parte i la configuración de la estética moderna

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parte i
la configuración
de la estética moderna
capítulo i
Modernidad, civilización
y estética
A modo de comparación, y sin mayores pretensiones de exégesis
bíblica, recordemos brevemente el mito del Génesis. Allí se dice
que Dios pensó que no era bueno que el hombre estuviera solo.
Por eso hizo que el hombre cayera en un profundo sopor, y de una
de sus costillas creó a Eva. La superación de la soledad, es decir,
el origen de la coexistencia social, se entiende aquí como natural
no sólo porque el otro salga del propio cuerpo, sino porque tanto
los seres como sus relaciones se inscriben en un orden previo.
La relación social se apoya en un fundamento trascendente, en
la medida en que ella es el resultado de un designio divino. Esta
comprensión de las relaciones sociales, y particularmente lo que
se refiere a su fundamento trascendente, puede resultar usual en
y apropiada para pequeñas comunidades, en donde los vínculos
1 Al respecto véase Hans Robert Jauss, “Tradición literaria y conciencia
actual de la modernidad”, en La literatura como provocación (1970), Ediciones
Península, Barcelona, 1976.
2 g.w.f. Hegel (1807), Phänomenologie des Geistes, Werke, tomo 3, Suhrkamp
Verlag, 1970. En adelante cito como Fenomenología.
Modernidad, civilización y estética
y la sociedad moderna
En la tradición occidental, el surgimiento de conceptos como el de
modernidad o sociedad moderna es antiguo, y su significación varía
en estrecha conexión con contextos históricos y sociales determinados1. Por mi parte, quiero introducir estos conceptos tomando
como hilo conductor los resultados de la célebre lucha a muerte
entre las autoconciencias, expuesta por Hegel en su Fenomenología
del Espíritu2. Aunque podría considerarse que la lucha por el reconocimiento está en la base de toda fundación de las relaciones
sociales, su versión hegeliana se constituye en una especie de mito
fundador de una sociedad, a la que llamaré moderna. Desde el
punto de vista de la historiografía occidental, tal sociedad surge
de la progresiva disolución de los vínculos feudales, contiene los
procesos sociales caracterizados como el Ancien Régime y alcanza
sus perfiles más propios y definidos a partir de la Revolución Francesa. Más que pretender que el texto hegeliano resalte elementos
específicos y exclusivos de tal sociedad, me serviré de él como de
un documento que expresa una autocomprensión de la misma,
particularmente fecunda para abordar su manera de asumir la
dimensión estética en particular.
i
1. La inhibición del apetito
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naturales (por ejemplo el parentesco o la vecindad), aunados a las
creencias religiosas y tradiciones culturales compartidas, son el
presupuesto a partir del cual se define el peso específico de cada
uno de los miembros que pertenecen a ellas. La eticidad natural es
pues portadora del poder cohesionador de la convivencia social.
La soledad experimentada por el “Adán moderno” encuentra su
expresión literaria en la figura de un Robinson Crusoe abandonado
en una isla. Con la progresiva disolución de los vínculos sociales
vigentes en el medioevo comunitario, la categoría de individuo fue
emergiendo con particular fuerza. Y aunque los hombres modernos siempre vivieron juntos, sin que cada uno de ellos hubiese
habitado en una isla separada, la figura robinsoniana pone de
presente tanto la caducidad y disolución de los vínculos sociales
tradicionales, como la necesidad de su reemplazo. La paradoja
kantiana –”la insociable sociabilidad del hombre”3– resume el reto
moderno: el hombre moderno es insociable porque ha negado los
vínculos sociales tradicionales, y sólo así puede afirmarse como
individuo. Pero tal afirmación no puede significar la negación de
toda sociabilidad. Se trata pues de (re)construir la vinculatividad
social, de manera que al menos en sus fundamentos principales
ésta pueda ser pensada como surgiendo del propio individuo, más
que como lo que en adelante se experimentará como imposición
externa y heterónoma de la comunidad.
•
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La refundación de la coexistencia social resulta ser tarea complicada para la modernidad. Las guerras religiosas destruyeron la
pretensión de catolicidad hasta entonces inherente a la cristiandad.
La paz religiosa finalmente alcanzada, significó que en adelante no
podría pretenderse que una divinidad, diversamente interpretada
aun dentro del mismo cristianismo, sirviera como referente fundador y/o legitimador de la cohesión social. Con todo lo problemáticas o ambiguas que puedan resultar nociones tales como la de
naturaleza humana, el hecho es que en la modernidad ellas no nos
remiten más a los vínculos “naturales” tradicionales, sino que por
el contrario conllevan la afirmación del individuo, de lo que éste
es “por naturaleza” frente a la eventual arbitrariedad del vínculo
3 Cfr. I. Kant, Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht,
A 392.
El proponer el reconocimiento por parte del otro como fundamento
de la convivencia social tiene una significación ambivalente. Puede querer decir, a la manera hobbesiana, que las autoconciencias
se relacionan a la manera de dos egoístas que se necesitan mutuamente, pero sin ceder en su egoísmo. Una versión más positiva, la
hegeliana, pretenderá que una afirmación tal de la individualidad
es abstracta por cuanto que para afirmarse, niega la intersubjetividad que precisamente ha de recuperar en una eticidad, no ya
natural sino absoluta. Pero en cualquiera de estos casos, el vínculo
social no se presupone más como previamente dado, sino que se
entiende como algo que debe ser construido. Desde este punto de
vista, el hombre moderno más que presuponer el reconocimiento
del otro, tiene que obtenerlo. Pero tampoco puede presuponer
una naturaleza humana como dada, a partir de la cual obtendría
4 “En la medida en que la razón práctica tiene el derecho de guiarnos, no
consideraremos los mandamientos como obligatorios por ser mandamientos
de Dios, sino que los consideraremos mandamientos de Dios por constituir
para nosotros una obligación interna” (Kant, CRP, b 847).
Modernidad, civilización y estética
Para la conciencia moderna el vínculo social no aparece más
como una obviedad, apenas problemática en tanto que resultante
de fundamentos comúnmente aceptados como preestablecidos o
trascendentes. Es cierto que en muchas de sus vertientes, y particularmente en la alemana, el proceso de ilustración se concibe más
como una traducción racional de los contenidos del cristianismo,
que como un enfrentamiento con el mismo4. En tal sentido, la razón misma, y con ella la naturaleza humana, representan un punto
de partida previamente cristianizado que será reivindicado por la
crítica romántica a la modernidad. No obstante, el vuelco implícito
no carece de consecuencias secularizantes: al ser la razón la piedra
de toque última, es ella quien decide sobre la racionalidad, y por
ende sobre la legitimidad de los mandatos divinos.
i
social tradicional. Pero, para decirlo en terminología hegeliana, el
individuo moderno sabe que la conciencia de sí, o su autoconciencia, sólo es posible en tanto que también lo sea para un otro. Un
individuo es individuo no sólo en tanto que él mismo se reconozca
como tal, sino también en la medida en que sea reconocido como
tal por otro.
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•
legitimidad para forzar el reconocimiento. Cuando Hegel habla
de la lucha a muerte que se entabla entre las autoconciencias para
obtener el reconocimiento, presupone más bien una “igualdad” de
éstas, en el sentido de que ninguna tiene el privilegio de encarnar
la “verdadera” naturaleza humana. Más que como una posesión
armónica previa, lo humano se define entonces como la oposición
de maneras de ser. Y poco importa aquí si la lucha a muerte entre
egoístas se resuelve para bien de los contrincantes en la construcción del Estado ético hegeliano, o en la del gran Leviatán hobbesiano. En uno y otro caso, el punto de arranque de lo moderno
está constituido por la negación de la comunidad, es decir de la
vigencia de los vínculos natural-trascendentales. Se derivan de allí
tanto la afirmación del individuo, como el carácter problemático
de los vínculos sociales que han de reconstruirse.
•
36
Resulta significativo que, como lo veremos más adelante, sea precisamente en el ámbito estético en donde la modernidad haya alcanzado, por primera vez, plena conciencia, y de manera civilizada, de
este enfrentamiento entre las autoconciencias: en la confrontación
entre juicios de gusto opuestos, se parte no sólo de su irreductibilidad, sino también de la carencia de un fundamento objetivo que
pudiera ser aducido por cualquiera de los oponentes. Y no obstante
la virulencia del enfrentamiento, la unanimidad a que aspiran los
enfrentados no podría obtenerse mediante el avasallamiento o la
destrucción del otro. Una discusión entre gustos no pierde nada de
su fuerza por el hecho de que en ella, normalmente, ya no estemos
dispuestos a jugarnos la vida. Y tampoco estaríamos satisfechos si
no estuviésemos convencidos de que el eventual reconocimiento
de nuestro juicio no proviene de una genuina aceptación por parte
del oponente. El enfrentamiento estético conserva no sólo la fuerza, sino también la precariedad demostrativa del enfrentamiento
que funda la sociedad, aunque presupone ya su pacificación. La
complejidad del conflicto puede emerger de nuevo y en toda su
pureza, aunque preservando ahora a los adversarios de la destrucción o de la forzada sumisión. Pero antes de que esto sea posible, y
regresando a Hegel,
la relación entre ambas autoconciencias está pues determinada
de tal manera que ellas se prueban a sí mismas y entre sí mediante una lucha a vida o muerte (Fenomenología, p. 148 s.) […].
El individuo que no ha arriesgado la vida, puede por cierto ser
Como se sabe, aquella autoconciencia que experimenta el temor
ante la muerte y que por ende decide conservar su vida, cede en
la lucha a muerte por el reconocimiento. La otra autoconciencia es
la que ha preferido la libertad sin que temiese que, para afirmarla,
la vida misma se le fuese en ello: “una es la conciencia independiente, cuya esencia es el ser-para-sí; la otra es dependiente, y su
esencia es la vida o el ser para un otro. Aquella es el señor, ésta el
siervo” (Fenomenología, p. 150).
Modernidad, civilización y estética
ser reconocido como una autoconciencia independiente (ibid., p.
149).
i
reconocido como persona; pero no ha alcanzado la verdad de este
Que el triunfo del señor es sólo aparente, es algo que expresa inequívocamente Hegel al afirmar que en realidad, y por extraño que
pueda parecer, “la verdad de la conciencia independiente es [...]
la conciencia servil” (Fenomenología, p. 152). En efecto, el “triunfo”
del señor es su perdición; es cierto que, al afirmar su deseo de independencia por sobre el temor a la muerte, gana la posibilidad
de realizar sin trabas el conjunto de sus deseos. Pero así mismo, y
con la mediación del siervo, establece una relación con los objetos
reducida al mero goce de los mismos, es decir a su consumo, y
que por ende implica su desaparición. Pero con dicha desaparición
pierde la posibilidad de ganarse a sí mismo: el señor “no es consciente del ser para sí como la verdad, sino que su verdad es más
bien la conciencia inesencial y el modo de obrar inesencial de ella”
(Fenomenología, p. 152).
Algo distinto ocurre con la conciencia servil. Su primera característica es el temor (Furcht) que, en una lectura bastante libre de
Hegel, interpreto no sólo como miedo ante la muerte, sino también
como renuncia a la violencia. En tanto que lo primero, el temor es
algo meramente formal, insuficiente para “extenderse a la realidad
consciente de la existencia”. Pero en tanto que renuncia a la violencia, el temor se resolverá como actividad configuradora. Al acoger
las obligaciones propias del servicio y de la obediencia, el siervo
gana la disciplina (Zucht) requerida para la actividad.
Así, pues, la inhibición de los apetitos (gehemmte Begierde) aparece
en primera instancia como algo negativo, como imposibilidad de
37
•
un goce inmediato de los objetos y como la cruz del trabajo. El
siervo teme, obedece y sirve al señor, quien, en principio, encarna la exterioridad omnipotente y avasalladora. Pero este carácter
negativo cede pronto su lugar a una apreciación distinta. Como
ya se ha dicho, la imposibilidad de un goce inmediato del mundo
de los objetos producida por el temor es condición de posibilidad
del trabajo: frente al goce señorial, “el trabajo, por el contrario, es
apetito inhibido, desaparición retardada (aufgehaltenes Verschwinden),
es decir, forma (bildet)” (Fenomenología, p. 153). Los objetos preservados y transformados por el trabajo se convierten en una valiosa
ganancia para el siervo: la del re-conocimiento de sí mismo en su
producto. “En su plena realización, la servidumbre devendrá también en lo contrario de lo que de un modo inmediato es; retornará
a sí como conciencia que ha tenido que retrotraerse, y se convertirá
en verdadera independencia”. La formación de los objetos posibilita el dominio de la exterioridad antes representada por el señor.
Por el contrario, la ociosidad destructiva propia de éste le cierra la
posibilidad de autorreconocimiento en un objeto por él no trabajado y tan sólo consumido. Además de depender en adelante del
siervo que trabaja, el señor “se pierde” en un flujo arbitrario de
deseos y de objetos extraños a consumir. Contrariamente a lo que
en un primer momento creyó poder afirmar, el señor no es un libre
ser-para-sí, y tampoco podrá llegar a serlo. Por ello, tanto él como
todo lo que su existencia representa son, por así decirlo, caducos.
•
38
Si ahora quisiéramos servirnos de los anteriores análisis con miras
a esclarecer el significado de la modernidad social occidental, es
preciso cuidarse de transposiciones apresuradas. Así, por ejemplo,
no deberíamos identificar sin más, ni de manera exclusiva, la figura del siervo con el trabajador asalariado, y ni siquiera con el
burgués. De la misma manera, y contrariamente al juicio que la ascendente burguesía revolucionaria hiciera de la nobleza cortesana,
tampoco podemos subsumir a esta última, con todo y su carácter
económicamente improductivo y ocioso, bajo la figura del señor.
Esta última resulta adecuada más bien como tipo ideal del estilo
de vida feudal y guerrero. Por su parte, la figura del siervo puede
hacer las veces de tipo ideal del estilo de vida moderno, siempre
y cuando no hagamos empezar a la modernidad demasiado tarde,
ni reduzcamos el trabajo que caracteriza al siervo a su faceta de
producción económica.
Modernidad, civilización y estética
i
En efecto, por extraño que pueda parecer, desde un punto de vista histórico los procesos de acortesanamiento de una nobleza, en
sus orígenes guerrera (noblesse d’épée), pero paulatina y progresivamente privada de sus poderes y prerrogativas, constituyen el
primer contenido atribuible a la conciencia servil-moderna. Como lo
ha mostrado Norbert Elias5, la configuración del Estado moderno
implicó un complejo proceso de centralización, es decir, un progresivo monopolio en el ejercicio de la violencia física y en el cobro de impuestos por parte de un déspota –en ocasiones llamado
ilustrado–. En el caso paradigmático de Francia, el agrupamiento
de la dispersa nobleza feudal-guerrera en la corte de Versalles, no
significó otra cosa que el control de posibles competidores, y su reducción a la impotencia por parte de un antiguo par. A la superioridad militar y financiera de este último, se añadió un sofisticado
proceso de reconfiguración de la personalidad de la nobleza, que
constituye un momento de capital importancia dentro del proceso
moderno de civilización, y que paulatinamente iría extendiéndose
hacia los grupos sociales subalternos. La figura del noble cortesano bien puede ser considerada entonces como un primer tipo, sui
generis, de la inhibición de los apetitos que caracteriza al siervo hegeliano. Debemos a Hume una aguda descripción de la expansión
social de este tipo de conducta:
Entre las artes de la conversación, ninguna place más que la mutua deferencia o civilidad (civility), que nos conduce a renunciar
a nuestras propias inclinaciones en pro de las de nuestra compañía, y a refrenar y ocultar esa presunción y arrogancia tan naturales a la mente humana. Un hombre de naturaleza buena, que
ha sido bien educado, practica esta civilidad con todo mortal, sin
premeditación o interés. Pero para hacer de esta valiosa cualidad
algo general entre un pueblo, parece necesario ayudar a la disposición natural mediante algún motivo general. Allí donde el
poder se dirige hacia arriba, desde el pueblo hasta los grandes,
como ocurre en todas las repúblicas, tales refinamientos de la
civilidad tienden a ser poco practicados, ya que, por este medio,
el estado entero se coloca en un mismo nivel, y cada uno de sus
miembros se considera en gran medida como independiente de
5 De manera particular, tengo en mente dos estudios de Elias. Son ellos El
proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas (1939), fce,
Madrid, 1987; y La sociedad cortesana (1969), fce, México, 1982.
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legitimidad para forzar el reconocimiento. Cuando Hegel habla
de la lucha a muerte que se entabla entre las autoconciencias para
obtener el reconocimiento, presupone más bien una “igualdad” de
éstas, en el sentido de que ninguna tiene el privilegio de encarnar
la “verdadera” naturaleza humana. Más que como una posesión
armónica previa, lo humano se define entonces como la oposición
de maneras de ser. Y poco importa aquí si la lucha a muerte entre
egoístas se resuelve para bien de los contrincantes en la construcción del Estado ético hegeliano, o en la del gran Leviatán hobbesiano. En uno y otro caso, el punto de arranque de lo moderno
está constituido por la negación de la comunidad, es decir de la
vigencia de los vínculos natural-trascendentales. Se derivan de allí
tanto la afirmación del individuo, como el carácter problemático
de los vínculos sociales que han de reconstruirse.
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Resulta significativo que, como lo veremos más adelante, sea precisamente en el ámbito estético en donde la modernidad haya alcanzado, por primera vez, plena conciencia, y de manera civilizada, de
este enfrentamiento entre las autoconciencias: en la confrontación
entre juicios de gusto opuestos, se parte no sólo de su irreductibilidad, sino también de la carencia de un fundamento objetivo que
pudiera ser aducido por cualquiera de los oponentes. Y no obstante
la virulencia del enfrentamiento, la unanimidad a que aspiran los
enfrentados no podría obtenerse mediante el avasallamiento o la
destrucción del otro. Una discusión entre gustos no pierde nada de
su fuerza por el hecho de que en ella, normalmente, ya no estemos
dispuestos a jugarnos la vida. Y tampoco estaríamos satisfechos si
no estuviésemos convencidos de que el eventual reconocimiento
de nuestro juicio no proviene de una genuina aceptación por parte
del oponente. El enfrentamiento estético conserva no sólo la fuerza, sino también la precariedad demostrativa del enfrentamiento
que funda la sociedad, aunque presupone ya su pacificación. La
complejidad del conflicto puede emerger de nuevo y en toda su
pureza, aunque preservando ahora a los adversarios de la destrucción o de la forzada sumisión. Pero antes de que esto sea posible, y
regresando a Hegel,
la relación entre ambas autoconciencias está pues determinada
de tal manera que ellas se prueban a sí mismas y entre sí mediante una lucha a vida o muerte (Fenomenología, p. 148 s.) […].
El individuo que no ha arriesgado la vida, puede por cierto ser
Como se sabe, aquella autoconciencia que experimenta el temor
ante la muerte y que por ende decide conservar su vida, cede en
la lucha a muerte por el reconocimiento. La otra autoconciencia es
la que ha preferido la libertad sin que temiese que, para afirmarla,
la vida misma se le fuese en ello: “una es la conciencia independiente, cuya esencia es el ser-para-sí; la otra es dependiente, y su
esencia es la vida o el ser para un otro. Aquella es el señor, ésta el
siervo” (Fenomenología, p. 150).
Modernidad, civilización y estética
ser reconocido como una autoconciencia independiente (ibid., p.
149).
i
reconocido como persona; pero no ha alcanzado la verdad de este
Que el triunfo del señor es sólo aparente, es algo que expresa inequívocamente Hegel al afirmar que en realidad, y por extraño que
pueda parecer, “la verdad de la conciencia independiente es [...]
la conciencia servil” (Fenomenología, p. 152). En efecto, el “triunfo”
del señor es su perdición; es cierto que, al afirmar su deseo de independencia por sobre el temor a la muerte, gana la posibilidad
de realizar sin trabas el conjunto de sus deseos. Pero así mismo, y
con la mediación del siervo, establece una relación con los objetos
reducida al mero goce de los mismos, es decir a su consumo, y
que por ende implica su desaparición. Pero con dicha desaparición
pierde la posibilidad de ganarse a sí mismo: el señor “no es consciente del ser para sí como la verdad, sino que su verdad es más
bien la conciencia inesencial y el modo de obrar inesencial de ella”
(Fenomenología, p. 152).
Algo distinto ocurre con la conciencia servil. Su primera característica es el temor (Furcht) que, en una lectura bastante libre de
Hegel, interpreto no sólo como miedo ante la muerte, sino también
como renuncia a la violencia. En tanto que lo primero, el temor es
algo meramente formal, insuficiente para “extenderse a la realidad
consciente de la existencia”. Pero en tanto que renuncia a la violencia, el temor se resolverá como actividad configuradora. Al acoger
las obligaciones propias del servicio y de la obediencia, el siervo
gana la disciplina (Zucht) requerida para la actividad.
Así, pues, la inhibición de los apetitos (gehemmte Begierde) aparece
en primera instancia como algo negativo, como imposibilidad de
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un goce inmediato de los objetos y como la cruz del trabajo. El
siervo teme, obedece y sirve al señor, quien, en principio, encarna la exterioridad omnipotente y avasalladora. Pero este carácter
negativo cede pronto su lugar a una apreciación distinta. Como
ya se ha dicho, la imposibilidad de un goce inmediato del mundo
de los objetos producida por el temor es condición de posibilidad
del trabajo: frente al goce señorial, “el trabajo, por el contrario, es
apetito inhibido, desaparición retardada (aufgehaltenes Verschwinden),
es decir, forma (bildet)” (Fenomenología, p. 153). Los objetos preservados y transformados por el trabajo se convierten en una valiosa
ganancia para el siervo: la del re-conocimiento de sí mismo en su
producto. “En su plena realización, la servidumbre devendrá también en lo contrario de lo que de un modo inmediato es; retornará
a sí como conciencia que ha tenido que retrotraerse, y se convertirá
en verdadera independencia”. La formación de los objetos posibilita el dominio de la exterioridad antes representada por el señor.
Por el contrario, la ociosidad destructiva propia de éste le cierra la
posibilidad de autorreconocimiento en un objeto por él no trabajado y tan sólo consumido. Además de depender en adelante del
siervo que trabaja, el señor “se pierde” en un flujo arbitrario de
deseos y de objetos extraños a consumir. Contrariamente a lo que
en un primer momento creyó poder afirmar, el señor no es un libre
ser-para-sí, y tampoco podrá llegar a serlo. Por ello, tanto él como
todo lo que su existencia representa son, por así decirlo, caducos.
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Si ahora quisiéramos servirnos de los anteriores análisis con miras
a esclarecer el significado de la modernidad social occidental, es
preciso cuidarse de transposiciones apresuradas. Así, por ejemplo,
no deberíamos identificar sin más, ni de manera exclusiva, la figura del siervo con el trabajador asalariado, y ni siquiera con el
burgués. De la misma manera, y contrariamente al juicio que la ascendente burguesía revolucionaria hiciera de la nobleza cortesana,
tampoco podemos subsumir a esta última, con todo y su carácter
económicamente improductivo y ocioso, bajo la figura del señor.
Esta última resulta adecuada más bien como tipo ideal del estilo
de vida feudal y guerrero. Por su parte, la figura del siervo puede
hacer las veces de tipo ideal del estilo de vida moderno, siempre
y cuando no hagamos empezar a la modernidad demasiado tarde,
ni reduzcamos el trabajo que caracteriza al siervo a su faceta de
producción económica.
Modernidad, civilización y estética
i
En efecto, por extraño que pueda parecer, desde un punto de vista histórico los procesos de acortesanamiento de una nobleza, en
sus orígenes guerrera (noblesse d’épée), pero paulatina y progresivamente privada de sus poderes y prerrogativas, constituyen el
primer contenido atribuible a la conciencia servil-moderna. Como lo
ha mostrado Norbert Elias5, la configuración del Estado moderno
implicó un complejo proceso de centralización, es decir, un progresivo monopolio en el ejercicio de la violencia física y en el cobro de impuestos por parte de un déspota –en ocasiones llamado
ilustrado–. En el caso paradigmático de Francia, el agrupamiento
de la dispersa nobleza feudal-guerrera en la corte de Versalles, no
significó otra cosa que el control de posibles competidores, y su reducción a la impotencia por parte de un antiguo par. A la superioridad militar y financiera de este último, se añadió un sofisticado
proceso de reconfiguración de la personalidad de la nobleza, que
constituye un momento de capital importancia dentro del proceso
moderno de civilización, y que paulatinamente iría extendiéndose
hacia los grupos sociales subalternos. La figura del noble cortesano bien puede ser considerada entonces como un primer tipo, sui
generis, de la inhibición de los apetitos que caracteriza al siervo hegeliano. Debemos a Hume una aguda descripción de la expansión
social de este tipo de conducta:
Entre las artes de la conversación, ninguna place más que la mutua deferencia o civilidad (civility), que nos conduce a renunciar
a nuestras propias inclinaciones en pro de las de nuestra compañía, y a refrenar y ocultar esa presunción y arrogancia tan naturales a la mente humana. Un hombre de naturaleza buena, que
ha sido bien educado, practica esta civilidad con todo mortal, sin
premeditación o interés. Pero para hacer de esta valiosa cualidad
algo general entre un pueblo, parece necesario ayudar a la disposición natural mediante algún motivo general. Allí donde el
poder se dirige hacia arriba, desde el pueblo hasta los grandes,
como ocurre en todas las repúblicas, tales refinamientos de la
civilidad tienden a ser poco practicados, ya que, por este medio,
el estado entero se coloca en un mismo nivel, y cada uno de sus
miembros se considera en gran medida como independiente de
5 De manera particular, tengo en mente dos estudios de Elias. Son ellos El
proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas (1939), fce,
Madrid, 1987; y La sociedad cortesana (1969), fce, México, 1982.
39
•
los otros. El pueblo obtiene su ventaja de la autoridad de sus sufragios; los grandes, de la superioridad de su condición. Pero en
una monarquía civilizada hay una larga cadena de dependencia
desde el príncipe hasta el campesino, que no es lo suficientemente grande como para convertir la propiedad en precaria, o para
abatir la mente del pueblo; pero es suficiente para engendrar en
cada uno una inclinación a complacer a sus superiores, y para
formarse a sí mismo bajo aquellos modelos que son más aceptables para las gentes de condición y educación. Por tanto, la
cortesía en el trato (politeness of manners) surge más naturalmente
en monarquías y cortes; y en donde ésta florece, ninguna de las
artes liberales será descuidada o despreciada completamente.
En el presente, las repúblicas en Europa se caracterizan por su
falta de cortesía (politeness). Las buenas maneras (good-manners) de
un suizo civilizado en Holanda es una expresión entre los franceses
para referirse a la rusticidad6.
•
40
Aunque el ensayo humeano es anterior al equivalente de Rousseau –el Discurso sobre las ciencias y las artes ante la Academia de
Dijon data de 1750–, bien puede entenderse como una respuesta,
avant la lettre, al alegato roussoniano contra la civilización y sus
refinamientos y en pro de la sencilla rusticidad de la provincia y
de la pequeña ciudad. No obstante, ambos se enfrentan a procesos
sociales que para entonces pueden darse por cumplidos. El peso de
esos complejos sistemas de interacción social que se dan en las formaciones urbanas resulta ya evidente. Y aunque con valoraciones
opuestas, uno y otro coinciden en la importancia de unas maneras
de comportamiento civilizadas, que gestadas en principio dentro
de los estrechos círculos de la sociedad cortesana, terminaron
por extenderse a capas sociales más amplias. Así mismo, ambos
concuerdan en la estrecha vinculación entre el proceso de la civilización y el cultivo de las bellas artes.
En un breve ensayo titulado “Of the delicacy of taste and passion”7,
también publicado en 1742, Hume arroja luces sobre esta última re6 David Hume, “Of the rise and progress of the arts and sciences” (1742)
en Essays. Moral, political and literary. Eugene F. Miller (ed.), Liberty Classics,
Indianápolis, 1987, p. 126 s.
7 David Hume, op. cit., ps. 3-8.
Modernidad, civilización y estética
En estas nuevas circunstancias, tanto la producción como la recepción artísticas se revisten de características y problemas distintos
a los de la utilidad moral. Frente a la delicadeza de la pasión, el
disfrute de lo bello, para el que se requiere la delicadeza del gusto, puede entenderse entonces bien como pedagogía o bien como
sustituto. Pero la diferenciación de cada una de estas funciones,
así como la de los momentos del proceso de la civilización a que
responden, no se da de forma tajante y precisa. Inicialmente se entremezclan, algunas veces entran en colisión, y progresivamente
se diferencian. En capítulos ulteriores me referiré más detalladamente a este proceso.
i
experiencia real propia de los tiempos heroicos pretéritos; pero al
menos intentarán sustituir sus estimulantes efectos.
Pero antes de abordar estas tendencias que anteceden a las formulaciones específicamente kantianas, quiero desarrollar de manera
más detallada los efectos propiamente estéticos de la inhibición de
los apetitos (gehemmte Begierde). Como hemos visto, Hegel enfoca
su atención sobre uno de sus efectos, el trabajo. Por mi parte, he
querido interpretar de manera amplia esta última noción, de modo
que no aluda tan sólo al trabajo económicamente productivo sino
que pueda incluir así mismo la formación de una personalidad
civilizada en su comportamiento.
Ahora bien, aunque Hegel no desarrolla las repercusiones de la
inhibición de los apetitos en el ámbito estético, por mi parte creo
que sin ella nos resulta imposible una comprensión cabal de la
experiencia estética moderna. En efecto, la inhibición de los apetitos no cancela la experiencia sensible en su totalidad, sino tan
sólo uno de sus aspectos: el de la reacción o actividad inmediata
frente al objeto que la produce. De esta manera, la inhibición de los
apetitos puede resolverse tanto en una actividad ahora mediada
–es decir, el trabajo–, como en un incremento de la pasividad estética
general: la delicadeza del gusto de que habla Hume, pone de presente
la capacidad de ser afectados placentera o displacenteramente por
objetos de muy variada índole –dentro de los que se cuentan los
bellos, aunque no sólo ellos–. Esa capacidad se encuentra en estado
latente, o al menos poco desarrollado, cuando la acción reactiva inmediata promovida por las sensaciones no se encuentra impedida.
45
•
A esto último alude Hume con su noción de delicadeza de la pasión,
que es característica de la autoconciencia señorial hegeliana.
Pero detener el curso inmediato de los apetitos también puede
hacer posible una descomposición de los elementos sensibles
presentes en la experiencia “natural” y relativamente unitaria
con los objetos. Así, por ejemplo, el animal salvaje, acosado por
el hambre, cuenta con sus sentidos para satisfacer su apetito. Para
la consecución de tal fin, sus sentidos operan conjuntamente, sus
informaciones se coordinan de manera unitaria: el olfato puede
indicarle la cercanía de la presa, que es confirmada por el oído, y/o
por la vista, y finalmente por el gusto. Es posible que algunos de
los sentidos estén más desarrollados que los otros, pero todos ellos
concurren finalmente para informar acerca de la presencia de la
presa, y para mover a su consumo.
Frente a este tipo de experiencia, en la que los sentidos informan
a la vez que incitan, la inhibición de los apetitos se traduce en un
nuevo tipo de relación con los objetos, circunscrita a la función
puramente informativa o afectiva de los sentidos. E incluso en
el interior mismo de esta nueva experiencia, resultarán posibles
especificaciones de la misma. La reflexión estético-filosófica podrá
descubrir entonces características y potencialidades de las sensaciones, antes ocultas o simplemente desatendidas.
2. La disolución de la experiencia sensible
•
46
Abordaré el desmembramiento de lo que en la experiencia sensible se halla en unidad desde dos perspectivas complementarias. A
la primera la llamaré la diferenciación entre el valor estético y el
valor cognoscitivo de la sensación; a la segunda, la diferenciación
entre sentidos superiores e inferiores.
La diferenciación entre el valor estético y el valor
cognoscitivo de la sensación
La primera afirmación que encontramos en la Crítica de la facultad
de juzgar (CJ) de Kant dice lo siguiente:
Para distinguir si algo es o no bello, no referimos la representación (Vorstellung) por medio del entendimiento al objeto, con
fines de conocimiento, sino por medio de la imaginación (quizá
En el presente contexto bien podemos reemplazar el concepto de
representación por el de sensación11. Kant afirma entonces que cuando tenemos una sensación producida por cualquiera de nuestros
cinco sentidos, se nos ofrecen, por así decirlo, dos posibilidades
de interpretación de la misma, según el uso que hagamos de ella.
Podemos interpretar la sensación en tanto que ella nos ofrece al-
Modernidad, civilización y estética
displacer (CJ, § 4, b 4).
i
unida al entendimiento) al sujeto y a su sentimiento de placer o
guna información acerca del objeto que la ha producido, o bien
podemos asumirla a partir del efecto que nos causa, es decir, de si
nos produce placer o displacer, sin que nos importe para nada su
contenido informativo acerca del objeto que la produjo. En ambos
casos, la tendencia hacia una respuesta activa que normalmente
suscitan las sensaciones con respecto a su objeto está cancelada,
o por lo menos postergada. Así, pues, cuando Kant se refiere a la
sensación asumida en términos de placer como criterio de distinción del objeto bello, podemos decir que enfatiza su valor estético,
dejando de lado su valor cognoscitivo. Sin embargo, es preciso
insistir en que el uso del calificativo estético no siempre se reduce a
la belleza12, puesto que él cobija también a placeres –como el de lo
meramente agradable–, que se diferencian del placer específico de
lo bello. En este capítulo emplearé generalmente el término estética
en su acepción más amplia.
11 “Una representación (Vorstellung) mediante el sentido (Sinn), de la que
se es consciente como tal, recibe el nombre particular de sensación (Sensation), cuando la sensación (Empfindung) despierta al mismo tiempo la atención sobre el estado del sujeto”. Kant, Anthropologie in pragmatischer Hinsicht
[1798 - En adelante citado como Antropología], edición a cargo de Wilhelm
Weischedel, tomo xii, ba 46. También la siguiente clasificación justifica mi
equivalencia: “El género es representación (Vorstellung) en general (representatio). Bajo ella está la representación con conciencia (perceptio). Una
percepción que se refiere exclusivamente al sujeto como la modificación de
su estado, es sensación (Empfindung) (sensatio), una percepción objetiva es
conocimiento (cognitio)”. CRP, a 320.
12 “Lo que en la representación de un objeto es meramente subjetivo, esto
es lo que constituye su referencia al sujeto, no al objeto, es la índole estética
de la misma; pero lo que en ella sirve, o puede ser utilizado, para la determinación del objeto, es su validez lógica” (CJ, Introducción, vii, b xlii).
47
•
Modernidad, civilización y estética
En estas nuevas circunstancias, tanto la producción como la recepción artísticas se revisten de características y problemas distintos
a los de la utilidad moral. Frente a la delicadeza de la pasión, el
disfrute de lo bello, para el que se requiere la delicadeza del gusto, puede entenderse entonces bien como pedagogía o bien como
sustituto. Pero la diferenciación de cada una de estas funciones,
así como la de los momentos del proceso de la civilización a que
responden, no se da de forma tajante y precisa. Inicialmente se entremezclan, algunas veces entran en colisión, y progresivamente
se diferencian. En capítulos ulteriores me referiré más detalladamente a este proceso.
i
experiencia real propia de los tiempos heroicos pretéritos; pero al
menos intentarán sustituir sus estimulantes efectos.
Pero antes de abordar estas tendencias que anteceden a las formulaciones específicamente kantianas, quiero desarrollar de manera
más detallada los efectos propiamente estéticos de la inhibición de
los apetitos (gehemmte Begierde). Como hemos visto, Hegel enfoca
su atención sobre uno de sus efectos, el trabajo. Por mi parte, he
querido interpretar de manera amplia esta última noción, de modo
que no aluda tan sólo al trabajo económicamente productivo sino
que pueda incluir así mismo la formación de una personalidad
civilizada en su comportamiento.
Ahora bien, aunque Hegel no desarrolla las repercusiones de la
inhibición de los apetitos en el ámbito estético, por mi parte creo
que sin ella nos resulta imposible una comprensión cabal de la
experiencia estética moderna. En efecto, la inhibición de los apetitos no cancela la experiencia sensible en su totalidad, sino tan
sólo uno de sus aspectos: el de la reacción o actividad inmediata
frente al objeto que la produce. De esta manera, la inhibición de los
apetitos puede resolverse tanto en una actividad ahora mediada
–es decir, el trabajo–, como en un incremento de la pasividad estética
general: la delicadeza del gusto de que habla Hume, pone de presente
la capacidad de ser afectados placentera o displacenteramente por
objetos de muy variada índole –dentro de los que se cuentan los
bellos, aunque no sólo ellos–. Esa capacidad se encuentra en estado
latente, o al menos poco desarrollado, cuando la acción reactiva inmediata promovida por las sensaciones no se encuentra impedida.
45
•
A esto último alude Hume con su noción de delicadeza de la pasión,
que es característica de la autoconciencia señorial hegeliana.
Pero detener el curso inmediato de los apetitos también puede
hacer posible una descomposición de los elementos sensibles
presentes en la experiencia “natural” y relativamente unitaria
con los objetos. Así, por ejemplo, el animal salvaje, acosado por
el hambre, cuenta con sus sentidos para satisfacer su apetito. Para
la consecución de tal fin, sus sentidos operan conjuntamente, sus
informaciones se coordinan de manera unitaria: el olfato puede
indicarle la cercanía de la presa, que es confirmada por el oído, y/o
por la vista, y finalmente por el gusto. Es posible que algunos de
los sentidos estén más desarrollados que los otros, pero todos ellos
concurren finalmente para informar acerca de la presencia de la
presa, y para mover a su consumo.
Frente a este tipo de experiencia, en la que los sentidos informan
a la vez que incitan, la inhibición de los apetitos se traduce en un
nuevo tipo de relación con los objetos, circunscrita a la función
puramente informativa o afectiva de los sentidos. E incluso en
el interior mismo de esta nueva experiencia, resultarán posibles
especificaciones de la misma. La reflexión estético-filosófica podrá
descubrir entonces características y potencialidades de las sensaciones, antes ocultas o simplemente desatendidas.
2. La disolución de la experiencia sensible
•
46
Abordaré el desmembramiento de lo que en la experiencia sensible se halla en unidad desde dos perspectivas complementarias. A
la primera la llamaré la diferenciación entre el valor estético y el
valor cognoscitivo de la sensación; a la segunda, la diferenciación
entre sentidos superiores e inferiores.
La diferenciación entre el valor estético y el valor
cognoscitivo de la sensación
La primera afirmación que encontramos en la Crítica de la facultad
de juzgar (CJ) de Kant dice lo siguiente:
Para distinguir si algo es o no bello, no referimos la representación (Vorstellung) por medio del entendimiento al objeto, con
fines de conocimiento, sino por medio de la imaginación (quizá
con el refinamiento de la civilización, la agudeza perceptiva propia
de los sentidos decae, mientras que, por el contrario, su énfasis en
el placer o displacer aumenta [...] En general, con el aumento de
la cultura la acción a distancia de los sentidos se debilita, mientras
que su acción próxima se fortalece. No sólo nos volvemos cortos
de vista, sino en general, cortos en todos los sentidos. Pero para
las distancias cortas, nos volvemos tanto más sensibles13.
Así por ejemplo, la culinaria se refina, es decir produce nuevos
sabores y descubre combinaciones entre los mismos, cuya aprobación no necesariamente tiene que ver con los valores de la nutrición. Es evidente que, en virtud de la peculiaridad del órgano
sensible implicado, los placeres culinarios inducen al consumo del
objeto. Pero también es claro que el valor puramente estético, que
se encuentra relativizado en una experiencia apetitiva no inhibida,
se convierte aquí en prioritario. Y como ha señalado Simmel en sus
muy sugestivas anotaciones acerca de la sociología de los sentidos,
cuando el hombre moderno extrema las medidas de higiene corporal, ello no sólo tiene que ver con la preservación de la salud, sino
que muchas veces aquellas llegan a ser más importantes porque
neutralizan los olores que emanan de nuestro cuerpo. Los efectos
neutralizantes de los olores corporales que produce la higiene se
refuerzan con el uso de los perfumes, cuya función es puramente
estética: son productos destinados a la producción de unas sensaciones, y a la neutralización de otras, y sólo importa el efecto
puramente subjetivo, es decir estético, de todas ellas.
•
50
Y aunque existen importantes diferencias que más adelante
examinaremos, en principio podemos decir algo similar de los
sentidos restantes: la vista puede relacionarse con los objetos, no
para conocer cómo son, sino para experimentar el efecto estético
que causan. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en la contemplación
de un paisaje, o incluso de objetos portadores de un valor de uso.
Cuando un pintor nos ofrece un bodegón, ciertamente no quiere
13 Cfr. Georg Simmel, Soziologie. Untersuchungen über die Formen der Vergesellschaftung, Gesamtausgabe, tomo 11, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1992,
p. 734 s. En adelante cito como Sociología. Al respecto, del mismo autor véase
su ensayo “Soziologie der Sinne”, en Aufsätze und Abhandlungen 1901-1908,
Gesamtausgabe, tomo 8, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1993, ps. 276-292.
En el presente contexto bien podemos reemplazar el concepto de
representación por el de sensación11. Kant afirma entonces que cuando tenemos una sensación producida por cualquiera de nuestros
cinco sentidos, se nos ofrecen, por así decirlo, dos posibilidades
de interpretación de la misma, según el uso que hagamos de ella.
Podemos interpretar la sensación en tanto que ella nos ofrece al-
Modernidad, civilización y estética
displacer (CJ, § 4, b 4).
i
unida al entendimiento) al sujeto y a su sentimiento de placer o
guna información acerca del objeto que la ha producido, o bien
podemos asumirla a partir del efecto que nos causa, es decir, de si
nos produce placer o displacer, sin que nos importe para nada su
contenido informativo acerca del objeto que la produjo. En ambos
casos, la tendencia hacia una respuesta activa que normalmente
suscitan las sensaciones con respecto a su objeto está cancelada,
o por lo menos postergada. Así, pues, cuando Kant se refiere a la
sensación asumida en términos de placer como criterio de distinción del objeto bello, podemos decir que enfatiza su valor estético,
dejando de lado su valor cognoscitivo. Sin embargo, es preciso
insistir en que el uso del calificativo estético no siempre se reduce a
la belleza12, puesto que él cobija también a placeres –como el de lo
meramente agradable–, que se diferencian del placer específico de
lo bello. En este capítulo emplearé generalmente el término estética
en su acepción más amplia.
11 “Una representación (Vorstellung) mediante el sentido (Sinn), de la que
se es consciente como tal, recibe el nombre particular de sensación (Sensation), cuando la sensación (Empfindung) despierta al mismo tiempo la atención sobre el estado del sujeto”. Kant, Anthropologie in pragmatischer Hinsicht
[1798 - En adelante citado como Antropología], edición a cargo de Wilhelm
Weischedel, tomo xii, ba 46. También la siguiente clasificación justifica mi
equivalencia: “El género es representación (Vorstellung) en general (representatio). Bajo ella está la representación con conciencia (perceptio). Una
percepción que se refiere exclusivamente al sujeto como la modificación de
su estado, es sensación (Empfindung) (sensatio), una percepción objetiva es
conocimiento (cognitio)”. CRP, a 320.
12 “Lo que en la representación de un objeto es meramente subjetivo, esto
es lo que constituye su referencia al sujeto, no al objeto, es la índole estética
de la misma; pero lo que en ella sirve, o puede ser utilizado, para la determinación del objeto, es su validez lógica” (CJ, Introducción, vii, b xlii).
47
•
En mi opinión, la condición de la diferenciación entre el valor
cognoscitivo y el valor estético de la sensación es precisamente
la inhibición del apetito que Hegel atribuye a la conciencia servil.
Así, por ejemplo, en el cazador que olfatea, oye y ve, por cierto que
a distancias relativamente grandes, ese conjunto de sensaciones
le permite reconocer la presencia de la presa que anteriormente
satisfizo sus deseos. Las sensaciones que le permiten reconocer al
objeto se experimentan entonces al mismo tiempo como agradables, pues la presencia del objeto se asocia con la posibilidad inminente de la satisfacción del apetito. Contienen pues, de manera
indiferenciada, valores cognoscitivos y estéticos.
•
48
Pero la inhibición del apetito, su postergación, o simplemente su
inexistencia no acarrean la supresión de la sensación, sino que
ofrecen la posibilidad de su análisis. Supongamos al cazador satisfecho. Con respecto a las mismas sensaciones, estará ahora en
capacidad de diferenciar aquellos valores que antes se entremezclaban, cuando su relación con los objetos estaba determinada por
el deseo. Aunque sus sensaciones le permiten reconocer la presencia de lo que antes era su presa, la falta de apetito hará que ella le
resulte indiferente, por lo menos hasta que éste renazca, momento
en el cual las sensaciones que anuncian la presencia se volverán a
entremezclar con el agrado de que tal objeto esté ahí. Ahora bien,
como ya se ha afirmado, la indiferencia apetitiva frente a la presa
no significa la desaparición de toda experiencia con el objeto. Se
trata más bien de que la inexistencia del apetito es la condición
para una serie de relaciones distintas con el objeto. Así, pues, porque al menos temporalmente nuestro cazador es libre del deseo, las
sensaciones que provienen, digamos que no ya de la “presa” sino
del “objeto”, pueden resultarle interesantes para el simple conocimiento del mismo. Acaso recuerde que ellas iban acompañadas de
un placer que en este momento no existe, o que incluso, y dada su
actual satisfacción, se torna ahora en el fastidio displacentero del
hartazgo. Y por último, nada nos impide imaginar la posibilidad
de nuestro cazador embargado por un placer nacido de la mera
contemplación formal de lo que en otras ocasiones ha sido el objeto
de sus deseos: “Sólo cuando la necesidad está satisfecha se puede
distinguir quien, entre muchos, tiene gusto o no” (CJ, § 5, b 16).
Aunque en principio la diferenciación de los valores cognoscitivo
y estético de la sensación sea posible como experiencia humana en
general, bien podría ser que su incremento en la sociedad europea
moderna haya sido el resultado de la conjunción de dos factores:
por una parte, la puesta en práctica del modelo físico-matemático
de conocimiento que redunda en una minimización el valor cognoscitivo de la sensación al subordinarlo a su determinabilidad
matemática. De manera inversa, la intensificación de los procesos
de urbanización fortalece la sensibilidad con respecto a lo próximo, dando lugar a un mayor desarrollo de los valores puramente
estéticos:
Modernidad, civilización y estética
La inhibición de los apetitos no es desde luego un hecho privativo
de la modernidad occidental. Pero comparada con las épocas que
la antecedieron inmediatamente, sorprende en ésta la intensificación de aquella. Y también sorprende el desarrollo moderno de sus
consecuencias. Tal es el caso, por ejemplo, de la descomposición
que se opera en las sensaciones, con el fin de aprovechar en ellas
el material apto para el conocimiento propio de la ciencia físicomatemática moderna. Es cierto que las sensaciones son el punto de
partida de este conocimiento científico, pero para que se les pueda
extraer su contenido informativo objetivo, es preciso diferenciarlas
según su naturaleza, dado que no todas ellas son igualmente susceptibles de ser despojadas de su carácter subjetivo, y por ende no
todas ellas son reductibles a su matematización: por importante
que sea la experimentación, Galileo afirma que los caracteres en
que está escrito el libro abierto de la naturaleza son matemáticos.
Las sensaciones relevantes para el conocimiento científico serán
entonces aquellas más susceptibles de ser despojadas de todo
elemento cualitativo, es decir, de sus connotaciones estético-subjetivas, para ser reducidas a su dimensión cuantitativa.
i
Se me podría objetar que una cosa es la inhibición del apetito y
otra el apetito satisfecho. Esto es cierto, si bien de momento poco
importa. De lo que se trata es de señalar que la ausencia de apetito,
sea por inhibición o por satisfacción, es la condición tanto para la
clara separación de los valores cognoscitivo y estético, como para
la emergencia de la sensación como portadora de la belleza.
49
•
con el refinamiento de la civilización, la agudeza perceptiva propia
de los sentidos decae, mientras que, por el contrario, su énfasis en
el placer o displacer aumenta [...] En general, con el aumento de
la cultura la acción a distancia de los sentidos se debilita, mientras
que su acción próxima se fortalece. No sólo nos volvemos cortos
de vista, sino en general, cortos en todos los sentidos. Pero para
las distancias cortas, nos volvemos tanto más sensibles13.
Así por ejemplo, la culinaria se refina, es decir produce nuevos
sabores y descubre combinaciones entre los mismos, cuya aprobación no necesariamente tiene que ver con los valores de la nutrición. Es evidente que, en virtud de la peculiaridad del órgano
sensible implicado, los placeres culinarios inducen al consumo del
objeto. Pero también es claro que el valor puramente estético, que
se encuentra relativizado en una experiencia apetitiva no inhibida,
se convierte aquí en prioritario. Y como ha señalado Simmel en sus
muy sugestivas anotaciones acerca de la sociología de los sentidos,
cuando el hombre moderno extrema las medidas de higiene corporal, ello no sólo tiene que ver con la preservación de la salud, sino
que muchas veces aquellas llegan a ser más importantes porque
neutralizan los olores que emanan de nuestro cuerpo. Los efectos
neutralizantes de los olores corporales que produce la higiene se
refuerzan con el uso de los perfumes, cuya función es puramente
estética: son productos destinados a la producción de unas sensaciones, y a la neutralización de otras, y sólo importa el efecto
puramente subjetivo, es decir estético, de todas ellas.
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50
Y aunque existen importantes diferencias que más adelante
examinaremos, en principio podemos decir algo similar de los
sentidos restantes: la vista puede relacionarse con los objetos, no
para conocer cómo son, sino para experimentar el efecto estético
que causan. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en la contemplación
de un paisaje, o incluso de objetos portadores de un valor de uso.
Cuando un pintor nos ofrece un bodegón, ciertamente no quiere
13 Cfr. Georg Simmel, Soziologie. Untersuchungen über die Formen der Vergesellschaftung, Gesamtausgabe, tomo 11, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1992,
p. 734 s. En adelante cito como Sociología. Al respecto, del mismo autor véase
su ensayo “Soziologie der Sinne”, en Aufsätze und Abhandlungen 1901-1908,
Gesamtausgabe, tomo 8, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1993, ps. 276-292.
Modernidad, civilización y estética
Pero así mismo puede afirmarse que tales placeres son un sustituto
que suaviza el dolor causado por la inhibición del apetito. Y aunque
esta función “catártica” que cumplen los placeres “artificiales” de
la imaginación ya había sido reconocida por Aristóteles, su reactualización moderna es concebida casi como un descubrimiento
de cuyas bondades hay que informar al público: “un hombre de
una imaginación refinada (Polite Imagination) –afirma persuasivo
Addison– es introducido en una cantidad de placeres mucho mayor que la que un hombre vulgar es capaz de acoger” (Spectator, p.
93)16.
i
placeres de la imaginación sólo son necesarios en una vida cotidiana
altamente pacificada.
Para cualquier reflexión estética, pero de manera particular para la
inglesa del siglo xviii, el concepto de placer es central. Pero no se
trata tan sólo de su importancia para la vida humana en general17,
sino de su crucial significación para la vida urbana18. Comparada
16 Contrasta esta afirmación con la constatación más desencantada, arriba
mencionada, de Simmel, a quien podríamos ubicar en los finales de la época
moderna. Afirma él que precisamente en virtud de su sensibilidad potenciada, el hombre moderno está sujeto a más sufrimientos y repulsiones, y
a menos alegrías y atractivos, por comparación con maneras de sentir no
modernas, más indiferenciadas y robustas (undifferenziertere, robustere Empfindungsweisen), como ciertamente son las de los hombres vulgares a que Addison se refiere.
17 Así, por ejemplo, Hutcheson no duda en considerar que “la importancia
de cualquier verdad no es más que su pertinencia o eficacia para hacer a los
hombres felices, o para proporcionarles el mayor y más duradero placer; y
la sabiduría significa solamente una capacidad de perseguir este fin con los
mejores medios”. Francis Hutcheson, An inquiry into the original of our ideas of
beauty and virtue [cuarta edición en 1738 - en adelante citado como Inquiry],
reeditado en 1969 por Gregg International, p. ix.
18 Con su habitual agudeza, y pese a su juicio radicalmente negativo, Rousseau supo percibir, en comparación con la pequeña ciudad, la importancia
del placer como ocupación del ocio en la gran ciudad: “a un pueblo sencillo y
laborioso, dejadle descansar de sus trabajos cuando y como le plazca: nunca
será de temer que abuse de esta libertad, y no debe uno fatigarse buscándole
esparcimientos exquisitos, pues lo mismo que necesitan pocos condimentos
los platos que la abstinencia y el hambre sazonan, tampoco hace falta mucho
a los placeres de unas gentes extenuadas de cansancio, para quienes el descanso es ya por sí solo un deleite gratísimo. Una gran ciudad, llena de gentes
55
•
con modelos sociales más tradicionales, la condición social urbana
y moderna impone una reflexión más diferenciada y precisa sobre
el placer, que a juicio de Hutcheson apenas si había tenido lugar:
generalmente no encontramos en nuestros escritos filosóficos
modernos más que una mera división de placeres en sensibles y
racionales, y algunos lugares comunes trillados para probar que
los últimos son más valiosos que los primeros. Nuestros placeres
sensibles son admitidos con desprecio y se explican sólo mediante algunos ejemplos de gustos, olores, sonidos o similares, que
los hombres con alguna capacidad de reflexión consideran satisfacciones triviales. Nuestros placeres racionales han tenido con
mucho el mismo tipo de tratamiento (Inquiry, p. x y s.).
Ateniéndonos a la concepción utilitarista de la razón vigente en
la Ilustración inglesa, no es difícil comprender el significado de
los placeres racionales a que se refiere Hutcheson. De hecho, estos
equivalen a lo que, en la CJ, Kant llama lo bueno19, y la mediación
racional del cálculo medio-fin los diferencia de los placeres sensibles. Estos últimos son calificados por Kant como lo agradable20.
Pero la pobreza de la reflexión filosófica de que se lamenta Hutcheson, y que él mismo pretende subsanar, no se reduce a los lugares
comunes a que se ha recurrido para explicar los placeres sensibles
•
56
intrigantes, desocupadas, sin religión y sin principios, cuya imaginación
depravada por el ocio y la holganza, por el amor a los placeres y por grandes
necesidades, sólo engendra monstruos y no inspira más que desafueros [...]
Como impedirles ocuparse en sus cosas es impedirles hacer daño, dos horas
al día [p. ej. en el teatro - l.p] sustraídas a la actividad del vicio evitarán
la doceava parte de los delitos que se cometerían [...] Pero en las ciudades
pequeñas, en los lugares menos poblados, donde los individuos siempre a
la vista del público, son censores natos los unos de los otros, y donde la administración tiene sobre todos ellos una inspección fácil, es preciso seguir
normas absolutamente contrarias” (Rousseau, Carta al señor D´Alembert, p.
316 s.).
19 “Bueno es lo que place, por medio de la razón, por el mero concepto.
Llamamos bueno para algo (lo útil) a lo que place sólo como medio; bueno en
sí llamamos, en cambio, a lo que place por sí mismo. En ambos casos está
siempre contenido el concepto de un fin, luego la relación de la razón con el
querer (al menos posible) y, por consiguiente, una complacencia en el existir
de un objeto o de una acción, es decir, algún interés” (CJ, § 4, b 10).
20 “Con respecto a lo agradable, cada cual se conforma con que su juicio,
que dice que un objeto le place, se funda en un sentimiento privado, y se
restringe solamente a su persona” (CJ, § 7, b 18).
Modernidad, civilización y estética
Dado que en todo placer existe una mediación sensible, el examen
de las sensaciones reviste una especial importancia si se quiere
explicar la diferencia específica entre el placer de lo meramente
agradable y el placer de lo bello. A ello obedece la clasificación
de los sentidos en superiores (vista, oído y, en ocasiones, tacto) e
inferiores (olfato y gusto). A mi juicio, no es una razón, sino un
conjunto entremezclado de razones, el que justifica una jerarquización tal. Para efectos de su mejor comprensión, procedo a exponer
estas razones por separado, insistiendo en que, tanto en los autores
escogidos, como en sus alcances argumentativos, a menudo ellas
se entremezclan.
i
o racionales, sino que se extiende a la división misma: la filosofía
no ha reconocido, y por ende no ha tematizado, un tercer tipo de
placeres: los de lo bello, es decir, aquellos que Addison llamaba los
de la imaginación.
El contacto físico con el objeto
Ya Aristóteles había establecido como criterio de diferenciación de
los sentidos el que requieran o no de un medio transmisor entre
el objeto sensible y el órgano sensorial21. Así, la vista, el oído y el
olfato perciben a través de un medio (luz, aire, agua). En el otro
extremo, la relación entre el gusto y su objeto se da por contacto
inmediato. Una posición intermedia es la del tacto: percibimos los
objetos tangibles, no influidos por el medio, sino a la vez que el
medio, que en este caso es la carne.
La reflexión estética moderna asume, con algunas variaciones, este
punto de vista. Pero más que en ellas, su originalidad radica más
bien en su aplicación a la experiencia de lo bello. Así, pues, el tacto
acabará por incluirse decididamente dentro del grupo de órganos
que no requieren de medio. En cuanto al olfato, si bien requiere
del aire como medio para la transmisión de las partículas olfativas
emanadas por el objeto, éstas son finalmente incorporadas por
el organismo receptor; por tal razón, las sensaciones olfativas se
asimilarán a aquellas que surgen de un contacto inmediato con el
objeto.
21 Cfr. Aristóteles, Acerca del alma, Libro ii, Ed. Planeta-Agostini, Barcelona, 1998. Traducción y notas de Tomás Calvo Martínez.
57
•
Para la reflexión estética moderna, la importancia del medio consiste en que éste garantiza una distancia entre el sujeto receptor y
el objeto, de modo que la sensación correspondiente resulta menos
dependiente de la naturaleza individual del receptor, además de
que es susceptible de desarrollos ulteriores, no dependientes de la
presencia inmediata del objeto. La ausencia del medio –o el modo
peculiar como éste opera en el caso del olfato– favorece por el
contrario la fusión (o disolución) del objeto en el receptor. En estos
casos, las sensaciones respectivas exhiben un alto grado de dependencia, tanto con respecto a la presencia de los objetos percibidos,
como de las características individuales del receptor. Ilustremos
estas observaciones.
La supremacía de la vista, según Addison “el más perfecto y delicioso de todos nuestros sentidos” (Spectator, p. 276), tiene que ver
con el hecho de que la relación visual es la que permite una mayor
distancia, y por ende una mayor independencia con respecto al
objeto. De ahí la mayor duración del placer que proporciona: “la
vista no se cansa ni se sacia de su propio disfrute”, o al menos no
se cansa tan rápidamente, como suele ocurrir con las sensaciones
que implican el contacto físico con el objeto (es decir, las del gusto,
el olfato y el tacto).
•
58
Así mismo, la ausencia de contacto físico hace de la sensación visual
la materia prima más importante para los juegos de la imaginación.
Así, por ejemplo, en determinados casos la sensación visual puede
contener a su manera otras sensaciones. Puede reemplazar al tacto:
al recorrer los objetos sin tocarlos, aunque casi como palpándolos,
proporciona una sensación de consistencia similar a la del tacto22.
Sin embargo, la relación inversa no puede afirmarse del tacto, pues
dada su estricta dependencia de la presencia del objeto, no puede
proporcionar las sensaciones visuales del color.
22 Posteriormente, Heinrich Wölfflin ha desarrollado bellamente esta intuición, a propósito de lo que él denomina el “estilo clásico” en la pintura y la
escultura del Renacimiento, y que podría definirse como la inseguridad de
la vista, recientemente privilegiada, y que por lo tanto debe acompañarse del
tacto visual. Cfr. Heinrich Wölfflin, Renaissance und Barock. Eine Untersuchung
über Wesen und Entstehung des Barockstils in Italien [1888].
Modernidad, civilización y estética
Pero así mismo puede afirmarse que tales placeres son un sustituto
que suaviza el dolor causado por la inhibición del apetito. Y aunque
esta función “catártica” que cumplen los placeres “artificiales” de
la imaginación ya había sido reconocida por Aristóteles, su reactualización moderna es concebida casi como un descubrimiento
de cuyas bondades hay que informar al público: “un hombre de
una imaginación refinada (Polite Imagination) –afirma persuasivo
Addison– es introducido en una cantidad de placeres mucho mayor que la que un hombre vulgar es capaz de acoger” (Spectator, p.
93)16.
i
placeres de la imaginación sólo son necesarios en una vida cotidiana
altamente pacificada.
Para cualquier reflexión estética, pero de manera particular para la
inglesa del siglo xviii, el concepto de placer es central. Pero no se
trata tan sólo de su importancia para la vida humana en general17,
sino de su crucial significación para la vida urbana18. Comparada
16 Contrasta esta afirmación con la constatación más desencantada, arriba
mencionada, de Simmel, a quien podríamos ubicar en los finales de la época
moderna. Afirma él que precisamente en virtud de su sensibilidad potenciada, el hombre moderno está sujeto a más sufrimientos y repulsiones, y
a menos alegrías y atractivos, por comparación con maneras de sentir no
modernas, más indiferenciadas y robustas (undifferenziertere, robustere Empfindungsweisen), como ciertamente son las de los hombres vulgares a que Addison se refiere.
17 Así, por ejemplo, Hutcheson no duda en considerar que “la importancia
de cualquier verdad no es más que su pertinencia o eficacia para hacer a los
hombres felices, o para proporcionarles el mayor y más duradero placer; y
la sabiduría significa solamente una capacidad de perseguir este fin con los
mejores medios”. Francis Hutcheson, An inquiry into the original of our ideas of
beauty and virtue [cuarta edición en 1738 - en adelante citado como Inquiry],
reeditado en 1969 por Gregg International, p. ix.
18 Con su habitual agudeza, y pese a su juicio radicalmente negativo, Rousseau supo percibir, en comparación con la pequeña ciudad, la importancia
del placer como ocupación del ocio en la gran ciudad: “a un pueblo sencillo y
laborioso, dejadle descansar de sus trabajos cuando y como le plazca: nunca
será de temer que abuse de esta libertad, y no debe uno fatigarse buscándole
esparcimientos exquisitos, pues lo mismo que necesitan pocos condimentos
los platos que la abstinencia y el hambre sazonan, tampoco hace falta mucho
a los placeres de unas gentes extenuadas de cansancio, para quienes el descanso es ya por sí solo un deleite gratísimo. Una gran ciudad, llena de gentes
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con modelos sociales más tradicionales, la condición social urbana
y moderna impone una reflexión más diferenciada y precisa sobre
el placer, que a juicio de Hutcheson apenas si había tenido lugar:
generalmente no encontramos en nuestros escritos filosóficos
modernos más que una mera división de placeres en sensibles y
racionales, y algunos lugares comunes trillados para probar que
los últimos son más valiosos que los primeros. Nuestros placeres
sensibles son admitidos con desprecio y se explican sólo mediante algunos ejemplos de gustos, olores, sonidos o similares, que
los hombres con alguna capacidad de reflexión consideran satisfacciones triviales. Nuestros placeres racionales han tenido con
mucho el mismo tipo de tratamiento (Inquiry, p. x y s.).
Ateniéndonos a la concepción utilitarista de la razón vigente en
la Ilustración inglesa, no es difícil comprender el significado de
los placeres racionales a que se refiere Hutcheson. De hecho, estos
equivalen a lo que, en la CJ, Kant llama lo bueno19, y la mediación
racional del cálculo medio-fin los diferencia de los placeres sensibles. Estos últimos son calificados por Kant como lo agradable20.
Pero la pobreza de la reflexión filosófica de que se lamenta Hutcheson, y que él mismo pretende subsanar, no se reduce a los lugares
comunes a que se ha recurrido para explicar los placeres sensibles
•
56
intrigantes, desocupadas, sin religión y sin principios, cuya imaginación
depravada por el ocio y la holganza, por el amor a los placeres y por grandes
necesidades, sólo engendra monstruos y no inspira más que desafueros [...]
Como impedirles ocuparse en sus cosas es impedirles hacer daño, dos horas
al día [p. ej. en el teatro - l.p] sustraídas a la actividad del vicio evitarán
la doceava parte de los delitos que se cometerían [...] Pero en las ciudades
pequeñas, en los lugares menos poblados, donde los individuos siempre a
la vista del público, son censores natos los unos de los otros, y donde la administración tiene sobre todos ellos una inspección fácil, es preciso seguir
normas absolutamente contrarias” (Rousseau, Carta al señor D´Alembert, p.
316 s.).
19 “Bueno es lo que place, por medio de la razón, por el mero concepto.
Llamamos bueno para algo (lo útil) a lo que place sólo como medio; bueno en
sí llamamos, en cambio, a lo que place por sí mismo. En ambos casos está
siempre contenido el concepto de un fin, luego la relación de la razón con el
querer (al menos posible) y, por consiguiente, una complacencia en el existir
de un objeto o de una acción, es decir, algún interés” (CJ, § 4, b 10).
20 “Con respecto a lo agradable, cada cual se conforma con que su juicio,
que dice que un objeto le place, se funda en un sentimiento privado, y se
restringe solamente a su persona” (CJ, § 7, b 18).
Modernidad, civilización y estética
Dado que en todo placer existe una mediación sensible, el examen
de las sensaciones reviste una especial importancia si se quiere
explicar la diferencia específica entre el placer de lo meramente
agradable y el placer de lo bello. A ello obedece la clasificación
de los sentidos en superiores (vista, oído y, en ocasiones, tacto) e
inferiores (olfato y gusto). A mi juicio, no es una razón, sino un
conjunto entremezclado de razones, el que justifica una jerarquización tal. Para efectos de su mejor comprensión, procedo a exponer
estas razones por separado, insistiendo en que, tanto en los autores
escogidos, como en sus alcances argumentativos, a menudo ellas
se entremezclan.
i
o racionales, sino que se extiende a la división misma: la filosofía
no ha reconocido, y por ende no ha tematizado, un tercer tipo de
placeres: los de lo bello, es decir, aquellos que Addison llamaba los
de la imaginación.
El contacto físico con el objeto
Ya Aristóteles había establecido como criterio de diferenciación de
los sentidos el que requieran o no de un medio transmisor entre
el objeto sensible y el órgano sensorial21. Así, la vista, el oído y el
olfato perciben a través de un medio (luz, aire, agua). En el otro
extremo, la relación entre el gusto y su objeto se da por contacto
inmediato. Una posición intermedia es la del tacto: percibimos los
objetos tangibles, no influidos por el medio, sino a la vez que el
medio, que en este caso es la carne.
La reflexión estética moderna asume, con algunas variaciones, este
punto de vista. Pero más que en ellas, su originalidad radica más
bien en su aplicación a la experiencia de lo bello. Así, pues, el tacto
acabará por incluirse decididamente dentro del grupo de órganos
que no requieren de medio. En cuanto al olfato, si bien requiere
del aire como medio para la transmisión de las partículas olfativas
emanadas por el objeto, éstas son finalmente incorporadas por
el organismo receptor; por tal razón, las sensaciones olfativas se
asimilarán a aquellas que surgen de un contacto inmediato con el
objeto.
21 Cfr. Aristóteles, Acerca del alma, Libro ii, Ed. Planeta-Agostini, Barcelona, 1998. Traducción y notas de Tomás Calvo Martínez.
57
•
Para la reflexión estética moderna, la importancia del medio consiste en que éste garantiza una distancia entre el sujeto receptor y
el objeto, de modo que la sensación correspondiente resulta menos
dependiente de la naturaleza individual del receptor, además de
que es susceptible de desarrollos ulteriores, no dependientes de la
presencia inmediata del objeto. La ausencia del medio –o el modo
peculiar como éste opera en el caso del olfato– favorece por el
contrario la fusión (o disolución) del objeto en el receptor. En estos
casos, las sensaciones respectivas exhiben un alto grado de dependencia, tanto con respecto a la presencia de los objetos percibidos,
como de las características individuales del receptor. Ilustremos
estas observaciones.
La supremacía de la vista, según Addison “el más perfecto y delicioso de todos nuestros sentidos” (Spectator, p. 276), tiene que ver
con el hecho de que la relación visual es la que permite una mayor
distancia, y por ende una mayor independencia con respecto al
objeto. De ahí la mayor duración del placer que proporciona: “la
vista no se cansa ni se sacia de su propio disfrute”, o al menos no
se cansa tan rápidamente, como suele ocurrir con las sensaciones
que implican el contacto físico con el objeto (es decir, las del gusto,
el olfato y el tacto).
•
58
Así mismo, la ausencia de contacto físico hace de la sensación visual
la materia prima más importante para los juegos de la imaginación.
Así, por ejemplo, en determinados casos la sensación visual puede
contener a su manera otras sensaciones. Puede reemplazar al tacto:
al recorrer los objetos sin tocarlos, aunque casi como palpándolos,
proporciona una sensación de consistencia similar a la del tacto22.
Sin embargo, la relación inversa no puede afirmarse del tacto, pues
dada su estricta dependencia de la presencia del objeto, no puede
proporcionar las sensaciones visuales del color.
22 Posteriormente, Heinrich Wölfflin ha desarrollado bellamente esta intuición, a propósito de lo que él denomina el “estilo clásico” en la pintura y la
escultura del Renacimiento, y que podría definirse como la inseguridad de
la vista, recientemente privilegiada, y que por lo tanto debe acompañarse del
tacto visual. Cfr. Heinrich Wölfflin, Renaissance und Barock. Eine Untersuchung
über Wesen und Entstehung des Barockstils in Italien [1888].
Modernidad, civilización y estética
i
Por otra parte, las sensaciones táctiles, condicionadas por la inmediatez del contacto físico con un objeto particular, e incluso
por sólo una parte del mismo, se diferencian de las sensaciones
visuales, que son capaces de superar los obstáculos de número, volumen y distancia: la vista “conversa con sus objetos a la distancia
más grande, y continúa sus actividades en mayor plazo de tiempo”
(Spectator, p. 276). Gracias a que puede permitirse una distancia
con ellos, la vista puede captar simultáneamente grandes cantidades de objetos y de relaciones entre los mismos23.
Pero la amplitud de juego implicada en la sensación visual va más
allá de las posibilidades de una contemplación estrictamente visual.
Addison denomina placeres visuales secundarios a aquellos que
fluyen de las ideas de los objetos visibles, cuando los objetos
no están actualmente ante la vista, pero que se hacen surgir en
nuestros recuerdos, o son formados en agradables visiones de
cosas ausentes o ficticias (Spectator, p. 277).
En la posibilidad de “reelaborar” las sensaciones visuales una vez
que éstas no están afectando más de manera directa al receptor,
está una de las claves de la producción artística plástica. El cuadro
del pintor, aunque formado a partir de las impresiones de lo visto,
no tiene que limitarse a la representación de objetos presentes o
reales. Pero también la poesía se beneficia de esta posibilidad de
transformación que ofrecen las impresiones visuales, en virtud de
su independencia con respecto a la presencia del objeto. Así, por
ejemplo, se nos habla de las admirables “pinturas” de los caracteres humanos que nos ofrece Homero. Es el ut pictura poiesis de
Horacio24. Las pasiones, los afectos y las emociones se encarnan
23 Y aquí encontraríamos el fundamento de lo que Wölfflin denomina el
“estilo barroco” en las artes plásticas, entendido como emancipación de la
vista con respecto al tacto visual y el consiguiente paso del dibujo lineal a lo
pictórico. Esta emancipación permite el acceso a dimensiones visuales más
complejas y vedadas por la limitación táctil-visual. De la contemplación de la
superficie se pasa al adentrarse en el cuadro gracias a la representación de la
profundidad; de la forma acabada en sí misma, a la forma en movimiento.
24 Sobre la compleja historia de las cambiantes relaciones entre poesía y
pintura véase el estudio de Rensselaer W. Lee, Ut pictura poiesis. La teoría
humanística de la pintura, Ediciones Cátedra, Madrid, 1982. Traducción de
Consuelo Luca de Tena.
59
•
en figuras visuales, que son pintadas-descritas, aunque mediante
signos ahora despojados de todo vestigio sensual.
Pero de una reelaboración tal no son susceptibles aquellas sensaciones que, como las olfativas, gustativas o táctiles, parecen destinadas a la dependencia de objetos particulares del mundo físico.
Incluso el valor musical, tan importante para nuestra recepción
actual de la poesía y que implica una alta estimación de las sensaciones acústicas, es para Addison todavía instrumental:
Así, cualquier sonido continuo, como la música de los pájaros,
o el de una cascada, despierta en cualquier momento la mente
del contemplador y la hace más atenta a las diversas bellezas del
lugar frente a él. Así también, si se desprende una fragancia de
olores o perfumes, ésta aumenta los placeres de la imaginación
y hace aparecer más agradables los colores y el verdor del paisaje, puesto que las ideas de ambos sentidos se complementan
mutuamente y causan mayor placer juntas que separadas, como
los diferentes colores de un cuadro, que cuando están bien dispuestos, se realzan entre sí y reciben una belleza adicional de la
ventaja de su situación (Spectator, p. 282).
•
60
Aquí llama la atención que las sensaciones acústicas (sonido continuo, música de los pájaros o de las cascadas) todavía sean tratadas
en pie de igualdad, por ejemplo, con las olfativas (la “fragancia de
los olores o perfumes”). En la contemplación de la belleza natural, el valor del sonido depende de su coordinación con la vista,
así como en la belleza artística, la música dependía todavía de
su relación, subordinada, con el texto. En lo que se refiere a las
sensaciones puramente visuales, tal vez no resulte demasiado atrevido pensar que Addison resalta ya el valor estético autónomo del
color y de su composición. Si esto fuera correcto, su aproximación
resultaría relativamente avanzada con respecto a una época que
todavía subordinaba la composición colorística al diseño o dibujo.
La relación de subordinación del color al dibujo es similar a la que
solía establecerse entre la música y el texto. Probablemente ambas
aludan a una cierta inseguridad existencial propia de un comportamiento civilizado todavía no lo suficientemente aclimatado. En
ese sentido, la producción artística se halla ligada todavía a una
función “pedagógica”: aun en sus elementos puramente formales,
Modernidad, civilización y estética
Pero desde el punto de vista de un análisis de las propiedades estructurales de las sensaciones, lo que aquí importa constatar es
que lo que otorga su primacía a las sensaciones visuales, es que, en
virtud de su distancia con el objeto, ellas permiten establecer una
relación puramente contemplativa con el mismo, sea éste natural o
artístico, que excluye su valor de cambio y también su valor de uso.
El hombre de imaginación refinada, afirma Addison,
i
la obra de arte debe ofrecer pautas de orientación inequívocas. La
emancipación de los colores con respecto al dibujo acabado o la
afirmación de la música absoluta, anunciarán el fin del paradigma
clásico y el cambio de la significación social del arte25.
encuentra un secreto solaz en una descripción y, frecuentemente,
siente una satisfacción mayor con la perspectiva de los campos y
de las praderas, que cualquier otro con su posesión. Ello le otorga una especie de propiedad sobre todas las cosas que ve, y hace
de las partes más rudas e incultas de la naturaleza una fuente
de sus placeres; de tal manera que contempla al mundo como si
presentara un aspecto distinto, y descubre en él una multitud de
encantos que se ocultan para la mayor parte de la humanidad
(Spectator, p. 278).
Por el contrario, y dada su dependencia de la relación física con el
objeto, los placeres táctiles son calificados por Addison como toscos
(gross), y aparecen más vinculados a una relación utilitaria con los
objetos.
25 A este respecto resulta ilustrativa la anécdota mozartiana, relatada
por Elias, con motivo del estreno de la ópera El rapto del serrallo. Después
de la audición, el emperador José II expresó a Mozart su insatisfacción con
las siguientes palabras: “Demasiadas notas, querido Mozart, demasiadas
notas”. La queja, compartida por una de las cantantes, se refería a la ruptura
mozartiana del equilibrio acostumbrado entre texto y música, en detrimento
del primero. La música no era más el mero acompañamiento del texto: “En
el Rapto, Mozart se alegraba enlazando a veces, en una especie de diálogo,
las voces humanas con las voces de los instrumentos. Con ello socavó la
posición privilegiada de los cantantes. Y al mismo tiempo perturbó a la sociedad cortesana, que en la ópera estaba acostumbrada a simpatizar con las
voces humanas y no con unas voces orquestales simultáneas”. Norbert Elias,
Mozart, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1991, p. 170.
61
•
Sentidos teóricos y prácticos
La Antropología kantiana nos ofrece una interesante doctrina acerca de los cinco sentidos. En su conjunto, se trata de puros sentidos
de la sensación orgánica, a la vez que de vías de acceso con las
que la naturaleza ha dotado a los animales para la diferenciación
de los objetos. No obstante, su consideración más detenida revela
en ellos características estructurales que justifican su división. En
efecto, hay sentidos “más objetivos que subjetivos” o “más subjetivos que objetivos” (Antropología, ba 47). Las intuiciones empíricas
de los primeros –es decir, tacto, vista y oído– “aportan más al conocimiento de objetos externos, que despiertan la conciencia del
órgano afectado”. Por el contrario, los segundos (gusto y olfato)
son más aptos para el disfrute (Genuß) que para el conocimiento
de los objetos externos.
•
62
A diferencia de Aristóteles, quien considera que el cuerpo en general es el medio (no el órgano) de las sensaciones táctiles, Kant
estima que “el sentido del tacto reside en las yemas de los dedos
y en las papilas nerviosas de los mismos” (Antropología, BA 48).
Esta modificación le permite afirmar que “este sentido es el único
[que proporciona una] percepción externa inmediata”. Su ubicación podría calificarse como intermedia entre los polos objetivo y
subjetivo de las sensaciones. En lo que se refiere al conocimiento
experimental (Erfahrungserkenntnis), que no podríamos calificar todavía como científico, el tacto es el sentido más importante y el que
otorga más seguridad, pues dejando de lado su faceta puramente
estética (si algo se siente más o menos suave, más o menos caliente), nos informa tanto acerca de la presencia del objeto como de su
forma. Pero así mismo su contacto (Berührung) directo e inmediato
con los objetos hace de él, epistemológicamente, el sentido más
grosero (gröbste): si bien es punto de apoyo necesario para que la
vista y el oído puedan hacerse a un concepto de la forma corporal,
una vez adquirido el concepto bien podemos conservarlo, prescindiendo de la sensación táctil que lo originó. Desde un punto de
vista estético, los efectos de las sensaciones táctiles tienden a ser
exclusivamente individuales (la percepción de un objeto concreto
como más o menos caliente, o más o menos suave, depende del
receptor). Y en el caso de la recepción artística, sólo en la escultura
tendría alguna cabida, si bien sus sensaciones son perfectamente
reemplazables, como se ha visto, por las visuales.
Por lo que a las sensaciones auditivas se refiere, Kant afirma que,
en sí, éstas no significan nada, entendiendo por ello su total independencia de la representación inmediata de la forma de los
objetos. Pero precisamente por ello, es decir, porque sólo significan
sentimientos internos, son “los medios más apropiados para la expresión de los conceptos (Bezeichnung der Begriffe)” (Antropología, B
49). La doctrina antropológica kantiana cree encontrar en la estructura empírica de las sensaciones visuales y auditivas, el correlato
sensible más adecuado para las funciones a priori, respectivamente
estéticas o lógicas –en sentido “trascendental”–, implicadas en el
conocimiento. Esta adecuación de las sensaciones visuales y auditivas con respecto a la estructura subjetiva trascendental (formas
puras de la intuición y conceptos del entendimiento), hará de ellas
la exclusiva materia prima sensible de la experiencia estética de lo
bello que, como veremos, debe involucrar tales funciones a priori,
con miras a justificar su pretensión de universalidad.
Así, pues, y gracias a la distancia exhibida por las sensaciones visuales y auditivas con respecto a su causa, sus sentidos correspondientes “mediante reflexión, conducen al sujeto al conocimiento
del objeto como una cosa exterior a nosotros” (Antropología, ba 51).
Es de anotar, sin embargo, que su potencial cognoscitivo resulta
inversamente proporcional a su potencial estético:
Cuanto más se sientan afectados los sentidos –dentro del mismo grado del influjo ejercido sobre ellos–, tanto menos enseñan
Modernidad, civilización y estética
i
Las sensaciones visuales y auditivas son mediadas (por la luz y el
aire). Como tales son las más independientes del contacto directo
entre los órganos y sus objetos. Por ende, sus efectos se miden
menos por las repercusiones sobre el estado puramente subjetivo
(es decir, estético) que por sus informaciones acerca de la causa
que los produce. “Aunque no más indispensable que el sentido del
oído, el de la vista es con todo el más noble (edelste)” (Antropología,
b 50), y ello porque es el que se aleja más del tacto, que, aunque
necesario, es el más limitado. La vista no sólo contiene la esfera
más amplia de percepciones dentro del espacio, sino que también
siente que su órgano es el menos afectado (am wenigsten affiziert
wird). Por su distancia con respecto al objeto, el sentido de la vista
es “el que más se acerca a una intuición pura (a la representación
inmediata del objeto dado sin mezcla notoria de sensación)”.
63
•
(lehren). Y a la inversa: si han de enseñar mucho, deben afectar moderadamente. Bajo la luz más fuerte no se ve (distingue)
nada, y una voz dolorosamente estentórea ensordece (impide el
pensamiento) (Antropología, ba 53).
La “riqueza estética” –entendiendo la estética en su sentido más general– es mayor en las sensaciones gustativas, olfativas, e incluso
táctiles, que en las visuales y en las auditivas. Las primeras afectan
más a sus respectivos sentidos, y les enseñan menos. Pero así mismo, y aunque incluso dentro de las sensaciones provenientes de los
sentidos inferiores sea posible aislar su aspecto meramente estético,
la fuerza que éste exhibe tiende a resolverse en una relación práctica inmediata con sus objetos. Así, pues, Kant afirma del gusto y del
tacto que son sentidos más subjetivos que objetivos, y ese carácter
les viene dado por su modo específico de afección: sea por contacto
directo (el gusto), o por absorción de emanaciones (el olfato), las
partículas provenientes del objeto “deben penetrar (eindringen) el
órgano, para hacer llegar a éste su sensación específica” (Antropología, ba 52). Similar es la reflexión de Hegel, quien afirma:
Los instrumentos sensibles de la vista y el oído ejecutan el
proceso puramente teórico: lo que vemos, lo que oímos, lo dejamos como es. Por el contrario, los órganos del olfato y del gusto
pertenecen ya al comienzo de la relación práctica. Pues sólo es
para oler aquello que ya está comprendido en el consumirse, y
sólo podemos gustar en la medida en que destruimos (Estética
I,
•
64
p. 184).
Así, pues, y por paradójico que ello pueda parecer, la importancia
de las sensaciones visuales y auditivas para la experiencia estética
de lo bello reside precisamente en su “pobreza” estética comparativa. No se trata de que aquí hayan de aprovecharse las potencialidades cognoscitivas de las sensaciones en ella implicadas. Pero dada
la moderación de su afección, y por ende su mayor compatibilidad
con el ejercicio de las funciones a priori de la subjetividad, son las
sensaciones más adecuadas para cumplir con las pretensiones de
validez intersubjetiva de la experiencia estética de lo bello.
La unidad de lo diverso
Uno de los problemas más complejos con que se enfrenta la epistemología kantiana es el de la relación entre concepto e intuición.
Modernidad, civilización y estética
i
El primero contiene “la unidad sintética pura de lo diverso en general”. El tiempo, “como condición formal de la multiplicidad del
sentido interno, y por consiguiente de la conexión de todas las representaciones, contiene una multiplicidad a priori en la intuición
pura” (CRP, b 177). Del espacio puede afirmarse que es la condición
formal inmediata de la multiplicidad del sentido externo. Ahora
bien, dado que sin la relación entre concepto e intuición, es decir,
sin la reducción de la diversidad de la intuición a la unidad del
concepto, no habría conocimiento, Kant encuentra necesario establecer un término medio entre ambos polos:
Pero los conceptos puros del entendimiento, en comparación con
las intuiciones empíricas (o incluso con las sensibles en general),
son totalmente heterogéneos, y nunca pueden encontrarse en intuición alguna. ¿Cómo es entonces posible la subsunción de la
última bajo los primeros, y con ello la aplicación de la categoría
a los fenómenos, puesto que nadie dirá que ésta, por ejemplo,
la causalidad, pueda ser intuida mediante los sentidos, y estar
contenida en el fenómeno? (CRP,
b 176 y s.).
Se impone entonces la necesidad de un término medio, homogéneo
tanto con la categoría como con el fenómeno, intelectual por un
lado y sensible por el otro, pero libre de todo elemento empírico, al
que Kant denomina esquema trascendental.
En el caso del conocimiento –es decir de los juicios determinantes– la relación es de subsunción, bajo el concepto de la multiplicidad intuitiva. Como más adelante se verá, para los juicios de gusto
sobre lo bello, la relación habrá de ser no determinante sino de
libre juego. Por lo pronto, aquí sólo importa recordar claramente
que esta relación entre las facultades debe estar implicada en tales
juicios. Por otra parte, la doctrina kantiana acerca de los sentidos
expuesta en la Antropología no reemplaza sino que complementa la
de la Crítica de la razón pura.
En la Antropología, el análisis de las sensaciones permitirá a Kant
determinar cuáles de ellas, en virtud de su estructura, prefiguran, o
al menos resultan más idóneas, para la síntesis entre unidad y diversidad que lleva a cabo el esquema trascendental. Tal estructura de
determinadas sensaciones no suple, ni en los juicios de conocimiento ni en los de gusto, la necesidad de relación entre las facultades a
65
•
priori implicadas en el conocimiento, si bien es cierto que les ofrece,
por así decirlo, un material más adecuado para las funciones que les
son propias. Por el contrario, el material proporcionado por otros
órganos sensibles no resultará apto para tales elaboraciones.
Recordemos la concepción del sentido de la vista, expuesta en la
Antropología, como “el que más se acerca a una intuición pura (a la
representación inmediata del objeto dado sin mezcla notoria de
sensación)”, y de las sensaciones auditivas como “los medios más
apropiados para la expresión de los conceptos” (Antropología, B
49). En efecto, de manera figurada podría afirmarse que sólo en
las sensaciones visuales y auditivas resulta posible, de manera
anticipada, la relación entre los dos polos heterogéneos que constituyen el conocimiento: por una parte, ellas captan la multiplicidad
propia de lo sensible, pero por otra también ellas pueden captar la
unidad de lo diverso en sus objetos. Sería tal vez más exacto decir,
no que tales sensaciones anticipan la relación entre las funciones
trascendentales del concepto y la intuición, sino que éstas sólo
pueden cumplirse cuando su material sensible es visual o acústico.
Pero dado que aquí intentamos un acercamiento a las sensaciones
aisladamente consideradas, opto por presentarlas “como si” ellas,
“en sí mismas”, poseyeran tales atributos.
•
66
La vista suele aprehender el todo –la forma– del objeto que se le
presenta, pero debidamente aguzada también puede reconocer las
partes que lo componen. Por su parte, el oído, como ya ha sido
dicho, no capta formas; su objeto es lo fluido, la multiplicidad de
lo cambiante. Pero aunque los sonidos desaparezcan a medida que
van siendo emitidos, la capacidad de memoria acústica aguzada
permite conservar los vínculos que relacionan al flujo que desaparece tan pronto como avanza. Las composiciones artísticas plásticas y musicales parecen contar con esta capacidad de desarrollo de
las impresiones sensibles respectivas26.
26 Tal vez lo anterior pudiera aplicarse a la transición, anteriormente insinuada, del estilo clásico al barroco en el caso de la plástica: una vez afianzado
el efecto de la forma acabada en sí misma, se integra lo múltiple en la forma
en movimiento. Así mismo, el texto habría servido de soporte o referencia
unificadora a la multiplicidad representada por la música, hasta que la propia técnica de composición descubre sus soportes puramente musicales incorporando dentro de ellos su propia multiplicidad.
Lo mismo que del olfato podría afirmarse de las sensaciones gustativas. No obstante, desde el punto de vista que ahora nos ocupa,
el de la unidad de lo diverso, podría aducirse en favor de todas
estas sensaciones “inferiores” una cierta capacidad de desarrollo
estético. En efecto, el refinamiento culinario no consiste tan sólo
en ofrecer una mera sucesión de sabores supuestamente agradables, sino también en su combinación: los manjares se contrastan,
se anulan o se potencian en sus respectivas sensaciones, y acaso
una cierta memoria gustativa sea requerida para percibirlas como
conjunto en lugar de una mera sucesión. Lo mismo podría decirse
de los olores. Pero aunque todo esto se concediera, Kant recordaría
que el influjo de las sensaciones proporcionadas por los sentidos
inferiores es químico, en el sentido de una asimilación biológica (innigste Einnehmung es su expresión), a diferencia de las sensaciones
27 Según Simmel, sus impresiones son o imprecisas (dumpfen), o no susceptibles de desarrollo (Unentwickelbarkeit): ”El olor no configura a partir
de sí un objeto, como lo hacen la vista y el oído, sino que permanece, por
así decirlo, completamente determinado por el sujeto (im Subjekt befangen).
Esto se simboliza en el hecho de que no existe ninguna expresión objetiva
e independiente que caracterice sus diferencias. Cuando decimos que huele
ácido, esto significa sólo que huele como huele algo que sabe ácido” (Sociología, p. 733).
Modernidad, civilización y estética
i
Por el contrario, dentro de los sentidos llamados inferiores, el olfato
parece ser el más pobre puesto que sus sensaciones carecen de
la posibilidad de combinación entre la unidad que subyace a la
multiplicidad que la compone (vista) o que fluye (oído). Suele considerarse que su potencial cognoscitivo es prácticamente nulo27. Su
única utilidad radica, según Kant, en ser “condición negativa del
bienestar” (Antropología, BA 54), pues nos previene de respirar aires nocivos o de ingerir alimentos descompuestos. Aparte de esto,
y ahora desde una perspectiva estética, es el sentido más desagradecido y también el más superfluo: no recompensa los esfuerzos
invertidos en su cultivo y refinamiento para efectos del disfrute,
pues éste no sólo es efímero, sino que a menudo lo que ocurre es lo
contrario: “principalmente en los lugares más poblados, hay más
objetos para el asco que para lo agradable”. Y en lo que se refiere
a sus posibilidades de desarrollo en una experiencia estética de lo
bello, éstas parecen nulas dada su indiferencia con respecto a las
determinaciones formales del objeto.
67
•
de los sentidos superiores, cuyo influjo es mecánico, es decir, superficial. En virtud de esta propiedad, este grupo de las sensaciones
“inferiores” es “más subjetivo que objetivo”; en otras palabras, sus
efectos son puramente estéticos, y radicalmente heterogéneos con
respecto a las formas a priori implicadas en el conocimiento. De
las sensaciones gustativas y olfativas no cabe pues afirmar más
que su agradabilidad individual y no comunicable. Pero con ello
entramos en el último apartado.
La comunicabilidad de las sensaciones
Cuando la sensación, como lo real de la percepción, es referida al
conocimiento, entonces se llama sensación de los sentidos; y lo
específico de su cualidad sólo se deja representar, como universalmente comunicable del mismo modo, si se supone que todo
el mundo tiene un sentido igual al nuestro: pero de una sensación de los sentidos, esto no se puede presuponer en absoluto.
Así, a quien carezca del sentido del olfato, este tipo de sensación
no puede serle comunicado; e incluso si no carece de ella, no se
puede estar seguro de si la sensación que él tiene de una flor es la
misma que nosotros tenemos. Pero aún más diferentes tenemos
que representarnos a los hombres con respecto a la agradabilidad o desagradabilidad en la sensación de un mismo objeto de
los sentidos, y de ninguna manera se puede reclamar que todos
aceptaran el placer por los mismos objetos. Puesto que este tipo
de placer entra mediante los sentidos en el ánimo y en ello somos pasivos, puede llamárselo placer del disfrute (Lust der Genusses) (CJ, § 39, b 153).
•
68
El criterio que ahora tratamos resulta de mucha importancia para
toda la discusión estética moderna. Se trata de establecer los límites dentro de los cuales es válido el aserto según el cual de gustibus
non est disputandum. En efecto, en principio puede afirmarse de
todos los juicios estéticos, es decir de los que expresan un placer o
displacer, que su validez es meramente privada, que atañe exclusivamente al individuo que los emite. De alguna manera, quedan
aquí cobijadas también las sensaciones visuales y auditivas. Con
todo, una pertinaz convicción, expresada en un uso lingüístico, se
opone a tal constatación: suele afirmase que alguien tiene buen o
mal gusto, lo que implica la presunción de un canon objetivo para
juicios que expresan afecciones puramente subjetivas.
El concepto de comunicabilidad resulta un tanto complejo dada su
polisemia, o mejor, los grados en que ella resulta posible. Así, un
significado de la comunicación, quizás el más usual en nuestros
días, alude al hecho de emitir un mensaje que ha de ser captado y
descifrado por un receptor. Cuando digo que el limón sabe ácido,
razonablemente puedo aspirar a que otro entienda lo que digo –es
decir a “comunicar” lo que siento–, contando para ello con que el
otro no tenga atrofiado su sentido del gusto. Pero este grado de
comunicación, como puede apreciarse en la declaración de Kant
citada al comienzo de este acápite, de antemano tiene ya un límite:
no puedo saber si mi sensación de lo que llamo ácido coincide con
la sensación de lo que mi interlocutor denomina ácido. La limitación se acentúa si en el juicio se expresa un placer o displacer: en
tal caso, no sólo no puedo saber si mi sensación placentera es igual
a la suya, sino que también he de aceptar que es posible que su
sensación sea displacentera.
De este modo, en lo que a las sensaciones se refiere, el cumplimiento de este proceso comunicativo es altamente incierto, si bien
es posible que en algún sentido sea exitoso: si digo que me gusta
el sabor ácido del limón, el interlocutor comprenderá al menos
que mi reacción frente a esa sensación no es de rechazo. Pero su
comprensión consistirá en la suposición de que mi experiencia es
similar a experiencias suyas, en las que él tampoco ha rechazado
sino deseado sensaciones, aunque no necesariamente las del sabor
28 Al respecto véase el artículo correspondiente en Peter-Eckhard Knabe.
Originalmente, el concepto se aplica a un vasto campo que incluye configuraciones psíquicas, comportamiento social y también crítica artística. En
cualquier caso alude a la creencia en un parámetro objetivo, a la vez que a la
imposibilidad de expresarlo conceptualmente.
Modernidad, civilización y estética
i
La investigación estética se plantea entonces el problema de la justificación de la pretensión de validez objetiva –Kant la llama también
universalidad subjetiva (cfr. CJ, § 8)– del juicio de gusto. Para tales
efectos, se ensayaron diversos caminos, recurriendo a conceptos
tales como el je ne sais quoi28, la perfección, o el sentido común en su
acepción kantiana. Por lo que a este apartado respecta, el asunto
también puede ser expresado como el de “la comunicabilidad de
una sensación” (die Mitteilbarkeit einer Empfindung).
69
•
específico del objeto específico. Así mismo, y en lo que al placer
se refiere, la comunicación en este sentido tampoco podrá aspirar
a una necesaria comunidad de juicio, dado el carácter puramente
individual de la sensación.
No obstante las anteriores limitaciones, es posible una cierta educación de las sensaciones, y con ella la construcción de un cierto
tipo de consensos. Así, por ejemplo, para el niño acostumbrado al
sabor de la leche, los del vino, el vinagre, o los de muchas especies
y condimentos en general pueden resultarle en primera instancia
insoportables. Sin embargo, el influjo de mecanismos educativos y
culturales pueden llegar a inducir un cambio en su sensibilidad,
de tal forma que no sólo llegue a experimentar placer con lo que
antes le suscitaba fastidio, sino que también comparta sus gustos
con grupos más o menos amplios.
En su acepción de “hacerse entender”, la comunicación también
tiene importantes efectos sobre la sociabilidad: permite reconocer
lo que a otros no gusta, y en consecuencia a abstenerse de obligarlos a soportarlo. De un anfitrión tal se dice que “tiene gusto” (cfr.
CJ, § 7, b 20 y s.).
Ahora bien, de las sensaciones producidas por los llamados sentidos inferiores, las olfativas son las que se muestran más resistentes a los influjos externos de la cultura y a las exigencias de
la sociabilidad. Las simpatías y antipatías que suscita el olor son
inapelables:
Mientras que los otros sentidos tienden cientos de puentes entre
los hombres, mientras que las repulsiones que ocasionan pueden
ser reconciliadas mediante atracciones, mientras que el entrela•
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zamiento de sus valores sensibles positivos y negativos colorea
el conjunto total de las relaciones concretas entre los hombres,
por el contrario puede señalarse al sentido del olfato como el
sentido disociador (Simmel, Sociología, p. 735).
La apreciación de Kant es similar a la de Simmel: la agudeza
olfativa, y sobre todo en lugares densamente poblados, ocasiona
más fastidio que placer. Y por lo que se refiere a sus potenciales
en términos de sociabilidad, éstos son evaluados negativamente:
“El olfato es en cierto modo un gusto a distancia en el que otros
Pero junto a la comunicación asumida como un “hacerse entender”,
existe otro sentido del concepto, que acabo de insinuar, más tradicional y acaso menos evidente en su uso corriente actual. En adelante
nos referiremos a esa otra acepción, según la cual comunicación (Mitteilung) implica un pertenecer a y un participar de una perspectiva
común, a partir de la cual se emiten los juicios. La investigación kantiana sobre la justificación de los juicios que exhiben pretensiones
de universalidad se inscribe en esta dirección. Naturalmente que
la perspectiva común buscada por Kant no es ya aquella constituida por el acervo de tradiciones compartido por una comunidad
particular dada. Fiel a los postulados ilustrados, lo común ha de
derivarse en este caso de la “naturaleza humana”, y en particular
de las funciones cognoscitivo-trascendentales que supuestamente
le son inherentes. Así, pues, que los juicios de conocimiento sean
comunicables no quiere decir, o al menos no principalmente, que
ellos puedan ser entendidos por otros. Se trata más bien de que en
su base existen unas funciones cognoscitivas que pueden afirmarse
como comunes a todos los potenciales emisores.
Que la fuente de la comunicabilidad tenga que ser la espontaneidad lógica es algo que se deriva de la individualidad inherente a
Modernidad, civilización y estética
Así, pues, algunas sensaciones más que otras resultan permeables
a los influjos de la educación y de las costumbres, y en esa medida
resulta posible afirmar con respecto a ellas una relativa comunicabilidad, no ya sólo en el sentido de “hacerse entender” cuando
se dice experimentar alguna de ellas, sino en el de “compartir” el
placer que se deriva de las mismas. Con todo, las barreras anotadas por Kant son insuperables: no podemos estar seguros de que
la sensación que experimentamos sea igual a la que otros experimentan. Y aunque el desarrollo de la sociabilidad nos permite
esperar de los que pertenecen a un grupo una cierta unanimidad
en los sentimientos de placer o displacer, no tenemos fundamento
para exigirlos en tanto traspasamos tales límites.
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son obligados a participar, quiéranlo o no; de allí que, en tanto
que contrario a la libertad, sea menos sociable que el gusto. Aquí,
entre varias fuentes o botellas, el huésped puede elegir una de su
agrado sin que los demás se vean obligados a compartir su goce”
(Antropología, ba 54).
71
•
la pasividad estética. Porque sabemos que la manera como somos
afectados por los objetos es individual, resulta incuestionable que la
comunicabilidad no puede reposar en fundamentos estéticos. Así
las cosas, puede resultar extraño preguntarse por la comunicabilidad del sentimiento de placer, tal como es la pretensión del juicio
de gusto sobre lo bello. Como veremos más adelante, Kant afirma
que el sentimiento de placer no puede ser la causa del juicio de
gusto (cfr. CJ, § 9) –pues en tal caso se trataría de una causa privada
e incomunicable–, sino una forma de conciencia ante una determinada disposición de las facultades de conocimiento, ocasionada a
su vez por la representación de un objeto.
En el presente contexto, mi propósito no es todavía examinar el
problema de la comunicabilidad del sentimiento de placer ante lo
bello. El problema es más bien hasta qué punto puede decirse de
las sensaciones mediante las cuales se da la representación de tal
objeto, que son comunicables. En sí misma considerada, ninguna
sensación resulta comunicable. Como hemos visto, la comunicabilidad se funda en las estructuras trascendentales del sujeto receptor. Pero no obstante lo anterior, algunas sensaciones resultan más
aptas no sólo para el conocimiento –comunicable– de los objetos,
sino para la comunicabilidad que reclaman los juicios de gusto
sobre lo bello.
•
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Recordemos una vez más la diferenciación kantiana entre sentidos
“más objetivos que subjetivos” (sentidos superiores) y “sentidos
más subjetivos que objetivos” (sentidos inferiores). Aunque en las
sensaciones suministradas por los primeros prima su potencial
cognoscitivo, no por ello pierden su carácter estético. Pero dado que
la afección de las sensaciones visuales y acústicas es mecánica (es
decir, afectan superficialmente), puede inferirse que la conciencia
que ellas despiertan atiende menos a las modificaciones subjetivas
porque éstas son menores, en comparación con las sensaciones de
los sentidos inferiores. Que las modificaciones subjetivas despertadas sean menores, significa también que las peculiaridades del
individuo receptor inciden menos en la calidad de la recepción:
De ahí que sobre [la representación ocasionada por los sentidos
superiores - l.p.] sea más fácil ponerse de acuerdo (einverständigen) con los otros; pero con respecto a la última [es decir a la
ocasionada por los sentidos inferiores - l.p.], en una misma in-
pletamente diferente (Antropología, ba 47).
Sería a todas luces insuficiente pretender que la comunicabilidad
universal reclamada por los juicios de gusto sobre lo bello repose
exclusivamente en la facilidad de ponerse de acuerdo que caracteriza a las sensaciones que producen efectos meramente mecánicos. Con todo, es un hecho que la experiencia estética de lo bello
no sólo prescinde de las sensaciones de efectos “químicos”, sino
que dejando también de lado los contenidos cognoscitivamente
relevantes de las sensaciones visuales y auditivas, se aprovecha
no obstante de la debilidad relativa de su impacto estético (que es
mecánico y no químico). Así, pues, aunque no pueda afirmarse que
esa “debilidad” sea condición suficiente para la comunicabilidad de
un juicio de gusto –y de los juicios de conocimiento en general–, sí
parece ser una condición necesaria. Las impresiones provenientes
de los sentidos inferiores no ofrecen esta posibilidad de disección:
al afirmar que su efecto es químico y no mecánico, Kant reconoce
que su impacto tiende a ser exclusivamente estético, es decir estrictamente individual y por ende incomunicable.
Modernidad, civilización y estética
la manera como el sujeto se siente afectado por él puede ser com-
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tuición empírica externa y con el mismo nombre para el objeto,
Sin embargo, es preciso reconocer que el eventual agrado que ocasione la sensación de un color o de un sonido, puede ser tan “incomunicable” –es decir tan individual– como el de un olor o el de
un sabor. Pero así mismo, colores y sonidos son sensaciones en las
que, dada la naturaleza de sus afecciones, es posible diferenciar su
carácter “más objetivo que subjetivo”, más “puro”, no obstante que
sigan siendo subjetivas:
Un mero color, por ejemplo el verde de un césped, un mero sonido (a diferencia de la resonancia y el ruido) como quizá el de un
violín, es declarado por los más como bello, aunque ambos parezcan tener por fundamento meramente la materia de las representaciones, a saber, únicamente la sensación, y merecerían por
ello ser llamados sólo agradables. Pero al mismo tiempo debería
observarse que las sensaciones del color así como las del sonido
pueden ser tenidas, justificadamente, como bellas, sólo en tanto
que ambas sean puras; lo cual es una determinación que concierne ya a la forma, y es también lo único de estas representaciones
que, con certeza, se deja comunicar universalmente; pues no
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•
puede admitirse que la cualidad misma de las sensaciones sea
unánime en todos los sujetos, y difícilmente puede serlo que la
agradabilidad de un color por sobre otros, o del sonido de un
instrumento musical por sobre otros, sea juzgado de la misma
manera por cada cual (CJ, § 14, b 40).
En las sensaciones del olfato y del gusto no es posible discernir
forma alguna. Por el contrario, en las sensaciones visuales y auditivas es posible distinguir entre su materia y su forma. Pero quizás
ésta sea una manera impropia de expresarse. En realidad, toda
sensación es materia, y el placer que produzca será estrictamente
individual e incomunicable, trátese de sabores, del color verde del
césped, del sonido del violín, o incluso del mero ruido. Lo que
sucede es que sólo las sensaciones visuales y acústicas, que como
toda sensación afectan materialmente, también disponen de la capacidad de afectar nuestras estructuras formales trascendentales.
La expresión kantiana sensación pura sólo puede significar entonces aquella sensación que valiéndose de su materialidad afecta no
obstante estructuras subjetivas no materiales y por ende comunes.
El placer que se derive de la afección puramente formal de las sensaciones visuales y auditivas constituye la experiencia estética de
lo bello, y es lo único que en ellas es universalmente comunicable.
Por el contrario, el placer que se derive de la afección material de
las sensaciones de cualquier tipo, incluidas las visuales y acústicas,
es individual e incomunicable.
•
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La especificidad de las sensaciones visuales y auditivas consiste
entonces en que sólo ellas permiten una experiencia del objeto
como forma. Podría aducirse que, como el mismo Kant lo afirma
en su Antropología, también las sensaciones táctiles dan cuenta de
la forma del objeto. Pero aquí tal vez valdría recordar la doctrina
aristotélica: percibimos los objetos tangibles, no influidos por el
medio, a la vez que el medio, que en este caso es el cuerpo mismo.
El contacto físico directo con los objetos hace más incierta la posibilidad de la disección de la sensación táctil en sus efectos materiales
y formales. Y aunque en la práctica tal disección resulte no menos
difícil en las sensaciones visuales y auditivas, al menos en la teoría
parece más admisible como fundamento de su comunicabilidad.
Modernidad, civilización y estética
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Como tal, la noción de forma es todavía insuficiente para dar cuenta de la experiencia estética de lo bello. Al fin y al cabo, no toda
forma es percibida como bella. Esta debe ser especificada mediante
su relación con la noción de unidad de lo diverso, con la salvedad
de que no obstante que ella sea atribuida al objeto, no es en éste
donde se reconoce, sino en sus efectos sobre el sujeto. Y dentro
del amplio campo de los efectos estéticos posibles, la unidad de lo
diverso como determinación de la belleza atañe tan sólo a aquella
que se refiere a una determinada disposición entre las facultades
a priori (imaginación y entendimiento) de la naturaleza humana.
Sólo en la medida en que éstas estén involucradas, y además en
esa determinada disposición, resultará razonable la pretensión de
comunicabilidad del placer de lo bello.
A manera de resumen del recorrido realizado en este capítulo, he
querido plantear en términos generales las relaciones de la estética
moderna con la sociedad moderna. He partido de una concepción
genérica de la dimensión estética, dentro de la cual se ubica, sin
agotarla, la experiencia específica de lo bello. Considero que tanto
la posibilidad como la necesidad de la experiencia estética general
y también de la específicamente bella, sólo se comprenden dentro
del contexto de una sociedad moderna.
A partir de los análisis desarrollados por Hegel en su dialéctica
del señor y el siervo, he caracterizado a la sociedad moderna como
el triunfo de la autoconciencia servil. Ésta se distingue por la inhibición de los apetitos, que hace posible el trabajo como actividad
configuradora del objeto, en el que tal autoconciencia puede reconocerse. Hegel no desarrolla explícitamente las consecuencias
puramente estéticas de la autoconciencia servil. He intentado
señalarlas. Por lo que a la experiencia de lo bello se refiere, he insinuado su doble función: en sus inicios, la modernidad la concibe
como instrumento complementario de la inhibición del apetito, y
en ello consiste su utilidad moral: gracias al placer que le es propio,
la experiencia de lo bello ha de coadyuvar a la formación de personalidades autocontenidas, es decir, virtuosas.
Pero una vez aclimatados los comportamientos civilizados, la
experiencia estética posibilitada por la inhibición de los apetitos
será entendida desde una perspectiva más amplia, no centrada
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