LARRA, MUERTE DE UN ALMA ATORMENTADA 1. INTRODUCCIÓN El día 15 de febrero de 1837, uno de los grandes y más leídos periódicos de la época, el Eco del Comercio, en la cuarta plana, no en la primera, ni en la segunda, publica el siguiente suelto: «A las ocho menos cuarto de la noche de antes de ayer, se suicidó de un pistoletazo nuestro distinguido escritor don Mariano José de Larra, bien conocido en el mundo literario por sus muchas y preciosas producciones, y cuya pérdida habrán de lamentar eternamente todos los que sepan apreciar nuestras glorias literarias, que tanto lustre han adquirido con las obras de este desgraciado joven. No nos atrevemos por delicadeza a manifestar la causa que ha motivado esta catástrofe. Noticiosos sus muchos amigos de que había de enterrarse su cadáver en la mañana de hoy en sepultura de misericordia, por no haberse dado disposición alguna por ninguno de sus parientes para que se efectuase con el decoro debido a uno de nuestros primeros ingenios, se decidieron a costearle su entierro y sepultura, que tendrá efecto a las cuatro de la tarde de hoy, saliendo de la iglesia de Santiago donde está depositado, acompañándole hasta su última morada la juventud literaria de Madrid». 2. LARRA: UN HOMBRE DESESPERADO En su artículo El día de difuntos de 1836, Larra muestra ya toda la amargura y desilusión ante la situación española que, curiosamente, coincide con su estado de ánimo. A donde mira no ve más que un cementerio y su propio corazón sufre el abandono de un amor. Políticamente ha desistido de sus ideales, debe abdicar de unos postulados que antes defendía con toda pasión. Así se lo echa en cara al criado – voz de su conciencia – de La Nochebuena de 1836. Incluso su relación amorosa, antes discreta por ser adúltera, se ha convertido en un escándalo que, al final y al cabo, es resultado de la inestabilidad emocional; sabe que su historia romántica termina. Luis de Clemente cuenta que Larra durante el mes de febrero de 1837 intentó volver con su amante, Dolores Armijo de Cambronero, quiso hablarle y quedaron para reunirse en casa del escritor. Una nota de Fígaro establece la cita: “He recibido tu carta. Gracias: gracias por todo. Me parece que si pudieran ustedes venir, tu amiga y tú, esta noche, hablaríamos, y acaso sería posible convenirnos. En este momento no sé qué hacer. Estoy aburrido y no puedo resistir a la calumnia y a la infamia. Tuyo”. 1 Como se aprecia por el texto, todavía quedaba alguna esperanza en su ánimo, pues cree que la reunión será positiva y establecerá de nuevo buenas relaciones. El 13 de febrero, ya anochecido, en plena algarabía de martes de carnaval, llegó Dolores, acompañada de una cuñada suya, a la casa de Larra, en la calle de Santa Clara número 3. No se avinieron. Hubo súplicas, ruegos y, por último, voces que precipitaron la salida de las damas con la negativa de volver a verse. A Larra “no le quedó ningún clavo donde agarrarse”.Cuando éstas se hallaban en el portal, oyeron el pistoletazo con el que el escritor puso fin a su vida. La hija de Larra, Adela, de tan solo seis años, descubrió el cadáver inerte de su padre al ir a darle las buenas noches. Tenía veintisiete años. Dolores Armijo no imaginaba que el azar le tenía preparado un trágico desenlace, ya que tan sólo unos meses después del suicidio de Larra, sería víctima de un desastre inesperado. No sabía, que el viejo mercante en el que se embarcó para huir de las murmuraciones e iniciar una nueva vida con su marido, que había sido trasladado a un alto puesto en Manila, nada menos que como Secretario de la Capitanía General, no llegaría a Filipinas, pues se hundiría a la altura de la costa de Buena Esperanza y no habría supervivientes. Mariano José de Larra pasó con este final a ser el símbolo del escritor romántico, su lucha y rebeldía le habían llevado a tan fatal decisión. El miércoles por la tarde, 15 de febrero, se le organizó un solemne entierro por parte de sus amigos y admiradores. Cuando el ataúd con sus restos se hallaba junto a la tumba, se acercó un joven pálido y delgado, de tan solo diecinueve años, a quien nadie conocía, que comenzó a leer una composición en honor del suicida: Este vago rumor que rasga el viento es la voz funeral de una campana, vano recuerdo del postrer lamento de un cadáver sombrío y macilento que en sucio polvo dormirá mañana… No lo pudo concluir debido a la emoción, y el mismo cortejo fúnebre que acompañaba a Larra hasta el cementerio devolvió triunfante al nuevo poeta, José Zorrilla, que desde entonces será el máximo representante de la poesía romántica española. El propio Zorrilla nos ha referido la escena: “Así, el más triste de los que íbamos en aquel entierro, marchaba yo en él, envuelto en un surtout de Jacinto Salas, llevando bajo él un pantalón de Fernando de la Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata de un fachendoso primo mío y un sombrero y unas botas de no recuerdo quiénes, llevando únicamente propios conmigo mis negros pensamientos, mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera… El silencio era absoluto; el público, el más a propósito y el mejor preparado; la escena, solemne, y la ocasión, sin par. Tenía yo entonces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oída de recitar, y rompí a leer…; pero, según iba leyendo aquellos mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los que absortos me rodeaban el asombro que mi aparición y mi voz les causaba. Imagineme que Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel auditorio tan unísono con mi palabra y aquella ocasión tan propicia y excepcional para que antes del año realizase yo mis dos irrealizables delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de la fama, cuyas alas veía yo levantarse desde aquel cementerio, y vi el porvenir luminoso y el cielo abierto…, y se me embargó la voz y se arrasaron mis ojos en lágrimas…, y Roca de Togores, junto a quien me hallaba, concluyó de leer mis versos, y mientras él 2 leía –¡ay de mí!, perdónenme el muerto y los vivos que de aquel auditorio queden –yo ya no los veía ; mientras mi pañuelo cubría mis ojos, mi espíritu había ido a llamar a las puertas de una casa de Lerma donde ya no estaban mis perseguidos padres, y a los cristales de una blanca alquería escondida entre verdes olmos en donde ya no estaba tampoco la que ya me había vendido”. Sabido es que el entierro de Fígaro constituyó una manifestación de duelo sólo comparable a la de Lope de Vega dos siglos antes. Pero este duelo no obedecía sólo a razones de tipo literario, ni siquiera eran éstas las de mayor peso; “se trataba – nos lo ha dicho un testigo excepcional – del primer suicida a quien la revolución abría las puertas del campo santo, y queríase dar a la ceremonia fúnebre la mayor pompa mundana que fuera capaz de prestarle el elemento laico, como primera protesta contra las viejas preocupaciones que venía a derrocar la revolución”. Por presiones del gobierno liberal, la iglesia aceptó que Larra fuera enterrado en territorio sagrado, a pesar de su condición de suicida. Ello no impide que el acto tuviese una conmemoración simbólica muchos años después, cuando un grupito de jóvenes de ademanes y atuendos extraños se dirigía en Madrid, calle de Atocha abajo, para rendir también su tributo al suicida. “En la tarde del 13 de febrero de 1901 un grupo de jóvenes se dirigía por la calle de Alcalá… en dirección a Atocha. Vestían estos mozos trajes de luto; iban cubiertos con sombreros de copa; llevaban en las manos ramitos de violetas. El sombrero de alguno de estos jóvenes era de ala plana, recta; el cuello iba rodeado con triple vuelta de una negra corbata”. Quien nos hace el relato es Azorín, jefe del estrambótico cortejo. No se trata de discutir a Larra lo que en justicia le corresponde: como escritor vemos en él nada menos que el primer periodista de su tiempo y una sensibilidad de las más finas del siglo XIX español; pero se distinguen en Larra dos personalidades: de una parte, el hombre racionalista del siglo XIX, que lo quiere explicar todo por la razón; de otra, el espíritu apasionado, sensual y orgulloso, que aspira a erigir en ley su capricho. No fue solo el abandono de Dolores de Armijo lo que le impulsó al suicidio; influyeron en éste varios factores: su resbalón político, que tuvo todos los caracteres de un rotundo fracaso; su propia manera de ser, su natural pesimismo, su inadaptación al medio; en parte por culpa del mismo medio; en mucha parte, por culpa de Larra que no sabía o no quería acomodarse a él. Pocos hombres han recibido antes de los treinta años las consideraciones que a él le brindó la sociedad: fama, dinero, honores y el regalo de un acta de diputado gubernamental, que no servía sino para poner de manifiesto la inconsistencia de sus principios. La negativa de una mujer casada a seguir prodigándole sus favores fue la causa inmediata del disparo; la remota y principal fueron el despecho, la hipocondría y un pesimismo que no tenía razón de ser. “Vivo, no correspondía a la amistad de nadie – escribió en 1846 Ferrer del Río – . Larra, con su índole viciosa, su obstinado escepticismo y sin saborear nunca la inefable satisfacción que resulta de las buenas acciones, no cabía en el mundo. A este campo de desolación y tristeza le conducía su instinto aciago, su condición áspera y exigente”. No es muy distinto, aunque más benévolo, el juicio que formula Mesonero Romanos en sus Memorias de un setentón, al hablar de la mordacidad de Larra, “que tan pocas simpatías le acarreaba”. Y Almagro San Martín, en el prólogo citado, escribe: “Larra se muestra ya por entonces (1825), no sólo como un alma trasminada del sentido romántico de la época, sino, aún más, como un temperamento fisiológico normal, mezcla de histerismo e idiosincrasia hepática. Las veleidades de su carácter, que salta del regocijo al pesar, del optimismo al pesimismo más negro; su libidinosidad sin freno, su mal humor creciente, las orejizas que toma a ciertas personas por livianos 3 motivos, hasta su estilo mordaz y bilioso, tanto en privado, cuando hablaba, como en público, cuando escribía, que se manifiestan pródigamente en toda su vida, pueden explicarse claramente por un hígado enfermo y un sistema nervioso tan débil como irritable”. Jesús Miranda de Larra, descendiente del propio autor por línea materna, sostiene que el suicidio del periodista fue un cúmulo de circunstancias: “El orgullo de Larra fue una causa fundamental. No pudo cambiar un país al que amaba. Nació en tiempos de guerra. Ya desde niño había sufrido mucho el horror de un exilio a Francia y la lastra de no tener el cariño de su madre. Fue su primer trauma con las mujeres. Estuvo recluido en su casa con su abuelo que fue el que le educó hasta los tres años. De ahí al exilio y a los internados, desde los 3 a los 13 años. A todo ello se une su fuerte carácter depresivo y desarraigado y una época final que hace mella en su vanidad”. Para Miranda de Larra, el hecho de que Dolores le abandonara fue como poner el arma en las manos de alguien que está deseando suicidarse, porque era algo que ya tenía decidido o por lo menos pensado. 3. CONCLUSIÓN Llegó un punto en que a Larra lo de vivir le pareció una carga insoportable. Demasiado dolor, demasiada desesperación, demasiado vacío. El tiro de gracia que se recetó sobre su sien le libró del tormento. Quizás aquella detonación le instaló para siempre en la leyenda del Romanticismo. Pero también ensordeció el mensaje cívico y renovador que figura en sus numerosos artículos. Larra se suicidó convencido de que caminaba solo y hacia ninguna parte al ver frustrada su lucha por mejorar su patria, por orgullo; no quiso ser parte de la España mediocre y desastrosa que le tocaba vivir. A Larra le dolía todo, pero más era la desilusión y la desesperanza al no poder ver una España en vías de progreso: “Amo demasiado a mi patria para ver con indiferencia el estado de atraso en que se halla”. El desengaño amoroso, primero con Pepita, su mujer, y luego, y especialmente, con Dolores Armijo, fueron la gota que colmó el vaso. Larra llegó a escribir “El amor mata” en la crítica de Los amantes de Teruel, en 1936, vaticinio de su final trágico. 4. BIBLIOGRAFÍA Alma Amell, Alma. (1990). La preocupación por España en Larra. Madrid: Pliegos Almagro San Martín, Melchor de. (1961). Artículos completos. Edición 3ª. Madrid: Aguilar. Chaves, Manuel. (1898). Don Mariano José de Larra (Fígaro). Su tiempo, su vida, sus obras. Estudio Histórico, biográfico, crítico y bibliográfico. Sevilla: Imp. “La Andalucía”, Ferrer del Río, Antonio. (2007). Galería de la literatura española. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Janín, Carlos. (2009). Diccionario del suicidio. Madrid: Laetoli. 4 Miranda de Larra, Jesús. (2009). Larra, Biografía de un hombre desesperado. Madrid: Aguilar. Ortiz de Mendivi J. J. (1998). Estudios sobre Larra. Madrid: Libertarias. Umbral, Francisco. (1976). Larra: anatomía de un dandy. Madrid: Biblioteca Nueva. Varela, J. L. (1983). Larra y España. Madrid: Espasa-Calpe, 5