en los flujos que se producen a través de la articulación de nexos localizados, pero sin llegar a anular las fronteras El presente y las ciencias sociales preestablecidas, como ocurre con las nuevas formas de producción, las relaciones, los estilos de vida, etcétera, que permanentemente traspasan las barreras de las naciones, generando nuevos tipos de interacción. Por último, de esta matriz se desprende el concepto de interdependencia, condición de dependencia asimétrica, que indica la codependencia que existe en un campo particular entre dos o más partes del sistema o de agentes internacionales. Todas estas dinámicas, en el fondo, tienen en común el hecho de organizarse a partir de la existencia de la nación, pero sin trascenderla. La planetarización y la mundialización no pertenecen al campo de las dinámicas nacionales o internacionales, pues se desprenden de la matriz planetaria. La primera de estas nociones alude a aquellos fenómenos que atañen al mundo en su conjunto; son, en su fuero interno, más ecológicos que medioambientales, se relacionan más con la Tierra como espacio natural o con la cartografía como representación que con el Mundo como escenario de la historia humana. Por ser importante para los propósitos de este trabajo, se deben tener presente dos cosas: primero, estas distintas dinámicas no se suceden unas a otras en el tiempo, sino que en diferentes momentos históricos, coexisten de modo complejo y multifacético. Segundo, que en ciertas lenguas latinas, particularmente en francés, el término mundialización se emplea como sinónimo de globalización, orientación intelectual que ha contribuido a sembrar bastante confusión en torno al sentido que comportan ambos conceptos. También se debe recordar que importantes analistas sociales contemporáneos han procurado establecer una diferencia de contenido entre estos conceptos, diseccionándolos como expresiones particulares de una misma matriz. Renato Ortiz, por ejemplo, utiliza el término globalización para aludir a la unificación técnica y económica del mundo, mientras que reserva el concepto de mundialización para el entretejimiento complejo de la cultura y las representaciones en el mundo actual (Ortiz, 2004). De acuerdo con nuestro parecer, los términos no son equivalentes, pero no por las razones que invoca el científico social brasileño, sino porque el significado de la mundialización se ubica en un plano distinto al de la globalización. El primero es un concepto más geográfico, es decir, espacial, y en el mejor de los casos, puede relacionarse con aquellos sistemas o estructuras sociales que en determinados momentos han servido de marco organizador y configurador de grandes procesos mundiales, como efectivamente ocurrió con la mundialización de la política bajo el ropaje de la Guerra Fría. La globalización se ubica en un registro distinto, pertenece a la matriz de la globalidad, comprende ciertos elementos de los anteriores, pero es ante todo una dinámica de naturaleza temporal, tal como tendremos ocasión de documentarlo 10 Hugo Fazio Vengoa más adelante; se identifica con la expansión de las relaciones sociales a lo largo y ancho del planeta, y en su calidad de proceso, es un fenómeno que reviste diferentes modalidades, que van desde la constitución de dinámicas propiamente globales, pasando por el carácter “fantasmagórico” que asumen algunos tipos de relaciones sociales, hasta la expresión globalizada que registra lo local, que ocurre cuando determinados acontecimientos se expresan en “clave local”. Cuando sostenemos que la particularidad de nuestro presente consiste en el carácter global en el que se realizan estas transformaciones, nos estamos refiriendo a varias cosas al mismo tiempo. En primer lugar, una de las novedades que encierra nuestro presente consiste en que estas transformaciones ya no se confinan dentro de los límites de un respectivo ámbito; más bien, tienden a ramificarse enrevesadamente por todo el conjunto de lo social: lo político deviene económico, lo cultural resemantiza lo social, este último ecualiza lo político, y así sucesivamente. Pareciera que los viejos compartimientos estancos en que se gustaba subdividir a las sociedades estuvieran estallando desde dentro; ya no actúan como contenedores de las dinámicas propias de su respectivo ámbito ni se encuentran inmunizados de lo que ocurre en los otros campos. Esta especificidad de nuestra contemporaneidad debe leerse también desde otro ángulo: muchas veces, cuando se analiza un acontecimiento o una situación, los expertos de las distintas disciplinas tienden a encontrar una explicación al fenómeno de acuerdo con los principales problemas que se desprenden del respectivo campo del saber desde el cual observan. Frente a un acontecimiento cualquiera, los economistas podrán destacar las inconsistencias del sistema económico; los expertos en asuntos internacionales pondrán el énfasis en las presiones económicas, políticas y/o militares provenientes del medio externo; los politólogos, en asuntos relacionados con el sistema o la cultura política, y así sucesivamente. En un contexto de globalidad, cuando se ha acentuado la promiscuidad entre los distintos ámbitos sociales, ya no tiene sentido seguir pensando en esos términos. Lo importante es entender la manera como estas diferentes dinámicas se encadenan, se retroalimentan y terminan construyendo nuevas y originales síntesis. Más de uno podrá objetar que este problema tiene mucho de ilusión óptica o de perspectiva, como gustaba decir a los hombres del Renacimiento. Posiblemente, las subdivisiones convencionales a las que se habituó el saber científico no fueron del todo valederas y la clasificación de ámbitos sociales, con toda probabilidad, era una forma de ordenar, delimitar y organizar el conocimiento. Aun si las perspectivas frecuentes de análisis pueden pecar de ciertas falencias, debe destacarse que el enmarañamiento y la promiscuidad de las dinámicas sociales contemporáneas sobrepasan con creces no sólo a los guiones más visionarios que El presente y las ciencias sociales 11 hayan podido concebirse, sino también a los tipos de interacción (v. gr., nacional, internacional) a los que antes estábamos acostumbrados. Los cambios en nuestro presente tampoco respetan las fronteras en otro sentido: ya no se confinan en el lugar donde primariamente se manifestaron. Esto ha llevado a que no sólo sea bien difícil determinar dónde, cómo y bajo qué circunstancias se originan estas transformaciones, más complejo aún es precisar hasta dónde se extienden estos cambios, tanto en su espacialidad como en su duración. Seguramente no resulta nada difícil de imaginar a qué nos referimos cuando hablamos de la extensión espacial de estos fenómenos: sus expresiones regularmente se prolongan a grandes distancias de sus eventuales epicentros o en ocasiones producen tendencias de transnacionalidad medular (v. gr., la movilidad del capital financiero, los desarrollos tecnológicos) y/o en los márgenes (v. gr., la emergencia de formaciones de clase migrantes y subalternas). Más complicado, empero, es entender la dilatación temporal. Estamos acostumbrados —posiblemente, en contextos anteriores en ello intervino la “distancia” natural que separaba a las distintas civilizaciones, y hoy, el vértigo y la urgencia a los que nos han acostumbrado los veloces medios de transporte y comunicación— a suponer que los eventos solamente generan consecuencias inmediatas y circunscritas a su epicentro. Pero en la vida social contemporánea esto no ocurre siempre de acuerdo con este esquema. Muchas circunstancias —acontecimientos, situaciones y procesos— se insinúan en un primer momento, expresan toda su fosforescencia, después se desarrollan en silencio, es decir, pareciera que se congelaran en el tiempo, pero las más de las veces prosiguen su desenvolvimiento en clave subterránea, y con el paso del tiempo después vuelven a reaparecer. Un buen ejemplo de ello es la mayor parte de los tópicos conexos con los temas de la memoria, que tanto interés suscitan en nuestro presente (Garton Ash, 1997). Una traumática página en la historia, con la cual no se hayan saldado las necesarias deudas, no se haya negociado el perdón con el olvido, permanentemente reaparece suscitando agudos debates y, en ocasiones, dando lugar incluso a complicadas situaciones que rayan en la crisis. Pero no sólo esta gama de cuestiones difíciles de aprehender y concretar se propagan arrítmicamente a través del tiempo. Se puede observar que también se ha asistido a una situación análoga con la emergencia de una nueva generación de movimientos sociales, los cuales, después de alcanzar una alta visibilidad durante los ochenta, sobre todo en la Europa Centro Oriental y en América Latina, prácticamente desaparecieron durante buena parte de los noventa, para volver a 12 Hugo Fazio Vengoa reaparecer con impresionante fuerza en los más diferentes confines del mundo, en momentos en que se asistía al último cambio de siglo (Kaldor, 2004). En cada una de estas fases, sin embargo, y no obstante el hecho de que estos movimientos siguieran compartiendo ciertas propiedades comunes, han comportado también expresiones propias del lugar desde el cual se enuncian y/o de la especificidad del momento por el que se transita. Como acertadamente ha señalado Marramao, es que “el sistema de causas que gobierna la suerte de cada uno de nosotros se extiende en adelante a la totalidad del globo, lo hace resonar por completo a cada conmoción. Ya no hay cuestiones terminadas por haber sido terminadas en un punto” (Marramao, 2006: 11). Las cosas, sin embargo, pueden complejizarse desde otro ángulo, porque tampoco consumen su fosforescencia únicamente de este modo. Analíticamente, se puede establecer la distinción entre las expresiones espaciales y las temporales, pero en la realidad, en la vida diaria, los fenómenos sociales no siguen trayectorias independientes, pues ambas manifestaciones reiteradamente se encuentran compenetradas. Un fenómeno puede expresarse en un momento distinto, pero también en un lugar muy distante. La causalidad inmediata y rectilínea, por tanto, pierde buena parte de su capacidad operativa; cede invariablemente su lugar a la explicación en términos de resonancia, o, como señalaba el historiador Pierre Vilar, cuando argumentaba sobre la desconfianza que experimentaba ante la noción de “causa”, generalmente simplificadora, e incluso de la noción de “factor”; prefería “hablar de componentes de una situación: elementos de naturaleza sociológica a menudo distintos, que se combinan en relaciones siempre recíprocas, aunque variables, en los orígenes, en el desarrollo y en la maduración de las situaciones” (Vilar, 2004: 75). El asunto de la globalidad también puede visualizarse desde otra perspectiva. Por lo general, en la mayoría de las ciencias sociales, el Mundo como campo de experiencia ha brillado por su ausencia. Esta aseveración es incluso válida para aquellas disciplinas que, en principio, más afinidad temática tienen con este tema de estudio, como la geografía, la filosofía, las relaciones internacionales y la historia. La primera se ha interesado más por el estudio de la Tierra, entendida como espacialidad, que con el Mundo, aquel escenario, o mejor dicho, entramado donde permanentemente se desenvuelven las actividades humanas. La segunda supuso el surgimiento de interesantes concepciones sobre el mundo, pero que se ceñían a perspectivas universalistas y más centradas en torno a una deseabilidad, a interrogantes y preocupaciones clásicas de la filosofía, que en torno a un conocimiento contingente de la realidad mundial, entre otras cosas, debido a que la mayor parte de esta producción intelectual antecedió al momento en el cual la categoría Mundo empezó a cristalizarse en su globalidad. La tercera —si bien alude El presente y las ciencias sociales 13 expresa y directamente a situaciones que se desenvuelven en el amplio escenario del mundo, su desmedida focalización procedimental en la vigencia de las partes, o sea, en las naciones y en sus relaciones— ha inhabilitado a este campo de estudio para comprender el conjunto, o sea, el mundo, el cual es obviamente una realidad mucho más abarcadora que la simple sumatoria de naciones. En lo que atañe a la historia, podemos dejar el balance en palabras de Eric Hobsbawm, quien en su libro biográfico sostuvo que “las historias de Europa, de Estados Unidos y del resto del mundo siguieron separadas unas de otras: sus respectivos públicos coexistían, pero apenas se rozaban. La historia sigue siendo, por desgracia, principalmente una serie de nichos para los que la escriben y para su público lector. En mi generación sólo un puñado de historiadores ha intentado integrarlos en una historia universal de largo alcance. Ello fue debido en parte a que la historia no supo prácticamente emanciparse —en gran medida, por motivos institucionales y lingüísticos— del marco del Estado-nación. Volviendo la vista atrás, probablemente fue el principal punto débil de la materia en mi época” (Hobsbawm, 2003: 207). Con toda seguridad, una de las pocas excepciones que escapó de esta regla fue el sociólogo Niklas Luhman, quien, a principios de la década de los setenta del siglo pasado, sostuvo que “podría ser que no percibiéramos el surgimiento de la nueva sociedad mundial porque hemos estado esperándola con categorías equivocadas, como la idea de imperio universal […] Pero la sociedad mundial es un fenómeno completamente nuevo desde el punto de vista evolutivo. Las perspectivas de éxito de este tipo de sistemas no pueden evaluarse con los medios conceptuales de que disponemos, y probablemente están fuera de nuestro campo visual” (citado en Beck y Grande, 2006: 166). En otro texto, revela con mayor fuerza el contenido de su concepción, cuando sostiene: “En las condiciones modernas, como consecuencia de una diferenciación funcional, solamente puede existir un sistema societario. Su red comunicativa se expande por todo el globo. Incluye todas las comunicaciones humanas. La sociedad moderna es, por tanto, una sociedad mundial en un doble sentido. Vincula el mundo a un sistema e integra todos los horizontes mundiales como horizontes de un único sistema comunicativo” (citado en Ortiz, 2004: 33). Si bien se le pueden reconocer ciertas facultades visionarias a la propuesta luhmaniana, también esta concepción se ha quedado a medio camino en el momento de dar cuenta de la realidad mundial contemporánea, por su excesiva sistematicidad, su apreciación evolucionista, su escasa flexibilidad, y porque ha desatendido uno de los elementos más importantes de nuestro presente, dado que subsume la especificidad de lo local dentro de la macroestructura de la mundialidad. 14 Hugo Fazio Vengoa En esta contraposición con la tesis luhmaniana debemos recordar que una de las principales dificultades que se experimenta cuando se quiere hacer inteligible el tipo de situaciones que acompaña a nuestra contemporaneidad es que el mundo es mucho más que un tablero plano, en el cual se pueda colocar o representar geométricamente la disposición de las personas o las cosas. Esta figura espacialmente uniforme era, sin duda, válida para períodos anteriores en la historia, cuando era reducido el volumen de población y cuando las medidas de movilidad eran igualmente escasas, pero no es apropiada cuando se desea acometer la interpretación de nuestro presente. Debemos más bien imaginar el mundo actual como un entramado de naturaleza topológica, razón por la cual no puede suponerse que exista regularidad y simetría en la manera como se desenvuelven los acontecimientos y otras situaciones de alcance mundial, debido a que, como la globalidad es fundamentalmente una dinámica que transforma el tiempo social, en todos estos eventos interviene, entre otras tantas cosas, la disimilitud de la propia carga temporal que registran los distintos colectivos humanos. Por tanto, cuando una dinámica se temporaliza y se extiende en el tiempo como una duración, vuelve a realizarse en un contexto nuevo pero, con toda seguridad, sus manifestaciones van a tener que decodificarse de otra manera y registrarán vibraciones muy distintas de las inaugurales. El entendimiento de esta compleja realidad nos pone frente a un importante dilema, el cual podemos sintetizar a través de un par de interrogantes: ¿de qué manera se puede aún seguir hablando de modo genérico de fenómenos comunes a todo el mundo? O, más bien, ¿se debe suponer que estas situaciones son dinámicas que se “glocalizan” a lo largo y ancho del mundo? En torno a estas preguntas encontramos una de las claves que permiten establecer de manera más clara las diferencias que distinguen a los conceptos de mundialidad y globalidad: la primera, tal como la imaginaba Luhman, se organiza como una macroestructura que recubre a todo el planeta. Como señalábamos con anterioridad, un adecuado ejemplo de ello fue la Guerra Fría, aquel eje configurador de un sistema internacional, organizado en torno a la competición de dos sistemas socioeconómicos, en cuyo vértice se encontraban dos superpotencias enfrentadas con pretensiones hegemónicas, y que recababan su poderío de una desaforada carrera armamentista, y en el riesgo de la amenaza nuclear, que perduró por más de cuarenta años. A diferencia de ello, la globalidad es aquella dinámica que realiza de manera multiforme la compenetración entre lo local y lo global. Esta disimilitud en términos de espesor temporal es un factor de gran relevancia cuando se quieren valorar los niveles de adaptación de los distintos conjuntos humanos a las dinámicas planetarias contemporáneas. Si tomamos un ejemplo cualquiera, v. gr., la cultura, podemos observar que en América Lati- El presente y las ciencias sociales 15 na existen colectivos nacionales portadores de profundas o relativamente densas culturas y otros cuyo espesor es mucho más tenue. “No es lo mismo la presencia de la música anglo, difundida por las transnacionales de la música en el país del tango, del vallenato, de la cumbia, de la samba y del bossa nova, que en un país en el que el baile nacional —la cueca— es apenas una cuestión de una vez al año durante las fiestas patrias, un baile más bien carente de prestigio simbólico en un alto porcentaje de la población…” (Subercaseaux, 2002: 36). Esta mayor o menor densidad, empero, no es un asunto que pueda decodificarse de manera genérica, cuya aplicabilidad sea válida uniformemente en todos los casos. De hecho, se expresa con particularidades propias en los distintos registros. Países aparentemente más frugales en algunos campos pueden disponer de mayores recursos en el momento de poner en práctica sus dinámicas de inserción internacional, porque comportan una larga trayectoria histórica en ese sentido. A otros países que carecen de esa densidad les resulta más difícil realizar los necesarios ajustes cuando quieren insertarse en los intersticios globalizantes. El espesor del registro temporal de un colectivo, por tanto, no es uniforme; constituye más bien una compleja amalgama de distintas duraciones, lo cual, incuestionablemente, torna más difícil la aprehensión de la naturaleza intrínseca de la globalidad y de las maneras de asumirla. Pero también este asunto se puede complejizar desde otro ángulo: el acoplamiento a las tendencias actuales del mundo no siempre se representa como una importación o interiorización de aquello que ocurre externamente. Por el contrario, se expresa más bien como una exportación o una exteriorización de la globalidad. Existen innumerables casos en los que la tendencia ha sido precisamente esta última: en buena medida, el éxito alcanzado por los países de la Europa Centro Oriental en su proceso democratizador y de reconversión económica a partir de inicios de los noventa, su rauda salida del comunismo, fue posible porque coincidió y se combinó con un retorno de la soberanía, y no por una superación de la misma, lo cual hubiera sido más congruente con la calidad de las transformaciones que ya entonces tenían lugar en este contexto de lo global. Estos países, por más de cuarenta años, hicieron parte de un subsistema donde primaba un rígido esquema de “soberanías limitadas” —la doctrina Brezhnev—, no como una derivación de la extensión de la globalización, sino por un acentuado nacionalismo imperial mundialista por parte de la potencia rectora, a la sazón, la Unión Soviética. En las nuevas coordenadas de la década de los noventa, se requería de un anclaje que hiciera posible la transición de estas sociedades en dirección al contexto posnacional europeo, cosa que finalmente ocurrió en mayo de 2004, con la adhesión de la mayoría de estas naciones a las estructuras de la Unión Europea (UE). 16 Hugo Fazio Vengoa En este caso que acabamos de observar, dos tiempos genéricos, el de los países de la Europa Centro Oriental y el de la Unión Europea, que representan tendencias espaciotemporales singulares, terminan amalgamándose para producir una nueva síntesis, la cual, tras la adhesión formal, se ha convertido en una dinámica, evidentemente, contradictoria con el empuje que venía registrando la integración europea. Esta contradicción, empero, no es opuesta a la adaptabilidad con lo global, sino un reforzamiento de la misma, pues ha significado que la UE ha tenido que asumir nuevamente la variabilidad de sus fronteras, ha tenido que importar ciertas dinámicas que antes le eran externas, pero que hoy se realizan en su interior. Al dar este importante paso, la Unión Europea ha reforzado su diversidad y ha multiplicado el número de lógicas locales, regionales, intraglobales (globalidad que ocurre dentro de la UE) y propiamente globales dentro de sus propias estructuras. Este movimiento, pese a todas las complicaciones inmediatas que ha podido traer consigo, como ha sido el hecho de convertir a la UE en una entidad más pobre y con una institucionalidad tan pesada que a veces raya en la parálisis, representa un importante capital a mediano plazo, en la medida en que la Unión Europea ha comenzado a desmarcarse de su arraigada occidentalización, dinámica que ha sido absorbida por Estados Unidos, lo cual se ha comenzado a traducir en una parcial desnorteamericanización de los europeos, más aún cuando la Vieja Europa se está reencontrando con las raíces mediterráneas y orientales, las cuales antes habían sido simplemente repudiadas. Nos hemos detenido brevemente en este ejemplo que nos brinda esta experiencia reciente de los europeos, porque constituye un apropiado esquema que muestra de modo muy palmario la manera en que opera la resonancia como forma distinta de causalidad, e ilustra al mismo tiempo el modo en que chocan y se entrecruzan las distintas temporalidades históricas, produciendo síntesis que antes hubiera sido imposible imaginar. Es a esta doble condición a lo que alude la globalidad. Si quisiéramos parafrasear a Reinhart Koselleck, podríamos sostener que, con la globalidad, el mundo asiste en la actualidad a particulares formas de articulación entre los espacios de experiencias y los horizontes de expectativas, categorías ambas en plural. Valga recordar que el académico alemán empleaba estas nociones en singular. Según su parecer, el espacio de experiencia se infiere del pasado y es un asunto ante todo de naturaleza espacial, en la medida en que conforma una totalidad en la que se sobreponen enrevesadamente muchos estratos anteriores de tiempo. El horizonte de expectativa, por su parte, “es aquella línea tras la cual se abre en el futuro un nuevo espacio de experiencia” (Koselleck, 1993: 340) y, por ende, es una categoría de tiempo. En un contexto de globalidad, el entramado del mundo contemporáneo ha roto con la secuencialidad que antes existía entre ambas dimensiones. Ello ha El presente y las ciencias sociales 17 obedecido a que, en la actualidad, coinciden distintos estratos de tiempo que confluyen en las nuevas expectativas, debido a la permanente ampliación de las escalas espaciales, ámbitos donde se sobreponen experiencias cada vez más disímiles, y a la multiplicidad de actores, crecientes en las condiciones de nuestra contemporaneidad; esto hace cada vez más difícil no sólo que las experiencias y las expectativas puedan coincidir sino que tiendan a distanciarse y a desentonar cada vez más. Para decirlo en otros términos, el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa han dejado de ser dimensiones inherentemente colectivas, singulares y/o nacionales, se han pluralizado y han comenzado a realizarse en su globalidad, con lo cual se ha trastocado, de suyo, el sentido mismo que comporta la modernidad. Esta no correspondencia entre los espacios de experiencias y los horizontes de expectativas se puede expresar figurativamente en torno a las siguientes fórmulas que retomamos del pensamiento de Koselleck: con la globalidad se asiste conjuntamente a “la contemporaneidad de lo no contemporáneo” (en el mundo actual concurre un alineamiento de múltiples temporalidades, donde cada una de ellas es portadora de un diferente espesor), así como a “la no contemporaneidad de lo contemporáneo” (asimetría entre las cargas que comportan estas temporalidades), a la “sincronicidad de la asincronía” (la confluencia de experiencias diacrónicas en torno a una matriz) y a “la asincronía de lo sincrónico” (la realización de lo global en lo local o la glocalización). Estas fórmulas pueden aparentar ser contradictorias, pero, en realidad, son simples variaciones que registra un mismo tema. Como podemos observar de esta pequeña síntesis que hemos realizado, en contraposición con las matrices nacional-internacional y mundial, cuando el principio de base se organiza en torno a la globalidad ya no puede existir ni una direccionalidad que apunte hacia una determinada finalidad, ni una linealidad subterránea que evidencie el “progreso” recorrido. La globalidad es, de hecho, una derivación, pero no se ubica dentro de la secuencialidad de lo nacional, lo internacional y lo mundial. Un escenario que se organiza en la globalidad es un espacio en el cual coexisten elementos de estratificación con otros de compartimentación del mundo. De esta tesis se pueden desprender varios axiomas: en primer lugar, que la permanencia de una variedad de espacios, entre ellos los nacionales, es una dinámica consustancial y en ningún caso disfuncional con la globalidad. Lo nacional simplemente está abocado a un proceso de desnacionalización, pero no de desaparición. En segundo lugar, lo global y lo local no constituyen opuestos, sino que son las dos caras de una misma moneda. Tercero, la manera como funciona y se organiza esta matriz tiende a trascender tanto las anteriores estratificaciones 18 Hugo Fazio Vengoa como las formas de compartimentación que le eran consustanciales. Es en este sentido que se puede afirmar que “la lógica del concepto de la globalización parece socavar no sólo aquellas distinciones que han condicionado la inteligibilidad y la autonomía de las relaciones internacionales, sino también la posibilidad de mantener esas distinciones ontológicas” (Bartelson, 2000: 183). Sin que se le pueda atribuir ninguna misión o pretensión teleológica, como podría ser el horizonte de una economía-mundo, una sociedad-mundo, una política-mundo o una cultura-mundo o una linealidad de menor a mayor en su desarrollo, cuando alcanza niveles tan elevados de intensificación, como los que hoy existen, la globalización seguramente llega para quedarse. En este plano se observa una de las diferencias de fondo entre el contexto globalizante que existió a finales del siglo XIX y el actual. El anterior se expresaba a través de la internacionalización y era, por tanto, reversible, por cuanto no era más que una inferencia, una proyección que se había realizado a partir del zócalo de la nación. La relación entre esta última y la internacionalidad era dinámica —simbiótica y dialéctica— y la iniciativa podía desplazarse hacia una u otra orilla, como en efecto ocurrió en el primer tercio del siglo XX, cuando el mundo entró en un ciclo de desglobalización o, mejor dicho, de reapropiación nacional de la globalización. El momento actual, por el contrario, no sólo ha trascendido los marcos de la internacionalización, para asumir una fisonomía más compleja, sino que ha alcanzado unos niveles de compenetración tan elevados que ningún evento ni la acción de ningún Estado puede aminorar o detener su marcha. Incluso el 11 de septiembre de 2001, acontecimiento que, en su momento, algunos autores interpretaron como la finalización de la incontrolada globalización (Fred Halliday, “Aftershocks that will eventually shake us all”, The Observer, 10 de marzo de 2002), resultó ser un poderoso acelerador de la misma. En este punto es necesario hacer un pequeño paréntesis, porque nuestro análisis está llegando a un lugar donde confluyen el presente y el futuro. Luego de la estrepitosa caída del Muro de Berlín, acontecimiento que algunos pudieron desear, pero que nadie pudo prever, se ha empezado a desconfiar seriamente de todos aquellos análisis prospectivos que tratan de imaginar o describir el mundo venidero. Ésta es otra razón de por qué este trabajo ha preferido ceñirse a una perspectiva histórica y evitar así la inclinación a imaginar hipotéticos escenarios. Pero podrá objetarse que existen registros históricos que demuestran que en el pasado hubo momentos en los cuales los desarrollos cambiaron abruptamente de sentido, y cuando se tiene eso en mente se puede suponer que el momento actual también puede experimentar una radical involución que conduzca a escenarios El presente y las ciencias sociales 19 diferentes de los que en perspectiva se están imponiendo. Así, por ejemplo, en 1910, el periodista inglés Norman Angell, en su libro La gran ilusión, traducido a 25 lenguas, sostuvo que los niveles de interdependencia eran tan elevados que un conflicto entre las grandes naciones simplemente no podía tener lugar (Cohen, 2004). Menos de un lustro transcurrió y el mundo con asombro fue testigo de la Primera Guerra Mundial. En un libro anterior (Fazio, 2004) sosteníamos la tesis, que reiteramos nuevamente en esta ocasión, que ni siquiera una eventual competición entre grandes Estados, como pueden ser Estados Unidos, India, China, India, Rusia, etcétera, reconstruiría un escenario análogo al existente a inicios del siglo XX, que culminó en la Primera Guerra Mundial, por la simple razón de que los niveles de interdependencia de todos ellos son tan elevados que ninguno de estos Estados puede “desengancharse” para oponerse. Más de uno podrá suponer que estamos incurriendo en la misma ilusión en que Angell cayó en su momento. Pero no es así. La internacionalización es, en efecto, un proceso que puede llegar a ser reversible. La globalización, por el contrario, puede adquirir distintas fisonomías, asumir contornos muy particulares y experimentar múltiples desarrollos, pero no puede detenerse, porque carece de direccionalidad. La clave que explica esta diferencia con lo acontecido hace un siglo se encuentra en el hecho de que el mundo actual se organiza en torno a una matriz distinta a la anterior, y las diferentes evoluciones no pueden eludir esta importante condición. Esto es lo que nos lleva a argumentar que la globalización ha llegado para quedarse. Lo que ocurre con la globalidad es que, a medida que se intensifican las tendencias globalizantes y disponen de un mayor grosor los nuevos circuitos espaciotemporales globalizantes, se entrecruza el destino de todas las naciones, situación que conduce a que, a mayor intensidad de la globalización, se diluyan incluso los propósitos universalistas que pueden querer promover las grandes potencias. El asunto, en el fondo, consiste en que nada es más lejano a una globalización intensificada que la persistencia de las potencias, sean estas tradicionales, mundiales o globales. Como decía hace algunos años el politólogo David Held, luego de aquel trágico Once de Septiembre: “Ya no vivimos, si es que alguna vez fue así, en un mundo de comunidades nacionales discretas que tienen el poder y la capacidad exclusiva para determinar el destino de quienes en ellas habitan. Por el contrario, vivimos en un mundo de comunidades de destino superpuestas” (David Held, “Violencia y justicia en una era mundial”, El País, 19 de septiembre de 2001). En efecto, con el despuntar del siglo XXI, las transformaciones contemporáneas, entre otras consecuencias, acabaron con uno de los monopolios más preciados que permanecían en manos de los Estados: la seguridad. Luego del 20 Hugo Fazio Vengoa Once de Septiembre, el Chernóbil de la seguridad militar, en este campo se ha vuelto más intensa y compleja la convivencia entre los elementos de cambio con los de continuidad. En un primer momento, se asistió a un intento por retrotraer el sistema internacional hacia un esquema en el cual el Estado perseverara por seguir siendo el actor más influyente en este campo, situación que transitoriamente agitó una vez más la competencia internacional entre los actores estatales de mayor peso. Empero, la magnitud de los factores de cambio ha impedido el retorno a un esquema análogo a los anteriores. Estos elementos de cambio se expresan en varios niveles; uno, de hecho, consiste en que la globalización ha entrado a cuestionar el poder de los Estados en campos muy sensibles. Como enseñaba Susan Strange, las empresas transnacionales se han enquistado en el campo de poder de los Estados: “Están ejerciendo una creciente autoridad paralela a los gobiernos en materia de gestión económica que afecta la distribución de la industria y la inversión, la orientación de la innovación tecnológica, la administración de las relaciones laborales y la sustracción fiscal de la plusvalía” (Strange, 2001: 65). Otro factor de cambio consiste en que, con la globalización, la seguridad trascendió el campo militar. Hoy por hoy, la seguridad cubre un amplio abanico de temas ecológicos, energéticos, demográficos, sociales, migratorios, etcétera, muchos de los cuales se originan en la condición de riesgo global (Beck, 2004), y en la práctica totalidad de estos campos, la capacidad de acción, control e influencia del Estado se encuentra seriamente comprometida, pues son dinámicas que trascienden su capacidad de actuación y son ámbitos donde una naciente y expresiva sociedad civil global ha comenzado a mostrar una mayor experticia. La continuidad y el cambio también se expresan en otro sentido. Subsisten los problemas de seguridad de naturaleza interestatal, como los nucleares, o las fricciones entre determinados Estados, pero se han recrudecido los temas de seguridad intraestatales, muchos de los cuales han asumido un carácter, un alcance o un desenlace transnacional. Los elementos de continuidad y cambio no sólo amplían la agenda en el campo de la seguridad, también dan lugar a complejas compenetraciones entre unos y otros. Seis años nos separan del fatídico 11 de septiembre de 2001, pero el tema de la seguridad internacional no ha dejado de deparar grandes sorpresas. Detrás de la destrucción de las Torres Gemelas se encontraba Al Qaeda, red que actuaba desde Afganistán, tenía una cabeza visible y disponía de una impresionante red de financiamiento. Luego del 11 de marzo español de 2004, la ecuación se volvió más compleja, porque quienes pusieron las bombas no eran fuerzas extranjeras, sino inmigrantes magrebíes. “Pero las bombas suicidas de Londres dan una vuelta más a la tuerca porque, como ahora se sabe, los terroristas no eran turistas del El presente y las ciencias sociales 21 terror ni inmigrantes recientes, sino ciudadanos británicos, algunos de segunda generación. Estos hombres actuaron por su cuenta o coordinándose en células pequeñas y casi autosuficientes, con poco o nulo contacto directo (financiero, logístico) con Al Qaeda, pero intensamente motivadas por la ideología del radicalismo islámico globalizado a través de una vía de comunicación, internet, que apenas comenzaba a desarrollarse en el ya remotísimo siglo XX” (Enrique Krauze, “¿Qué piensan los terroristas?”, El País, 22 de julio de 2005). Por último, se puede sostener que, con posterioridad a los sucesos de Nueva York y Washington, es cierto que se aminoró parcialmente el ímpetu de la globalización económica, pero de modo evidente se incrementaron sus manifestaciones sociales, políticas y culturales, creando mayor confusión en la materia. En síntesis, la manera como se expresan estos problemas demuestra la distancia recorrida con respecto a los esquemas internacionales anteriores y avala la tesis de que con toda seguridad la globalidad llegó para quedarse. Otro ámbito donde se visualiza el alejamiento que se ha experimentado con respecto a la matriz nacional es en el de la soberanía. La globalización ha trastocado la soberanía, importante recurso en torno al cual se organizaron las naciones. El problema en este punto es mucho más complejo que la argumentada pérdida de centralidad de las sociedades políticas nacionales. Históricamente, la soberanía se ha expresado en lo fundamental en tres niveles. El político, que reconoce al Estado como órgano soberano y legítimo dentro de sus fronteras. El económico, asociado al crecimiento, al manejo financiero y a la determinación gubernamental de las orientaciones económicas fundamentales. El identitario, encargado de fomentar la integración social de los ciudadanos. En estas tres dimensiones, los cambios han sido profundos. La legitimidad dentro de determinadas fronteras ha sido seriamente cuestionada por la aparición de numerosos agentes internos y externos que actúan de acuerdo con lógicas transnacionales, de adentro hacia afuera, de afuera hacia adentro, en el afuera con repercusiones en el adentro y en este último con alcances en el afuera. En el nivel económico, el Estado no ha tenido que negociar sus prerrogativas soberanas con los agentes del globalismo del mercado, sino que ha tenido que interiorizar el mercado en su actuación económica. Y en el nivel identitario, los factores que cimentaban la integración nacional han estallado en mil pedazos al aparecer poderosos movimientos que reivindican derechos de género, étnicos, regionales o de minorías. A nuestro modo de ver, un elemento clave que explica esta crisis que experimenta la soberanía es el resultado de la pérdida de legitimidad del anterior control que ejercía el Estado sobre la sociedad. Era común en la época moderna que los 22 Hugo Fazio Vengoa Estados, en su afán de convertirse en Estados-naciones se interesaran por construir identidades al servicio del mismo, obviando y desestimando las diferencias culturales. “El pueblo era uno e indivisible, la sociedad un sujeto sin textura ni articulaciones internas y el debate político cultural se movía entre esencias nacionales e identidades de clases” (Martín Barbero, 1999: 300). Bajo el impacto de la intensificada globalización, la identidad nacional ha entrado en un proceso de recomposición, que, sin ser reemplazada por una cultura universal homogeneizadora, da cuenta y potencia las variadas historias de vida, las cuales pueden asumir un formato individual y/o colectivo. Este reconocimiento de la alteridad no es equivalente al multiculturalismo norteamericano, en el cual las diferencias deben disolverse y fundirse dentro del espíritu de la nación. Son identidades múltiples que cohabitan y disponen de diferentes intensidades. Esta globalización de millares de biografías personales y colectivas acentúa el proceso de detotalización de la política, la cual, en la medida en que se afirma en una pluralidad de mundos vividos pero no integrados por los individuos, no puede ser reducida a un mínimo común denominador. En alguna medida, la pérdida de centralidad del Estado obedece a que se asiste a un empoderamiento de la soberanía por parte de los individuos (Laïdi, 2004). Estos ejemplos, a los cuales podrían sumarse tantos otros, son, en últimas, una expresión de este profundo cambio que ha experimentado la soberanía en nuestro presente más inmediato y, sobre todo, de la dificultad que experimenta el Estado para rearticular una voluntad general, en un contexto en que se intensifica la diversidad. “El Estado es cada vez menos la expresión de la soberanía, no se encuentra por encima de la sociedad, es sólo una de las instituciones que organiza una sociedad en competencia con otros actores, no desaparece, pero debe en permanencia adaptarse, redefinir sus competencias, y modestamente justificar su existencia a través de los servicios que presta” (Guéhenno, 1999: 48). Por último, un escenario que se globaliza rompe con otra constante característica en los dos últimos siglos: la relación entre lo interno y lo externo, otro asidero sobre el cual se construyó y evolucionó la nación. Obviamente, esta dicotomía no ha desaparecido y con toda seguridad nunca llegará a desaparecer por completo. Pero ambas dinámicas ya no pueden seguirse pensando dentro de un marco binario, como polos opuestos y, en ese sentido, han perdido la centralidad que antes tuvieron. Si esa distinción mantuviera la vigencia anterior existente, entonces, ¿por qué observamos que se presentan numerosos casos que demuestran que situaciones conflictivas distantes se convierten en conflictos intranacionales, como ha ocurrido en muchos países europeos? Uno de los grandes desafíos que enfrentan las ciencias sociales consiste precisamente en volver a pensar en cómo El presente y las ciencias sociales 23 conectar estos dos lados de la misma moneda, pero sin caer en el equívoco de creer que el problema ya ha sido superado, ni en imaginar que se pueden trasladar los problemas de un nivel a otro, sino comprendiendo sus complejos entrecruzamientos. Esperamos que todo esto que sucintamente acabamos de exponer haya servido para ayudar a comprender algunas coordenadas que encierra la globalidad, y nos haya mostrado, también, el gran trecho recorrido por el mundo en el corto período que engloba nuestro presente histórico, la “distancia” cualitativa que nos separa de los dos contextos anteriores, así como la complejidad que encierra nuestra contemporaneidad. Con toda seguridad, si ha sido poderoso el imaginario que se ha forjado en los últimos años en torno a que el mundo contemporáneo vive un período inédito en la historia, y si además cada vez se comparten más aquellas tesis que sostienen que los estudios internacionales, en sus vertientes económicas y politológicas, ya no logran descifrar los principales ejes del mundo actual, ello, desde luego, obedece en buena parte a todo esto. Las ciencias sociales y los dilemas del presente Indudablemente, como parece ocurrir siempre, de modo casi invariable, el pensamiento social, aunque deban reconocérsele sus denodados esfuerzos, se mantiene, en general, a la zaga de esta borrascosa realidad social. Con su acostumbrado despliegue en ralenti, no alcanza a descifrar un enigma, cuando el problema en cuestión ya está planteando nuevos y más complejos interrogantes. No debe sorprendernos, por tanto, que, en medio de este escenario, muchas de las anteriores certezas intelectuales hayan perdido cierta dosis de su anterior maestría para explicar los ejes definidores del mundo y de las sociedades actuales. Tampoco es fortuito que en la academia reine cierto espíritu de confusión y que sean cada vez más numerosas las voces que se alzan cuestionando la conveniencia de mantenerse apegado a las bases epistemológicas habituales de las ciencias sociales (Wallerstein, 2005; Beck, 2005; Ortiz, 2005; Touraine, 2005). Evidentemente, la conducta de la academia frente al importante dilema que le ha planteado el presente no ha sido uniforme. No sólo se observan marcadas diferencias en cuanto a las perspectivas políticas y filosóficas en que se sustentan muchas de estas posiciones (Held y McGrew, 2003), también son variadas las maneras en que se ha intentado responder a esta turbulencia desde una perspectiva intelectual (Lechner y Boli, 2000). Tal vez el grupo más numeroso ha procurado seguir tratando de encapsular la realidad dentro de los viejos mapas cognitivos, asumiendo que los cambios 24 Hugo Fazio Vengoa —cuando se les reconoce— serían cosméticos, superficiales, pero que no conciernen el contenido. Para un buen número de estos analistas, el mundo actual no difiere en sus líneas fundamentales del pasado y, por consiguiente, los referentes teóricos habituales que ha acumulado el saber social conservarían aún toda su vigencia. A título de ejemplo, se puede citar a Justin Rosemberg, gran experto en temas internacionales, cuando en su polémica con la literatura sobre la globalización concluye con una defensa irrestricta de los usuales paradigmas en este campo de estudio: “Gústenos o no nos guste, no hay manera de trascender el realismo realizando esguinces a su alrededor. Porque, aunque esté mal concebido, el realismo se asienta en raíces intelectuales (las determinaciones generales) que nosotros también necesitamos para darles sentido a las relaciones entre los países. Si la abstracción general conserva su vigencia, ninguna cantidad de relaciones transnacionales, por más estrechas y fructíferas que sean, abolirá la importancia analítica de lo internacional, y es por eso que la idea de reemplazar la problemática de lo internacional por aquellas de la globalización o de la economía política global, o de la sociedad mundial, acaba siendo en últimas incoherente” (Rosemberg, 2004: 100). Una tesis similar, impregnada también de un obstinado neorrealismo, ha defendido recientemente Danilo Zolo cuando reconoce, de una parte, la existencia de problemas fundamentales de carácter global que afligen la agenda política de los Estados-nacionales y de las instituciones internacionales: la paz, la defensa de los derechos del hombre, la pobreza, un desarrollo económico sostenible y la ecología. La escala global de estos problemas convierte a los Estados singulares en instituciones impotentes para afrontar y resolver estas cuestiones. De la otra, muestra su desconfianza frente a la tesis según la cual estos problemas serían solucionables sólo “globalmente”, es decir, recurriendo a una autoridad supranacional, cosmopolita o regional. A juicio del filósofo político italiano, “la primera es un hecho difícilmente cuestionable. La segunda es una deducción incorrecta. Que los problemas ‘globales’ requieran de una intensa actividad de coordinación y de cooperación entre los sujetos políticos nacionales e internacionales que están implicados es muy distinto a creer en los efectos milagrosos de una concentración y centralización del poder internacional” (Zolo, 2007: 54). Nada más alejado de la globalidad contemporánea que la hipérbole que nos ofrece el filósofo italiano. Es indudable que si la globalización se plasmara como una política-mundo, mediante la constitución de un súper Estado centralizado, eso crearía un contexto totalitario nunca antes visto, que no sólo acabaría con la diversidad de las experiencias históricas, sino que además sería portador de una pretensión de verdad universalista que desvirtuaría la esencia misma de la globalización. Este tipo de argumentos no termina siendo otra cosa que una El presente y las ciencias sociales 25 frágil defensa del anterior statu quo, que desconoce la plasticidad que encierra nuestra contemporaneidad y que trata de desvirtuar la esencia de los elementos de novedad, para seguirse refugiando en los viejos paradigmas. La política global es un proceso multidimensional en el que se alternan los mundos sociales y se reduce la relevancia de los Estados. La globalización —y la cosmopolitización, que es su evidente corolario— se construye con base en lealtades múltiples, en una pluralización de biografías transnacionales, en la aparición de poderosos actores políticos no estatales y en la consolidación de movimientos a favor de una globalización diferente (Beck, 2005: 19). Como adecuada y sugestivamente ha argumentado Mary Kaldor, la política global consiste en que el sistema de relaciones entre Estados o grupos de Estados “ha sido suplantado por un entramado político más complejo, que implica a una serie de instituciones e individuos, y en el que hay un lugar, quizá pequeño, para la razón y el sentimiento individual y no sólo para el interés del Estado o bloque” (Kaldor, 2004: 107). En rigor, en la actualidad mundial concurren numerosas lógicas espaciales y temporales, con fronteras discontinuas, situación que redimensiona la importancia de analizar tanto estas dinámicas como sus interacciones. El punto de partida desde el cual se debe pensar una nueva propuesta para comprender el mundo en su conjunto debe arrancar de la idea de que la intensificación de la globalización ha dado lugar a la conformación de un espacio social global, donde tienen lugar las nuevas formas de política, de lo cual se infiere que el objetivo principal debe ubicarse dentro de esta estructuración de un espacio global en forma de lugares, redes e intersticios sincrónicos y diacrónicos de interacción social, y no imaginando una reproducción del esquema organizacional jerárquico nacional replicado en una dimensión más amplia. Otros estudiosos, sobrellevados por el halo de misterio que encierra la incertidumbre predominante en el presente, han preferido “refugiarse” en las ambigüedades que comporta el pensamiento posmoderno y asumir como un asunto propio el relativismo radical del conocimiento, y abogan por el destronamiento del racionalismo ilustrado, sostienen una concepción esencialista de la “otredad”, que, aunque no se lo proponga de modo deliberado, recaba en nuevas formas de fundamentalismo —la absolutización de la alteridad—, con lo cual se contradice cualquier posibilidad de producción de un conocimiento global, imaginan la realidad como textualidad, lo que conduce a un sempiterno laberinto semiótico, y resaltan la centralidad del individuo desorientado y hedonista en “un mundo privado de sentido” (Laïdi, 2001), que “deriva fácilmente en una legitimación del ‘mercado global’ visto como un campeón ilimitado de las posibilidades y de las elecciones virtuales, totalmente desprovisto de un ‘sentido global’” (Peemans, 2002: 235). Además, estas posturas posmodernas terminan validando precisa- 26 Hugo Fazio Vengoa mente aquello que pretenden atacar. Como sostiene un importante historiador, el rechazo de las grandes narraciones produce mininarrativas que refuerzan las concepciones dominantes; al refutar el determinismo, dejan los acontecimientos suspendidos en el aire; al negarse a entender la identidad a partir de categorías estructurales, esencializan la identidad a través de la diferencia; al resistirse a ubicar el poder en las estructuras o instituciones, lo diseminan por la sociedad y finalmente lo disuelven. Irónicamente, esta popular tendencia nos pone frente a un mundo de elementos separados, precisamente en un momento en el que la globalización torna indispensable entender la manera en que las partes y el todo se correlacionan (Bentley, 2006: 26). Por último, existe otro grupo de científicos sociales que reconoce que las perspectivas y los conceptos intelectuales usuales se “han encorvado o simplemente roto”, tal como sostuviera hace más de medio siglo el historiador Fernand Braudel (2002: 22); ha aceptado el inmenso desafío intelectual que suscita el presente y ha decidido zambullirse en una nueva aventura del espíritu, con el ánimo de aproximarse de manera distinta a los principales problemas del mundo actual (Beck, 2005; Ortiz, 2005, Wallerstein, 2005; Touraine, 2005). Sobre el particular, recientemente Suzanne Berger, en un texto que refresca enormemente la mirada sobre la dimensión económica de la globalización —pues en lugar de arrancar con las teorías generales, como es habitual en los trabajos económicos, para después validar los presupuestos iniciales—, prefirió comenzar con un estudio empírico sobre 500 empresas de distintos continentes, con el fin de rastrear in situ cómo se despliegan las particularidades de este fenómeno. En dicho texto, la autora constata que, frente a un problema nuevo, se tiene siempre la misma reacción: “se recurre a las viejas baterías de explicaciones y creencias gastadas para tratar de comprender la nueva situación. Los conceptos que movilizamos para descifrar la globalización son de esta manera una mezcla confusa de viejas teorías sobre la mano de obra barata, la competencia, las ventajas comparativas y el triunfo inevitable del mercado” (2006: 28-29). No obstante la persistencia de esta pluralidad de posturas intelectuales que se asume de cara al presente, no es errado sostener que, en general, subsisten una evidente disonancia, una arritmia, un fuerte desequilibrio entre la desaforada fuga hacia adelante que registran los cambios sociales, de una parte, y de otra, la persistencia de una mayoría de enfoques académicos propios de una contextualidad histórico-social, que parecen haber ido quedando irremediablemente atrás. Esto ocurre porque, como acertadamente señaló hace algunos años G. Therborn, en comparación con lo que ocurría hace un siglo, momento capilar en el que debutaron las ciencias sociales clásicas, el interés que ha despertado la globalización ha incluido dos importantes cambios: la sustitución de lo universal por lo global y El presente y las ciencias sociales 27 del espacio por el tiempo (Therborn, 2000: 149). Evidentemente, adaptarse a estos cambios no resulta ser una tarea fácil. El reconocimiento de esta discordancia fáctica y temporal que se presenta entre “la realidad” y “la percepción” reviste, a nuestro modo de ver, una alta significación, por dos motivos fundamentales. El primero obedece a que el conocimiento social se ha desarrollado en sus líneas fundamentales dentro de un espíritu de pensamiento que ha privilegiado, por obvias razones históricas, “el espacio de experiencia” y “el horizonte de expectativa” de las sociedades nacionales, tal como se configuraron a partir de la lectura predominante de una experiencia histórica en particular. Al respecto, no está de más recordar que las ciencias sociales institucionalizadas aparecieron en un contexto particular (la Europa occidental decimonónica), buscaban responder a los problemas que planteaba el momento representativo que en ese instante se vivía (la modernidad), para lo cual recabaron información fundamentalmente en la bien estudiada experiencia continental, donde ese tipo de prácticas y situaciones había alcanzado una mayor expresión (Wallerstein, 2001; Léclerc, 2000). Este modo en que se constituyeron las ciencias sociales las llevó a buscar el establecimiento de una genealogía que sirviera de legitimación de sus fundamentos intelectuales. Para ello se recurrió a dos tipos de procedimientos: de una parte, se estableció una historicidad del conocimiento forjado por la modernidad, cuyos orígenes más remotos se remontaban a la racionalidad de los griegos, “pasando por la revolución científica de la Edad Moderna, y que deja de lado la magia, la astrología o la alquimia”, ignorando “el aporte de la magia natural y de las filosofías herméticas a la renovación científica” (Fontana, 1994: 100). De la otra, se estableció el carácter excepcional que entrañaba la experiencia europea frente a las restantes civilizaciones. “Occidente —escribe Benhabib­— nace de la creencia de que los sistemas de valores y las formas de vida occidentales son radicalmente distintos de los de otras civilizaciones. Este temor tan difundido se basa en falsas generalizaciones sobre Occidente en sí, la homogeneidad de su identidad, la uniformidad de sus procesos de desarrollo y la cohesión de sus sistemas de valores” (Benhabib, 2006: 59). De esta doble experiencia nació la práctica que atinadamente Ulrich Beck ha definido como el nacionalismo metodológico, cuyo argumento central se organiza en torno a la idea de que “la humanidad se halla dividida en un número finito de naciones, cada una de las cuales debe cultivar y vivir su propia cultura unitaria, garantizada por el Estado, el Estado-nación. Trasladado a la sociología [ergo, las ciencias sociales], esto significa que la mirada [científica] está encerrada en el Estado-nación, que es una forma de ver las sociedades desde el punto de vista del Estado-nación” (Beck, 2002: 9). 28 Hugo Fazio Vengoa Este nacionalismo metodológico fue, sin duda, un procedimiento legítimo, provechoso, eficaz y válido para entender las coordenadas fundamentales del desarrollo social durante casi dos siglos, cuando predominaba la matriz de lo nacional. Su permanencia no representaría un problema mayor si no fuera porque, como tuvimos ocasión de documentarlo con anterioridad, el mundo se encuentra en la actualidad en medio de un contexto muy distinto al que dio origen a esos enfoques. Una perspectiva como ésta era, en efecto, muy congruente con las vicisitudes que se planteaban Europa y otras pocas regiones del mundo en aquel dilatado intervalo que se extendió desde el siglo XVIII hasta bien entrado el XX. Empero, la gran contrariedad que comienza a suscitar el presente es que la mayor parte de las transformaciones actuales apunta en un sentido distinto al de las lógicas antes prevalecientes: tiende precisamente a trascender ese aparato categorial, así como impone también una renovación de la axiomática articulada en torno a lo nacional, elemento, asimismo, propio y característico de lo que fuera el recorrido de aquel itinerario histórico que, en su momento, fue aceptado como el fundamento de base para la determinación de los distintos campos de experiencia de las ciencias sociales. Observemos por un instante este asunto más de cerca. Es evidente que en el mundo contemporáneo se expresan numerosas tendencias que apuntan hacia una mayor integración, dinámicas que fuerzan a los distintos colectivos humanos a una serie de reajustes y readaptaciones en torno a unos factores compartidos. Al mismo tiempo, sin embargo, se observa una reafirmación de la tendencia opuesta: esta mayor integración no homogeneiza, sino que se ha convertido en un acelerador que reproduce la diferencia, la especificidad, la singularidad, la originalidad. ¿Por qué ocurre esto? ¿No es esto último un desmentido de la afirmación anterior? En realidad, no. Lo que ocurre es que la comprensión espaciotemporal que registra el mundo contemporáneo, al sobreponer la dimensión temporal por encima de la espacial, acentúa la “proximidad”, y no elimina sino que refuerza la diferenciación, es decir, potencia la identificación de los distintos colectivos con lo particular, con lo específico, lo propio, incluso con lo que se ha considerado usualmente, aunque de manera errónea, como tradicional. Esta tensión que se presenta entre estas dos dinámicas podría a simple vista interpretarse como una reedición de la vieja contraposición entre lo local y lo universal, fenómeno que fue tan distintivo de la historia de la humanidad a lo largo de los últimos siglos. Pero tampoco es así. Fue un rasgo particular de los siglos XIX y buena parte del XX que el Estado moderno, sobre todo en su vertiente occidental u occidentalizada, nacionalizara casi todas las instituciones de la sociedad, como el territorio (delimitación de fronteras precisas), la autoridad (concentración del poder), la identidad (cristalizada en torno al “pueblo” y/o la nación), la seguridad (monopolio en el ejercicio de la violencia), la ley (fundamentada en la Constitu- El presente y las ciencias sociales 29 ción), el derecho (los códigos) y los factores de acumulación económica (a través de una concentración del poder económico). Un panorama similar se presentaba en todos los sistemas económicos, tanto capitalistas y socialistas como posteriormente desarrollistas, los cuales se encontraban circunscritos dentro de fronteras nacionales, cuyos gobiernos regulaban los flujos de trabajadores, capitales, bienes y servicios que circulaban entre las sociedad y la economía internacional, y donde las instituciones estatales intervenían con el ánimo de prevenir o paliar las consecuencias más destructoras de estos sistemas: los ciclos económicos, el desempleo, la inflación, las crisis y la degradación medioambiental (Berger, 2003: 16). Desde finales del siglo XX nos encontramos distantes de aquellos escenarios que fueron tan propios de los dos siglos anteriores, porque una de las particularidades que más distingue al mundo actual es el hecho de que lo que se ha comenzado a erosionar es aquel nivel intermedio que antes separaba a la comunidad de la integración mundial: la nación y el Estado-nación, y todas las propiedades que le eran inherentes, razón por la cual la interpenetración entre lo local y lo global es, en el tiempo presente, más directa, fluida y contradictoria. En efecto, las distintas modalidades de internacionalización que se impulsaron durante la Belle Époque fueron una derivación de la actividad desplegada por los Estados. En nuestro presente, la situación es muy diferente, debido a que las fuerzas y los actores que acentúan las dinámicas globalizantes trascienden y condicionan el activismo estatal. Es decir, si la internacionalización fue, en últimas, una actividad desplegada por aquel anillo intermedio que existía entre la comunidad y la integración mundial, la globalización se realiza a su pesar. El asunto, con todo, tampoco se detiene con el parcial desvanecimiento de ese importante anillo intermedio. Tiene otra arista que comporta una alta complejidad. Aun cuando no faltan quienes se siguen sintiendo perplejos con la aseveración que emprenderemos a continuación, debe reconocerse que una de las principales constantes de la dinámica global contemporánea consiste en que ha comenzado a integrar las experiencias “otras”. Sobre este último aspecto, se puede sostener, de acuerdo con la sugestiva argumentación que ha venido desarrollando Serge Latouche, que, a lo largo de los últimos siglos y hasta hace unas cuantas décadas atrás, una gran “máquina civilizatoria”, “impersonal y sin alma”, “cuyos agentes eran la ciencia, la técnica, la economía y el imaginario, sobre los cuales reposaban los valores del progreso”, constituía el molde que determinaba la fisonomía del mundo en su conjunto (Latouche, 2005: 26 y 40). Esta formidable “máquina” operaba también como una anticultura negativa y uniformadora, pues no presuponía una real integración social y cultural del “otro”. Esta occidentalización encontró límites naturales para su expansión, debido a que sus principales agentes no sólo no lograron reproducir el anhelado bienestar 30 Hugo Fazio Vengoa en las otras latitudes, sino también porque destruyeron los ámbitos sociales donde podía anclarse el proceso de occidentalización. Sus fracasos más estruendosos se experimentaron en los temas concernientes al desarrollo, en el debilitamiento de la estructuración nacional estatal y en el creciente rechazo de sus imaginarios. Como señala Latouche: “El fracaso de la máquina técnico económica engendra el declive de Occidente como civilización. El fracaso del desarrollo y el fin del orden nacional-estatal son los signos y las manifestaciones de esta decadencia, pero no son las causas exclusivas. Las resistencias de las sociedades diferentes, su capacidad para sobrevivir como diferentes, la destreza de las sociabilidades elementales para desviar los aportes más diversos de la modernidad en sentidos radicalmente diferentes contribuyeron a la erosión de la dominación del modelo occidental” (Latouche, 2005: 139-140). No es fortuito, por tanto, que el declive de este modelo, de esta descomunal “máquina” social, fuera acompañado de la emergencia de particularismos, los cuales no han dejado de reproducirse y cultivarse. De aquí que en este escenario de creciente globalidad los elementos homogeneizadores encuentren una contradictoria compañía en aquellos factores que apuntan a una acentuación de los particularismos y de las diferencias. Ahora bien, con base en los elementos compartidos que difundió esta “máquina occidental”, en el transcurso de las últimas décadas comenzaron a emerger y a consolidarse experiencias civilizatorias distintas a la original, aun cuando sigan compartiendo muchos elementos con la matriz primaria. Esta aparentemente contradictoria situación puede comprenderse mejor a través de un ejemplo: es un hecho que en nuestro presente se ha acentuado la movilidad de los científicos e intelectuales por todo el mundo. Ello, sin duda, obedece a que la academia comparte unos fundamentos intelectuales comunes. Si ha sido posible la contratación de millares de científicos asiáticos por parte de las principales universidades norteamericanas, ello responde a que los códigos intelectuales son compartidos. En la práctica, estos códigos son los mismos. La física o la matemática en India o en China es la misma que se enseña en Estados Unidos. Todos estos científicos participan incluso del mismo lenguaje científico. De un idioma a otro se traducen los conceptos, cambian las palabras, pero los significados permanecen. En los otros campos de experiencia, las cosas obviamente no se presentan de la misma manera, la equivalencia no es tan perfecta, aun cuando también en este plano se arranque de un acervo compartido. En todos aquellos ámbitos distintos a las ciencias naturales, es decir, en campos como la economía, la historia, la cultura, las representaciones e imaginarios, la política, etcétera, toda producción o realización no es otra cosa que un “localismo” que funge muchas veces con El presente y las ciencias sociales 31 una pretensión de universalizante. Es sobre todo en este plano donde es más evidente la fortaleza de la diversidad, donde la “megamáquina” de Occidente se ha estrellado con una barrera natural, pues choca con registros históricos tan distintos que la asimilación de sus ambientes institucionales entraña una alteración de su esencialidad, como bien han demostrado importantes autores poscoloniales. El idioma inglés puede ser la principal lengua de comunicación, pero no es y seguramente nunca llegará a convertirse en una lengua global. Seguramente los únicos lenguajes propiamente globales son en nuestro presente el computacional, la televisión y la música (Mazlish, 1993: 17). Tal como sosteníamos hace algún tiempo (Fazio, 2006), con toda seguridad, el profundo cambio que se ha presentado en este escenario de creciente globalidad consiste en que la trayectoria de la modernidad de Occidente dejó de ser una categoría espacial para transformarse en una categoría temporal. Seguramente, como esta “máquina” impersonal ha dejado sus profundas huellas, se devalúa cualquier intento de seguir pensando el mundo a través de la oposición entre la occidentalización y la desoccidentalización, pues, con toda probabilidad, el contexto de globalidad está creando una situación análoga a lo que Marramao ha denominado el pasaje a Occidente de “todas las culturas, como un tránsito hacia la modernidad destinado a producir profundas transformaciones en la economía, la sociedad, los estilos de vida y los códigos de comportamiento no sólo de las ‘demás’ civilizaciones, sino también de la propia civilización occidental” (Marramao, 2006: 26). Toda esta problemática que acabamos de reseñar nos lleva a concluir que la fisonomía del mundo actual resulta ser una síntesis que se produce a partir de un proceso “intercivilizatorio”, en tanto que experiencias distintas a la europea también han entrado a organizar el presente. De todo esto que acabamos de señalar surge la imperiosa necesidad de tener que pensar unas ciencias sociales cuyos objetos y presupuestos se han desnacionalizado y parcialmente “deseuropeizado” (Chakrabarty, 2000). Sobre el particular, conviene, una vez más, recordar las palabras de Beck, cuando escribe: Los clásicos practicaron primero la sociología y luego colonizaron a los demás países y rincones de la tierra con sus perspectivas sociológicas. Pero, en la actualidad, esto se torna cuestionable en la medida en que se articula sociológicamente una experiencia del proceso globalizador que ya no coincide con la manera en que los sociólogos occidentales han imaginado su contenedor social. Si queremos expresar esto mediante dos conceptos, podríamos hablar de la diferenciación entre universalismo y globalidad. El universalismo hace que ésta tenga como conclusión la sociedad, mientras que la globalidad hace hincapié en la experiencia que surge luego, cuando los sociólogos de todos los países y cosmovisiones analizan sus sociedades con pretensiones conceptuales universales y encuentran estas explicaciones contradictorias entre sí. Y entonces resulta claro que ya no existe un punto de partida privilegiado desde el que poder estudiar la sociedad. (Beck, 2005: 11) 32 Hugo Fazio Vengoa El segundo elemento que se desprende de la discordancia fáctica y temporal entre la “realidad” y el “conocimiento” se deriva, en alto grado, del anterior, y apunta a explicar el entusiasmo que ha suscitado el concepto de globalización, noción lo suficientemente flexible y maleable como para que pudiera ser asimilada e incorporada por los esquemas teóricos predominantes en las más variadas disciplinas sociales. Para entender el quiebre que se ha presentado en este punto, donde lo global se ha convertido en el núcleo de un nuevo discurso crítico, debemos retomar sumariamente el itinerario recorrido por este conjunto de saber, procedimiento que además permite entender mejor por qué ha sido tan fuerte el apego de los científicos sociales al nacionalismo metodológico. Por regla general, las ciencias sociales tuvieron su gran expansión en medio de un contexto de desarrollo de la modernidad occidental, razón por la cual todas ellas se convirtieron en unas perspectivas que debían responder a los desafíos y problemas que suscitaba la condición moderna. Como producto de esta contextualidad histórica, la mayor parte de estas ciencias se vio impulsada a determinar un campo particular de experiencia, establecer un conjunto de problemas prioritarios a la respectiva esfera social privilegiada en el análisis y desarrollar el instrumental teórico y metodológico para resolver en sus mismos términos las cuestiones que el correspondiente campo de experiencia le planteaba. Dentro de este espíritu, el gran acierto del saber científico, condición sin duda válida para sus distintas especialidades, fue haber podido llegar a responder con una alta dosis de precisión y regularidad a los problemas y preguntas que él mismo se formulaba. Ahora bien, el tipo de problemas que planteaba la modernidad, así como el perfeccionamiento que experimentó este tipo de saber, supuso que la tendencia de aproximación a la realidad social se visualizara en términos historicistas, como propios de una particular contingencia histórica, donde un lugar central les correspondía a los desarrollos lineales, secuenciales, evolutivos, es decir que tenían que corresponder a precisas etapas en el desarrollo. Los conjuntos de transformaciones por los cuales estas disciplinas se interesaban, entre los cuales, a título de ejemplo, se pueden citar dinámicas como la racionalización, la industrialización, la urbanización, la burocratización, la individualización, la secularización, la alfabetización, etcétera, han sido, en efecto, procesos que, disponen de expresiones espaciotemporales particulares, comparten el hecho de ser desarrollos que se extienden en el tiempo, se materializan con diferentes ritmos en las distintas latitudes y, por doquier, desencadenan poderosas fuerzas de cambios (Osterhammel y Petersson, 2005). Un rasgo común de estas especialidades fue concebir estos macroprocesos como dinámicas que cobran vida dentro de determinadas espacialidades nacionales y/o regionales, pero sin que existiera de manera necesaria una concordancia El presente y las ciencias sociales 33 entre ellos; eran dinámicas que comportaban itinerarios diacrónicos, los cuales, a lo sumo, en el mejor de los casos, producían cierto tipo de interconexiones internacionales. El entendimiento que se hizo de este tipo de desarrollo, así como el tipo de inferencia intelectual que fue su evidente corolario, dio lugar a que las ciencias sociales tendieran a privilegiar las miradas sectoriales y nacionales de los principales problemas que a ellas interesaban. Si la linealidad fue una de sus constantes, no debe olvidarse que estas dinámicas eran decodificadas dentro de una perspectiva historicista, es decir, a partir de aquellos enfoques que han tendido a concebir el desarrollo de los fenómenos económicos, políticos, culturales y sociales como históricamente determinados, perspectiva de la cual se ha colegido que cada época produce valores y dinámicas que no pueden ser aplicables a otros momentos históricos. Ésta es una de las razones de la proclividad en la utilización del prefijo pre (v. gr., premoderno, preburgués, precapitalista, etcétera), con lo cual se presume la inclusión del fenómeno estudiado en cuestión en una secuencia cronológica lineal, donde lo moderno permite descifrar lo premoderno, así como se pretende dar cuenta de su necesaria evolución, en una perspectiva teórica que reconoce una unicidad del devenir histórico, lo cual, a la postre, ha terminado sirviendo para asignarle un rango de universalidad a una determinada experiencia histórica particular. En términos generales, este historicismo gobernó el espíritu de la época y se mantuvo como un referente implícito, habitual e incuestionable hasta que se tomó conciencia de que se estaba asistiendo al desencadenamiento de otra serie de dinámicas, las cuales comenzaron a ser interpretadas bajo el concepto de la globalización. Ha sido a partir de esta toma de conciencia que dos interrogantes han adquirido toda su actualidad: ¿qué es la globalización? y ¿cómo se pueden interpretar las transformaciones que se han presentado en el escenario mundial en las décadas más recientes a partir del concepto de globalización? Responder a estas preguntas no es un asunto fácil, más aún cuando se observa que a lo largo de los últimos veinte años se han acumulado numerosas aproximaciones al concepto, y de cada una de ellas se infieren distintas cualidades del fenómeno, así como disímiles Esta postura recorre buena parte de la obra de Karl Marx, quien sostenía que “la así llamada evolución histórica reposa en general en el hecho de que la última forma considera a las pasadas como otras tantas etapas hacia ella misma”. Algo similar se puede observar en la sociología de Max Weber, quien inauguró una forma de clasificar las sociedades según un tipo ideal que contrapone las sociedades modernas y racionales a las sociedades carismáticas o mágicas (Corm, 2004: 18). 34 Hugo Fazio Vengoa lecturas sobre el mundo presente y sobre las particularidades que comporta la modernidad actual. Tratando de generalizar, se puede decir que, para la tradición intelectual contemporánea, la importancia que ha cobrado la inclusión de la noción de la globalización en el entendimiento social ha radicado, precisamente, en que constituye también un macroproceso, el cual ha alcanzado una gran significación histórica porque actúa como un enlace, un encadenamiento, una retroalimentación y, en ese sentido, de manera implícita, supone una radical conmoción epistemológica, pues ha entrado a cuestionar la presunta linealidad de todas aquellas transformaciones por las cuales se había interesado el saber científico (Osterhammel y Petersson, 2005). Si bien la radicalidad que supone la globalización no puede ser ignorada, su impacto, sin embargo, quedó, en un primer momento, parcialmente relativizado por la inferencia que se hizo de que su razón de ser era una consecuencia implícita del avance que desde atrás venía registrando la modernidad. De esta manera, si bien era evidente que denotaba elementos de novedad, se le podía seguir inscribiendo dentro de los cánones establecidos. En este texto expondremos una opinión distinta. A nuestro modo de ver, y adelantándonos un poco en un tema que desarrollaremos más adelante, pero que se requiere enunciarlo en este momento, con el fin de que se pueda entender mejor la manera como organizaremos el resto del trabajo, la trascendencia de la globalización para el conjunto de las ciencias sociales no radica, simplemente, en ser una dinámica que enlaza todo aquello que antes era descifrado en su autonomía, en validar el papel de la sincronía y de los encadenamientos; más importante aún es el hecho de que, en la medida en que ha entrado a sustanciar todo aquello que antes se entendía laxamente como interconexión o internacional, la globalización le otorga un contenido específico a la unicidad de la diversidad actual. O, para decirlo en otros términos, compendia lo que hemos denominado una naciente modernidad-mundo. 2. De la globalización a la historia global ¿Cómo se ha explicado la globalización? Desde que la noción comenzó a popularizarse en la década de los ochenta, la globalización cautivó la imaginación de los científicos sociales, porque era un término provocador que, por la representación que construía, inducía a un cambio en la escala de análisis y en los niveles de observación, servía de fundamento explicativo para dar cuenta de varias de las transformaciones que estaba experimentando el mundo, permitía redefinir las posturas intelectuales y políticas o, en su defecto, proporcionaba una excelente coartada para endosarle todo aquello que “racionalmente” no se podía explicar en los términos convencionales. Los orígenes del vocablo son relativamente recientes. Las referencias más antiguas que se conocen datan de finales de los cincuenta e inicios de los sesenta del siglo XX. De acuerdo con Waters, sus orígenes en lengua inglesa más directos se remontan a un artículo publicado por la revista The Economist (4 de abril de 1959), el cual trataba sobre la importación de automóviles italianos. En aquella ocasión, el término empleado fue “globalised quota” (Waters, 1995: 2). Poco después, en 1961, la edición del diccionario Webster ya ofrecía las primeras definiciones de globalismo y de la globalización. En francés, donde se ha preferido la noción de origen latino mondialisation, se empleó en 1964 por primera vez el término. En esa ocasión, Paul Fabra publicó un artículo en el periódico Le Monde, intitulado, “Vers la mondialisation des échanges?”. Pero no fue hasta la década de los ochenta cuando el vocablo comenzó a utilizarse de manera sistemática por parte de algunas disciplinas sociales. El mismo Waters sostiene que con anterioridad a 1987 sólo se encontraban en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos 34 fichas que contenían una alusión al término. Indudablemente, antes de los ochenta el vocablo no comportaba todavía ninguna connotación particular, no representaba ninguna inversión ideológica y tampoco se vinculaba con ningún cambio radical en el análisis de las sociedades actuales ni del mundo (Dagorn, 1999: 190). O, para decirlo en palabras de Reinhart Koselleck, hasta los ochenta el término era sólo una palabra, pero todavía no se había convertido en un concepto, porque el término aún no se hacía portador de un contexto de experiencia y de significado. 36 Hugo Fazio Vengoa Desde que la globalización se convirtió en un concepto recurrente, los especialistas provenientes de las distintas disciplinas sociales comenzaron a desarrollar importantes ideas sobre su naturaleza, funcionamiento y alcance. Como todo concepto emergente, su significado conserva un perfil polisémico, se le confiere una multiplicidad de sentidos y, obviamente, como existen numerosas aproximaciones, se le asignan distintas connotaciones. Esta amplia gama de significados vuelve imprescindible clasificar las aproximaciones usuales, pues este procedimiento ayuda a entender la variedad de usos que se le han conferido y, además, a través de la contraposición de muchas de estas interpretaciones se puede clarificar su sentido intrínseco. Diferentes taxonomías se pueden establecer en torno a la manera como se ha entendido la globalización. En esta oportunidad solamente aludiremos de modo especial a dos de ellas, dado que, tomadas en su conjunto, nos brindan una adecuada panorámica global sobre las múltiples aproximaciones que se han construido, muestran la complejidad que encierra el problema y permiten descubrir sus propiedades más profundas. Sin embargo, con el ánimo de acentuar las precisiones analíticas, dedicaremos un breve comentario a la síntesis que ofrece Jan Aart Scholte, en su ya clásico texto sobre la globalización, porque su organización, sus jerarquías y los significados que le confiere al término demuestran el alto nivel de confusión que ha acompañado la discusión sobre la globalización. Scholte organiza su síntesis en torno a cinco aproximaciones básicas. La primera es aquella que identifica la globalización con la internacionalización. Por medio del uso del nuevo concepto se quiere destacar el incremento de los intercambios internacionales de mercancías, capitales, personas, mensajes e ideas, así como también la concreción de niveles más sofisticados de interdependencia, en razón del crecimiento de los intercambios. La segunda asimila la globalización a la liberalización. Con este enfoque se intenta subrayar, como elemento fundamental, aquel proceso de eliminación de las restricciones impuestas por los gobiernos (abolición de las barreras arancelarias, de las restricciones a los intercambios comerciales, a los controles sobre el capital, etcétera) a los movimientos de bienes, capitales, e incluso, a veces, de personas entre los países. Esta liberalización supone una finalidad para la globalización, ya que esta tendencia estaría conduciendo a una mayor integración, proceso que sería muy evidente sobre todo en el plano de la economía. La tercera entiende la globalización como un sinónimo de la universalización, y recuerda que, en la década de los cuarenta, dos académicos anglosajones acuñaron el verbo globalizar como equivalente de universalizar. En esta acepción se ha pretendido, con la globalización, señalar la difusión de objetos y experiencias De la globalización a la historia global 37 por todo el mundo, fenómeno que en nuestro presente estaría dando origen al establecimiento de una nueva síntesis planetaria de culturas, cuyo corolario sería la afirmación de una especie de humanismo global. La cuarta equipara la globalización con la occidentalización, y en un sentido más estrecho, con la actual norteamericanización del mundo, y se utiliza para denotar la penetración en todos los confines de la Tierra de las instituciones, prácticas y referentes culturales provenientes de este entorno histórico-geográfico particular. La última considera que la globalización es una forma de desterritorialización, o supraterritorialización, como prefiere el mismo Scholte, lo que significa que esta dinámica entraña una reconfiguración de la geografía, debido a que el espacio social deja de corresponder con los lugares territoriales, con lo cual la globalización se definiría como una transformación de la organización espacial de las relaciones sociales y de las transacciones (Scholte, 2000: 15-16). Esta rápida revisión de algunas aproximaciones permite sacar dos conclusiones preliminares: la primera es la amplia disparidad de significados que se le han asignado al término. En efecto, con gran dificultad esas cinco definiciones pueden reunirse en torno a unos elementos comunes y compartidos, lo cual seguramente obedece a la disimilitud de experiencias y perspectivas analíticas a partir de las cuales se aborda el problema, lo que torna más urgente reflexionar sobre su naturaleza. La segunda taxonomía consiste en que un buen número de aproximaciones usuales no le confiere al concepto elementos de novedad, sino que simplemente lo convierte en un vocablo que es utilizado para designar viejas prácticas (internacionalización, universalización, occidentalización, etcétera). No es extraño, por tanto, que las inconsistencias en que incurren estas aproximaciones salten a la vista. Se puede hacer un rápido repaso de cada una de ellas. Con respecto a la primera, se puede decir que si la globalización significa un incremento de la internacionalización, no tiene ningún sentido acuñar un nuevo concepto para definir una vieja práctica. Igualmente deficiente es la segunda. Seguramente su mayor problema consiste en el hecho de situarse en una perspectiva del nacionalismo metodológico y limitarse a señalar los crecientes niveles de interconexión que se presentan en el mundo, muchos de los cuales tienen por lo menos una antigüedad de dos siglos. Además, es evidente que, cuando la globalización es visualizada desde la localidad, puede ser que se asemeje a una apertura, pero cuando se trata de comprender el mundo en su conjunto, las dinámicas que comporta apuntan en la dirección opuesta: hacia una mayor integración, y este reverso de la moneda no está incluido en la definición. Con respecto a la tercera, cabe destacar que nada hay más distante de la universalización que la acentuación de las diferencias. Como tuvimos oca- 38 Hugo Fazio Vengoa sión de precisar con anterioridad, la globalización simplemente no es un sinónimo de la cultura mundo. Sobre la cuarta se puede decir que confunde el proceso con las propiedades que le son inherentes en el presente. En efecto, es evidente que un gran impulso a la globalización provino de Occidente, como bien lo ha sostenido Serge Latouche, pero de ahí a inferir que su principal característica siga siendo la occidentalización constituye un error histórico de grandes proporciones. Por último, hablar de desterritorialización o supraterritorialización es equivocado porque, como bien saben y han demostrado quienes profusamente han trabajado el tema de la globalización, el territorio no ha muerto (Alvater y Mahnkopf, 2002). En realidad, lo que ocurre es que la organización espacial ya no puede interpretarse como un fenómeno unidimensional, ni bidimensional sino pluridimensional, así como tampoco es una dinámica completamente desterritorializada, sino bi o multiterritorializada. Y es que además es incuestionable que todas las instituciones modernas necesitan todavía del territorio para seguir reproduciéndose. A ello no escapa ni siquiera el hoy volátil capital financiero, el cual requiere para su funcionamiento de unos anclajes y centralidades en las grandes ciudades globales (Sassen, 2007). Evidentemente, el problema que despierta la territorialización y/o desterritorialización es que, en nuestro presente, las distintas espacialidades no siempre son coincidentes, porque, en la actualidad, por ejemplo, el espacio del capital es mucho más abarcador que el del Estado, lo que genera asimetrías en los vínculos que entretejen. El problema que plantea el hecho de privilegiar un análisis espacial de la globalización consiste en que, al igual que el Occidente analizado por Latouche (2005: 84), ésta es como una nebulosa, cuyo centro se encuentra en todas partes y su perímetro en ninguna. En suma, si bien el concepto de globalización incluye algunos de estos elementos, ninguna de estas explicaciones llega al corazón del problema. Nos hemos detenido sumariamente en este conjunto de esquemas de interpretación porque todos ellos incurren en el error de intentar captar la esencialidad de la globalización tratando de retrotraer su significado a los paradigmas o prácticas históricas existentes. Si bien este proceder tiene el gran mérito de propender la búsqueda de la simplicidad, no se puede desconocer que desvirtúa tanto su sentido intrínseco que no aporta mayor claridad sobre su naturaleza y menos aún sobre su alcance. Los enfoques disciplinares Otra forma de abordar esta cuestión de manera más multifacética y polivalente es recurriendo a una clasificación más simple en cuanto a su estructura, pero más rica y propositiva en lo que se refiere a su contenido. Esta clasificación se organi- De la globalización a la historia global 39 za en torno a los enfoques y lecturas que se han propuesto a partir de las distintas disciplinas sociales. Una ventaja que encierra este tipo de clasificación consiste en que permite distinguir y precisar las distintas escalas de observación que introducen las diferentes disciplinas, y las razones que las han llevado a privilegiar unas variables por sobre otras en su aproximación al problema de la globalización. De más está decir que la presentación que realizaremos a continuación en ningún caso agota el tema. Seguramente, los primeros que se interesaron por entender sus coordenadas fueron los expertos en temas de comunicación, y en seguida vinieron los economistas. Para los primeros, el factor tecnológico, seguramente con una motivada razón, ha sido considerado como la punta de la lanza de la globalización. La principal idea-fuerza que convoca a estos analistas consiste en que la globalización actual —la interdependencia catalizada por la electrónica— está dando vida al surgimiento de la “aldea global”, es decir, al achicamiento del planeta como resultado de los avances registrados por los modernos medios de comunicación, los cuales han puesto en comunicación permanente e instantánea a la población de todo el planeta (Thompson, 1998) y han hecho posible igualmente el surgimiento de inéditos estilos de vida y nuevas formas de identificación. En esa misma línea argumentativa, contemporáneamente con los comunicadores, el politólogo norteamericano, de origen polaco, Zbigniew Brzezinski, antiguo Consejero Nacional de Seguridad del presidente norteamericano James Carter, introdujo una connotación importante cuando sostuvo que los cambios tecnológicos en el planeta, aunados al poderío norteamericano, estaban conduciendo al surgimiento de la primera sociedad global y a la primera potencia propiamente global (Brzezinski, 1998: 19-38). Esta idea la basaba en el hecho de que Estados Unidos realizaba más del 65% de las comunicaciones mundiales y había logrado universalizar su modo de vida, sus técnicas, sus productos culturales, sus modas y tipos de organización (Mattelart, 1997: 65). A juicio de estos analistas, esta revolución informática, con sus consecuentes derivaciones en distintas direcciones, se cimienta en la ampliación de la cobertura que han alcanzado la televisión satelital e internet, y en la fuerte mercantilización del amplio universo multimediático contemporáneo. Como resultado de la difusión de estos medios y de las conexiones que suscitan, todas estas innovaciones habrían tenido como corolario la acentuación de la interacción entre las civilizaciones y culturas a lo largo y ancho del mundo, y habrían alimentado el surgimiento de una conciencia cada vez más unitaria en torno a los grandes problemas de la humanidad. Si la paternidad en la introducción del término recayó en los comunicadores, fueron los economistas quienes posteriormente lograron popularizar el término, 40 Hugo Fazio Vengoa y ellos han sido los responsables de que durante largo tiempo el concepto se identificara con temas conexos a la economía. René Dagorn considera que la amplia aceptación del término entre los economistas obedeció a la conjunción de cuatro factores. El primero fue la gran capacidad del término para describir las evoluciones más recientes en el funcionamiento de la economía, como la aceleración de los intercambios, la movilidad financiera, el debilitamiento de los controles nacionales y la integración en una escala cada vez mayor. El segundo fue la desaparición en el Este y en el Sur de los sistemas económicos alternativos al capitalismo y la consiguiente universalización de este último. El tercero recayó en la amplia utilización del término por parte de los organismos internacionales, con lo cual deseaban destacar el carácter abarcador de la circulación de mercancías, servicios y capitales. Por último, intervino la creencia en un progreso constante de la historia, en el sentido de una progresiva integración (Dagorn, 1999: 192-194). Dada la amplia gama de economistas que se han interesado en el tema de la globalización, existen numerosas lecturas originales sobre el fenómeno. Unos la han identificado con las nuevas prácticas desplegadas por las empresas transnacionales, otros, con la expansión del comercio internacional, que crece más rápidamente que la producción mundial; los terceros han destacado los radicales cambios que han tenido lugar en el campo financiero, y los últimos han identificado el concepto con la inevitabilidad de los ajustes por parte de las economías nacionales, aunque debe reconocerse asimismo que no han faltado expertos en la economía que han pretendido minimizar su importancia, sobre todo con base en el argumento de que muchas de estas tendencias ya eran claramente palpables en el siglo XIX (Hirst y Thompson, 1996). En aras de una mayor claridad, toda esta amplia gama de perspectivas puede congregarse en torno a dos tendencias fundamentales. Para unos, la globalización no es otra cosa que un concepto que denota una forma más novedosa e intensificada de internacionalización. Así, por ejemplo, Guillermo de la Dehesa la define como “un proceso de creciente libertad e integración mundial de los mercados de trabajo, bienes, servicios, tecnología y capitales”, dinámica cuyos líderes son los mercados, sus agentes fundamentales son las empresas multinacionales, los factores que determinan su expansión son las nuevas tecnologías en el transporte y en las telecomunicaciones, y la liberalización de los intercambios de bienes, servicios y capitales tanto a través de negociaciones multilaterales como por decisiones unilaterales y bilaterales (De la Dehesa, 2000: 17). Una posición similar sostiene Suzanne Berger, quien entiende por globalización “una serie de mutaciones en la economía internacional que tienden a crear un solo mercado mundial para los bienes, los servicios, el trabajo y el capital” (Berger, 2003: 6). Pero no sólo los defensores, sino también importantes críticos de la globalización económica De la globalización a la historia global 41 actual, la definen en términos análogos. El magnate George Soros identifica la globalización con el libre movimiento de capitales y el aumento del dominio por parte de los mercados financieros y las corporaciones multinacionales de las economías nacionales (Soros, 2002). Los otros se inclinan, más bien, por reconocer en la globalización la consolidación de nuevos segmentos y agentes económicos de naturaleza transnacional (O’Brien y Williams, 2004). En razón de ello, la globalización sería una dinámica mucho más abarcadora que la convencional internacionalización, puesto que estaría evidenciando el tránsito de la anterior economía internacional, basada en la interdependencia entre las economías nacionales, a otra mundial, en la cual habrían entrado a operar dinámicas de naturaleza global, que trascienden las fronteras nacionales, fenómenos que serían muy evidentes en las nuevas tendencias que se han impuesto en el mundo de las finanzas, la producción y el comercio. La diferencia de fondo entre estas dos tendencias se basa en que la primera privilegia como elemento de base a la economía internacional, de lo cual se infiere que sigue siendo amplio el papel que les corresponde a los Estados y que los espacios económicos nacionales continúan siendo el armazón principal de la organización económica mundial, mientras que los segundos consideran que se ha operado el tránsito hacia una economía globalizada, la cual se distingue por subsumir y rearticular el conjunto de las economías nacionales y reducir el margen de actuación del Estado en la materia. Otro elemento que diferencia a ambas corrientes es de naturaleza técnica y metodológica: mientras los primeros fundamentan sus análisis a partir de las cuentas nacionales, los segundos procuran construir otro tipo de indicadores más ajustados a la lógica de la globalidad. No obstante las diferencias, ambas tendencias comparten las ideas de que detrás de la globalización se encuentran los desarrollos tecnológicos, el despliegue de un mercado liberalizado, y que la globalización es, ante todo, un fenómeno de naturaleza económica que puede propagar secuelas en los otros ámbitos (en el social, a través de las relaciones laborales; en el cultural, por medio de la mercantilización de bienes simbólicos; en el político, debido a la merma de la soberanía económica por parte del Estado, etcétera), pero cuya esencia se realiza únicamente en el plano de la producción, los intercambios y los movimientos financieros. Es común para la mayor parte de estos analistas la idea de que los desarrollos tecnológicos y la expansión del mercado van de la mano y se retroalimentan permanentemente. En efecto, desde hace muchos siglos, la tecnología ha desempeñado un importante papel en la consolidación del mercado, así como este último ha impulsado importantes desarrollos tecnológicos. La principal particularidad que ha entrañado la expansión de las nuevas tecnologías de las comuni- 42 Hugo Fazio Vengoa caciones y de la información consiste en que dichas tecnologías han contribuido a “anular” el espacio y, en ese sentido, han revolucionado el mercado, sobre todo porque han inaugurado nuevos campos de acción para el funcionamiento de las economías a través del comercio digital, la expansión del mercado electrónico de capitales, lo cual ha entrañado la desvinculación de los movimientos financieros de la producción, la conformación de un cibermercado y una mayor optimización del mercado al trastocar la tradicional relación entre producción y adquisición, ya que ahora “es el cliente el que ordena al productor qué cosa debe ser exactamente fabricada” (Gallino, 2005: 14-21). Los estudiosos provenientes de las restantes disciplinas sociales no se quedaron atrás. Sobre todo a partir del segundo lustro de la década de los noventa, comenzaron a proponer nuevos enfoques sobre la globalización, tratando de adaptarla a las temáticas propias de sus respectivos campos de experiencia. Los antropólogos y sociólogos han compartido muchos presupuestos y preocupaciones, por lo que es difícil analizarlos por separado. Algunos temas recurrentes en muchos de estos científicos sociales han sido los crecientes niveles de “conectividad compleja” (Tomlinson, 2000), de “glocalización” (Robertson, 2000) y “mestizaje” (Hannerz, 1998). Con el correr del tiempo, estas visiones se han convertido en una importante y sutil propuesta analítica que ha tenido el destacable mérito de posicionar el reconocimiento, digamos dialéctico y, en ocasiones, también simbiótico, entre lo local y lo global. Desde estas perspectivas, la globalización, por tanto, no alude simplemente a la concreción de una espacialidad más abarcadora que recubre el planeta y que subsume a las restantes organizaciones espaciales, sino a complejos entrelazamientos entre distintos ámbitos sociales, incluidos los propiamente locales y territoriales. Otros se han interesado, mayormente, por los cambios que ha entrañado la consolidación de relaciones sociales a escala planetaria, tanto presenciales (cara a cara) como “fantasmagóricas” (entre ausentes o entre ausentes y presentes), y también se han preocupado por las maneras como la globalización ha modificado ciertos fundamentos sobre los cuales se alza el edificio de lo moderno (Beck, 1998). Valga recordar que de un sociólogo, en efecto, ha brotado una de las más simples, pulcras y diáfanas definiciones de la globalización, la cual es entendida como “la intensificación de relaciones sociales por todo el mundo, de tal manera que los acontecimientos locales están configurados por acontecimientos que ocurren a muchos kilómetros de distancia y viceversa” (Giddens, 1999: 68). Por último, sociólogos y antropólogos se han concentrado también en la manera como la globalización ha impactado al individuo, la manera como ha poten- De la globalización a la historia global 43 ciado los procesos de individuación a través de la multiplicación de las experiencias vividas y de construcción de biografías. Sobre el particular, el sociólogo alemán U. Beck ha sugestivamente anotado que “al convertirse lo cotidiano global en parte integrante de los ámbitos mediáticos, se da una especie de globalización de las emociones y de la empatía. La gente se experimenta como parte de una civilización y una sociedad civil fragmentadas, amenazadas, que se caracterizan en todas las partes del mundo por la simultaneidad de los acontecimientos y el conocimiento de esta simultaneidad” (Beck, 2005: 63). En suma, si quisiéramos captar en pocas palabras el sentido intrínseco que este par de disciplinas le ha asignado a la globalización podríamos decir que, a diferencia de los comunicadores y economistas que se han concentrado en aquellos problemas que se correlacionan con la difusión que promueven la moderna tecnología y la expansión de la cobertura de acción del mercado, su gran aporte ha consistido en entender la manera como la globalización transforma las formas de vida individuales y colectivas y, en ese sentido, fomenta una nueva fenomenología del mundo. Globalización, por tanto, no es sinónimo de estar conectado ni de movilidad. La globalidad opera también sin tener que recurrir a permanentes desplazamientos. Los historiadores no pudieron ni quisieron quedarse atrás y también decidieron asumir el desafío intelectual que suscitaba la globalización. Un buen número de ellos se ha interesado por el estudio de las experiencias globalizantes que se presentaron en períodos anteriores de la historia humana (Gruzinski, 2004, O’Rourke y Williamson, 2000, Hopkins, 2002). El avance en el conocimiento que supuso esta historización del fenómeno tuvo, a la postre, el importante atractivo de mostrar la historicidad que ha revestido el fenómeno, pero sobre todo, porque ha permitido situar el presente globalizador, con las particularidades que le son inherentes, dentro de una perspectiva de larga duración (Robertson, 2005), procedimiento que ha tenido la trascendencia de evidenciar los elementos de continuidad y cambio y, en ese sentido, ha alimentado el debate sobre la relación que existe entre la globalización, la occidentalización y los ambientes institucionales modernos (Hobson, 2004). Otros aportes importantes de este tipo de enfoques han consistido en demostrar que la globalización es un proceso y no un sistema ni una estructura, y que, debido a su condición de proceso, su naturaleza suscita permanentes relaciones de fuerza entre las tendencias hacia la homogeneización y la diferencia; que existen múltiples manifestaciones globalizantes, cuyas propagaciones no siempre se encuentran sincronizadas, y que, por tanto, su desarrollo no es equivalente, ni inevitable ni apunta en una dirección preestablecida. La historia ha demostrado que períodos de creciente globalización (v. gr., finales del siglo XIX) pueden ir se- 44 Hugo Fazio Vengoa guidos de otros en donde impera la desglobalización (el período de entreguerras), y por último, que reiteradamente el incremento de las tendencias globalizantes en un ámbito puede ir acompañado de una ralentización o de una involución en los otros (Fazio, 2001). Los geógrafos —no está de más recordar que hace tiempo dejaron de ser cartógrafos para asumir una geografía eminentemente social, cada vez más entremezclada con reflexiones económicas, sociológicas, históricas y antropológicas—, por lo general, han centrado su atención en la concatenación de las nuevas formas en las que se organiza el espacio (Harvey, 2003), con sus nuevas polarizaciones, dispersiones y aglomeraciones de población, recursos, riqueza, poder, etcétera. Seguramente, uno de los grandes aportes que han introducido los geógrafos ha consistido en volver a concretizar el debate sobre la globalización, por la importancia que han asignado a la distancia como obstáculo para la integración social y a las nuevas formas de localización, preocupaciones ambas que se ubican en los registros en los que transcurre la naturaleza de la globalidad. La globalización modifica la noción de lugar, le asigna una nueva importancia. Antes, en los contextos en los que los conjuntos espaciales se estructuraban largamente de manera independiente unos de los otros, la posición de los objetos geográficos se reducía a una proyección de coordenadas sobre una extensión de referencia abstracta (longitud y latitud) o por su lugar en los medios naturales. Las posiciones relativas tenían sentido en contextos bastante restringidos. Entonces se podía hablar de localidades […] Pero cuando el Mundo se “leibnizianizó”, cuando son las posiciones relativas las que determinan las características de sus elementos, entonces los lugares toman otro sabor geográfico. (Dollfus, Grataloup y Lévy, 1999: 86) Otro de los grandes desarrollos a que ha inducido esta disciplina en referencia a la globalización guarda relación con el hecho de que, más que el territorio de por sí, lo que le preocupa es la manera como las interacciones —y no tanto el lugar— determinan las espacialidades en las que se desenvuelven las actividades humanas (Santos, 2004). Las inferencias que se desprenden de esta nueva mirada del espacio no se han hecho esperar. “La nueva geografía —escribe Postel-Vinay— por su voluntad de repensar el espacio mediante su contextualización, e integrando en su análisis los criterios de fluidez y complejidad, ha contribuido también a una redefinición del cuadro espacial de las relaciones internacionales” (Postel-Vinay, 1998: 64). Otro tema que ha conducido a una convergencia con las preocupaciones sociológicas ha consistido en sus reflexiones sobre la metropolización del mundo actual y la emergencia de lo que los geógrafos han dado en llamar el “archipiélago metropolitano mundial”, así como sobre la distribución “geohistórica” del mundo actual (Grataloup, 2007), en la que concurren factores tridimensionales y la globalidad (Scholte, 2000). De la globalización a la historia global 45 Los politólogos han librado grandes discusiones sobre la manera como la intensificada globalización ha transformado al Estado (Strange, 2001) y la política (Laïdi, 2004), así como la manera en que estos últimos, con sus variadas estrategias, han favorecido la implantación de muchas de las tendencias globalizantes actuales. Otra preocupación ha consistido en precisar ciertas coordenadas de la arquitectura institucional actual, interés que ha permitido repensar de manera novedosa el universo de lo político dentro de un contexto globalizante (Held, McGrew, Goldblatt y Perraton, 1999). Por ventura, seguramente no es exagerado sostener que la ciencia política es uno de los campos donde menos convergencia se ha alcanzado en torno a unos presupuestos comunes, en el entendimiento de lo que supone la globalización. La razón, seguramente, es más que evidente. La política, desde la más remota Antigüedad hasta la época moderna, ha tenido ante todo una referencia al espacio, alude a la delineación de formas de espacialización de la política dentro de una perspectiva geométrica, espacialidad que ha permitido el diseño de sus categorías fundamentales: interno y externo, universal y particular, público y privado, nacional e internacional, etcétera (Galli, 2001), mientras que la globalización tiende a trascender y a reorganizar esos presupuestos, porque, más que espacial, es un asunto que se referencia en nuevas formas de temporalización. Quizá ello explique los motivos que han hecho que la ciencia política se mantenga a la zaga de las restantes disciplinas en cuanto a la producción de conocimiento sobre este fenómeno. En el campo en el que esta disciplina sí ha entrañado una significativa reorientación es en torno a la idea de deseabilidad de que el nuevo mapa político debe partir del reconocimiento de que todo hecho local es global y que toda acción global tiene repercusiones y se realiza en los distintos niveles espaciales y temporales, razón por la cual se ha planteado con urgencia la necesidad de encontrar normas regulatorias, aptas para ser aplicadas en estos distintos ambientes. Igualmente, se ha planteado la necesidad de garantizar un fondo adecuado de bienes públicos globales, y de promover una ciudadanía global articulada en torno de los derechos humanos. “Lo que necesita el mundo —escribe David Held— es una agenda global de seguridad que exija tres cosas a los gobiernos e instituciones internacionales, todas ellas ausentes en la actualidad. Primero, tiene que haber un compromiso con el sistema de Derecho y el desarrollo de instituciones multilaterales que tengan poder para garantizar el cumplimiento del derecho internacional. Segundo, hay que emprender un esfuerzo continuado para generar nuevas formas de legitimidad política global para las instituciones internacionales relacionadas con la seguridad y las misiones de paz. Tercero, hay que reconocer sin rodeos que no se puede dejar que sean los mercados quienes resuelvan los problemas éticos y de justicia planteados por la polarización global de la riqueza, los ingresos y el poder, y las enormes asimetrías en cuanto a las oportunidades en la vida que esto 46 Hugo Fazio Vengoa ocasiona” (“Globalización: el peligro y la respuesta”, El País, 4 de julio de 2004). Si bien se puede compartir el espíritu de esta propuesta, dado que procura refrescar la mirada sobre los asuntos políticos contemporáneos, lo que sí es reprochable es que sigue pensando el mundo como la proyección de la nación en una escala mayor. No obstante la novedad que comporta este tipo de tesis, a la fecha no existe consenso entre los politólogos sobre el particular. Mientras algunos autores argumentan en torno a la necesidad de trascender el marco estatal (Laïdi, 2004, Falk, 2002), otros se aferran a él, sobre todo, porque fenómenos como la democracia, la representación política, la realización de los intereses, simplemente no pueden existir al margen del Estado. Sobre el particular, Danilo Zolo ha llegado a sostener que el globalismo no sólo infravalora importantes conquistas internacionales, como la subordinación del uso de la fuerza a procedimientos jurídicos y diplomáticos predefinidos, sino que únicamente “el Estado nacional parece estar en condiciones de garantizar una relación equilibrada —tendencialmente democrática— entre la dimensión geopolítica y el sentido de pertenencia de los ciudadanos, y ya por eso desarrolla una función difícilmente subrogable” (Zolo, 2006: 97). Pero no es únicamente el tema de la democracia, que supuestamente es impracticable de concebir y de realizar al margen del Estado, lo que preocupa a un buen número de politólogos. Conexo a este tema se encuentra el problema del Estado de bienestar. Una tesis muy expandida señala que en un contexto de intensificación de la globalización, el Estado, al ser desbordado desde arriba por factores e instituciones transnacionales o supranacionales, y desde abajo, por el traslado de competencias a los órganos locales y regionales, se encuentra privado de recursos para mantener sus políticas de bienestar. Es decir, no sólo la democracia, también la política asistencial del Estado se encontraría amenazada por los poderes de la globalización. De ello se infiere automáticamente que salvaguardar el Estado constituye una defensa de dos de las más preciadas instituciones modernas: la democracia y el bienestar social. El asunto, sin embargo, tampoco en este caso es tan simple. Si tomáramos indicadores convencionales de globalidad podríamos observar que entre los países más globalizados del mundo se encuentran las naciones escandinavas, las cuales son, al mismo tiempo, las sociedades que disponen de los sistemas sociales asistenciales más perfeccionados (Navarro, 2000). Una situación análoga se observa cuando se compara, guardando las debidas proporciones, el mundo actual con el de hace un siglo. A finales del XIX se asistió a una evidente intensificación de la internacionalización, y en ese momento varios gobiernos europeos sentaron las bases de los Estados de bienestar, y para financiar sus actividades introdujeron el impuesto progresivo sobre las herencias y el impuesto sobre los ingresos y la De la globalización a la historia global 47 renta. Es decir, la internacionalización, preludio de la globalización, no constituyó una negación de las políticas de bienestar ni de la democracia. En suma, estos dos casos demuestran que la evidencia histórica no permite establecer de forma mecánica que la globalización impida la realización de las políticas de bienestar. Si es fuerte la creencia contraria, ello obedece al peso de ciertas ideologías en la interpretación del mundo actual, y no al resultado de la globalización. Los filósofos y otros pensadores preocupados por este tipo de preguntas se han detenido en la discusión sobre la necesaria resemantización de ciertos conceptos fundamentales del quehacer contemporáneo (universalidad, globalidad, relativismo, etcétera), tratando de captar “lo continuo y lo discontinuo, el proceso y el viraje” (Marramao, 2006), discusión que se ha alimentado de las profundas transformaciones que han experimentado la sociedad, la política y la cultura, y que busca clarificar la toma de posiciones en torno a principios como el cosmopolitismo, el universalismo, el nacionalismo, la diferencia, etcétera (Habermas, 2006). En la intersección entre la ciencia política y la filosofía se han materializado los debates jurídicos sobre la globalización, los cuales han dividido a los juristas en defensores del globalismo jurídico y en detractores del mismo. El debate ha sido suscitado por el hecho de que, al margen de los Estados, han aparecido, de una parte, nuevas fuentes del derecho en las disposiciones de los órganos supranacionales regionales, como el Tribunal de Justicia Europeo; en la normatividad de los tribunales penales, la jurisprudencia que se deriva de la actuación de los grandes bufetes de abogados, etcétera, y también nuevos sujetos jurídicos internacionales, como las organizaciones multilaterales, las uniones regionales, etcétera, de la otra. Dos son los campos donde más claramente se visualizan las transformaciones que ha ocasionado la globalización en el legendario derecho internacional. El primero es el ámbito económico, donde se han conformado inéditos esquemas contractuales, con el propósito de liberalizar los intercambios, facilitar la movilidad y reducir un buen número de las regulaciones que pesaban sobre el mercado. Desde una perspectiva más general, se puede argumentar que la tendencia en este campo apunta hacia una privatización del derecho económico internacional, a favor de los grandes agentes económicos transnacionales (Sassen, 2001), que le han arrebatado numerosas funciones al Estado y lo han impelido a una reorganización a través de una mercantilización de varias de sus actividades. El segundo es el campo político, donde el debate ha polarizado enormemente las posiciones, dado que los globalistas apuntan a trascender el Estado, mientras que los detractores reafirman el papel del aparato estatal como principal 48 Hugo Fazio Vengoa mecanismo de regulación y como expresión de las particularidades societales. Un buen número de juristas aprueba la expansión de una jurisdicción penal global, articulada en torno a un derecho cosmopolita y a la universalidad de los derechos humanos. Otros autores rechazan este globalismo jurídico, con base en distintos elementos: el individualismo occidental subyacente a la doctrina de los derechos humanos, el desconocimiento de las especificidades de los distintos contextos sociales y culturales en que se desarrollan los ordenamientos jurídicos, el tutelaje que siguen ejerciendo las grandes potencias, etcétera (Zolo, 2006a). Por último, y por curioso que pueda parecer, quienes más afinidad temática deberían tener con las dinámicas que comporta el concepto de la globalización, los expertos en relaciones internacionales, fueron quienes más tardíamente asumieron el desafío de precisar su relación. Se negaron durante largo tiempo a darle carta de ciudadanía al nuevo concepto. Sin duda que en ello intervino, de modo más evidente que en otros campos, el hecho de que el conjunto de tendencias que comprende la globalización sacudía los cimientos de sus más preciados y débiles referentes teóricos y metodológicos. Entre ellos se encuentran tanto la centralidad que habitualmente estos análisis les han acordado al Estado, a la diplomacia, a lo político, a la soberanía, a la territorialidad, a la negociación intergubernamental, a la dicotomía entre lo nacional y lo internacional, etcétera, como la persistencia de una visión simplificada de la globalización, la cual, a lo sumo, ha sido identificada como una forma de interdependencia (Nye, 2002), que explica en alto grado que se tardara en avanzar en la comprensión de que éste es un fenómeno polivalente que atraviesa indistintamente todos los ambientes sociales y transforma en su fuero interno la naturaleza de “lo internacional”. Es decir, el aparato analítico y categorial del que se disponía en los estudios internacionales resultó ser muy insuficiente e ineficaz, razón por la cual se planteó, con urgencia, la necesidad de emprender un cambio de perspectiva para poder dar cuenta de su naturaleza. El problema resultó ser enorme porque no se trataba simplemente de trabajar sobre nuevos tópicos o nuevos derroteros de lo internacional; el asunto no consistía en sumarle temas adicionales a la agenda. La cuestión radicaba en que las transformaciones que ha experimentado el mundo en las últimas décadas han sido tan profundas que, por lo general, los nuevos enfoques que han madurado siguiendo las trayectorias convencionales de los estudios internacionales se quedaron a medio camino cuando intentaban dar cuenta de sus particularidades (Rosenau, 1997 y 2004). No mejor suerte corrieron los intentos de otros teóricos de las relaciones internacionales por trascender los viejos presupuestos sobre los cuales se construyó este campo del saber, “realizando esguinces a su alrededor”. Tampoco ellos pudieron desarrollar nuevos enfoques que permitieran superar las insuficiencias De la globalización a la historia global 49 que pretendían atacar. Por lo general, recurrieron a una estrategia de autoridad que consistía en simplificar y reducir a un vulgar esquematismo las interpretaciones tradicionales —sobre todo el realismo—, con el ánimo de justificar la novedad de sus enfoques. De esta manera, encapsularon los anteriores paradigmas dentro de un supuesto “territorialismo metodológico”, por la centralidad que éstos le acordaban a los juegos geopolíticos y a los Estados, para vanagloriarse de trascenderlos mediante el recurso de una metodología desterritorializada, como en efecto ocurre con el planteamiento de Scholte, que comentábamos anteriormente. Este procedimiento terminó suscitando más confusiones que aclaraciones, porque se centró en la crítica de su punto más débil —el sistema westfaliano—, con lo cual no sólo no aportó nada nuevo en la comprensión de lo internacional en el pasado, sino que tampoco logró construir nuevas vías para interpretar el presente mundial, y menos aún para posicionar este campo del saber de cara al futuro (Rosemberg, 2004). La profundización del desfase entre la calidad de las transformaciones y el apego a unos referentes teóricos y conceptuales propios de una realidad histórica que iba quedando irremediablemente atrás se convirtió en un serio problema para este campo de estudio, en la medida en que lo que de modo corriente se conoce como “lo internacional” o, simplemente, las relaciones internacionales, se ha convertido en una trama borrosa, confusa, e incluso inasibles algunas de sus páginas. Las anteriores certidumbres sobre sus prácticas se han vuelto inciertas. Si hasta hace poco lo internacional se refería a lo externo, a los juegos y dinámicas en el sistema de Estados, a la colisión de los “intereses nacionales” entre distintos actores, etcétera, en nuestro presente, estas prácticas obviamente no han desaparecido, siguen manifestándose, y a veces incluso con gran intensidad, como ha ocurrido luego de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, pero recubren tan sólo un pliegue del acontecer mundial. A la postre, sin embargo, tampoco pudieron resistirse a su tentación (PostelVinay, 1998) y tuvieron que comenzar a emprender importantes esfuerzos para pensar la interacción entre las relaciones internacionales y la globalización, tratando, eso sí, de constreñir al máximo la aplicabilidad del término, con el fin de conservar la “pureza” de los cimientos epistemológicos de su disciplina (Clarc, 1997). En suma, tal como se puede observar de esta breve digresión que hemos realizado sobre los enfoques propuestos a partir de las distintas ciencias sociales, la noción de la globalización ha tenido un importante desarrollo a lo largo de las dos últimas décadas. Poco a poco, ha permeado muchos de los nuevos enfoques propuestos por las ciencias sociales y ha inducido a significativos cambios en las escalas de análisis, así como a una modificación en el orden en que se perciben y se organizan las cosas que ocurren en la realidad social. 50 Hugo Fazio Vengoa El problema, sin embargo, que presenta esta clasificación consiste en que la globalización para cada una de estas disciplinas alude a distintos campos de experiencia, lugares donde la globalización adquiere connotaciones particulares, pero que no son extrapolables a los restantes campos. En este sentido, se puede sostener que el mérito que encierran estas reflexiones consiste en que han mostrado los múltiples rostros de este proceso, pero tienen la desventaja de encontrarse muy distantes las unas de las otras como para poder brindarnos una perspectiva que permita captar el fenómeno en su conjunto. De ahí que sea importante recurrir a una nueva taxonomía, problematizada más que disciplinar, que se construye con base en la anterior, la cual podemos sintetizar en cuatro definiciones: la globalización como interconexión, como compresión espaciotemporal, como fenomenología y como transformación histórica. Empero, antes de adentrarnos en esta clasificación, realizaremos un balance sobre los desafíos que ha planteado la globalización para el conjunto de las ciencias sociales, porque aquí encontraremos ciertas coordenadas que justifican la construcción de una nueva representación del fenómeno. La globalización estremece la epistemología de las ciencias sociales No obstante los elementos de novedad que introduce la reflexión sobre la globalización, los cuales han servido profusamente para refrescar la mirada sobre muchos de los principales asuntos contemporáneos, la mayor parte de estos enfoques adolece, a nuestro modo de ver, de varias insuficiencias. Estas carencias han terminado encapsulando muchos de los supuestos novedosos que planteaba la globalización en unos parámetros que no sólo no se ajustan a su naturaleza, sino que han disipado su verdadero alcance y dificultan la comprensión de nuestra contemporaneidad. Sobre el particular conviene citar a tres autores contemporáneos que, desde diferentes perspectivas disciplinares, han destacado la manera como la globalización ha estremecido el edificio epistemológico de las ciencias sociales, lo que los ha llevado a argumentar en torno a la imperiosa necesidad de ajustar el contenido de estas disciplinas a las lógicas de la globalización. El primero es el sociólogo alemán Ulrich Beck, quien, sobre el particular, no ha dejado de señalar que: “Globalización significa en última instancia que las ciencias sociales deben refundarse conceptual, teórica y metodológicamente (y también organizativamente) como una ciencia de la realidad de lo transnacional, lo cual implica que los conceptos fundamentales de la sociedad moderna tienen que desprenderse de las fijaciones del nacionalismo metodológico y ser redefinidos o concebidos de nuevo De la globalización a la historia global 51 en el marco del cosmopolitismo metodológico” (Beck, 2004: 90). El segundo es el antropólogo brasileño Renato Ortiz, quien comparte la misma preocupación, cuando sostiene: “El mundo, como objeto, exige nuevos conceptos de nuestra imaginación sociológica. En este sentido, la globalización no es simplemente un tema entre otros: desafía la reflexión en su existencia categorial” (Ortiz, 1998: XXI). El tercero es Jesús Martín Barbero, quien, en el prólogo al libro de Milton Santos (2004: 10) Por otra globalización. Del pensamiento único a la conciencia universal, sostenía que: “Es por falta de categorías analíticas y de historia que […] seguimos mentalmente anclados en el tiempo de las relaciones internacionales, cuando lo que hoy necesitamos pensar es el mundo, es decir, el paso de la internacionalización a la mundialización”. Todos ellos, en síntesis, tienen en común el hecho de compartir la idea de que se necesita desarrollar una narrativa nueva que permita aprehender y dar cuenta de las propiedades emergentes de globalización, y desde este ángulo, volver la mirada sobre el conjunto de los asuntos sociales. Para comprender los desafíos que suscita la globalización es útil comenzar este recorrido mostrando las incongruencias que se exteriorizan cuando se habla de este fenómeno. La primera de estas insuficiencias tiene que ver —una vez más— con los fundamentos epistemológicos que han gobernado a las ciencias sociales. Si estas formas de conocimiento habían desarrollado su acervo estableciendo los correspondientes mecanismos y supuestos que les permitían responder a los interrogantes que ellas mismas se planteaban, la globalización, debido a su propia condición de horizontalidad y transversalidad, no puede interpretarse dentro de esos estrictos cánones. En rigor, la globalización no puede representarse como una figura geométrica en cuanto a su espacialidad ni a partir de los parámetros de una concepción que se inspira en los fundamentos de la mecánica newtoniana, como en efecto ocurre con la mayor parte de las teorías de la economía clásica y del pensamiento político moderno, porque, en los hechos, la globalización carece de un fundamento último que la sustancie. La globalización es más un asunto de naturaleza temporal que espacial y por ello las categorías espaciales modernas ya no son pertinentes a la luz de ella (Galli, 2001). Como señalaba hace algunos años un par de estudiosos franceses con relación a la historia, aseveración válida también para las restantes disciplinas, “No creemos ya, por tanto, en la explicación de la historia por este u otro factor dominante. No hay historia unilineal” (Berstein y Milza, 1992: 125). Es por ello que las miradas que se han desarrollado desde estos presupuestos, a lo sumo, han podido llegar a reconocer la existencia de intermediaciones y de interconexiones, fenómenos que en ningún caso abarcan el sentido mismo de la globalización. Ésta es un fenómeno “causado y causante” (Dollfus, 1999), puesto que cobra vida a partir del número indeterminado de pequeñas y grandes 52 Hugo Fazio Vengoa decisiones, y, por esta razón, debe representarse topológicamente; no es una pieza monótona, más bien se organiza como un poliedro, en tanto que atiende a las interposiciones no lineales que se presentan entre los diferentes conjuntos; comprende mediaciones que se producen bajo la forma de resonancias. Es decir, el cambio de perspectiva a que induce la globalización consiste en que, aunque “no invente casi nada, lo reconceptualiza todo” (Dollfus, Grataloup y Lévy, 1999: 83), por lo que los problemas que provoca no pueden seguirse conformando a las necesidades de las disciplinas; más bien son estas últimas las que deben transformarse para acomodarse a la naturaleza de los problemas del mundo actual (Fischer, 2003: 21), pues, como sugestivamente sostuviera el legendario Einstein: “No es posible resolver un problema utilizando el mismo lenguaje que dio origen al problema” (citado en Max-Neef, 2006: 27). En rigor, la globalización conduce a una representación distinta, y en muchos sentidos novedosa, de los asuntos sociales, porque al traspasar todas las fronteras, territoriales y/o mentales, ha terminado destruyendo muchas convenciones e ideas preconcebidas, como los compartimientos estancos entre los distintos ámbitos sociales, entre países, etcétera, porque insinúa que la realidad contemporánea es menos sistémica de lo que comúnmente se ha imaginado y mucho más plástica, adaptable a las variables contingencias, y elástica. En el fondo, nada hay más distante de la globalización que un enfoque plano, coyuntural o segmentado. También debe tenerse siempre en cuenta que la globalización es un proceso y, como tal, no constituye un avance inexorable hacia un fin determinado, sino que su movimiento está plagado de contradicciones, oposiciones, ralentizaciones, e incluso de reflujos. Seguramente, este necesario cambio de perspectiva es lo que explica la audiencia que han vuelto a tener las tesis de autores como las del historiador francés Fernand Braudel, un globalizado avant la lettre (Cohen, 2004; Peemans, 2002; Helleiner, 2000; Geminelli, 2005), cuyas concepciones, no obstante la celebridad alcanzada por él en vida, con el correr del tiempo fueron relegándose a un cierto ostracismo intelectual, pero en los últimos años han vuelto a suscitar un inusitado interés. Como claramente establece André Burguière, su perspectiva relacional, su atención a las dinámicas del intercambio, a los movimientos de circulación, en detrimento de la estaticidad de la sociedad, en síntesis, su propuesta más cercana a lo que se conoce como antropología histórica, resulta muy fecunda e innovadora, tanto en el nivel epistemológico como teórico, para comprender varias de las principales coordenadas de nuestra contemporaneidad. En el plano epistemológico, la necesidad de pensar las transformaciones del mundo físico en su interacción con las del mundo social obliga a renunciar a los modos de imputación causal utilizados por la física y transmitidos a las ciencias sociales como modo obligado de De la globalización a la historia global 53 racionamiento científico. Se trata de reemplazar la causalidad simple por una causalidad compleja, reversible, y tener en cuenta los regímenes de transformación que no se limitan a una homología de fuerza y de dirección entre la causa y el efecto. En el plano teórico, Braudel, al situar sus investigaciones en las fronteras de la historicidad y al preocuparse por las temporalidades más lentas, más cercanas a la inercia, pero también a los cambios que relacionan el mundo físico con el simbólico, se aproxima a la definición kantiana de la antropología: estudiar la condición humana en su diversidad ensayando comprender “el interior por el exterior”. (Burguière, 2006: 198) Si buena parte de las tradiciones intelectuales contemporáneas admite que se está asistiendo a un escenario de intensificada globalización, pero si se le sigue interpretando de manera convencional y se persevera en analizarla a partir del acostumbrado pensamiento que se organiza en torno a lógicas binarias, como la oposición entre lo universal y lo particular, lo racional y lo irracional, o, en registros temporales, como los que observan a través de la contraposición entre tradición y modernidad o en protocolos espaciales, por medio del contraste entre fronteras y apertura (Naves y Patou, 2001), la globalización queda atrapada en un círculo vicioso, y no es extraño que termine generando confusión, en lugar de servir para clarificar el entendimiento. Por su misma lógica, la globalización requiere de un radical cambio de perspectiva que ayude a escapar de la férrea lógica de la causalidad simple y que permita descifrar el cúmulo de fenómenos que incluye en términos de resonancia, estableciendo enlaces diferenciados entre los distintos elementos. El problema de fondo consiste en que el conocimiento social sigue inscrito dentro de un esquema que se desenvuelve a partir de “los espacios de experiencia” y “los horizontes de expectativa” de las sociedades nacionales, y a la fecha, no se han podido desarrollar ni un aparato categorial ni unas nuevas miradas que trasciendan la axiomática de lo nacional y permitan conceptuar lo global dentro de su misma globalidad. Es decir, lo global se ha seguido pensando como una forma más sutil, elaborada o desarrollada de la internacionalización, pero no se ha concebido como conjuntos de relaciones que pueden adoptar como fisonomía la translocalidad y la transnacionalidad, o locales y globales, nacionales y globales y globales con globales. La segunda insuficiencia radica en que la globalización también ha quedado inscrita dentro de la prolongada tradición intelectual de los desarrollos lineales. En su aplicación a los diferentes campos, la globalización es interpretada simplemente como un nuevo estadio en el avance inexorable hacia un mayor desarrollo en la historia de la humanidad. Se le interpreta como el punto culminante al cual se habría llegado dentro de un determinado progreso, y ello permitiría incluso presuponer cuál será el desarrollo futuro tanto de la globalización como del mundo. 54 Hugo Fazio Vengoa Es decir, al concepto de la globalización le ha ocurrido lo mismo que a las legendarias teorías de la modernización, sobre todo en sus vertientes académicas y políticas de inspiración anglosajona, las cuales marcaban un mapa de deseabilidad con base en unos cuantos elementos que servían para explicar el cambio económico y social, con lo cual terminaban haciendo una proyección “anhelada”, porque sólo se interesaban por estudiar las herramientas que se ajustaban al enfoque propuesto. Con la globalización ha comenzado a ocurrir lo mismo. Globalizarse se ha interpretado como una condición de ser. O se asume o simplemente se desaparece, porque se será devorado por la providencia de la historia. Es decir, ha sido común, para la amplia mayoría de las interpretaciones que se han interesado en discutir la naturaleza de la globalización, pensarla de manera historicista, es decir, a partir de un enfoque que concibe los fenómenos culturales y sociales como históricamente determinados, y que cada época entraña valores, instituciones y prácticas que no pueden ser aplicables a otros momentos históricos (Chakrabarty, 2000: 22). De ello resulta que la globalización se asimila, para bien o para mal, a lo moderno, y todo aquello que no se ajusta a sus parámetros es percibido como tradicional, como premoderno, y que indefectiblemente tiene que evolucionar, cambiar, convertirse en global player, o simplemente desaparecer. También se llega a casos en los cuales simplemente se relativiza la mera posibilidad de su existencia, porque algunas de sus manifestaciones no se inscriben dentro de los parámetros de lo que ha sido considerado como habitual en el desarrollo histórico de Europa. Danilo Zolo, por ejemplo, se identifica con aquellos autores que consideran impropio hablar de la existencia de una “cultura global”, porque a esa cultura le faltan “los rasgos de lo que, en la Europa moderna, se ha designado clásicamente con este término, a saber: una visión del mundo —entretejida de mitos fundadores, leyendas, símbolos, héroes, historia vivida y recordada colectivamente— que da identidad y conciencia colectiva de sí mismo a un pueblo” (Zolo, 2006: 75). Pero podríamos preguntarnos, ¿por qué deberíamos reducir el significado de la cultura a un conjunto particular de propiedades que fueron comunes a una experiencia histórica, incluso cuando en el mismo Viejo Continente la cultura ha sido un concepto con significados cambiantes? Sobre el particular, no está de más recordar que el término cultura adquirió una connotación nueva cuando se produjo el advenimiento de la modernidad occidental. Con anterioridad a esta época, el término se empleaba para señalar asuntos relacionados con el campo, con la producción agrícola. Fue durante la Ilustración cuando la cultura se empezó a identificar con un determinado progreso material y espiritual; en esa coyuntura, la cultura se convirtió en sinónimo de civilización; culto era ser civilizado. De la globalización a la historia global 55 A lo largo del siglo XIX se operaron cuatro cambios que alteraron el sentido del concepto de cultura: de una parte, se asistió a un paulatino divorcio con el concepto de civilización, pues el primero fue adquiriendo un sentido dinámico, propio de las nuevas capas de intelectuales y de artistas, mientras que el segundo quedaba asociado a prácticas y a agentes pertenecientes a un mundo que paulatinamente iba quedando atrás. De la otra, la cultura fue perdiendo su aureola de universalidad, pues se tornó cada vez más una práctica nacional, particular. Un tercer cambio se debió a su mayor identificación con el desarrollo de las variadas manifestaciones artísticas y, por último, cuando comenzó a difundirse el pensamiento antropológico, fue adquiriendo un contenido más social, pues entraron a ser parte de la cultura elementos como los modos de vida, las costumbres, etcétera (Larraín, 2005: 86-89). En el siglo XX, y particularmente desde la segunda mitad de la centuria, por cultura se ha comenzado a entender la manera como los seres humanos confieren significados a sus vidas a través de la representación simbólica. La cultura no tiene un sustrato compacto, sino una “variedad de participaciones en la vida colectiva, que se desenvuelve contemporáneamente en una docena de niveles diversos y en una docena de dimensiones y ambientes diversos” (Geertz, 1999: 68). Es precisamente esta nueva matriz de significados culturales lo que ha redimensionado el tema de la identidad en el último cambio de siglo. Como podemos observar de este breve recorrido semántico, también en el mundo occidental el significado del término cultura ha variado a lo largo del tiempo. Ha tenido que irse ajustando a nuevas realidades sociales e intelectuales que han ido apareciendo. Incluso, en el Viejo Continente al concepto de cultura se le está confiriendo, nuevamente, un nuevo significado luego de que se puso fin a la existencia de las dos Europas, puesto que los europeos centro-orientales han recurrido a la cultura como un mecanismo de distanciamiento del espacio ruso/ soviético y de aproximación y de pertenencia a Europa. No es cierto, por tanto, que la cultura comporte un contenido básico, válido para todas las épocas y sociedades, y menos aún que sus determinantes fundamentales puedan inferirse de una experiencia en particular. Al igual que ocurrió en el pasado, en el mundo actual, el concepto de cultura ha ido dotándose de nuevos contenidos. Como señala Tomlinson, la globalización altera el contexto de construcción de significados e influye en el sentido de identidad, y eso ocurre porque lo global “existe cada vez más como un horizonte cultural en el que, en diversas medidas, forjamos nuestra existencia” (Tomlinson, 2000: 35). Con esto no queremos señalar que exista como tal una cultura global, pero sí queremos destacar que la cultura está siendo resemantizada por la globalización. 56 Hugo Fazio Vengoa La tercera insuficiencia, derivada en buena parte de la anterior, radica en la implícita asociación que se ha establecido entre la globalización y la modernidad. En muchos autores, de manera categórica, pero en particular en Anthony Giddens, quien lo expuso de manera manifiesta, la globalización habría sido una consecuencia del avance de la modernidad. Ahora bien, como esta última habría tenido su epicentro en Europa occidental, y desde ahí se habrían propagado sus ambientes e instituciones por todo el mundo, la globalización constituiría la manera como el mundo asume la modernidad de la mano de Occidente. Obviamente, el defecto en que esta aproximación incurre es que siempre que se resuelva pensar un fenómeno como la modernidad a partir de determinados ambientes institucionales, prácticas prescritas o precisas formas de individualidad, se terminará universalizando una experiencia particular. Esta tesis ha sido duramente cuestionada porque la relación entre la globalización y la modernidad es mucho más compleja que una simple derivación de la primera por el avance conseguido por la segunda. Como señaló Martin Albrow (1997), la modernidad llega a su fin cuando se desvaloriza la noción de progreso. La globalización, por su parte, no es un proyecto, ni un programa, ni tiene un final, salvo el que resulte de la manera como se conjuguen las distintas dinámicas históricas que comporta y que enlaza. Por ello, consideramos que para dar cuenta tanto de la globalización como de la modernidad, se requiere un radical cambio de perspectiva. Este enfoque debe destacar aquellos elementos que son universales en su experimentación, y de la manera como los distintos colectivos se apropian de ellos, se debe inferir el tipo de relación que se establece con este par de fenómenos. Estos elementos no pueden ser otros que las categorías de espacio y tiempo. Éstos, empero, no son inmutables, pues en la medida en que son inherentes a la experiencia humana, se encuentran “sujetos al cambio histórico” (Huyssen, 2002: 33). Como adecuadamente ha demostrado en una brillante obra el historiador norteamericano Stephen Kern: “No todas las sociedades tienen reyes, parlamentos, sindicatos de trabajadores, grandes ciudades, burguesías, iglesias cristianas, diplomáticos o marinas militares. No quiero dudar de la importancia de la historia de estas instituciones sino simplemente destacar que no son universales. El tiempo y el espacio, en cambio, sí lo son” (Kern, 1995: 10). Es precisamente esta premisa la que nos ha llevado a entender la modernidad y la globalización a partir de las categorías histórico-antropológicas de espacio de experiencia y horizonte de expectativa, tal como en su momento lo sugiriera Reinhart Koselleck, en alusión directa a la primera. Esta correspondencia entre modernidad y globalización tiene otra dimensión mucho más profunda: en realidad, se puede invertir la correlación que se ha De la globalización a la historia global 57 establecido entre ambas y sostener que no sólo la globalización no es una consecuencia de la modernidad, sino que, por el contrario, ha sido la sistematización de la globalización la que ha engendrado la modernidad tanto en el Viejo Continente como en el resto del mundo. Este tema lo plantea seductoramente Grataloup cuando, para romper viejas ideas preconcebidas, sugiere invertir la relación que se ha establecido entre el advenimiento de la Revolución Industrial y el dominio europeo del mundo. “¿Cuál es la escala pertinente de la Revolución Industrial? Debe ser la escala del mundo. Pero ¿cómo hay que tomar esta relación? ¿Se debe entender que la economía occidental, por sus producciones y sus consumos, se alza a la escala del mundo gracias al crecimiento de la demanda interna de los países del corazón industrial, como ha escrito Verley? ¿O bien que el dominio del espacio mundial ejercido por los europeos es la causa fundamental de la revolución? Plantear el problema así, es introducir una respuesta sugestiva en la cual las dos marcas son indisociables. De hecho, desde los grandes descubrimientos no es posible pensar a Europa sin el mundo” (Grataloup, 2007: 166). Esta inversión del problema conduce invariablemente a una representación distinta tanto de la modernidad como de la globalización, por tres razones fundamentales: de una parte, porque sólo desde esta perspectiva se puede romper el nudo gordiano que se ha establecido entre la modernidad y la particular experiencia de Occidente (Fernández-Armesto, 1995; Hobson, 2006, Ortiz, 1998). De la otra, porque permite entender la manera como la experiencia del mundo cobró presencia en las distintas prácticas y condiciones de modernidad. Como bien ha demostrado Gruzinski, la modernidad no sólo cambia radicalmente de contenido cuando se le observa desde los confines del mundo, sino también cuando se incluye en su inteligibilidad la experiencia de la modernidad ibérica (Gruzinski, 2004). Por último, porque pluraliza las experiencias de modernidad, es decir, remite a la idea de la existencia de múltiples modernidades. Sobre el particular, Charles Taylor, hace relativamente poco tiempo atrás, escribió: “Si definimos la modernidad en términos de ciertos cambios institucionales, como la difusión del moderno Estado burocrático, la economía de mercado, la ciencia y la tecnología, es fácil seguir alimentando la ilusión de que la modernidad es un proceso unificado destinado a producirse en todas partes de la misma forma, hasta llevar cierta convergencia y uniformidad al mundo. Mi convicción fundamental es que debemos hablar más bien de múltiples modernidades, de diferentes formas de erigir y animar ciertas formas institucionales” (Taylor, 2006: 225). Si bien concordamos plenamente con el espíritu de la tesis de Taylor, somos de la opinión de que, en lugar de múltiples modernidades, se debería hablar de modernidades entramadas o sobrepuestas, porque cuando se pluraliza hasta el 58 Hugo Fazio Vengoa extremo la noción misma de modernidad, el concepto queda vacío de contenido y resulta poco operativo; con esta conceptualización sobre las modernidades entramadas queremos privilegiar los numerosos entrecruzamientos que registran las diferentes experiencias históricas, sus variadas superposiciones, que, en su conjunto, van definiendo el sentido y el contenido que adquiere la modernidad global o modernidad-mundo. No está de más recalcar que, en su naturaleza intrínseca, unas modernidades entramadas no pueden ser locales o regionales, sino que tienen que realizarse en su globalidad. De todo lo antes dicho se puede extraer una primera conclusión: la globalización requiere de una narrativa que dé cuenta de lo global desde la misma globalidad y que rompa con la concepción historicista predominante. Es sobre todo en este plano donde la otra clasificación sobre la globalización, que privilegia sus supuestos temáticos y transversalidades, genera grandes aportes. Una clasificación temática de la globalización Tal como decíamos antes, esta otra taxonomía se organiza en torno a cuatro aproximaciones, las cuales sucintamente pueden ser resumidas en: la globalización como interconexión, como compresión espaciotemporal, como representación del mundo y como transformación histórica. La globalización como interconexión. Ésta es la más usual, fue la primera en consolidarse, es la que ha sido valorada como la “políticamente más conveniente”, por los nexos que establece con ciertos agentes multinacionales y transnacionales y, además, porque no cuestiona en su esencia el “orden de las cosas”. Su tesis nuclear se organiza en torno a la identificación de la globalización con un incremento en las interconexiones entre los distintos colectivos humanos (Lechner y Boli, 2000). Los orígenes de esta lectura, muy económica en sus enunciados y propósitos, se remontan a la década de los ochenta, cuando apareció una nueva literatura sobre las formas de gestión de las firmas multinacionales y su ineludible inserción en la economía mundial. Hace algunos años, el economista Robert Boyer ofrecía una sucinta explicación sobre los orígenes de esta primera tesis (1997: 65), la cual, a juicio de él, se articuló fundamentalmente en torno a cuatro acepciones que algunos economistas y estudiosos de las empresas y el marketing le confirieron al término. Los primeros eran expertos en gestión empresarial y recurrieron a este concepto para evidenciar la creciente interpenetración de los mercados en la esfera De la globalización a la historia global 59 mundial y las insuficiencias que experimentaban las compañías multinacionales para impulsar una adecuada estrategia, de cara a los nuevos imperativos de la realidad económica planetaria. Otros pusieron el acento en las nuevas formas de gestión de las empresas multinacionales, las cuales se integraban a escala mundial, e identificaron la globalización con el surgimiento de un mundo en el que se desvanecían las fronteras para dichos agentes económicos. Los terceros se referían al hecho de que, dada la extrema movilidad de las empresas transnacionales, los espacios nacionales debían ajustarse a las exigencias que les imponía el medio externo. En este sentido, la globalización implicaba la paulatina superposición de las empresas multinacionales por sobre los Estados en la definición de las reglas del juego prevalecientes en los espacios nacionales y en el sistema internacional. Por último, la globalización pasó a mostrar una nueva configuración de la economía internacional, la cual se caracterizaba por la emergencia de una economía globalizada en la que las economías nacionales se descomponían para después rearticularse en un sistema que operaba directamente a escala planetaria. Se puede sostener que la globalización como interconexión fue, en su origen, la manera como los especialistas en administración y marketing empezaban a concebir el mundo en el cual se planteaba la necesidad de una gestión empresarial adaptada a la complejidad del medio competitivo, con el objetivo de maximizar las ganancias y consolidar la participación de dichas empresas en el mercado mundial. En general, mientras primó de modo indiscutido esta concepción, particularmente en la década de los ochenta y en el primer lustro de los noventa, la globalización se entendía como una dinámica fundamentalmente económica y que, a lo más, podía producir consecuencias o réplicas en los otros ámbitos sociales, sin que su esencia se realizara en estos planos. Esta concepción llegó a tener tanta audiencia que la compartieron numerosos especialistas provenientes de las más diversas disciplinas. Entre ellos se encontraba el historiador inglés Eric Hobsbawm, quien insistía en que “la globalización es un proceso que simplemente no se aplica a la política […] políticamente hablando, el mundo sigue siendo pluralista, dividido en Estados territoriales” (Hobsbawm, 2001: 61). Hasta la fecha, esta tesis sobre la globalización sigue siendo la que ha alcanzado mayores niveles de difusión, mayores cotas de popularidad. No es gratuito, por tanto, que un buen número de analistas sociales, en su mayoría economistas, sigan definiendo la globalización como “un proceso de creciente libertad e integración mundial de los mercados de trabajo, bienes, servicios, tecnología y capitales”. Si bien quienes concuerdan con las bondades que depara el actual curso económico, en su gran mayoría, comparten este punto de vista, también importantes detractores han hecho eco de esta concepción. Joseph Stiglitz, por 60 Hugo Fazio Vengoa ejemplo, en su polémico libro El malestar de la globalización, ofrece la siguiente interpretación, la cual no difiere fundamentalmente de la anterior, a no ser por la deseabilidad de introducirle correctivos: “Creo que la globalización —la supresión de las barreras al libre comercio y la mayor integración de las economías nacionales— puede ser una fuerza benéfica y su potencial es el enriquecimiento de todos, particularmente los pobres; pero también creo que para que esto suceda es necesario replantearse profundamente el modo en que la globalización ha sido gestionada, incluyendo los acuerdos comerciales internacionales que tan importante papel han desempeñado en la eliminación de dichas barreras y las políticas impuestas a los países en desarrollo en el transcurso de la globalización” (Stiglitz, 2002: 11). Esta definición de la globalización, por tanto, se ha utilizado para describir la creciente interacción e integración que se produce entre los pueblos a raíz de las facilidades que existen para que las ideas, las imágenes, los productos y el dinero fluyan a través de las fronteras como resultado de los crecientes avances tecnológicos y de la expansión del liberalizado mercado. Este enfoque encierra tres grandes virtudes: primero, destaca la importancia que en nuestro presente tienen el incremento de los flujos transfronterizos y otras formas de interdependencia (mayor crecimiento del comercio que la producción, inusitada expansión de unos liberalizados flujos financieros); segundo, muestra la manera como la competitividad, procedimiento sin duda bastante más complejo y focalizado que la legendaria competencia, aceita la compenetración entre los distintos colectivos humanos, lo que ha redundado en una mayor intensificación de las relaciones económicas y culturales internacionales y ha potenciado el surgimiento de nichos productivos y de servicio globales; por último, destaca la manera como, a partir de la economía, el liberalizado mercado ha penetrado todos los ámbitos sociales y ha entrado a participar en la recomposición del conjunto de las relaciones sociales. No obstante sus bondades, esta interpretación también reproduce una serie de incongruencias, las cuales, debido a su amplia difusión y aceptación, han impedido que el concepto de la globalización haya podido convertirse en una “Concurrir y competir —escribe Milton Santos— no son la misma cosa. La concurrencia puede ser hasta saludable siempre que la batalla entre agentes, para emprender mejor una tarea y obtener mejores resultados finales, exija el respeto a ciertas reglas de convivencia, preestablecidas o no. La competitividad se funda en la invención de nuevas armas de lucha, en un ejercicio en que la única regla es la conquista de la mejor posición. La competitividad es una especie de regla en la que todo vale” (Santos, 2004: 50). De la globalización a la historia global 61 adecuada categoría social. En primer lugar, por su carácter normativo, es decir, aquella abstracción de deseabilidad y condicionalidad a partir de la cual se analizan las distintas experiencias históricas, de manera análoga a la anteriormente popularizada teoría de la modernización que también prescribía “desde afuera”, desde el mundo desarrollado, el camino que los otros debían recorrer (Peemans, 1996). En segundo lugar, por su alto grado de permeabilidad, que lo ha convertido en un implacable recurso discursivo. A partir de esta tesis se ha reproducido una prédica que arranca del supuesto de que, al igual que las empresas, también los Estados y las sociedades tienen que incrementar su competitividad internacional, es decir, deben actuar en favor de aquellos actores económicos internos que disponen de condiciones para internacionalizar sus actividades y hacer, de esa manera, atractivos sus respectivos países, suscitando así la atención de los grandes inversionistas y de las empresas transnacionales. La globalización, de tal suerte, se convierte en un objetivo que todos deben perseguir si no quieren desaparecer o verse confinados en la periferia: para definirse como global players, las empresas, las sociedades y los Estados deben someterse a las normas de la competitividad internacional y, de esa manera, procurar mantenerse en el pelotón de punta de la economía globalizada. De este modo, de esta interpretación se desprende una importante determinación político-ideológica: con ella se pretende sustituir la tradicional división entre izquierda y derecha en cuanto a las opciones de desarrollo a seguir y presupone, al mismo tiempo, el establecimiento de una nueva matriz de segmentación, en la cual la misma globalización actúa como juez y parte: la división entre globalizados (quienes interiorizan la competitividad y se encuentran del lado del “progreso”) y no globalizados (quienes no logran o no pueden adaptarse a las normas globales, con lo cual su posición se desvaloriza). Es decir, prefigura una versión remozada y actualizada de la contraposición entre modernidad y tradición. El carácter ideológico que comporta esta lectura de la globalización se representa igualmente en su contubernio con el neoliberalismo, debido a que arranca de varios supuestos, por cierto, nunca demostrados. De una parte, presupone que la expansión de la empresa capitalista constituye un generador de bienestar. De la otra, considera que la acentuación de la competitividad en el mercado maximiza la eficiencia económica y actúa como una garantía de la libertad individual y de la solidaridad social, situación que, en un contexto de Estado mínimo, se convierte en una garantía para la profundización de la democracia. Sostenemos que ésta es una lectura eminentemente ideológica, por dos conjuntos de razones: las primeras, y en contravía de las creencias habituales, porque buena parte de la literatura especializada contemporánea ha demostrado que el comportamiento de las empresas escapa, por lo general, del campo de los cálculos racionales (Berger, 62 Hugo Fazio Vengoa 2003: 34). Las segundas, porque a partir de este tipo de supuestos se transforma la interpretación de los hechos sociales en una argumentación de causalidad que acredita sus mismos enunciados preliminares: el mayor bienestar estimula la expansión de las empresas y la democracia, y la libre iniciativa optimiza la eficiencia. Por último, el entrecruzamiento con el neoliberalismo permite diluir y, en ese sentido, esconder las asimetrías y las relaciones de poder que subyacen a estas mismas prácticas. Como señala James Mittelman, esta clase de interpretaciones “resulta completamente ambigua con respecto a la naturaleza de las relaciones sociales, y totalmente oscura en lo referente a las jerarquías del poder” (Mittelman, 2002: 18). Una buena ilustración de este contubernio entre globalización, entendida como intensificación de las interconexiones, y neoliberalismo se puede observar en las palabras del político español Joseph Piqué, cuando escribe: “Aunque pueda parecer paradójico, la globalización ayuda a todos los países en pie de igualdad, puesto que ayuda a diluir el poder que ciertos países, o bloques de ellos, hayan podido tener en el pasado, neutralizando así esquemas de dependencia que tan nocivos han sido históricamente. Con la internacionalización de las economías y el progreso de la tecnología, las distancias geográficas se acortan, los mercados se amplían, las posibilidades de elección aumentan en consecuencia y las relaciones cautivas, por tanto, se debilitan. En el fondo, la globalización nos hace más libres puesto que permite elegir con absoluta independencia a nuestros socios comerciales, financieros e, incluso, tecnológicos” (Piqué, 1999: 26). En este breve pasaje se percibe claramente cómo opera discursivamente el “círculo virtuoso” conformado por la libertad, la democracia y el progreso. Igualmente importante es el hecho de que, con la difusión alcanzada por este tipo de interpretaciones sobre la globalización, se busca promover valores de libertad económica y libertad política, es decir, la implantación de los principios organizadores de una democracia de mercado, conjunto de valores a partir de cuya aplicación se establecen nuevas formas de jerarquías, de acuerdo con el grado de arraigo de estos principios en las distintas sociedades (Sassen, 2001: 35). Sin duda que la amplia divulgación de esta interpretación de la globalización en importantes medios económicos, financieros y políticos nacionales e internacionales obedece a que es una visión fuertemente ideologizada que despersonaliza los intereses subyacentes en estas prácticas neoliberales e identifica el futuro con el incremento de este tipo de compenetraciones, de lo cual se infiere que quien no asuma los retos que plantea la globalización, es decir, la apertura y la integración a los mercados, queda atrapado en un pasado decadente. De la globalización a la historia global 63 Esta interpretación adolece además de otro tipo de insuficiencias. De una parte, tal como tuvimos ocasión de sostenerlo páginas atrás, la globalización dentro de esta concepción no es nada distinto a un nuevo vocablo acuñado para designar viejas prácticas, como la internacionalización, es decir, el aumento de la extensión geográfica de las actividades a través de las fronteras nacionales, la interdependencia, o sea, la codependencia que existe entre dos o más agentes internacionales y, en una versión un poco más moderna, la transnacionalización, la cual denota que los flujos se producen a través de la articulación de nexos, pero sin abolir las fronteras. La indefinición conceptual de la cual se hace portadora esta interpretación impide entender los nuevos elementos que comportan las actuales formas de compenetración. Es sintomático que importantes estudiosos de la realidad contemporánea, como el antropólogo Ulf Hannerz, que han quedado atrapados en esta acepción del término, hayan terminado experimentando un desencanto en cuanto a la utilidad del concepto: “Me incomoda también, en cierto modo, el uso más bien prodigioso que se ha hecho del término globalización para describir cualquier proceso o relación que de alguna forma atraviesa los límites de un Estado. Es evidente que la mayoría de estos procesos y relaciones no se extiende a lo largo y ancho del mundo. El término transnacional es en cierto modo más humilde y a menudo más adecuado para fenómenos que pueden tener una escala y distribuciones variables, incluso cuando tienen como característica común el que no ocurran dentro de un Estado” (Hannerz, 1998: 20). La globalización entendida como una extendida interconexión tampoco permite precisar la calidad de los cambios que se han presentado en el conjunto de las relaciones sociales, puesto que es una perspectiva unidimensional, que representa un determinismo economicista, perpetúa la contraposición entre lo global y lo local, como si se mantuvieran como espacialidades diferenciadas, e identifica los componentes de la globalización sólo con aquellas situaciones mensurables a partir de las cuentas nacionales, como el incremento del comercio exterior, los flujos de capital y, en el mejor de los casos, la masificación de los bienes culturales a través del mercado. Pero también es un enfoque que desatiende las disímiles y poderosas lógicas de poder que se reproducen dentro de estas dinámicas, porque como supuestamente es un proceso natural y espontáneo que carecería de un centro neurálgico, nadie se encuentra en condiciones de controlarla, direccionarla o beneficiarse; tampoco precisa los actores interesados en este tipo de evoluciones, exime de antemano de cualquier tipo de responsabilidad y sirve, además, de excelente coartada para implantar las más disparatadas e impopulares políticas (Luttwak, 2000: 199). 64 Hugo Fazio Vengoa Por último, pero no por ello menos importante, sus incongruencias obedecen a su escaso nivel de historización. Se mantiene apegada a una concepción “nacional” de la globalización, es decir, no sólo elude el análisis de las grandes transformaciones del mundo actual, sino que reproduce una visión dicotómica entre el adentro y el afuera, como si simplemente se estuviera asistiendo a una mayor intensificación de flujos entre partes dispersas, cuando precisamente esto último es lo que se ha revolucionado con la intensificación de la globalización. Sobre el particular, conviene destacar que si bien esta concepción ha sido economicista en sus enunciados básicos, en otros campos del saber también se han emprendido análisis que reducen el fenómeno a una simple y fluida interconexión. En este sentido, es importante detenerse, aunque sea brevemente, en la manera como a partir de esta concepción se han concebido unos esquemas de explicación de las relaciones internacionales contemporáneas, porque, de suyo, estos análisis constituyen unas lecturas particulares sobre el mundo que nos ha correspondido vivir. En lo que respecta a las relaciones internacionales, la identificación de la globalización con el simple aumento de las interconexiones ha servido de novedoso marco legitimador de las tesis realistas y neorrealistas de los estudios internacionales, porque como alude a una intensificación de los intercambios entre unidades separadas, permite suponer que la relación entre éstas (dentro/afuera) sigue siendo más o menos la misma que antes, no obstante la intensificación y distorsión que ha introducido el proceso globalizador. También ha servido para legitimar este enfoque tradicionalmente predominante sobre lo internacional, porque los neorrealistas perciben el escenario internacional como una especie de gran mercado donde los Estados compiten en la persecución de sus propios intereses, mientras la “mano invisible” diplomática produce orden y estabilidad (Riordan, 2005: 37). Cuando se arranca de esta visión simplificada y normativa de la globalización, el estudio de la naturaleza de las relaciones internacionales puede seguir inscrito dentro de los mismos esquemas referenciales anteriormente existentes. No es casual, por tanto, que autores como Samuel Huntington (1996) naden a sus anchas en esta concepción de la globalización, porque siguen entendiendo el mundo a partir de una presunta existencia de unidades compartimentadas, independientemente de si son Estados o civilizaciones que se constituyen a partir de determinadas religiones. Esta concepción, en síntesis, aun cuando mantiene todavía altos los niveles de popularidad, por su simplismo interpretativo, pero sobre todo en razón de la afinidad que mantiene con los actuales centros de poder, está condenada a desaparecer. No tanto por las incongruencias que reproduce y por la estrechez de miras De la globalización a la historia global 65 de su enfoque, sino porque, como sostiene Kosellek, “puede que la historia —a corto plazo— sea hecha por los vencedores, pero los avances en el conocimiento de la historia —a largo plazo— se deben a los vencidos” (Koselleck, 2001: 83; 1997: 238). En la medida que no ha logrado materializar las expectativas que en su momento despertó, esta interpretación de la globalización ha ido poco a poco perdiendo adeptos y ha allanado el camino para el surgimiento de contracorrientes discursivas, una de las cuales, como lo veremos más adelante, se encuentra representada en los movimientos alterglobalización. La tesis de la compresión espaciotemporal. Una segunda corriente de interpretación, menos extendida en sus orígenes, a inicios de los noventa, que la anterior, pero que con el tiempo ha concitado numerosos adeptos entre los científicos sociales, y que ha servido de sustento para la emergencia de nuevos enfoques, entre los cuales se encuentran las dos corrientes que comentaremos más adelante, ha tenido por representantes más connotados al sociólogo británico Anthony Giddens y al geógrafo David Harvey, quienes han sostenido que las transformaciones económicas identificadas con la globalización constituyen simplemente los aspectos más visibles de mutaciones mucho más profundas que han ocurrido en el curso de los últimos decenios, como han sido el advenimiento de unas nuevas expresiones de la modernidad y la creación de contextos de experiencia social que reubican en la cotidianidad lo personal, lo local y lo global. Estas perspectivas se articulan en torno a la idea de que en nuestro presente histórico se ha asistido a una particular y radicalizada compresión del tiempo y del espacio. Con la globalización se han intensificado las relaciones sociales por todo el mundo, de tal suerte que esta situación ha permitido que el espacio y el tiempo se desconecten del lugar, que aparezcan espacios y tiempos “vacíos” y que las relaciones directas se conjuguen con relaciones “fantasmagóricas”, es decir, las que tienen lugar entre presentes y ausentes. Para decirlo en palabras del mismo Giddens, “la globalización atañe a la intersección de presencia y ausencia, el entrelazamiento de los hechos sociales y las relaciones sociales ‘a la distancia’ con las contextualidades locales. Deberíamos entender la extensión global de la modernidad como una relación progresiva entre distanciamiento y mutabilidad crónica de las circunstancias y los compromisos locales” (Giddens, 1995: 22). La compresión espaciotemporal denota, por tanto, que el espacio social ya no coincide con la localidad. David Harvey (1992), por su parte, quien parece no gustar mucho del término globalización (2003), ha sostenido que este fenómeno demuestra que se ha producido una transformación de naturaleza civilizatoria, cuyo núcleo se sintetiza en la compresión del espacio por el tiempo, situación que explica el acortamiento 66 Hugo Fazio Vengoa de los horizontes temporales, la reproducción de experiencias sociales en distintas dimensiones espaciotemporales, la sincronización de los cambios en los distintos ámbitos sociales, con lo cual las explicaciones en términos de causas y efectos entran a representarse como resonancias. Entre los aportes más significativos que ha supuesto esta aproximación a la discusión sobre la globalización, encontramos que ha permitido superar la tesis fuertemente difundida que alimentaba la contraposición entre lo local y lo global, y que le asignaba al primero el sentido de continuidad (inmovilismo), y al segundo, el de cambio (innovación). En sí, la globalización existe en la medida en que subsisten ámbitos que la anulan y contrarrestan. Sin la nación o lo local y sus límites territorializados, con espacialidades y temporalidades que le son consustanciales, simplemente no podría existir la globalización. Si estuviésemos frente a una real economía mundo no existiría la globalización económica, porque la espacialidad económica mundial sería una y homogénea. De la misma manera, se presenta esta relación dialéctica en ocasiones, y en otras, simbiótica en el plano social, cultural y político. En sí, la globalización existe porque subsisten múltiples espacialida des y temporalidades, algunas de ellas construidas por las mismas tendencias globalizadoras, que acentúan las diferencias, las oposiciones y las inclusiones. Ello se convierte en un nuevo elemento diferenciador de los espacios nacionales y subnacionales, de acuerdo con el grosor y las formas de articulación que cada uno de ellos tenga con relación a los circuitos globalizados. Es de esta aproximación que se puede inferir el argumento de que con la intensificación de la globalización las fronteras no desaparecen, sino que se reconstituyen de manera más fluida. La demostración de este último punto ha sido uno de los mayores méritos del trabajo de Saskia Sassen, quien, desde su legendario trabajo sobre la ciudad global (Sassen, 1996), viene confirmando que el factor fundamental de estos nodos urbanos consiste en la conformación de una red global de ciudades, lo que las lleva a convertirse en sitios estratégicos para las operaciones económicas, sociales y políticas globales. No existen entidades tales como una ciudad global por sí sola, como era el caso de la capital de un imperio. Por definición, la ciudad global es parte de una red de ciudades (Sassen, 2004: 42-43). En otro trabajo sobre el particular, constató: “Introducir las ciudades en el análisis de la globalización económica nos permite reconceptualizar los procesos de esta globalización como complejos económicos concretos situados en lugares específicos. Un enfoque sobre las ciudades descompone la economía nacional en una variedad de componentes subnacionales, algunos profundamente articulados con la economía global y otros no. También señala la decreciente importancia de la economía nacional como categoría unitaria” (Sassen, 2003: 15). De la globalización a la historia global 67 La ciudad global, empero, no sólo es una novedosa entidad económica transnacional donde se localizan los flujos transnacionales. Es también el lugar donde están apareciendo nuevos tipos de operación política, como resultado, entre otros, de las migraciones y del trabajo étnico. “Al concebir estos fenómenos como un conjunto de procesos mediante el cual los elementos globales se localizan, el mercado laboral internacional se constituye y las culturas de distintas partes del mundo se desterritorializan para luego reterritorializarse, dichos fenómenos quedan colocados en el centro de la cuestión —junto con la internacionalización del capital— como aspectos fundamentales de la globalización” (Sassen, 2007: 146). La consolidación de esta nueva modalidad de ciudades, sincronizadas más que diacronizadas, globalizadas más que mundializadas, se debe, por consiguiente, a que en importantes actividades se han “autonomizado” con respecto a los territorios, países y Estados donde están situadas, en tanto que en su interior se desarrollan lógicas distintas a las nacionales, las cuales necesitan de la transnacionalidad o de la desnacionalización para existir. Esta concepción de la globalización como compresión espaciotemporal también tiene el mérito de haber demostrado que la globalización es un fenómeno multidimensional, que se expresa con diferentes ritmos, intensidades y alcances en la totalidad de ámbitos sociales. De ello se infiere que si la globalización es polivalente, su naturaleza sólo puede explicarse en términos globales, razón por la cual debe aprehenderse su esencia en aquellas dinámicas y situaciones que cruzan al conjunto de campos sociales. Por último, pero no por ello menos importante, el hecho de que esta perspectiva identifique la globalización con un producto de la modernidad permite recuperar su componente histórico, es decir, habilita la aprehensión de las singularidades, dinámicas, particularidades y diferencias de cada una de sus etapas por las que este fenómeno ha transitado, y comprender los factores que concurren en las grandes redefiniciones en que se encuentran las sociedades presentes. A partir de este tipo de concepciones, la globalización alude a cambios en la escala de la organización social moderna, por medio de la cual se encuentran en proceso de reacomodo los principios sustentadores de la vida social. Quizá, su aspecto más innovador consiste en que, a diferencia del enfoque que sugiere que la globalización implica un aumento de los flujos transfronterizos, cuando se habla de una superación del espacio por el tiempo se está aludiendo a que la globalización trasciende la internacionalización y la interdependencia, es decir, es una dinámica que actúa como un proceso interior al mundo y a la totalidad de espacios sociales, incluidos los más localizados. Es una concepción que se distancia de la anterior porque se ubica en una escala de observación que le permite visualizar el mundo en su conjunto y en su unicidad. 68 Hugo Fazio Vengoa La polivalencia de esta concepción es, desde luego, un adecuado punto de partida para reinterpretar la política mundial porque esta tesis, al incluir la globalidad, profana las usuales estratificaciones y compartimentaciones de las relaciones internacionales (dentro/afuera, soberanía, universalidad/ particularidad, disimilitudes en términos de poder, etcétera). Pero la perspectiva no sólo apunta a socavar estas, hoy por hoy, obsoletas distinciones; más importante es que ha entrado a cuestionar la mera posibilidad de mantener los presupuestos ontológicos sobre los cuales discurre el discurso imperante sobre lo internacional. En este sentido, la globalización se asimila a un “proceso revolucionario” (Giddens, 2000) que rearticula de otra manera la distinción nacional/internacional. Si bien fácilmente se puede compartir la mayor parte de los presupuestos que comporta este enfoque, somos de la opinión, tal como tuvimos ocasión de sostener páginas más arriba, de que uno de los puntos débiles de esta tesis es la asociación implícita, y en ocasiones también explícita, entre la globalización y la universalización de las instituciones y prácticas propias de la trayectoria histórica de la modernidad occidental, con lo cual no sólo se desconocen otros posibles desarrollos de la modernidad, distintos al europeo y al norteamericano, sino que la globalización y, por ende, también la correspondiente globalidad quedan subsumidas en la experiencia de la modernidad de Occidente. Lo que lleva particularmente a Giddens a pensar de esta manera es el postulado de que la globalización es directamente una “consecuencia de la modernidad” (Robertson, 2000: 221). La misma crítica se puede esgrimir contra David Harvey, cuando sostiene que “los medios y experiencias modernos atraviesan todas las fronteras geográficas y étnicas, de clase y nacionalidad, religiosas e ideológicas; en este sentido, puede afirmarse que la modernidad une a toda la humanidad” (Harvey, 1997: 25). La modernidad, y de suyo la globalización, tal como la entienden estos autores, constituye el trasvase de la experiencia histórica de Occidente al resto del mundo, cuando, como tuvimos ocasión de señalar anteriormente, se puede en realidad sostener una tesis radicalmente diferente: con la globalización intensa contemporánea se ha ingresado en un escenario en el cual se sincronizan múltiples trayectorias particulares de modernidad, las cuales se traslapan en sus bordes y entran en resonancia. Compartimos, más bien, la perspectiva de Hannerz cuando sostiene que, aunque la globalización se puede identificar históricamente con una parte importante de la modernidad, a menudo resulta obvio, aunque sea implícitamente, que el área donde los teóricos se mueven a sus anchas continúa siendo el mundo Occidental. “Los que tratan la modernidad en general —o ideas abstractas De la globalización a la historia global 69 relacionadas con ella, como la sociedad del conocimiento o la sociedad de la información— quizá debieran imponerse como una obligación el tratar de prestar un poco de verdadera atención a las implicaciones que tiene lo que ellos dicen para las personas situadas en los límites del ecúmene global: no sólo limitarse a ver si sus propuestas se confirman, sino sopesar también las consecuencias de las desigualdades de distribución que están surgiendo. Una de las grandes ventajas de la concepción de la modernidad como civilización es que presta atención a las asimetrías globales, a las relaciones centro-periferia. Al principio la modernidad no estaba en todas partes, y si bien se ha extendido por todas partes, o por lo menos hace que su presencia se sienta en todas partes, las condiciones bajo las que se produce esta presencia son muy variables” (Hannerz, 1998: 94-95). En realidad, el hecho de que estos autores se ubiquen exclusivamente en la experiencia occidental, en su intento de dar cuenta de este fenómeno global, los conduce a reducir en exceso el visor, con lo cual la polivalencia de la globalización queda ceñida únicamente a la totalidad de ambientes en los que esta dinámica se expresa, desatendiendo, eso sí, las múltiples espacialidades en las que también cobra vida. Como bien sostiene Albrow (1997: 53), la relación entre globalización y modernidad es mucho más compleja que una simple derivación de una por la otra. La globalización surge como resultado de la modernidad, pero se inscribe en un registro diferente. La modernidad, en tanto que colonización de futuro, no es un proyecto, pero su fin se realiza cuando se cuestiona la idea de progreso. La globalización, por su parte, no es un proyecto, ni un programa, ni tiene un final determinado, salvo el que resulte de la manera como se conjuguen las distintas dinámicas históricas que entran en resonancia. La modernidad puede, por tanto, acabarse, como en efecto está ocurriendo con su expresión clásica y nacional, pero no así la globalización. “La diferencia es profunda. La globalización no es sólo la mera continuación de la modernidad pero tampoco es un proceso sujeto a leyes”. La otra insuficiencia de esta tesis, derivada de una lectura de la globalización desde y para Occidente, consiste en la metamorfosis que experimenta para convertirse en un discurso neoliberal de izquierda —que ha sido inherente a un grupo hegemónico dentro del laborismo inglés—, en la medida en que, como asume que la globalización es una consecuencia de la modernidad en su versión occidental, se debe abogar por una nueva síntesis entre dos de sus principales ambientes institucionales, “el Estado nacional” y “la economía mundial”, a través de la internacionalización del primero, para ajustarlo a los imperativos de la segunda (Giddens, 2001). Es decir, sobre todo en Giddens, pero también en Harvey cuando diserta críticamente sobre el “imperio norteamericano”, se 70 Hugo Fazio Vengoa observa una seria incongruencia entre su propositiva perspectiva de la globalidad y el nacionalismo metodológico. Como infieren la “universalidad” de lo global de un tipo de experiencia “particular”, reducen, a final de cuentas, toda la problemática de la globalización al diseño de unas políticas públicas nacionales, con el propósito de realizar los necesarios ajustes de adaptación de los ambientes institucionales propios de la modernidad a las actuales dinámicas globales. José Vidal Beneyto es contundente en su crítica cuando señala: La gran ambición del blairismo es conciliar Estado y mercado, que han sido los dos grandes referentes del espacio político-social en la segunda mitad del siglo XX y que nos hemos traído al XXI. Pero sus diferencias y casi su incompatibilidad que cabe reducir en el ámbito nacional, es decir, cuando los dos juegan en el mismo terreno, es insalvable en el espacio global en el que el mercado es mundial y por ende se impone al Estado que es obviamente nacional. Este componer el juego de tal manera que sólo pueda ganar uno —el mercado— es lo que ha llevado a los teóricos del Nuevo Laborismo a considerar la globalización como ineluctable, casi como un fenómeno natural. Con todo, la objeción principal que cabe hacer a esta propuesta de Blair sobre la Tercera Vía es la ausencia total de cualquier consideración ecológica, lo que en una fase de degradación tan dramática del planeta basta para invalidar cualquier opción política. Que en estas condiciones la Tercera Vía haya ocupado y ocupe el espacio que ocupa, prueban las extraordinarias capacidades de vendedor del político Blair. (José Vidal Beneyto, “La Europa de Blair. La Tercera Vía”, El País, 25 de junio de 2005) Para finalizar los comentarios sobre este enfoque, realizaremos una presentación y crítica a algunas de las principales tesis del politólogo inglés David Held, quien, con base en la reflexión que le inspira Anthony Giddens, ha desarrollado una perspectiva histórico-estructural de la globalización, la cual define como “un proceso (o una serie de procesos) que engloba una transformación en la organización espacial y las transacciones sociales, evaluada en función de su alcance, intensidad, velocidad y repercusión, y que genera flujos y redes transcontinentales o interregionales de actividad, interacción y el ejercicio del poder”. En contra de las interpretaciones deterministas y monocausales, Held y sus colaboradores propugnan una concepción abierta del cambio global contemporáneo y rechazan todo tipo de concepción fija o singular del mundo globalizado (Held, McGrew, Goldblatt y Perraton, 1999: 16). De acuerdo con las tesis del politólogo inglés, con la intensificación de la globalización se ha creado la posibilidad para una democratización de las relaciones internacionales, ya que se estaría asistiendo al trasvase de las formaciones políticas nacionales a ámbitos globales, debido a la constitución de circuitos, redes e instituciones que están interviniendo fuertemente en la redefinición de la soberanía y la ciudadanía, y que, si son bien canalizadas, deberían apuntar a la aparición De la globalización a la historia global 71 de una democracia cosmopolita (Held y McGrew, 2003). El mencionado autor destaca igualmente la manera como ha cambiado el poder, el cual se ha expandido y en el presente se ejerce de acuerdo con guiones distintos a los convencionales. En efecto, en condiciones de intensa globalización, el poder ya no reside en los lugares en los cuales se ejerce de modo inmediato (Held y McGrew, 2000: 8). En razón de estos cambios, Held defiende el avance hacia un esquema de interdependencia política, que denomina “el sistema de la ONU”, es decir, aquel foro internacional creado al finalizar la Segunda Guerra Mundial, que supuso la igualdad de los Estados, sirvió de marco para la descolonización, para la puesta en marcha de las reformas de las instituciones internacionales y “más aún, suministró una concepción valiosa, a pesar de todas sus limitaciones, de un nuevo orden mundial basado en el acuerdo de los gobiernos y, en circunstancias propicias, de una entidad supranacional en defensa de los derechos humanos en los asuntos mundiales” (Held, 1996: 116). Varios son los problemas que se desprenden de esta tesis. El primero, que brevemente ya comentamos, tiene que ver con la mera posibilidad de un gobierno mundial y de un derecho internacional de proyección también mundial. La idea es, sin duda, altruista, pero su puesta en marcha es difícil, por no decir peligrosa. No sólo por la proclividad totalitaria que puede desarrollar un único Estado mundial, también porque su simple constitución es igualmente dudosa si tenemos en cuenta que los Estados nacionales necesitaron del “otro” para justificar y legitimar su constitución. ¿Cuál sería el “afuera”, el “otro”, de un Estado mundial? Pero también esta tesis es poco creíble porque lo que propugna, en últimas, es la idea de unas instituciones y de unos valores de Occidente, a los cuales se les asignan rangos de universalidad, como si el género humano fuera único, apuntara a la homogeneidad, no se anclara en la diversidad, y por último, porque presupone que los Estados constituyen una institucionalidad natural. Sobre el particular, no está de más recordar a Latouche (2005) y Hannerz, quienes han insistido en que el andamiaje internacional contemporáneo se ha construido sobre una lógica y una institucionalidad exclusivamente occidentales. De hecho, el Estado-nación ha sido una institución típicamente europea. Sin embargo, durante el siglo XX, se convirtió en uno de los organismos más emblemáticos, además de ser el principal soporte del sistema internacional. “En varias partes del mundo, como en algunas regiones de África, fue la lógica estructurante del sistema internacional la que impuso la tendencia a construir Estados naciones desde ‘arriba’, sin que estos fueran el resultado de su ‘misma’ historia” (Hannerz, 1998: 128). Incluso esta misma crítica se puede esgrimir contra las teorías de los Estados fallidos o de los cuasi Estado, que arrancan de una concepción de la soberanía 72 Hugo Fazio Vengoa fundamentada en un puñado de experiencias históricas exitosas de formación de Estados, en las cuales el éxito mismo se ha evaluado exclusivamente en términos de la capacidad de crear un Estado-nación territorial viable, y no atendiendo a la capacidad real de ejercer la autoridad en el sistema mundo globalmente considerado. Este doble sesgo se halla bien ilustrado por… … el papel desproporcionado desempeñado por Francia en el establecimiento de las normas que definen la soberanía, a tenor de las cuales se ha evaluado la integralidad de otras experiencias de construcción del Estado […] En virtud de los criterios reales o imaginarios establecidos por Francia respecto al modelo de construcción del Estado nación, puede afirmarse que las Provincias Unidas a lo largo de sus dos siglos escasos de existencia fueron un cuasi Estado […] Y, sin embargo, en cuanto a la construcción del moderno sistema interestatal, en oposición a la construcción de una de las más poderosas unidades constitutivas, la función desempeñada por el fugaz Estado holandés ha sido incomparablemente mayor que el modelo de Estado nación francés. (Arrighi, 2000: 98) El sistema ONU también hace agua desde el lado de la justicia mundial. Como acertadamente ha anotado Chantal Delsol: “Querer una justicia mundial y aún más un gobierno mundial es querer afirmar una sola verdad política, erigida en certeza objetiva, que debe imponerse legítimamente a todos los hombres de la Tierra. Es creer que un grupo de pueblos puede erigir la verdad a nombre de otros pueblos, e imponer la realización en nombre de la certeza de tener razón [...] El fundamento sobre el cual deben erigirse las normas mundiales es una moral universal. Sin embargo, esta moral universal encuentra siempre su origen en la particularidad europea. Es lo que le sustrae singularmente, no su credibilidad, ni su valor, sino su legitimidad para ser impuesta” (Delsol, 2004: 57 y 80). Lo que en el fondo está en juego en estas tesis como la de Held es que se confunde la globalización con la universalización. La primera es distinta de la segunda, porque esta última es siempre un localismo que funge de condición globalizante. Toda pretensión universalizante, como la promovida, por ejemplo, por la Iglesia católica, se convierte en una expresión “totalitaria”, vacía en su contenido, en tanto que reconoce una única verdad y un único procedimiento para alcanzarla. Sin embargo, la realidad actual nos muestra un panorama diferente. La salida del comunismo por parte de las naciones de la Europa Centro Oriental demostró la existencia de diferentes itinerarios. En algunos países se condenó el pasado comunista y se realizaron algunos ajustes de cuenta (la República Democrática Alemana, país al cual se le impusieron las normas de la Alemania Occidental). En otros, se limitaron algunos derechos a aquellas personas más vinculadas con el anterior sistema (la lustración en Checoslovaquia). En los últimos, por la dinámica misma del proceso de transición, se optó por el perdón y, en muchos casos, el olvido (Fazio, 1995). Hubiera sido completamente insensato imaginar que todos estos países debieron haber tenido que seguir un solo camino, una sola vía de salida del comu- De la globalización a la historia global 73 nismo. Finalmente, si la democracia se pudo implantar bien en estos países, ello obedeció a que ésta pudo compatibilizarse con las tradiciones, condiciones históricas y dinámicas propias de estas sociedades. Cualquier intento de imposición desde el exterior hubiera roto los frágiles consensos y hubiera significado una negación de sus singularidades históricas. El ejemplo que acabamos de comentar demuestra que el mundo contemporáneo constituye un entramado en el cual no desaparece sino que se potencia la diversidad, principal fundamento de la libertad y de la democracia. Por ello es que consideramos que la justicia y el gobierno no pueden ser internacionales ni mundiales. Tienen que ser globales. Lo global se diferencia de los anteriores, que son universalistas y homogeneizadores, en dos aspectos fundamentales: de una parte, porque se parte del reconocimiento de que tanto las culturas como las historias singulares son incompletas y parciales, ángulo a partir del cual se puede allanar el camino para un verdadero diálogo intercultural. En este sentido, una de las tareas centrales de nuestro tiempo consiste en la transposición de los derechos humanos de un liberalismo globalizante que se articula en torno a la libertad del mercado, a un verdadero proyecto cosmopolita en torno al diálogo intercultural, que se construye a partir del reconocimiento de la diversidad (Featherston, 2002). De la otra, la manera como debe operar una justicia global podemos observarla en los juicios que se le siguieron a Pinochet en Chile. Si el dictador hubiera sido procesado en el exterior, la sociedad chilena difícilmente hubiera podido superar el trauma y los miedos de la dictadura. Pero desde el momento en que se dio inicio a una serie de juicios al dictador y a su régimen, que develaron sus páginas más atroces, además del nepotismo, la corrupción, etcétera, la sociedad chilena ha podido entrar a renegociar con su pasado, de lo cual, sin duda, ha salido enormemente fortalecida porque ha podido ponerle punto final a la larga y a veces extenuante transición democrática. Como declarara el juez Guzmán, a partir de la detención de Pinochet en Londres, “la dictadura ya no era un asunto de los chilenos, interesaba al mundo entero. La valentía, la imaginación, el impulso jurisdiccional, la globalización que creó la detención de Pinochet hizo que en Chile pudiera juzgársele. Ese es el gran mérito que no menciona Baltasar y yo creo que es de justicia mencionarlo” (Guzmán, 2005). El segundo consiste en que el problema que presenta esta interpretación es que, a su manera, también identifica la globalización con la constitución de una institucionalidad global, sobrepuesta a los Estados y derivada de la experiencia de Occidente. Cuando, en realidad, la globalización política constituye un escenario barrocamente constituido a través de entrecruzamientos que vinculan el antiguo y el nuevo mundo, que articulan las lógicas de los Estados, con las de los mercados y 74 Hugo Fazio Vengoa de las sociedades y que concatenan las expresiones locales, nacionales, regionales y transnacionales y globales. La globalización como representación del mundo. Una tercera corriente explicativa, en alto grado derivada de la anterior, se organiza en torno a la idea de que la globalización es tanto una sociología de las interdependencias planetarias como una fenomenología de un mundo nuevo. En calidad de representación, la globalización comporta dos dimensiones: de una parte, es una dinámica que entraña desorientación, o una especie de anomia, en la medida en que acentúa la sensación de no pertenencia, debido a la erosión de los anteriores puntos de referencia que proporcionaban sentido y guiaban la orientación. De la otra, se convierte en una nueva manera de ser y de vivir en el mundo, situación peculiar que resulta de la tendencia hacia la sincronización y la uniformización de determinadas actividades en el mundo, del hecho de que estén surgiendo ciertos elementos propios de una vida cotidiana mundial (“somos ciudadanos mundiales porque el mundo penetró en nuestra vida cotidiana”) (Ortiz, 1998: 15), y se asiste a una convivencia emotiva compartida, pero también al impacto que produce una producción discursiva asociada con la inmediatez (Beck, 2005). Zaki Laïdi sostiene que, como representación del mundo, la globalización se expresa como un imaginario social, algunos de cuyos componentes se pueden sintetizar en los siguientes elementos: primero, las semejanzas en el mundo, es decir, el hecho de que por todas partes se encuentren formas de modernidad, estilos de vida más y más cercanos, que suavizan la alteridad radical. Segundo, esta representación se realiza en el imaginario de una vida cotidiana global, dado que el sentido y la orientación frente a las cosas se alimentan del instante presente, de la inmediatez, de la urgencia. Tercero, por el papel que han entrado a desempeñar los medios de comunicación, los cuales, entre otras, posibilitan la globalización de los afectos, con lo que la emoción, la compasión, el entusiasmo, pero también la insensibilidad, la frialdad y la indiferencia, se convierten en vectores que conmueven o trastornan la comunicación intercultural. Por último, el mercado, el cual se realiza bajo el ropaje de la analogía comercial, pero también como un determinado radicalismo —la libre elección—, el cual se encuentra inexorablemente ligado con el principio del relativismo. La libre elección, en este sentido, significa que se debe elegir con base en la maximización de las preferencias personales. En lo que atañe a la sociedad, la libre elección se identifica con un mercado, al punto de volverse más y más tenue la diferencia que antes demarcaba a la sociedad del mercado. De todo lo anterior, resulta que, como imaginario social, la globalización se entiende como el encadenamiento de hechos comúnmente admitidos e identifi- De la globalización a la historia global 75 cables (por ejemplo, la interdependencia de las economías), con representaciones contradictorias de esos mismos hechos sociales (la interdependencia que reduce la autonomía de los Estados, pero que aumenta las opciones de los individuos), y amplifica estos hechos en el espacio (la globalización distorsiona la soberanía territorial de los Estados) y en el tiempo (ingreso a una era totalmente nueva) (Laïdi, 2004). Todos los autores que privilegian esta dimensión del fenómeno tienen en común el hecho de entender por globalización tanto un espacio de experiencia como un horizonte de expectativas, cuya conjunción existe cada vez más como un contorno cultural en el que, en diversas medidas, se forja la existencia (Tomlinson, 2000: 35). La globalización, por tanto, designa una nueva manera de posicionarse frente al mundo y a las cosas, tanto pasadas como presentes. El eje que denota la articulación de esta representación consiste en la emergencia de un referente planetario, el cual, como señala Fulvio Attinà, cobra vigencia “cuando los hombres y mujeres que hablan diferentes lenguas reflexionan conjuntamente sobre las oportunidades de la globalización y también sobre los deberes morales comunes que ésta les impone, se está dando un paso adelante decisivo en el camino de construir una identidad colectiva más amplia que la identidad nacional en la que nos hemos educado en los últimos siglos” (Attinà, 2001: 11). En este sentido, esta representación del mundo simboliza la emergencia de una naciente memoria global común, en la cual un papel destacado les ha correspondido a ciertos acontecimientos planetarios como la caída del Muro de Berlín, la muerte de Lady Di, el advenimiento del año 2000, el 11 de septiembre de 2001, e incluso acontecimientos anteriores, como la llegada del hombre a la Luna. Pero prevengamos de antemano posibles equívocos: que se hable aquí de la emergencia de una memoria global no significa que ésta pueda llegar a ser en su estructura equivalente a las reminiscencias nacionales con una simple mayor cobertura, que abrace a toda la población del planeta. Las memorias nacionales han contado con un Estado que se ha encargado de velar por su contenido y reproducción. La memoria de la que estamos hablando será global, pero no mundial ni universal. Como precisa Huyssen: “Tal vez algún día aparezca algo semejante a una memoria global a medida que las diferentes regiones del mundo se integren cada vez más. Cabe anticipar empero que cualquier tipo de memoria global tendrá más bien un carácter prismático y heterogéneo en lugar de ser holística o universal” (Huyssen, 2002: 36). Será global porque en ella confluyen diferentes estratos de tiempo, como los imaginarios derivados de las tecnologías ultramodernas, las mentalidades nacionales y las representaciones más localizadas, y porque sus contenidos se personifican de variadas formas (Augé, 2001). 76 Hugo Fazio Vengoa Una característica muy importante que encierra esta identificación de la globalización con una representación del mundo consiste en que, a diferencia de los universalismos dieciochescos, no son simplemente unas mentes ilustradas las que se encuentran en capacidad de asumir la escenificación de la teatralidad global. Esta escenificación presupone, como sostiene Subercaseaux, “una vivencia colectiva e imaginaria del tiempo y del espacio, fundamentalmente a través de representaciones e imágenes, una vivencia vicaria y provista, por lo tanto, de teatralidad” (2002: 12). Individualidad y colectividad concurren en estas formas de representación. Por ello, el imaginario social moderno debe entenderse, al tenor de Charles Taylor, como “la forma en que las personas corrientemente imaginan su entorno social, algo que la mayoría de las veces no se expresa en términos teóricos, sino que se manifiesta a través de imágenes, historias y leyendas […] el imaginario social es compartido por amplios grupos de personas, o por la sociedad en su conjunto. El imaginario social es la concepción colectiva que hace posibles las prácticas comunes y un sentimiento ampliamente compartido de legitimidad” (Taylor, 2006: 37). En rigor, todo individuo que se encuentre conectado, que participe en redes o que viva en una región adonde se extienden las pulsiones y tensiones de la globalidad, construye una representación del mundo, sobre todo a partir del momento en que logra convertir esas disímiles experiencias, gratas o ingratas, en mundos vividos. Cuando esto ocurre, se altera, tanto individual como colectivamente, el sentido que encierran nociones como distanciamiento, distancia, cercanía, proximidad, urgencia, etcétera. Cuando, por el contrario, esto no ocurre y determinadas dinámicas políticas, sociales o culturales, o las mismas vivencias de un individuo, no quedan incluidas en el respectivo mundo vivido, esto necesariamente se convierte en una forma de exterioridad, alejamiento, y por la fuerza de las cosas, se valora como ilegítimo. Cada vez cuesta más encontrar escenarios y colectivos que se mantengan al margen, es decir, en una posición de exterioridad frente a esta interioridad del mundo. A título de ilustración, observemos un par de ejemplos. El primero lo ofrece José Bengoa, quien ha realizado una interesante demostración de la manera como opera esta inclusión en el caso de los movimientos indígenas en América Latina. Para él, la emergencia de estos nuevos actores sociales se ha convertido en una expresión del desarraigo que han experimentado las tradicionales comunidades. Diversos factores han participado en este proceso, como la urbanización de la población indígena, situación que ha llevado a que sus demandas dejen de estar confinadas en el “estrecho” mundo rural, y que se puedan promover las identidades en nuevos escenarios. En segundo lugar, debido a la dilatación de las fronteras económicas, políticas y sociales, grandes territorios indígenas que De la globalización a la historia global 77 antes se encontraban protegidos por la distancia, ahora se encuentran en los márgenes de los dilatados sistemas económicos y políticos, lo que ha impelido a estas comunidades a tener que organizarse para salvaguardar sus derechos territoriales y garantizar así su supervivencia. En tercer lugar interviene otro factor, como es la simbiosis entre el discurso indígena y el ambientalista. “Los artífices de esta alianza fueron los indígenas de las áreas selváticas, de bosques tropicales y regiones aisladas no campesinas, que requerían para su sobrevivencia cultural de la existencia de un discurso común que combinara el cuidado del medio ambiente y de las culturas y sociedades que allí aparecían [...] La defensa de la tierra ha dejado de ser una lucha de corte agrarista para pasar a ser una lucha de sentido ecologista”. En cuarto lugar, las migraciones, el acceso a la educación y los modernos medios de comunicación —teléfonos, radio, televisión, videos— rompieron el aislamiento del mundo rural y han permitido mantener una comunicación permanente entre las “localidades de las comunidades” y los centros de poder. Por último, la aparición de un nuevo dirigente indígena, urbano, que replantea la identidad de su comunidad en referencia al mundo externo, “no tiene ningún objetivo personal de ‘integración’ sino, por el contrario, su objetivo es la ‘diferenciación’ lo que le hará marcar las características propias de la cultura indígena y su diferencia radical con la ‘cultura occidental’ [...] El dirigente indígena moderno en América Latina maneja, al mismo tiempo, dos códigos: el de la sociedad global y el de la nueva identidad recreada a partir de las identidades tradicionales que le otorgan sentido y razón a sus planteamientos” (Bengoa, 2000: 50, 61, 73, 74, 83 y 85). El otro ejemplo lo extraemos de los trabajos de Saskia Sassen sobre las ciudades globales, las cuales están demostrando que los sectores de trabajadores desfavorecidos tienen una mayor disposición a la globalidad de lo que comúnmente se admite. En efecto, una de las dinámicas que más ha cautivado la atención de la socióloga son las nuevas formas de globalidad que contienen estas urbes, debido a que grandes cantidades de personas, provenientes de distintas partes del mundo, se encuentran en las calles, en los lugares de trabajo y en los barrios, lo que ha conducido a que se asista al “surgimiento de un nuevo reconocimiento de la globalidad de los desfavorecidos, que con frecuencia se configura gracias al conocimiento de que prácticamente en todas las ciudades existen luchas y desigualdades similares […] esa dimensión subjetiva faculta cada vez más a los sectores locales y desfavorecidos a detectar la presencia de lo global en sus ciudades y a reconocer su propia participación en el fenómeno de la globalización; así, lo global se torna visible. Esto, a su vez, produce una posición ambivalente entre lo nacional y lo global también para dichos actores, que en general pertenecen a grupos de activistas, a sectores desfavorecidos y a comunidades locales” (Sassen, 2007: 229-230). 78 Hugo Fazio Vengoa Un elemento a destacar de estas incrementadas individuaciones, y de las subjetividades que se construyen en torno a las experiencias vividas, es que nos pone frente al hecho de que cuando la escala de observación sobre los fenómenos globales es reducida al nivel del individuo, se plantea el problema de acometer unas lecturas de la globalización aterrizadas en experiencias concretas, porque uno de los obstáculos que se presenta en el momento de abordar esta cuestión consiste en que esta dinámica encierra significados diferentes para los distintos colectivos, países y regiones del planeta, de lo cual se infiere que los modos de apropiación son igualmente diferenciados. No es lo mismo imaginar, razonar o evaluar la globalización cuando se vive en Washington, París, Tokio, Moscú, Praga, El Cairo, Luanda, Nueva Delhi, Bogotá o Santiago de Chile. De más está decir que esto no obedece a que enfrentemos una contrariedad de tipo geográfico o a que las diferencias entre el Norte, el Este y el Sur sean todavía profundas, lo cual, por cierto, sigue siendo una gran verdad. Circuitos globalizados existen en todas estas ciudades y, es más, en muchas de ellas más de uno puede llegar a compartir estilos de vida que pueden hacerlo sentir como si estuvieran en casa. Pero el problema radica en que, en la actualidad, cada grupo humano, por no decir cada individuo, tiende a establecer una forma específica de apropiación de la globalización, con base en sus experiencias vividas, de lo cual se desprende también la variedad de significados que el fenómeno comporta. Como señala Néstor García Canclini, “sólo una franja de políticos, financistas y académicos piensan en todo el mundo, en una globalización circular, y ni siquiera son mayoría en sus campos profesionales. El resto imagina globalizaciones tangenciales. La amplitud o estrechez de los imaginarios sobre la globalización muestra las desigualdades de acceso a lo que suele llamarse economía y cultural globales” (García Canclini, 1999: 12). Los significados diferenciados son el producto de que la globalización —no obstante ser un fenómeno, o, mejor dicho, un proceso mundial, planetario, global, que involucra, en distintos grados y bajo distintas modalidades, a todos los habitantes del planeta Tierra— porta una densidad, un espesor, un ritmo, y alcanza una cobertura espacial que se expresa de modo diferente en los distintos confines del globo. Esto significa que las diferentes regiones se adaptan de manera diferenciada a estas tendencias y que este fenómeno no se expresa en todas las latitudes de la misma forma, ni con idéntica intensidad. Hasta el momento hemos emprendido la tarea de destacar los puntos de vista a partir de los cuales se articula esta interpretación de la globalización. Pero conviene preguntarse: ¿qué factores se esconden detrás del surgimiento de estas nuevas formas de representación globales? Dos circunstancias han sido preferentemente destacadas por esta literatura. La primera consiste en que la nueva De la globalización a la historia global 79 estructura de la temporalidad y la aceleración de imágenes e información mediática destruyen el espacio, borran la distancia temporal y le asignan mayor densidad temporal al presente. El pasado queda absorbido por el presente y el futuro se realiza en la inmediatez. “El sentido de continuidad histórica o, respectivamente, de discontinuidad histórica, que dependen de un antes y un después, ceden lugar a la simultaneidad de todos los tiempos y espacios prontamente accesibles en el presente” (Huyssen, 2002: 153). Este presente omnipresente se caracteriza porque carece tanto de una proyección de futuro como de profundidad histórica, es decir, es un presente que deforma la correlación que antes existía entre los espacios de experiencia y los horizontes de expectativas propios de aquella modernidad que se organizaba en torno al tiempo de la política, lo que entrañaba permanentes alusiones al pasado para el manejo del presente, y al mismo tiempo orientaba su proyección hacia el futuro. Alvater y Mahnkopf, sobre el particular, sostienen que este predominio del presente es lo que explica el cambio que se ha producido en la prioridad acordada a los pronósticos, en detrimento de las utopías (2002: 61). Con los cambios económicos, tecnológicos y comunicacionales de las últimas décadas se ha desplazado el tiempo de la política por el tiempo de la economía y, sobre todo, del mercado, el cual, a partir de la velocidad del consumo, de la producción, de los intercambios y las ganancias, tiende a desvincular el presente del pasado, transforma todo en ahora e involucra los anhelos futuros en la inmediatez. Así lo sostiene Zygmunt Bauman cuando escribe: “Existe una resonancia natural entre la carrera espectacular del ‘ahora’, impulsada por la tecnología de compresión del tiempo, y la lógica de la economía orientada hacia el consumo. De acuerdo con esta última, la satisfacción del consumidor debe ser instantánea, dicho en un doble sentido. Es evidente que el bien consumido debe causar satisfacción inmediata, sin requerir la adquisición previa de destrezas ni de un trabajo preparatorio prolongado; pero la satisfacción debe terminar ‘en seguida’, es decir, apenas pasa el tiempo necesario para el consumo. Y ese tiempo debe reducirse al mínimo indispensable” (Bauman, 1999: 108). Una inferencia importante que se descuelga de esta sobrecarga del presente y que, al mismo tiempo, le confiere un contenido específico a esta interpretación de la globalización y, de suyo, del mundo actual consiste en que la diacronía y la sincronía se sintetizan barrocamente. Si durante la modernidad clásica la distancia espaciotemporal podía explicar la existencia de trayectorias históricas independientes (preeminencia de la diacronía), cuando se reducen esos intervalos aparecen patrones globales que develan la intimidad de las sociedades e imponen determinados tipos de reajustes (preponderancia de la sincronía). Una de las principales particularidades del mundo actual consiste precisamente en la 80 Hugo Fazio Vengoa acentuación de ambas expresiones, situación que produce inéditas trayectorias, resonancias y síntesis. La segunda se expresa, como sostiene Laïdi, en la conformación de sociedades de mercado, es decir, aquel tipo de organización social que descansa en la generalización de la verdad de los precios en el sector mercantil, la extensión de la esfera comercial a sectores que se encontraban parcial o totalmente excluidos, la infiltración creciente de esta lógica en la construcción y en el reconocimiento de las identidades profesionales, la penetración del imaginario mercantil en las relaciones sociales y el desarrollo de la lógica comercial en la regulación de los bienes públicos no transables (Laïdi, 2000). Esta sociedad de mercado se articula, por tanto, en torno a la creciente mercantilización de las actividades sociales y en la proclividad por representarse la esfera social como un mercado. Los dos factores convergen en un punto: la mayor parte de las representaciones contemporáneas se realizan en el contexto de la economía de mercado. El papel de estos imaginarios y representaciones no puede ser minimizado, porque ayudan a conformar el mundo global, no obstante el hecho de que sus asideros en ocasiones sean frugales. Más aún; como representación, la globalización posibilita un reencantamiento del mundo, en la medida en que potencia el surgimiento de una conciencia que permite hacer de la globalización no una fatalidad, sino una oportunidad cosmopolita. La globalización, en esta acepción, se convierte en una forma de trascendencia. Cuando se conceptualiza en términos de trascendencia, la globalización altera no sólo la identidad de las unidades con el sistema, sino también las condiciones de existencia de los objetos y los campos en los cuales las unidades y el sistema se encuentran (Bartelson, 2000). Trascendencia significa que lo global se convierte en algo más que la mera suma de las partes, y que éstas también son algo más que meros intervalos de la globalidad. Las actitudes cosmopolitas desempeñan un importante papel en este proceso de trascendencia, pues si los colectivos siguieran localizados, lo global no sería otra cosa que la universalidad de sus partes constitutivas. Dentro de esta línea argumentativa, el historiador británico Timothy Garton Ash sugestivamente recordaba, luego de los sucesos del 7 de julio de 2005, que las relaciones internacionales se representan de una manera diferente porque los hechos que ocurren en lugares remotos, como Jartum o Kandahar, nos afectan de manera directa; a veces fatal, mientras nos dirigimos al trabajo, sentados en el metro. Ya no existe una cosa llamada política exterior. Ésta es tal vez la lección más importante que nos enseña Londres (Timothy Garton Ash, “Las lecciones de Londres”, El País, 11 de julio de 2005). De la globalización a la historia global 81 Esta mayor intimidad del mundo, tal como la sugiere esta corriente interpretativa de la globalización, obliga a repensar los fundamentos epistemológicos de como tradicionalmente se ha entendido la política mundial, tanto en sus expresiones internacionales como nacionales. Con esta mayor densidad de la sincronía, conjugada en torno a un abultado número de experiencia vividas, el notable impacto de los acontecimientos distantes y de conjuntos de dependencias mutuas entre actores, “todos acaban dependiendo de todos, casi nadie puede hacer lo que quiere o al menos como quiere. Este tema crucial tiene una estrecha relación con la cuestión de la toma de decisiones en política internacional, abordada tradicionalmente desde el supuesto de que, a la hora de elegir entre las diversas opciones, los actores se rigen por la elección racional, es decir, la que más conviene a sus intereses, o la que menos los perjudica” (Vilanova, 2003: 47). La globalización y la transformación histórica. Por último, la cuarta corriente explicativa de la globalización identifica la intensificación de este proceso con una transformación histórica; no con un simple nuevo entorno histórico, sino con un cambio de época, cuyos principales contornos estarían conformados por la celeridad con que se están constituyendo nuevos contextos posnacionales. O para decirlo en otras palabras, sugiere que la intensificación de la globalización denota la entrada del mundo en su conjunto, y no sólo de una región del planeta, en una “segunda modernidad” (Beck, 1998) o, como preferimos denominarla siguiendo a Renato Ortiz, en una “modernidad-mundo” (Ortiz, 2004). Si bien, como se verá a continuación, compartimos muchos de los presupuestos que Beck le asigna a esa segunda modernidad, diferimos de la tesis beckiana porque ésta sugiere que la segunda sólo se realiza a partir de una maduración y una trascendencia de la primera modernidad (Beck y Grande, 2006: 65), situación que puede ser válida para algunos países de Europa occidental y América del Norte, pero no es una aseveración adecuada para el conjunto del mundo, pues, entre otras cosas, en varias regiones del planeta se ha ingresado en el nuevo estadio sin haber cumplido cabalmente con el anterior y, a veces, sin siquiera habérselo propuesto. Hablar de una segunda modernidad, en síntesis, significa seguir inscrito dentro de los cánones de un pensamiento eminentemente occidentalocéntrico. La globalización como transformación histórica significa que este fenómeno ante todo tiene que ver con un cambio que se ha operado en relación con el tiempo más que con el espacio. Esto resulta ser un asunto muy relevante porque una concepción que privilegie la dimensión espacial está condenada a seguir inscrita en viejos guiones, porque tiende a destacar la existencia de grandes conglomerados humanos o de civilizaciones, y con ello invalida la posibilidad de aproximarse a la comprensión del entramado de una historia global. 82 Hugo Fazio Vengoa Pero prevengámonos de antemano ante posibles equívocos. Recordemos, como ya en su tiempo lo demostró Fernand Braudel (2002), que cuando se habla de tiempo no se está aludiendo a una temporalidad genérica y uniforme, sino a un tiempo que se compone de variadas duraciones. Esto último que acabamos de señalar también reviste, a nuestro modo de ver, la mayor importancia, porque cuando se exalta la expresión temporal de los distintos fenómenos, se recaba, ante todo, en dinámicas tales como la innovación, la aceleración, el cambio, etcétera, y se tiende implícitamente a presuponer que estas dinámicas transformadoras se inscriben dentro de un determinado evolucionismo o en un esquema de desarrollo lineal. La temporalidad de la cual hablamos es un tiempo espacializado, que comporta distintos registros de duración, en los cuales transcurre la historicidad de los diferentes colectivos. Es, por tanto, una aproximación distinta a cualquiera de esos esquemas habituales, por cuanto no puede hacer parte de ningún diseño, ni gozar de fin alguno. Más bien, la incertidumbre y la aleatoriedad son sus principales compañeros de ruta. Dentro de esta perspectiva, junto con la asignación a nuestro presente de unos contornos temporales muy particulares, la globalización también se entiende como un proceso, lo cual significa que comporta una historia; que muchas de sus propiedades fueron apareciendo a lo largo del tiempo, es decir, varias situaciones propias del presente sólo se entienden comprendiendo su articulación con eventos del pasado; que su cadencia ha sido variable, que su desarrollo ha estado sembrado de tensiones y conflictos y se ha ido moldeando por relaciones de fuerza, y que en ella no hay espacio para un inexorable metahístorico. A esta idea de proceso conviene agregarle un elemento sugerido por Renato Ortiz: la idea de situación, que constituye un adecuado complemento del anterior. Una situación es una totalidad cuyas partes constitutivas son permeadas por un elemento común. En el caso de la globalización, esta dimensión penetra y articula las diferentes partes de su totalidad. Desde el punto de vista conceptual, al operar con la idea de situación, consigo evitar un tipo de dicotomía común en la discusión actual. Me refiero a los pares en oposición: nacional/global, moderno/posmoderno, tradición/modernidad, viejo/nuevo, pasado/presente. Normalmente, cada uno de esos términos es visto como una unidad antitética, como si entre ellos existiese una incongruencia insuperable. Creo que esta es una perspectiva equivocada e intelectualmente estéril, cuya lógica excluyente percibe la historia de forma lineal. (Ortiz, 2005: 12) Nos apoyamos en la idea de situación planteada por Ortiz, por cuanto la globalización se realiza indistinta y mancomunadamente en dos planos al mismo tiempo: en la aparición de actores, estructuras, instituciones y dinámicas propiamente globales, pero también en la concreción de numerosos procesos que, sin ser globales en su naturaleza intrínseca, se conectan con lo global, como ocurre De la globalización a la historia global 83 con cientos de decisiones económicas que generan repercusiones, sin ser parte constitutiva de la misma globalidad, o como ocurre, en efecto, con gran parte de los nuevos movimientos sociales, los cuales se encuentran arraigados en una determinada localidad, pero cuyas funciones se articulan con redes globales, sin que probablemente nunca lleguen a renunciar a su misma condición localizada. La idea de situación reafirma la necesidad de trascender la dicotomía entre lo local y lo global, y sugiere que ya no se puede seguir percibiendo lo primero como si se encontrara inscrito en una inmediatez e incrustado en otros tantos anillos que espacialmente lo trascenderían, como pueden ser lo regional, lo nacional, etcétera. La globalización se realiza efectivamente en la intermediación y en el encadenamiento de estos dos tipos de procesos, ninguno de los cuales prevalece, ni organiza ni direcciona al otro. Esto, precisamente, le confiere una gran plasticidad al fenómeno, e impide valorarlo en términos de estructura o de sistema. Otro aspecto llamativo de esta concepción radica en que plantea la necesidad de un cambio de paradigma para explicar las situaciones, articulaciones y representaciones de esta nueva era histórica. A partir de la anterior, que se articulaba en torno a la nación, el territorio, la sociedad, el Estado nacional y la internacionalidad, se impone la necesidad de construir una perspectiva que dé cuenta del mundo como un entramado unitario, donde lo nacional, obviamente no va a desaparecer, ni va a perder toda su vitalidad. En este nuevo entramado, lo nacional simplemente se concibe como una parte que actúa dentro de una unidad mayor, el mundo, que con sus cambiantes fronteras le impone permanentes reajustes y redifiniciones. La tesis de la globalización como transformación histórica incorpora varios elementos de las perspectivas anteriores. De la primera recupera el papel reconfigurador que han asumido el liberalizado mercado y la acentuación de la competitividad, quintaesencia de la reorganización planetaria en el tiempo presente, dinámica que es entendida, eso sí, de una manera distinta a las tesis neoliberales tan en boga, ya que reconoce que la globalización y, de suyo, la competitividad han conducido no a un mundo más homogéneo, sino que han derivado en una acentuación de la sincronización de las disímiles experiencias históricas nacionales y/o regionales, donde tiene lugar un descubrimiento de la intimidad de los distintos colectivos humanos, en razón de la exacerbación de la competición entre los distintos sistemas sociales, y han dado lugar a constelaciones sociales que interiorizan las conflictividades antes externas. De la segunda incorpora la tesis de la multiplicación de ámbitos espaciotemporales que convergen, se encadenan y sincronizan, así como las transformaciones cualitativas que experimenta la modernidad en su versión actualizada. El 84 Hugo Fazio Vengoa enunciado base de esta perspectiva se ha convertido en una importante ventana que permite adentrarse en la comprensión de los cambios que los distintos colectivos han experimentado en sus formas de relacionarse con el espacio y el tiempo. Por último, de la tercera integra la proposición de entender el importante papel que desempeñan las representaciones que se derivan de las dinámicas globalizantes, así como de asumir la experiencia global desde distintos niveles de enunciación. Si quisiéramos parafrasear a Michel de Certeau (1980), podríamos decir que, en el campo de las representaciones, la globalización impone a las sociedades un vocabulario y una sintaxis, pero les deja la elección de construir sus propias frases. La integración de este conjunto de presupuestos, articulados en torno a la idea de que se estaría asistiendo a una transformación en la matriz civilizatoria del mundo, supone un radical cambio de perspectiva sobre la naturaleza del escenario de la internacionalidad y de la mundialidad, porque obliga a reconsiderar este campo desde una óptica nueva, en la cual se conjugan dos tipos de elementos; uno son los de transformación, es decir, aquellos cambios que se expresan en la profundización de una política global, y en el advenimiento de una sociedad global. A diferencia de aquellas tesis que identifican la política global con la conformación de una supraestatalidad de tipo transnacional, una especie de Estado mundial, la globalización como transformación histórica alude a una política que se conforma barrocamente a través de la interrelación entre instituciones supranacionales (v. gr., la ONU) con Estados, partidos, grupos, y movimientos que negocian contratos sociales o pactos políticos a escala global. La política global, por tanto, carece de un único sujeto metahistórico que le otorgue sentido y direccionalidad, y tampoco es por altruismo que se construye, sino que responde a la parcial destotalización de la política en el Estado. La política global constituye más bien una nueva constelación política que se define a través de las lógicas y las actuaciones de los distintos actores. A medida que los agentes transnacionales, los Estados y los movimientos sociales ingresan en competencia en el escenario global, intensifican y le proyectan un determinado sentido a la política global. Incluso los movimientos que se han definido como contrincantes de la globalización, a través de sus actuaciones han potenciado la intensificación de este proceso, porque recurren a instrumentos creados por la misma globalización para manifestarse en el escenario global. Ya hace algunos años el sociólogo Ulrich Beck sugería que la transformación que han emprendido los movimientos que antes se autodefinían como antiglobalización en organizaciones alterglobalizadoras constituye una constatación de que en sus acciones e imaginarios la globalización ha sido interiorizada De la globalización a la historia global 85 por parte de estos grupos. “Actúan según este lema: a la globalización hay que combatirla con […] ¡globalización! [...] Quienes se manifiestan en la calle contra la globalización no son ‘enemigos de la globalización’: ¡qué mareo de palabras! Son adversarios de los defensores de la globalización que pretenden imponer otras normas globales en el espacio de poder global, frente a otros adversarios de los defensores de la globalización. De este modo ambos grupos de adversarios se superan recíprocamente con sus objetivos globales y, con la fusta de la resistencia, jalan incesantemente el avance del proceso de globalización” (Ulrich Beck, “La paradoja de la globalización”, El País, diciembre de 2002). Quizá, el concepto que mejor da cuenta de la naturaleza de la política global es el de gobernanza. Mientras que la gobernabilidad se refiere por lo fundamental a las condiciones de implantación y funcionamiento de un sistema democrático, con la gobernanza no se puede seguir identificando la política ni con el poder del Estado ni con el simple control de éste sobre la sociedad, sino como la puesta en escena de un marco relacional entre una pluralidad de actores, con lo cual cambia el sentido mismo de la hegemonía y de la soberanía. La gobernanza también difiere del multilateralismo. Mientras este último es intergubernamental o interestatal, la gobernanza alude a un conjunto de principios y normas que se imponen a los Estados, y en ese sentido, se expresa globalizadamente, como una síntesis de la intergubernamentalidad y la supranacionalidad. Beck y Grande inscriben esta síntesis dentro de la perspectiva cosmopolita de la modernidad reflexiva, la cual “supera la controversia entre federalistas e intergubernamentalistas, pues integra y sobrepasa al mismo tiempo los puntos de vista fundamentales de ambas teorías. La verdadera novedad introducida por la integración política de Europa no es la constante profundización de formas intergubernamentales de cooperación interestatal y su sustitución por instituciones supranacionales. Lo más importante de la construcción política de Europa es que estos dos principios se funden en uno” (Beck y Grande, 2006: 74). Tres de los elementos principales que le dan sentido a la política global son: la percepción del riesgo global, la cual alimenta la necesidad en torno a la emergencia de una opinión pública mundial; la aparición de un espacio comunicativo global y la cada vez mayor aceptación del tema de los derechos humanos. Sobre el primero, Ulrich Beck ha anotado que “cuanto mayor la omnipresencia mediática de la amenaza más fuerza política tendrá la percepción del riesgo para dinamitar las fronteras. Yendo hasta el fondo, esto significa que el cotidiano espacio de la experiencia de la humanidad no nace de una relación amorosa de todos con todos. Nace de y consiste en percibir la calamidad de las consecuencias de la actuación civilizatoria. En otras palabras, lo que funda la reciprocidad entre opinión pública y globalidad es la reflexividad de la sociedad del riesgo mundial” (Beck, 2004: 75). 86 Hugo Fazio Vengoa Con respecto al segundo elemento, podemos recordar que las movilizaciones en contra de la invasión de Irak en 2003 pusieron sobre la palestra el nacimiento de una incipiente política de masas global, constatación de que se está asistiendo a la emergencia de una embrionaria sociedad civil global, la cual, para actuar, requiere de un espacio comunicativo compartido. En días previos a que estallara la intervención en Irak, Joan Subirats sostenía que una de las pocas consecuencias positivas que produjo esta crisis internacional fue el desarrollo de una esfera pública global. Los modernos medios de comunicación ya habían permitido que acontecimientos como la caída del Muro de Berlín y los atentados del Once de Septiembre fueran conocidos por muchos y suscitaran todo tipo de emociones. Fue a partir de estos desarrollos y de esta toma de conciencia que fue apareciendo el espacio comunicativo global. La intensidad y la simultaneidad de los debates generados por la perspectiva de la guerra en Irak y la movilización concertada de millones de personas en todo el planeta contra la eventualidad de la conflagración demuestran que los precedentes de las cumbres y contracumbres de los últimos años no eran una simple anécdota ni tampoco cosa de unos cuantos iluminados [...] De alguna manera se está discutiendo si nosotros tenemos derecho y suficientes argumentos para iniciar un conflicto armado cuyas consecuencias son imprevisibles. Ese nosotros para algunos es la humanidad, para otros es el concierto internacional de naciones, para otros es la ONU, para otros, quizá, el mundo civilizado. Pero en pocos casos es un nosotros estrictamente confinado en los límites de un Estado [...] Al margen del desenlace final de la crisis, parece cada vez más claro que no sólo se libran batallas en el terreno, sino que cada vez son más importantes las batallas que se libran en la opinión pública, y en ese sentido, alguna batalla se está ganando, obligando a buscar nuevos argumentos morales para iniciar la guerra, o aumentando notablemente los costes políticos de la decisión para sus principales impulsores. Lo cierto es que podemos estar entrando en un escenario en el que se vaya forjando un espacio comunicativo global, una esfera pública universal, que permita avanzar en la construcción de mecanismos en instituciones de gobernabilidad mundial, desde un nosotros crecientemente compartido. (“Irak y el espacio global”, El País, 9 de marzo de 2003) En cuanto a los derechos humanos, su importancia radica en que no dependen de ninguna nacionalidad, a diferencia de lo que ocurre con los derechos políticos o civiles que se destinan únicamente a los nacionales, pero marginan a los foráneos, salvo cuando son asimilados, lo que en el fondo es lo mismo. La difusión de una normatividad internacional sobre los derechos humanos se ha convertido en otro indicador de que se está asistiendo a la consolidación de una sociedad civil global, y testimonia también la aparición de una esfera pública global dialógica en cuanto a su contenido (intercambio entre diferentes tradiciones civilizatorias) y a su forma (intercambio entre diferentes nociones de lo público). “El desafío consiste en desarrollar unos derechos humanos genuinamente globales basados en el respeto y la conservación, que reconozcan la integridad de las diferentes tradiciones y civilizaciones, no en un sentido defensivo, sino a través de su potencial dialógico. Se debe avanzar más allá de la noción de derechos humanos De la globalización a la historia global 87 basada en el localismo globalizado en su expresión occidental” (Featherstone, 2002: 4). La sociedad global, otra importante expresión de esta transformación histórica, por su parte, no debe entenderse como la constitución de una colectividad homogénea, pues, de hecho, ninguna sociedad lo es ni lo ha sido; ni siquiera lo fueron las llamadas sociedades socialistas que tenían como propósito fundamental alcanzar una completa igualdad social. La sociedad global es como un mosaico, “es y continuará siendo un todo poblado de provincias y naciones, pueblos y etnias, lenguas y dialectos, sectas y religiones, comunidades y sociedades, culturas y civilizaciones. Las diversidades que florecieron en el ámbito de la sociedad nacional, cuando ésta absorbió feudos, burgos y tribus, etnias y naciones pueden tanto desaparecer como transformarse y desaparecer en el ámbito de la sociedad global. Los horizontes abiertos por la globalización comportan la homogeneización y la diversificación, la integración y la contradicción” (Ianni, 1999: 85). La sociedad global seguramente nunca dará lugar a la emergencia de un demos de la globalidad, y mejor que así sea, porque ello volvería a entrañar uniformidad y homogeneidad, con lo cual la globalidad se convertiría en el principal enemigo de sí misma. Cuando hablamos de una política global o de una sociedad civil global no estamos aludiendo a una metaestructura que recubre al mundo, sino a un entrelazamiento sincrónico y, en ocasiones, también dialéctico entre dimensiones aparentemente contradictorias. En cuanto a los actores de esta globalidad, se observa que numerosos agentes políticos y sociales locales en ocasiones globalizan sus demandas y acciones y, en ese sentido, se globalizan. También se advierte que no siempre los más poderosos son los más afines a esta nueva dinámica social. Saskia Sassen ha demostrado que la élite económica mundial es por su propia naturaleza la menos afín a esta globalidad económica y/o política, por cuanto su objetivo básico consiste en percibir ganancias, y se aprovecha de las desregulaciones para alcanzar sus estrechos fines. Otros dos actores se ubican en una posición diferente. Las redes transnacionales de funcionarios públicos, como bien demuestra el ejemplo de conformación y desarrollo de la Unión Europea, institución que en determinados casos parece ser una globalización política en pequeña escala, muestran palmariamente el importante papel desempeñado por este actor en la conservación y promoción de las estrategias integracionistas. En ese nivel, y aun cuando en ocasiones se le podría reprochar su excesivo celo para construir barreras en torno a Europa, con su actuación ha demostrado ser un importante agente de una política global a escala regional. El otro actor está constituido por los movimientos de trabajadores inmigrantes desfavorecidos, los cuales, aunque no puedan concebirse como un equivalente de la sociedad civil global, “por mo- 88 Hugo Fazio Vengoa mentos algunos de sus componentes forman parte de esa sociedad, ya que el imaginario de esta última es una condición subjetiva importante para algunas de las personas y las organizaciones que integran esa nueva clase” (Sassen, 2007: 226-227). Sobre este último actor conviene hacer una importante precisión porque de lo que se trata no es simplemente de mayor o menor movilidad, sino de las nuevas cualidades que ha entrañado la globalidad. Es evidente que la migración a finales del siglo XIX fue mucho mayor que la actual y además los desplazamientos se realizaban con mayor facilidad, dado que entonces no se exigían pasaportes, ni visas ni permisos de trabajo. Empero, la importancia cualitativa de las migraciones actuales no obedece tanto a su número y a su movilidad, como a su dirección y conectividad. Las migraciones del XIX estaban constituidas por millones de personas que se distribuían por varios continentes. Era una especie de diáspora que, como se encaminaba en distintas direcciones, debilitaba los lazos entre los migrantes, entre éstos y los lugares de origen, y sus roles se manifestaban fragmentariamente en los lugares hasta que se diluían dentro de la nación de acogida (Gungwu, 1993). Las migraciones actuales son de otra naturaleza: estas corrientes humanas provienen de todos los confines del mundo, para concentrarse en las grandes ciudades globales, lo que entraña varias consecuencias: de una parte, que su visibilidad sea mucho mayor y, de la otra, que entren en contacto con los locales, pero también con otros grupos de migrantes. Además, la concentración en importantes urbes los ha convertido en actores políticos estratégicos, dado que, para materializar sus demandas, deben acudir a consignas y referentes supranacionales y cosmopolitas en los principales nodos de la globalidad. Otra disimilitud que se presenta entre estas dos corrientes consiste en que mientras el migrante de finales del XIX se desconectaba del lugar de origen y sólo el envío de fotografías y cartas le permitía mantener un contacto episódico e imaginario (Kroes, 2002), el actual, gracias a los modernos medios de comunicación y transporte, nunca se desvincula de su localidad. Es en este plano que adquieren mucha vigencia las palabras de José Subirats, cuando precisa que los teóricos de la democracia cosmopolita tienen razón al señalar la creciente multiplicidad de conexiones que existen entre las personas, y que embrionariamente permitirían hablar de sociedad civil transnacional, generando identidades múltiples y compartidas en un mismo individuo o colectividad. Pero también es cierto que se necesita complementar la tradición liberal e individual de derechos con otros aspectos que expliquen los lazos que siguen uniendo y vinculando ciertos individuos con otros, a partir de elementos (no siempre coincidentes) como la lengua, la tradición compartida, un territorio común, la religión, o la voluntad repetidamente mani- De la globalización a la historia global 89 festada de pertenencia. “No tiene por qué ser una situación estática, ni resistente a la modernización o a la contaminación cosmopolita como a veces se argumenta. Esas ideas, valores y sentimientos compartidos, varían y se modifican, generando mixturas y ensamblajes muy variados, pero no por ello forzosamente disolventes. En muchos casos, como argumentó Manuel Castells, sólo desde esa identidad percibida y sentida toma significado el cambio global” (José Subirats, “Cosmopolitismo insuficiente, nacionalismo obsoleto”, El País, 26 de junio de 2005). Por último, también se observa una dinámica complementaria, la cual consiste en que “los migrantes del siglo XXI, a diferencia de sus ancestros en los dos siglos anteriores, no están obligados a resignar los lazos con sus países de origen, ya sea a nivel jurídico, político o económico. Con la liberalización de los conceptos de ciudadanía en los países receptores debido al auge del multiculturalismo, las personas inmigrantes están ingresando a sociedades en las que las presiones para naturalizarse o para ser como los nativos están muy debilitadas” (Benhabib, 2006: 293). Además de los factores de transformación que acabamos de reseñar, también intervienen los elementos de trascendencia, entre los cuales encontramos la realización de lo “internacional” en los variados intersticios espaciotemporales globales. En términos de trascendencia, esta interpretación de la globalización le asigna un nuevo contenido al adjetivo global, revolucionando todas las perspectivas anteriores. Lo “global” no alude a una forma de planetarización, sea bajo la fórmula de la internacionalización, la interdependencia o la transnacionalización; presupone asumir lo global como una dinámica interna al planeta, y lo local, como una hibridación de las corrientes globales. Si el mundo está ingresando en una nueva modernidad, esta modernidadmundo, las relaciones internacionales dejan de representar vínculos entre partes, para pasar a escenificar unas nacientes y globalizadas relaciones internas mundiales. Esta tesis es sugestiva en su misma fundamentación porque cuando se asume el mundo como un todo, el entendimiento del sentido de cambio de época exhorta al desarrollo de una perspectiva analítica nueva que permita captar las articulaciones que tienen lugar en el interior de esta globalidad mundial. Ello no significa que las naciones, regiones y localidades desaparezcan, o pierdan su relevancia, sino que se sincronizan barrocamente, con diferentes ritmos e intensidades, en torno a un cúmulo de patrones globales. A partir de estos presupuestos, esta perspectiva introduce varios elementos de novedad con respecto a las tres tesis antes citadas. En primer lugar, asume que uno de los rasgos del mundo actual consiste en la compresión del espacio por el tiempo, pero no pretende identificar esta transformación con una práctica que 90 Hugo Fazio Vengoa se ciñe y deriva únicamente de la experiencia de Occidente. Es decir, sin entrar a cuestionar o negar las asimetrías que se presentan entre las distintas regiones del planeta, con el advenimiento de esta “modernidad-mundo”, Occidente ha perdido no sólo el monopolio en la producción de sentido, sino que las naciones desarrolladas dejaron de marcar el rumbo a los países menos desarrollados. Para entender mejor este punto debemos recordar una de las ideas centrales de la tercera tesis antes comentada y, sobre todo, la importancia del imaginario social, el cual alude a la manera como los distintos colectivos representan su existencia social, su relación con el otro, el contenido de sus expectativas, así como las imágenes que comportan los presupuestos de deseabilidad que proyectan. “La modernidad occidental —escribe el filósofo Charles Taylor— resulta inseparable de cierto tipo de imaginario social, y las diferencias que existen entre las múltiples modernidades actuales deben ser comprendidas en términos de los diferentes imaginarios sociales implicados” (Taylor, 2006: 13). Esta tesis, bastante radical de por sí, puede ser llevada todavía a un punto más extremo, y no es desventurado sostener que, a diferencia de la modernidad clásica, el mundo desarrollado dejó de indicarles el camino a los países en desarrollo, pues, en un mundo globalizado, existen numerosas trochas para comprimir en el tiempo el mentado desarrollo. Pero también se puede sostener que son estos últimos, los que en varios aspectos, les muestran a los primeros la imagen de su propio futuro (Beck, 2002a: 5). Aquellas situaciones que antes se interpretaban como consecuencia del atraso, en estas nuevas coordenadas pueden comenzar a interpretarse como una fortaleza. Una condición de existencia paradigmática de América Latina ha consistido en que la tradición y la modernidad han convivido en términos incluyentes (García Canclini, 1990), facilitando la adaptación a un mundo globalizado. Como señala Hannerz, “los europeos occidentales y los norteamericanos pueden encapsularse culturalmente y continuar siendo básicamente metropolitanos locales en vez de convertirse en cosmopolitas […] Para los que no son europeos occidentales o norteamericanos, o para los que no viven la vida cotidiana en algún enclave de la cultura occidental, es más probable que la vivencia de una cultura transnacional sea en sí misma una experiencia cultural diferente” (Hannerz, 1998: 174). En efecto, el cosmopolitismo en la modernidad-mundo no se construye exclusivamente a partir de la experiencia del mundo desarrollado, sino del carácter inclusivo que se experimenta con la participación de las naciones antes definidas como periféricas. En segundo lugar, dos de las tres tesis anteriores tienen implícitamente en cuenta la idea de que con la intensificación de la globalización se estaría asistiendo De la globalización a la historia global 91 a un desbordamiento de las naciones, y en su entrecruzamiento tendría lugar la constitución de un mundo global. La globalización asumiría una direccionalidad, hacia la cual todas las naciones, inexorablemente, estarían avanzando. Es decir, estas concepciones reproducen el mismo defecto de todas las tesis funcionalistas que arrancan de la analogía interna, que, al transferir mediante una especie de spill over (desbordamiento) al plano externo los elementos propios de funcionamiento de las sociedades, desconocen las especificidades de lo “externo” o, mejor dicho, de lo global. Pasan por alto el hecho de que la globalización ha tenido ritmos y alcances diferenciados. Entender la globalización como transformación histórica sugiere que, a medida que este proceso se ha consolidado, la globalización se ha “autonomizado” de determinados campos y actores y ha comenzado a “gobernarse” por dinámicas externas a ella (v. gr., los desarrollos tecnológicos), pero también por procedimientos que a veces ella misma constituye (compresión del tiempo, anulación de las distancias, etcétera). Precisamente en ello radica la dificultad para comprender la globalización, porque es una indeterminada realidad mundial que no se encuentra sujeta a ningún tipo de determinismo, ni causalidades ni de leyes; es, como sosteníamos antes, un proceso “causado y causante”. En tercer lugar, suponer que la globalización ha entrañado en nuestro presente una transformación histórica obliga a modificar las aproximaciones usuales que han gobernado las ciencias sociales. La mayor parte de las lecturas de la globalización que antes hemos comentado no convergen en un punto el cual pueda ser identificado como el núcleo de este proceso. Las miradas se diseminan por fenómenos particulares, y no siempre se corresponden los unos con los otros. Por esta razón, consideramos que trabajar sobre el tema de la globalización lleva a emprender una renovación de la perspectiva que, reconociendo debidamente el carácter diferenciado que tiene cada uno de estos campos, proporcione una representación que permita captar la multidimensionalidad del fenómeno. Y es en este punto que las perspectivas antes señaladas se quedan a medio camino; terminan reduciendo el problema a un aspecto singular, cuando su naturaleza sólo se puede aprehender en términos igualmente globales. En ello precisamente radica el reconocimiento de aquellos pensadores que en su momento lograron escapar de la problemática disciplinar para abogar por una lectura de los procesos, situaciones y eventos en su misma globalidad. Es, en particular, a partir de esta perspectiva, que hemos definido como transformación histórica, que se puede comprender de manera más cabal la forma como la globalización se ha convertido en un componente central de los estudios internacionales. Es indudable que hasta hace poco el concepto “relaciones internacionales” era una noción lo suficientemente abarcadora como para explicar 92 Hugo Fazio Vengoa la casi totalidad de situaciones que tenían lugar en el campo de lo “externo”. Sin embargo, en la actualidad, no sólo los Estados perdieron parte del monopolio de la actuación en el plano exterior; también se ha asistido a una profunda transformación en aquella frontera sobre la que se asienta toda la lógica discursiva sobre lo internacional: lo “interno”, en contraposición a lo “externo”. No es cierto que la dicotomía interno/externo esté desapareciendo. El problema es que dejó de detentar la centralidad que antes tuviera. Lo internacional ya no se realiza únicamente a partir de esta frontera, sino que debe incorporar dialécticamente estas dos vibraciones (lo nacional y lo internacional), no como polos opuestos, sino como entrelazamientos compenetrados, que, en su contradicción, producen nuevas síntesis. Algunos eventos históricos comienzan a avalar esta perspectiva. En los países europeos, los asuntos comunitarios dejaron de ser asuntos externos para asumirse como internos, lo cual ha supuesto el fin del monopolio que en este campo le correspondía al gobierno central (Fazio, 2006). La toma de conciencia de esta nueva realidad es lo que nos ha llevado a sostener (Fazio, 2004) que las transformaciones que tienen lugar en el campo de las relaciones internacionales sugieren que ya es hora de sustituir aquellas perspectivas que concebía el mundo pasado y/o presente a partir de un idealizado o normativo sistema westfaliano por una representación más abarcadora, rica y compleja, como puede ser la de una formación social globalizada, la cual, además de poner en evidencia las articulaciones históricas de los espacios nacionales con lugares distantes, alude a la realización de lo “nacional/internacional” como una dimensión espacial transnacional y globalizada. El concepto de formación social globalizada comporta además otra particularidad: en su representación planetaria destaca las complejas interpenetraciones de las partes, no como fragmentos (v. gr., naciones), sino como segmentos que se compenetran. También designa que lo “nacional”, lo “regional” o lo “local” constituyen realidades localizadas, pero cuyos nodos se encuentran deslocalizados, porque constituyen segmentos de una totalidad abarcadora. En una formación social globalizada, el todo complejiza la totalidad de las partes, porque los intersticios y redes que compenetran los distintos segmentos también constituyen formas de realización de lo global. Si en el mundo se reafirman la diferencia y la diversidad, toda región o nación del planeta está en condiciones de convertirse en una caja de resonancia de asuntos extrarregionales o extranacionales. Ha sido muy evidente en Europa occidental que los conflictos del Asia occidental, para no utilizar el occidentalista término de Medio Oriente, se han convertido, a su manera, en conflictos intraeuropeos. Las posiciones que asumen los gobiernos europeos frente a esta región agitan a las grandes comunidades de migrantes provenientes del mundo musulmán, poniendo De la globalización a la historia global 93 incluso en peligro las variadas fórmulas de multiculturalismo que imperan en el Viejo Continente (Roy, 2004). En una formación social globalizada, el poder ya no reside ni en los lugares de donde emana ni en los cuales se ejerce de modo inmediato, situación que se explica por el hecho de que el poder ha abandonado en buena parte su condición territorializada, se encuentra diseminado por la totalidad de intersticios que comunican y compenetran los distintos segmentos y asume una representación más soft, pero no por ello menos efectiva. Sólo así se entiende que el territorio haya dejado de ser una condición suficiente para la realización del poder. Por eso hemos sostenido que no hay nada más contradictorio con el mundo globalizado que la persistencia de las potencias. Es, por tanto, entendiendo la globalización como una transformación histórica —dinámica que ha puesto los cimientos de una nueva era, donde las relaciones internacionales deben comenzar a decodificarse como una formación social global— como podemos entender la conversión del mundo en una categoría histórica. Esta última perspectiva es, a nuestro modo de ver, la que mejor permite dar cuenta de la radicalidad de los cambios que ha registrado la historia en nuestro presente. Sin entrar a discutir si nos encontramos frente a una modernidad radicalizada, una segunda modernidad, o una modernidad-mundo, consideramos que el sello distintivo de nuestra época es el advenimiento de una historia global, como representación de un tiempo global y de una naciente sociedad global (Fazio, 2006). De la globalización a la historia global: boceto de una propuesta De las cuatro interpretaciones que acabamos de presentar, las importantes innovaciones y sutilezas que introducen en el análisis, las cuales constituyen una significativa contribución para un mejor conocimiento del mundo contemporáneo, así como las ilaciones que hemos realizado de todas estas tesis, se puede colegir que la globalización es un excelente punto de partida para reproblematizar los principales temas de nuestra contemporaneidad, sean estos planetarios, continentales, regionales, nacionales y locales, o económicos, sociales, políticos, etcétera, y para reinterpretar muchos de los supuestos habituales que siguen gravitando sobre el pasado lejano y cercano. Se puede, por tanto, sostener que, no obstante su polisemia y el debate que seguirán suscitando las controversias sobre su naturaleza, la globalización ha dejado de ser un término para convertirse en un concepto de la teoría social, en tanto que es una categoría que ha comenzado a incluir un sentido más o menos 94 Hugo Fazio Vengoa preciso, se han identificado los elementos y las situaciones que la ponen en movimiento, es posible su utilización en investigaciones empíricas y es una noción que comporta un nivel de abstracción que permite ser generalizado en las distintas experiencias históricas (Therborn, 2000: 154). Que se le incluya dentro del campo de las categorías sociales, ello no significa que la globalización represente una nueva teoría explicativa del mundo y menos aún que pueda ser un novedoso metarrelato con pretensión holística, como si su utilización fuera posible frente a todos los problemas y en los más variados campos. Si a veces arrastra ciertos ecos de un gran relato, ello obedece a que en nuestro presente se ha convertido en una categoría descriptiva para aludir a determinados tipos de situaciones, representa el contexto histórico en medio del cual se desenvuelve el mundo en la etapa contemporánea, y también se le asemeja a una actividad práctica, por ejemplo, cuando se registra como un referente de deseabilidad para la formulación de las políticas de desarrollo. No obstante sus bondades y los aportes que ha simbolizado para volver a problematizar desde un nuevo ángulo la política global, opinamos que un enfoque que se limite a discurrir en términos de la globalización se queda corto, y no resulta del todo adecuado, cuando se le quiere convertir en un punto de llegada. Es decir, la globalización ha tenido el importante mérito de haberse convertido en un importante vector a partir del cual se han podido visualizar desde otros ángulos, y en toda su polivalencia, los principales problemas del mundo contemporáneo. Pero suponer que la globalización puede explicar la condición de ser de la contemporaneidad constituye un craso error, porque, a diferencia de lo que fue la modernidad, no se le puede atribuir ninguna direccionalidad, porque es un fenómeno que esconde tanto como descubre y porque reduce el espectro de problemas sólo a los que se pueden enunciar y explicar en sus mismos términos. Es decir, el problema que representa la globalización cuando se le quiere convertir en una finalidad en sí consiste en que fácilmente se corre el riesgo de quedar atrapado en un enfoque autorreferencial, pues sólo concibe y explica lo que se desarrolla dentro de sus fronteras, en el interior de sus cadencias temporales y/o alcances. Todo aquello que no se ajusta a su dinámica termina siendo minusvalorado, desdeñado, o simplemente se decodifica, desconociendo sus propias particularidades. Por este convencimiento al que después de un largo recorrido hemos llegado, somos de la opinión de que para hacer inteligible el mundo actual se debe optar por un enfoque distinto, el cual toma como fundamento la globalización, las reflexiones a que ha dado lugar y las dinámicas que comporta, pero desde un observatorio distinto, perspectiva que hemos definido como una historia global De la globalización a la historia global 95 (Fazio, 2006). Esta historia es consustancial sólo a nuestro presente porque recaba su existencia en la intensificación que ha experimentado la globalización, situación que ha dado lugar a que el mundo en sí se haya convertido por primera vez en un posible objeto de investigación histórica (Giovagnoli, 2005: 240). Por esta razón, sostenemos que la historia global no ha tenido existencia en épocas pasadas; es una historia que sólo corresponde a nuestro presente. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de esta historia? Conviene precisar que representa algo muy distinto a las legendarias historias universales y mundiales, puesto que la primera fue simplemente una agregación de partes sueltas, presuntamente articuladas en torno a un núcleo, mientras que la otra se ha pensado como un sistema o una macroestructura. La global, por el contrario, carece de un elemento unitario que la sustancie. Por historia global debe entenderse la sincronización y el encadenamiento que registran las disímiles trayectorias históricas, las cuales entran en sincronicidad, resonancia y retroalimentación. Con esta definición se quieren señalar varias cosas: primero, ningún país, localidad o región del planeta puede seguir siendo pensado como una categoría analítica aislada, puesto que todos ellos han pasado a ser parte de una totalidad mayor de la cual constituyen segmentos o intervalos. Fundamentamos esta aseveración en el siguiente hecho: un importante cambio que experimenta el mundo actual consiste en que las fronteras se han vuelto móviles, cambiantes, y en que los distintos fenómenos de naturaleza global permanentemente están reacomodando sus confines y, en ese sentido, crean unos contornos que atraviesan las anteriormente todopoderosas espacialidades autorreferenciales. Esto significa que la unidad básica del mundo de hoy ya no son las partes, v. gr., las naciones, razón por la cual las dinámicas en el mundo no pueden seguirse pensando como relaciones entre naciones, sino como una política (economía, cultura, etcétera) interior mundial o unas relaciones globales internas. Tuvimos ocasión de discutir este tema en referencia a América Latina cuando sosteníamos que en nuestro presente esta región se ha convertido en un “objeto espacial no identificado” (Fazio, 2003). Una tesis análoga han desarrollado últimamente Beck y Grande (2006) cuando aseveran que Europa tampoco existe, que lo único que existe es la europeización, entendida como un proceso institucionalizado de permanente transformación. Otra particularidad de la historia global consiste en un tenso desdoblamiento de las dinámicas contemporáneas: se fortalece el entrelazamiento de la diacronía de los entramados históricos particulares con la sincronía de la contemporaneidad globalizada. Sobre el particular, hace algunos años Geyer y Bright sostenían: En una época de integración global, las recientes oleadas de racismo, nacionalismo, fundamentalismo y comunismo expresan más bien la irreductibilidad última de lo “local”. 96 Hugo Fazio Vengoa Ésta es la clave, la historia universal [léase global, H. F.] en la época de la globalización, pues el avance de la integración global y las luchas entre débiles y poderosos a las que aquélla ha dado lugar han desatado la lucha por el reconocimiento y la identidad, o la soberanía […], así como la aspiración a la autonomía, y de ese modo han vuelto a conferir importancia a la diferencia frente a la integración, de manera que en el mismo momento en que el mundo se ha hecho uno, no ha dejado de fragmentarse. (Geyer y Bright, 1995: 104) En la historia global se asiste, por tanto, a una intensa concordancia y a un fuerte entrecruzamiento de un sinnúmero de temporalidades relativas, fenómeno que obviamente pluraliza el sentido último del mundo y en ningún caso lo singulariza y homogeneiza. Es una historia que carece, conceptual y empíricamente, de una dirección de la flecha del tiempo, y la causalidad lineal se desvanece, ya que su entramado sólo se puede realizar bajo la fórmula de la sincronicidad, la resonancia y los encadenamientos. Esta situación obedece a que en una historia global se amplifica la aleatoriedad de las situaciones, motivo por el cual las crisis o las convulsiones planetarias se instalan desde un inicio en todas partes, de donde siguen repartiendo sus influencias, de manera directa o indirecta, y, además, con distintos grados de intensidad, por todas las latitudes. La historia global es un escenario distante de las situaciones de equilibrio, pues carece de regularidades, y en el que todo fenómeno, por localizado y particular que sea, se torna más activo. Otra impronta de este tipo de historia consiste en que es un escenario en el cual se transforman permanentemente las trayectorias de las sociedades, sin que languidezcan ni desaparezcan sus propias historias. Más bien ocurre lo contrario. Al ser un resultado de la intensificación de la globalización, este nuevo entramado desnuda la intimidad de las distintas sociedades, exterioriza sus fortalezas y debilidades, exacerba la competición y redimensiona las particularidades de sus trayectorias históricas. Esta sincronización, propia de la historia global, rehabilita la dimensión diacrónica en la que se han forjado los diferentes colectivos. Por eso nada hay más lejano a la globalización y a la historia global que la homogeneidad y la uniformidad. Como señalamos con anterioridad, en sí, la globalización y, de suyo, la historia global existen porque subsisten múltiples espacialidades y temporalidades, algunas de ellas construidas por las mismas tendencias globalizadoras, que acentúan las diferencias, las oposiciones y las inclusiones. Ambas actúan como elementos diferenciadores de los espacios nacionales y subnacionales, de acuerdo con el grosor y las formas de articulación que cada uno de ellos tenga con relación a los circuitos globalizados. La historia global constituye también una narrativa que rescata y reposiciona a los actores y a aquellas situaciones que, por circunstancias de poder y de direccionalidad, han permanecido en la sombra, y en ese sentido, alude a algo De la globalización a la historia global 97 más abarcador que la linealidad de la modernidad occidental. A diferencia de las historias universal y mundial, la historia global es más contemporánea y menos europea. “El conocimiento de la simultaneidad entre eventos que se verifican en lugares muy lejanos ha contribuido a difundir la sensación de vivir todos dentro de un mismo espacio: el espacio del mundo. Gradualmente, la distinción entre la contemporaneidad cronológica y la contemporaneidad histórica, entre desarrollo de Europa y atraso de los otros continentes, basada en la centralidad europea en la historia de la civilización, se ha tornado insostenible” (Giovagnoli, 2005: 47). Ésta es una historia que, por tanto, ha perdido su centro unificador y en la que ya ningún país o actor se encuentra en condiciones de cumplir el papel que desempeñó Europa en la anterior historia universal. Como producto de esto, otro cambio que comporta esta historia global consiste en el abandono del viejo universalismo; todo referente análogo sólo puede pensarse en términos de cosmopolitismo. La integración de los distintos colectivos en torno a una unidad —la historia global— debe llevar a pensar las distintas experiencias sociales no como cosas dadas, sino como un proceso cosmopolita de diálogo intercultural, como la concreción de un paisaje global, escenario que produce inéditas modulaciones a partir de las contradicciones y de la diversidad. “Personas como los cosmopolitas desempeñan un papel específico a la hora de lograr cierto grado de coherencia; si sólo existieran las personas locales, la cultura mundial no sería más que la suma de sus partes” (Hannerz, 1998: 179). Es decir, es una historia cosmopolita y no universalista porque no apunta a la concreción de una unidad sistémica ni se fundamenta en un único patrón común. Es plástica, y su plasticidad obedece a la manera como se conjuguen los elementos diacrónicos con los sincrónicos en experiencias particulares, y las propiamente globales. Finalmente, es una historia que, como campo del conocimiento, se encuentra en proceso de construcción, pues requiere la edificación de un nuevo mapa cognitivo, el cual debe abogar por una globalización de los contenidos, a través de la determinación de unos puntos referenciales de contacto a partir de lo cual se debe recabar en la manera como los diferentes colectivos vivieron, personificaron y se representan esos respectivos acontecimientos y situaciones. En síntesis, así como la globalización no constituye una teoría, la historia global tampoco representa una teoría de la globalidad. Al igual que la anterior, se le debe entender más bien como una matriz, pero no como un sistema, en el sentido que sus diferentes flujos y movimientos no constituyen un todo rígido. Es una historia que se realiza y representa barrocamente, ya que integra la existencia de una pluralidad de temporalidades, con diferentes ritmos e intensidades, resalta los encadenamientos, que simbolizan la convergencia de disímiles trayectorias de modernidad y que, como producto de los entrelazamientos, rompen con la 98 Hugo Fazio Vengoa secuencialidad de las causas y los efectos; destaca la sincronización, a través de la cual se articula la diacronía (los disímiles itinerarios históricos) con la sincronía (la convergencia de experiencias que producen nuevas síntesis); por último, se realiza en las resonancias, es decir, en las réplicas, cuyas ondas penetran y transforman las viejas fronteras entre los distintos ámbitos sociales y entre los diferentes colectivos humanos. En suma, la historia global es una nueva cartografía topológica de un mundo que se globaliza. La digresión teórica que hasta aquí hemos realizado constituye, a nuestro modo de ver, una adecuada perspectiva a partir de la cual se puede analizar e interpretar el mundo actual. Seguramente se le podrá criticar el hecho de que se queda en un alto nivel de abstracción y que, como además está abocada a compendiar el sentido de la globalidad, puede pecar de exceso de generalidad. Con el propósito de aterrizar estas reflexiones en un ámbito concreto, el último apartado de este libro estará dedicado al tema sobre cómo se puede acometer un estudio del desarrollo, y constituye un intento por aplicar los presupuestos teóricos anteriormente elaborados en torno a la globalización y a la historia global. 3. Desarrollo, globalización e historia global: una articulación imprescindible A finales de la década de los ochenta, en concordancia con el remezón sistémico que produjo la caída del Muro de Berlín, los estudios sobre el desarrollo entraron en barrena; comenzaron a experimentar grandes dificultades para seguirse definiendo como un campo del conocimiento y muchas de sus propuestas empezaron a quedar en el vacío o simplemente dejaron de ser tenidas en cuenta. Esta situación, en parte, obedeció a la fragilidad de muchos de sus referentes y a la cada vez más complicada puesta en marcha de sus propuestas. Pero en ello también intervino un conjunto de situaciones que alteraron la atmósfera y el escenario en el que se debatía el desarrollo. Algunas respondían a las confusiones que sembraron en este campo las nuevas tendencias intelectuales, entre las cuales conviene destacar la crítica —desde posiciones posmodernistas, posmarxistas y posestructuralistas— y sus posiciones de desafío a las grandes construcciones teóricas que conformaban el núcleo central del pensamiento sobre el desarrollo. En esta pérdida de cohesión también incidió la reorientación experimentada por buena parte de esta literatura para encontrar explicaciones y respuestas a graves problemas puntuales que sufrían en ese entonces las naciones en desarrollo, como la deuda externa, la pobreza, el impacto medioambiental, etcétera. En este impasse en que entraron los estudios del desarrollo también participaron algunas grandes transformaciones que estaban sacudiendo al mundo en desarrollo, sobre todo el éxito alcanzado por varios países del Asia-Pacífico, situación que produjo un doble impacto: de una parte, llevó a que se privilegiaran los estudios de área, por zonas geográficas, y a que se procediera a acometer comparaciones entre las cada vez más disímiles trayectorias de desarrollo entre países de las distintas regiones y, de la otra, rompió el consenso antes existente en torno al “Tercer Mundo” como escenario global para el desarrollo. Un impacto en ningún caso menor le correspondió a la severidad de las políticas de ajuste, aplicadas en Asia, África y América Latina en las décadas de los ochenta e inicios de los noventa, condicionalidades que se tradujeron 100 Hugo Fazio Vengoa en una progresiva economización y mercantilización de los temas conexos al desarrollo. Por último, intervino el estruendoso fracaso del socialismo real en Europa, principal sistema conocido alternativo al capitalismo, que pareció demostrar la inviabilidad de los esquemas diferentes del imperante en el entonces llamado Primer Mundo, sobre todo porque los resultados de este experimento social no terminaron siendo otra cosa que una mala copia de la modernización occidental. Sobre el particular, conviene recordar que la Revolución Rusa de 1917 se había propuesto la tarea de crear un modelo de sociedad distinto al de la modernidad clásica, en tanto que rechazaba el individualismo, el liberalismo económico y la propiedad privada de los medios de producción (Fazio, 2005). Setenta años después, el fracaso de este modelo demostró que, no obstante las diferencias discursivas e ideológicas con la contraparte, el socialismo se inscribía dentro del mismo guión de desarrollo del capitalismo y, a la postre, resultó no ser otra cosa que una variante de la modernidad occidental, ya que también recababa su existencia en la industrialización, la urbanización, la proletarización de vastos sectores de la población, la exacerbación del racionalismo, el culto a la máquina y a la técnica, el endiosamiento de la ciencia, la fe en el progreso y la depredación de la naturaleza (Latouche, 2005: 62-63). Si bien es innegable el importante papel desempeñado por este conjunto de situaciones en el desgaste experimentado por los estudios sobre el desarrollo, no es exagerado sostener que nada sacudió tanto sus cimientos epistemológicos y normativos como la intensificación de la globalización, proceso que registró una fuerte aceleración precisamente a partir de los años ochenta. Desde un punto de vista general, se puede decir que desde dos ángulos la globalización estremeció las propuestas y el pensamiento sobre el desarrollo. De una parte, porque las diferentes posturas académicas, intelectuales y políticas que se han asumido frente a la globalización comportan, en su esencia misma, una concepción sobre el desarrollo. El choque de trenes entre las distintas lecturas sobre la globalización no es otra cosa que una colisión en torno a distintas concepciones sobre el desarrollo, posible y/o anhelado. La naturaleza contradictoria de la globalización —escribe James Mittelman— ofrece grandes beneficios, como el incremento de la productividad, los avances tecnológicos, mejores nivel de vida, más empleos, mayor acceso a los productos de consumo a menor costo, diseminación de la información y del conocimiento, disminución de la pobreza en algunas partes del mundo y liberación de jerarquías sociales en muchos países. Empero, hay un precio a pagar por integrarse a este marco global y adoptar sus prácticas. La aceptación expresa o tácita de estar dentro de la globalización implica menguar o, en algunos casos, negar la parte de control político que ejercen los que la misma abarca, especialmente en las zonas menos poderosas y más pobres de la economía política global. Asimismo, la penetración Desarrollo, globalización e historia global 101 de los mercados mundiales y la polarización progresiva mundial erosionan las tradiciones culturales, dando origen a nuevas formas híbridas. (Mittelman, 2002: 17) De la otra, porque la globalización “desnacionalizó” el problema del desarrollo, lo cual ha llevado a muchos autores a sostener que la globalización y el desarrollo son completamente antitéticos y que resulta imposible imaginar que pueda pensarse en un desarrollo posible en un escenario de intensa globalización (Scholte, 2000: 28). Este tipo de supuestos se fundamenta en el hecho de que toda la experiencia histórica reciente parece demostrar la impracticabilidad e inviabilidad de las tentativas de desarrollo autocentrado. La excepción que confirma la regla la representa Corea del Norte, traumática experiencia que en nada se parece a una sensata, viable o anhelable tentativa de desarrollo. Esta situación ha sido también reconocida incluso en países donde aún se persevera en la conservación de los sistemas socialistas. Así, por ejemplo, en pleno “Período Especial”, un par de analistas cubanos realizaban el siguiente balance sobre la aplicabilidad de los instrumentos del mercado en la Isla, que comprobaba la frustración que se sentía para conservar un modelo autónomo: “Ello implica que el país se vea obligado a asumir riesgos y a introducir determinadas prácticas que lo aproximen a las existentes a escala mundial. De este modo, la conveniencia de la utilización de los mecanismos de mercado no debe interpretarse como un simple imperativo de la actual coyuntura, sino que el mercado tendrá que convertirse en un componente básico del mecanismo de regulación económica” (Villanueva y Marquetti, 1995: 51). En suma, se puede concluir que la intensificación de estas tendencias ha creado un nuevo ambiente en el cual el desarrollo ha quedado incluido dentro de las dinámicas mismas de la globalización (Shaw, 2001). Dada la contundencia del impacto que ha tenido la globalización sobre el desarrollo, varias preguntas se agolpan inmediatamente en la mente. ¿Cómo ha incidido la globalización en el desarrollo y por qué la centralidad que el saber académico le ha otorgado a la globalización ha distorsionado la valoración misma del desarrollo? ¿Puede volver a pensarse el desarrollo en un contexto de globalización o, más bien, en lugar de países en vías de desarrollo deberíamos acuñar el término de países en vías de globalización? Por último, ¿cómo se pueden rearticular propuestas de desarrollo en un escenario tan complejo como el que se vive en los inicios de este siglo XXI? No es fácil responder a estas preguntas. Sin embargo, el desencanto con el presente y la impotencia que se experimenta luego de varios lustros de aplicación de las recetas del Consenso de Washington confirman la importancia que tiene tratar de responder imaginativamente a estas preguntas. Edgar Morin, al respecto, brinda una interesante perspectiva para reflexionar sobre este problema, cuando hace unos años sostenía la tesis de que el desarrollo siempre comporta una base técnica y económica, mensurable por los indicadores de crecimiento e ingreso. 102 Hugo Fazio Vengoa De allí se infiere, de manera implícita, que el desarrollo tecnoeconómico es la locomotora que ocasiona una prolongación del “desarrollo humano” y que el modelo a realizar es el de los países desarrollados, o mejor dicho, occidentales. Esta concepción presume que el estado actual de las sociedades occidentales constituye el objetivo y la finalidad de la historia humana. El “desarrollo durable” no hace más que temperar el desarrollo al poner en consideración el contexto ecológico, pero sin poner en duda sus principios; en el “desarrollo humano” el término humano se encuentra vaciado de toda su sustancia, salvo cuando remite al modelo humano occidental, que por cierto comporta algunos rasgos positivos, pero también otros negativos. De esta manera, de acuerdo con el académico francés, el desarrollo, noción aparentemente universal, constituye un mito típico del sociocentrismo occidental, un motor de la occidentalización acelerada, un instrumento de la colonización de los “subdesarrollados” (el Sur) por el Norte. El desarrollo, tal como ha sido concebido, ignora todo aquello que no es calculable ni mensurable: la vida, el sufrimiento, la alegría, el amor, y su única medida de satisfacción se encuentra representada por el crecimiento (de la producción, de la productividad, de los ingresos monetarios). Cuando se le define únicamente en términos cuantitativos, se ignoran las calidades, las cualidades de la existencia, de la solidaridad, del medio ambiente, de la vida. Además, recuerda que el Producto Interno Bruto cuenta como positivas todas las actividades que producen flujos monetarios, incluidas las catástrofes, e ignora todas las actividades benéficas gratuitas. Su racionalidad cuantificadora es, por tanto, irracional. El desarrollo, tal como ha sido concebido, ignora que el crecimiento técnico económico produce subdesarrollo moral y físico y que la hiperespecialización generalizada, las compartimentaciones en todos los campos, el hiperindividualismo, el espíritu de lucro, entrañan la pérdida de las solidaridades (Edgar Morin, “Une mondialisation plurielle”, Le Monde, 26 de marzo de 2002). Si bien se puede compartir el espíritu de la crítica de Morin, su propuesta no rompe el nudo gordiano que inhibe las posibilidades de desarrollo. La dificultad tampoco estriba en precisar el sentido de los viejos y de los nuevos conceptos. El problema de fondo consiste en que la perspectiva que se utilice se convierte, por regla general, en la guía orientadora argumentativa que incluye de antemano sus posibles respuestas. Así, por ejemplo, el procedimiento más usual ha consistido en mostrar los cambios que en el mundo ha entrañado la globalización para, a partir de esas coordenadas, inferir el impacto que esta dinámica ha generado en el desarrollo (CEPAL, 2002). Un recurso tal, a nuestro modo de ver, adolece de varias fallas. Primero, no especifica cuáles y en qué contexto ciertos factores han potenciado estas transfor- Desarrollo, globalización e historia global 103 maciones, a no ser los que se desprenden de la lógica argumentativa de la misma globalización, con lo cual se entra en un círculo vicioso imposible de romper. Como acertadamente escribe Justin Rosemberg, “en la estructura lógica de la argumentación, lo que al principio se explica como el explanandum —la globalización como el resultado de un proceso histórico— se transforma poco a poco en el explanans: es ahora la globalización la que explica el carácter cambiante del mundo moderno y lo que posibilita incluso ‘descubrimientos’ retrospectivos acerca de épocas pasadas en las que debe presumirse que no existía […] La globalización como proceso no puede explicarse mediante el recurso de invocar la globalización como un proceso tendiente a dicho resultado” (Rosemberg, 2004: 15). Segundo, cuando se emprende un análisis en términos de la misma globalización, ésta se convierte en un argumento autorreferencial del enfoque, lo que conduce a que se termine privilegiando o reconociendo como válidas sólo aquellas variables que se pueden explicar y que se inscriben dentro de sus mismos términos. Por último, pero no por ello menos importante, cuando se privilegia la variable de la globalización se debe reconocer que ésta comporta unas determinadas velocidades y cadencias de tiempo y se despliega dentro de ciertas espacialidades, lo cual invariablemente conduce a que se opte por unas aproximaciones —económica, social, política y cultural— que se ubican dentro de ese registro espaciotemporal (la celeridad, el cambio) y que se desestime todo aquello que se reproduce dentro de otros planos de tiempo y espacio (v. gr., el “atavismo” de lo local). Dadas las insuficiencias que representa este tipo de enfoques, consideramos necesario señalar de antemano la perspectiva que emplearemos en esta parte del análisis, la cual, para ser más preciso, y de acuerdo con lo que señalábamos anteriormente, se inscribe dentro de una perspectiva de historia global, pero que, en este caso particular, puede definirse como una economía política neobraudeliana. Nos inclinamos por una perspectiva de economía política, por la necesidad de articular argumentativamente las transformaciones económicas del período con las principales dinámicas políticas y sociales que en las últimas décadas han sacudido al mundo. Sólo desde este ángulo podemos crear un marco que otorgue inteligibilidad a la globalización y al desarrollo, así como a la correlación que necesariamente debe establecerse entre ambos. Una perspectiva tal se justifica además por otras dos razones que recuerda Saskia Sassen: de una parte, el análisis de la economía política de la globalización ofrece ciertas coordenadas que permiten entender “si la nueva política transnacional puede estar centrada en la nueva geografía económica transnacional”. De la otra, “la disección de las economías del lugar dentro de la economía global nos permite recuperar los 104 Hugo Fazio Vengoa componentes no cooperativos de la globalización económica e indagar acerca de la posibilidad de un nuevo tipo de política transnacional, una política perteneciente a aquellos que carecen de poder pero que ahora tienen “presencia” (Sassen, 2003: 17). Por último, podemos agregar que otra utilidad que representa un enfoque en términos de economía política consiste en que muestra la manera como se conjugan las complejas interrelaciones entre hábitos, prácticas políticas y formas culturales con los elementos propiamente económicos. Pero esta perspectiva de economía política debe inscribirse dentro de unos referentes neobraudelianos porque tres tesis de este historiador globalizado avant la lettre resultan de gran importancia para entender la interacción entre globalización y desarrollo. La primera consiste en que Braudel acometió su estudio sobre el capitalismo a partir de una distinción estructural y temporal entre tres estratos, el primero de los cuales está conformado por la vida material, es decir, aquel ámbito en donde se desenvuelven cotidianamente las actividades de las comunidades. “Esta vida material, tal como yo la entiendo, es lo que la humanidad ha incorporado profundamente a su propia vida a lo largo de su historia anterior, como si formara parte de las mismas entrañas de los hombres, para quienes estas intoxicaciones y experiencias de antaño se han convertido en necesidades cotidianas, en banalidades. Y nadie parece prestarles atención” (Braudel, 2002: 14-15). Más enfática es su tesis cuando reflexiona sobre la Revolución Industrial en Gran Bretaña: “En definitiva, todos los sectores de la economía inglesa respondieron a las exigencias de esta repentina aceleración de la producción: no hubo bloqueos ni averías. Entonces, ¿no habría que considerar a toda la economía nacional? Además, en Inglaterra la revolución del algodón no surgió del suelo, de la vida ordinaria. Los descubrimientos fueron hechos, normalmente, por artesanos. Los industriales son, con bastante frecuencia, de origen humilde. Los capitales invertidos, cuyo préstamo era fácil de obtener, fueron al principio de pequeño volumen. No fue la riqueza adquirida, no fue Londres ni su capitalismo mercantil y financiero lo que provocó la sorprendente mutación. Londres no asumirá el control de la industria hasta después de 1830. Observamos así perfectamente, con un amplio ejemplo, cómo la fuerza, la vida de la economía de mercado e incluso de la economía de base, de la pequeña industria innovadora y, en no menor grado del funcionamiento de la producción y los intercambios, son las que soportan sobre sus espaldas lo que pronto se llamará capitalismo industrial” (Braudel, 1997: 117-118). El segundo estrato consiste en la economía de mercado, o sea, aquella espacialidad en donde las diferentes comunidades entran en un proceso natural de intercambio entre sí. “Todo lo que queda fuera del mercado no tiene sino un valor de uso, mientras que todo lo que traspasa su estrecha puerta adquiere un valor de Desarrollo, globalización e historia global 105 intercambio”. Por último, el capitalismo, “el ejercicio del monopolio de hecho o de derecho, la manipulación de los precios”, el cual desde sus orígenes ha tenido una vocación global y que sólo a raíz de la Revolución Industrial entró a vincularse con la producción (Braudel, 1979, tomo 3: 441). “¿Los Fugger o los Welser acaso no eran firmas transnacionales?”, se preguntaba Braudel en su célebre libro antes citado. El reconocimiento de estos tres estratos de la economía representa una alta importancia analítica, pero que muchas veces ha sido olvidado en los estudios del desarrollo, porque indica que la vida material y la economía popular constituyen aquel sustrato donde se desenvuelve la reproducción de las condiciones de vida. En ese sentido, la vida material no constituye un ámbito opuesto a los sectores más móviles y modernos (mercado y capitalismo), sino un importante y necesario complemento, por no decir su principal fundamento. El desarrollo debe pensarse, por tanto, como una necesaria compenetración entre estos distintos niveles y no puede focalizarse exclusivamente en sólo uno de ellos, como ocurre por regla general cuando se diserta sobre la globalización económica. De la anterior premisa se derivan otras dos: de una parte, la larga duración braudeliana constituye un adecuado enfoque que permite incluir a los sectores tradicionalmente marginados, así como sus acciones y resistencias, en la historia, no sólo en calidad de periferia y objeto, sino también como sujetos participantes (Ferro, 2000). La larga duración, con su correspondiente dialéctica de las duraciones, seguramente como enseña Koselleck, no representa una circunstancia objetiva, sino que depende del observador y de las herramientas que utilice en el análisis (1993: 13); sin embargo, es una perspectiva que permite comprender a cabalidad las singularidades de las distintas trayectorias históricas y las formas en las cuales transcurren las resonancias entre las modernidades. Por ejemplo, el reconocimiento de la disimilitud de estratos de tiempo se ha convertido en un procedimiento importante para entender el papel preponderante que en algunas sociedades le ha correspondido al Estado en la organización de la sociedad, como, en efecto, ha ocurrido en Rusia. El tiempo, como enseñaba Braudel, es múltiple, se descompone en variadas duraciones, y cuando se acomete el estudio de la experiencia de un país, es tanto más plural porque alude a la coexistencia de una amplia gama de realidades temporales, las cuales en determinadas coyunturas se aceleran y en otras se ralentizan. Moshé Lewin reflexiona sobre este fenómeno en el caso ruso y concluye que, “a diferencia de aquellos períodos en los cuales el ritmo del cambio es lento, en los períodos de grandes crisis, los estratos sociales y los fenómenos pertenecientes a diferentes épocas chocan violentamente y no dejan, en la mayor de las confusiones, de modelar y remodelar los comportamientos políticos y las 106 Hugo Fazio Vengoa instituciones […] El papel del Estado en el desarrollo es un asunto crucial porque era una sociedad carente de cohesión entre las diferentes clases sociales, las cuales desde un punto de vista geográfico vivían en un mismo territorio, pero económica, social y culturalmente vivían en siglos diferentes” (Lewin, 2003: 345). Es la convivencia entre disímiles estratos de tiempos lo que explica la existencia de diferentes trayectorias de modernidad y, por ende, también de disímiles itinerarios de desarrollo. Siguiendo la argumentación de G. Therborn, se pueden distinguir cuatro rutas hacia la modernidad. La primera, propia de Europa occidental, se articuló en torno a una distinción entre fuerzas en favor y en contra de la modernidad, a favor del progreso o de las costumbres antiguas, a favor de la razón o a favor de la sabiduría de los antepasados y de los textos antiguos. En el Viejo Continente, ambas fuerzas fueron internas, endógenas, y “esto llevó al particular patrón europeo de revoluciones internas, de guerra civil y de elaborados ismos doctrinarios, que van desde el legitimismo y el absolutismo hasta el socialismo y el comunismo, vía el nacionalismo, el ultramontanismo y el liberalismo”. Otro camino fue el que caracterizó al continente americano y “en el que un papel tan importante les correspondió a las migraciones europeas”. En este caso, los que se oponían a la modernidad se encontraban sobre todo del otro lado del océano. Una tercera ruta hacia y a través de la modernidad fue la de la zona colonial, a la cual “la modernidad llegó desde fuera, literalmente a punta de cañón, mientras que la resistencia a la modernidad fue doméstica y aplastada”. Por último, había un grupo de países de modernización inducida externamente, desafiada y amenazada por las nuevas potencias imperiales de Europa y Estados Unidos, en los que parte de la élite gobernante importó rasgos de las amenazantes organizaciones políticas, para impedir el sometimiento colonial. Como señala Thernborn, las cuatro rutas son en realidad pasajes a la modernidad existentes históricamente, sintetizados en diferentes momentos cruciales: las revoluciones francesa e industrial, la independencia del continente americano, la típica doble experiencia colonial de la conquista de Bengala y la independencia de la India, y en cuarto lugar, la restauración Meiji japonesa. La singularidad de Rusia consistió en que, a partir de Pedro el Grande, el vasto imperio reprodujo elementos de la cuarta ruta, pero inscritos dentro de la primera (Therborn, 1999: 11-13). Para Braudel, los sures o periferias también participan en la construcción del mundo moderno. Como declaraba hace unos años Enrique Dussel: La modernidad es para muchos un fenómeno esencial o exclusivamente europeo. En estas conferencias, argumentaré que la modernidad es, de hecho, un fenómeno europeo, pero está constituido por una relación dialéctica con una alteridad no-europea que es su contenido último. La modernidad aparece cuando Europa se autoafirma como el “centro” de una historia mundial que ella inaugura; la “periferia” que circunda este centro es, en consecuencia, parte de su autodefinición. La oclusión de esta periferia (y del papel de Desarrollo, globalización e historia global 107 España y Portugal en la formación del sistema mundial moderno desde finales del siglo XV hasta mediados del siglo XVII) induce a los principales pensadores contemporáneos del “centro” a una falacia eurocéntrica con respecto a su comprensión de la modernidad. Si su comprensión de la genealogía de la modernidad es entonces parcial y local, sus intentos por elaborar una crítica o defensa de ella parecen igualmente unilaterales y, en parte, falsos. (Citado en Mignolo, 1996: 121) Sólo mediante esta inclusión de la “periferia” en la historia de la modernidad podemos entender la doble vía en la relación que entreteje Europa con el resto del mundo. Fue precisamente el “resto” el que ayudó a sufragar el desarrollo económico y tecnológico de Europa, al tiempo que quedaba privado de recursos para su desarrollo económico interno (Hobson, 2006). Pero este enfoque debe ser neobraudeliano, porque en algunos puntos discordamos con Braudel. Mientras que para el historiador francés el espacio ralentiza la duración, para nosotros, tal como hemos argumentado en la primera parte, la globalización temporaliza el espacio. Pero también porque, para Braudel, la importante relación entre las distintas temporalidades, enfoque que permite distinguir las diferentes velocidades, aceleraciones y retrasos, así como comprender la complejidad temporal del cambio histórico, se concibe geométricamente, como una acumulación de pisos en un edificio, cuando se debe analizar topológicamente. En síntesis, una perspectiva braudeliana invita a acometer una historia estructural (Braudel, 1987: 142), en donde entren en juego las ideas, las instituciones y las fuerzas materiales, de cuya dialéctica se puede desprender una amplia variedad de itinerarios de desarrollo, y donde coexisten varios niveles de agentes, prácticas y dinámicas, perspectiva que allana el camino para entender la diversidad, la desigualdad y las contradicciones como elementos consustanciales de esta compleja realidad mundial. Una historia estructural se diferencia sustancialmente de los análisis histórico-funcionalistas tan en boga desde hace más de medio siglo, e inherentes además a la mayor parte de las teorías sobre el desarrollo y a las corrientes explicativas de la globalización (O’Rourke y Williamson, 2000), donde los diferentes componentes se conciben en referencia a un principio, al cual se le conceden rasgos de universalidad, como ocurre con los neoinstitucionalistas, para quienes la adecuada o insuficiente existencia de marcos institucionales explicaría la expansión o el anquilosamiento del mercado, como si este último fuera, en últimas, una actividad eminentemente natural de la historia y de las sociedades. Una historia estructural también se diferencia de los enfoques funcionalistas desde otro ángulo: no presupone que la historia comporte un esquema universal, representable dentro del esquema de una flecha de tiempo, linealidad en la cual se reproducirían determinadas leyes universales de desarrollo, llámense modos 108 Hugo Fazio Vengoa de producción o estadios en el desarrollo. La historia estructural parte del reconocimiento de que cualquier personalidad histórica colectiva es el producto de la manera como se estructura un conjunto societal, el cual se conforma por una densa pluralidad de tiempos y secuencias espaciales en interacción, conjunto que articula unas lógicas propias de continuidad y discontinuidad y coyunturas de ralentización, mutación y crisis, en retroalimentación permanente con otros conjuntos. La consistencia del conjunto se encuentra determinada por las cadencias temporales de sus distintos componentes. Estas interacciones, así como la coherencia del conjunto, se definen por el curso mismo de la historia, razón por la cual el análisis histórico estructural privilegia la historicidad del proceso, perspectiva que explica la importancia de la periodización. Una periodización, empero, no consiste en conjeturas sobre unas presuntas fronteras temporales, sino que representa una perspectiva de análisis que excede la lógica formal de la causalidad (explicación en términos de antecedentes, causas, efectos y consecuencias), porque debe descifrar el cúmulo de fenómenos que incluye en términos de resonancia o de correlación, es decir, estableciendo enlaces diferenciados entre los distintos acontecimientos. ¿Dónde se ubica el momento axial que explicaría los marcos cronológicos de aquella periodización que permite dar cuenta de la compenetración de la globalización con el desarrollo? A nuestro modo de ver, este punto de inflexión se ubica en el momento de tránsito entre la historia mundial y la naciente historia global. Esta última, como tuvimos ocasión de señalarlo, se representa como el entrelazamiento de la diacronía de los entramados históricos particulares con la sincronía de la contemporaneidad globalizada. En la historia global se asiste, por tanto, a una intensa concordancia de un sinnúmero de temporalidades relativas. Es dentro de esta perspectiva en la cual se entreteje una historia global como podemos entender el papel desempeñado, desde finales de la década de los sesenta, coyuntura en la cual comenzó a sobreponerse este tipo de historia, por la economía política de la globalización en la transmutación del desarrollo y del pensamiento sobre el desarrollo. Los antecedentes Es un lugar común en la literatura especializada situar los inicios del pensamiento sobre el desarrollo en el discurso de Harry Truman, el 20 de enero de 1949. En aquella ocasión, el mandatario estadounidense declaró: “Lo que tenemos en mente es un programa de desarrollo basado en los conceptos del trato justo y democrático […] Producir más es la clave para la paz y la prosperidad. Y la clave Desarrollo, globalización e historia global 109 para producir más es una aplicación mayor y más vigorosa del conocimiento técnico y científico moderno” (citado en Escobar, 1998). El trasfondo ideológico de esta magnánima inquietud era evidente: el propósito fundamental consistía en crear las condiciones para reproducir los rasgos básicos de las sociedades avanzadas entre las naciones en desarrollo. Pero lo que no se debe olvidar, pero que por un curioso error ha omitido buena parte de la literatura especializada, es que esta defensa del desarrollo entre las naciones pobres era sólo un componente de una estrategia mucho mayor. En efecto, el tema del desarrollo ocupó el cuarto punto en el discurso de posesión de Truman como presidente de Estados Unidos. Los tres primeros estaban dedicados al apoyo norteamericano a la ONU, al Plan Marshall y a la OTAN. O sea, desde sus inicios, las preocupaciones norteamericanas sobre el desarrollo constituyeron un elemento subsidiario dentro de un designio estratégico global de Washington, donde los ejes fundamentales lo conformaban la lucha contra el comunismo (reforzamiento de la OTAN) y la apertura y la liberalización de los componentes más importantes de la economía mundial de entonces (el Plan Marshall). La concatenación de estos elementos es lo que nos lleva a afirmar que para hacer inteligible la evolución del pensamiento y la práctica del desarrollo se debe acometer una historia estructural, en donde intervienen las ideas, las instituciones y las fuerzas materiales. Estas últimas experimentaron grandes cambios precisamente durante esos años. Los años comprendidos entre 1945 y finales de la década de los sesenta constituyeron un momento muy particular. De una parte, surgieron sólidos visos de mundialidad política, bajo el ropaje de la Guerra Fría, y económica, a través del crecimiento del comercio internacional y de la movilidad de los flujos financieros. Pero no está de más recordar que en ningún otro momento en la historia fueron tan fuertes y poderosos el Estado y las naciones, de la otra. El período en cuestión constituyó un estadio bisagra, coyuntura histórica en la cual se comenzó a dejar atrás la anterior configuración propiamente internacional y empezó a prefigurarse una nueva etapa de mayor globalización, aun cuando se representara bajo el ropaje de la mundialidad, en razón del peso que en ese entonces detentaba el eje Este-Oeste como elemento configurador de la política y la economía mundiales. Los rasgos generales de este período se pueden resumir en los siguientes aspectos: el sistema capitalista estaba ingresando en una nueva fase en su desarrollo, caracterizado por el mayor dinamismo que estaban comenzado a tener los procesos de naturaleza internacional, los cuales cumplían una función agregadora de las disímiles economías nacionales. La creación del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, el GATT e, incluso, la Organización de las Naciones Unidas fue fiel testimonio de esta transformación. 110 Hugo Fazio Vengoa Estas organizaciones reafirmaron la preeminencia norteamericana, porque el dólar, como principal unidad de referencia, permitía a EE.UU. mantener un permanente déficit de balanza de pagos, financiar sus bases militares en el extranjero, disponer de un importante volumen de ayuda exterior y facilitar cuantiosas inversiones extranjeras directas. Para los demás países, esta preeminencia del dólar, y de las correspondientes políticas de acompañamiento, otorgaba un invariable marco de estabilidad, en la medida en que garantizaba flujos de bienes y capitales a sus respectivos mercados, así como facilidades para colocar sus productos en el gran mercado norteamericano. Esta internacionalización traspasó las fronteras nacionales y vinculó a pueblos y civilizaciones diversos para comenzar a situarlos dentro de su propia racionalidad. La mundialización, sin embargo, no pudo transformar totalmente el espacio mundial porque chocaba con varios procesos que mantenían el perfil de la anterior configuración. Los Estados seguían siendo la articulación principal de la vida internacional. Las nuevas instituciones que tenían una vocación universal se construían con base en acuerdos interestatales, y en los Estados, por tanto, recaía la legitimidad de las mismas. Como recuerda Grataloup, Naciones Unidas, en realidad, debió haberse llamado Estados Unidos, pero resultó que el nombre ya estaba ocupado. La tarea de reconstruir las economías nacionales en la mayoría de las naciones desarrolladas, duramente golpeadas por la segunda conflagración bélica, así como la necesidad de conformar nuevos pactos sociales que impidieran que se amplificara el descontento social latente en los países desarrollados, llevaron a que se fortaleciera el capitalismo dentro de una modalidad “nacional”, que estimulaba el desarrollo económico básicamente dentro de las fronteras territoriales de los Estados y favorecía principalmente el crecimiento económico interno. La universalización de esta modalidad capitalista enfrentaba un serio obstáculo, debido a que coexistía con otros dos modelos de desarrollo que pretendían competir su liderazgo y hegemonía: las estrategias desarrollistas entre las naciones del Tercer Mundo y el modelo soviético en los países del Este. Al igual que el prevaleciente entre las naciones industrializadas, estos modelos predominantes en el Este y en el Sur se estructuraban sobre bases nacionales y concebían el desarrollo a través de una controlada vinculación de sus respectivos espacios económicos con la economía mundial. Por último, el surgimiento de dos superpotencias con pretensiones hegemónicas a escala mundial se convirtió en un freno a la tendencia hacia una más densa globalización, porque al centrar la actividad internacional en torno a la lucha intersistémica, catalizada por el poderío económico, político y militar de Desarrollo, globalización e historia global 111 los grandes Estados, comprimió la mundialidad que tenía lugar dentro de los respectivos bloques. Pero fue, en efecto, a través de los intersticios de esta internacionalización como comenzó a intensificarse la globalización. De una parte, por la misma Guerra Fría, en la medida en que este sistema de bloques entrañaba una ruptura con respecto al viejo orden interestatal, en tanto que incluía una incipiente globalidad. “Las fronteras de la violencia —escribe Mary Kaldor— se extendieron más allá del Estado-nación, implicando grupos de países. Los bloques, más que los Estados, se convirtieron en ámbitos de poder delimitados por fronteras [...] Lo internacional se convirtió en nacional dentro de los bloques, lo que proporcionó el marco para el desarrollo de un sistema de organismos multilaterales que regulasen las relaciones económicas globales y para el surgimiento de la sociedad civil transnacional, al menos en Europa occidental” (Kaldor, 2004: 154-155). Hobsbawm, al respecto, de modo más contundente precisa: “Fue la guerra fría la que les incitó a adoptar una perspectiva a más largo plazo, al convencerlos de que ayudar a sus futuros competidores a crecer lo más rápido posible era la máxima urgencia política. Se ha llegado a argüir que la guerra fría fue el principal motor de la expansión económica mundial” (Hobsbawm, 1997: 278). En el nivel económico, la transmutación de lo internacional en global fue mucho más evidente. El nervio central del desarrollo económico mundial en la década de los cincuenta lo conformaba la poderosa economía norteamericana. Por razones geopolíticas (lucha contra el comunismo) y económicas (ampliación de nuevos mercados), Estados Unidos estimuló la rápida recuperación de las economías japonesa y alemana. Había, sin embargo, una diferencia de fondo entre la economía norteamericana y las de sus principales contendores: mientras la primera se orientaba prioritariamente en dirección al mercado interno, las otras dos anclaron su desarrollo en el fomento de las exportaciones, para lo cual se beneficiaron de sus entonces bajos costos laborales y un creciente aumento de la productividad en la producción de bienes que gozaban de una alta demanda. Con su gran crecimiento exportador, Japón y Alemania no sólo conformaron importantes bloques económicos regionales, los cuales redoblaron de dinamismo a sus economías, sino que le arrebataron significativas porciones del mercado internacional a Estados Unidos y lo desplazaron de sectores rentables en su economía doméstica. Ello se tradujo con el tiempo en un poderoso estímulo para que las corporaciones manufactureras estadounidenses colocaran una parte creciente de sus inversiones en estas nuevas potencias mercaderes. Esta situación condujo a grandes déficit de cuenta corriente en Estados Unidos y superávit en Japón y Alemania, situación que se resolvió coyunturalmente con grandes endeudamientos por parte de EE.UU. y, a más largo plazo, mediante una drástica devaluación 112 Hugo Fazio Vengoa de la divisa norteamericana, con lo cual las dos potencias mercaderes pasaron a asumir el costo de tener que sostener la economía mundial (Brenner, 1999). En resumen, la exacerbación de la competición entre estos tres países no sólo estimuló un mayor crecimiento del comercio internacional (9,2% y 13,1% entre 1953-1963 y 1963-1973, respectivamente) por encima de la producción mundial (6,7% y 8,0% en los mismos años), también supuso un radical cambio en la esfera financiera mundial, lo cual prefiguró la creación de las condiciones para el despegue de la globalización financiera. Pero hay un error recurrente en cierta literatura que identifica estos procesos con el inicio de la globalización. Como acertadamente escribe Eric Hobsbswm, esta “edad de oro de la economía seguía siendo más internacional que transnacional. El comercio recíproco entre países era cada vez mayor” (Hobsbawm, 1997: 279). Éste fue un período de mundialidad que entrelazaba una consolidación de los proyectos nacionales con el despliegue de nuevas formas de interdependencia, las cuales se realizaban internacionalmente. El crecimiento último de la edad de oro reposó fundamentalmente en el aumento de la demanda interna, situación que estimuló los intercambios productivos y permitió que el comercio internacional simplemente se aproximara a los niveles que había alcanzado antes de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, se puede vislumbrar en estas dinámicas un nuevo potencial para que las prácticas internacionalizadas derivaran con el tiempo hacia un formato nuevo: la globalización económica, proceso que como tal sólo debuta en las últimas décadas del siglo XX. El sistema monetario no fue ajeno a estos procesos: se flexibilizó, se concentró en las actividades a corto plazo, le imprimió una veloz aceleración a la rotación del capital, dinamizó las relaciones económicas internacionales y se orientó hacia otras actividades lucrativas, las cuales no siempre eran productivas. Los Estados no tan sólo comenzaron a perder el control sobre el capital, sino que se vieron obligados a empezar a competir por atraerlo y conservarlo. En medio de este contexto floreció el pensamiento del desarrollo, el cual, independientemente de las diferencias que existían en el mayor o menor énfasis en determinados aspectos, era un fiel reflejo de las transformaciones estructurales que experimentaba la economía mundial, así como de la lógica de actuación de sus principales agentes. Los rasgos generales de este pensamiento se pueden resumir en los siguientes puntos: primero, en todas sus versiones, las propuestas modernizantes compartían una visión optimista de la historia, de un progreso, una flecha de tiempo. Este progreso venía determinado por la experiencia de los países más desarrollados. Modernizarse era posible, siempre y cuando se siguieran los caminos señalados Desarrollo, globalización e historia global 113 por las experiencias más evolucionadas. La industrialización era el pivote de la modernización y el Estado debía apoyar la consolidación de este sector de la economía mediante subsidios, protección a los sectores más sensibles, y a través del establecimiento de una adecuada política de cambio. En paralelo a la industrialización, pero en una posición subalterna, se postulaba la necesidad de emprender una reforma agraria, a la cual se le asignaban tareas no menores: expansión del mercado interno, estímulo a la acumulación y la modernización del campo. Era común para todas estas concepciones que el desarrollo se pensara en términos nacionales, en la medida en que era menester construir un sector social moderno, capaz de sostener la propuesta modernizadora, y al Estado se le reconocía un papel fundamental en el impulso modernizador. El Estado era el principal instrumento que debía garantizar el tránsito a la sociedad moderna. El carácter Estado-céntrico y nacional del desarrollo no se contradecía con los atisbos de mundialidad que experimentaba el mundo. En realidad, los Estados desempeñaron un importante papel en el proceso de adaptación de los espacios nacionales a las lógicas de acumulación imperantes y, de esa manera, crearon importantes premisas para una mayor sincronización de las economías nacionales con ciertas dinámicas mundiales. Subsistían, empero, divergencias en algunos aspectos, como la escuela estructuralista latinoamericana, la cual ponía en duda la teoría convencional del comercio internacional, dado que cuestionaba la tesis de que las ventajas comparativas permitirían a los países exportadores de materias primas mejorar sus términos de intercambio. Lo mismo puede decirse de la corriente de la dependencia, la cual proponía una ruptura radical (revolucionaria), un desenganche con el sistema imperante. Ambas, sin embargo, presentaban como solución la construcción de un sector económico moderno, bajo la conducción de un poderoso Estado, y el estímulo a la consolidación de sectores sociales modernos. En este sentido, no obstante la radicalidad de sus propuestas, terminaban compartiendo todos los principios fundamentales antes expuestos. También se presentaban variaciones en otro sentido. La conformación de un sector social moderno constituía una prioridad, y cuando no fuese posible alcanzar esta situación por medios democráticos, entonces se podía recurrir a medidas autoritarias. La justificación de la ola militar en América Latina fue una clara demostración de ello. La intensificación de la globalización y el nuevo contexto para el desarrollo Con las transformaciones sistémicas que tuvieron lugar a finales de los sesenta se dio inicio a un nuevo período, el cual se extiende como presente histórico 114 Hugo Fazio Vengoa hasta el momento actual. Durante este período la globalización se ha desenvuelto bajo tres modalidades, las cuales se retroalimentan mutuamente: de una parte, la globalización se ha convertido en un proceso central que ha entrado a definir el contexto histórico en el cual tienen lugar las actuales actividades humanas y, de la otra, se ha transformado en un conjunto de dinámicas en las cuales se expresan y realizan muchos de los cambios que se despliegan en los distintos ámbitos sociales. Por último, pero no por ello menos importante, la globalización se ha convertido en una forma de representación y de entendimiento del mundo. Este triple movimiento de la globalización es lo que permite entender un rasgo particular de la coyuntura histórica que nos ha correspondido vivir. La globalización, como se ha profusamente demostrado, no es un fenómeno nuevo, es un proceso que comporta una alta densidad histórica (Bénichi, 2006; Gill y Thompson, 2006), pero ha sido sólo en nuestro presente cuando ha dado un salto cualitativo que ha hecho que sus manifestaciones actuales sean esencialmente diferentes de las anteriores. Si existe la convicción de que nuestro mundo es diametralmente distinto de aquellos que nos antecedieron, ello obedece a que, con esta intensificación de la globalización, el mundo ha ingresado a una etapa cualitativamente distinta en su expresividad. En esta idea se descubre una de las particularidades del mundo actual. En efecto, un papel muy importante de este carácter particular de la globalización actual les ha correspondido a los imaginarios y a las nuevas formas de representación del mundo. Tres momentos se pueden distinguir en la historia de este proceso. El primero se desarrolló a inicios de la década de los sesenta con los viajes al espacio, que permitieron observar, por vez primera, la esfericidad de la Tierra, y cuando se empezaron a presentar los primeros grandes eventos transmitidos por televisión en directo. El segundo consistió en la acentuación de esta tendencia a finales la década de los ochenta, que, de acuerdo con Roland Robertson, fue cuando comenzó a aparecer una conciencia global (Robertson, 1992). Amartya Senn ofrece un adecuado panorama del importante punto de inflexión que se presenta a finales de los ochenta, cuando escribe: “El Muro de Berlín no sólo simbolizaba que había gente que no podía salir de Alemania del Este, sino que era además una manera de impedir que nos formásemos una visión global de nuestro futuro. Mientras estaba ahí el Muro de Berlín, no podíamos reflexionar sobre el mundo desde un punto de vista global. No podíamos pensar en él como un todo [...] Si yo celebro la caída del Muro, es porque estoy convencido de que podemos aprender mucho los unos de los otros. La mayor parte del conocimiento deriva de aprender de los que están al otro lado de nuestra frontera” (Amartya Sen, “Dix verités sur la mondialisation“, Le Monde, 19 de julio de 2001). Desarrollo, globalización e historia global 115 El tercer momento de maduración de las nuevas formas de representación ocurrió a mediados de los noventa, cuando se empezó a asistir a un desarrollo exponencial de internet, instrumento que ha alimentado un imaginario social de la simultaneidad y de la velocidad. Es la constatación de un espacio vencido por el tiempo. “Internet —escribe Zaki Laïdi— contribuye a radicalizar la globalización, en el sentido de una competición fundada en el tiempo, y que amplía el campo de representaciones y de estrategias sociales de esta misma globalización. A partir de ahí, ésta se convierte en una apropiación social individualizada que remite a un imaginario social de la simultaneidad” (Laïdi, 2004: 192). Como contexto histórico, esta intensa globalización, cuyos inicios se remontan a los finales de la década de los sesenta, podemos dividirla esquemáticamente en cuatro ciclos o subperíodos, los cuales se ligan y retroalimentan mutuamente. Cada uno de ellos posee particularidades propias, pero todos tienen en común el hecho de inscribirse dentro de un gran marco de intensificación de la globalización. Ninguno de estos ciclos constituye una ruptura con respecto a la fase inmediatamente anterior. Sus énfasis diferenciados pueden interpretarse como simples variaciones y vicisitudes en torno a un mismo tema. El primero constituyó una fase que podemos denominar como globalización planetarizada; abarca los años comprendidos entre finales de la década de los sesenta (“mayo del 68”) y los primeros años de los setenta (fin de la convertibilidad del dólar y la primera crisis del petróleo) hasta 1989. Definimos este ciclo como planetarizado porque la globalización sólo tiene lugar en una dimensión mundializada, representada como una gran macroespacialidad que recubre el globo (v. gr., la división Este-Oeste); porque aún predomina una determinada forma de anclaje de las relaciones con respecto al territorio; porque aún no trasciende sino que simplemente interdependiza a las distintas naciones y, finalmente, porque también se proyectó en nuevas condiciones el predominio de los esquemas tradicionales de ejercicio del poder, tanto económico como político, pero a diferencia de los ciclos anteriores, durante esta fase de la globalización, estas tendencias se realizaron en lo fundamental dentro de una dimensión planetaria y ya no internacional como había sido habitual en décadas anteriores. Como corolario de una preanunciada sincronización, durante estos años, se asistió en todo el mundo a profundos cambios tecnológicos (Tercera Revolución Industrial), económicos (crisis y reconversión del socialismo planificado y del desarrollismo tercermundista, neofordismo o acumulación flexible, crisis del petróleo, intensificación de la globalización financiera, condicionalidades a partir del Consenso de Washington, la competición se desplaza del control del espacio al dominio del tiempo), políticos (erosión de los referentes fundamentales de la Guerra Fría, aparición de nuevos agentes sociopolíticos, como el movimiento 116 Hugo Fazio Vengoa Solidaridad en Polonia y la revolución islámica en Irán, interdependencia, consolidación de las nuevas potencias “mercaderes”), sociales (declive de clases tradicionales —obreros, capitalistas industriales y campesinos—, flexibilización laboral, emergencia de nuevos actores sociales y políticos, muchos de los cuales ya no reconocen los distingos de clase), culturales (aparición de referentes culturales mundiales, consolidación de los mercados culturales planetarizados, erosión de los anteriores mapas cognitivos), comunicacionales (intensificación, masificación y renovación de los medios de comunicación) y discursivos (neoliberalismo y debilitamiento de los discursos de contestación). Fue, en el fondo, un período de extendida globalización, pero con manifestaciones todavía dispares en cuanto a su alcance en los distintos ámbitos y confines del globo. No obstante las diferencias que asumía este formato en las distintas regiones del planeta, fue durante este ciclo cuando se asistió a una mayor intensificación de la globalización, en la medida en que ese cúmulo de transformaciones empezó a crear regularidades en las estrategias de cambio en todas partes del mundo —consolidación del tiempo mundial— y se exacerbó la competencia entre los distintos sistemas sociales dentro de una lógica globalizante. Algunos, como los países socialistas europeos, no pudieron adaptarse a las nuevas formas de competición y simplemente sucumbieron; otros, principalmente entre las naciones del sur, con sus innumerables flaquezas y disfuncionalidades, capitularon cuando sobrevino la crisis de la deuda externa de 1982 y se vieron impulsados a reorientar sus esquemas de acumulación y desarrollo a través de la inserción en la economía mundial; los últimos, las naciones desarrolladas, tuvieron, no sin dolor, que aprender a asimilar el cambio hacia nuevos esquemas de acumulación más acordes con la naturaleza de un mundo que ya no reconocía las viejas fronteras ni respetaba las tradiciones heredadas. Durante esta fase entró en la escena mundial un actor que, desde ese momento, comenzó a desempeñar un importante papel en la reorganización del planeta: el globalismo del mercado, es decir, aquel conjunto de agentes, como las empresas transnacionales, que actúan directamente en un plano global y que generan procesos moleculares de acumulación del capital tanto espacial como temporalmente. Para evacuar posibles confusiones, conviene precisar la principal diferencia que distingue a la globalización del globalismo (Beck, 1998). Por globalización entendemos un proceso histórico real, objetivo, que se sustenta en la ascendencia de un tiempo compartido, mundial y después global. El globalismo es aquel discurso y aquella práctica sobre la globalización que presupone que ésta es una dinámica metahistórica, que se despliega al margen de los individuos y colectividades, y que constriñe el accionar de los Estados, sociedades, grupos e individuos. Desarrollo, globalización e historia global 117 Un buen ejemplo de globalismo y de su componente ideológico nos lo ofrece Robert Kuttner, cuando escribe: “Las corporaciones globales son portadoras y beneficiarias de una visión hegemónica del mundo que, en esencia, discurre así: hay una sola manera válida de distribuir con eficacia los bienes y servicios. Consiste, sobre todo, en desmantelar las barreras al libre comercio y los flujos de capital financiero. Si queda algún papel para las normativas, es el de proteger la propiedad, tangible o intelectual; garantizar el libre acceso y no discriminatorio; permitir a cualquier inversor que compre o venda cualquier activo y repatríe cualquier ganancia de cualquier lugar del mundo; eliminar y evitar los subsidios y otras distorsiones del sistema de precios de laissez-faire; desmantelar los restos de alianzas entre el gobierno y la industria” (Kuttner, 2001: 212-213). El segundo ciclo se representa como una globalización sincronizada (19892001), que se inicia, nuevamente con una curiosa coincidencia numerológica, el 9-11, y culmina con el 11-9. Su particularidad consiste en que conjuga las heterogéneas tendencias globalizantes anteriores pero las ubica dentro de un gran movimiento envolvente. Es en ese sentido que afirmamos que esta fase multiplica en nuevas condiciones el despliegue de la globalización. Éste ha sido, por tanto, un breve pero fundamental momento histórico que se inició luego de la caída del Muro de Berlín, momento en el cual la globalización adquiere un rostro político bajo el ropaje de la democracia de mercado, y perduró sin mayores sobresaltos hasta el ataque terrorista contra las Torres Gemelas en Nueva York. Durante esta fase se interiorizaron y proyectaron en nuevas condiciones las tendencias de la fase anterior, con la diferencia de que estas distintas manifestaciones globalizantes acentuaron su desterritorialización, se sincronizaron, se retroalimentaron mutuamente y adquirieron una dimensión propiamente planetaria, en razón de que desaparecieron muchas de las anteriores “fronteras” (v. gr., el mundo socialista, las ecológicas), las cuales obstaculizaban la continua expansión de estas tendencias, al tiempo que se construyeron nuevos tipos de emplazamientos, bajo la fórmula de los mercados segmentados dentro de los circuitos construidos por las empresas transnacionales, los procesos de integración o de los circuitos transnacionalizados. El cambio que registra esta fase es que, si bien la globalización durante el ciclo anterior se realizaba a partir de proyectos nacionales, en las nuevas coordenadas de los noventa, se teatraliza en su globalidad. En el nivel temporal, las distintas manifestaciones globalizantes quedaron inscritas dentro de un gran movimiento envolvente y se proyectaron por todo el mundo a través de toda la década de los años noventa. El fundamento de este movimiento envolvente fue primordialmente económico y consistió en un acortamiento de la distancia que separaba al mercado mundial de los asuntos internacionales (Brenner, 1999: 10). Con esta radical transformación espaciotemporal 118 Hugo Fazio Vengoa empezaron a entrar en desuso las viejas categorías geográficas que jerarquizaban el mundo como núcleo, semiperiferia, y periferia o división internacional del trabajo. Las nuevas formas de compenetración en la economía mundial se alimentan cada vez más de polos, ciudades y regiones ubicados en distintas partes del planeta, mientras otros espacios sociales pasan a una situación de exterioridad con respecto a la lógica del sistema. Como producto de esta sincronización y del indefectible cierre de un intenso período fue que, a inicios de la década de los años noventa, se popularizó la idea de que la globalización representaba un fenómeno singular, inédito en la historia, y que estaba dando origen a una nueva era en la historia de la humanidad. Lo cierto es que a raíz de estas transformaciones se ingresó en una nueva fase en el desarrollo de las tendencias globalizadoras, más intensas, más sistematizadas que las que habían tenido lugar en épocas anteriores y mucho más universales y sincronizadas. La fuerza que adquirió la globalización durante este ciclo es lo que revela su nuevo rostro: se convirtió en una representación, en un contexto histórico y también en una práctica inquebrantable. Fue precisamente durante esta década cuando se solidificó el poder del globalismo del mercado. Con el 11 de septiembre de 2001 se dio inicio a un ciclo, el cual puede definirse como una colisión de globalizaciones, porque las tendencias que venían desplegándose desde los ciclos inmediatamente anteriores se proyectan todavía durante esta fase, pero con grandes diferencias. La primera consiste en que se fragmentó el movimiento envolvente en el que antes se realizaba la globalización, la dimensión económica dejó de actuar como catalizador del conjunto del proceso, se desintegró su unidad temporal mundializada, circunstancia que ha obedecido a que, además de la pérdida de consistencia de los últimos referentes universalistas (v. gr., el neoliberalismo, como resultado de la nueva conciencia medioambiental, la crisis asiática de 1997 y el debut de los movimientos anti o alterglobalización), se intensificaron sus manifestaciones no económicas, las cuales no sólo asumieron formas de expresión distintas a las anteriores, sino que también reprodujeron modalidades y alcances diferenciados. En síntesis, mientras que durante los dos ciclos anteriores lo económico realizaba en lo fundamental la convergencia entre el sentido, la direccionalidad y el poder, en estas nuevas circunstancias, los factores económicos perdieron esa capacidad aglutinadora, lo que explica que tanto el sentido, la direccionalidad y el poder, como las otras manifestaciones globalizantes, empezaran a transitar por disímiles y laberínticas galerías. La segunda consiste en que no sólo sufrieron un revés los referentes que antes convocaban, sino que también se acentuó la tendencia por parte de numerosos actores de revertir muchas de las preferencias y predisposiciones anteriores, lo cual se tradujo en una mayor competencia por la direccionalidad anhelada de la Desarrollo, globalización e historia global 119 globalización. Esto ha sido el producto de que el miedo, el riesgo y la incertidumbre se han convertido en constantes que han acompañado el despliegue mismo de la globalización y, dentro de este contexto, que la inseguridad generada por el Once de Septiembre no hizo más que exacerbar. Por último, se percibe un cambio paradigmático que ha alterado la balanza entre la libertad y la seguridad en favor de esta última. El redimensionamiento del Estado penal que parcialmente ha comenzado a sustituir al Estado social ha sido una de sus principales expresiones. Como corolario de todo ello, se ha asistido a intentos de recentrar nuevamente el poder en el Estado (nacional o transnacional cooperante), el cual ha entrado a competirle al globalismo del mercado la orientación de la globalización anhelada. Si bien a medida que uno se aproxima a la actualidad empieza a ser cada vez más difícil realizar síntesis que caractericen nuestra inmediatez, se puede suponer, a partir de la información existente, que hacia finales del primer lustro del nuevo siglo, simbólicamente representado en los sucesos del 11 y 14 de marzo españoles de 2004 y del 7 de julio de 2005 londinense, ha comenzado a debutar un nuevo ciclo, cuyas dinámicas principales se están sobreponiendo a las tendencias catalizadas por el ataque a las Torres Gemelas, el 11/9, y redimensionando algunos elementos que germinaron luego de la caída del Muro de Berlín, el 9/11, pero que en ese entonces no habían alcanzado un genuino desarrollo. Todavía es temprano para presentar de manera cabal el sentido intrínseco de esta fase, pero ciertos hechos permiten ilustrar algunas tendencias. Este nuevo ciclo de la intensa globalización puede definirse como de resonancia de múltiples temporalidades y, en sus rasgos más generales, aun cuando comporte elementos propios, se inscribe dentro de los lineamientos catalizados por la caída del Muro de Berlín, algunos de los cuales se encontraban en estado latente. El más importante de todos ellos ha sido la reemergencia de nuevos movimientos sociales, lo que permite presuponer que una nueva sociedad civil está ingresando en la escena política, que se está emancipando de la racionalidad estatal nacional, y que los agentes del globalismo del mercado están viendo mermada su anterior hegemonía. Estas expresiones sociales y políticas no obedecen únicamente a una expresión sincrónica globalizadora. El elemento más innovador que comporta esta transformación sociopolítica consiste en que está dando lugar a un escenario que resitúa lo local dentro de lo global, donde las trayectorias diacrónicas encuentran un nuevo terreno abonado para manifestarse y procurar realizar sus demandas e intereses. En síntesis, esta somera presentación de la globalización como contexto histórico permite entender varios componentes de este proceso: primero, la calidad de las transformaciones que han entrado a modificar el panorama mundial. Se- 120 Hugo Fazio Vengoa gundo, la dificultad que se experimenta cuando se quiere aprehender la esencia misma de la globalización, por cuanto éste es un proceso muy plástico y elástico, que de modo permanente está alterando sus expresiones. Tercero, la ampliación del número y la calidad de los agentes que son potenciados por la globalización, los cuales, a su vez, han entrado a competir por la direccionalidad del proceso. Por último, las disimilitudes espaciales y temporales de los principales agentes: el globalismo del mercado se desenvuelve en un escenario global y requiere para su existencia de un tiempo en permanente cambio; el Estado, con alcances territorializados, sigue inscrito en el tiempo de la política, que se expresa como duración, y los movimientos sociales, que, en tanto que expresiones locales, se hacen portadores de la densidad histórica de sus respectivas colectividades. En resumidas cuentas, podemos concluir que el contexto histórico no es sólo un ambiente, es también un modelador de la globalización. Globalización y desarrollo: el peso del globalismo Hasta aquí, hemos analizado dos propiedades de la globalización: de una parte, la manera como la intensificada globalización se ha convertido en el telón de fondo de este nuevo entramado histórico y la importancia y la variabilidad que ha tenido en términos de representación del mundo y de las sociedades contemporáneas, de la otra. Pero decíamos con anterioridad que otra de sus características consiste en ser también un conjunto de dinámicas nuevas que han entrado a modelar profundas transformaciones en los más variados ámbitos sociales. Pero, ¿cuál es esta dimensión de la globalización? ¿Y cómo se expresa? ¿Y en qué medida y de qué manera ha entrado a redefinir la naturaleza del desarrollo? En la primera parte de este libro realizamos un somero balance de la literatura especializada que se ha producido en las dos últimas décadas sobre la globalización y, en esa oportunidad, aglutinamos el pensamiento acumulado en cuatro vertientes interpretativas principales: la globalización como interconexión, la globalización como compresión espaciotemporal, la globalización como representación del mundo y la globalización como transformación histórica. Como seguramente recordará el lector, a nuestro modo de ver, es esta última la que mejor da cuenta de la naturaleza de este fenómeno, porque incorpora los presupuestos más relevantes de los otros tres enfoques, es la que de modo más preciso permite entender la cambiante naturaleza que ha experimentado el desarrollo, e incluso sugiere elementos para proyectarlo de cara a las profundidades del siglo XXI. Recapitulando brevemente, conviene recordar que, como transformación histórica, la intensificación de la globalización se identifica con un entorno histórico, pero éste no es simplemente un nuevo contexto, sino ante todo un cambio Desarrollo, globalización e historia global 121 de época, cuyos principales contornos estarían conformados por la constitución de contextos posnacionales. Es precisamente esta manera de entender la globalización la que permite pensar el desarrollo en una perspectiva histórico-estructural, que pone en juego la dialéctica entre las ideas, los agentes y las fuerzas materiales. Varios son los aspectos novedosos que encierra esta concepción. De una parte, considera la necesidad de un cambio de paradigma para explicar las situaciones, articulaciones y representaciones de esta nueva era histórica. De la anterior, que se articulaba en torno a la nación, el territorio, la sociedad y el Estado nacional, se impone la necesidad de construir una perspectiva que dé cuenta del mundo como un entramado unitario. De la otra, asume que uno de los rasgos del mundo actual consiste en la compresión del espacio por el tiempo, pero no pretende identificar esta transformación con una práctica que se ciñe y deriva únicamente de la experiencia de Occidente. El mundo desarrollado dejó de indicarles el camino a los países en desarrollo, pues en un mundo globalizado existen numerosas trochas para comprimir en el tiempo el mentado desarrollo. Pero también estos últimos, en varios aspectos, son los que les muestran a los primeros la imagen de su propio futuro. ¿Cómo esta intensificada globalización transforma el desarrollo? Varios elementos se deben tomar en consideración. El primero, en lo que atañe al universo de las ideas, consiste en que ha sido un poderoso estímulo para la amplia difusión de todos aquellos pensamientos que sostienen que el mundo se está integrando y, por tanto, que todos los países tienen que adaptarse a las nuevas circunstancias planetarias, como ocurre, en efecto, con los máximos exponentes del statu quo que insisten en definir la globalización como una intensificación de las interconexiones y como el predominio de un metamodelo mundial, imposible de soslayar. La mayoría de las teorías de la globalización y del desarrollo, tanto en sus versiones de centro, izquierda o derecha en el espectro político mundial, parte del reconocimiento de que los Estados y las sociedades, para no desaparecer, tienen que aumentar su competitividad internacional (Garretón, 2004). Es decir, con la intensificación de la globalización se ha asistido a un momento particular en el cual grandes conjuntos de ideas han contribuido a estructurar y a orientar las dinámicas globalizantes y a adaptar a los distintos colectivos en torno a estas prácticas. A este pensamiento, aunado a los altos niveles de compenetración de la economía mundial, le ha correspondido un papel de primer orden en las grandes transformaciones que han sacudido al mundo en las últimas décadas. De una parte, porque con base en él se ha procedido a las poderosas reconversiones en gran parte del Sur, en los antiguos países socialistas y, también, entre muchas de las naciones del Norte. 122 Hugo Fazio Vengoa Entre los primeros, las políticas o, mejor dicho, las condicionalidades del ajuste, patrocinadas por el FMI y el Banco Mundial, como medidas para salir de la crisis, además de buscar restablecer los grandes equilibrios macroeconómicos, propiciaron en todas estas regiones el establecimiento de un nuevo patrón de acumulación y desarrollo, el cual se ha caracterizado por la adaptación de estas economías a las normas prevalecientes en el espacio global del capitalismo. Como se ha demostrado profusamente, estas reformas constaron en lo esencial de tres etapas: la primera, de ajuste y estabilización, consistió en la aplicación de terapias de shock, con las cuales se buscaba producir una estabilidad macroeconómica, reducir la inflación y el déficit fiscal y facilitar la libre actividad del mercado; la segunda, focalizada en profundas transformaciones estructurales, perseguía aumentar la competitividad externa e interna en los mercados de bienes, insumos y financieros, para lo cual se estimuló la privatización de las empresas públicas, se liberalizaron el comercio y el mercado de capitales y se crearon incentivos a la inversión extranjera; la tercera, de consolidación de las reformas y de recuperación de los niveles de inversión, se centró en la profundización de los procesos de privatización, liberalización y desregulación, y en una mayor apertura del mercado de capitales (Selowsky, 1991: 28-31). Con estas reformas, América Latina, buena parte de Asia y de África no sólo se sincronizaron sino que también se adaptaron de modo más penetrante a un tiempo y a unas espacialidades globales. En el caso de los antiguos países socialistas de la Europa central y oriental, un papel muy importante en esta reconversión le correspondió a la atracción ejercida por la posibilidad abierta para ingresar a las estructuras comunitarias. Ya en fecha tan temprana como 1991, la entonces Comunidad Europea suscribió con cada uno de estos países los acuerdos llamados “europeos”, orientados a ampliar el comercio y la cooperación bilateral. Estos acuerdos consistían en apoyar el desarrollo económico y político, contribuir a la consolidación de los Estados de derecho, velar por la protección de los derechos humanos, fortalecer el pluralismo político y los valores de la economía de mercado, es decir, favorecieron aquello que puede denominarse como la implantación de democracias de mercado. Los principales procedimientos utilizados para alcanzar esos fines consistían en el desarme arancelario, la cooperación técnica y económica, la asistencia financiera, el desarrollo de un diálogo político y la liberalización asimétrica de los intercambios. La favorabilidad para ser elegido candidato a ingresar a la Unión Europea creó en los países de la Europa Centro Oriental un nuevo nivel de interdependencia globalizante, pues la Comisión Europea precisó las condiciones que estos países tienen que cumplir para poder ser seleccionados como aspirantes. Entre éstas Desarrollo, globalización e historia global 123 cabe destacar: el candidato debía tener un elevado nivel de estabilidad de las instituciones democráticas, tenía que observar un completo respeto de la ley, de los derechos humanos y de las minorías; tener en funcionamiento una economía de mercado con capacidad para hacer frente a las presiones de la competencia y del mercado dentro de la Unión. En particular, no sólo debían demostrar importantes progresos económicos, sino también un gran adelanto en cuanto al nivel de privatizaciones y de liberalización, pilares de la economía de mercado, pues ésta, para funcionar, requiere de un equilibrio entre la oferta y la demanda a través de una libre interacción de las fuerzas del mercado, una libertad de comercio y de precios, el desmantelamiento de todo tipo de barreras al libre comercio, una sólida estabilidad macroeconómica, un elevado consenso en torno a la orientación económica e, igualmente, un estable sector financiero. Fue fundamentalmente a través de esta aproximación a las normas comunitarias como los países de la Europa Centro Oriental asumieron, durante la década de los años noventa, la interiorización de los actuales circuitos globalizados. Un elemento no siempre destacado, pero que para los objetivos de nuestro trabajo tiene una gran relevancia, fue el papel cumplido por la reconversión de estos países en la legitimación de la democracia de mercado en todo el mundo, parte integrante del imaginario del tiempo mundial, distinto del tiempo global, el cual ha propugnado el discurso neoliberal. Si la democracia fue percibida como una consecuencia natural del derrumbe del comunismo (¡Ganamos la Guerra Fría!, señalaba con regocijo Margaret Thatcher), en la medida en que en la casi totalidad de estos países se pusieron rápidamente en práctica los principios y las instituciones de la democracia, la reconversión de la economía demostraba el rotundo fracaso de las estrategias planificadoras y la imposibilidad de cualquier país de resistirse a la fuerza del mercado. De aquí nació la asociación entre democracia y mercado, la democracia de mercado, que en su pretensión universalizante comenzó a ecualizar a todo el planeta (tiempo mundial), y al eliminar los obstáculos económicos, políticos e institucionales al libre desarrollo del mercado, universalizó, expandió y aceleró la intensificación de la globalización económica. De tal suerte, los referentes implícitos y explícitos de estas reconversiones fomentaron una inédita sincronicidad de situaciones análogas a lo largo y ancho del mundo, en la medida en que contribuyeron poderosamente a develar la intimidad de los distintos sistemas sociales y, en ese sentido, fueron forzados a ajustarse en torno a ciertos patrones comunes. Más importante aún, este pensamiento es una de las principales expresiones de un nuevo y poderoso agente mundial —el globalismo del mercado—, el cual sintetiza dos dinámicas fuertemente compenetradas: la consolidación 124 Hugo Fazio Vengoa de los agentes supranacionales y transnacionales globalizantes (empresas y corporaciones transnacionales, bancos, organismos económicos y financieros multilaterales, agencias evaluadoras de riesgos, etcétera) (Falk, 2002: 75) y la emergencia de polos exitosos de acumulación, es decir, conjuntos de empresas e instituciones que, aun cuando se encuentren inscritas dentro de una dimensión territorial, son empresas que funcionan según normas internacionales, muy abiertas hacia el resto del mundo en términos de flujos de productos, tecnología, capitales e información (Peemans, 1996). Este doble proceso ha redundado en la consolidación de “redes transnacionales de poder”. Es tal la importancia que los nuevos discursos y prácticas económicas le asignan a este globalismo del mercado, que a su lógica de funcionamiento deben supeditarse todos los actores domésticos. En este punto se observa una de las mayores diferencias entre la intensificada globalización actual y el anterior ciclo de globalización mundializada. En los años setenta, ante la disminución de las tasas de ganancia en las economías centrales, se exportó el modelo fordista en dirección a aquellas zonas de la periferia donde los salarios eran bajos, procedimiento que debía actuar como corrector de la tendencia a la pérdida de ganancias (Lipietz, 1992). Esta circunstancia fue lo que hizo posible el aumento en la participación de los países en desarrollo del AsiaPacífico y de algunas naciones latinoamericanas en la exportación manufacturera mundial. Pero este incremento del Sur no fue un fenómeno generalizable a todo este conjunto de países. Este aumento en la participación manufacturera mundial recayó sólo en un puñado de países del Tercer Mundo, los cuales se integraron en un nuevo esquema de división internacional del trabajo, porque su producción se encontraba articulada a la estructura global y disponían, por tanto, de acceso a los mercados de los países desarrollados. Esta novedosa situación, que tuvo lugar en ciertas naciones del Sur, fue en parte el resultado de exitosos procesos endógenos de desarrollo, pero, ante todo, obedeció a la adaptación de este conjunto de países al proceso general de reestructuración que experimentaba el capitalismo entre los países centrales. En el nuevo escenario que se impone desde finales de los ochenta, la lógica de funcionamiento se organiza en torno a otros parámetros: consiste en la emergencia y consolidación de polos de acumulación, no en el florecimiento de ciertas economías nacionales. Esta innovación invalida cualquier intento de pensar en que en nuestro presente se asiste a una nueva o remozada división internacional del trabajo, porque con los polos exitosos se ha reconstruido un esquema de tipo transnacional en el cual entran a competir, en condiciones más o menos análogas, productores de diferentes países por los mismos mercados. La emergencia de los Desarrollo, globalización e historia global 125 polos exitosos comienza, por tanto, a cuestionar la metodología que sugiere que lo que cuenta es la competitividad entre países, Estados o bloques, por cuanto su misma razón de ser consiste en ser parte constitutiva de poderosas redes transnacionales imbricadas dentro de dinámicas globalizantes. A escala de los espacios nacionales, el globalismo del mercado ha desencadenado cuatro tipos de procesos, congruentes los unos con los otros. Primero, ha supeditado al resto de los sectores económicos nacionales a la lógica de funcionamiento de los polos exitosos, en la medida en que este último es el principal motor de la economía transnacionalizada, porque constituye el eslabón principal que articula el espacio interno con las dinámicas globales y transmite las normas globales al ámbito propiamente nacional. Esta centralidad del globalismo del mercado ha tenido dos importantes consecuencias: de una parte, ha acentuado la dualidad de la economía nacional entre un sector moderno globalizado o transnacionalizable y otro “tradicional”, nacional y, en ocasiones, parcialmente disfuncional en relación con el primero. De la otra, con independencia de si los bienes y servicios que se intercambian en el espacio nacional cuentan con la participación de los polos transnacionales, en el espacio nacional también se empieza a responder a unos estándares globalizados de calidad y costo, lo que acentúa la importancia de las tendencias sincronizadoras, situación que globaliza en condición de subordinación a los sectores “tradicionales”. La centralidad que le ha correspondido a este discurso ha conducido a que se opte por la consolidación de los polos exitosos como motor de los procesos de crecimiento, acumulación y desarrollo, y que el resto de los sectores domésticos tengan que adoptar los criterios de rentabilidad y calidad globales. Las esperanzas despertadas por la suscripción de tratados de libre comercio con países poderosos son un buen testimonio de ello. Estos acuerdos, además, tienen otras consecuencias: producen un “amarre” del modelo (Fazio Rigazzi, 2004) a la lógica del globalismo del mercado, con lo cual se torna prácticamente imposible ensayar fórmulas diferentes de desarrollo. Los polos exitosos explican igualmente el papel que le ha correspondido desempeñar a la descentralización en el proceso de modernización, pues existe un deliberado esfuerzo por permitir una mayor y mejor articulación entre lo local y lo regional (ámbitos predilectos de actuación de los polos transnacionales) con lo global. “Lo novedoso acerca del período contemporáneo es la manera y grado en que los fenómenos globales penetran en las economías políticas nacionales. No se trata de una oleada de globalización que está deslavando o borrando las diversas divisiones del trabajo tanto en regiones como en ramas industriales; más bien, se trata del surgimiento de diversas divisiones regionales del trabajo, atadas de distintos modos a las estructuras globales” (Mittelman, 2002: 65). 126 Hugo Fazio Vengoa Segundo, los polos exitosos han transformado el tejido económico social y político de los distintos países, en la medida en que operativizan una recomposición que favorece a los espacios urbanos, los cuales se convierten en los principales lugares de producción, servicios, consumo, estilos de vida y decisión. Un elemento muy particular de este esquema consiste en que estos espacios urbanos no pueden actuar por sí solos. Su existencia es posible en la medida en que hagan parte de una red global de centros urbanos, lo que los lleva a convertirse en sitios estratégicos para las operaciones económicas globales. Originalmente, Saskia Sassen utilizó el término de ciudad global sólo para aquellas metrópolis contemporáneas fuertemente compenetradas, como Nueva York, Londres y Tokio. Posteriormente aumentó su número a 40 centros urbanos repartidos por todo el mundo. De manera más reciente, ha sugerido la pertinencia de utilizar el concepto incluso en otros contextos, donde los protagonistas pueden ser las comunidades desaventajadas y aisladas de este circuito global per se. Un caso que ilustra este tipo de “cuidad global” es, por ejemplo, el de los pueblos pesqueros de la India. Su necesidad de información acerca de algunos temas que les afectan: la meteorología, las mareas, los precios de mercado, el tipo de pescado demandado por los restaurantes, etcétera, es información que pueden acceder a través de la Red. Este tipo de comunidades demuestra un sorprendente ingenio a la hora de explotar los pocos recursos tecnológicos de los que disponen. En muchos casos he visto que una persona con acceso a Internet (una compañía, un grupo social, el Gobierno local...) comunica la información al resto de la comunidad a través de un altavoz en momentos de reuniones públicas, o en lugares concurridos como centros de salud, en la que las madres pasan mucho tiempo con sus hijos. Esto produce un tipo propio de “cuidad global”. (Saskia Sassen, “En Internet todo está siendo guiado hacia la vigilancia y el control”, El País, 22 de julio de 2005) Tercero, difícil es encontrar un agente distinto al globalismo del mercado que haya hecho más en favor de la transformación de la democracia de mercado, en algo similar a una política de desarrollo. Valga recordar que el armazón de la democracia de mercado está conformado por la sociedad de mercado, es decir, por aquel tipo de organización social que extiende la esfera comercial a sectores que se encontraban parcial o totalmente excluidos (Laïdi, 2000). Como señala este último autor, este punto constituye uno de los principales problemas a que da lugar la concepción predominante de la globalización, pues todo el problema consiste en saber si la entrada en competencia de los sistemas sociales es de una naturaleza tal que valoriza el capital no mercantil de las sociedades y, de ese modo, incrementa el debate general sobre el contenido social y cultural de las distintas sociedades, o si, por el contrario, cuando se toman en cuenta los sistemas sociales en la competición se les debe considerar simplemente como costos. La primera hipótesis permite suponer que se vive en sociedades de economías de mercado, es decir, en sociedades que estiman indispensable preservar los espacios no mercantiles, al lado de un mercado aceptado por todos. Desarrollo, globalización e historia global 127 La segunda conduce a una sociedad de mercado, o sea, a una sociedad donde el vínculo social será exclusivamente mercantil. Éste es uno de los dilemas centrales que plantea la globalización (Laïdi, 2004). La sociedad de mercado, por la que procura este globalismo, se articula en torno a la creciente mercantilización de las más variadas actividades sociales, así como a la proclividad por representar la esfera social como un mercado. La sociedad de mercado se ha convertido en un componente referencial tan avasallante que tanto los Estados como las sociedades y los individuos tienden a imaginar y a desarrollar muchas de sus actividades en el mercado. Este mercado, sin embargo, tiene una doble fisonomía: es, de un lado, una institución que ha remodelado en profundidad los paisajes nacionales, pero, del otro, y esto es quizá lo más importante, sus normas y criterios corresponden a los del mercado global, o sea, a los establecidos por el mismo globalismo del mercado. Cuarto, el globalismo del mercado constituye la quintaesencia de la competitividad internacional, transnacional y global. La acentuación de la competitividad exhibe de manera muy evidente las fortalezas y debilidades de las distintas sociedades, lo cual permite entender la manera como la intensificación de la globalización descubre la intimidad de las sociedades y las obliga a reacomodarse para adaptarse a los parámetros de esa misma competitividad. Ello significa que, en un mundo como el actual, la competitividad no es sólo un asunto de indicadores económicos. En realidad, son los sistemas sociales los que entran en competencia. Todo país debe ajustarse a unos indicadores de buena gestión del desarrollo, entre los cuales se encuentran la existencia de un adecuado marco legal que otorgue previsibilidad a los agentes económicos transnacionales, fiabilidad en la información, transparencia, Estado de derecho, mano de obra calificada, etcétera. Esta concurrencia de prácticas y de marcos institucionales a que da lugar el globalismo del mercado muestra otra constante de la globalización tal como se ha venido desarrollando, la cual tiene una influencia directa en las opciones de desarrollo. En cuanto a su expresión temporal, el globalismo del mercado, y por ende, la manera como usualmente se entiende la competitividad, sólo reconoce una dimensión del tiempo: la vertiginosa duración del cambio, inscrito en un presente inmediato, que no es otro que el tiempo del mercado. El tiempo histórico, la densidad temporal, es desdeñado porque para los agentes del globalismo del mercado carecen de importancia los itinerarios históricos y los diferentes estadios de desarrollo, en razón de que la expansión del mercado sincroniza y, de esa manera, anula la historicidad (Friedman, 2006). Conviene recordar que ya la Primera Revolución Industrial había introducido una gran modificación en el papel que les correspondía a la técnica y la tecno- 128 Hugo Fazio Vengoa logía, antes sujetas a múltiples regulaciones y muchas veces desvinculadas de la producción, que pasaron a convertirse en mecanismos fundamentales para el aumento de la productividad, de las ganancias, y el incremento de la acumulación de capital. Con esta predisposición desreguladora hacia la técnica, la sociedad perdió parte de su autonomía para establecer los criterios, mecanismos y proporciones de su desarrollo, por cuanto éstos empezaron a quedar ligados a la capacidad de las empresas industriales para incorporar los avances científicos y tecnológicos en el acrecentamiento de sus márgenes de utilidad. En la actualidad, esta tendencia es mucho más acentuada. No sólo se observan nuevas tecnologías que envuelven el planeta y convierten a Bangalore en un suburbio de Nueva York, también se percibe una acentuación en la velocidad de su presencia (es una tecnología que coloniza todos los ámbitos sociales y todos los territorios), y que termina permeando todas las técnicas anteriores. Cuando el mercado se convierte en el principio organizativo de la vida social cambia no sólo la economía sino también la cultura, la sociedad, los imaginarios e incluso la forma de hacer política, dado que el mercado se convierte en el principio rector a partir del cual se redefine el conjunto de relaciones sociales. Con la implantación de la sociedad de mercado, la democracia y la libertad, por tanto, se empiezan a entender básicamente dentro de la acepción neoliberal del término, en la medida en que se aboga por el desmonte de la mayor parte de las regulaciones, se amplía la esfera de acción de la libre iniciativa individual, se personalizan e individualizan las preferencias y se termina admitiendo que las expectativas públicas e individuales deben realizarse a través del consumo, lo cual entraña una transformación radical en cuanto a los alcances de lo público y de lo privado. En la medida en que sean capaces de adaptarse a las contingencias de este tiempo de vertiginoso cambio, todos los agentes, independientemente de cuál sea su procedencia, se encuentran, en principio, en las mismas condiciones. El consenso que el globalismo del mercado ha logrado imponer sobre esta noción de tiempo constituye una de sus grandes fortalezas, porque a partir de esta interpretación reconceptualiza las distintas experiencias, estimula la adaptación de los distintos colectivos en torno a este tiempo sincronizado, con lo cual amplía el campo de acción del mercado y reacondiciona todos los espacios, incluso los más territorializados, para que se conviertan en lugares que actúan de acuerdo con la lógica del globalismo del mercado. En esta adaptación al tiempo del mercado y de la correspondiente sincronización, otro recurso argumentativo ha entrado en juego: la flexibilidad. Se repite generalmente que los viejos modelos económicos basados en la producción a gran escala adolecían de una importante falla: su excesiva rigidez. Funcionaban Desarrollo, globalización e historia global 129 relativamente bien cuando se estaba en un contexto de estabilidad económica y de expansión de los mercados, pero mostraban su malformación, es decir, su rigidez, cuando debían adaptarse a los cambios en los ciclos económicos, cuando variaban los gustos de los consumidores o cuando simplemente se incrementaba la competencia. En las actuales circunstancias, la flexibilidad en los distintos ámbitos (producción, trabajo, mercados, consumo, ahorro, educación, identidades, etcétera) ha sido concebida como un remedio a los males que comportaba el exceso de rigidez. Los ejemplos siempre más comentados por sus variados éxitos han sido los distritos industriales del norte de Italia, el toyotismo, la empresa red y la nueva economía. Pero como acertadamente escribe Bauman, “la flexibilidad finge ser un principio universal de la racionalidad económica que se aplica en la misma medida a la demanda y la oferta en el mercado laboral. La similitud del término oculta que su contenido es drásticamente distinto a cada lado de la divisoria. Del lado de la demanda, flexibilidad es libertad para desplazarse hacia prados más verdes […] En cambio, lo que aparece como flexibilidad del lado de la demanda, rebota sobre los que ocupan el de la oferta como un destino duro, cruel, inexpugnable e inexorable: los puestos de trabajo van y vienen, aparecen y desaparecen de la noche a la mañana, se los divide y retira…” (Bauman, 1999: 137). Si bien en torno a esta idea de tiempo se presenta una implacable lucha de poder, somos de la opinión de que esta tendencia escapa del discurso y se ha convertido en una expresión inmanente al mundo de hoy. Esto es lo que sugiere la importancia de la sincronicidad, es decir, de aquellas horizontalidades temporales que acercan e interpenetran a los distintos colectivos humanos. Llegado a este punto es necesario destacar también lo que el globalismo del mercado esconde. No es del todo cierto que se esté asistiendo a la conformación de una espacialidad o una temporalidad global única, un mundo plano, como sugiere Friedman. Más bien lo que ocurre es que el espacio y el tiempo se han convertido en escenarios de competencia entre distintos actores, en su afán de reconfigurar o de perpetuar el poder. El globalismo del mercado promueve una idea de tiempo “urgente”, el cual carecería tanto de una proyección de futuro como de profundidad histórica. Este sentimiento de vivir la urgencia o la inmersión en el tiempo presente se explicaría porque hasta hace algunas décadas nos enfrentábamos a un mundo que se estructuraba en torno al tiempo de la política, lo que implicaba constantes referencias al pasado para el manejo del presente y mantenía el objetivo de proyección hacia el futuro. El predominio del presente acentúa el individualismo porque rompe con la solidaridad entre generaciones y entre los individuos de una misma 130 Hugo Fazio Vengoa generación. Con los cambios económicos, tecnológicos y comunicacionales de las últimas décadas, y por el importante rol que le ha correspondido al globalismo del mercado, se ha asistido a una gran transformación cultural que ha desplazado el tiempo de la política como vector estructurador por el tiempo de la economía y, sobre todo, del mercado, el cual, a partir de la velocidad del consumo, de la producción, de los intercambios y las ganancias, desvincula el presente del pasado, transforma todo en presente e involucra los anhelos futuros en la inmediatez. La hipermovilidad a que dan lugar el liberalizado mercado, la hipertrofia de las finanzas en la economía y la acelerada renovación de las nuevas tecnologías es un asunto muy real y existe evidentemente. Equivocados estaríamos nosotros si pretendiéramos negar su existencia o minimizar su importancia. Pero lo que sí se puede cuestionar es que cuando sólo se destaca esta dimensión del problema se pierde de vista la estrecha relación que sigue existiendo entre el poder político y el económico y las temporalidades propias de los ámbitos locales y de los globales. Igualmente, se puede sostener que esta proclividad a acelerar el caudal del río de la historia y ocupar todo su lecho es un procedimiento que pretende unificar, homogeneizar y compactar el mundo en torno a las dinámicas propias del globalismo del mercado. En este punto se debe recordar que, no obstante los elementos del discurso, la historia ha extensamente documentado que no existe acumulación de capital sin una correspondiente acumulación de poder. A lo largo de los siglos esta correspondencia se ha hecho simplemente más expansiva, más abarcadora espacialmente y, en ese sentido, se ha tornado más difusa la correlación entre poder político y acumulación de capital, pero no por ello menos efectiva, como ha demostrado Giovanni Arrighi en su interesante historia comparativa, que arranca con las ciudades Estado italianas, pasando por las fases holandesa, británica, hasta llegar a la estadounidense, y sugiriendo próximamente una fase asiática (Arrighi, 2000). Pero tampoco está de más recordar que los niveles de compenetración a que ha dado lugar el globalismo del mercado han generado unas formas de interdependencias muy evidentes, situación que ha terminado dándole una mayor preeminencia al poderío asiático. A pesar de su impresionante fortaleza, el capitalismo norteamericano comporta grandes debilidades, como son sus abultados desequilibrios comerciales y fiscales, motivados por su desaforado consumismo. Quienes más prestamente salen a cubrir estos déficits a través de la adquisición de los bonos del Tesoro son los bancos centrales de China, Japón y Taiwán, países cuyas economías son fuertemente dependientes del expansivo mercado norteamericano. Paul Krugman complementa esta idea con un dato adicional sobre la economía china, cuando escribe que hasta antes de la crisis financiera mundial de Desarrollo, globalización e historia global 131 1997-1998, los movimientos de capitales parecían encajar en el patrón histórico, ya que los fondos fluían de Japón y los países occidentales a los “mercados nuevos” de Asia y Latinoamérica. Pero en los tiempos que corren van al revés: el capital fluye de los mercados nuevos, especialmente China, hacia Estados Unidos. Este flujo ascendente no es la consecuencia de decisiones tomadas por el sector privado, sino el resultado de una política oficial. Para impedir que el yuan suba, el gobierno chino ha estado comprando enormes cantidades de dólares e invirtiendo las ganancias en bonos estadounidenses (Paul Krugman, “China se desvincula”, El País, 24 de julio de 2005). Desde esta óptica se entiende también que, más allá del discurso, sigue existiendo una fuerte compenetración entre poderes políticos y económicos. Por último, otra de las grandes fortalezas del globalismo del mercado ha consistido en reconstruir los espacios sociales, mediante el estímulo para que surjan unas clases transnacionales en cuanto a sus motivaciones y funcionamiento. Así, por ejemplo, algunos autores sostienen que las sociedades latinoamericanas se encuentran ante un creciente proceso de dualización. Esta duplicidad, sin embargo, ya no se expresaría tanto en términos de clases, aun cuando este tipo de contradicciones siga subsistiendo, como con respecto a la escasa capacidad de muchos para acceder a los circuitos globalizados. Un buen ejemplo de esto lo podemos encontrar en el caso mexicano, país en el que un segmento que representa entre un cuarto y un quinto de la población, compuesto por aquellos sectores que reciben ingresos de familiares que se encuentran en Estados Unidos, los grupos que trabajan para el sector exportador y en la industria extractiva, los miles de mexicanos que laboran en la industria maquiladora y los empleados en el sector turístico, constituye un grupo bastante numeroso y lo suficientemente diseminado en la nación como para garantizar la viabilidad del modelo de apertura impuesto y garantizar la estabilidad del país. Por el otro lado, subsisten millares de campesinos, obreros e indígenas, como los de Chiapas, sumidos en la marginación y con escasas posibilidades de incidir en los procesos políticos, económicos y sociales (Castañeda, 1996; Maira, 2000). Los espacios nacionales, en efecto, se dualizan socialmente y todos ellos comportan un primer y un segundo mundo. Quienes ocupan el primer mundo se sitúan en una dimensión temporalizada, mientras los segundos subsisten apegados fundamentalmente a un territorio. El globalismo del mercado también da lugar a dualizaciones transversales y horizontales. Esto lo explica claramente Saskia Sassen en un largo pasaje, cuando escribe: En las décadas de 1960 y 1970, los Estados Unidos jugaron un papel crucial en el desarrollo del actual sistema económico global. Fueron exportadores claves de capital, promovieron 132 Hugo Fazio Vengoa el desarrollo de enclaves manufactureros exportadores en muchos de los países del Tercer Mundo, y aprobaron legislación destinada a abrir su economía y la de otros países al flujo de capital, bienes, servicios e información. La emergencia de una economía global —y el papel central militar, político y económico jugado por Estados Unidos en este proceso— contribuyó tanto a la creación de potenciales emigrantes en el extranjero como a la formación de conexiones entre países industrializados y en desarrollo, que subsecuentemente servirían como puentes para la migración internacional. Paradójicamente, las mismas medidas pensadas para desalentar la inmigración —inversión extranjera y promoción de un crecimiento orientado a la exportación en los países en desarrollo— parecen haber tenido exactamente el efecto opuesto. La prueba más clara de ello es el hecho de que muchos de los países recientemente industrializados, con las tasas de crecimiento más elevadas del mundo se están convirtiendo de forma simultánea en los proveedores más importantes de inmigrantes hacia los Estados Unidos […] La razón más importante para la continuación de los enormes flujos entre los nuevos grupos de inmigrantes ha sido la rápida expansión de la oferta de empleos de bajo salario en los Estados Unidos y la precarización del mercado de trabajo con las nuevas empresas en crecimiento, particularmente en las grandes ciudades. (Sassen, 2003: 66-67 y 78) ¿Cuál es la lectura del desarrollo que se desprende de la lógica de actuación del globalismo del mercado? En general, éste parte del supuesto de que, en su esencia, la “apertura al mundo” constituye la única propuesta de desarrollo posible. Del globalismo del mercado han surgido dos corrientes principales de pensamientos sobre el desarrollo: la teoría de la interdependencia y el neoliberalismo. La primera fue un pensamiento nacido en Estados Unidos como respuesta a la alta difusión y aceptación que en los años setenta alcanzó la teoría de la dependencia. La interdependencia ha sostenido que el Estado no es el único agente en la vida internacional, pues otros actores, principalmente económicos, también actúan en este plano. El Estado deja de ser percibido como un actor unitario, porque se sostiene que en su interior existe una multiplicidad de agentes que poseen diversos grados de influencia y disponen de variadas motivaciones en sus acciones. Pero lo más importante consiste en que la interdependencia centra su atención en el hecho de que en el mundo actual se han construido sólidas y densas relaciones económicas y comerciales que, al tiempo que debilitan la capacidad del Estado para defender sus propios intereses nacionales, convierten al respectivo país en un nudo de confluencia de variados procesos transnacionales. La interdependencia, en síntesis, redimensiona el papel del comercio internacional y de la apertura en el estímulo al desarrollo, procura diluir las categorías de países desarrollados y en desarrollo, al reubicarlos desigualmente en una interdependencia multilateral, y argumenta sobre la necesidad de una participación más activa de todos los países en torno a los nuevos esquemas transnacionales de acumulación. La segunda, el neoliberalismo, recuerda a la lejanía la anteriormente popularizada teoría de la modernización, en la medida en que constituye una abstracción de deseabilidad y condicionalidad a partir de la cual se analizan las distintas experiencias históricas, se reconoce un solo camino para el progreso, en donde Desarrollo, globalización e historia global 133 lo internacional prevalece sobre lo nacional, la lógica de las empresas sobre el Estado, el crecimiento, la competitividad de los sectores modernos por encima de aquellos considerados como tradicionales y el individuo libre sobre la colectividad. El neoliberalismo contiene un recetario que precisa cómo se deben estimular el crecimiento y el desarrollo entre las naciones atrasadas. El neoliberalismo, al igual que su antecesora, la teoría de la modernización, prescribe, desde una abstracción que hace sobre Occidente, la fórmula para introducir un modelo nuevo para las naciones en desarrollo. A pesar de las similitudes que existen entre las viejas teorías de la modernización y el neoliberalismo, subsisten, empero, significativas diferencias. La más importante es que la primera argumentaba la necesidad de crear un poderoso Estado mediante un equilibrio entre los sectores público y privado, pero, desde la década de los años ochenta, con el ascenso del neoliberalismo se han respaldado básicamente el desarrollo del sector privado, el mercado y las estrategias de desregulación de la economía (Slater, 1995: 37-38; Brohman, 1995). Si éstos son los dos referentes teóricos principales por los que ha abogado el globalismo del mercado, en ocasiones se ha apoyado parcialmente en la popularidad alcanzada por otras cosmovisiones. Éste ha sido el caso del posmodernismo. Esta corriente, en su crítica a la modernidad y la modernización, paradójicamente ha terminado suscribiendo el mismo proyecto que presuntamente pretendía criticar: con su reprobación a los proyectos modernos del Estado, el cual es percibido como una maquinaria totalitaria, ha puesto al individuo y a la libertad individual en el centro de un mundo carente de sentido (Laïdi, 2001). En síntesis, las transformaciones que acabamos de resumir, y que se organizan en torno al globalismo del mercado, constituyen prácticas que ninguna estrategia de desarrollo puede, hoy por hoy, desconocer. Pero sí se presenta un serio problema cuando se piensa que estas dinámicas constituyen la esencia del mundo actual y de la globalización y, por ende, del único desarrollo posible. Del neoliberalismo y su corolario, el ajuste, no pueden inferirse políticas de desarrollo porque, “como lo indican sus propias denominaciones, no tienen como fundamento los problemas del desarrollo de las naciones y pueblos, sino la adaptación de los espacios económicos nacionales a las exigencias de funcionamiento y de coherencia del espacio económico internacional, es decir, en última instancia, también a los criterios internacionales de la valorización del capital” (Peemans, 1996: 16). Por un desarrollo alternativo en la historia global Antes de adentrarnos en el tema específico de este capítulo, conviene detenerse brevemente en el siguiente problema: entender cuál puede ser el actor o agente 134 Hugo Fazio Vengoa social capaz de promocionar la difusión de propuestas alternativas de desarrollo. La pertinencia de esta pregunta radica en la siguiente constatación: con anterioridad a la Primera Guerra Mundial, los referentes que convocaban a la izquierda se correspondían casi a la perfección con el mundo que entonces se vivía: el internacionalismo. No está de más recordar una bella expresión del pensamiento marxista: “¡Proletarios del mundo, uníos!”. No existía distinción entre los intereses de los trabajadores de un lugar con los del resto del mundo, todos tenían que participar mancomunadamente en la destrucción de las cadenas de la explotación. En ese entonces, nadie hubiera siquiera imaginado que fuera posible desarrollar “el socialismo en un solo país”, pues, de acuerdo con la experiencia de 1848, las revoluciones serían permanentes espacial (el encadenamiento de las revoluciones de país en país) y temporalmente (acelerados saltos cualitativos que construyeran las bases del socialismo en todos los países). Pero, ¿qué ocurre hoy? Esa izquierda, la cual estaba interesada en promocionar un desarrollo alternativo, ya no existe. Los movimientos críticos con el sistema, representados, hoy por hoy, en varias organizaciones que hacen parte de los movimientos alterglobalización no son más que un pálido reflejo del internacionalismo decimonónico. En los llamados países desarrollados, pero lo mismo está ocurriendo en las demás sociedades del planeta, la izquierda ya no reconoce distingos de clase, limita su accionar a manifestar una sensibilidad y apoyo a los sectores más desfavorecidos de los países más atrasados del planeta. La concepción clasista ha cedido su lugar al sueño de la justicia social. No podemos menos que compartir las palabras de Berger, cuando sostiene que, en relación con la izquierda europea: … el internacionalismo contemporáneo se interesa principalmente por las poblaciones y las sociedades que no pueden objetivamente ser consideradas como una amenaza económica para los intereses del electorado de izquierda. La izquierda no exige ni se impone ningún sacrificio mayor cuando presiona por anular la deuda de los países pobres, cuando propone proteger la propiedad de las plantas indígenas, fabricar medicamentos genéricos, cuando milita por establecer una “soberanía agrícola”, o para acordar a los países más pobres excepciones distintas a las reglas de la OMC. (Berger, 2003: 70-71) La justicia social se ha convertido en una solidaridad muy altruista, pero que no implica ningún tipo de sacrificios. Más aún, esta misma izquierda, generosamente preocupada por la suerte de los marginados de los países más atrasados, es la misma que se inquieta y teme por el arribo masivo de mano de obra calificada y no calificada proveniente de naciones extranjeras a sus respectivos países. Y es la misma que palidece cuando percibe los costos sociales “nacionales” que entraña la deslocalización de empresas en países donde la mano de obra es más económica. Y es la misma que se intranquiliza por la ampliación de las diferencias en términos de ingresos entre trabajadores del mismo país, pero no muestra la mis- Desarrollo, globalización e historia global 135 ma solidaridad cuando crece exponencialmente la brecha entre los trabajadores de distintas naciones. Muchos podrán preguntarse: ¿cuál es la pertinencia de desarrollar esta reflexión? El asunto, en el fondo, es muy simple: el globalismo del mercado ha elegido una clara y evidente opción en el mundo de hoy y ésta no es otra cosa que un discurso y una práctica de derecha. Si se quiere promover un desarrollo alternativo, éste tiene que ser obligatoriamente de izquierda. Pero, ¿de cuál izquierda estamos hablando? Cuando los sectores progresistas quieren mostrarse como defensores de los genuinos intereses de izquierda, en realidad, no son de izquierda. No sólo no han comprendido el cambio que ha experimentado el mundo, sino que, a su pesar, siguen defendiendo un, hoy por hoy, retrógrado nacionalismo metodológico. Los problemas del mundo de hoy requieren de una izquierda que recupere las consignas de su émulo en el siglo XIX, pero que los interiorice no internacional sino globalmente. Es decir, el desarrollo argumentativo que propondremos a continuación es una propuesta carente de sujeto, pero esperamos que pueda contribuir a alimentar el debate para unos nuevos referentes de acción global y cosmopolita. Volvamos, entonces, a la interrelación entre globalización y desarrollo. Como sosteníamos anteriormente, una manera más precisa y distinta de entender la globalización, en contravía del discurso del globalismo del mercado, es a partir de la idea de que entraña una transformación histórica y, por tanto, se asiste a una particular y radicalizada compresión del tiempo y del espacio, la cual ha dado lugar al surgimiento de un entramado que hemos definido como una historia global. De ello se infiere que lo que ha cambiado ha sido la manera como las relaciones y los hechos sociales se sitúan en las distintas dimensiones espaciotemporales. Sin entrar a negar los elementos antes señalados por el globalismo del mercado, la globalización no consiste simplemente en el surgimiento de espacialidades más grandes (mundiales) que enlazan a las más pequeñas (nacionales, regionales y/o locales), ni tampoco en que toda la organización económica mundial repose en aquellos dos estratos que definía Braudel como la esfera del mercado y el capitalismo. En realidad, la globalización alude a formas complejas de entrelazamiento que se producen entre todas ellas. La manera como se compenetran no sigue solamente una secuencia vertical y/o jerárquica, de mayor a menor o de menor a mayor, sino que también da lugar a la aparición de relaciones transversales y horizontales, tal como ha demostrado Saskia Sassen al relacionar inversiones extranjeras, globalismo del mercado e intensificación de las migraciones, como tuvimos ocasión de ilustrarlo en páginas anteriores. Sin duda que ello explica uno de los grandes problemas que enfrenta cualquier análisis que se proponga determinar la naturaleza de la globalización: 136 Hugo Fazio Vengoa estas distintas escalas espaciales se entrecruzan sin que ninguna de ellas asuma una posición de liderazgo, que configure un mapa valorativo y les de un sentido a las otras. En su representación espacial, la globalización se expresa como una desordenada y caótica concatenación de estas disímiles espacialidades, las cuales son portadoras de distintos grados de intensidad, cobertura y radio de acción, y se despliegan diferenciadamente en sus expresiones temporales. En su dimensión temporal, la globalización alude a la separación del tiempo del lugar, la transformación del tiempo universal en una dimensión social, su pluralización en distintas temporalidades, la alteración en la manera como se relacionan los individuos con sus hábitats tradicionales al incorporarse a las nuevas espacialidades temporalizadas. Al igual que ocurre con el espacio, que desde el advenimiento de la modernidad se ha fragmentado en múltiples dimensiones, muchas de ellas disociadas con respecto al lugar, el tiempo, descompuesto en una pléyade de duraciones, se ha convertido en una categoría social plena que ha hecho posible profundas alteraciones en el funcionamiento de las sociedades. El énfasis en esta dimensión de la globalización sugiere perspectivas nuevas para emprender novedosos análisis sobre los temas del desarrollo. Primero, porque cuando se sostiene que el núcleo de la globalización consiste en una compresión del espacio por el tiempo, se está optando por una lectura que sobrepasa el anterior pensamiento economicista, pues se destaca que la globalización es un fenómeno multidimensional, que se expresa con diferentes ritmos, intensidades y alcances en la totalidad de ámbitos sociales y, por tanto, que sólo puede explicarse en términos globales. La interpretación predominante sobre la acumulación en condiciones de globalización puede ayudar a ilustrar este punto. El economicismo del globalismo del mercado tiende a ver en la acumulación simplemente un proceso técnico de reproducción ampliada del capital. Lo que usualmente se olvida es que la acumulación es también un proceso de diferenciación social, de reproducción de las desigualdades y de concreción de una disimilitud en términos de poder entre las cosas y las personas. “La acumulación no puede confundirse solamente con los resultados del aumento de la productividad por la inversión y el progreso técnico de los polos exitosos […] La acumulación es, por naturaleza, un proceso de múltiples facetas, cuyos componentes son interdependientes y que no pueden ser aislados en la realidad de las estrategias de los grupos y de los individuos que se posicionan de manera dominante” (Peemans, 2002: 365). Segundo, cuando se sostiene que la globalización constituye una transformación histórica, se despliega una perspectiva que va más allá de la concepción del globalismo del mercado que se aferra a la contraposición entre lo local y lo global, Desarrollo, globalización e historia global 137 la cual le asignaba al primero el sentido de continuidad, y al segundo, el de cambio. La globalización no es una macroestructura que extiende sus tentáculos por encima de las naciones, sino que se realiza global y localmente al mismo tiempo. Con la intensificación de la globalización entra a convivir una pluralidad de tiempos, los cuales, en determinados puntos, se concatenan, confluyen y/o colisionan. Un excelente ejemplo de esto último lo ofrece John Tomlinson con una referencia a la película Mange Tout, la cual nos remite al problema de que globalizarse no es sinónimo de movilidad. El film muestra… … los vínculos económicos y culturales que se establecen en la producción de chícharos en una granja de Zimbabwe, que cultiva este vegetal sobre la base de un contrato exclusivo con la cadena inglesa de supermercados Tesco. Uno de los aspectos más reveladores de la película es el de los niveles relativos de información o ignorancia mostrados por los productores o los consumidores. Como se esperaría, los compradores entrevistados apenas tenían alguna idea del origen de los chícharos o de la ubicación geográfica de Zimbabwe, así como casi ningún interés en las condiciones de producción de la mercancía. En contraste, los trabajadores de la granja que fueron entrevistados mostraron un sentido bien definido de la relación de intercambio distante que es de gran importancia para sus vidas. Esto se extendió desde un sentido sutil de la jerarquía de la demanda por satisfacer y la importancia de mantener las normas exactas de calidad del producto “demandado” por el consumidor invisible hasta la conciencia aguda de la importancia que para la economía de Zimbabwe tiene la entrada de divisas. Pero también se evidenció una interpretación rica, imaginativa y mítica de cómo debe ser la vida de los habitantes del norteño “reino de Tesco”, que contrastó claramente con la relativa pobreza imaginativa de los consumidores ingleses. (Tomlinson, 2000: 136) Como señalábamos anteriormente, otro aspecto novedoso de la globalización como transformación histórica consiste en que permite identificarla como un proceso, historizarla, es decir, aprehender las singularidades, dinámicas y diferencias de cada una de sus etapas. Y, en ese sentido, permite pensar más allá de la lógica del globalismo del mercado, porque no es en este último donde está contenida la clave misma de la globalización. El globalismo del mercado es una realidad a la que nadie puede sustraerse, pero reconocer su existencia no significa aceptar su discurso ni su programa. Es precisamente esta perspectiva la que nos permite argumentar en torno a la necesidad de pensar el desarrollo como una economía política neobraudeliana. Por último, como transformación histórica, la globalización muestra que, a diferencia del globalismo del mercado, que equipara globalización con interdependencia, se está asistiendo a una superación del espacio por el tiempo, con lo cual la globalización se identifica con un proceso de interioridad del mundo y, por ende, de la totalidad de espacios sociales, incluidos los más localizados. De ello se puede inferir que la intensificación de la globalización ha derivado en el surgimiento de un espacio social global, donde se realizan las nuevas formas mundiales de espacialización de la economía. 138 Hugo Fazio Vengoa Es precisamente este último punto, es decir, la emergencia de un espacio social global, lo que le ha dado un vuelco al funcionamiento del capitalismo y nos permite entender la materialidad de las transformaciones del mundo actual. El capitalismo dejó de ser un sistema que se desarrolla y organiza dentro de un espacio territorial específico para después expandirse, como ocurrió entre los siglos XV y gran parte del XX. Hoy en día el capitalismo es global en sus mismos fundamentos. De acuerdo con Hoogvent, este aniquilamiento del espacio por el tiempo incide de tres formas fundamentales en la economía de la globalización. Primero, el mundo compartido da lugar a la emergencia de una disciplina de mercado global, fenómeno, por cierto, distinto al mercado global. Mientras la competición global creó las condiciones estructurales para la emergencia de una disciplina del mercado global, ha sido la compresión espacio/tiempo la que engendró el mundo compartido que sostiene y reproduce esta disciplina en el día a día. Segundo, reordena la forma en que las actividades económicas son conceptualizadas y organizadas. Si antes las actividades económicas se dividían en primarias, secundarias y terciarias o en actividades con alto o bajo valor agregado, ahora se deben reclasificar en actividades en tiempo real, donde la distancia y la localidad pierden importancia, y en actividades materiales para las cuales aún es importante la localización. Tercero, el dinero se ha convertido en un recurso en tiempo real que permite nuevas formas de movilidad (Hoogvent, 2001: 131). Cuando se habla de un espacio social global se sostiene que la dinámica fundamental de la globalización no consiste en la apertura de las economías nacionales, sino en la recomposición parcial del espacio de la regulación nacional. Como claramente ha demostrado Kebadjian, desde un punto de vista analítico, la economía nacional puede definirse a partir de un número determinado de elementos: es un espacio de regulación monetaria, mercantil, de producción, de construcción de formas institucionales y de compromisos sociales. Con la globalización económica se constituyen nuevos espacios de regulación, los cuales son espacios no nacionales, como las zonas monetarias, los mercados mundiales integrados, la producción globalizada, la movilidad de algunos factores de producción y la aparición de nuevos espacios de formulación de reglas, normas y políticas económicas (Kebadjian, 1999: 55-56). Este espacio social único que sustenta la globalización de la economía tiene una importancia mayor en cualquier tentativa de repensar el desarrollo, pues las nuevas jerarquías ya no son geográficas, en el sentido de que existirían un centro, una semiperiferia y una periferia, tal como sostenían el mismo Braudel (Helleiner, 2000) o Wallerstein (1985) para los siglos XVI y XX, sino sociales, dentro del marco de un espacio social mundial, por cuanto la globalización se realiza en las distintas espacialidades, incluidas las más localizadas. Desarrollo, globalización e historia global 139 Esto nos lleva al siguiente punto: el globalismo del mercado nos mostró la fuerza que hoy en día tienen los elementos sincronizadores (polos exitosos, organizaciones multilaterales, la competitividad, la flexibilidad), el enfoque a partir de la compresión espaciotemporal, y la pluralización de los mismos nos muestra la vitalidad que siguen teniendo los factores diacrónicos en este mundo global. Es aquí donde la historia entra a jugar de manera poderosa como explicación y verificación: de una parte, porque con la intensificada globalización, la adaptabilidad de unos y otros colectivos difiere en razón de la densidad de su trayectoria histórica. Así, por ejemplo, es más dúctil un sistema económico extravertido donde previamente existieron prácticas en tal sentido (v. gr., la República Checa), que donde no (Rusia). La densidad histórica, de tal suerte, se convierte en un factor central que permite realizar la sincronicidad, sin mayores situaciones disruptivas. Pero también los casos más exitosos de desarrollo en condiciones de globalización han ocurrido en aquellos países que han dispuesto de poderosos Estados empresariales y programadores, tal como lo demuestra la experiencia de los países del sudeste asiático, y de México, Chile, Brasil y Costa Rica, en el caso latinoamericano. La densidad histórica nos conduce a imaginar un modelo que reúna los distintos estratos definidos por Braudel. Los dos últimos han estado más fuertemente compenetrados con la globalización, no así el primero, el de la vida material. Un rasgo distintivo de este estrato es la economía informal, la cual también produce bienes y servicios que satisfacen necesidades, pero muchas veces no constituye una actividad propia de una sociedad salarial, y su objetivo no es la acumulación ilimitada. En sí, se puede concluir que, en condiciones de intensificada globalización, no es cierto que exista sólo una posibilidad de desarrollo. Con la globalización se transforman pero no se extinguen las trayectorias de las sociedades. Se asiste a un entrelazamiento de la diacronía de los entramados históricos particulares con la sincronía de la contemporaneidad globalizada. La globalización, por tanto, puede convertirse en una creadora de oportunidades de desarrollo, pero siempre y cuando se comprendan su cambiante naturaleza y sus complicadas reglas de juego. Como hace algunos años escribía Aldo Ferrer: “nunca han sido más importantes que en la actualidad las especificidades nacionales y la calidad de las respuestas de cada país a los desafíos y oportunidades de la globalización. La experiencia histórica y la contemporánea son concluyentes: sólo tienen éxito los países capaces de poner en ejecución una concepción propia y endógena del de- 140 Hugo Fazio Vengoa sarrollo y, sobre esta base, integrarse al sistema mundial” (Ferrer, 1999: 23). Una tesis análoga sostiene Alain Touraine cuando escribe: Al mismo tiempo que es necesario reconocer los elementos de modernidad y los esfuerzos de modernización en las regiones subdesarrolladas, es necesario identificar los componentes no modernos (e incluso no modernizadores) de los países llamados desarrollados. Los casos más interesantes son aquellos en los que el empuje necesario a la construcción de un mundo moderno se dio por apelación al pasado y a la salvaguarda del interés nacional. El caso de Japón es el más conocido pero no es el único. Las élites dirigentes más eficaces no son aquellas que sólo hablan el lenguaje futurista, sino, al contrario, las que buscan conscientemente aumentar la compatibilidad de la modernidad con elementos sociales y culturales diferentes, para reforzar los factores de modernización. (Touraine, 2005: 197) Los argumentos anteriores nos llevan a formularnos una pregunta y a proponer una respuesta tentativa. Si existe un espacio social global, ¿cómo debe pensarse, entonces, la correlación entre globalización y desarrollo? Para numerosos autores, como el desarrollo es un asunto eminentemente nacional, entonces cuando se quiere rechazar el globalismo del mercado, se encuentra que la única garantía para estimular este proceso descansa en el Estado. Seguramente, ella es la razón de por qué numerosos autores abogan por un reforzamiento del papel del Estado como mecanismo de contestación del poder del globalismo del mercado. A nuestro modo de ver, esta perspectiva contiene un serio problema: sigue apegada a una contraposición entre la nación, representada y encarnada en el Estado, y la globalización. Ya tuvimos ocasión de demostrar anteriormente que la globalización es mucho más que una simple interconexión entre partes, o sea, de naciones. Cuando se sostiene una perspectiva tal, no sólo se sigue apegado a un nacionalismo metodológico; más importante aún es que se refuta de entrada cualquier posibilidad de pensar en el desarrollo en un contexto de globalización. Pero si entendemos de una manera más multifacética la globalización, es decir, como una transformación histórica, premisa a partir de la cual se ha comenzado a construir la historia global, y suponemos que los problemas que comporta el desarrollo son fenómenos globalizados, entonces la perspectiva es muy diferente y entraña además importantes elementos de optimismo para repensar el desarrollo. En efecto, en un mundo como el que nos ha correspondido vivir, cuestiones como la pobreza, la desigual distribución de la renta, las condiciones de vida, las diferencias de ingreso, etcétera, son problemas que se han globalizado, y debe encontrarse una respuesta en términos igualmente globales, y es falso, por tanto, seguir imaginando que estos dilemas pueden seguirse intentado resolver dentro de los estrechos marcos de la nación. Si el globalismo del mercado tiene una gran intuición en cuanto a qué regiones del planeta le ofrecen mejores garantías para incrementar sus ganancias, debe presuponerse que, en efecto, existen ámbitos y dinámicas que, en los Desarrollo, globalización e historia global 141 hechos, se han globalizado. Esto es lo que nos lleva a sostener que los problemas medulares del desarrollo hacen parte de la globalidad y deben resolverse en esos mismos términos. Por lo tanto, ni el nacionalismo metodológico ni una respuesta estadocéntrica permiten encontrar soluciones a esos problemas. Si el gobierno de un país opta por elevar el bienestar de su población, el globalismo del mercado procurará desplazar sus actividades en aquellas direcciones en donde las ganancias puedan seguir siendo elevadas, es decir, donde los salarios sigan siendo bajos. El asunto de fondo es que el globalismo del mercado sí ha entendido que estos problemas se han globalizado y busca globalmente procurarse la mayor rentabilidad. La verdadera alternativa es, por tanto, pensar el desarrollo como un asunto global. Aquí surge otra pregunta: ¿cómo se puede globalizar el desarrollo sin caer en las viejas utopías? Para responder a este interrogante, hagamos una breve referencia a los principales actores de la globalidad, tal como tuvimos ocasión de desarrollarlo in extenso en un trabajo anterior (Fazio, 2004). Se deben considerar tres tipos de agentes: el primero simplemente lo mencionaremos porque ya tuvimos ocasión de referirnos a él por extenso: el globalismo del mercado, actor dotado de un gran poder y una alta capacidad de influencia en temas económicos y financieros. El segundo, muy visible sobre todo luego del Once de Septiembre, es el Estado, pero no el legendario Estado-nación, sino el Estado transnacional cooperante, es decir, un aparato que entiende sus límites para resolver los principales problemas que aquejan al mundo actual. El tercero está representado por la naciente sociedad civil global, actor débil en temas de seguridad (hegemonizados por los Estados) y económicos (predominio de las instituciones financieras y comerciales transnacionales), pero cuyo papel aumenta progresivamente en campos relativos a las desigualdades, la pobreza, el desarrollo, los derechos humanos y el medio ambiente. Recordemos que estos temas ya no se encuentran aprisionados en compartimientos estancos, ni pueden seguir siendo pensados como si estuvieran aislados o al margen de los otros tópicos de la agenda mundial. De hecho, atraviesan el campo de la seguridad y la esfera económica. Esta situación ha terminado realzando el papel de esta sociedad civil global frente a los Estados y a los agentes económicos transnacionales. Diferentes acontecimientos que se vienen sucediendo desde finales del siglo pasado se han traducido en la confirmación de que el mundo está asistiendo a la aparición de un globalismo social, el cual ha entrado a negociar con el Estado y los agentes transnacionales del mercado la dinámica y la representación misma de la globalización. La irrupción de este nuevo agente ha implicado un redimensionamiento del papel del Estado, porque éste constituye la única garantía de vigilancia y regulación sobre el liberalizado globalismo del mercado. El papel 142 Hugo Fazio Vengoa del Estado también aumenta porque es el único actor capaz de potenciar, bajo la iniciativa y control del globalismo social, estrategias de desarrollo, derechos humanos y sostenibilidad globalizantes. Es un Estado que, por tanto, debe desnacionalizarse y asumir un perfil transnacional, cooperante y cosmopolita. A partir de este nuevo equilibrio entre el globalismo del mercado, el Estado transnacional cooperante y una incisiva sociedad civil global, se abren las compuertas para el desarrollo de una globalización cosmopolita. La consolidación de este tercer agente, producto de la madurez alcanzada por la intensificación de las tendencias globalizantes, aunada al potenciado Estado y a las vigorosas instituciones globalizantes del mercado, puede inaugurar el inicio de un ciclo cosmopolita porque sienta las bases sociales e institucionales para la configuración de un paradigma neofordista global, es decir, la emergencia de un esquema de transacción similar a aquel pacto que fue la principal garantía de los “años dorados” entre el capital, el Estado y el movimiento obrero, el cual preveía un mecanismo de acumulación intensiva con base en la consolidación de las técnicas taylorianas y de la automatización como paradigma tecnológico, una sistemática redistribución de las ganancias en productividad entre las diferentes clases sociales, una producción y consumo de masas como régimen de acumulación, elevadas normas de productividad, un sistema contractual de fijación de las medidas salariales y la internacionalización del capital. Pero, a diferencia de aquel régimen de acumulación, el paradigma neofordista debe desarrollarse a escala global y, por la heterogeneidad de los Estados y de los agentes sociales que compromete, debe abogar por una acentuación del paisaje dialéctico y simbiótico entre los agentes que actúan en un plano mundial (el globalismo del mercado), los esquemas macrorregionales (los procesos de integración), los actores que encarnan la “voluntad” nacional (las organizaciones estatales) y los variados escenarios locales, los cuales deben asumir una vocación globalizante, representados en una pléyade de organizaciones sociales. Este neofordismo global debe sustituir al popularizado Consenso de Washington, es decir, aquella agenda económica que sólo reconoce el libre comercio, la liberalización del mercado de capitales, rechaza la mayor parte de las regulaciones y favorece la transferencia de bienes y de iniciativa del sector público al privado. Lo denominamos neofordismo porque su énfasis no consiste en un retorno a economías estatizadas, sino en la reintroducción de ciertas regulaciones al mercado, porque el desarrollo sólo puede alcanzarse con base en la integración económica interna, la calificación del capital humano, la modernización de la infraestructura y la constitución de sólidas instituciones nacionales transnacionalizadas. Este nuevo paradigma podría convertirse en un nuevo contrato social que atempere la colisión de globalizaciones y cree un contexto que reubique nuevamente Desarrollo, globalización e historia global 143 a las distintas tendencias globalizantes dentro de un gran movimiento envolvente y sincronice el sentido, el poder y la direccionalidad, bajo una representación cosmopolitamente “glocalizada”. Conviene recordar que los períodos de transición en general, y en particular el actual, entrañan una gran riqueza. Constituyen escenarios en los cuales no hay tendencias decantadas, fijas, inmóviles y menos aun inmutables. Las fases de transición conforman un momento ideal para representar un mundo ideal. El estudio de la globalización enseña que ésta no constituye una condición fatal a la que inexorablemente se esté condenado, sino que es una creadora de oportunidades. Este paradigma cosmopolita debe convertirse en un programa que piense el mundo en su conjunto y que construya adecuados equilibrios entre la seguridad, la interdependencia económica, la reducción de la pobreza y la solución mancomunada de los problemas globales. Si queremos decirlo en otros términos, podemos afirmar que para que la globalización se pueda convertir en una oportunidad para el desarrollo dentro de este esquema neofordista, se debe repensar esta correlación a partir de aquellas categorías histórico-antropológicas que son las que tematizan el tiempo histórico: los espacios de experiencia y los horizontes de expectativas. Como enseñaba Koselleck (1993), la experiencia es un pasado presente espacial que reúne simultáneamente muchos estratos de tiempo, pues “evoca posibilidades de recorridos de acuerdo con múltiples itinerarios, sobre todo de reunión y de estratificación en una estructura en capas que hace que el pasado acumulado de este modo escape a la simple cronología” (Ricoeur, 2001: 72). El horizonte es aquella línea siempre distante que abre en el futuro el despliegue de un hipotético espacio de experiencia. La modernidad dentro de esta perspectiva ha sido concebida como un tiempo nuevo donde las expectativas se alejan de las experiencias hechas anteriormente. En condiciones como las actuales, cuando ha entrado a debutar una historia global, la correlación directa entre experiencias y expectativas ya no es sostenible, porque se desvaneció la linealidad a la que nos había acostumbrado la modernidad clásica. El desarrollo debe, por tanto, pensarse como una rearticulación y sincronización entre experiencias y expectativas, es decir, como horizontalizables espacios de experiencias. Bibliografía ALBA, Carlos et al,, 2001, Las regiones ante la globalización, México, El Colegio de México. ALBROW, Martin, 1997, The Global Age: State and Society beyond Modernity, Cambridge, Polity Press. ALI, Mohammadi (editor), 2002, Islam Encountering Globalization, Nueva York, Routledge Courson. ALVATER, Elmar y MAHNKOPF, Birgit, 2002, Las limitaciones de la globalización. 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