LAS HEMBRAS DEL CIMARRÓN

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Mudanza en mi costumbre
A la mitad del camino de mi vida me encuentro en un
oscuro bosque en el que me he perdido1. Esto debe de ser
un bautizo.
Hay gente elegante y aburrida, dejan los regalos en la
entrada, las bebidas están al fondo. Veo un farmacéutico
de pueblo despistado, creo que busca el retrete. Mi mujer
murmura con las otras que también sepultaron el amor;
han olvidado los versos del capitán, tiraron sus trenkas
de la facultad y ahora lucen joyas en lugar de pancartas.
Un catedrático oxidado discute con dos abogados de
pensamiento débil, sólo suelta tópicos pero los dice con
solemnidad. El médico trepador sonríe y aplaude.
Son todos unos mierdas.
Estas fiestas te quitan ideas, te roban el ser, te juntan con
imbéciles para hacerte cada día más imbécil. Me enredaron
en este laberinto pero llevo tres cervezas y empiezo a verlo
claro: ya no hay jardines ni princesas que buscar y todos
mis caminos están marcados. Tengo que dar un golpe de
timón, matar esta vida para vivir otra, si es que aún queda
alguna.
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La cerveza se transforma en whisky y esa noche me
acuesto borracho y solo. Sueño con un viento marino, mi
barco zarpa y palpo la inmensidad del océano. Despierto
tarde, la resaca me sale por los ojos y escupo mi decisión
ante el espejo: romperé lo que haga falta, no hay marcha
atrás. Me voy.
Qué puñeteros días, cuánto veneno. Me asaltan de
reproches, me acorralan los comentarios y mi abogado
calculando gananciales. Estos pleitos los ganan siempre
ellas.
Pero soy libre. Ma femme est morte, je suis Roi!2
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2
La boca de Claudia
El mismo BMW, gris plata, pero hoy conduzco alegre,
divertido.
Claudia me desabrocha los pantalones, yo acelero, se
inclina sobre mi asiento y hurga en mi bragueta con sus
carnosos labios. Ya veo de lejos la playa nudista de Vera.
En el vaivén de una curva, su boca se aprieta sobre mi pene
tieso y no puedo ni quiero contenerme. Se lo traga.
Hay un delicioso silencio hasta que levanta la cara,
risueña de saberme complacido. Un resto de semen resbala
perezosamente por su sujetador y mancha el asiento. La
libertad era esto.
La boca de Claudia la conozco de dos años antes.
Ella es anestesista y también desayuna en el hospital. Pide
churros, no tienen y se encoge de hombros, resignada. Veo
sus labios, su lengua y sus dientes, bellos pero defraudados,
esperando algo. Salgo a la calle, encuentro los churros, yo
sabía dónde, y se los planto delante.
Claudia me recompensa con ojos sorprendidos y
radiantes. Y sigue mirándome, pícara, mientras mordisquea
los churros con la cabeza inclinada, y sus rubios cabellos se
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derraman por el mostrador. Esa escena se me graba como
un hierro candente.
La imagen de Claudia me persiguió, me mantuvo vivo,
en los años oscuros, cuando la persona se diluye, triunfa
el profesional, ejerce el esposo, se celebran primeras
comuniones y se compran cosas inútiles.
Llevo un mes separado y dos horas de siesta. Despierto
en erección y pensando en Claudia: los sueños nos revelan
deseos ocultos. La llamo por teléfono y la invito a café
con churros. Ella ríe, comprendiendo, Claudia siempre
comprende, sabe que de los símbolos emergen los sucesos.
Ahora su boca soñada se está haciendo real, la estoy
viendo, y la beso mientras entramos al hotel. Mis fantasías
remotas toman vida, me ocurren, están subiendo nuestras
maletas y la playa está al lado. Todo es verdad. Nadamos
desnudos y jugamos entre las olas, nos acarician los últimos
rayos de sol.
Tumbados en la orilla pienso en lo que voy a hacerle,
lo que me va a hacer, cuando subamos a la habitación. Toco
su piel mojada y la urgencia se delata en mi mano. Ella lo
entiende, Claudia siempre me entiende. Se levanta riendo,
qué ágiles sus muslos blancos, qué libres se mueven sus
pechos.
En el ascensor nos miramos como animales, hay avidez
y prisa por llegar, nuestros cuerpos tienen sed, me tiembla la
llave en la cerradura. Se arrugan las sábanas, las manchamos
de besos, de arena y de sudor, la habitación se inunda de
palabras antiguas y caricias nuevas. No admite códigos el
placer y nos lo bebemos como un licor fuerte, toda la noche
bebiéndolo y escuchando el mar. Qué penetrante el olor del
mar.
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Claudia no es una mujer como las demás. Vive sin
fronteras pero tiene una historia antigua, una fijación, una
pasión turca, Yasud. Las mujeres siempre se enganchan con
el que las desvirga, el primer amor se les imprime en el
alma.
Algo me había contado: que el moro emigró a Estados
Unidos, que se conocieron en Denver, fue en el verano de
COU, una semana loca en las Montañas Rocosas.
Y quince años después, mientras desayunamos, me
enseña una carta de Yasud que vuelve a España. Me alarmo
porque se le reavivan aquellas lumbres. Claudia intenta
explicármelo, sabe que es irracional pero necesita volver a
verle.
·Y es probable que me acueste con él ·me lo suelta
así, a la cara·. Lo nuestro no tiene que terminar pero yo
tengo que verle unos días. Porque sí, porque quiero hacerlo.
Tú si quieres me esperas y si no, pues nada.
Años después comprendería yo esos sentimientos
contradictorios, pero ahora me resultan inexplicables, y
no consiento que nada empañe mi vida con Claudia. Está
obsesionada con atender al turco. Ha alquilado un apartamento
para él, lo llena de comida y bebida, y se compra bragas y
sujetadores que no usa conmigo. Yo nunca había sido celoso
pero ahora empiezo a entender los celos, esa rabia que duele
pero nos da la fuerza y la resolución de los locos.
Estaba Claudia tan absorta y ajena a mis cuitas que
no ocultó nada, ni el día que llegaba Yasud, ni su número
de vuelo, y la oí telefonear para reservar el restaurante de
bienvenida. Allí entré, qué poder tiene el amor, qué maldad
hay en los celos, con una careta y pistola en mano, simulando
un atraco.
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·–No se muevan! ·dije.
Empecé a recoger carteras y joyas, y en la tercera mesa,
la de ellos, volví a gritarles, no se muevan, al que se mueva
lo mato, para justificar el disparo, entre ceja y ceja, por
gilipollas, por moverse de Turquía y de Estados Unidos,
qué coño hacía ese moro saliendo de su tierra para quitarme
a Claudia.
Ella llora sobre su cadáver y la gente se aparta
dejándome paso. Yo salgo despacio, me siento valiente y
libre. Mi instinto animal ha matado al macho que disputaba
mi hembra, y descubro mi fuerza: puedo torcer o segar una
vida, soy capaz de cambiar el destino.
Mi crimen nunca fue descubierto, ni siquiera Claudia
sospechó, pero se hundió en su desgracia, se rompió por
dentro y la perdí irremisiblemente. Lo curioso es que ya no
me importa, quizá porque en los celos hay más amor propio
que amor, y yo estoy vengado.
Siento ahora un placer intenso y primitivo, como el que
se arranca la costra de una herida, y con el dolor le viene
una sensación de alivio. Se han roto mis amarras, tú me
enseñaste, Claudia, y ahora poseo tu bárbara libertad.
He huido de la manada y nada me retiene. Me siento
cimarrón, ese animal doméstico que se escapa, mata para
comer y, al oler la sangre, rebrota la bestia apagada, y ya
nunca volverá a la casa.
Estoy libre y solo, sin código, ni tribu ni proyecto3.
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