El caserio en la estepa - Partido Comunista de Arriate.

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EL CASERÍO E
LA ESTEPA
V. Kataiev
EL CASERÍO E
LA ESTEPA
La muerte de Tolstoi
El viento del mar traía lluvia y sacudía los
paraguas de los transeúntes. Amanecía, y las calles
estaban oscuras. Petia sentía en su alma una
oscuridad idéntica y un dolor indescriptible.
Desde lejos, antes de llegar a la conocida esquina,
vio una pequeña muchedumbre ante el quiosco:
acababan de traer, con retraso, los periódicos. La
gente se los quitaba de las manos al vendedor. El
viento sacudía las planas, que la lluvia no tardaba en
poner grises. Algunos hombres se descubrieron, y
una señora estalló en sollozos, llevándose a los ojos y
a la nariz un estrujado pañuelito.
"Sí, ha muerto", se dijo Petia. El chico veía ya
claramente las planas de un periódico, enmarcadas de
negro, y el borroso retrato, también negro, de León
Tolstoi, con la conocida barba blanca.
Petia tenía ya trece años. Como a todos los
adolescentes, la muerte le daba mucho miedo. Cada
vez que fallecía algún conocido, sentía espanto y
luego tardaba mucho en recobrarse, lo mismo que
después de una grave enfermedad. Pero esta vez, el
miedo a la muerte tenía otro carácter. Tolstoi no era
un conocido suyo. Petia ni siquiera se imaginaba su
vida como hombre. Tolstoi era un eximio escritor, lo
mismo que Pushkin, Gógol y Turguénev. No vivía en
la conciencia como un hombre, sino como un
fenómeno. Tolstoi agonizaba en la estación de
Astápovo, y todo el mundo, horrorizado, esperaba su
muerte de un día para otro. Como todos, Petia
esperaba el acontecimiento aquel, que le parecía
inverosímil e imposible para el fenómeno inmortal
que se llamaba "León Tolstoi", Cuando el hecho se
produjo, embargó a Petia tan gran angustia, que
permaneció largo rato inmóvil, apoyado contra el
húmedo y resbaladizo tronco de una acacia.
En el gimnasio todo aparecía tan oscuro y
enlutado como en la calle. Nadie hacía ruido ni corría
por las escaleras. Todos conversaban a media voz,
como en la iglesia durante una misa de réquiem.
Durante los recreos, los chicos se sentaban en los
poyos de las ventanas y guardaban silencio. Los
alumnos de séptimo y octavo grados se agrupaban en
los rellanos de la escalera y abajo, junto a la
conserjería. Hojeaban a hurtadillas los periódicos,
pues estaba prohibido leerlos en el gimnasio. Las
clases se dilataban tranquilas y ceremoniosas, con
una uniformidad que sacaba de quicio. El inspector o
alguno de los celadores asomaba con frecuencia por
la puerta encristalada de la clase. Sus rostros no
expresaban más que una fría vigilancia. El familiar
mundo del gimnasio, con los uniformes y las levitas
de los profesores, con los azules cuellos de los
bedeles, con el silencio de los pasillos, donde con
tanta nitidez y sonoridad repercutían en las baldosas
las pisadas del inspector, que llevaba botas nuevas de
duros tacones; con el leve olor a incienso en el cuarto
piso, junto a las talladas puertas de roble de la capilla
del gimnasio; con las espaciadas llamadas del
teléfono abajo, en la oficina, y el fino tintineo de las
probetas en el gabinete de Física; todo aquel mundo
se le antojaba a Petia en flagrante contradicción con
aquello tan grande y terrible que, a juicio suyo, debía
ocurrir fuera del gimnasio, en la ciudad, en Rusia, en
toda la Tierra.
¿Qué estaría pasando allí?
Petia miraba de cuando en cuando por la ventana,
pero no veía nada que no fuera el conocido y tedioso
panorama del barrio de la estación. Veía el húmedo
tejada del bello edificio de la Audiencia, con la ciega
figura de Temis en el frontón. Veía las cúpulas de la
iglesia de San Panteleimón y la Atalaya de los
bomberos en el distrito de Alejandro. Más allá, en los
suburbios obreros, pendía la cortina gris de la lluvia.
Había allí chimeneas, humo, almacenes, y, en el
mismo horizonte, una gris oscuridad que despertaba
en Petia un recuerdo lejano e impreciso. Fue después
de las clases, al salir Petia a la calle, cuando pudo
evocarlo con toda nitidez.
Caía temprana la tarde. En algunas tiendas
encendían ya los quinqués. Su amarillenta luz se
reflejaba mortecina en el mojado pavimento.
Pasaban, fugaces, espectrales, las sombras de los
transeúntes, agigantadas por la niebla. Y, de pronto,
se oyó una canción. De detrás de la esquina salía
lentamente, fila tras fila, una muchedumbre de
personas cogidas de la mano. Delante, apretando
contra su pecho un retrato de León Tolstoi, con
marco negro, iba un estudiante, la cabeza
descubierta, y el húmedo viento agitaba su rubia
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cabellera. "Vosotros caísteis en lucha fatal", cantaba
el estudiante, como si lanzara un reto, con voz de
tenor, ahogando el desafinado coro de la multitud.
Aquel estudiante y aquel gentío que cantaba hicieron
que Petia evocara con extraordinaria claridad un
tiempo y una calle olvidados. Lo mismo que
entonces, brillaba la calzada en medio de la niebla, y
por ella, cogidos de la mano, fila tras fila, avanzaban
muchachas con pequeños gorritos de piel, estudiantes
y obreros calzados con botas de caña alta. También
entonces cantaban "Vosotros caísteis…" Sobre el
gentío ondulaba un pequeño trapo rojo… Todo
aquello ocurrió en 1905... Y para que el parecido
fuera completo, Petia oyó un batir de herraduras que
arrancaban chispas al mojado granito de la calzada.
Una patrulla de cosacos salió impetuosa de un
callejón -las gorras ladeadas, las cortas carabinas de
caballería bailoteando terciadas a la espalda-, una
fusta silbó, cortando el aire cerca de Petia, y el chico
percibió el maloliente sudor de los caballos. A
continuación, todo se mezcló, se oyeron gritos, y la
muchedumbre se dispersó corriendo...
Sujetándose la gorra con ambas manos, Petia saltó
a un lado, tropezó con algo caliente y lo derribó. Era
una hornilla que se encontraba junto a una frutería.
Rodaron por el suelo ascuas y humeantes castañas.
La calle quedó desierta.
Durante varios días, la muerte de Tolstoi fue lo
principal en la vida de toda la sociedad rusa, su eje.
Los números extraordinarios de los periódicos
relataban con gran detalle la huida de Tolstoi de
Yásnaia Poliana. Se publicaban centenares de
telegramas enviados desde la estación de Astápovo
dando a conocer las últimas horas y minutos del gran
escritor. En un abrir y cerrar de ojos, la pequeña y
desconocida estación se hizo en todo el mundo tan
famosa como Yásnaia Poliana. El apellido del jefe de
la estación, un tal Ozolin, que había cedido al
moribundo su casa, era repetido infinidad de veces
por toda la gente que sabía leer. Al lado del nombre
de la condesa Sofía Aridréievna y el de Chertkov,
aquellas nuevas palabras que acompañaban a Tolstoi
a la tumba -"Astúpovo" y "Ozolin"- asustaban a
Petia, lo mismo que las negras letras de papel en las
blancas cintas de las coronas fúnebres.
Petia advertía asombrado que con aquella muerte,
a la que todos llamaban "tragedia", guardaban cierta
relación el gobierno, el Santo Sínodo, la policía y el
cuerpo de gendarmes. En aquellos días, cuando el
chico veía en la calle el carruaje del arzobispo, con
un monje en el pescante, al lado del cochero, o el
estrepitoso y elegante coche del jefe de policía,
estaba seguro que tanto el uno como el otro se
apresuraban para solucionar algún asunto urgente
vinculado con la muerte de Tolstoi.
Petia nunca había visto a su padre como en
aquellos días: no, aquello no era nerviosismo, sino
una elevada inspiración. Su rostro, habitualmente
V. Kataiev
bondadoso e ingenuo, parecía rejuvenecido y tenía
una expresión adusta. Llevaba el pelo echado hacía
atrás, como los estudiantes, sobre su comba y
despejada frente. Pero sus ojos, viejos, enrojecidos,
preñados de lágrimas bajo los cristales de los lentes,
reflejaban una pena tan profunda, que a Petia se le
oprimía el corazón.
Vasili Petróvich entró y dejó en el escritorio dos
rimeros de cuadernos atados prietamente con
soguilla. Antes de mudarse de chaqueta, sacó un
pañuelo del bolsillo trasero de su levita con rozadas
solapas de seda y estuvo largo rato enjugándose la
cara y la barba, mojadas por la lluvia. Luego sacudió
con aire resuelto la cabeza y dijo:
- ¡Ea, chicos, lavaos las manos y a comer!
Petia comprendía perfectamente el estado de
ánimo de su padre, comprendía que la muerte de
Tolstoi le causaba gran dolor, que Tolstoi no sólo era
para él un escritor idolatrado, sino algo mucho más
importante -quizás el eje moral de la vida-, pero el
chico no sabía explicar aquello con palabras.
El estado de ánimo del padre siempre se
comunicaba fácilmente al hijo, y Petia sentíase
también presa de gran inquietud. Muy callado,
miraba fijo al padre con ojos brillantes, en los que se
leía una muda pregunta.
Pávlik, que había cumplido hacía poco los ocho
años y ya iba al gimnasio, no sabia ni advertía nada
de aquello, entregado exclusivamente a las primeras
impresiones de la vida escolar y a las inquietudes del
grado preparatorio, en el que estudiaba.
- En la clase de caligrafía hemos organizado hoy
una obstrucción -dijo pronunciando con manifiesto
placer esta última palabra-. El Esqueleto ha
expulsado injustamente de la clase a uno de los
chicos, a Kolka Sháposhnikov, y nosotros nos hemos
puesto a mugir con la boca cerrada hasta que el
Esqueleto ha dado un puñetazo en la cátedra y ha
hecho saltar el tintero cosa de dos varas.
- ¡Cállate! ¡Cómo no te da vergüenza!... -exclamó
el padre con una mueca de dolor, y prosiguió furioso: Sois unos desalmados, y habría que daros una buena
paliza. ¿Cómo podéis burlaros de un desgraciado
enfermo que quizás no viva...? ¡Cómo podéis ser tan
bestias!...
Respondiendo, probablemente, a pensamientos
que durante todos aquellos días no le dejaban
tranquilo, agregó:
- Comprended que el mundo no puede basarse en
el odio. Eso es contrario al cristianismo... y al sentido
común, por último. ¿Cómo podéis obrar así cuando
baja a la tumba un hombre que quizás fuera el último
verdadero cristiano de la Tierra?...
Los ojos del padre enrojecieron aún más, en sus
labios apareció de pronto una débil e implorante
sonrisa; abrazando a los chicos, los miró a la cara y
les dijo:
- Prometedme que nunca martirizaréis a vuestros
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El caserío en la estepa
semejantes.
- Yo no he martirizado a nadie -balbuceó turbado
Petia.
Pávlik hizo una mueca lastimera y apretó su
pelada cabeza contra la levita del padre, que olía a
plancha y un poco a naftalina.
- ¡Papá, no lo haré más!... Nosotros no
queríamos... -Pávlik se restregó los ojos con los
puños y estalló en sollozos...
El esqueleto
- ¡Como usted quiera, pero eso es terrible! exclamó la tía a la hora de comer y, dejando el cazo
sobre la mesa, se apretó las sienes con los dedos-. Se
puede pensar de Tolstoi lo que se quiera; yo,
personalmente, sólo lo reconozco como un genio de
la literatura y estimo una necedad eso de la no
resistencia al mal y del vegetarianismo, pero lo que
hace el gobierno ruso es bochornoso, bochornoso. Es
una vergüenza a los ojos de todo el mundo. Un
baldón como Puerto Arturo, como Tsushima, como
el 9 de enero...
- Le ruego... -dijo asustado el padre.
- No me ruegue usted nada, por favor... ¡Un zar
incapaz, ministros incapaces! ¡Me da vergüenza ser
rusa!
- ¡Cállese, se lo imploro! -exclamó el padre,
avanzando su temblorosa perilla-. Nadie debe
atreverse a faltar a la sagrada persona del
emperador... Y yo no lo permitiré... sobre todo
delante de los niños...
- Perdone, no volveré a hacerlo -se excusó
precipitadamente la tía.
- Dejemos esta conversación.
- Lo que me asombra es que usted, con su
inteligencia y su corazón, con su amor a Tolstoi,
pueda llamar en serio persona sagrada a un hombre
que ha cubierto a Rusia de horcas y que...
- ¡Se lo ruego, por Cristo! -gimió el padre-. ¡No
hablemos de política! No sé cómo se las arregla usted
para deslizarse sin falta a la política, cualquiera que
sea el tema de la conversación. ¿Será posible que no
podamos hablar de otra cosa, sin política alguna?
- ¡Ay, Vasili Petróvich! ¿Cómo no ha
comprendido aún que en nuestra vida todo es
política? ¡El Estado, política! ¡La iglesia, política!
¡La escuela, política! ¡Tolstoi, política!
- ¿Cómo se atreve usted a hablar así?
- Como lo está viendo.
- ¡Eso es un sacrilegio! ¡Tolstoi nada tiene que ver
con la política!
- Eso se lo cree usted.
Mientras estudiaban en su habitación, Pávlik y
Petia oyeron largo rato, tras la puerta, las excitadas
voces del padre y de la tía, que se interrumpía
mutuamente.
- El amo y el criado, Confesión, Resurrección...
- La guerra y la paz, Platón Karatáev.
- Platón Karatáev también es política.
- Anna Karénina, Ketty, Levin...
- Levin discutía con su hermano acerca del
comunismo...
- Andréí Bolkonski, Pierre...
- Los decembristas...
- Jadzhí Mural...
- Nicolás Garrote1...
- ¡Cállese, se lo imploro! Los chicos pueden
oírnos…
Pávlik y Petia estaban muy quietecitos, sentados
al escritorio del padre, junto al quinqué de bronce
con pantalla verde.
Pávlik había terminado de preparar las lecciones y
estaba poniendo en orden sus flamantes "utensilios",
de los que aún estaba muy orgulloso. Había pegado
una calcomanía en la caja de las plumas y pasaba con
gran paciencia el dedo por el grueso papel mojado,
bajo el que ya empezaba a traslucir turbiamente un
ramillete de polícromas flores con cintas azules. El
chico oía las voces en el comedor, pero no les
prestaba atención, pensando, absorto, en el
acontecimiento ocurrido por la mañana en la clase de
caligrafía. Aquella "obstrucción", que al principio le
había parecido tan bizarra y alegre, se le presentaba
ahora de modo muy distinto.
Ante sus ojos se alzaba un horripilante cuadro. Se
acercaba a la pizarra el Esqueleto, el profesor de
caligrafía. Era un hombre en el último grado de
tuberculosis. Estaba tan flaco, que daba miedo. De
sus hombros colgaba como de una percha la larga
levita azul de uniforme, muy vieja, muy ajada, pero
con flamantes botones dorados. Una camisa barata de
pechera almidonada se abultaba sobre su pecho
hundido, y del ancho cuello, manchado por el sudor,
asomaba su flaco pescuezo. Desafiante, el Esqueleto
miraba inmóvil por algún tiempo a la clase, después
se volvía rápido de cara a la pizarra, tomaba con
dedos transparentes la tiza y se ponía a dibujar unas
letras.
En el siniestro silencio se oía el roce de la tiza en
la pizarra: leve cuando el Esqueleto hacía los trazos
finos, y rasposo cuando bajaba la tiza dibujando un
grueso palote de pasmosa rectitud. El Esqueleto ya se
agachaba, ya se estiraba, lo que le hacía parecer un
payaso de juguete movido por hilos. Embelesado,
ladeaba la cabeza y bien canturreaba con fina voz de
violín: "trazo", bien con sordo bajo decía
entrecortadamente: "palote".
- Trazo, palote. Trazo, palote.
De pronto, desde el último pupitre, llegó como un
eco una voz todavía más fina que la suya, del todo
aterciopelada: "trazo". La espalda del Esqueleto se
estremeció, como si alguien le hubiera pinchado,
pero el hombre fingió no haber oído nada. Continuó
1
Apodo que el pueblo ruso daba al zar Nicolás II. (!.
de la Red.)
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escribiendo, pero la tiza se desmenuzaba ya en sus
dedos de bambú, y sus grandes omoplatos se movían
nerviosamente bajo el rozado paño de la levita.
- Trazo, palote; trazo, palote -cantaba el
Esqueleto, y su cuello y las grandes orejas se ponían
muy rojos.
"¡Trazo! ¡Trazo!" se oyó en el último pupitre. El
Esqueleto se volvió célere como un rayo de cara a la
clase, avanzó presuroso, con enormes zancadas de
felino, por el pasillo entre los pupitres y agarró de los
hombros a uno de los chicos. Con la misma rapidez
lo arrastró hasta la puerta, lo echó al pasillo y cerró
luego con tanta fuerza, que trepidaron los cristales y
la seca masilla se desprendió sobre el entarimado.
Respirando fatigosamente, con jadeos de fuelle, el
Esqueleto regresó a la pizarra, cogió la tiza, y ya se
disponía a escribir de nuevo cuando llegó a sus oídos
un mugido acompasado y apenas perceptible. El
hombre se puso a temblar, muy alerta. Sus piernas,
abiertas, dobladas en las rodillas, como si se
dispusiera a saltar, temblequeaban. También
temblequeaban los puños de su camisa y sus
pantalones azules, con las trabillas flojas. Sus ojos
negros, muy hundidos en las órbitas, miraban
inmóviles, con penetrante odio, a los alumnos. Era
imposible establecer quién mugía. Todos tenían la
boca cerrada, indiferente el rostro, y todos mugían
sin cesar. Mugía toda la clase. Pero era imposible
establecer quién precisamente. Del pecho del
Esqueleto escapó de pronto un grito de dolor y furia
como el chico nunca había oído. Pataleando como un
payaso, arrojó con todas sus fuerzas la tiza contra la
pizarra. La tiza se hizo añicos. El Esqueleto siguió
pataleando. Los ojos se le inyectaron en sangre. Su
ralo cabello se pegó a la mojada frente. Su flaco
pescuezo se estremecía convulsivo. El Esqueleto se
arrancó el cuello de la camisa, se precipitó hacia la
cátedra, derribó la silla, echó contra la pared el libro
de las notas y se puso a aporrear con todas sus
fuerzas la cátedra, gritando sin oír ya ni su propia
voz: "¡Canallas! ¡Canallas! ¡Canallas! ¡Canallas!..."
El tintero de porcelana saltaba en su nido, y la tinta
violeta le salpicaba la almidonada pechera de la
camisa, sus manos huesudas, su frente sudorosa. Por
fin, le acometió una súbita debilidad, se sentó en el
poyo de la ventana, abatida la cabeza contra el
marco, y tosió, ahogándose, pasándose la lengua por
sus amoratados labios. Su rostro de sienes hundidas,
profundas órbitas y desnudos dientes amarillos
parecía, efectivamente, una calavera. Y de no ser por
el sudor que manaba su frente, hubiera podido
creerse que ya había muerto...
Aquella escena se alzaba todo el tiempo ante los
ojos de Pávlik, y el chico sentía un dolor que le
desgarraba el alma, aunque ello no le impedía
concentrarse en su calcomanía, esforzándose en no
hacer un agujero en el mojado papel y en no
estropear el ramillete con lazos azules, que parecía de
V. Kataiev
gelatina y brillaba a la luz de la lámpara.
Petia hojeaba distraído un cuaderno en cuyas
tapas de hule negro había rayado con una aguja dos
emblemas: un áncora y un corazón atravesado por
una flecha y con varias iníciales enigmáticas. El
chico prestaba atención a las voces del padre y de la
tía, que sonaban tras la puerta del comedor. Cada vez
con mayor frecuencia repetían las palabras "libertad
de
conciencia",
"representación
popular",
"constitución", y, por último, fue pronunciada una
palabra que parecía de fuego: "revolución".
- Acuérdese de lo que le digo, ¡todo esto
desembocará en una segunda revolución! -exclamó la
tía.
- ¡Es usted una anarquista! -gritó el padre con voz
de falsete.
- Soy una patriota rusa.
- Los patriotas rusos creen en su soberano y en su
gobierno.
- Y usted, ¿cree?
- Sí, creo.
Petia oyó de nuevo el nombre de Tolstoi.
- Entonces, ¿por qué su soberano y su gobierno,
en los que usted tanto cree, han excomulgado a
Tolstoi y han prohibido sus obras?
- Es propio del hombre el engañarse. Creen a
Tolstoi casi un revolucionario, cuando en realidad no
es más que uno de los mayores escritores del mundo,
el orgullo de Rusia, y está por encima de todos los
partidos y de todas esas revoluciones de usted. Yo lo
demostraré en mi conferencia.
- ¿Cree que se lo permitirán sus superiores?
- Para decir públicamente que León Tolstoi es el
escritor más grande de Rusia no hace falta
autorización ninguna.
- Eso se lo figura usted.
- No me lo figuro, estoy muy convencido.
- Es usted un idealista. No comprende en qué país
vive. Le imploro que no lo haga. Lo aniquilarán.
Acuérdese de lo que le digo.
“¡Que quiere decir rojo!”
Petia se despertó a medianoche y vio a su padre
en mangas de camisa, sentado al escritorio. Petia
sabía que el padre acostumbraba a corregir los
cuadernos por la noche. Pero lo que estaba haciendo
era otra cosa. Los cuadernos descansaban, sin tocar,
sobre la mesa, y el padre escribía rápidamente con su
menuda letra. En torno suyo veíanse sobre el
escritorio los pequeños tomos de una vieja edición de
las obras de Tolstoi.
- ¿Qué estás escribiendo, papá?
- Duerme, hijito, duerme -dijo Vasili Petróvich y,
acercándose a la cama, besó a Petia e hizo sobre él la
señal de la cruz.
El chico dio la vuelta a la almohada y,
descansando la cabeza en la fresca funda, se durmió
de nuevo. Lo último que percibió fue el rápido
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El caserío en la estepa
chirriar de la pluma, el temblor de la imagen que
pendía en la cabecera de la cama, la oscura cabeza
del padre al lado de la pantalla verde del quinqué y la
tibia llamita de la lámpara ante el icono del rincón,
con su seca palma, cuya sombra se proyectaba
enigmática sobre el empapelado, haciendo evocar a
Petia la palmera de Palestina y a los pobres hijos de
Solimá y acunándole con la maravillosa música de
los versos de Lérmontov: "En torno a ti y sobre ti
todo alegría y paz respira..."
Por la mañana, mientras Vasili Petróvich se
lavaba, peinaba su mojado cabello y anudaba su
negra corbata al almidonado cuello de la camisa,
Petia ojeó lo que el padre había escrito por la noche.
Sobre la mesa yacía un viejo cuaderno hecho por
el padre y cosido con bramante. Petia lo reconoció en
seguida. Solían guardarlo en la cómoda de papá,
junto con algunas reliquias familiares: unas
amarillentas velas nupciales, una ramita de azahar,
los guantes de cabritilla y el bolso de cuentas de
mamá, sus diminutos gemelos de nácar, unas secas
hojas del peral silvestre que daba sombra a la tumba
de Lérmontov y muchos otros objetos que para Petia
no tenían ningún valor y eran para Vasili Petróvich
preciados recuerdos.
En cierta ocasión, Petia escudriñó el cuaderno. La
mitad la llenaba una conferencia escrita por Vasili
Petróvich con motivo del centenario del nacimiento
de Pushkin. La otra mitad estaba limpia. Ahora, en
aquellas hojas amarillentas vio el chico, escrita con
letra menuda, una nueva conferencia dedicada a la
muerte de Tolstoi. Empezaba con las siguientes
palabras: "Ha muerto el gran escritor de la tierra rusa,
se ha puesto el sol de nuestra literatura..."
Vasili Petróvich se puso unos puños duros,
nuevos, con los gemelos de oro que reservaba para
los días de solemnidad, dobló cuidadosamente el
cuaderno y lo guardó en el bolsillo interior de la
levita. Cuando el padre tomaba apresuradamente su
té, sentado a un ángulo de la mesa, y luego se ponía
en el recibimiento su abrigo de paño con rozado
cuello de terciopelo, Petia vio que le temblaban las
manos y que los lentes bailoteaban en su nariz. Petia
sintió de pronto una terrible compasión hacia su
padre. Se acercó a él y, como cuando era pequeño se
restregó como un gatito contra su manga.
- ¡Animo! ¡Ya haremos ver quiénes somos! -dijo
el padre y acarició al chico la cabeza.
- No se lo aconsejo -observó muy seria la tía,
asomándose al recibimiento.
- Se equivoca usted -respondió con profunda y
tierna emoción Vasili Petróvich, y, encasquetándose
el negro sombrero de anchas alas, salió rápidamente
a la escalera.
- ¡Ay, quiera Dios que me equivoque! -suspiró la
tía, y añadió-: Muchachos, no os entretengáis, que
vais a llegar tarde al gimnasio.
La tía ayudó a Pávlik, su sobrino predilecto, a
ponerse la cartera en la espalda, pues el chico aún no
había aprendido bien tan simple arte.
El día pasó como de costumbre. Fue un oscuro día
de noviembre, corto y a la vez angustiosamente
largo, saturada de una vaga expectación, de rumores
sordos y de la repetición de unas y las mismas
palabras
torturantes:
"Chertkov",
"Sofía
Andréievna", "Astápovo", "Ozolin".
Aquel día enterraban a Tolstoi.
Petia había pasado toda su vida en el sur, junto al
mar, en la estepa de Novorosiisk, y jamás había visto
un bosque. Sin embargo, se imaginaba con toda
nitidez Yásnaia Poliaria, la foresta sobre el barranco
poblado de arbustos. Veía los negros troncos de los
viejos y desnudos tilos, entre los cuales, sin
sacerdotes ni sacristanes, bajaban a la tumba el
sencillo ataúd campesino con el seco y viejo cuerpo
de Tolstoi. Y sobre todo aquello veía el chico las
mismas nubes y las mismas bandadas de cuervos
que, con el temprano crepúsculo, aparecían en los
días lluviosos sobre las cúpulas de la catedral y sobre
el negro campo de Kulikovo.
Como de costumbre, el padre volvió de dar clase
cuando en el comedor ya habían encendido el
quinqué. Parecía excitado, conmovido y alegre.
Cuando la tía le preguntó alarmada si había
pronunciado su conferencia ante los alumnos y cómo
la habían acogido, Vasili Petróvich no pudo evitar
una ingenua sonrisa, que fulguró, radiante, bajo los
cristales de los lentes.
- Se podía oír el vuelo de una mosca -respondió
Vasili Petróvich, sacando del bolsillo trasero del
pantalón un pañuelo para secarse la húmeda barba-.
No esperaba que mis diablejos acogieran tan calurosa
y seriamente el tema. Y las jóvenes lo mismo. He
repetido la conferencia en el séptimo grado del
gimnasio Mariinskaia.
- ¿Será posible que le hayan autorizado los
superiores?
- No he pedido permiso a nadie. ¿Para qué?
Considero que un profesor de Literatura tiene
perfecto derecho a hablar en clase con sus alumnos
de cualquier gran escritor ruso, y particularmente de
Tolstoi. Es más, yo lo considero mi deber sagrado.
- ¡Ay, qué imprudente es usted!
Entrada la noche se presentaron en casa de los
Bachéi unos jóvenes desconocidos: dos estudiantes
que llevaban unas gorras muy viejas y descoloridas,
y una señorita que, al parecer, también estudiaba.
Uno de los jóvenes gastaba unos torcidos lentes con
cinta negra, calzaba botas altas y fumaba un
cigarrillo, echando el humo por la nariz. La señorita
vestía una corta chaquetilla y apretaba contra el
pecho sus pequeñas y enrojecidas manos. No
quisieron pasar al salón y estuvieron largo rato en el
recibimiento hablando con Vasili Petróvich. Se oían
una espesa y confusa voz de bajo -por lo visto la del
estudiante con lentes- y la vocecilla suplicante de la
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señorita, que repetía con regulares intervalos una
misma frase:
- Estamos seguros de que, siendo usted un hombre
de ideas avanzadas y nobles, no se negará a satisfacer
este encarecido ruego de la juventud estudiantil...
El tercer visitante restregaba sin parar sus
mojadas suelas en la esterilla y se sonaba procurando
no hacer mucho ruido.
Resultó que los rumores acerca de la conferencia
de Vasili Petróvich habían llegado ya a los Cursos
Femeninos Superiores y a la Facultad de Medicina de
la Universidad Imperial de Nueva Rusia, y aquella
delegación de los estudiantes se había presentado
para expresar a Vasili Petróvich su solidaridad y
rogarle que repitiera la conferencia en un círculo
estudiantil socialdemócrata. Vasili Petróvich se sintió
halagado y, a la vez, desagradablemente sorprendido.
Dio las gracias a los jóvenes por su atención y se
negó categóricamente a hablar ante aquel círculo
socialdemócrata. Dijo que nunca había pertenecido,
no pertenecía y no pertenecería a partido alguno.
Consideraba que hacer política de la muerte de
Tolstoi era faltar el respeto a la memoria del gran
escritor, pues nadie ignoraba que León Tolstoi
mantenía una actitud negativa hacia todos los
partidos políticos sin excepción y no admitía política
alguna.
- En tal caso, perdone la molestia -dijo secamente
la señorita-. Nos ha defraudado usted... Camaradas,
vámonos de esta casa.
Los jóvenes se retiraron con mucha dignidad,
dejando en pos olor a tabaco barato y mojadas
huellas en la escalera.
- Es sorprendente -dijo Vasili Petróvich, yendo y
viniendo por el comedor, mientras limpiaba los lentes
con el forro de la chaqueta de ir por casa-. Es
sorprendente, en todo encuentran pretextos para
hacer política.
- Ya se lo dije yo -observó la tía-. Mucho me temo
que todo esto pueda costarle grandes disgustos.
Los barruntos de la tía se cumplieron, aunque no
tan pronto como ella esperaba. Transcurrió un mes,
por lo menos, antes de que empezaran los disgustos.
Hablando en rigor, su inminencia la anunciaron
mucho antes síntomas poco dudosos, mas, parecían
tan insignificantes, que los Bachéi no les prestaron la
atención debida.
- Papá, ¿qué quiere decir "rojo"? -preguntó en
cierta ocasión Pávlik a la hora de comer, como
siempre inesperadamente y mirando al padre con sus
brillantes y cándidos ojos.
- ¡Vaya, hombre! -exclamó Vasili Petróvich, que
estaba de muy buen humor-. La pregunta es bastante
extraña. Me parece que rojo no significa ni azul, ni
amarillo, ni marrón… ¡Hem! Etc., etc.
- ¡Eso yo lo sé! Pero, ¿qué quiere decir "un rojo"?
¿Acaso hay gente roja?
- ¡Ah, vaya! Pues claro que sí. Por ejemplo, los
V. Kataiev
indios de América del Norte, los llamados pieles
rojas.
- En el preparatorio aún no han estudiado eso observó despectivo Petia-. Son unos macacos.
Pávlik hizo oídos sordos a aquel alfilerazo que le
había largado su hermano y, mirando curioso al
padre, inquirió:
- Y tú papá, ¿eres, acaso, indio?
- En lo fundamental, no -rió el padre tan sonora y
alegremente, que los lentes resbalaron de su nariz y
casi le cayeron en el plato.
- ¿Y por qué, entonces, Fiedka Psheníchnikov
dice que tú eres rojo?
- ¡Vaya, hombre! Es curioso. ¿Quién es ese
Fiedka Psheníchnikov?
- Un chico de nuestra clase. Su padre trabaja en
las oficinas municipales.
- ¡Ah, vaya! En fin, ese Fiedka tuyo debe saber lo
que se dice. Aunque tú mismo puedes convencerte de
que no soy, ni mucho menos rojo, y que únicamente
me pongo subido de color cuando hace mucho frío.
- Eso me huele mal -observó la tía.
Unos días después, por la tarde, visitó a Vasili
Petróvich, para tratar asuntos de la caja de asistencia,
un tal Krilévich, cajero del gimnasio masculino.
Después de terminar con los asuntos, Krilévich, que
siempre había sido muy poco grato a Vasili
Petróvich, se quedó a tomar té; pasó con los Bachéi
cosa de hora y media, fastidiándolos terriblemente, y
todo el tiempo estuvo hablando de Tolstoi. Encomió
a Vasili Petróvich por su audacia y le pidió
insistentemente que le dejara la conferencia para
leerla en casa. El padre se negó. Al parecer, Krilévich
quedó muy molesto, y, cuando se ponía en el
recibimiento ante el espejo, su gorra plana, de forro
grasiento, con la escarapela del Ministerio de
Instrucción Pública, dijo al padre, sonriendo dulzón:
- Hace usted mal, Vasili Petróvich, privándome de
ese placer, hace usted muy mal. Su modestia hiere
tanto como si fuera orgullo.
Aquella visita dejó a Vasili Petróvich mal sabor
de boca.
Había otras pequeñeces de la misma índole:
algunos conocidos, al ver a Vasili Petróvich en la
calle, lo saludaban con pronunciado respeto, mientras
que otros lo hacían con extrema sequedad,
esforzándose por manifestar bien a las claras su
desaprobación.
La catástrofe se desencadenó en vísperas de las
Navidades.
Grandes disgustos
Pávlik, a quien acababan de dar las vacaciones,
paseaba por delante de la casa, luciendo su largo
abrigo de invierno -hecho así para que le prestara
servido durante varios años- y sus chanclos nuevos,
que producían un crujido asombrosamente cantarín al
pisar la nieve de diciembre y dejaban en ella
7
El caserío en la estepa
granulosas huellas con un sello ovalado en el centro.
Pávlik llevaba en la cartera un certificado con las
excelentes notas que había sacado en el segundo
trimestre, sin desagradables observaciones e incluso
con "cincos" por su atención aplicación y
comportamiento, cosa que, hablando en conciencia,
era un tanto exagerada. Pero, gracias a sus cándidos,
simpáticos y brillantes ojos color de chocolate,
Pávlik siempre salía bien parado de todas las
adversidades.
El humor del chico era por demás festivo, y sólo
en lo más hondo de su alma rebullía el incordioso
gusanillo del remordimiento. Debíase aquello a que,
antes de salir del gimnasio, los alumnos del grado
preparatorio no habían podido contenerse y de nuevo
habían organizado una "obstrucción": para vengarse
del rudo y desleal conserje, que no quería abrir la
puerta antes que sonara el timbre, los chicos del
preparatorio habían echado un chanclo en la estufa de
hierro que se encontraba al lado de la conserjería. En
consecuencia, se levantó una acre y pestilente
humareda, y el desleal conserje tuvo que verter en la
estufa todo un cubo de agua. Mientras, tocó el
timbre, y los chicos se dispersaron. Pávlik temía que
el suceso pudiese llegar a conocimiento del inspector,
pues ello acarrearía graves consecuencias. Este
recelo ensombrecía un tanto la radiante alegría de las
vacaciones.
Pávlik vio de pronto lo que más se temía. Por la
calle, directamente hacía él, iba un ordenanza con
gorra de cerquillo azul y abrigo con cuello de piel de
oveja. Llevaba bajo el brazo un libro de registro con
tapas jaspeadas. El ordenanza se acercó
pausadamente a la puerta, miró el farol triangular con
el número de la casa y se detuvo. A Pávlik se le cayó
el alma a los pies.
- ¿Vive aquí el señor Bachéi? -preguntó el
ordenanza.
Pávlik comprendió que estaba perdido. No cabía
duda de que citaban oficialmente, por escrito, a los
padres para hablarles del comportamiento del alumno
de preparatorio Bachéi Pavel. ¡Había ocurrido lo más
terrible que podía sucederle a un estudiante del
gimnasio!
- ¿Qué ocurre? ¿Llaman a los padres? -preguntó
Pávlik con lastimosa sonrisa y una voz que ni él
mismo conocía, y agregó, poniéndose como la grana: Puede usted darme la citación y yo se la entregaré.
¿Qué necesidad tiene de subir las escaleras?
- ¡Tengo orden de entregarla en propia mano! dijo muy grave el ordenanza, atusándose su bigote de
soldado.
- Segundo piso, apartamento número 4 -balbuceó
Pávlik, sintiendo calor, nauseas y miedo.
Tan asustado estaba, que ni siquiera advirtió que
el ordenanza era desconocido. Por cierto, era el
primer año que Pávlik estudiaba, y bien podía ser que
no conociera a todos los empleados del gimnasio.
Apenas el ordenanza se había ocultado tras la
puerta de entrada, el chico lo vio todo negro. Para él
desapareció como por arte de magia toda la belleza
del mundo, aunque éste seguía siendo tan fresco y
bello. El rojo y frío sol del invierno continuaba
poniéndose tras el inmaculado campo de Kulikovo,
con sus sombras azules, y tras la estación. A la vuelta
de la esquina seguían tintineando con leve y musical
tañido los cascabeles que llevaba en la collera el
aterido caballo de un coche de alquiler. Seguían
humeando las cazuelas con caliente y líquida jalea de
arándano que las cocineras habían dejado en los
balcones; en las barandillas de éstos continuaban
encendiéndose con un tenue rojo los espesos rodillos
de azulenca nieve; el vapor que se elevaba de las
cazuelas tenía el mismo tono rojo arándano que la
jalea puesta a enfriar; y tan festivo como antes era el
pulso de la calle, con su animado movimiento de
coches y peatones.
Pero Pávlik ya no advertía nada de todo aquello.
Al principio resolvió que no volvería nunca más a
casa y deambularía sin cesar por las calles hasta que
muriera de hambre o de frío. Después, cuando hubo
recorrido algunos callejones, hizo terribles
juramentos de que se corregiría y no participaría más,
en toda su vida, en ninguna "obstrucción", de que
seria el estudiante más ejemplar, no sólo de Odesa,
sino de todo el imperio ruso, ganándose así el perdón
de papá y de la tía. Después sintió viva lástima de su
arruinada vida y empezó varias veces a hacer
pucheros, restregándose por la cara las lágrimas, que,
a causa de la helada, le pellizcaban en la nariz. En fin
de cuentas, el hambre le obligó a volver a casa, y,
rendido por el sufrimiento, apareció en el umbral
cuando ya habían encendido los quinqués. Pávlik se
disponía a arrepentirse fervorosa y sinceramente,
cuando advirtió, de pronto, que toda la familia se
hallaba en un estado de extrema agitación. Por lo
visto, aquello no guardaba relación alguna con la
persona de Pávlik, pues nadie pareció advertir su
llegada.
No habían quitado la mesa. El padre, acompañado
del crujir de sus botas, iba y venía impetuoso por las
habitaciones, ondeantes los faldones de la levita. En
su rostro habían aparecido manchas blancas y
rosadas.
- ¡Ya se lo decía yo, ya se lo decía yo!... exclamaba la tía, dando vueltas en el taburete
giratorio del piano con candelabros de alpaca,
salpicados de cera.
Petia, echando el aliento sobre el cristal de la
ventana y, pasando el dedo por él, escribía las
palabras: "Muy señor mío, muy señor mío…"
Resultó que el ordenanza aquel no era del
gimnasio, sino de la Inspección general de
Instrucción Pública de la comarca. Había entregado
al señor Bachéi una citación invitándole a pasarse al
día siguiente en las horas de recibo "para dar
8
explicaciones de las circunstancias que habían
motivado que pronunciase ante los estudiantes un
discurso, no autorizado por los superiores, en
relación con la muerte del escritor conde de Tolstoi”.
Al día siguiente, al regresar de la oficina del
inspector general, Vasili Petróvich se sentó en una
mecedora, sin quitarse su uniforme de gala, y juntó
las manos tras la nuca. Apenas vio Petia la lividez de
su despejada frente y su temblorosa mandíbula,
indudables síntomas de cólera, comprendió que algo
terrible había sucedido. Echado el cuerpo sobre el
respaldo de rejilla, sus dedos, con los nudillos
blancos por la tensión, afincados en los brazos del
mueble, Vasili Petróvich se mecía nerviosamente,
apoyando en el suelo la puntera de una de sus
crujientes botas,
- Vasili Petróvich, dígame, por Dios, ¿qué ha
ocurrido? -preguntó la tía, muy redondos sus
bondadosos ojos, llenos, de espanto.
- Le pido por lo que más quiera que me deje en
paz -pronunció trabajosamente el padre, y su
mandíbula tembló con mayor fuerza todavía.
Los lentes resbalaron de su nariz, y Petia vio en el
puente de la misma dos pequeñas impresiones
coralinas, que comunicaban a su rostro una expresión
de impotencia y sufrimiento. El chico recordó que
tenía la misma expresión cuando la madre yacía en el
blanco ataúd profusamente cubierto de jacintos y el
padre se mecía, ausente, las manos entrelazadas tras
la nuca, los ojos enrojecidos, anegados en lágrimas.
Petia se acercó al padre y, apretándose contra él,
abrazó sus hombros, ligeramente espolvoreados de
caspa.
- No te pongas así, papá -dijo el muchacho con
ternura.
El padre desprendióse de un tirón, se levantó de
un salto y abrió con tanta fuerza los brazos, que los
puños duros de su camisa cayeron ruidosamente al
suelo.
- ¡Dejadme en paz! -gritó con voz de mártir, y se
metió en la habitación, al mismo tiempo alcoba y
despacho, donde dormían él y los chicos. Una vez
allí se quitó la levita y las botas y se tendió sobre la
manta, de cara al empapelado.
Cuando Petia vio sus encogidas piernas con
calcetines blancos y la hebilla pavonada del chaleco,
arrugado en la espalda, no pudo contenerse y estalló
en sollozos, enjugándose los ojos con la manga de la
cazadora.
- ¿Qué le había ocurrido a Vasili Petróvich en la
oficina del inspector general? Según se puso en claro
después, le había ocurrido lo siguiente. Al principio,
Vasili Petróvich tuvo que esperar largo rato en la
antesala, amueblada con frío lujo oficial, sentado
incómodamente en una banqueta tapizada de
terciopelo azul y con las patas doradas, de esas que
se ven en los vestíbulos de los teatros o en los
museos. Después, un funcionario con elegante
V. Kataiev
uniforme del Ministerio de Instrucción Pública entró,
reflejándose de pies a cabeza en el entarimado, e
invitó a Vasili Petróvich a que pasara al despacho de
su Excelencia.
El inspector estaba sentado tras una enorme mesa
de escritorio. Era jorobado y, como la mayoría de sus
congéneres, muy chiquitín. Por ello entre las dos
candelabros de bronce y malaquita y sobre la maciza
escribanía, también de malaquita, no se veía más que
su cabeza colérica y altiva, de negro pelo, muy corto
y salpicado de canas, apoyada en un alto y
almidonado cuello con blanda corbata. Llevaba un
frac de uniforme y una estrella a la altura del hígado.
- ¿Cómo se ha permitido usted presentarse en traje
de particular? -dijo el inspector sin levantarse ni
ofrecer asiento al visitante.
Vasili Petróvich se asustó, pero, al imaginarse su
viejo uniforme, con agujeros donde estuvieran los
botones que en tiempos arrancara Petia, no pudo
evitar una sonrisa e hizo un ademán impreciso y un
tanto humorístico.
- Le ruego que no haga el payaso y no manotee.
Se encuentra usted en una institución oficial, y no en
una feria.
- ¡Señor mío! -dijo Vasili Petróvich, poniéndose
muy rojo.
- ¡Silencio! -gritó el inspector con la clara y aguda
voz en que hablaban los funcionarios de Petersburgo,
y descargó un manotazo sobre unos papeles que tenía
en la mesa-. ¡Que señor mío ni qué diablo! ¡Soy
consejero privado y me corresponde el tratamiento de
Excelencia! ¡Además, le ruego que no olvide en
dónde se encuentra y se cuadre!
Tras una breve pausa, continuó:
- Le he llamado para plantearle una alternativa… pronunció esas palabras con irreprochable claridad y
manifiesto placer-. Si, para plantearle la alternativa
siguiente: o en una de las próximas lecciones y en
presencia de un inspector se retracta usted ante los
alumnos de sus funestas equivocaciones y les explica
la influencia disolvente que la doctrina del conde de
Tolstoi ejerce en la sociedad rusa, o firma una
solicitud presentando la dimisión. Si no acepta, será
destituido según el artículo tercero, sin explicación
de las causas, con todas las consecuencias, para usted
funestísimas, que de ello puedan desprenderse. No
toleraré que en las escuelas de la zona a mí confiada
se lleve a cabo propaganda antigubernamental y
cortaré en ciernes, implacablemente, todo intento
análogo.
- Perdone... Excelencia -protestó Vasili Petróvich
con voz trémula-. León Tolstoi es un gran artista, la
gloria y el orgullo de Rusia... Y no comprendo…
¿que tiene que ver con esto, Excelencia, la política?
- En primer lugar, el conde de Tolstoi es un
apostata a quien el Santo Sínodo ha expulsado del
seno de la Iglesia Ortodoxa y, además, un individuo
que ha atentado contra los puntales más sagrados del
9
El caserío en la estepa
imperio ruso y contra sus leyes fundamentales. Si
usted, por su cortedad, no lo comprende, no es digno
de ser un funcionario del Estado.
- Me está usted faltando... -dijo con dificultad
Vasili Petróvich, sintiendo que le temblaban las
mandíbulas.
- ¡Largo de aquí! -gritó el inspector, levantándose.
Vasili Petróvich salió del despacho sintiendo en
las piernas un temblor que no logró dominar ni en la
escalera de mármol, donde en dos blancos nichos
había unos bustos de yeso del zar y de la zarina, con
una diadema de perlas, ni en la conserjería, donde un
gigantón de librea echó sobre la barandilla su abrigo,
ni, después, en el coche de punto, lujo que los Bachéi
sólo se permitían en casos muy excepcionales.
...Vasili Petróvich yacía sobre la manta, encogidas
las piernas, herido en lo más vivo, impotente,
humillado, anonadado por la desgracia que se había
abatido no sólo sobre él -lo comprendía muy bien-,
sino sobre toda su familia. La destitución conforme
al artículo tercero, sin explicar las causas, significaba
verse inscrito en la lista negra, la muerte civil y,
además, la posibilidad de una deportación
administrativa "a lugares no lejanos", es decir, la
ruina más completa, la miseria y la muerte de la
familia. No había más salida que renegar
públicamente de sus convicciones.
Por su carácter, Vasili Petróvich no tenía madera
ni de héroe ni de mártir. Era simplemente un
bondadoso intelectual, un hombre honrado, lo que
suele llamarse una "bellísima persona", un
"idealista". Las tradiciones universitarias no le
permitían echarse atrás. Para él no había mayor
bancarrota moral que "entrar en tratos con la
conciencia". Sin embargo, vacilaba. Tan terrible le
parecía la sima a donde querían arrojarlo sin piedad
alguna. Aunque veía que no había salida, se
devanaba los sesos buscándola.
Estaba Vasili Petróvich tan descorazonado, que
incluso pensó una vez escribir al soberano y envió a
la tienda a comprar por diez kopeks unas hojas de
papel florete. Seguía creyendo que el zar, ungido de
Dios, no podía ser injusto.
Quizás hubiera escrito al soberano si la tía no
hubiese tomado cartas en el asunto con mucha
decisión. Ordenó a la cocinera que no fuese a la
tienda por papel florete y dijo a Vasili Petróvich:
- ¡Vive Dios que es usted un santo! ¿No
comprende, acaso, que todos ellos forman una misma
banda?
Vasili Petróvich parpadeó desconcertado y
repitió:
- ¿Pero qué se puede hacer, Tatiana Ivánovna?
¿Qué se puede hacer?
La tía no podía aconsejarle nada. Se retiró a su
pequeña habitación, que se encontraba junto a la
cocina, se sentó ante su pequeño tocador y se llevó a
la enrojecida nariz un arrugado pañuelito con
puntilla.
El réquiem
Llegó el 24 de diciembre, día de Nochebuena, que
tenía para los Bachéi particular importancia. Era el
santo de la difunta madre. Aquel día, la familia iba
cada año al cementerio a cantar un réquiem.
Se había desencadenado una tempestad de nieve.
El blancor deslumbrante de la tierra hería la vista.
Los montones de nieve del cementerio se fundían con
el blanco cielo. Las cruces y las negras verjas de
hierro parecían despedir humo. El viento silbaba en
las viejas coronas de metal, con flores de porcelana.
Petia iba sin gorra, pero llevaba puesto su bashlik2; la
nieve, recién caída, le llegaba por la rodilla. El chico
rezaba fervorosamente, esforzándose por imaginarse
a su difunta madre, pero no lograba recordar más que
algunos detalles: un sombrero con una pluma, un
velo, la falda ancha de un vestido de muaré con
flecos. A través del velo con motitas negras, sujeto
bajo la barbilla, sonreían unos ojos entrañables,
ligeramente entornados. Petia no recordaba nada
más. Todo se había desvanecido y sólo quedaban la
huella de una pena lejana, mitigada por el tiempo, el
temor a morir él mismo y las letras de oro del
nombre de mamá en la lápida de mármol, de la que el
guardián
del
cementerio
había
quitado
perezosamente la nieve, antes de su llegada, con una
escobilla de mijo. Al lado estaban la tumba de la
abuela por parte de papá y un espacio vacio en el
que, según gustaba de repetir Vasili Petróvich,
habían de enterrarle a él, entre su madre y su esposa,
dos mujeres a las que había amado con gran fidelidad
y constancia, toda su vida.
Petia se santiguaba, se inclinaba, pensaba en su
madre y, al mismo tiempo, observaba al sacerdote, al
sacristán, al padre, a Pávlik y a la tía. Pávlik no podía
estarse quieto y, de cuando en cuando, se ponía bien
el arrugado bashlik, que le picaba en sus enrojecidas
orejas. La tía lloraba quedamente, la cara hundida en
el manguito. El padre, plegadas las manos en
implorante ademán, levemente inclinada la cabeza -el
viento alborotaba su cabellera, salpicada de canas y
peinada a lo seminarista- miraba fijo la lápida de la
tumba. Petia sabía que el padre pensaba en su difunta
madre. Pero el chico no sabía cuán complejos y
contrarios sentimientos agitaban el alma de su padre.
El buen hombre nunca había echado tan de menos a
su esposa, su cariño y su apoyo espiritual. Recordaba
el día en que, joven, emocionado, le leyó la
conferencia que había escrito sobre Pushkin.
Recordaba la larga y calurosa discusión que tuvieron
y la hermosa mañana en que, con su flamante levita
de uniforme, salió de casa para pronunciar la
conferencia. Ella, al darle entonces en el recibimiento
2
Especie de capucha circasiana, llamada también, en
español, barlak. (!. de la Red.)
10
un pañuelo que aún guardaba el calor de la plancha,
lo besó amorosa y, con sus finos dedos, hizo sobre él
la señal de la cruz. Recordaba que, luego, regresó
triunfante a casa y comieron alegremente. El pequeño
Petia, a quien enseñaban a valerse por sí mismo,
embadurnaba de papillas su regordeta carita y, de vez
en cuando, muy brillantes sus negros ojuelos,
preguntaba al padre: "Papá, ¿tú también sabes comer
solo?" ¡Cuán lejos y cuán cerca estaba todo aquello!
Ahora, Vasili Petróvich debía decidir su suerte él
solo, sin ayuda de nadie.
Por primera vez en su vida había comprendido
claramente una cosa que antes no podía o no quería
comprender: en Rusia era imposible ser un hombre
honrado e independiente estando a sueldo del Estado.
Únicamente se podía ser un obtuso funcionario
zarista sin opinión propia y cumplir sin rechistar las
órdenes de otros funcionarios superiores, por más
injustas y criminales que fuesen. Pero lo más terrible
para Vasili Petróvich era que todo aquello dimanaba
del poder supremo de un hombre ungido de Dios, del
emperador de Rusia, en cuya santidad e infalibilidad
había creído hasta entonces Vasili Petróvich tan
ciega e ingenuamente.
Al vacilar aquella fe, Vasili Petróvich buscó
amparo en la religión. Rezaba por el alma de su
difunta esposa y pedía a Dios consejo y ayuda. Pero
la oración ya no lo tranquilizaba como antes. Se
santiguaba y hacía las inclinaciones de rigor, pero, al
mismo tiempo, no miraba como siempre al sacerdote
y al sacristán, que, a dos voces, cantaban
apresuradamente el réquiem. Todo lo que hacían no
despertaba en Vasili Petróvich el fervor religioso de
antes y le parecía burdo y poco natural, como si en
vez de estar orando observara un rito oficiado por
sacerdotes paganos. Lo que antes enternecía a Vasili
Petróvich, le semejaba esta vez carente de toda
poesía.
El sacerdote llevaba una negra casulla de brocado,
con una cruz de plata bordada en la espalda, por
cuyas redondeadas sisas asomaban sus cortos brazos,
embutidos en las oscuras mangas de la sotanilla. Al
mismo tiempo que pronunciaba las bellas palabras
del réquiem, manejaba hábilmente las cadenillas del
incensario, que danzaba en todas direcciones, las
rojas ascuas fulgiendo como rubíes. El liliáceo humo
surgía en penachos y en seguida se ponía gris,
disipándose al viento y dejando en torno el balsámico
aroma del incienso. El sacristán, con sus saltones
ojos cerrados en religioso éxtasis, con su bigote de
soldado, vistiendo un abrigo de paño idéntico al de
Vasili Petróvich, el cuello de terciopelo también
rozado, secundaba presuroso al sacerdote, ya
subiendo, ya bajando la voz. Ambos -el sacerdote y
el sacristán- aparentaban no tener prisa, pero Vasili
Petróvich advertía que corrían mucho, pues debían
cantar su réquiem en otras tumbas, donde les
esperaban haciéndoles impacientes señas. Se les vio
V. Kataiev
alegrarse cuando llegaron al fin, y con particular
entusiasmo cantaron las últimas estrofas, después de
lo cual los Bachéi besaron la fría cruz de plata del
sacerdote. Mientras el sacristán, apresurado, envolvía
la cruz en la estola, Vasili Petróvich estrechó la mano
al pope y, muy embarazado, dejó en ella dos rublos
de plata.
- ¡Muchas gracias! -dijo el sacerdote, y agregó-:
He oído decir que ha tenido usted graves disgustos en
el gimnasio. Pero confíe en Dios y todo se arreglará
de un modo o de otro. Mis más profundos respetos.
¡Qué tiempecillo! ¿Eh? ¡Hay que ver cómo sopla!...
A Vasili Petróvich le pareció percibir algo
ultrajante en aquellas palabras. Petia lo vio enrojecer.
Vasili Petróvich recordó de pronto con particular
nitidez los gritos del inspector general, recordó sus
humillantes temores, y de nuevo se alzó en él la voz
del orgullo, aunque todo el tiempo se esforzaba en
ahogarla con cristiana mansedumbre. En aquel
instante resolvió que no se entregaría por nada del
mundo y que, si era necesario, sufriría todas las
consecuencias, pero no daría su brazo a torcer.
Sin embargo, cuando regresaron a casa y se
tranquilizó un poco, de nuevo le acometieron las
dudas: ¿tenía derecho a sacrificar el bienestar de la
familia?
Mientras tanto, transcurrían las vacaciones de
Navidad, aunque no con la alegría y despreocupación
de otros años.
Con la misma lentitud desesperante se
aproximaban la tarde azul de la Nochebuena, su olor
a platos de ayuno y su primera estrella en la ventana,
hasta cuya aparición no se podía ni encender la luz ni
sentarse a la mesa. El primer día, lo mismo que en
años anteriores, encendieron las luces del Árbol de
Navidad y los chicos entraron de la calle a la cocina,
para glorificar a Cristo, llevando una estrella
adornada con guirnaldas de papel y un redondo
icono, también de papel, en el centro. Como siempre,
fulgían por las tardes en las ventanas recubiertas de
escarcha los enigmáticos y alegres diamantes azules
de la luz lunar. Como siempre, celebraron el Año
Nuevo regalándose con una tarta de manzana en la
que había oculto un talismán: una moneda de diez
kopeks, muy nuevecita, envuelta en un papel. Como
siempre, en el luminoso día de inclemente frío
llegaban desde la plaza de la catedral los acordes de
las bandas de música militares, que participaban en el
tradicional desfile de Epifanía.
Las vacaciones tocaban a su fin. Había que tomar
una decisión. A Vasili Petróvich se le cayó el alma a
los pies. Al advertir el estado de ánimo del padre, los
chicos también se entristecieron. La tía era la única
que hacía todo lo posible por alegrar las fiestas. Con
su vestido nuevo de seda, puestos todos sus anillos
predilectos en sus finos dedos y oliendo a esencia
francesa Coeur de Jeanette, se sentaba al piano y,
abriendo un álbum de notas, tocaba valses, polcas y
11
El caserío en la estepa
romanzas gitanas. El día de Epifanía por la tarde
resolvió adivinar el futuro. A falta de cera echaron
parafina en una vasija con agua limpia, quemaron en
la cocina un papel estrujado y luego contemplaron su
sombra en la pared, enjalbegada en vísperas de las
fiestas. Pero todo aquello resultaba un tanto forzado.
La dimisión
La víspera del primer día de clase, muy avanzada
la noche, Petia de nuevo oyó en el comedor las voces
de papá y de la tía.
- ¡Usted no hará eso, no debe hacerlo! -exclamó la
tía muy emocionada.
- ¿Y qué otro remedio queda? -preguntó el padre,
y se oyó cómo hacía crujir sus dedos-. ¿Qué debo
hacer? ¿Cómo vamos a vivir? ¿Tengo derecho a eso?
¡Qué pena que no esté con nosotros mi querida
Zhenia!
- ¡Créame, nuestra difunta Zhenia no le permitiría
por nada del mundo que se humillara ante esos
burócratas!...
Petia se durmió y no oyó nada más, pero a la
mañana siguiente ocurrió algo inusitado: por primera
vez en su vida, el padre no se puso la levita y no
acudió a dar sus clases. En vez de ello, enviaron a la
cocinera a la tienda en busca de papel florete, y
Vasili Petróvich, con su letra clara y menuda, sin
rabitos ni adornos, escribió una solicitud presentando
la dimisión.
La dimisión fue aceptada fríamente. Sin embargo,
no fue seguida de desagradables consecuencias: por
lo visto, el inspector general no estaba interesado en
dar mucha publicidad al asunto. Así quedó sin
trabajo Vasili Petróvich, es decir, le ocurrió lo más
terrible que puede sucederle a un padre de familia sin
más medios de vida que su sueldo.
Vasili Petróvich tenía ahorrado algún dinerillo,
que venía reuniendo desde hacía tiempo, pues
acariciaba la idea de realizar un viaje al extranjero
con su mujer y, después de la muerte de ésta, con los
chicos. Naturalmente, aquellos sueños quedaban en
agua de borrajas. Los ahorros, sumados al dinero que
al presentar la dimisión recibió Vasili Petróvich de la
caja de ayuda mutua, arrojaban una suma que podía
permitir a la familia vivir, contando cada kopek, cosa
de un año. Qué pasaría después, era algo que Vasili
Petróvich no sabía ni podía saber, con tanta mayor
razón porque se planteaba el problema de si Petia y
Pávlik lograban seguir estudiando en el gimnasio.
Hasta entonces, los chicos, como hijos de profesor,
estudiaban gratis, pero ahora tendrían que pagar la
matricula, extraordinariamente cara.
Sin embargo, lo más penoso para Vasili
Petróvich, acostumbrado a trabajar toda la vida, era
su forzada ociosidad. No sabía dónde meterse,
pasaba los días recorriendo las habitaciones, en
chaqueta de ir por casa, no se cortaba el pelo,
envejeció mucho y, con frecuencia, iba en el tranvía
de sangre al cementerio, donde pasaba langas horas
ante la tumba de su esposa.
Pávlik, por ser aún muy pequeñito, no comprendía
que a la familia le había ocurrido una terrible
desgracia. El chico continuaba viviendo como si tal
cosa. Pero Petia lo comprendía todo. La idea de que
probablemente tendría que dejar los estudios, quitar
de la gorra el escudo y llevar el uniforme con
corchetes, en lugar de brillantes botones, como los
estudiantes expulsados del gimnasio o los libres, le
producía una torturante vergüenza. Hacía más
insoportable el siniestro cambio de actitud hacía el
muchacho por parte del director del gimnasio y de
algunos de sus condiscípulos.
Resumiendo: el nuevo año no podía empezar
peor. Todos estaban muy deprimidos. Todos menos
la tía, que, con gran asombro de Petia, lejos de
manifestar tristeza o inquietud, se comportaba como
si las cosas no pudiesen ir mejor. Su rostro reflejaba
en todo momento su resolución de salvar del
hundimiento a la familia costara lo que costase.
Su plan de salvación se reducía a facilitar a
intelectuales comidas sabrosas, alimenticias y
baratas, lo que, según ella, debía, si no proporcionar
beneficios monetarios, si evitar a la familia los gastos
de manutención. Para que el piso también les saliera
gratis, la tía resolvió mudarse al comedor e hizo que
Dunia pasara su cama a la cocina. Así podrían
alquilar las dos habitaciones qua quedaban libres a
imaginados trabajadores intelectuales que deseasen
vivir a pensión completa.
El padre torcía dolorosamente el gesto cuando
pensaba que se disponía a "convertir la casa en una
fonda", pero, como no veía otra salida, acabó por
encogerse de hombros y decir:
- Haga lo que quiera.
La tía desplegó una actividad arrolladora. En las
ventanas de las habitaciones que pensaba alquilar
pegó unos papeles bien visibles desde la calle. Junto
a la puerta principal de la casa clavaron una tablilla
de chapa con la inscripción "Comidas caseras", en la
que Petia había pintado al óleo, con mucho arte, una
humeante sopera y se invitaba a trabajadores
intelectuales sin familia. A juicio de la tía, todo
aquello debía comunicar a su comercial empresa un
matiz político y social, incluso oposicionista.
Compraron una nueva batería de cocina e hicieron
reservas de excelentes y frescas provisiones. A Dunia
le pusieron una bata de percal nueva y un delantalillo
blanco como la nieve,
La tía dedicaba casi todo su tiempo al estudio del
libro de cocina de Molojoviéts, biblia de todas las
familias acomodadas. En un cuaderno especial
copiaba las recetas más necesarias y confeccionaba
variados, sabrosos y sanos menús.
Los Bachéi nunca habían comido tan bien, tan
opíparamente. En un mes engordaron todos,
comprendido Vasili Petróvich, cosa que causaba
12
extrañeza en su situación de hombre perseguido por
el gobierno.
Todo hubiera marchado bien y hasta
brillantemente de no ser por la falta absoluta de
clientes. Parecía que los trabajadores intelectuales se
habían puesto de acuerdo para no comer. Verdad es
que, en los primeros días, se observó cierta
animación.
Se presentaron dos caballeros barbudos y
decentemente vestidos, con las mejillas chupadas y
ojos de fanáticos, se enteraron de que no había platos
vegetarianos y se marcharon enojados, sin despedirse
siquiera.
Después entró por la puerta de servicio un
despierto asistente del regimiento de Modlin, con
gorro cuartelero, y pidió que le echaran en una
fiambrera dos platos de sopa de coles para su oficial.
La tía le dijo que no había sopa de coles, pero sí sopa
prinianiére. El asistente respondió que era igual,
siempre que le dieran bastante pan, pues a su señoría
lo habían desplumado jugando a las cartas y llevaba
ya dos días metido en casa, con un catarrazo terrible
y sin comer caliente. La tía le dio al fiado dos platos
de sopa prinianiere con mucho pan, y el asistente,
moviendo ágil sus gruesas y cortas piernas, bajó en
un vuelo la escalera, dejando en la cocina olor a
cuartel de infantería. A los dos días volvió a
presentarse, se llevó de nuevo en la fiambrera, esta
vez también al fiado, dos platos de caldo de gallina
con pastelillos y prometió pagar en cuanto su señoría
tuviera un poco de suerte. Por lo visto, su señoría no
tuvo suerte, pues el asistente no volvió a aparecer.
Nadie más solicitó las comidas de los Bachéi.
En cuanto a alquilar las dos habitaciones, las
cosas no marcharon mejor. El mismo día en que
pegaron los papeles a las ventanas, subieron a ver las
habitaciones unos recién casados: un joven médico
militar, que vestía un flamante uniforme, y una rubita
metida encarnes, con hoyuelos en las mejillas y una
peca sobre su boquita redonda como una cereza.
Llevaba la rubita aquella una casaca de marta
cebellina, una coquetona caperucita y un manguito
con cordones. Ambos parecían tan felices, sus
nuevos anillos nupciales de oro de catorce quilates
brillaban tan cegadores, y olían ambos tan
intensamente a jabón de tocador, crema, brillantina y
perfume Brocard, que el apartamento de los Bachéi,
con sus viejos papeles y su mal encerado parquet,
pareció al punto pequeño, oscuro y pobre,
Mientras examinaban las habitaciones, el marido
se aferraba con fuerza al brazo de la mujer, como si
temiese que pudiera escaparse, y ella se apretaba
contra él, miraba horrorizada en torno y exclamaba
muy alto, casi cantando:
- ¡Queguidito, esto es un cogal! ¡Un vegdadego
cogal! ¡Aquí huele a cocina! ¡No, esto no vale paga
nosotgos!
Los
recién
casados
se
marcharon
V. Kataiev
apresuradamente, él haciendo tintinear sus pequeñas
espuelas de plata y ella recogiéndose con gesto de
repugnancia la falda y pisando con tanto cuidado
como si temiera ensuciar sus pequeños y flamantes
zapatitos. Hasta que la puerta de la calle no se hubo
cerrado tras de ellos, no comprendió Petia que la
enigmática palabra extranjera "cagal" significaba
"corral", y le dio tanta vergüenza que estuvo a punto
de llorar. La tía tuvo largo tiempo las orejas como si
fueran de grana.
Nadie más se presentó a ver las habitaciones. Los
planes de la tía fracasaron. Ante los Bachéi se alzó de
nuevo el fantasma de la miseria. A la esperanza
sucedió la desesperación. Y no se sabe cómo habría
terminado todo aquello si un buen día no hubiese
llegado inesperadamente, como siempre ocurre, la
salvación.
El viejo amigo
Hacía un día verdaderamente hermoso, uno de
esos días de marzo en que ya no hay nieve, la tierra
está negra, el pálido azul se percibe a través de las
nubes sobre las desnudas ramas de los jardines
costeros, un viento pesado arrastra por las secas
aceras el primer polvo, y sobre la ciudad vibra
continuamente, con bordoneo de guitarra, el trémulo
tañido de las campanas anunciando la cuaresma. En
los hornos hacían alondras con requemadas pasas a
guisa de ojos, y en la plaza de la catedral, sobre la
enorme casa de la esquina, sobre el café de Libman y
el águila bicéfala de la farmacia de Gaievski volaban
nubes de grajos, ahogando con su primaveral
alboroto los ruidos de la ciudad.
Aquel día quedó grabado en la memoria de Petia.
Fue entonces cuando se hizo maestro particular y por
primera vez en su vida dio lecciones de latín pagadas,
a otro chico. El otro chico era Gávrik.
La cosa ocurrió así. Unos días antes, Petia
regresaba a casa del gimnasio. Caminaba lentamente,
absorto en tristes pensamientos, y se imaginaba que
lo expulsarían cualquier día por no pagar la
matrícula.
De pronto, alguien cayó sobre él por la espada y
le descargó tal puñetazo en la cartera, que en ésta
saltó ruidoso el estuche de las plumas. Petia dio un
traspié, casi besó el suelo, se volvió, dispuesto a
entablar combate con el desconocido enemigo, y vio
a Gávrik, que se encontraba plantado ante él, muy
abiertas las piernas y sonriendo bonachón.
- ¡Salud, Petia! ¡Cuánto tiempo sin vernos!
- ¿Qué es eso, so golfo, de atacar a los amigos?
- ¡Qué cosas tienes! No te he pegado a ti, sino a la
cartera.
- ¿Y si yo hubiera dado con las narices en el
suelo?
- Pues te habría levantado, no lo dudes.
- ¿Y tú qué tal vives?
- No me quejo. Me gano la vida.
13
El caserío en la estepa
Gávrik vivía en Blizhnie Mélnitsi, y Petia lo veía
rara vez, casi siempre por casualidad, en la calle.
Pero su antigua amistad no se entibiaba. Cuando se
preguntaban habitualmente al encontrarse: "¿Qué tal
vives?", Petia siempre respondía, encogiéndose de
hombros: "Estudio". Gávrik, frunciendo su pequeña y
redonda frente con aire preocupado, decía: "Me gano
la vida". Cada vez que se veían, Petia escuchaba una
nueva historia que indefectiblemente terminaba con
que el amo de Gávrik se había arruinado o había
escamoteado el dinero ganado por el chico. Así había
ocurrido con el dueño de las casetas de baños entre
Sredni Fontán y Arcadia, que había contratado a
Gávrik por toda la temporada de verano para que
trabajase de "llavero", es decir, para que abriese las
cabinas, entregase los bañadores de alquiler y
guardase los objetos de valor que le confiaba el
público. En otoño, el dueño de las casetas
desapareció sin haber pagado un kopek al chico, a
quien no quedaron más que las propinas. Lo mismo
ocurrió con el griego que gobernaba la cuadrilla de
cargadores del Muelle de los Prácticos. El griego
engañó descaradamente a todos, quedándoles a deber
más de la mitad de los jornales. Tres cuartos de lo
mismo sucedió en la empresa de pegar carteles y en
otras muchas en que entró a trabajar Gávrik con la
esperanza de poder ayudar un poco a la familia de su
hermano Terenti y de ganarse la vida.
Más distraído, aunque, en fin de cuentas,
igualmente desventajoso fue su trabajo en el
cinematógrafo Bioscope Réalité, en la calle de
Richelieu, cerca de la comisaria del distrito de
Alejandro. En aquella época, el cinematógrafo, ese
célebre descubrimiento de los hermanos Lumière, ya
no era una novedad, pero continuaba despertando la
admiración del público con el mágico fenómeno de la
"fotografía moviente". En la ciudad se abrieron
multitud de cinematógrafos, a los que se daba el
nombre genérico de "ilusión".
A esta palabra se vinculaban el rótulo compuesto
de bombillas eléctricas multicolores, a veces con
letras que se movían, y los briosos acordes de la
pianola, artefacto mecánico cuyas teclas bajaban y
subían solas, aumentando en los espectadores la
admiración por la técnica del siglo XX. Además de la
pianola, en el vestíbulo había, por lo común, unas
máquinas automáticas, que, si se metía una moneda
de cinco kopeks en una ranura que tenían, dejaban
caer enigmáticamente un chocolate con un dibujo
animado, o gallinas metálicas que ponían huevos de
azúcar de distintos colores. A veces, en una urna de
cristal se exponía una figura de cera de un panóptico.
Entonces aún no se construía edificios especiales
para los cinematógrafos: solía alquilarse un piso y en
la mayor de las habitaciones, convertida en salón, se
proyectaban las películas.
El Bioscope Réalité pertenecía a la señora
Valiadis, viuda de un súbdito griego, mujer
emprendedora y de mucha imaginación. La señora
Valiadis resolvió hundir sin tardanza a todos sus
competidores. A este fin, contrató al célebre
Cupletista Singuertal, para que cantase antes de cada
sesión, y, además, resolvió llevar a cabo una atrevida
revolución técnica, haciendo sonoro el cine mudo. El
público acudió en tropel al Bioscope Réalité.
En la habitación que antes fuera comedor,
tapizada con viejos papeles representando ramos de
flores y estrecha y larga como capa de lapiceros,
apareció un buen día, junto a la pequeña pantalla,
Singuertal, el ídolo de Odesa. Era un judío alto y
flaco, que vestía una levita hasta los talones,
amarillento chaleco de piqué, pantalones a rayas,
polainas blancas y un negro sombrero de copa
encasquetado hasta las orejas. Con una sonrisa
mefistofélica en su larga cara afeitada, de chupadas
mejillas surcadas por dos profundas arrugas, cantó,
acompañándose con un diminuto violín, los cupléts
de moda: Así son las chicas de Odesa, Los soldados
desfilan por las calles y, por último, su número
cumbre, Singuertal, pichoncito, tócame el violoncito.
Después, la señora Valiadis, llevando un sombrero
con plumas de avestruz y guantes largos con los
dedos cortados, para que la gente pudiera admirar sus
sortijas, se sentó a un viejo piano, y, a los acordes de
un movido foxtrot, empezó la sesión.
Crepitó la lámpara de la cámara de proyección,
tableteó la película, y en la pantalla aparecieron unos
letreros rojos o azules, pequeños y apretados, como
hechos en una máquina de escribir. Después se
sucedieron sin interrupción películas, muy cortas:
primero una revista en la que a saltos, como haciendo
un esfuerzo, se movía el panorama de algún sombrío
largo suizo; a esta revista siguió otra, producción de
los estudios Pathe, con un tren negando a una
estación y una parada militar, en la que, moviendo
precipitadamente las piernas, desfilaban, casi
corriendo, compañías de soldados extranjeros con
cascos. Todo aquello se veía como a través de una
espesa lluvia o una copiosa nevada. Después apareció
por un instante entre las nubes el biplano de Bleriot,
realizando su célebre vuelo a través del Canal de la
Mancha de Calais a Dover. Por fin empezó la
película de risa. Aquello fue el triunfo de Madame
Valiadis. En medio de la misma espesa lluvia, un
simiesco homúnculo llamado Tontilón, montaba
torpemente en una bicicleta, derribando todo a su
paso. Lo principal era que el público, además de ver
aquello, lo oía. Los vidrios de las farolas se hacían
añicos con gran estrépito. Armando un estruendo
espantoso se desplomaban sobre el pavimento, con
sus cubos y escalera, unos pintores enfundados en
largas blusas. Del escaparate de un comercio caían
con indescriptible ruido platos y soperas. Maullaba
como un condenado un gato, al que Tontilón había
atropellado. Una colérica muchedumbre perseguía,
blandiendo los puños, a Tontilón, y se oían sus
14
pisadas y los silbatos de los policías. Ladraban los
perros. Tocando la campana, corrían los coches de
los bomberos. Carcajadas atronadoras resonaban en
la oscura habitación del cinematógrafo. Mientras
tanto, invisible para el público, Gávrik sudaba a
mares tras la pantalla, ganándose la vida: cincuenta
kopeks por día. Era él quien en el momento preciso
rompía platos, tocaba el pito, ladraba, maullaba,
golpeaba la campana y gritaba con voz de charlatán
de feria: "¡Al ladrón! ¡Al ladrón!" Pataleaba,
representando así la carrera de la multitud, y con
todas sus fuerzas arrojaba al suelo un cajón con
vidrios rotos, ahogando los estridentes sonidos del
fox que del otro lado de la pantalla tocaba la señora
Valiadis sin la menor compasión por las teclas del
piano.
Petia fue varias veces allí para ayudar a Gávrik.
Juntos armaban tal jaleo tras la pantalla, que el
público se agolpaba ante la casa, aumentando así la
popularidad del "teatro eléctrico".
Pero a la codiciosa viuda aquello le parecía poco.
Sabiendo que al público le gustaba la política, pidió a
Singuertal que añadiera a su repertorio algo político,
y subió los precios de las localidades. Singuertal se
sonrió mefistofélicamente, encogió un hombro, dijo
"muy bien" y, al día siguiente, en lugar de los viejos
cupléts interpretó unos completamente nuevos,
titulados Corbatas, corbatitas.
Sujetando entre su hombro y su quijada de caballo
el diminuto violín, pasó por las cuerdas el arco, hizo
un guiño al público, cerrando uno de sus ojuelos de
pícaro, y, aludiendo a Stolipin, cantó insinuante:
A nuestro primer ministro,
Que es un hombre muy listo,
Corbatas al cuello le gusta anudar...
Veinticuatro horas más tarde, Singuertal tuvo que
marcharse de la ciudad. Madame Valiadis se arruinó,
untando a la policía para echar tierra al asunto, y se
vio obligada a cerrar su cinematógrafo. Gávrik no
recibió más que la cuarta parte de lo que había
ganado.
El sueño de Gávrik
Gávrik se hallaba ante Petia vistiendo un
mugriento guardapolvo de satén encima de su viejo
abrigo, con rozado cuello de astracán. Llevaba el
chico un gorro de la misma piel, la preferida de los
viejos obreros de profesiones intelectuales: los
encuadernadores, los tipógrafos y los camareros.
Petia comprendió en seguida que su amigo había
cambiado de trabajo y "se ganaba la vida" en otro
sitio.
Gávrik había cumplido ya los catorce años. Su
voz sonaba con juveniles bajos. No había crecido
mucho en altura, pero su pecho era más ancho y
robusto. Tenía ya menos pecas en la nariz. Sus
facciones habían terminado de formarse, así como el
corte de sus ojos. Sin embargo, aún quedaba en él
V. Kataiev
mucho de niño: sus andares de marinero, la
costumbre de fruncir con aire preocupado su redonda
frente y la de escupir hábilmente por el colmillo.
- ¿Dónde te ganas ahora la vida? -preguntó Petia
examinando curioso la extraña vestimenta de Gávrik.
- En la imprenta del Odesski Listok.
- Mientes.
- ¡Que me arañe un gato!
- ¿Y qué haces allí?
- Por el momento, llevo las pruebas a quienes han
encargado algún anuncio.
- ¿Las pruebas? -preguntó inseguro Petia.
- Sí, las pruebas. ¿Y qué?
- Pues nada.
- ¿No sabes, acaso, lo que son las pruebas? Puedo
enseñártelo. Mira.
Con estas palabras, Gávrik sacó del bolsillo
superior de su guardapolvo unos rollos de papel
húmedo que despedían fuerte olor a kerosén.
- ¡A ver, a ver! -exclamó Petia, cogiendo los
papeles.
- ¡No los toques, que no se venden! -dijo Gávrik
bonachón, gruñendo más bien por costumbre que por
deseo de molestar a Petia. Ven aquí y te enseñaré las
pruebas.
Los chicos se metieron en un portal cercano, y
Gávrik desplegó un húmedo papel con las
impresiones negras, profundas y grasientas como el
betún, de los anuncios, casi todos ellos con dibujos
que Petia conocía perfectamente por el Odesski
Listok, periódico al que estaba suscrita la familia
Bachéi. Podía verse allí un zapato Skorojod, un
chanclo Provodnik, impermeables con capuchones
triangulares de la casa Hermanos Lourier, brillantes
de la joyería Faberge, en estuches abiertos y
rodeados de una resplandeciente aureola representada
por unas rayitas negras; botellas de licor de serbas de
la casa Shústov; las liras de los teatros; los tigres de
los peleteros; los caballos de los guarnicioneros; los
gatos negros de las adivinas y los quiromantes;
patines, carruajes, juguetes, trajes, abrigos, pianos,
guitarras, las rosquillas de los panaderos; las tortadas
vistosas como macizos de flores de los reposteros;
los trasatlánticos de la Compañía naviera Lloyd; las
locomotoras de las compañías ferroviarias… Por
último, estaban también allí los balances -sin dibujosde las sociedades anónimas y los bancos: columnas
de cifras señalando el capital fundamental y
fabulosos dividendos.
Las pequeñas y fuertes manos de Gávrik,
manchadas de tinta de imprenta, sostenían la húmeda
hoja de papel de periódico, en la que, por arte de
magia, aparecían, impresas en miniatura, todas las
riquezas de la gran ciudad comercial e industrial,
riquezas inaccesibles para Gávrlk y para otros
muchos miles de sencillos obreros.
- ¡Ya ves, amigo! -dijo Gávrik, y, al advertir por
la mirada de Petia que éste compartía su idea acerca
15
El caserío en la estepa
del origen de la riqueza humana reproducida en los
anuncios, los rótulos y los carteles, suspiró-: ¡Esto
son las pruebas!
Luego, Gávrik miró sus remendados zapatos de
lona, tan impropios de la estación como grandes para
sus pies, y preguntó a su amigo:
- ¿Y tú qué tal vives?
- Bien -dijo Petia, bajando los ojos.
- ¡Mientes! -le espetó Gávrik.
- ¡Palabra!
- Entonces, ¿por qué servís comidas en tu casa?
Petia se puso muy rojo.
- ¿Vas a decirme que no es verdad? -insistió
Gávrik.
- ¿Y qué tiene que ver eso? -barbotó Petia.
- Eso quiere decir que las pasáis estrechas.
- No las pasamos estrechas.
- ¡Mientes! No tenéis lo suficiente para vivir.
- ¿De dónde has sacado eso?
- ¡No finjas, Petia! ¡Cántale esa canción a otro!
Yo sé que a tu padre lo han puesto de patitas en la
calle y que ahora no tenéis para vivir.
Por primera vez oía Petia hablar con tanta
sencillez y rudeza de la situación de su familia.
- ¿Cómo lo sabes? -preguntó Petia con voz
desmayada.
- ¿Y quién lo ignora? Lo sabe toda Odesa. Tú,
Petia, no te asustes. No se lo llevarán.
- ¿A quién... nos le llevarán?
- A tu padre.
- ¿.Qué quieres decir con eso? ¿.Qué significa "se
lo llevarán"?
Gávrik sabía que Petia era ingenuo, pero no hasta
tal punto. Por ello se echó a reír y dijo:
- ¡Pero qué tonto eres! ¡Mira que no saber lo que
significa! Que "se lo llevarán", quiere decir que lo
encerrarán.
- ¿En dónde?
- ¡En la cárcel! -exclamó enojado Gávrik-. ¿Es
que no sabes cómo encierran a la gente en la cárcel?
Petia miró a Gávrik a la cara y, al ver sus ojos,
muy serios, por primera vez sintió miedo de verdad.
- Pero tú no te asustes -se apresuró a decir Gávrik, a tu padre no lo encerrarán. Por lo de Tolstoi
encierran ahora a muy poca gente. Puedes creerme...
Acercando su rostro al de Petia, Gávrik añadió
muy bajo:
- Ahora echan el guante a la gente por la prensa
clandestina. Por la Rabóchaia Gazieta y por
Sotsialdemocrat, León Tolstoi ya no les interesa.
Petia miró a Gávrik, comprendiendo con
dificultad lo que le contaba.
- ¡Ay, amigo, para hablar contigo...! -exclamó con
despecho Gávrik.
Quería el chico contar a Petia interesantísimas
novedades, comunicarle, por ejemplo, que su
hermano Terenti había regresado hacía poco de la
deportación, después de muchos años, y de nuevo
trabajaba en los talleres del ferrocarril; con él habían
vuelto algunos del Comité, y "las cosas marchaban
como sobre ruedas"; Gávrik no había entrado a
trabajar en la imprenta por iniciativa propia, lo
"metieron" allí los del comité con fines especiales.
Gávrik se disponía ya a explicar que fines eran
aquellos, pero al ver, por la cara que ponía su amigo,
que Petia apenas si le entendía, prefirió callarse.
- ¿Y qué tal marchan esas comidas que dais? preguntó Gávrik para cambiar de conversación-.
¿Hay tontos que van a comer a vuestra casa?
Petia denegó desolado.
- La cosa está clara -observó Gávrik-. Entonces,
¿os estáis arruinando?
- Sí, nos estamos arruinando -respondió Petia.
- ¿Y qué pensáis hacer?
- Puede que alguien alquile las habitaciones...
- ¿Qué dices? ¿Ya alquiláis las habitaciones?
Quiere decir que ya tenéis la soga al cuello -Gávrik,
compasivo, emitió un silbido.
- No te preocupes, ya saldremos de apuros. Yo
pienso dar lecciones -dijo Petia, adoptando una
expresión muy viril.
Hacía tiempo que había decidido dar clases a
escolares atrasados, pero no sabía cómo empezar.
Los que daban clases eran en su mayoría estudiantes
o, por lo menos, alumnos de los últimos grados del
gimnasio. Pero, en fin de cuentas, podía haber
excepciones. Lo que hacía falta era tener suerte y
encontrar alumnos.
- ¿Cómo vas a dar tú clases, cuando no debes de
saber ni jota? -preguntó Gávrik con su ruda
franqueza, y sonrió bondadoso.
Petia se molestó. En tiempos había holgazaneado,
pero ahora ponía mucho celo y estudiaba bien.
- Lo digo en broma -se excusó Gávrik y, a
continuación, preguntó rápidamente, iluminado por
una feliz idea-: Oye, ¿tú no podrías enseñar latín?
- ¡Pues claro!
- ¡Magnífico! -exclamó Gávrik-. ¿Y cuánto
llevarías por enseñar el latín de tercer curso?
- ¿Cómo que cuánto?
- Sí, ¿cuánto dinero?
- No sé… -¡barbotó turbado Petia-. Algunos
profesores particulares cobran un rublo por clase.
- ¡No eres tú nadie pidiendo! Con cincuenta
kopeks está muy bien pagado.
- ¿Por qué me has preguntado eso? -inquirió Petia.
- Por nada.
Gávrik permaneció un rato con la cabeza gacha,
moviendo los dedos, como si estuviera haciendo
cuentas.
- ¿Por qué me lo has preguntado? -repitió
impaciente Petia.
- Por nada de particular... Escucha...
Gávrik cogió del brazo a Petia y, mirándole con el
rabillo del ojo, echó a andar con él calle abajo.
A Gávrik no le gustaba hablar de su persona ni
16
dar a conocer sus planes. La vida le había enseñado a
ser discreto. Por ello, aunque había decidido
descubrir a Petia su más recóndito anhelo, titubeaba
y anduvo un rato sin despegar los labios.
- ¿Comprendes? La cosa es... -empezó Gávrik por
fin-. Dame palabra de que no lo dirás a nadie.
- ¡Lo juro por la santa cruz! -exclamó Petia y, por
costumbre adquirida ya en la infancia, se santiguó
rápidamente, fija la mirada en la cúpula de la iglesia
de San Panteleimón, que azuleaba tras el campo de
Kulikovo.
Gávrik, poniendo unos ojos como platos, musitó:
- Quiero examinarme como alumno libre de tres
cursos del gimnasio. En las otras asignaturas me
ayudan algunos amiguetes, pero en latín no sé qué
hacer.
Aquello fue tan inesperado, que Petia incluso se
detuvo.
- ¿Qué me dices?
- Lo que oyes.
- ¿Y qué falta te hace eso? -se le escapó a Petia.
- ¿Y a ti? -replicó Gávrik, recalcando mucho el "a
ti", y en sus ojos se encendió un fueguecillo maligno
y obstinado-. ¿Porqué a ti te hace falta y a mí no?
Quizás a mí me haga más falta que a ti, ¿tú qué
sabes?
Gávrik se disponía ya a contar a Petia que, al
volver de la deportación, Terenti se lamentaba
amargamente de que entre los obreros había muy
poca gente culta y decía que se aproximaban nuevos
combates revolucionarios; más tarde -por lo visto
después de aconsejarse con alguno del comité-,
declaró sin rodeos a Gávrik que, lo quisiera o no,
debía terminar los estudios de segunda enseñanza:
primero debía examinarse de tres cursos, luego de
cuarto, quinto y sexto, y, finalmente, pasar la
reválida. Sin embargo, Gávrik optó por callárselo
todo y se limitó a preguntar, muy conciso:
- ¿Qué, hace? Te doy cincuenta kopeks por clase.
Aunque la inesperada pregunta lo llenó en un
principio de desconcierto, Petia se sintió muy
halagado y se sonrojó de placer.
- Pues... estoy dispuesto -dijo Petia, después de
carraspear con serio empaque-. Ahora que, como es
natural, no por dinero, sino gratis.
- ¿Gratis? ¿Por qué? ¿Acaso soy un pobre?
Gracias a Dios, me gano la vida. Cincuenta kopeks
por clase, cuatro veces al mes. En total, dos rublos.
Eso, para mí, no significa nada.
- No, únicamente gratis.
- ¿A santo de qué? ¡Acepta, so tonto! El dinero no
se encuentra tirado en las calles. Además, ahora,
andáis necesitados. Por lo menos, podrás darle algo a
la tía para que vaya a la plaza.
Estas últimas palabras causaron efecto a Petia. Se
imaginó que un buen día daba a la tía el dinero,
diciendo con aire indiferente: "Sí, me había olvidado,
tía... he ganado unos cuartos dando clases. Aquí los
V. Kataiev
tiene. Quizás le hagan falta para ir a la plaza".
- De acuerdo -dijo Petia-. Te daré clase. Pero ten
presente que, como hagas el holgazán, lo dejo. No
tengo costumbre de cobrar dinero que no me haya
ganado.
- Yo tampoco me lo he encontrado en medio de la
calzada -replicó sombrío Gávrik, y los amigos se
separaron hasta el domingo, día para el que fijaron la
primera clase.
El tarro de confitura
Petia nunca había preparado las lecciones para el
gimnasio con la meticulosidad con que preparó
aquella clase con Gávrik, en la que debía desempeñar
el papel de maestro. Lleno de orgullo y consciente de
su responsabilidad ante la ciencia, hizo todo lo
posible para no quedar mal. Durante unos días trajo
frito a su padre con interminables preguntas sobre
lingüística comparada. Tomó algunos apuntes muy
importantes del diccionario enciclopédico Brockhaus
y Efrón. En el gimnasio se dirigió varias veces al
profesor de latín para que le explicase algunos
párrafos de la sintaxis latina, cosa que causó giran
extrañeza al hombre, pues no tenía a Petia por un
alumno muy aplicado. El chico sacó punta a varios
lapiceros, preparó plumas y tinta, limpió el polvo a la
mesa escritorio del padre, puso sobre ella el globo
terráqueo de Pávlik, su microscopio y algunos
gruesos volúmenes, todo ello para crear una
atmósfera rigurosamente académica e infundir a
Gávrik respeto a la ciencia.
Después de comer, Vasili Petróvich se dirigió al
cementerio. La tía y Pávlik fueron a una exposición.
Dunia pidió que la dejaran ir a casa de unos
parientes. Todo favorecía a Petia. Al quedarse solo,
se puso a pasear por la habitación como un auténtico
maestro, las manos a la espalda y repitiendo la
introducción de su primera clase. Decir que sentía
inquietud sería faltar a la verdad, pero sí
experimentaba esa sensación del patinador, seguro de
sus fuerzas, antes de salir a la pista.
Gávrik no se hizo esperar. Se presentó a la hora
convenida. Esta vez no entró por la puerta de
servicio, cruzando la cocina, como hacía en la
infancia, después de haber silbado previamente
metiéndose en la boca cuatro dedos. Gávrik llamó a
la puerta principal, saludó muy comedido a Petia y,
después de quitarse su viejo abrigo en el
recibimiento, se alisó el pelo, ante el espejo, con un
pequeño peine de cuerno. Tenía las manos muy
limpias y, antes de pasar a la habitación, se estiró la
camisa rusa de satén, con botones de nácar, ajustada
a su talle por un estrecho cinturón. Sostenía con
ambas manos, casi extendidas con solemne ademán,
un flamante cuaderno de cinco kopeks, del que
asomaban un secante rosa y la punta de un lapicero
nuevo. Petia hizo pasar en silencio al amigo y le
ofreció asiento ante el microscopio y el globo
17
El caserío en la estepa
terráqueo, que Gávrik miró, intranquilo, con el
rabillo del ojo.
- Así, pues... -dijo Petia con gran seriedad, y se
turbó de pronto.
El chico venció corajudo su timidez y repitió,
muy animado:
- Así, pues, el latín es una de las más ricas y
sonoras lenguas indoeuropeas. Al principio, lo
mismo que el umbro y el oseo, pertenecía al grupo de
los principales dialectos de la población no etrusca de
la Italia central, y lo hablaban los habitantes de la
llanura de Lacio, de los cuales salieron los romanos.
¿Comprendido?
- No -denegó Gávrik, moviendo la cabeza.
- ¿Qué es lo que no comprendes?
- ¿Cuáles son los principales dialectos de la
población no etrusca? -dijo Gávrik, pronunciando
meticulosamente y mirando a Petia con ojos
lastimeros.
- ¡Ah! Está bien. Después lo comprenderás. Es
que aún no tienes costumbre. De momento,
seguiremos adelante. Así, pues, mientras las lenguas
de los demás pueblos de Italia, los etruscos, los
yapigios, los ligures... a excepción, claro está, de los
umbros y de los sabelios, quedaron siendo dialectos
populares confinados en regiones más o menos
grandes -con profesional empaque, Petia describió en
el aire un círculo, dando a entender que las lenguas
de aquellos pueblos de Italia no habían cobrado gran
extensión-, el latín, gracias a los romanos, no sólo se
transformó, de dialecto que era, en la lengua
dominante en Italia, sino que se desarrolló hasta
convertirse en lenguaje literario.
Al llegar aquí, Petia levantó el dedo con aire muy
significativo y dijo:
- ¿Comprendes?
- No -repitió anonadado Gávrik y de nuevo
denegó con la cabeza-. Mejor sería, Petia, que me
enseñaras, sin perder más tiempo, su alfabeto.
- Yo sé lo que es mejor y lo que es peor -observó
secamente Petia.
- ¿Y si estudiamos después quienes eran esos
etruscos y yapigios y ahora nos metemos con las
letras latinas y me enseñas a escribirlas? ¿Qué te
parece?
¿Quién es el maestro, tú o yo?
- Supongamos que lo eres tú.
- Entonces, escúchame.
- Te escucho -barbotó sumiso Gávrik
- En tal caso, sigamos -dijo Petia, paseando por la
habitación, las manos a la espalda, y gozando por su
superioridad sobre Gávrik, por la autoridad que le
daba el ser maestro-. Así, pues, ese latín clásico,
literario, pasados trescientos años perdió su papel
dominante y cedió lugar al latín vulgar,
¿comprendes?, y etc., etc. En fin, todo eso no tiene
gran importancia. (Gávrik asintió aprobatorio). Lo
importante, amigo, es que, en resumidas cuentas, el
latín tenía al principio veinte letras y luego se
añadieron tres más.
- En total, por consiguiente, tiene veintitrés -dijo
rápido y alegre Gávrik.
- Exacto. En total tiene veintitrés letras.
- ¿Cuáles son?
- No corras, pues quien mucho corre, pronto para
-dijo Petia, repitiendo el tradicional latiguillo del
profesor de latín del gimnasio, a quien todo el tiempo
imitaba sin darse cuenta-. Las letras del alfabeto
latino son las siguientes. Escribe: A, B, C, D...
Gávrik se animó y, ensalivando el lápiz, se puso a
trazar con mucho esmero en su cuaderno las letras
latinas.
- ¡Pero hombre!, ¿qué estás escribiendo? No hay
que poner la " Б" rusa, sino la latina.
- ¿Y cómo es la latina?
- Coma la "B"3 rusa. ¿Comprendes?
- Es bien sencillo.
- Borra eso y escribe la letra como es debido.
Gávrik sacó del bolsillo de sus anchos pantalones
de grueso paño un pedacito de goma de borrar
cuidadosamente envuelto en un papel e hizo lo que
Petia le había ordenado.
- Mira -dijo Petia, que ya estaba harto de la clase-,
mientras tú copias el alfabeto de este libro, yo me
desentumeceré un poco.
Obediente, Gávrik se puso a copiar el alfabeto, y
Petia, a desentumecerse, es decir, a pasear, las manos
a la espalda, por toda la casa, hasta que se detuvo
ante el aparador.
Como es sabido, los aparadores atraen a los
chicos con fuerza particular. Raro es el muchacho
capaz de pasar ante un aparador sin mirar qué hay
dentro. Petia no era una excepción, tanto más porque,
antes de salir, la tía había cometido la imprudencia de
advertirle:
- ... Sobre todo, no rebusques en el aparador.
Petia comprendía perfectamente que la tía había
dicho aquello teniendo presente el gran tarro de
confitura de fresas que la abuela les había enviado
desde Ekaterinoslav para las Navidades. Aún no
habían comenzado el tarro, aunque lo destinaban para
las fiestas y éstas habían pasado ya: tal circunstancia
irritaba un tanto a Petia. En general, resultaba difícil
comprender a la tía. Siempre tan bondadosa y
desprendida, se hacía incomprensible y terriblemente
avara cuando se trataba de la confitura. Hasta daba
miedo mentar el dulce en presencia suya. Ponía en
seguida ojos de susto y decía atropellada, temblando
de inquietud:
- ¡No, no! ¡De ningún modo! ¡No se te ocurra ni
acercarte al bote! Cuando haga falta, yo misma os
daré confitura.
Pero nadie sabía cuándo haría falta, y la tía
tampoco lo decía, limitándose a manotear asustada,
3
"Б": "B" rusa. "B": "V" rusa. (!. de la Red.)
V. Kataiev
18
como si estuviera espantando un moscardón. En fin
de cuentas, aquello era una necedad, pues la abuela
hacía y enviaba la confitura para que se la comieran.
Desentumeciéndose, Petia abrió el aparador, se
subió a una silla y escudriñó el último estante, en el
que se encontraba el tarro de confitura hecha por la
abuela de Ekaterinoslav pesado como un proyectil de
artillería. Después de admirar durante un rato el bote,
Petia cerró el aparador y se acercó a su alumno para
ver qué tal le iban las cosas. Gávrik trazaba
meticulosamente las letras latinas y se habían
detenido en la "N", pues no sabía cómo escribirla.
Petia se lo enseñó, encomió al amigo por su celo y
dijo como de pasada.
- ¿Sabes?, la abuela nos envió para las Navidades
un bote de confitura de fresas. Presa unas seis libras.
- ¡Qué ¡bolero!
- ¡Lo juro por la santa cruz!
- No hay botes de ese tamaño.
- ¿No los hay? -respondió mordaz Petia.
- No.
- ¿Qué entiendes tú de botes? -gruñó Petia y salió
al comedor, volviendo al punto para dejar sobre la
mesa, entre el globo terráqueo y el microscopio, la
pesada vasija. ¿Qué, también vas a decirme ahora
que no pesa seis libras?
- Bueno, hombre, ya veo que tienes razón.
Gávrik se acercó el cuaderno y escribió tres letras
latinas más: la "O", que era exactamente igual que la
rusa, la "P", que se escribía como la erre rusa y la
peregrina letra "Q", con un rabito que le hizo sudar
bastante.
- Muy bien -dijo Petia y, titubeando unos
instantes, añadió-: Por cierto, podríamos probar la
confitura... ¿Qué te parece?
- No tengo nada en contra -respondió Gávrik-.
Pero, ¿no te echará la bronca tu tía?
- Nos comeremos una cucharadita de postre cada
uno y ni se dará cuenta.
Petia fue en busca de una cucharilla y después
desató pacientemente el lazo del apretado cordel.
Quitó con mucho cuidado el papel que tapaba el tarro
-había adquirido ya la forma de un gorrito- y, con
más cuidado todavía, el círculo de pergamino
colocado entre el papel y la confitura.
Bajo aquel círculo, impregnado de ron para que la
confitura pudiera conservarse más tiempo, aparecía
ya la lustrosa superficie del dulce, que llenaba hasta
los bordes el famoso tarro. Con la mayor unción,
Petia y Gávrik paladearon una cucharadita cada uno.
La abuela de Ekaterinoslav era famosa por su arte
de hacer confitura, y hay que decir que la de fresas le
salía mejor que todas las demás. Pero el dulce que los
chicos tenían delante era algo verdaderamente sin
igual. Petia nunca había probado nada semejante, y
en lo que respecta a Gávrik, huelga hablar. La
confitura aquella era aromática, espesa, y, al mismo
tiempo, parecía etérea con sus diáfanas bayas, tan
tiernas y hermosas, salpicadas de incitantes semillitas
amarillas. Por cierto, entraba sin sentirlo.
Los amigos relamieron por turno la cucharilla y
advirtieron con gran alegría que, en realidad, la
confitura no había disminuido: seguía llenando el
tarro hasta los mismos bordes. Ello se debía, sin
duda, a la acción de la ley de grandes y pequeñas
magnitudes -el gran volumen del tarro y el pequeño
volumen de la cucharilla-, pero, como no tenían idea
de la ley aquella, a los chicos les pareció un milagro
que el dulce no hubiese amenguado.
- Está como antes -dijo Gávrik.
- Ya te decía yo que la tía no se daría cuenta.
Dichas estas palabras, Petia colocó el círculo de
pergamino sobre la confitura, tapó el tarro con el
gorrito de papel, lo ató fuertemente con el cordelillo,
hizo un lazo idéntico al de antes, llevó la vasija al
aparador y lo colocó en su sitio.
Mientras tanto, Gávrik tuvo tiempo de copiar dos
letras más: la "R", que le hizo sonreír burlonamente
porque era lo mismo que la "Я"4 rusa vuelta del
revés, como la escribían los chicos pequeños, y la "S"
latina, con sus dos jorobas.
- Muy bien -alabó Petia a su amigo-. Por cierto,
creo que podemos comernos una cucharadita más sin
temor alguno.
- ¿De qué?
- De confitura.
- ¿Y tu tía?
- No seas tonto, ya has visto que ha quedado tanto
como había antes, y lo mismo pasará si nos comemos
una cucharadita más. ¿No te parece?
Gávrik reflexionó unos instantes y manifestó su
acuerdo, pues no se podía ir en contra de la
evidencia.
Petia fue por el tarro, desató con la misma
paciencia el lacito de la tirante soguilla, quitó
cuidadoso el papel, levantó con más cuidado aún el
círculo de pergamino y admiró la compacta
superficie de la confitura, que brillaba, como antes, al
nivel de los bordes. Los amigos se comieron una
cucharadita cada uno, lamieron la cucharilla, y Petia
volvió a tapar el tarro, haciendo un lacito igual al de
antes.
Esta vez la confitura les pareció todavía más
sabrosa y el placer experimentado todavía más breve.
- ¿Ves?, otra vez está lo mismo que antes -dijo
muy satisfecho Petia, levantando el pesado tarro.
- Te equívocas -le objetó Gávrik-. Es verdad que
muy poco, pero ya falta algo. Me he fijado adrede.
Petia levantó el tarro y se puso a examinarlo.
- ¿Dónde lo ves? Nada de eso. La confitura está
como estaba antes, absolutamente igual.
- No está absolutamente igual -replicó Gávrik-. Y
si lo parece, es porque los bordes del papel tapan lo
4
"Я": letra del alfabeto ruso. Se pronuncia "ya". (!.
de la Red.)
19
El caserío en la estepa
que falta. Levántalos y te convencerás.
Petia levantó los arrugados bordes del papel y
miró el tarro a la luz. Estaba casi tan lleno como
antes. Casi, pero no del todo. Se había formado un
vacío del grosor de un cabello, pero vacio, en fin de
cuentas. Esta circunstancia resultaba muy
desagradable, aunque era difícil imaginarse que la tía
pudiera advertirlo. Petia llevó el tarro al comedor y lo
dejó donde estaba.
- ¡Ea, muéstrame tus garabatos! -dijo Petia con
forzada jovialidad.
Por toda respuesta, Gávrik se rascó en silencio el
bigote y lanzó un suspiro.
- ¿Qué, estás cansado?
- No, no es por eso. Pensaba en que, si bien es
verdad que falta muy poquitín, se va a dar cuenta.
- No se dará cuenta.
- Apuesto a que sí. No quisiera verme entonces en
tu pellejo.
Petia se puso muy rojo y dijo, hecho un gallito:
- ¿Y qué más da, si lo advierte? ¡Valiente cosa!
En fin de cuentas, la abuela ha mandado la confitura
para todos, y yo tengo perfecto derecho aprobarla. Si
ha venido un alumno a que le dé clase, ¿acaso no
puedo obsequiarlo con confitura de fresas? ¡No
faltaría más! Mira, voy a traer el tarro y nos
comeremos un platito cada uno. Estoy seguro de que
la tía no dirá nada. Más bien se alegrará de que
hayamos obrado con honradez, y no a hurtadillas.
- Quizás no valga la plena -aventuró tímidamente
Gávrik.
- ¡Sí que vale la pena! -exclamó con mucho calor
Petia.
El chico fue por el tarro y, muy convencido de
que procedía honesta y noblemente, llenó hasta los
bordes dos platillos de té.
- ¡Y basta! -dijo Petia categórico, tapó luego el
tarro y lo llevó al aparador.
Pero no bastaba. Sólo entonces, después de
comerse un platillo entero, le tomaron el gusto los
amigos a la maravillosa confitura y sintieron tan
apasionados e irresistibles deseos de comerse aunque
sólo fuera una cucharadita más, que Petia, con
expresión muy grave, trajo el tarro y, sin mirar a
Gávrik, volvió a llenar otra vez los platillos. Petia
nunca había supuesto que en un platillo cupiera tanto.
Examinó el tarro a la luz y vio que por lo menos se
habían comido un tercio del dulce.
Los chicos dieron fin a sus raciones y relamieron
las cucharillas.
- ¡Estupenda confitura! -comentó Gávrik y se
puso a copiar las letras latinas "T", "V" y "X",
experimentando el vivísimo deseo de comerse
aunque sólo fuera una pizquita más de aquella
confitura tan deliciosa.
- Bien -dijo muy resuelto Petia-, nos comeremos
justamente la mitad y basta.
Cuando en el tarro quedaba justamente la mitad,
Petia lo tapó y lo llevó al aparador, con el firme
propósito de no volver a tocarlo. El chico trataba de
no pensar en la tía.
- ¿Qué, estás ya harto? -preguntó con lastimera
sonrisa a Gávrik.
- A punto de reventar -respondió el amigo,
sintiendo en la boca un intenso dulzor que empezaba
a saberle a ácido.
Petia también sentía ligeras náuseas. El deleite
empezaba a transformarse lentamente en su
contrario. Ya no querían pensar en la confitura, pero,
por extraño que pueda parecer, no podían menos de
pensar en ella. Como si se vengara de los chicos, el
dulce, al mismo tiempo que les hacía sentir angustia,
despertaba en ellos el ansia loca y antinatural de
meterse en la boca una cuchara bien llena. Era
imposible luchar contra aquel deseo. Petia pasó al
comedor con aire sonámbulo, y los amigos se
pusieron a comer aquella golosina, que les daba ya
nauseas, a cucharadas, directamente del tarro, sin
saber ni lo que hacían. Era aquello un odio rayano en
la adoración y una adoración rayana en el odio. El
ácido dulzor les contraía las mandíbulas. El sudor
perlaba sus frentes. La confitura pasaba con
dificultad por sus gargantas, que se contraían
espasmódicamente. Pero los chicos seguían
comiendo y comiendo la confitura como si fuera
gachas. Más que comer, era aquello luchar contra la
confitura, aniquilándola con la mayor rapidez
posible, como a un enemigo. Volvieron en sí cuando
en lo hondo de la vasija no quedaba más que una fina
capa que ya no podían alcanzar con las cucharillas.
Fue entonces cuando comprendió Petia lo
horroroso de su acción. Como criminales ansiosos de
borrar cuanto antes las huellas del delito, los chicos
corrieron a la cocina, y, presa de febril agitación, se
pusieron a limpiar bajo el grifo el pegajoso tarro, sin
olvidarse, por cierto, de beber por turno, aunque ya
no les cabía, la turbia y dulce agua que lo llenaba.
Cuando
hubieron
lavado
y
enjuagado
meticulosamente el tarro Petia lo dejó en el aparador,
donde estaba antes, como si aquello pudiera remediar
algo. El chico acariciaba la necia esperanza de que la
tía se hubiese olvidado de la confitura de la abuela o
creyese, al ver el tarro vacío y limpio que se la
habían comido hacía ya tiempo. Sin embargo, Petia
comprendía que su esperanza no podía ser más tonta.
Tratando de no mirarse a la cara, Petia y Gávrik
volvieron a la mesa para continuar la clase.
- Así, pues -dijo Petia, moviendo con dificultad
los labios a causa de las náuseas-, de las veintitrés
letras hemos escrito veinte. Posteriormente, en el
curso de la historia, se introdujeron en el alfabeto dos
letras más...
- En total, veinticinco -dijo Gávrik, tragando
saliva con gran repugnancia.
- Exactamente. Escribe.
En aquel mismo instante regresó Vasili Petróvich.
V. Kataiev
20
Entristecido, pero calmado -como siempre que
regresaba del cementerio-, asomó a la habitación
donde tan aplicadamente trabajaban los chicos y, al
ver en sus rostros una expresión de repugnancia mal
oculta, observó:
- ¿Qué, caballeros, trabajáis a pesar de que es
domingo? ¿Se hace durillo? No importa. La raíz del
saber es amarga, pero sus frutos son dulces.
Con estas palabras, el padre se acercó de puntillas
a los iconos, para no molestar a los chicos, sacó del
bolsillo una plana botellita de aceite de madera,
comprado en la tienda de los monjes de Agyon, y se
puso a verter cuidadosamente su contenido en la
lámpara, como hacía todos los domingos.
Al poco regresó la tía, y un instante después
llegaba Dunia. Pávlik se había quedado en la calle.
Se oyó en la cocina el ruido de la chimenea del
samovar. Llegó desde el comedor el tintineo del
juego de té.
- Yo me marcho -dijo Gávrik, recogiendo
rápidamente sus bártulos-. Las letras que faltan las
escribiré en casa: Que sigas bien. Hasta el domingo
que viene.
Con su bamboleante y mesurado andar, el chico
pasó por delante del aparador y salió al recibimiento.
- ¿A dónde vas? -le preguntó la tía-. Quédate a
tomar el té con nosotros.
- Muchas gracias, Tatiana Ivánovna, pero me
están esperando en casa. Tengo algunas cosas que
hacer.
- Anda, tómate una tacita. Te daré confitura de
fresas, ¿eh?
- ¡Oh, no, muchas gracias! -exclamó asustado
Gávrik y, ya en el recibimiento, dijo muy quedo a
Petia-: Te debo cincuenta kopeks.
Gávrik bajó las escaleras como quien huye de la
quema.
- ¡Qué mala cara tienes! -dijo la tía mirando a
Petia-. Da la impresión de que has comido salchichón
pasado. ¿No estarás enfermo? Enséñame la lengua.
La cabeza tristemente abatida, el chico enseñó la
lengua, de espléndido color de rosa.
- ¡Ah, comprendo! -dijo la tía-. Eso es culpa del
latín. Ya ves, amiguito, lo difícil que resulta ser
profesor. Pero no te apures. Ahora, en honor de tu
primera clase, empezaremos la confitura de la abuela
y todo se te pasará.
Con estas palabras, la tía se acercó al aparador, y
Petia se tendió en la cama, lanzó un gemido y se tapó
la cabeza con la almohada para no ver ni oír nada.
Pero en el mismo instante en que la tía examinaba
con asombro el limpio y vacío tarro, sin comprender
qué hacía allí, Pávlik irrumpió en el comedor,
gritando a voz en cuello:
- ¡Faig! ¡Faig! ¡Escuchadme, el señor Faig acaba
de llegar a nuestra casa en su carruaje!
El Señor Faig
Todas se precipitaron hacia las ventanas,
comprendido Petia, que echó a un lado la almohada.
En efecto, ante la puerta estaba parado el carruaje de
Faig.
El señor Faig era uno de los más famosos
habitantes de Odesa. Su popularidad era tan grande
como la del gobernador Tolmachov, la del loco
Mariáshek, la del alcalde Pelikán, célebre porque
había robado una araña de cristal en el teatro, la del
redactor y editor Ratur-Ruter, al que apaleaban con
frecuencia en los lugares públicos por difundir
calumnias en la prensa, la del señor Kochubéi, dueño
del mayor comercio de helados de la ciudad, donde
cada verano se intoxicaban montones de personas y,
por último, la del viejo y bravo general Raddski,
héroe de Plevna.
Faig era un judío converso muy rico, propietario y
director de la Escuela de Comercio, centro docente
privado con derechos de institución oficial. La
escuela de Faig era seguro refugio de jóvenes
acaudalados que, por su mal comportamiento o
incapacidad, no tenían cabida en los demás centros
docentes de Odesa o de cualquiera otra ciudad del
imperio ruso. A cambio de una respetable suma, en la
escuela de Faig siempre se podía obtener un diploma.
Faig era un mecenas y, además, practicaba en gran
escala la beneficencia. Le gustaba hacer donativos
con elegante gesto y siempre procuraba que la prensa
lo diera a conocer.
Regalaba para las loterías caros muebles y vacas,
aportaba grandes sumas para embellecer las iglesias
y comprar campanas, instituyó el premio que llevaba
su nombre para unas carreras de balandros que se
celebraban anualmente y en los bazares de
beneficencia pagaba cincuenta rublos por una copa
de champán. De él corrían leyendas. En fin, era un
cuerno de la abundancia que vertía sus dones sobre la
pobre humanidad.
Sin embargo, su celebridad la debía sobre todo a
que se desplazaba por la ciudad en carruaje propio.
No era uno de aquellos anticuados y siniestros
carruajes que podían verse en los entierros de
primera y de segunda. No era tampoco una carreta
nupcial tapizada de raso blanco, con farolitos de
cristal y estribo plegable. Por último, no era como el
chirriante carricoche del arzobispo, en el que, además
de al dignatario, llevaban también por las casas un
icono de la virgen vinculado al nombre de Kutúzov y
a la toma de Ochákov. El carruaje de Faig era un
elegante "cupé de dos plazas", con ballestas y alto
pescante, en el que iba entronizado un cochero
vestido a la inglesa, como Evgueni Oneguin. En las
portezuelas podía verse un fantástico escudo de
barón, y en la trasera iba siempre un verdadero
lacayo con librea, lo que despertaba en los ociosos
que paseaban por las calles algo parecido a un éxtasis
religioso.
Arrastraban el coche magníficos trotones con la
21
El caserío en la estepa
cola cortada y anteojeras de charol. En el interior iba,
sentado en cojines de tafilete, Faig en persona, con su
sombrero de copa, su capa, sus negras patillas
tintadas y un habano entre los dientes. Una manta
escocesa envolvía sus piernas.
Estaban los Bachéi contemplando por la ventana
el coche rodeado ya de curiosos, y conjeturando a
quién iba a honrar con su visita el señor Faig, cuando
en el recibimiento sonó el timbre. Dunia abrió la
puerta y estuvo a punto de desmayarse. Ante sí vio a
un lacayo de librea, que apretaba contra su pecho un
sombrero de tres picos con galones.
- Ilyá Frántsevich Faig -dijo el lacayo- ruega al
señor Bachéi que lo reciba. El señor Faig espera en el
coche. ¿Qué contestación debo darle?
Toda la familia, que había corrido de las ventanas
al recibimiento, quedó unos instantes como
petrificada. La tía fue la única que no perdió la
presencia de espíritu. Miró significativamente a
Vasili Petróvich y, dirigiéndose al lacayo, pronunció
con sonrisa de gran dama y acento nasal, sin
inmutarse lo más mínimo, unas palabras que Petia no
había oído más que en el teatro, y eso una sola vez:
- Nos consideraremos muy honrados.
Inclinando sumiso su engomada cabeza, el lacayo
se dirigió a dar la contestación a su señor, barriendo
los peldaños con los bajos de su librea, larga como
una falda.
Apenas si había terminado Vasili Petróvich de
abrocharse el cuello de la camisa, anudarse la corbata
y ponerse la levita de gala, tras reiterados intentos de
acertar con las mangas, cuando el señor Faig entraba
ya en el piso. En una mano, un tanto separada del
cuerpo, llevaba un sombrero de copa, en el que había
dejado caer negligentemente los guantes, y en la otra,
en la que refulgía una sortija con brillantes, sostenía
un habano. Entre sus negras patillas resplandecía una
democrática sonrisa. Toda su persona olía
intensamente a cigarros habanos y a perfume inglés
Atkinson. Una guirnalda de insignias y medallas de
sociedades de beneficencia caía a lo largo de la
solapa de su frac. Brillaban con delicado fulgor unas
pequeñas perlas en los ojales de la pechera de su
camisa, irreprochablemente almidonada.
Era Faig la encarnación de la felicidad y la
riqueza, que habían irrumpido inesperadamente en la
casa.
Dejó el sombrero en una mesita y, con amplío
ademán, tendió al padre su gruesa mano. Petia no
pudo ver nada más porque la tía los empujó con
mucho disimulo a él y a Pávlik a la cocina y los tuvo
allí mientras duró la visita del señor Faig.
Desde el comedor, que en casa de los Bachéi
hacía las veces de salón, llegaban la sonora y
contagiosa risa de Faig y el alegre carraspeo del
padre, lo que permitía deducir que la conversación
era muy cordial. Todos se perdían en conjeturas.
Pero, cuando, al fin, el señor Faig, asistido por el
lacayo, montó en su cupé, se envolvió las piernas en
la manta escocesa, se despidió agitando por la
ventanilla su blanca mano, en la que sostenía el
cigarro puro, y la carreta se marchó, todo se puso en
claro. Faig se había presentado en persona para
ofrecer a Vasili Petróvich que diera clases en su
escuela.
Había sido aquello tan inopinado y tenía tales
trazas de milagro, que Vasili Petróvich se volvió
hacia el icono y se persignó. Dar clases en la escuela
de Faig era mucho más lucrativo que hacerlo en un
gimnasio: Faig pagaba a sus profesores casi el doble
que el Estado. Vasili Petróvich quedó encantado de
Faig por su sencillez, amabilidad y democráticas
maneras, en tan agradable e inesperada contradicción
con su físico y su vida.
En la conversación con Vasili Petróvich, Faig
evidenció una profunda comprensión de la vida
contemporánea, se burló con mordacidad y
corrección al mismo tiempo del Ministerio de
Instrucción Pública, que no sabía apreciar a los
mejores profesores, censuró con dureza las
intenciones del gobierno de convertir la escuela en un
cuartel y observó con mucha franqueza que había
llegado la hora de que la propia sociedad tomase en
sus manos la instrucción pública, desalojando de
aquel palenque a burócratas y tiranos del tipo del
inspector general de la región de Odesa, que
resucitaba las más sombrías tradiciones de la época
de Arakchéiev. Dijo que, con Vasili Petróvich, no
sólo habían procedido injustamente, sino de un modo
vil, y él esperaba poner remedio a aquella vileza y
restablecer la justicia, viendo en ello su deber
sagrado ante la sociedad rusa y ante la ciencia.
Confiaba en que Vasili Petróvich podría poner de
manifiesto con toda amplitud en su escuela las
brillantes aptitudes pedagógicas que lo adornaban y
su amor a la gran literatura rusa. Era partidario de la
educación libre, a la europea, y estaba seguro de que
el apreciado Vasili Petróvich y él siempre sabrían
comprenderse. En cuanto a las formalidades, no
dudaba de que lograría fácilmente del Ministerio de
Instrucción que la inspección regional nombrara a
Vasili Petróvich profesor de su escuela, pues el
gimnasio oficial era una cosa, y una escuela privada,
otra por completo diferente. Ni siquiera ocultó a
Vasili Petróvich que había decidido ofrecerle aquella
plaza movido, en parte, por el deseo de elevar el
renombre de su escuela entre los círculos liberales de
Odesa y, en parte, para hacer rabiar al gobierno, ya
que después de su célebre, como dijo Faig,
conferencia con motivo de la muerte de León Tolstoi,
Vasili Petróvich había adquirido una reputación
política bien definida.
Para Vasili Petróvich fue aquello una halagüeña
novedad, aunque al oír las palabras "reputación
política", torció un tanto el gesto. Cuando Faig le
dijo: "Usted será nuestra bandera", Vasili Petróvich
22
se asustó un poco. Pero, de todos modos, aceptó la
propuesta de Faig, y la vida de los Bachéi cambió
como por arte de magia.
Faig pagó a Vasili Petróvich por adelantado el
sueldo de seis meses, una suma tan fabulosa, que los
Bachéi ni siquiera se habían atrevido a soñar con ella.
Cuando Vasili Petróvich salía de casa, los vecinos lo
observaban por las ventanas, comentando con
envidia:
- Mira, ahí va Bachéi, ese profesor al que Faig ha
invitado a dar clases en su escuela.
Vasili Petróvich de nuevo pensó en hacer un viaje
al extranjero y, en fin de cuentas, después de contar
sus recursos y de deliberar por última ver con la tía,
resolvió definitivamente: ¡Vamos!
La marinera de lana
La primavera fue aquel año temprana, calurosa y
bella. Las Pascuas pasaron muy alegremente.
Después llegaron los exámenes. Petia los relacionaba
casi siempre en su imaginación con las breves
tormentas de mayo, con el rojizo fulgor de los
relámpagos, parecido al de las armas de fuego, con
las lilas persas que florecían lujuriosamente en el
jardín del gimnasio y con el seco aire de las clases
vacías, donde, después del último examen, aparecían
amontonados los pupitres y flotaban nubes de polvo
de tiza, iluminadas por los cálidos rayos del sol de la
tarde.
Aún estaban examinándose los chicos, y ya la
familia había empezado los preparativos del viaje al
extranjero. El principal objetivo era visitar Suiza,
país que siempre había atraído particularmente a
Vasili Petróvich. Pero habían decidido ir allí
dirigiéndose por mar a Nápoles y cruzando después
en tren toda Italia. Vasili Petróvich calculó que
aquello le saldría un poco más caro, pero, en
compensación, verían Turquía, Grecia, las islas del
Archipiélago y Sicilia y visitarían los famosos
museos de Nápoles, Roma, Florencia y Venecia;
después, si las finanzas lo permitían, quizás de Suiza
fueran a París.
Vasili Petróvich había meditado el itinerario del
viaje hacía mucho tiempo, cuando aún vivía su
difunta esposa. Juntos pasaban tardes enteras
hojeando guías y anotando meticulosamente en un
cuaderno especial los gastos en perspectiva: el
importe de los billetes, el de la estancia en pensiones
y hoteles e, incluso, el de las entradas a los museos y
las propinas a los mozos de cuerda. Todo lo
calculaban con la mayor minuciosidad.
A pesar de ello, Vasili Petróvich, que temía
espantosamente salirse de su presupuesto, volvió a
sacar la cuenta, consultando un montón de tarifas
ferroviarias y de las compañías navieras.
La familia sostuvo muchas y muy acaloradas
discusiones en torno al equipaje de los futuros
viajeros. La tía consideraba que debían comprar dos
V. Kataiev
maletas corrientes y llevarse en ellas lo más
indispensable. Pero Vasili Petróvich era de otra
opinión. Estimaba el buen hombre que procedía
encargar un maletín especial y unas mochilas de
turismo, con correas, también especiales, para que
pudieran llevarlas a la espalda al escalar las montañas
La tía se encogió irónica de hombros, pero, como
Petia y Pávlik levantaron un alboroto terrible
exigiendo que se encargaran aquellas mochilas para
subir a las montañas, se entregó rápidamente, y
Vasili Petróvich, con unos diseños del maletín y de
las mochilas, dibujados, por él mismo, se dirigió al
centro. Unos días después tenía ya en casa dos
mochilas de turismo y una extraña obra de
guarnicionería y maleteria, hecho de una tela
escocesa, que parecía un enorme acordeón con
numerosos bolsillos superpuestos.
Aquellos flamantes y aún vacíos bártulos, el
inquietante olor del cuero recién curtido y de la tela
tintada hicieron que en la casa se respirara una
atmósfera de viaje. Después se puso en claro que los
chicos no podían ir al extranjero vistiendo el
uniforme del gimnasio y que había que hacerles
"ropa de paisano".
En cuanto a Pávlik, el problema se resolvió
fácilmente. El año anterior le habían hecho unos
pantalones cortos y una marinera. Pero, ¿qué podría
ponerse Petia? Sería absurdo vestir a un niño de
catorce años como se vestía a un adulto, con
chaqueta, chaleco y corbata. Pero, naturalmente,
tampoco podía ir en pantalones cortos, como un niño
pequeño. Había que encontrar algo intermedio. Petia,
presa de febril impaciencia, ideó un atuendo
inspirado, sin duda, por las ilustraciones a las novelas
de Julio Verne y de Mayne Reid. Según Petia, era
algo parecido a un uniforme de guardiamarina: los
pantalones largos del uniforme del gimnasio y una
marinera, pero no de niño como la de Pávlik, sino de
franela azul, como las de la flota.
Hacerle al chico la marinera aquella resultó
extraordinariamente difícil. Ni las costureras,
acostumbradas a hacer las ropas de los niños, ni los
sastres, habituados a coser para los adultos, eran
capaces de comprender lo que de ellos se exigía.
Petia, que ya se veía en su uniforme de
guardiamarina, estaba verdaderamente desesperado.
Gávrik lo sacó del apuro. Le aconsejó acercarse a la
sastrería del batallón de marina, donde tenía algunos
conocidos entre la gente de intendencia. ¡Dónde, en
Odesa, no tendría conocidos Gávrik!
La sastrería se encontraba en el llamado cuartel de
Sabán, viejo edificio con blancas columnas. El patio
interior, enorme como una plaza, impresionó a Petia
por su siniestro vacío, sus pirámides de antiguas
balas de hierro colado, sus áncoras, sus paralelas de
hacer gimnasia y su mástil con polícromos
banderines de señales. Sentado en un banco, bajo una
campana, había un marinero de guardia.
23
El caserío en la estepa
- ¡No te asustes! -dijo Gávrik, al advertir que Petia
se detenía indeciso-. Aquí toda la gente me conoce.
Subieron al segundo piso por una vieja escalera de
peldaños desgastados y se vieron en un pasillo del
cuartel, oscuro y frío como un panteón, cosa que se
percibía con particular fuerza después del calor de
aquel deslumbrante mediodía de mayo.
Gávrik encontró sin titubear en medio de aquella
oscuridad una puerta, y los chicos entraron en una
abovedada habitación, cuyas paredes eran tan
gruesas, que sus dos ventanas, abiertas en nichos de
un espesor de tres varas, apenas si dejaban pasar la
luz del día, aunque daban al refulgente mar, enfrente
mismo del muelle donde fondeaban los buques en
cuarentena y de su blanco faro, que, rodeado de
gaviotas, destacaba nítidamente sobre el fondo de la
picada agua verdiazul.
Un marinero con hombreras rojas del servicio de
costas estaba sentado tras una gran máquina de coser
y, accionando con sus desnudos pies el pedal de
hierro fundido, pespunteaba el borde de un banderín
de señales de tela de lana. En un ángulo había toda
una montaña de banderines.
Al ver a Gávrik, el marinero interrumpió su
ocupación. En su sudorosa cara picada de viruelas
apareció una sonrisa, pero al advertir detrás de
Gávrik al desconocido alumno del gimnasio, el
marinero arqueó interrogante sus tupidas y
alborotadas cejas.
- No se preocupe, es el fulano que me da clases de
latín -dijo Gávrik, y Petia dedujo de ello que el
marinero conocía muy bien la vida de su amigo.
- ¿Qué cuentas de nuevo? -preguntó el marinero.
- Nada de particular. Hoy he venido para tratar de
otro asunto. ¿Podría usted hacerle aquí al amigo Gávrik señaló con la cabeza a Petia- una marinera
como las de la flota?
- No tengo tela para eso.
- El tiene… Petia, enséñale la tela.
Petia tendió el paquete al marinero. El hombre
tomó en sus manos la tupida, pero ligera y suave lana
azul-oscuro.
- Buen tejido -dijo Gávrik con expresión no
exenta de orgullo.
- ¿Cuánto han pagado por él? -preguntó el
marinero.
Petia dijo cuánto había pagado y le pareció que el
marinero, desaprobatorio, cambiaba con Gávrik una
mirada de inteligencia.
- No, no lo crea usted -dijo Gávrik-. Su padre es
un
simple
maestro.
No
viven
muy
desahogadamente... A veces las pasan estrechas. Pero
ahora necesitan, sin falta, hacerle al chico una
marinera especial.
Con una exactitud y conocimiento de causa que
dejaron asombrado a Petia, Gávrik explicó al
marinero para qué necesitaba Petia la chaquetilla y a
dónde se disponía a ir de viaje con sus hijos el
maestro Bachéi. Por cierto, a Petia le pareció que
Gávrik y el marinero se miraban como dos
conspiradores.
Quizás el chico no hubiese prestado atención a
esta circunstancia de no haber ocurrido con
anterioridad algo semejante en Blizhnie Mélnitsi, a
donde Petia había ido para dar a Gávrik sus clases de
latín. Entonces, inspirado por la presencia de Motia,
que seguía considerándolo un ser superior y lo
miraba con tímida adoración, el chico se puso a
jactarse. Describía con mucho calor el viaje en
perspectiva, pintándolo de brillantes colores y sin
escatimar nombres geográficos. Cuando empezó a
hablar de lo bella que era Suiza, Terenti miró a
Gávrik y después a Sinichkin, obrero tuberculoso,
muy flaco, que vestía una mugrienta chaqueta,
camisa rusa de satén negro y botas de caña alta.
Cuando Terenti lo miró, Sinichkin denegó con la
cabeza y barbotó: "No, no, él ya no está allí", o algo
por el estilo. Y luego preguntó a Petia, mirándole
muy serio, de hito en hito:
- ¿Y no os disponéis a visitar a Francia? ¿No iréis
a París?
Cuando Petia dijo que, si les alcanzaba el dinero,
seguramente irían también a Francia, Sinichkin
volvió a mirar a Terenti, pero ninguno de los dos
preguntó nada más al chico.
Petia se había dado cuenta de que su futuro viaje
al extranjero había despertado en Gávrik y en casi
toda la gente de su medio en Blizhnie Mélnitsi un
interés particular y secreto, que él no acababa de
comprender...
El marinero y Gávrik también habían cambiado
una mirada. Y Petia supuso que la gente siempre se
conducía así en presencia de quienes se disponían a
hacer un viaje al extranjero.
Aún no había salido Petia de la ciudad natal y ya
parecía estar viendo cosas nuevas a cada paso. De
pronto, entraba en algún callejón desconocido y, con
el asombro del viajero, admiraba una casa con
azulejos o un jardincillo en el que antes nunca se
hubiera fijado.
Cuantas veces, por ejemplo, había visto el portal
en arco del cuartel de Sabán sin sospechar siquiera
que tras él existía aquel original mundo del tórrido y
desierto patio con proyectiles de cañón y áncoras ni
que funcionaba allí una sastrería en la que un
marinero hacía en su máquina de coser banderines de
señales y había unas viejas ventanas en profundos
nichos abovedados por las que, de modo nuevo y
extraño, se veía el mar, que llamaba a lanzarse a una
lejanía aún más nueva y desconocida.
Después de examinar y encomiar la tela, el
marino accedió a hacer la chaquetilla a Petia,
pidiendo la exorbitante suma de cinco rublos. Gávrik
apartó decidido a Petia, miró muy serio al marinero,
meneó reprobatorio la cabeza y dijo que le darían un
rublo y podría considerarse muy bien pagado.
24
Estuvieron regateando, hasta que el marinero accedió
a hacer la chaquetilla por dos rublos, y eso porque
Petia era "de confianza". Por cierto, Petia no
comprendió qué había querido decir con aquello.
Después, el marinero quitó con la manga el polvo
de la tapa de un baulillo de la flota, dijo a los chicos:
"Sentaos, muchachos", y fue en busca de una tetera
de cobre con agua caliente. Tomaron té en unas jarras
de hojalata y se hartaron de un excelente pan de
centeno, que el marinero cortaba, con gran habilidad,
en gruesas rebanadas, apretando la hogaza contra su
abombado pecho.
Mientras tomaban el té, Gávrik y el marinero
conversaban calmosamente, y por sus palabras
dedujo Petia que el hombre (Gávrik lo llamaba "tío
Fedia") conocía bien a la familia de Terenti y era
pariente lejano de éste por parte de su difunta madre.
Hablaban, sobre todo, de asuntos familiares y de la
vida. Pero algunas reticencias y frases dieron a
entender a Petia que entre el tío Fedia y Terenti había
otras relaciones además de las familiares. Petia no
pudo captar el sentido de lo que decían, pero percibió
vagamente el hálito del algo olvidado: del viento
sobrecogedor e inquietante del "año cinco".
Por último, el tío Fedia tomó las medidas a Petia
con un viejo metro de hule que había perdido gran
parte de las cifras, prometió hacerle la chaquetilla en
tres días y cumplió su palabra. Además, hizo gratis al
chico, con la tela que había sobrado, una gorra de
marinero y puso a ésta una vieja cinta de caballero de
San Jorge, con las puntas muy largas.
Petia se miró en el pequeño y turbio espejo parecía hecho de hojalata- que colgaba en la pared de
la sastrería, al lado de un retrato en colores del poeta
ucraniano Shevchenko recortado de las tapas de una
revista y no pudo evitar una sonrisa alegre y
satisfecha, que dilató su rostro de oreja a oreja.
La partida
Cuando solicitaron en las oficinas de gobernación
los pasaportes para ir al extranjero, empezaron
dificultades inesperadas. Había que presentar un
certificado de lealtad política. Aquello no resultó
nada fácil. Vasili Petróvich escribió una solicitud, y
al cabo de cuatro días se presentó en casa de los
Bachéi un sujeto de la comisaría del distrito de
Alejandro, acompañado de dos testigos, para llevar a
cabo una indagación. Esta palabra, por sí sola, irritó a
Vasili Petróvich. Cuando el sujeto de la comisaría se
sentó en el comedor como si estuviera en su casa,
dispuso sobre el mantel sus sucias carpetas forradas
de tela y su tintero portátil y se puso a hacer a Vasili
Petróvich, en tono muy oficial, las más estúpidas
preguntas -de qué sexo era, qué edad tenía, qué
religión profesaba, qué título y rango le
correspondían, etc., etc., etc.-, el buen hombre estuvo
a punto de perder los estribos, pero logró dominarse
y aguantó aquel suplicio durante dos horas. Puso al
V. Kataiev
pie del documento su firma, al lado del garabato que
hizo el portero Akim, uno de los testigos, y de la
enérgica y alambicada rúbrica del otro, un joven
desconocido y de rostro granujiento, que llevaba una
gorra con dos martillos cruzados en la escarapela.
Después, un policía entregó a Vasili Petróvich una
citación invitándole a personarse en la comisaría.
Vasili Petróvich se personó en el despacho del señor
comisario y habló con él de distintos temas, sobre
todo de política, explicándole también por qué había
presentado la dimisión como funcionario del
Ministerio de Instrucción Pública. Se separaron muy
cordialmente.
Pero aquello no fue todo. Había que presentar
además multitud de copias notariales de distintos
documentos: de la hoja de servicios, de la partida de
nacimiento de los niños y del certificado de
defunción de la mujer, etc., etc. Todo aquello
requería mucho tiempo y muchas gestiones y parecía
una burla. Primero había que preparar las copias
cuidando de que no hubiese ninguna falta, y luego
llevarlas al notario. Petia acompañaba al padre a
todas partes.
¡Qué suplicio era visitar las oficinas de los
copistas, donde malhumoradas y altivas solteronas de
modales muy desenfadados se levantaban, haciendo
crujir sus corsés, de las mesitas donde tenían sus
Undertoood y Remington de doble carro, miraban a
Vasili Petróvich de pies a cabeza con ojos
despreciativos y declaraban categóricamente que no
podrían hacer lo que les pedía antes de una semana!
¡Qué tedio infundían las calurosas y desiertas calles,
con los manchones de sombra que proyectaban las
acacias blancas en lujurioso florecimiento, y los
rótulos de los notarios, aquellos óvalos metálicos con
el águila bicéfala!
Cuando todas las copias estuvieron dispuestas,
resultó que hacia falta llevar a cabo una nueva
indagación.
Mientras tanto, el tiempo corría, y hubo un
momento en el que Vasili Petróvich, desesperado ya,
estuvo a punto de mandar al cuerno todo y quedarse
en casa. Pero Gávrik acudió de nuevo en ayuda de
sus amigos.
- ¡Pero qué tontos sois! -dijo a Petia,
encogiéndose de hombros-. No sabéis vivir. Dile a tu
padre que hay que untar.
- ¡Sobornar a la gente! ¡Por nada del mundo! gritó Vasili Petróvich cuando Petia le transmitió el
consejo de su amigo-. ¡Nunca me rebajaré a eso!
Sin embargo, incapaz de seguir sufriendo aquel
papeleo, se rebajó. Al punto, cambió todo; y recibió
en un abrir y cerrar de ojos el certificado de lealtad y
el pasaporte; incluso se lo llevaron a casa.
Ya no faltaba más que comprar los billetes y
emprender el viaje. Como habían resuelto tomar un
barco italiano, la propia adquisición de los billetes
encerraba en sí algo por demás extranjero. En las
25
El caserío en la estepa
oficinas de la compañía naviera Lloyd, enclavadas en
la avenida de Nicolás, al lado del palacio de
Vorontsov, es decir, en la parte más lujosa de la
ciudad, acogieron a los futuros viajeros con tan
respetuosa amabilidad y tan corteses reverencias, que
a Petia llegó a parecerle que los habían tomado por
otros.
Un señor de levita gris y con una gruesa perla en
su corbata de original dibujo les ofreció asiento en
unos profundos sillones de cuero, junto a una mesita
de caoba. Sobre la pulida superficie de la mesita,
brillante como un espejo, podían verse, en estudiado
desorden, prospectos ilustrados de la compañía Lloyd
en distintos idiomas, magníficamente impresos en
papel cuché. Había allí fotografías de grandes
hoteles, palmeras, ruinas antiguas y barcos
trasatlánticos. Petia vio a los pequeños y blancos
Rómulo y Remo pegados a las dentadas tetas de una
blanca loba; el león alado de la iglesia de San
Marcos, el Vesubio con una piña en primer plano, la
catedral de Milán y la torre de Pisa. Todos estos
símbolos de las ciudades italianas trasladaron
inmediatamente al chico al mundo del viaje al
extranjero.
Al mundo aquel pertenecían también, sin duda,
las oficinas de la compañía naviera, con todos sus
carteles en colores, tarifas, burós y armarios de
palisandro, cronómetros marinos en lugar de
corrientes relojes, modelos de barcos en urnas de
cristal y los retratos del rey y la reina de Italia. Al
mundo aquel pertenecía también el propio caballero
de la levita gris, que chapurreaba el ruso, con tan
gran cortesía, ofreciendo a Vasili Petróvich unos
hermosos billetes de segunda de Odesa a Nápoles, y
que de vez en cuando acariciaba la pelada cabeza de
Pávlik, llamándole, con tierna sonrisa, "el pequeño
señor turista".
A partir de entonces, Petia se sintió como si ya
estuvieran de viaje.
Cuando, después de comprar los billetes y de
adquirir gratuitamente un montón de guías y
prospectos, salieron muy emocionados de las oficinas
de la compañía naviera, la avenida de Nicolás
parecióle a Petia la costanera de una ciudad del
extranjero, y la familiar estatua del duque de
Richelieu, con su bomba de hierro colado en el
zócalo, uno de los principales monumentos de
aquella ciudad, un monumento que no era para ser
mirado simplemente, sino para "contemplarlo".
Contribuía a reforzar aquella sensación el panorama
del puerto, que se extendía más abajo de la avenida,
con su multitud de banderas extranjeras ondeando al
viento.
Llegó el día de la marcha.
El barco zarpaba a las cuatro de la tarde. A la una
y media enviaron a Dunia a la estación en busca de
dos coches de alquiler. En uno montaron la tía, que
iba a acompañarlos vistiendo mantilla y un sombrero
con margaritas, y Pávlik, al que la emoción había
dejado mudo. El otro lo ocuparon Vasili Petróvich y
Petia, con sus mochilas de turista y su abultado
maletín a cuadros.
Los ociosos de la calle rodeaban los coches,
comentando en voz alta el acontecimiento. Dunia,
que llevaba un vestido de algodón nuevo, lloraba,
enjugándose los ojos con el delantal. Vasili Petróvich
se palpó los bolsillos de su chaqueta de seda cruda,
recién planchada, para comprobar si no había
olvidado nada, se quitó el sombrero de paja con cinta
negra y, después de santiguarse, dijo con fingida
jovialidad:
- ¡Ea, en camino!
La gente se apartó, los coches echaron a rodar, y
Dunia redobló su llanto.
La sensación de que ya se hallaban en el
extranjero no abandonaba a Petia. Para llegar al
puerto había que cruzar toda la ciudad y pasar por el
centro, la parte más rica, en la que se encontraban los
mejores comercios. Petia advirtió por primera vez lo
que había cambiado Odesa en los últimos años. Sólo
en los arrabales se veían pequeñas casitas de piedra,
con tejas "tártaras" y nogales y moreras en los patios,
quioscos verdes donde vendían kvas, cafés griegos,
pequeños estancos, bodegas sobre cuyas puertas
colgaban faroles blancos imitando racimos de uvas,
en fin, todo aquello tan propio de una ciudad
meridional rusa.
En el centro, por el contrario, reinaba el espíritu
del capitalismo europeo. En las fachadas de los
bancos y de las sociedades anónimas relucían rótulos
de cristal negro, con graves letras doradas, en todos
los idiomas europeos. En los escaparates de los
comercios ingleses y franceses podían verse objetos
caros y elegantes. En los sótanos en que se hallaban
las imprentas de los periódicos zumbaban las
rotativas y tableteaban las linotipias.
Cuando cruzaban la calle de los Griegos, los
cocheros, asustados, frenaron los caballos, dejando
pasar el nuevo tranvía eléctrico, cuyo trole despedía
ruidosas chispas. Aquella era la primera línea,
tendida por la Sociedad Anónima Belga entre el
centro y la Exposición Comercial e Industrial,
inaugurada hacía poco en un descampado cercano al
mar, detrás del parque de Alejandro.
En la esquina de la calle de Lanzherón y la de
Catalina II, frente al gran café europeo de Franconi,
donde, como en París, podía verse a corredores de
bolsa y comisionistas de cereales, tocados con
sombreros de paja, en torno a unos veladores
alineados entre cubas con laureles en la acera misma,
bajo un toldo gigantesco, el coche en que iban la tía y
Pávlik estuvo en un tris de ser atropellado por un rojo
y escandaloso automóvil Dion Bouton. Conducía el
coche el heredero de la famosa casa Hermanos
Ptáshnikov, joven monstruosamente gordo, que
llevaba una pequeña gorra del club náutico y parecía
26
un cerdo Yorkshire de los que se ven en las
exposiciones.
Solamente cuando estaban ya cerca del puerto y
pasaban por delante de tabernas, albergues, traperías
y malolientes cuchitriles, a cuya turbia sombra
dormían en el suelo o jugaban a las cartas terribles
hombres de rostro terroso y harapos del mismo color,
los llamados "golfos", terminó el espíritu del
"capitalismo europeo". Por cierto, fue por poco
tiempo, pues reapareció casi inmediatamente en los
grises tinglados con techumbre de onduladas
planchas metálicas, en las agendas comerciales, en
las altas filas de cajones que formaban toda una
ciudad con calles y callejas y, por último, en los
barcos de distintos países y compañías.
Después de preguntar a un funcionario de sanidad
marítima dónde estaba cargando el Palermo, de la
compañía Lloyd, los cocheros tiraron por el
empedrado hacia la punta del muelle del puerto de
los Prácticos y se detuvieron ante un barco que, si
bien era muy grande y ostentaba en popa la alegre y
bella bandera italiana, no tenía, con gran desilusión
de los muchachos, más que una sola chimenea.
Como era de esperar, los Bachéi llegaron
demasiado pronto, casi hora y media antes de la
tercera pitada.
La carga estaba aún en su apogeo y los brazos de
las poderosas grúas de vapor se movían en todas
direcciones, bajando a las bodegas grandes cajones
que pesaban unos cien puds y racimos enteros de
barriles sujetos con cadenas. Aún no dejaban
embarcar a los pasajeros. Por cierto, no los había, de
no contar un puñado de pasajeros de cubierta, un
grupo de turcos o persas con turbantes, inmóviles y
mudos sobre sus pobres equipajes envueltos en
tapices.
La carta
De pronto, Petia vio que Gávrik se acercaba
agitando una ramita de acacia en flor. Petia no creyó
a sus ojos. ¿Sería posible que Gávrik hubiera acudido
a despedirlo? Aquello era muy extraño en él.
- ¿A que has venido? -preguntó Petia gravemente.
- A despedirte -respondió Gávrik y, con una
soberbia displicencia, entregó a Petia la ramita de
acacia.
- ¿Te has vuelto loco? -inquirió turbado Petia.
- No -dijo Gávrik.
- ¿A qué has venido entonces?
- Yo soy tu alumno. Tú eres mi maestro. Y
Terenti dice que uno debe respetar a sus maestros.
¿Vas a decirme que no?
En los ojos de Gávrik fulguró una pícara sonrisa.
- Déjate de bromas -dijo Petia.
- Dejémonos de bromas -asintió Gávrik y,
cogiendo del brazo a Petia con mucha fuerza, le dijo
serio-: Tenemos un asunto que tratar. Vamos.
Los chicos echaron a andar a lo largo del muelle,
V. Kataiev
casi pisando las perezosas palomas que correteaban
en bandadas por el empedrado, picoteando granos de
maíz.
Al llegar a la punta del muelle, los chicos se
sentaron en una enorme ancla con tres brazos. Gávrik
miró a los lados y, convencido de que no había nadie
cerca, dijo, como si continuara una conversación
interrumpida:
- Bien, ahora te daré una carta, la escondes y,
cuando lleguéis al extranjero, le pegas un sello de los
de allí y la echas al buzón. Ahora, que no lo hagas en
Turquía, porque ésos son de la misma banda. Lo
mejor de todo sería en Italia, en Suiza o en Francia.
¿Puedes hacer eso por nosotros?
Petia miró asombrado a Gávrik esforzándose por
comprender si bromeaba o si hablaba en serio. La
expresión de Gávrik excluía toda duda.
- Pues claro que puedo -accedió Petia,
encogiéndose de hombros.
- ¿Y de dónde vas a sacar dinero para el sello? inquirió Gávrik.
- ¡Qué preguntas tienes! ¿No ves que hemos de
escribirle a la tía? En fin, eso no es problema.
- Si no, yo puedo darte veinte kopeks rusos para el
sello y allí los cambias por moneda extranjera.
Petia sonrió irónicamente.
- No te las des de gran señor -observó severo
Gávrik-. Y recuerda que el asunto este es... cómo
decirlo...
Gávrik quería decir "de Partido", pero no lo dijo,
y, como no pudo encontrar ninguna otra palabra
adecuada, se limitó a mover significativamente el
dedo, manchado de tinta de imprimir, ante la nariz de
su amigo.
- Está claro -dijo Petia, asintiendo muy serio con
la cabeza.
- Es un ruego personal de Terenti -comunicó
Gávrik después de un corto silencio, como deseando
subrayar lo importante que era la comisión aquella-.
¿Comprendes?
- Comprendo -respondió Petia.
Mirando otra vez a los lados, Gávrik sacó del
bolsillo una carta, envuelta en un periódico para que
no se manchara.
- ¿Y en dónde voy a esconderla?
- Aquí.
Gávrik quitó a Petia su gorra de marino y metió
cuidadosamente la carta debajo del forro, que, por
una parte, no estaba cosido.
Disponíase ya Petia a censurar al tío Fedia por
haber cosido tan negligentemente la gorra, cuando se
oyó de pronto la densa y larga pitada de la sirena del
barco, que, casi por un minuto, ahogó todos los
ruidos del puerto. La pitada cesó repentinamente, lo
mismo que si la hubieran cortado, y, volando sobre la
ciudad, se perdió en la estepa. Luego volvió a
repetirse, pero esta vez ya muy corta, como punto
puesto después de una frase muy larga, y Petia vio
27
El caserío en la estepa
que los pasajeros subían ya la pasarela.
Gávrik puso rápidamente la gorra a Petia, le
arregló las cintas de caballero de San Jorge, y ambos
chicos volaron hacia el buque.
- Si te pescan y te preguntan -aleccionó Gávrik a
su amigo precipitadamente, mientras corrían-, di que
la has encontrado y, si puedes, hazla mil pedazos y
tírala, aunque no pone nada de particular. Tú no
tengas miedo.
- Está bien -respondió Petia con voz entrecortada.
- Petia... Petia… Petia... -gritaron a tres voces
Vasili Petróvich, Pávlik y la tía, expresando distintos
matices de espanto y agitándose en torno a las
mochilas y el maletín a cuadros.
- ¡Qué castigo de chico! -se sulfuró el padre-. ¡Me
sacas de quicio!
- ¿Dónde te has metido? ¿Cómo puedes hacer
estas cosas? Han dado la primera señal, y tú, sin
aparecer. .. Te hemos buscado por todas partes -dijo
muy agitada la tía dirigiéndose ya a Petia, ya a otros
pasajeros que habían acudido en considerable
número.
- De poco nos marcharnos sin ti -gritó Pávlik a
voz en cuello.
Un marino italiano recogió el equipaje. Nuestros
amigos subieron la pasarela, cruzando el enigmático
hueco entre la borda del barco y el muelle, donde
abajo, en lo profundo, brillaba la verde agua, en la
que se veía la transparente campana de una pequeña
medusa.
El segundo de a bordo, un italiano, pidió los
billetes a Vasili Petróvich, y un oficial ruso del
servicio de guardafronteras, el pasaporte. Petia vio
bien claro que el oficial miraba con manifiesta
sospecha su gorra de marino.
Después de tropezar en el alto umbral de cobre,
Vasili Petróvich, Pávlik y Petia descendieron uno tras
otro por una empinada escala a las entrañas del
barco, donde, en la oscuridad de los pasillos, ardían
con débil luz unas bombillas y, bajo las esteras y
esterillas de fibra de coco y de corcho, se percibía
muy sensiblemente la gran inclinación del barco, con
una banda pegada al atracadero.
Una camarera italiana entrada en años hizo girar
la llave en la cerradura, se oyó un fuerte chasquido, y
el marinero metió el equipaje en un angosto camarote
con redonda portilla, sobre la cual, por el bajo techo
color crema claro, corría, como un espejeante
riachuelo, el reflejo del mar.
Mientras nuestros viajeros, empujándose unos a
otros, distribuían por las redecillas sus mochilas y,
aunando sus esfuerzos, metían el maletín de turismo
en un hueco, arriba de las literas, sonó la segunda
señal: una pitada larga y dos secas y cortas.
Entonces, tras de errar largamente por los pasillos,
lastimándose los pies en los altos umbrales, salieron
por una escala a cubierta; las grúas ya no alborotaban
y sus brazos aparecían inmóviles; en aquel silencio
saturado de sol sólo se oía el afanoso resuello de la
máquina del vapor.
La tía y Gávrik estaban abajo en el muelle, entre
un pequeño grupo de gente que había acudido a
despedir a sus conocidos y familiares. Al ver a Petia,
Gávrik le mostró a hurtadillas el puño y le hizo un
guiño. Petia comprendió muy bien a su amigo. Como
si fuera por azar, se encasquetó más su gorra de
marino y gritó:
- No te olvides de repasar las lecciones.
- Me acuerdo de todo -gritó en respuesta Gávrik,
las manos haciendo de bocina-. ¡Hic, haec, hoc! ¿No
es así?
¡Muy bien!
- ¿Y tú qué te creías?
- ¡Ten presente que, cuando vuelva, te preguntaré
todo el libro!
Llegó la torturante pausa anterior a la tercera
pitada, cuando ni los pasajeros, en cubierta, ni los
acompañantes, en el muelle, saben qué hacer. La tía
rebuscaba en su bolso para sacar el pañuelo y poder
agitarlo cuando hiciera falta. Gávrik no quitaba ojo a
la gorra de Petia.
- ¡Váyase a casa, qué necesidad tiene usted de
esperar ahí! -gritó Vasili Petróvich a la tía,
inclinándose sobre la borda.
- ¿Qué? -preguntó la tía, llevándose las manos a
los oídos.
- Le digo que se vaya a casa -volvió a gritar Vasili
Petróvich.
Pero la tía meneó con tanta energía la cabeza,
sacudiendo el sombrero, como si el principal y más
sagrado deber de su vida consistiera en presenciar,
costara lo que costase, cómo zarpaba el barco.
- ¡Pichoncito mío! -gritó entre lágrimas a Pávlik,
su sobrino predilecto-. ¿No tendrás frío en alta mar?
¿Por qué no te pones el abrigo?
Pávlik hizo una mueca de despecho y, con aire
independiente, se alejó, para que los pasajeros no
creyesen que aquello de "pichoncito mío" iba por él.
- ¡Ponte las medias de lana! -insistió la buena
mujer.
Pávlik de nuevo aparentó que aquello no tenía
nada que ver con su persona, aunque le partía el
corazón tener que separarse de su idolatrada tía.
Por fin, como si desgarrara el aire sobre el barco,
sonó la tercera pitada. Los que se marchaban y los
que se quedaban agitaron con alivio pañuelos y
sombreros. Pero se apresuraron demasiado: el barco
seguía inmóvil.
Aparecieron de nuevo en cubierta el segundo y el
oficial de guardafronteras, acompañado éste de unos
soldados con verdes hombreras. El oficial entregó a
los pasajeros sus pasaportes y, en aquel momento,
Petia vio tras él a un caballero que le pareció muy
conocido. Era un individuo de rostro ajado y tristes
ojos de perro, que llevaba una gorra de paja. El
hombre aquel examinaba calmoso a los pasajeros,
28
pero, de pronto, aplicó a su nariz unos lentes de
cristales ahumados, y, en aquel mismo instante, Petia
reconoció al bigotudo que cinco años antes
persiguiera por la cubierta del Turguénev al marinero
Zhukov. Por cierto, el bigote del hombre se había
puesto gris y pendía lacio.
En aquel instante, el policía miró también a Petia,
y sus ojos se encontraron. Hubiera sido imposible
decir si había reconocido o no al chico, pero,
inmediatamente, se volvió hacia el oficial y le dijo
unas palabras al oído.
Petia sintió que la sangre se le helaba en las
venas. El oficial, con un puñado de pasaportes en la
mano, se acercó a Vasili Petróvich y, señalando con
la barbilla a Petia, preguntó:
- ¿Es su hijo?
- Sí.
- Entonces, tómese la molestia de quitar de su
gorra la cinta de caballero de San Jorge; de lo
contrario, me veré obligado a hacerle desembarcar y
a pedirle responsabilidades porque su hijo lleva,
ilícitamente, uniforme militar. Eso está prohibido, y
sobre todo cuando se va al extranjero.
- ¡Petia, quítate en seguida la cinta!
- Aquí tiene usted su pasaporte... La cinta me la
entregan a mí. Cuando regresen del extranjero,
pueden reclamarla en la comandancia del puerto.
Gávrik vio desde el muelle que Petia, rodeado de
los soldados y el oficial, se quitaba su gorra de
marino.
- ¡Corre, Petia, corre! -gritó lanzándose como un
loco hacia la pasarela, pero comprendió
inmediatamente que se había equivocado, pues vio
que Petia desanudaba la cinta de San Jorge, la
entregaba al oficial y, después, se ponía tan tranquilo
la gorra.
Inquieto, Gávrik miró a los lados, pero nadie
había prestado atención a su grito. Todos estaban
absortos, oficiando el rito de agitar los pañuelos.
Después de entregar a los pasajeros sus
pasaportes, el oficial hizo el saludo y, acompañado
de sus soldados y del tío del bigote, bajó al muelle.
Unos segundos más tarde se oyó una alegre voz de
mando, dada en italiano, y retiraron la pasarela.
A lo largo de la borda corrieron unos marineros
italianos con azules blusas, recogiendo hábilmente
las amarras; se oyó el entrecortado y tedioso sonido
de la campanilla del tubo acústico de la sala de
máquinas: en el agua, bajo la popa, donde podía
leerse en letras doradas Palermo, las rojas paletas de
la hélice del barco giraron en el hueco del timón,
brotó un surtidor de espuma, la cubierta se enderezó,
el barco empezó a estremecerse, y Petia vio que el
muelle, con los tinglados y la muchedumbre que
había acudido a despedir a los pasajeros, avanzaba,
luego retrocedía, después pasaba a la otra borda y,
por último, volvía a donde estuviera al principio,
aunque muy disminuido y cada vez más pequeño,
V. Kataiev
como si lo arrastrara a la lejanía el ancho festón de
espumosa malaquita que corría hacia atrás desde la
popa.
Petia distinguía ya con dificultad entre la
muchedumbre a Gávrik y a la tía, que agitaba su
sombrilla. Tras los tinglados del puerto comenzaba a
aparecer lentamente el panorama de la ciudad, con la
avenida de Nicolás, la blanca columna del palacio de
Vorontsov, al borde del acantilado, el edificio de la
Duma urbana y el pequeño duque de Richelieu, con
su mano extendida hacia la lejanía.
En el barco
Dejaron atrás la escollera y vieron la parte que
daba al mar abierto, donde, entre las salpicaduras y la
espuma de las olas que allí rompían, había muchos
pescadores con largas cañas de bambú.
Se veían ya Lanzherón, el parque de Alejandro,
los restos de su célebre muro antiguo con arcos, y, al
lado, la Exposición Comercial e Industrial: toda una
ciudad de caprichosos pabellones entre los que se
alzaban a la altura de una casa de tres pisos un
samovar de madera de la empresa productora de té
Karaván y una negra botella de champán Rederer,
con el gollete dorado.
Tocaba en la exposición una orquesta sinfónica, y
la brisa vespertina, que sacudía en los blancos astiles
centenares de banderines multicolores, llevaba a
veces hasta el barco el apasionado llanto de los
violines, atenuado dulcemente por la distancia.
Petia permanecía todo el tiempo en cubierta,
extasiado de verse en alta mar. Lo único que nublaba
un tanto su alegría era que la cinta de caballero de
San Jorge hubiese quedado en el bolsillo del oficial
aquel. ¡Con lo bien que le hubiera venido la cinta!
El viento arreciaba, sacudiendo en popa la bella
bandera italiana, y el chico se imaginó, con gran
amargura,
cuán
graciosamente
ondearían,
restallantes, los largos extremos de su cinta.
Por cierto, el fresco marero parecía haberla
tomado con el traje de Petia: sacudía el cuello de la
marinera y abombaba la espalda y las anchas
mangas, abotonadas apretadamente en las muñecas.
Y quizá fuera mejor que la gorra no tuviera cinta,
pues, con un pequeño esfuerzo de imaginación, podía
pasar por la boina del capitán de quince años de la
novela de Julio Verne, con la particularidad de que la
aventajaba por tener bajo el forro la misteriosa carta.
Como si deseara proporcionar a Petia todo el
placer posible en aquel maravilloso día, la suerte le
hizo don de otra impresión inolvidable.
- ¡Miren, miren, ya vuela! -gritó de pronto Pávlik.
- ¿Dónde vuela? ¿Quién vuela?
- ¡Pues Utochkin!
Petia se había olvidado de que aquel día debía
llevarse acabo el tan esperado vuelo de Utochkin de
Odesa a Dofínovka. De darse condiciones
meteorológicas propicias, el audaz aviador debía
29
El caserío en la estepa
despegar en su Farman de la exposición, volar once
verstas en línea recta sobre el golfo y tomar tierra en
Dofínovka. No todos los chicos tendrían la suerte de
ver aquel espectáculo desde el mar.
Petia y todos los pasajeros, que habían salido de
sus camarotes a cubierta, vieron a poca altura sobre
el agua el avión de Utochkin, que acababa de
despegar y, zumbando, se aproximaba lentamente al
barco. Pasó cerca de la popa, y, a los rayos del sol
poniente, se vieron con toda claridad las ruedas de
bicicleta del aparato, el depósito de cobre y entre dos
planos amarillos semitransparentes, la encorvada
figura de Utochkin, con las piernas colgando sobre el
mar.
Al alcanzar el barco, el intrépido Utochkin se
quitó su gorro de cuero y saludó con él.
- ¡Hurra! -gritó Petia, y también quiso quitarse la
gorra, pero se acordó de la carta y lo que hizo fue
encasquetársela aún más.
- ¡Hurra! -gritaron los pasajeros, agitando sus
pañuelos y sombreros, y la máquina voladora empezó
a empequeñecer, alejándose en dirección a
Dofínovka y dejando sobre el golfo una serpentina de
azulado humo.
Hasta entonces, Petia, si había salido de Odesa, no
había ido nunca más allá de Ekaterinoslav, donde
vivía su abuela, o de Akkerrnán, en cuyas cercanías,
en Budaki, solían pasar los veranos a orillas del mar.
A Ekaterinoslav fueron en tren -dos veces- y a
Akkermán iban siempre en el Turguénev, que parecía
a Petia un prodigio de la técnica.
Ahora, el chico navegaba de Odesa a Nápoles en
el trasatlántico Palermo. Hablando en rigor, el buque
aquel no era, ni mucho menos, un trasatlántico. Pero
como había hecho algunos viajes por el Océano,
Petia, con muy pequeño esfuerzo, se persuadía a sí
mismo y aseguraba calurosamente a los suyos que el
Palermo era un trasatlántico fenomenal.
El viaje debía prolongarse unas dos semanas,
mucho para un buque de línea tan rápido como
proclamaban todos los prospectos y anuncios.
La verdad es que, al vender a Vasili Petróvich los
billetes, el señor de la levita gris se calló, el muy
pillo, que el Palermo no era exclusivamente un
buque de pasajeros, sino más bien de pasajeros y
carga, por lo que debía hacer largas escalas en
muchos puertos. Sin embargo, esta circunstancia no
se puso en claro hasta que no atracaron en
Constantinopla, donde empezó una prolongada carga;
hasta allí navegaron rápidamente y con el mayor
confort.
Petia se entregó de lleno a la embriagadora vida
del trasatlántico. Todo allí, hasta la más
insignificante pequeñez, lo emocionaba por su
utilidad técnica ultramoderna, conjugada con las
antiguas y románticas tradiciones de la flota de vela.
El zumbido uniforme, ininterrumpido y trémulo
de las potentes máquinas de vapor y las dinamos se
fundía con el fresco y vivo rumor de las olas, que
también fluían sin cesar, ondulantes, a lo largo de las
bandas. Un viento fuerte, saturado de todos los
aromas de alta mar, silbaba indómito en los
obenques. Aquel mismo viento inflaba las mangas de
llana que tapaban los respiraderos, irrumpía en sus
abiertas fauces y, después, lanzaba bocanadas ya
calientes, ya frías, según saliera de la sala de
máquinas o de las bodegas.
Allí se mezclaban los más distintos olores: el
aroma cálido y agradable de la caoba del salón y el
olor del barniz con que habían pintado las paredes de
los pasillos los olores del restaurante y el vaho del
acero caliente, el aceite de máquina y el vapor seco;
el olor resinoso de las esteras de cáñamo y el fresco
aroma del extracto de pino, con el que rociaban,
valiéndose de un pulverizador, los lavabos con
paredes de azulejos y agua caliente y fría. Había allí
pesados y oscilantes candelabros de cobre con velas
bajo tubos de cristal, elegantes pantallas mate sobre
las bombillas eléctricas, escalas de acero, unas rejas
en la sala de máquinas y una escalera de roble, con
barandillas enceradas y balaustres tallados, que, en
dos anchos tramos, llevaba al salón.
Ya en el primer día, Petia recorrió todo el barco,
metiéndose en sus más enigmáticos rincones y
penetrando en lo profundo de las carboneras, donde,
durante las veinticuatro horas del día, lucían débiles
bombillas eléctricas, que temblequeaban en redes de
alambre parecidas a ratoneras.
Cuanto mayor era la profundidad a que llevaban
al chico escalas casi verticales de peldaños muy
resbaladizas, blancos ya por el roce, tanto más feo y
sucio aparecía todo. Sus pies chapoteaban en un agua
negra y aceitosa, el ensordecedor golpeteo de las
máquinas, él ruido del eje de la hélice, que giraba
incesantemente en su canal lleno de grasa, y el
pesado aire de las bodegas producían náuseas.
En la parte inferior a la línea de flotación del
buque vivían y trabajaban constantemente
maquinistas, ayudantes y fogoneros. A veces se abría
la portezuela de hierro de las calderas y el
insoportable calor de los hogares envolvía él Petia.
En medio de las infernales llamas del carbón
incandescente se movían ágiles las figuras de los
fogoneros, con unas largas barras en las manos. Petia
veía sus rostros negros y sudorosos, bañados por una
luz bermeja, y le daba miedo quedarse allí aunque
sólo fuera unos minutos.
El chico se alejaba presuroso, resbalando por las
esterillas metálicas; agarrándose a las grasosas
barandillas de acero, subía y bajaba las escalas,
deseoso de salir de aquel mundo terrible. Pero ello no
era tan fácil. Ensordecido por el estruendo y el
zumbido de la potente máquina del barco, que
funcionaba frenética al lado, haciendo estremecerse
febrilmente las finas paredes, Petia iba a parar a
lugares, cuya existencia ni siquiera se imaginaba.
30
El chico sabía que, además de los pasajeros de
primera y segunda, había los de tercera y los de
cubierta, pero resultó que existía una categoría más:
los pasajeros de las bodegas. Estos no tenían derecho
a salir ni siquiera a la cubierta inferior, en la que
habitualmente se transportaba ganado. Viajaban en
unos camastros de tablas, montados en lo hondo de
una bodega medio vacía.
Petia vio allí montones de sucios trapos orientales
en los que iban sentadas y yacían varias familias
turcas atormentadas por el cabeceo, el aire
enrarecido, la penumbra y el ruido de las máquinas.
Viajaban con sus hijos, sus cafeteras de cobre y unas
grandes jaulas de madera abarrotadas de polluelos.
Petia salió con dificultad a la cubierta superior,
donde soplaba la fresca brisa, y durante largo rato no
pudo recobrarse.
Para los pasajeros de primera y segunda, la vida
en el barco estaba sujeta a un riguroso orden: a las
ocho de la mañana entraba en el camarote una
camarera de edad -la cofia muy almidonada- y,
diciendo con voz de barítono: "Buon giorno", dejaba
sobre la mesita la bandeja en que servía el café y los
bollos; al mediodía y a las seis de la tarde se
deslizaba por el pasillo con silencioso trote el
camarero, una servilleta bajo el brazo, y, llamando en
las puertas de todos los camarotes, gritaba
rápidamente como en una commedia dell’arte,
pronunciando con fuerza las erres:
- Prego, signore, mangiare.
Aquello quería decir: "Señores, tengan la bondad
de ir al comedor".
Los pasajeros de primera tenían derecho, además,
a un té a las cinco y a una cena avanzada la noche.
Pero los Bachéi pertenecían a la aurea mediocritas
de la sociedad humana, que viaja, por regla general,
en segunda, y no gozaban de aquellos privilegios.
Ello amargaba a la familia, sobre todo a Petia y a
Pávlik, pues a los pasajeros de primera les daban en
la comida, además del postre, un plato de dulce muy
sabroso o, a veces, mantecado helado, mientras que
los de segunda debían conformarse con el postre, que
consistía en queso y fruta.
Los pasajeros de primera y los de segunda comían
en distintos salones. En segunda presidía la mesa el
segundo de a bordo, y en primera, el capitán, persona
inaccesible para los simples mortales y, por ello, un
tanto enigmática. Baste decir que Pávlik, con todo lo
pillo que era, sólo pudo verlo unas cuantas veces
durante toda la travesía.
En compensación, el segundo, hombre muy
campechano y, a juzgar por su liliácea y brillante
nariz romana, amigo del vino, era el alma del salón,
en el pleno sentido de esta palabra. Jovial, pellizcaba
a Pávlik y lo llamaba "pequeño ruso"; cortés, ofrecía
queso a las señoras, escanciaba vino a los caballeros,
crujiente su blanco uniforme, muy almidonado, y
prodigaba a todos los comensales encantadoras y
V. Kataiev
bondadosas sonrisas.
La comida la componían verdaderos macarrones a
la italiana, en salsa de tomate, carne con fagioli, es
decir, habichuelas, y después el postre: redondas
naranjas de Mesina, con ramitas y hojas, arrugados
higos verde liliáceos y almendras tiernas, que no
había necesidad de partir con el cascanueces, pues su
gruesa y verde piel y su blanda corteza cedían al filo
del cuchillo.
Turbaba un tanto a los comensales la
circunstancia de que fuera el camarero quien les
ofrecía la comida. El hombre les acercaba una fuente
de alpaca, sosteniéndola en la mano izquierda, y cada
uno debía servirse. Por timidez, todos se echaban
menos de lo que hubieran deseado.
Pero lo peor, lo que causó profundo disgusto al
padre y llegó a asustarle, fue que en la comida daban
una botella de vino para cada tres personas. Se
trataba de un flojo y ácido vino italiano que los
pasajeros bebían mezclado con agua, mitad por
mitad, pero, de todos modos, a Vasili Petróvich le
pareció aquello horroroso. Al ver ante su cubierto la
gruesa botella sin etiqueta, sacudió su barba y estuvo
a punto de gritar al camarero: "¡Llévese esa
porquería!", pero logró contenerse y se limitó a
apartar el vino con gesto muy elocuente.
Mas tarde, después de probarlo, convencido ya de
que la compañía naviera no tenía, ni mucho menos,
el propósito de emborrachar a los pasajeros de
segunda con vinos fuertes y caros, permitió a los
niños, para que no se perdiera el dinero pagado, que
echaran en el agua unas gotas de vino.
Aquello constituía uno de los principales placeres
de Petia y Pávlik durante la comida.
Llenaban sus copas de agua fría, que se echaban
de un empañado jarro puesto a refrescar previamente
en la nevera del barco, y luego añadían un chorrito de
vino.
El vino no se mezclaba con el agua
inmediatamente. Al principio giraba, formando como
hilos de estambre, y luego se diluía por completo. El
agua tomaba un brillante color de rubí, y en el
almidonado tapete se encendía una temblequeante y
rosácea estrellita,
ESTAMBUL
La mayor impresión de los primeros días de viaje
y quizás de todo el tiempo que éste duró, fue la
producida por la alta mar. Durante un día y dos
noches -entre Odesa y el Bósforo- no vieron tierra. El
buque iba a toda máquina y, sin embargo, parecía
inmóvil en el centro de un azul círculo.
Al mediodía, cuando el sol alcanzaba su cenit, a
Petia le costaba trabajo determinar en qué dirección
navegaban.
Había un algo de embriagador en aquella aparente
inmovilidad, en la ausencia de tierra en el horizonte,
en el triunfo absoluto del agua y el aire, los dos
31
El caserío en la estepa
azules elementos en los que parecía sumido Petia,
liberado del brutal poder de la Tierra.
Al amanecer del segundo día despertó a Petia un
fuerte ruido de pisadas sobre su cabeza. Tocaba la
campana del barco, la máquina no funcionaba, y, en
aquel inusitado silencio, se percibía el sedante
rumorear del agua a lo largo de las bandas del buque.
Petia miró por la portilla y, en medio de la tenue
neblina mañanera, vio una alta y verde orilla, un
blanco faro y un cuartel de roja techumbre.
Petia se visitó en un dos por tres y subió en un
vuelo a cubierta. En el puente de mando se
encontraba, al lado del capitán, un práctico turco,
tocado con un rojo fez, y el barco entraba muy
lentamente en el verde desfiladero del Bósforo, que
ya se ensanchaba, ya se estrechaba, como un sinuoso
río. A veces, la orilla se acercaba tanto al buque, que
a Petia le parecía suficiente extender la mano para
poder tocar los postecillos de las tumbas de un
cementerio musulmán, que blanqueaban, inclinados y
en desorden, entre negros cipreses, la roja bandera
con la media luna, en lo alto de la aduana, y los
parapetos, recubiertos de césped, de las baterías de
costa.
Aquello era Turquía, el extranjero, tierra extraña
y, junto con una encendida curiosidad, sintió Petia
una repentina y aguda nostalgia por la patria. Este
sentimiento, nuevo en el chico, no lo abandonó hasta
su regreso a Rusia.
El sol estaba ya muy alto, y el cálido reflejo del
agua se deslizaba por todo el enorme cuerpo del
buque, desde la línea de flotación hasta la punta de
los mástiles, cuando entraron en el Cuerno de Oro y
fondearon en el puerto de Constantinopla.
A partir de aquel instante se apoderó de los
Bachéi una embriaguez propia de todos los viajeros
poco experimentados: el vehemente deseo de ver en
seguida, sin perder ni un minuto de su precioso
tiempo, todos los lugares notables de aquella ciudad,
única en el mundo, cuyo largo panorama -en el que
se movía, entre la caliginosa neblina, un hormiguero
humano- se alzaba tan cerca, con las cúpulas de sus
altas mezquitas, que, sin embargo, parecían muy
bajas al lado de los alminares.
Los Bachéi renunciaron al desayuno y, después de
esperar impacientes a que un pícaro funcionario
turco, previa entrega de unas cuantas piastras, hiciera
en los pasaportes un garabato que resultó ser el
emblema de Otmán, bajaron la escala. Allí salieron
vivos por milagro de las manos de los barqueros
turcos, auténticos bandoleros, y cayeron, por fin,
sobre los cojines de terciopelo de una yola que, por
dos liras, los llevó a la orilla.
Luego todo se fundió en la sensación de un
interminable y espantosamente caluroso día de
trabajo y, a la vez, de fiesta, en el que se sucedían un
ruido ensordecedor, de auténtico bazar oriental, y el
silencio religioso, también auténticamente oriental,
de los desiertos patios y de las mezquitas, en cuyo
interior se sentía el frío de los museos.
Pero tanto en unos sitios como en otros había que
pagar todo el tiempo liras, piastras y medjidies, que
causaban la admiración de los chicos por sus
inscripciones turcas y el extraño emblema de Otmán.
En Turquía, los Bachéi se tropezaron por primera
vez con un terrible fenómeno: los guías que muestran
a los turistas los lugares notables de las ciudades. Los
guías los persiguieron en todo el transcurso de su
viaje. Conocieron guías griegos, italianos y suizos. A
pesar de sus particularidades nacionales, todos tenían
un rasgo común: resultaban terriblemente fastidiosos,
pero los guías de Constantinopla eran los más
clásicos poseedores de tan espantosa cualidad.
Apenas pisaron el muelle de Constantinopla, los
Bachéi se vieron atacados por los guías. Lo mismo
que los barqueros, estuvieron a punto de
descuartizarlos, disputándose la presa. Fue aquello
una verdadera batalla callejera, casi una matanza, a la
que, por ser un espectáculo habitual, casi nadie prestó
atención.
Profiriendo terribles juramentos en todas las
lenguas y dialectos de la parte oriental del
Mediterráneo, los guías se zarandeaban, agarrándose
de sus camisas de algodón, blandían sus bastones,
ponían caras feroces, se daban codazos y, hasta se
propinaban coces.
Por fin, los Bachéi se vieron trofeo del más
influyente guía, que hizo retroceder a sus rivales con
el concurso de un policía conocido. Vestía el hombre
aquel una levita desteñida en las sobaqueras,
pantalones a rayas y rojo fez. Las aletas de su nariz,
belicosamente dilatadas, y sus negrísimos bigotes de
jenízaro, evidenciaban su disposición a vencer aun a
costa de la vida, mientras el resto de su cara, y sobre
todo sus asustados ojos, con bolsas del color de la
piel de los albaricoques, sonreían expresando el
apasionado deseo de mostrar inmediatamente a los
turistas todos los lugares notables de Constantinopla,
sin excepción: Pera, Galata, Yildiz-Kiosk, la Fuente
de las Serpientes, el Palacio de las Siete Torres, el
antiguo acueducto, las catacumbas, los perros
vagabundos, la célebre Santa Sofía, la Mezquita de
Mohamed II, la Mezquita de Suleimán, las mezquitas
de Otmán, Selim y Bayaceto y todas las doscientas
veintisiete grandes y seiscientas sesenta y cuatro
pequeñas mezquitas: en pocas palabras, todo lo que
los turistas desearan ver.
Los metió casi a empujones en un faetón tirado
por dos caballos, en el que brillaban cegadoras las
piezas de cobre, saltó al estribo y, mirando con ojos
de loco a los lados, ordenó al cochero que arreara los
caballos...
Al atardecer estaban nuestros viajeros tan
cansados, tan rendidos, que, cuando, por fin, llegaron
al vapor, Pávlik se había dormido en la barca y uno
de los marineros tuvo que subirlo a cubierta y
32
llevarlo en brazos al camarote.
A Vasili Petróvich lo asustó hasta dejarlo
anonadado el insensato gasto de aquel día, sin hablar
ya de que habían perdido el desayuno y el almuerzo,
pagados de antemano. Resolvió que al día siguiente
sería más sensato y se las arreglaría él solo, sin
recurrir a guía alguno. Debía favorecerle en este su
propósito el hecho de que por la noche había pasado
el Palermo del antepuerto a un desembarcadero,
donde había fondeado, para cargar, entre muchos
otros buques.
Era difícil imaginarse que el guía pudiera
encontrarlos en medio de aquel uniforme
amontonamiento de buques. A pesar del estruendo de
las grúas y de las luces multicolores de la rada, que
penetraban por la portilla, los Bachéi se durmieron,
como muertos, en el estrecho camarote, que el sol del
día había calentado terriblemente.
Cuando los despertó el espejeante brillo del sol
mañanero y vieron de nuevo el maravilloso
panorama de Estambul, Vasili Petróvich y los chicos
se apresuraron la bajar a tierra. Aquél era el último
día de escala allí y debían aprovecharlo bien.
Lo primero que vieron apenas pisaron el muelle
fue la su guía, que los saludaba alegre agitando su
bastón de bambú, y, a un lado, el faetón, con la
sumisa figura de un macedonio, de rostro cobrizo,
entronizada en el pescante.
Se repitió el día anterior, con la única diferencia
de que el guía los llevó a los bazares y a tiendas
conocidas, que presentaba como lugares notables,
para convencerles de que compraran recuerdos.
La compra de los recuerdos resultó tan peligrosa y
preñada de ruina como la visita a los lugares
notables. Pero los Bachéi, aturdidos por el enorme
cúmulo de impresiones, habían llegado a ese grado
de fiebre turística en que la gente pierde la voluntad
y, con esa docilidad propia de los sonámbulos, se
somete a todos los caprichos de su guía.
Compraron montones de malísimas tarjetas
postales en colores con vistas de aquellos mismos
lugares que tan cansados los tenían. Pagaron piastras
y liras por rosarios de piñas de ciprés, por unos
globos de vidrio macizo con espinales de colores en
el centro, por conchas tropicales, por cortapapeles y
plumas de aluminio idénticas a las que podían
comprarse en la exposición de Odesa.
Junto a la verja de un monasterio griego, unos
monjes de Agyon les endosaron, por seis piastras, un
cajoncito de madera amarilla con una gran lente de
aumento, por la que podían verse vistas de Agyon.
No volvieron en sí hasta no verse en la parte
europea de Constantinopla, entre lujosos comercios,
restaurantes, bancos y embajadas, sumergidos en la
oscura fronda de los meridionales jardines. El guía
los llevó a un conocido comercio donde vendían
máquinas de fotografiar y, después de hacerles
comprar unas Kodaks, les propuso que almorzaran
V. Kataiev
con él en un elegante restarán francés.
Pero, en aquel instante, Vasili Petróvich de nuevo
recobró la lucidez y protestó. Huyendo del lujo y la
ruina, fueron a parar al extremo opuesto, a los
cuchitriles de Constantinopla, donde vieron la
miseria humana llevada al extremo.
Aquello produjo a Petia una impresión muy
dolorosa, de la que tardó bastante en reponerse. Ni
siquiera el viaje a la costa asiática, a Escútari, pudo
tranquilizar al chico.
El pequeño barquito cruzaba raudo el Bósforo,
hendiendo con su proa la verde agua y dejando en
pos dos espejeantes surcos. Centenares de yolas se
reflejaban en el estrecho, inmóvil y quieto como un
lago. Bajo ligeros toldos yacían, sobre cojines de
terciopelo, comerciantes, funcionarios con carteras y
oficiales turcos que iban a Escútari o regresaban de
allí.
Por todo el golfo brillaban al sol mojados remos.
Desde la orilla asiática llegaban los olores esteparios
del benjuí y la menta. Pero a Petia le parecía que
respiraba aún el nauseabundo ambiente de los
cuchitriles y veía nubes de verdes moscas en los
supurantes ojos de los viejos mendigos.
En cuanto atracaron en Escútari, el guía, que
había descansado durante el viaje, se apresuró, con
redoblada energía, a mostrarles en las últimas horas
cuantos lugares notables fuera posible. Pero nuestros
bravos viajeros estaban ya muertos de cansancio.
Al lado había un bazar. Se precipitaron hacia un
puesto de refrescos. Una limonada poco dulce, con
un extraño gusto de anís, les pareció un paradisíaco
néctar. Después bebieron agua fresca, coloreada de
rojo, y comieron con cucharillas de hueso unos
helados polícromos, servidos en vasitos de gruesas
paredes, como los que vendían durante las Pascuas
en el campo de Kulikovo. Luego atrajeron su
atención montañas de los más variados dulces
orientales.
Vasili Petróvich siempre había sido enemigo de
que los niños comieran muchos dulces, ya que
estropeaban los dientes y quitaban el apetito. Pero
allí ni siquiera él pudo resistir la tentación de probar
la baclava que nadaba en jarabe de miel, vertido en
una especie de asadores de hierro, o los alfóncigos
salados, de dura corteza reventada en la punta, como
un dedo de un guante de piel, por la que asomaba una
almendra de color verde oscuro.
Los dulces orientales daban sed, y los refrescos
que después bebían encendían a su vez el irresistible
deseo de seguir comiendo dulces. Petia, que
recordaba muy bien lo que le había sucedido con el
tarro de confitura de la abuela, tomó sus
precauciones. Pávlik, en cambio, comía con ansia.
Les tomó tanto gusto a los dulces, que no había
forma de ponerle freno. Cuando el padre se negó
categóricamente a comprarle más, Pávlik se perdió
entre el gentío que llenaba el bazar y regresó poco
33
El caserío en la estepa
después con una gran caja de "rahat-lukum" de
primera calidad, en cuya tapa podía verse brillantes
dibujos.
- ¿De dónde has sacado esos dulces? -preguntó
severo el padre.
- Los he comprado -respondió Pávlik, sonriendo
con aire de persona independiente.
- ¿Y de dónde has sacado el dinero?
- Tenía piastra y media.
- ¿De dónde?
- Las gané -dijo no sin orgullo Pávlik.
- ¿Las ganaste? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿A quién?
Se puso en claro que, cuando iban de Odesa a
Constantinopla, mientras el padre estudiaba las guías
y precisaba el presupuesto del viaje, y Petia se pasaba
las horas en cubierta, ofreciendo con aire soñador su
pecho, protegido por la marinera y la rayada
camiseta, al embate del viento del Mar Negro, Pávlik
se había hecho amigo de un camarero italiano que lo
había presentado después a los sirvientes del restarán
de segunda clase, con quienes el chico había jugado a
la lotería, arriesgando tres kopeks que se había
encontrado en un bolsillo y el camarero italiano le
había cambiado por monedas turcas. Pávlik tuvo
suerte y ganó unas cuantas piastras.
Vasili Petróvich agarró al chico por los hombros
y, sin tener en consideración que se encontraba en
medio de un gran bazar asiático, se puso a
zarandearlo, gritando:
- ¿Cómo te has atrevido a juglar, granuja?
¿Cuántas veces te he dicho que las personas honradas
no se juegan el dinero... y menos aún con
extranjeros?
Pávlik, a quien los dulces engullidos empezaban
ya a producir náuseas, lloriqueó fingidamente, pues
no compartía en absoluto la opinión de su padre
acerca de la lotería, sobre todo cuando se tenía
suerte.
El padre se ponía más y más enfurecido, y no se
sabe cómo hubiera terminado la cosa si el guía no
hubiese consultado de pronto su elegante reloj de oro
de baja ley, que tenía cuatro tapas. Resultó que el
Palermo debía zarpar al cabo de dos horas, a lo
sumo.
Temiendo perder el barco, los Bachéi corrieron al
muelle, tomaron, sin regatear, una yola y al poco
llegaban al buque, que ya había cargado y, presto a
partir, se encontraba en el antepuerto dando la
primera señal.
La despedida con el guía fue una verdadera
escena dramática. Después de cobrar las dos liras que
le correspondían, el buen hombre, plantado en la
vacilante barquichuela sobre sus resistentes piernas
de viejo lobo -Vasili Petróvich y los chicos se
disponían a trepar por la escala-, se puso a implorar
una propina. Se distinguía el turco aquel por esa
elocuencia propia de todos los de su inquieta
profesión, pero esta vez se superó a sí mismo.
Habitualmente, hablaba al mismo tiempo en tres
idiomas europeos, intercalando con mucha gracia y
oportunidad las palabras rusas más necesarias. Esta
vez hablaba principalmente en ruso, intercalando
frases francesas, lo que comunicaba a su discurso la
expresividad de las comedias seudo clásicas de
Racine y de Corneille.
Su monólogo era oscuro, pero de sentido bien
claro. Extendiendo su mano, en la que brillaban
sortijas de cobre con grandes brillantes falsos, y con
la misma pasión con que hablaba de los lugares
notables, describía la trágica situación de su
desventurada familia, de su paralítica abuela y de sus
cuatro pequeños, a los que no podía comprar ni leche
ni ropa. Se quejaba de su vejez, de sus malas
relaciones con la policía de Constantinopla, que lo
despojaba de casi todas sus ganancias, de su gastritis
crónica, de los monstruosos impuestos y de la
competencia, que, literalmente, lo estaba matando.
Rogaba que tuvieran compasión de un enfermo y
pobre turco que había consagrado toda su vida a los
turistas. Arqueaba con amargo gesto sus cejas con
hebras de plata. Gruesos lagrimones rodaban por sus
mejillas.
Todo aquello hubiera podido parecer pura
charlatanería si sus asustados ojos castaños no
reflejaran verdadero pesar. Vasili Petróvich no pudo
resistir y vertió en la extendida mano del guía todas
las pequeñas monedas turcas que quedaban en sus
bolsillos.
EL CALDO DE GALLI
A
Se acercaba la tarde, y en el aire inmóvil y pesado
del bochornoso día se percibía la lenta aproximación
de la tormenta. No llegaba de ninguna parte y parecía
engendrarse a si misma sobre el anfiteatro de la
ciudad, entre las mezquitas y los alminares. Cuando
levantaron con metálico chirrido la enorme ancla, y
el barco, sobrecargado, hundido más arriba de la
línea de flotación, empezó a virar lentamente en la
rada, el sol ya se había sumido en negros nubarrones.
Se puso todo tan oscuro, que en los camarotes y en
los salones tuvieron que encender la luz eléctrica. Por
las escotillas salían calurosas vaharadas con olor de
cocina y de máquinas. El panorama de la ciudad,
privado de su colorido, acentuaba el tempestuoso
verdor del Cuerno de Oro.
Las máquinas del barco respiraban jadeantes, con
dificultad. Aunque la superficie del mar parecía
inmóvil, como vidrio fundido, el barco empezó a
cabecear lentamente.
Pávlik, que, haciendo de tripas corazón, se había
comido el último dulce oriental, abundantemente
espolvoreado de un azúcar que le pareció mezclado
con mucha harina y muy pegajoso, sintió de pronto
una repugnante acidez metálica en la boca. Al
principio se le contraían irresistiblemente las
mandíbulas. El agua, muy verde y transparente, casi
34
del color de aquellos dulces, le producía una
impresión tan desagradable, que cerró los ojos, y en
aquel mismo instante sintió como si estuviera
columpiándose. Hizo un esfuerzo para decir: "Papá,
parece que me he envenenado", pero no pudo, porque
le entró una terrible vomitera.
En aquel instante, sobre la media luna de la
Mezquita de Santa Sofía, en los nubarrones negros
como el carbón, que pendían entre los alminares, se
encendió la quebrada línea de un rayo, y, en seguida,
todo en torno fue sacudido por tal trueno, que pareció
como si el cielo se hubiera partido en mil pedazos y
éstos se desplomaran sobre la ciudad y el puerto. Un
torbellino de aire arrastró por las colinas trombas de
polvo. El agua pareció bullir. Y cuando, después de
doblar Serai Burnú, el barco, hendiendo espumosas
olas, entró en el Mar de Mármara, éste, surcado por
los zigzags de espuma que levantaban las ráfagas de
aire, parecía de mármol.
Pero Petia ya no vio el Mar de Mármara, pues
había corrido la misma suerte que Pávlik. Los dos
chicos, blancos como una pared, yacían en el
caluroso camarote. El padre iba de uno a otro sin
saber qué hacer, mientras la camarera italiana corría
con acostumbrada agilidad por el pasillo, cambiando
jofainas.
Aquello no sólo se debía al cabeceo y a los
dulces. A los chicos los habían fatigado el exceso de
impresiones, el calor, el ajetreo y el ruido de la
ciudad. El mareo les pasó pronto, pero les entró una
fiebre muy alta y deliraban. El médico de a bordo, un
italiano, los reconoció ateniéndose al tradicional
procedimiento de cualquier viejo y metódico galeno
europeo: oprimió con fuerza sus lenguas con una
cucharilla de plata tomada del comedor de primera;
apretó sus desnudos vientres con duros y expertos
dedos; les dio golpecitos con un pequeño martillo;
los auscultó con la trompetilla y luego sin ella,
aplicando al pecho de los niños su grande y carnosa
oreja; les tomó el pulso observando la saeta un gran
reloj de oro, en la parte interior de cuya tapa se
reflejaban la circular portilla y el agua que corría
rápida ante ella; bromeó en latín con el asustado
padre, para animarlo, dijo que no había encontrado
nada peligroso, pero que los chicos debían guardar
cama durante tres días y se marchó con grave
continente después de recetarles un purgante y
prescribirles caldo de gallina con tostones y tortilla a
la francesa.
Esta circunstancia inquietó sobremanera a Vasili
Petróvich, ya que, en Odesa, toda la gente entendida
le había recomendado unánime que no se le ocurriera
por nada del mundo pedir comida extra en el
restaurante del barco, diciéndole: "Usted no sabe lo
que son esos sinvergüenzas. Lo desplumarán
despiadadamente. De eso viven. Le harán plagar por
la vajilla, por el pan, por llevarle la comida al
camarote, y encima le clavarán una puntilla del diez
V. Kataiev
por ciento. En fin, lo dejarán sin camisa, en cuanto se
descuide".
Aunque esta perspectiva horrorizaba la Vasili
Petróvich, el buen hombre hojeó el diccionario y,
chapurreando malamente el italiano, pidió al
camarero que trajera del restaurante dos raciones de
caldo de gallina con tostones y dos tortillas a la
francesa, por lo que pagaría aparte.
Como tuvieron que guardar cama, los chicos,
además del Mar de Mármara y los Dardanelos, se
perdieron el puerto de Salónica, cuyos ruidos y gritos
en diferentes idiomas -griego, turco e italianooyeron por la portilla, medio abierta a causa del
calor.
LA ACRÓPOLIS
El barco navegaba rumbo sur, a lo largo del golfo
de Salónica. A la izquierda se extendía infinito el
mar; a la derecha aparecían desiertas costas, al
principio bajas y luego onduladas, que terminaron
por transformarse en una cordillera con un alto pico
sobre el que pendía una cadena de rizadas e
inmóviles nubes blancas como el yeso. Aquel
solitario pico y aquellas nubes, que proyectaban
sobre él azules sombras, encerraban un atractivo
inexplicable. Los pasajeros examinaban la montaña
con los prismáticos, muy atentamente, como si en
ella debiera producirse un milagro de un momento a
otro.
El padre, apretando con una mano contra el pecho
el tomito rojo de la guía y sosteniendo en la otra los
gemelos, contemplaba también la maravillosa
cumbre. Cuando Petia se le acercó, Vasili Petróvich
volvió hacia él sus ojos brillantes de entusiasmo, le
puso en la mano los pequeños gemelos de nácar de la
difunta madre y le dijo:
- Mira, amiguito, ahí tienes el Olimpo.
Petia no le comprendió y dijo:
- ¿Qué?
- ¡El Olimpo! -respondió solemne Vasili
Petróvich.
Petia se echó la reír, creyendo que el padre
bromeaba.
- En serio, ¿qué es eso?
- ¿No te digo que el Olimpo?
- ¿Qué Olimpo? ¿Aquél?
- Pues claro.
De pronto Petia comprendió con asombrosa
nitidez que aquella tierra que veía tan cerca del barco
era Grecia y que el monte Olimpo era el Olimpo de
Homero, donde en tiempos habitaran los dioses
griegos, a quienes el chico conocía bastante bien por
los mitos de la Grecia antigua.
¿No vivirán allí todavía los dioses? Petia miró con
los prismáticos de mamá, pero, desgraciadamente,
eran de muy poca potencia y no podían aumentar lo
bastante el divino Olimpo. Petia sólo pudo distinguir
un rebaño de ovejas, que se deslizaba por la ladera
35
El caserío en la estepa
como si fuera la sombra de una nube, y la erguida
figura del pastor, rodeado de perros. Sin embargo, se
le antojó que veía perfectamente a los dioses, pues
una de las nubes se parecía a una figura semiyacente
de Zeus y otra volaba con una capa ondulante como
la de Palas Atenea que, seguramente, se apresuraba a
la sitiada Troya para auxiliar a Aquiles...
Un verano, Vasili Petróvich, para ampliar los
horizontes de los niños, les leyó de cabo a rabo toda
la Ilíada; por ello a Petia no le fue difícil ver, cuando
iba en el barco, la Palas Atenea volando por el cielo.
Pero aquello significaba que Troya debía estar
cerca...
- Papá, ¿dónde está Troya? ¿La veremos? preguntó Petia, lleno de emoción.
- ¡Ay, amiguito -respondió el padre-, Troya ha
quedado atrás, muy lejos, cerca de los Dardanelos, y
Pávlik y tú no la veréis nunca!...
Aludiendo al triste caso de los dulces orientales;
Vasili Petróvich añadió aleccionador:
- Así la suerte castiga la codicia y la glotonería.
Aquello era justo, pero a Petia le pareció, de todos
modos, que la suerte había sido demasiado rigurosa,
privándoles, por causa de unos miserables dulces, de
la dicha de ver con sus propios ojos la legendaria
ciudad.
Sin embargo, para que Petia no se sintiera muy
molesto con la suerte, Vasili Petróvich se apresuró a
decirle que, de todos modos, Troya no se veía desde
el barco, y con ello restableció la paz entre la suerte y
el chico.
Dos días más tarde, al ver Atenas, Petia se sintió
resarcido con creces de la pérdida de Troya.
Infundiendo un tedio espantoso se extendían las
desérticas y montañosas costas de la larguísima isla
griega de Eubea, seca y pedregosa. Por fin, la isla
terminó. De noche cruzaron un estrecho y vieron por
la portilla los faros de la costa. El buque cambió de
velocidad varias veces y viró. Se durmieron tarde,
pero por la mañana, cuando abrieron los ojos, el
barco se encontraba fondeando en el puerto del Pireo,
a la vista de Atenas.
Esta vez, Vasili Petróvich resolvió arreglárselas
sin guías.
Los guías griegos se distinguían de los turcos en
que eran más bajitos y, en vez de feces rojos con
borlas negras, llevaban feces negros sin borlas y, en
las manos, rosarios de ámbar. No atacaban a los
turistas como los belicosos mahometanos,
abiertamente, entre alaridos y maldiciones, sino
como mansos cristianos: los asediaban en silenciosa
muchedumbre y los rendían por cansancio. Al verse
cercado por los guías griegos, que, pasando las
cuentas de sus rosarios de ámbar, lo miraban
tiernamente y en silencio con sus ojos negros como
aceitunas, Vasili Petróvich no se inmutó.
- ¡No! -dijo resueltamente en ruso, y, para que
vieran que no estaba dispuesto a entregarse, movió
negativamente la mano con gran energía (a Petia le
pareció oír el silbido del aire) y añadió en francés y
en alemán-: ¡Non! ¡Nein!
Aquello no produjo la menor impresión a los
guías griegos, que continuaron rodeando a la familia,
colgantes sus tristes narizotas, sin dejar de pasar las
cuentas de sus rosarios. Vasili Petróvich cogió a los
chicos de la mano y avanzó decididamente. Los guías
lo siguieron sin abrir el anillo en que habían
encerrado a los Bachéi. Sin hacerles caso ninguno,
Vasili Petróvich echó a andar por las calles del Pireo
con la misma seguridad que si hubiera nacido allí. No
en balde durante los últimos días, en vez de deleitarse
contemplando el mar, se había encernado en el
camarote para estudiar el plano del Pireo y de
Atenas.
Asombrados, los guías hicieron un tímido intento
de empujar a los Bachéi a uno de los viejos
carricoches que los seguían pisándoles los talones,
pero Pávlik gritó tan estridentemente: "largo de
aquí", que los guías retrocedieron un poco, aunque no
dejaron salir a los viajeros del maldito cerco.
Sin desorientarse ni una sola vez, los Bachéi
llegaron a la estación, compraron sus billetes y, ante
los ojos de los atónitos guías, agrupados en el andén,
partieron para Atenas, que se encontraba casi al lado.
En Atenas, con la misma decisión y en el mismo
silencio, llegaron a otra estación y salieron
inmediatamente para la antigua ciudad en un tren
suburbano de abiertos vagones veraniegos.
Emocionados por la batalla con los guías, la
victoria lograda y la espera de un nuevo ataque, los
Bachéi no prestaron al principio atención a nada de
lo que les rodeaba. Pero, cuando Vasili Petróvich y
los chicos subieron por las escalonadas calles al
monte, sembrado de ruinas de mármol y vieron de
pronto la Acrópolis, el Partenón, los Propileos, el
pequeño Templo de la Victoria y el Erecteón, todos
aquellos edificios esparcidos en aparente desorden
por el monte y que formaban, sin embargo, un
sublime y armónico conjunto, quedaron atónitos ante
aquella incomparable belleza original, que después
fuera imitada cien mil veces, con menos gracia y
elegancia cada una de ellas.
Como todos los monumentos arquitectónicos
grandiosos, a primera vista parecían pequeños y
elegantes sobre el fondo del limpio e inmaculado
cielo, tan transparente y azul que producía vértigo, lo
mismo que la caída a una profunda sima.
Era aquello el reino de columnas y peldaños de
mármol amarillentos por el tiempo y tan enormes,
que las figuras de los numerosos turistas parecían a
su lado muy diminutas.
¡Oh, con qué ansia había esperado Vasili
Petróvich el instante en que podría ver con sus
propios ojos la Acrópolis de Atenas y tocar su viejo
mármol! Aquél era el sueño de su vida. ¡Cuántas
veces se había imaginado con un placer inefable
36
cómo llevaría a sus hijos al Partenón y les hablaría
del siglo de Pericles y del gran Fidias, su genio! Pero
la realidad resultó en tal medida más tosca, sencilla
y, por ello, majestuosa, que Vasili Petróvich no pudo
decir palabra y permaneció largo rato en silencio,
encorvándose un poco bajo el peso de aquella
belleza, que hizo acudir a sus ojos unas emocionadas
lágrimas.
Petia y Pávlik, por su parte, echaron la correr sin
pérdida de tiempo por las resbaladizas piedras hacia
el Partenón, asombrándose de que estuviera tan cerca
y hubiera que correr tan largo rato para llegar a él.
Ayudándose mutuamente y asustando a las lagartijas,
subieron los erosionados peldaños y se vieron entre
columnas dóricas de mármol, que parecían hechas de
colosales ruedas de molino.
Todo en torno cegaba con el brillo del mediodía.
Pero el calor no se dejaba sentir, ya que desde el
Archipiélago soplaba una fresca brisa. Lejos, abajo,
fulgían débilmente los rojos tejados de Atenas, que
casi se fundía con el Pireo; se veía el puerto, multitud
de barcos, un bosque de mástiles sobre las
techumbres de los tinglados y, en la brillante rada,
salpicada de la argéntea lluvia del sol del mediodía,
un acorazado inglés con su siniestro penacho de
humo.
Del otro lado, aún más abajo, tras los cerros,
azuleaba el golfo de Petalia, y por otro lado, más
lejos todavía, se divisaba la franja del golfo de
Corinto, de un color tan intenso como el azulete,
llameante como todas las aguas meridionales y más
antiguo que la propia Hélade.
Allí se podía permanecer hasta la misma noche
sin moverse del sitio, sin aburrirse, sin sentir
cansancio, sin sentir nada terreno, de no ser la
admiración ante la increíble belleza creada por el
hombre.
El SOMBRERO UEVO
Sin embargo, había que apresurarse. El barco
zarpaba a las cinco, y Vasili Petróvich quería mostrar
a los chicos los museos de Atenas. Y se los mostró.
Pero, naturalmente, ni las esculturas de mármol de
los dioses y los héroes, ni los tiestos tras los cristales
de las vitrinas de los museos, ni las estatuillas de
Tanagra, ni las maravillosas ánforas, ni las planas
vasijas con figuras rojas y blancas sobre fondo negro
podían despertar una admiración semejante a la que
había producido a los chicos la Acrópolis.
Al verse de nuevo en el Pireo, en las estrechas y
pintorescas callejas orientales del puerto, que
tampoco añadieron nada de nuevo a las vivas
impresiones recibidas apenas hubieron desembarcado
en Constantinopla, los Bachéi aceptaron el riesgo de
entrar en un bar griego para tomarse una tacita de
café.
Allí no hacía tanto calor como en la calle, olía a
café hervido, a anís, a cordero asado y a un guiso de
V. Kataiev
hortalizas sazonado de especias y tan sabroso, que a
los chicos, hambrientos, se les hizo la boca agua.
Después de calcular cuántas dracmas podría costar
todo aquello, Vasili Petróvich pidió dos raciones de
un plato griego para los tres. Una rechoncha y
bigotuda griega, de expresión bondadosa, toda
vestida de negro, pasó un paño por el velador de
mármol y les sirvió ragout de cordero con salsa
griega.
Los Bachéi comprendieron entonces por primera
vez lo que puede hacerse con un puñado de
berenjenas, tomates maduros, pimientos verdes,
perejil y verdadero aceite de oliva.
Mientras ellos, clavando en sus tenedores
pedacitos de pan, rebañaban en los platos los últimos
restos de la ambarina salsa, la bondadosa griega
acariciaba con maternal y nostálgica ternura a Pávlik,
pasando por su cabeza una mano morena, que parecía
ahumada, con un anillo de Agyon, y decía sin cesar
en ruso:
- ¡Come, pequeño, come!
Cuando los viajeros hubieron saciado su apetito,
la mujer retiró la vajilla, pasó de nuevo el paño por la
mesita y se recogió discreta tras el mostrador,
quedando inmóvil bajo una imagen ante la que
podían verse una lámpara encendida y una palma. Su
lugar junto al velador lo ocupó su marido, el dueño
del establecimiento, que sirvió a los viajeros, en una
bandeja, tres humeantes y pequeñas tacitas, tres
vasos de agua fría, tres platillos con galletas griegas y
otros tres con verdosa confitura de naranjas amargas
y nueces. Además, chapurreando el ruso, ofreció un
narguile a Vasili Petróvich. Turbado, el buen hombre
dijo que no deseaba fumar.
En aquel pequeño café del Pireo se estaba muy
bien, tan tranquilo como en casa de uno. En las
ventanas colgaban unos visillos caseros de encaje, las
paredes estaban empapeladas, y en una jaula de
bambú salpicaba agua en todas direcciones y se
embelesaba con su uniforme gorjeo un canario
amarillo.
En el café había varios parroquianos, pero
ocupaban sus mesitas tan silenciosa y quietamente,
que no alteraban en lo más mínimo el carácter
familiar del establecimiento. Cada uno de ellos tenía
ante sí una tacita de café y un vaso de agua, pero rara
vez se los llevaban él los labios. Jugaban en silencio
al dominó, pasaban las cuentas de sus rosarios o leían
periódicos griegos, por lo que más bien parecían
parientes de los dueños que parroquianos. Incluso los
retratos del rey y la reina de Grecia sobre la puerta de
la cocina no tenían nada de oficial, y se los podía
tomar fácilmente por fotografías ampliadas del
abuelo y la abuela de la casa cuando eran jóvenes.
Costaba trabajo imaginarse que el arco marmóreo del
Partenón, refulgente en la cumbre del monte, cerca
de allí, fuese obra de los antepasados de aquellos
pacíficos griegos que movían sobre los veladores las
37
El caserío en la estepa
negras fichas del dominó y daban chupadas a las
sinuosas pipas de los borbolleantes narguiles.
Mientras los Bachéi tomaban su cargado café con
kaimak5, el dueño del establecimiento, de pie junto al
velador, los entretenía hablando graciosamente el
ruso. Resultó que su hermana estaba casada con el
hijo mayor de Temístocles Criadi, dueño de una
panadería griega en Odesa, y que él mismo había
vivido allí tres años cuando era muy pequeñito; su
abuelo, miembro de la sociedad secreta griega
Hetería, también había vivido en Odesa y después
combatió por la libertad de su patria, siendo fusilado
por los turcos.
Por lo visto, el dueño creía que Vasili Petróvich
era un revolucionario ruso huido al extranjero y por
ello criticaba todo el tiempo al gobierno ruso. Ponía
verde a "Nikolás el Sangriento" y aseguraba que en
Rusia pronto estallaría de nuevo la revolución.
Entonces, todos serían libres y ahorcarían a los
sátrapas zaristas.
Vasili Petróvich se sentía muy embarazado y
varias veces miró con temor en torno suyo, pero el
dueño del café lo tranquilizó, diciéndole que todos
los griegos honrados simpatizaban con la revolución
rusa, pronto harían también la revolución en Grecia
y, entonces, ajustarían definitivamente las cuentas a
los turcos. El hombre aquel trabucaba el ruso como el
griego Dimba de La boda de Chéjov -"la cual era
Rusia, la cual era Grecia"-, por lo que los chicos a
duras penas lograban no soltar la carcajada. Pávlik
incluso se apretó la nariz para ahogar su risa, pero
Vasili Petróvich dio severo unos golpecitos en el
velador con su anillo de boda, y los chicos se
tranquilizaron.
Mientras los Bachéi tomaban café, entraron varios
vendedores ambulantes para ofrecer a los extranjeros
sus mercancías.
Uno de ellos, todo cubierto de largas ristras de
esponjas, llevaba en sus manos un bote en el que,
entre plantas acuáticas, nadaban unos pececillos
anaranjados, tan brillantes, que el establecimiento se
iluminó en seguida de manera extraña y parecía el
fabuloso reino del fondo del mar.
Otro llevaba colgados infinidad de zapatos con las
punteras torcidas hacia arriba y sostenía en sus
manos pañuelos de gasa rosa y azul, que convirtieron
por un instante el pobre café griego en una tienda de
Las mil y una noches.
Un sirio que vendía tapices reafirmó aquella
semejanza, y cuando apareció un vendedor de batines
y vajilla de cobre, era ya imposible dudar de que los
Bachéi no se encontraban en el Pireo, sino en Bagdad
y de que el dueño era Harun Al Rachid, pero
disfrazado.
Sin embargo, la aparición de un vendedor de
dulces orientales, que dejó en el suelo sus polícromas
5
Kaimak: Crema de leche. (!. de la Red)
cajas con turrones, dátiles y otras golosinas, asustó
extraordinariamente a los chicos -sobre todo a Pávlik,
que sintió una peligrosa acidez en la boca-, y todas
las visiones se desvanecieron en un abrir y cerrar de
ojos.
Aunque Vasili Petróvich abrigaba el firme
propósito de no gastar más dinero, no pudo cumplirlo
y compró para Petia a un vendedor ambulante un
sombrero griego de paja, de alas muy anchas. El
buen hombre se hizo el ánimo porque la prenda no
era cara y, además, el chico la necesitaba
grandemente. El sombrero no casaba con su
marinera, pero Petia no podía seguir llevando el
gorro de franela. Todo el tiempo le sudaba la cabeza,
y cálidas gotas resbalaban por sus sienes, cejas y
cuello. La gorra se empapaba hasta tal punto, que
apenas si se secaba por las noches. Vasili Petróvich
temía que Petia pudiera enfermar por causa del calor.
A Petia le dolía tener que quitarse la gorra, que le
hacía asemejarse al capitán de quince años. Pero, al
mirarse en un espejo profusamente picado de moscas,
vio que se parecía a un bóer. En todo caso, sombreros
como aquel -aunque no de paja, sino de fieltrollevaban los generales cuyos retratos había visto con
frecuencia Petia en la vieja revista !iva de los
tiempos de la guerra de los bóers, No le faltaban más
que la carabina y las cartucheras.
- Ahora pareces un verdadero joven bóer -dijo el
padre, y aquello inclinó la balanza.
Sintiéndose un joven bóer, Petia adoptó ante el
espejo poses belicosas y sintió el deseo de pasearse
sin pérdida de tiempo por el Pireo luciendo su nuevo
sombrero. En aquel mismo instante llegó desde el
puerto el largo rugido de la sirena de un barco, y
nuestros viajeros reconocieron al punto el barítono
italiano del Palermo, tan familiar, que hubieran
podido distinguirlo entre otros mil. Dejando sobre el
velador unas cuantas dracmas griegas, corrieron al
embarcadero.
El Palermo se encontraba ya en el antepuerto.
De pronto, Petia se acordó de que había dejado
olvidada en el café su vieja gorra, con la carta bajo el
forro, y sintió que la sangre se le helaba en las venas.
Sin decir palabra volvió corriendo sobre sus pasos.
Al principio, ni el padre ni Pávlik lo advirtieron.
Descubrieron que faltaba Petia cuando se disponían a
embarcar en una lancha. Ocurrió lo que más temía
Vasili Petróvich: se había perdido uno de los chicos.
Mientras tanto, Petia corría como un loco por las
estrechas callejas portuarias del Pireo, buscando el
café. Pero las callejas se parecían tanto unas a otras y
en todas ellas había tantos cafés, que a los diez
minutos el chico comprendió que se había perdido.
Sin noción ya de dónde se hallaba y maldiciéndose
porque el nuevo sombrero le había hecho olvidarse
de la gorra, el chico entraba en todos los cafés que
veía, encontrando en todas partes el mismo cuadro:
veladores de mármol, retratos del rey y de la reina de
V. Kataiev
38
Grecia, dominós, tacitas humeantes, borbolleantes
narguiles, paredes empapeladas, visillos de encaje,
pequeñas y bigotudas griegas tras el mostrador, bajo
un icono con una palma y una lámpara encendida, y
cafeteros griegos enfrascados en la lectura de los
periódicos.
Petia explicaba con calor en ruso y, el sabría por
qué, en francés, que había olvidado la gorra, pero
nadie lo comprendía, pues los griegos entendían mal
el ruso y Petia hablaba aún peor el francés. El chico
se acordó de Blizhnie Mélnitsi, de Terenti y de
Sinichkin. Vio con toda claridad a Gávrik ocultando
la carta bajo el forro de la gorra de marino hecha por
el tío Fedia... Comprendía ya perfectamente que el
tío Fedia no había cosido del todo el forro para
ocultar allí la carta. Petia sabía que le habían
encomendado una misión muy importante. Confiaban
en él y se había portado como un chiquillo frívolo y
vanidoso, que había imaginado que el estúpido
sombrero griego le hacía parecerse a un bóer.
Petia sintió tal despecho y vergüenza, que estuvo
a punto de llorar.
Sintiendo -le había tomado ya un odio feroz- en
su espalda el tamborileo del nuevo sombrero de paja,
sujeto a una goma, Petia corría por las callejas
sorteando a vendedores ambulantes, asnos cargados
de fruta, a vendedores de helado y a barberos que
afeitaban a la gente en las aceras, pero no lograba dar
con el café deseado. Se olvidó de todo, y quién sabe
cómo hubiera terminado aquello si, de pronto, no
hubiera oído la tercera pitada del Palermo. El chico
corría hacia donde sonaba la sirena y se vio de pronto
en el embarcadero, donde el padre, valiéndose de un
vocabulario ruso-griego, hablaba con el inspector de
policía del puerto, que iba de uniforme y llevaba un
quepis con galones.
- ¡Ahí viene! ¡Por fin! -gritó Vasili Petróvich,
agitando sobre su cabeza el vocabulario con tanta
fuerza, que los lentes le cayeron de la nariz y se
balancearon, pendientes del cordón-. ¡Granuja!
¡Cómo has podido hacer eso! ¡Dónde te has metido!
-He olvidado la gorra -barbotó jadeante Petia-. La
he buscado en todas partes... no la he encontrado en
ningún sitio... No he podido dar con nuestro café...
- ¡Pero cómo! -gritó más fuerte aún el padre-. ¡Por
esa repugnante y asquerosa gorra!...
- Papá, mi gorra no es asquerosa -balbuceó
quejumbroso Petia.
- ¡Asquerosa! -vociferó el padre con voz de
trueno.
- ¡Ay, papá, no comprendes nada! -gimió Petia.
- ¿Yo no comprendo nada? -rugió el padre y,
avanzando la mandíbula inferior, temblequeante la
barba, agarró al chico por los hombros.
Ya había empezado a zarandearlo, repitiendo-:
"¿Yo no comprendo nada? ¿Va no comprendo
nada?", cuando apareció en el embarcadero la
bigotuda griega con un envoltorio en las manos.
- Chico -dijo la mujer con cariñosa tristeza-, has
olvidado en el café tu gorra. ¡Ay, ay, ay! En Atenas
hace calor, pero de noche, en el vapor, cuando
lleguéis al Archipiélago, tendrás frío, y la cabeza se
te helará. Toma tu gorra.
Petia tomó presuroso la gorra, envuelta en un
viejo número del periódico ateniense en francés Le
messager d’Athénes, pero ni siquiera pudo dar las
gracias a la buena mujer, pues el padre lo empujó a la
barca, en la que llegaron al vapor cuando allí ya se
disponían a recoger la escala.
Una hora después, el vapor había alcanzado ya la
isla de Egina, y Atenas se sumergió tras la popa, en
los mezclados y maravillosos colores del ocaso en el
Mediterráneo.
Pero Petia no vio nada de esto. Estaba en el
camarote pasando la carta, ya un tanto arrugada y
sucia de sudor, del forro de la gorra al bolsillo
interior de su mochila. En el sobre había una
dirección en francés: W. Oulianoff, 4. Rue Marie
Rose. Paris XIV.
EL
DESIERTO
CÍRCULO
DEL
MEDITERRÁ
EO
Estuvieron largo tiempo bordeando Grecia y por
fin doblaron el cabo de Maléaa, el punto más
meridional de Europa6. La última isla, parecida a un
medio rollo de pan seco, se perdió entre las liliáceas
olas del Archipiélago. Durante dos días no vieron
tierra. El sol salía y se ponía, y el desierto círculo del
Mediterráneo parecía siempre inmóvil, aunque
cambiaba de tono sin cesar, pasando del azul oscuro,
en el amanecer, al azul claro y a un color lila con
reflejos cobrizos en el ocaso, pero sin la menor
pincelada de la verde tonalidad del Mar Negro.
Allí se percibía ya la proximidad de África,
inmenso y tórrido continente, y de no ser por el
viento -también caluroso, es cierto, pero suavizado
por el mar- hubiera sido difícil soportar aquel calor
tan intenso, casi tropical.
El viento arrastraba las largas y lisas ondas del
Mar Jónico. La cubierta oscilaba lenta y
blandamente, tan blandamente que su movimiento
incluso producía placer. Las máquinas trabajaban
acompasadas. De vez en cuando aparecían en el
castillo los fogoneros que habían acabado su turno y
se duchaban unos a otros con una manga. Petia ya se
había acostumbrado a determinar la hora por los
fogoneros. En el fondo, nada importaba la hora. El
tiempo parecía tan inmóvil como el propio barco en
medio del azul círculo.
Petia iba y venía por todo el buque. Producía una
sensación particularmente extraña cruzar la cubierta
de carga, donde llevaban un rebaño de vacas. Petia
pasaba, como en un establo, por el estrecho pasillo
6
Hoy se considera la parte más meridional de Europa
la punta de Tarifa.
39
El caserío en la estepa
entre las colas de los animales. Las vacas movían
perezosamente sus partidas pezuñas, en cuyas
hendiduras veíase un estiércol semilíquido. Petia
sentía placentero, bajo sus pies, no las duras tablas
del puente, sino una muelle capa de paja.
Una parte de la cubierta aquella la ocupaban unas
pilas de heno prensado, que no dejaban ver el mar.
Recalentado por el africano sol, el heno despedía,
intensos, todos los olores de la estepa. Petia sacaba
de las apretadas pilas un aplastado tallo de salvia o de
cardo, lo desmenuzaba entre sus manos, lo olfateaba,
y le parecía en tales momentos que no se encontraba
en el barco, en medio del Mediterráneo, sino en las
estepas de Besarabia, en Budakí. Aquello era muy
extraño y a la vez agradable.
También era muy agradable pasar por debajo de la
campana de señales a la proa del barco, tenderse
sobre las calientes tablas del puente, asomar con
cuidado la cabeza por encima de la borda y mirar
abajo. Allí asomaba por el escobén la monstruosa
pata del áncora, y más abajo se veía el espolón del
barco, partiendo con inflexible tenacidad las olas,
una tras otra. De allí subía, acariciando el rostro, un
fino polvillo de agua salada; se percibía el olor a
hierro de las olas, en las que el barco abría profundos
surcos, y más abajo de la línea de flotación a través
del espejeante zafiro de las aguas, traslucía,
rompiendo la armonía cromática, el subido color
naranja de la quilla. Sólo allí se percibía con toda
intensidad el movimiento del buque, su rapidez, que
causaba un ligero vértigo, como un tiovivo. Petia
estaba dispuesto a pasar horas y más horas mirando
el agua que corría abajo, mientras escuchaba los
acordes de la mandolina que tocaba, a horcajadas
sobre la cadena del ancla, el fogonero italiano Peripo,
joven de dientes blancos como la nieve y rizada
maraña negra como ala de cuervo. El tañido tierno y
algo sordo de la mandolina hacía presentir Italia.
Por fin, Petia la vio. Por la mañana temprano se
columbró vaga en el horizonte la silueta de un cono.
Era la cima del Etna. Pronto el cono creció y fue
ensanchándose, hasta que salió del mar una franja de
montañosa tierra: Sicilia.
A medida que se acercaban a la orilla, percibíase
con mayor nitidez su sombrío y volcánico carácter,
que en nada se asemejaba al de la Italia que Petia se
había imaginado.
Ya se veía a simple vista la ciudad de Catania, en
la ladera del monte, y el puerto, rodeado de olas de
negra y petrificada lava que llegaban hasta el mar,
sombrío por su reflejo.
Italia acogió hoscamente a nuestros viajeros:
soplaba el siroco, tórrido y seco viento africano. El
termómetro marcaba cerca de 45 grados de calor. Por
las calles, pavimentadas con baldosas de lava, como
en Odesa, o abiertas en sus petrificados torrentes, el
viento arrastraba nubes de polvo. El cielo estaba
turbio, amarillento tirando a gris plomo. Mulas y
caballos con unas funditas rojas en las orejas y
enganchados a lindos carruajes aparecían tristemente
parados en la plaza, y el viento doblaba hacia un
mismo lado el chorro de un surtidor y sus
polvorientas colas.
Los transeúntes, muy escasos, caminaban
perezosamente por las calles, llenos de apatía.
Incluso los guías, sentados en el borde de la fuente,
no Se sentían con fuerzas para acercarse a los
viajeros y les hacían desde lejos indolentes señales,
mostrándoles paquetes de tarjetas con vistas de la
ciudad.
En el parque se oía el metálico rumor de las
palmeras, con sus copas inclinadas todas a un lado.
Fulgían con opaco brillo las hojas casi negras de las
magnolias. En los senderos veíanse ramas tronchadas
con enormes flores céreas, muertas ya y cubiertas de
las oscuras manchas de la putrefacción; en pinos y
laureles se agitaban los rotos velos de grises
telarañas, y sobre todo aquello se percibía el
angustioso imperio del Etna.
Lo mejor hubiera sido regresar al barco, pero al
leer en la guía que Catania ocupaba el lugar donde se
alzara en tiempos la antigua ciudad de Catana,
completamente enterrada por la lava y de la que
quedaban los restos del foro, el teatro y otros
edificios de los romanos, Vasili Petróvich quiso, a
toda costa, mostrarlos a los chicos.
Durante largo rato caminaron contra el viento,
agobiados por el calor y sudando a mares. Empinadas
calles los llevaron a donde se encontraban los
monumentos aquellos. Pero los chicos estaban ya tan
fatigados, que no pudieron comprender ni apreciar
nada.
No fueron al museo. Les parecía que nevaban una
eternidad deambulando por la siniestra urbe: el barco
habría tenido tiempo de cargar y de descargar y
podrían reanudar el viaje.
Sin embargo, el siroco hacía que en el puerto
trabajaran tres veces más despacio que de costumbre.
Acaban de descargar el ganado y, para subir al barco,
los viajeros tuvieron que abrirse paso a través del
rebaño de atormentadas vacas, que ya no podían
siquiera mugir y miraban con ojos lagrimeantes el
sombrero de Petia, mientras el viento torcía con
fuerza sus colas y silbaba al chocar con sus cuernos.
MESI
A
Toda cambió maravillosamente al llegar la
mañana, cuando entraron en el estrecho de Mesina y
fondearon en el antepuerto de la ciudad.
Aquello era ya la pintoresca Italia que conocían
por las acuarelas y los cuadros al óleo Cielo azul,
mar más azul todavía, velas latinas, rocas y un litoral
poblado de naranjos y olivos.
Desde el puerto, Mesina ofrecía el aspecto bello y
sugestivo de la tierra siciliana; sin embargo, Petia
creyó percibir algo alarmante en la disposición de las
40
casas y en su número. Le pareció que había muchas
menos de las que podía haber. Entre ellas se intuían
unos espacios muertos, ocultos entre tupidos
matorrales.
El propio nombre de Mesilla parecía encerrar algo
terrible. Pero sólo cuando hubieron desembarcado
pudo ver Petia que la mitad de la urbe la ocupaban
ruinas.
Entonces recordó de pronto unas palabras que tres
años atrás repetía, horrorizado, todo el mundo: el
terremoto de Mesina. El mismo las había
pronunciado más de una vez, pero comprendía mal lo
que significaban. Había visto ya las ruinas de
Bizancio, de la antigua Grecia y de los dominios de
los romanos. Pero aquéllas eran piedras pintorescas,
monumentos históricos, y nada más. Habían ido
destruyéndose lentamente, a lo largo de milenios. La
impresión que producían era muy profunda, pero
dejaba fría el alma. En Mesina, por el contrario, Petia
vio montones de escombros que unos años atrás eran
manzanas de casas.
La destrucción de la ciudad y la muerte de miles y
miles de personas ocurrieron en unos minutos, y no
dejaron en pos ni torres almenadas ni columnas de
mármol, nada que no fueran tristes tabiques derruidos
con jirones de feos papeles, cristales rotos y
retorcidas camas de hierro, todo ello cubierto de
matojos. Era aquélla la primera dudad destruida que
veía Petia. No se trataba de ninguna de las conocidas
ciudades antiguas que figuraban en el manual de
Historia, sino de una corriente y pequeña ciudad
moderna italiana habitada por italianos también de lo
más corrientes.
Muchos años después, cuando Petia, hecho ya un
hombre, vio horrorizado las destruidas ciudades de
Europa, aún no había olvidado las ruinas de Mesina.
En todas partes se percibía la espantosa pobreza
de Italia, medio oculta por la vegetación meridional y
suavizada por los vivos colores del estío siciliano. La
mayoría de los habitantes de Mesina seguía
albergándose en barracas, tiendas de campaña y
chozas hechas de los restos de las casas. Por doquier
había ropa puesta a secar en cuerdas. Machos cabríos
iban y venían por los montones de escombros
poblados de hierba. Niños casi desnudos, de ojos
calabreses, brillantes corno la antracita, corrían por
las calles destrozadas y rebuscaban entre las ruinas,
abrigando la esperanza de encontrar algún objeto de
valor.
Donde antes se alzaran los comercios aplanados
por el terremoto, veíanse unos cobertizos bajo los
que vendían tarjetas postales, gaseosas, carbón y
aceitunas...
Los Bachéi iban por las tórridas, calles de aquella
ciudad medio muerta, rodeados de una muchedumbre
de pescadores, barqueros y niños. Todos cogían del
brazo a los viajeros, sonreían y, mirándoles a la cara,
hablaban con gran rapidez, como todos los italianos.
V. Kataiev
No eran ni guías ni mendigos y era imposible
comprender qué deseaban. Con particular interés
palpaban la marinera de Petia y acariciaban el cuello
de la prenda, diciendo en todos los tonos: ¡Marinaio
ruso! ¡Marinaio russo!
Vasili Petróvich recordó que, durante el
terremoto, se encontraba en el puerto de Mesina la
escuadra rusa, y los marinos derrocharon heroísmo
auxiliando a los habitantes de la ciudad.
Al ver la marinera de Petia y convencerse por
otros muchos indicios de que los Bachéi eran rusos,
los habitantes de la ciudad expresaban a todos ellos,
y principalmente al pequeño marino ruso, su
admiración y agradecimiento.
Describían con palabras incomprensibles, pero
con comprensibles gestos, el terrible cuadro del
terremoto y las proezas de los marinos rusos, que se
lanzaban a las casas en llamas y desenterraban a las
víctimas, sepultadas por los escombros.
Se abrió paso por entre la multitud una vieja
italiana de pelo blanco, vestida de harapos, que
llevaba a la espalda un gran cántaro. La mujer ofreció
a los Bachéi, en una bandeja, tres vasos de agua
fresca, lo único con que podía expresar su gratitud a
los rusos. Petia se sintió muy orgulloso y lamentó no
haberse puesto la gorra de marino que le hiciera el tío
Fedia y, más aún, no llevar en ella la cinta de
caballero de San Jorge.
- ¡Grazie, russo! -repetían los italianos,
estrechando la mano a Vasili Petróvich, a Petia y a
Pávlik, y aquello era comprensible.
Pero oyeron además lo siguiente:
- ¡E vviva la rivoluzione, e vviva la repubblica
russa! Por lo visto, la descuidada perilla de Vasili
Petróvich, sus lentes con montura de acero y su
democrática camisa rusa bajo la chaqueta de seda
cruda hicieron creer a los barqueros y pescadores de
Mesina que estaban viendo a un revolucionario ruso
iluminado por el lejano resplandor del año cinco y
por la gloria imperecedera de Presnia y del acorazado
Potemkin.
Al atardecer, el Palermo levantó anclas y,
cruzando otra vez el estrecho de Mesina, salió al Mar
Tirreno con rumbo directo a Nápoles, meta de su
travesía.
PLI
IO EL JOVE
La sofocante noche era tan negra, que incluso el
inmenso y estrellado cielo no podía disipar lo más
mínimo las tinieblas entre las que parecía pender el
barco. Sólo la luminiscente y nívea estela de espuma
que el buque dejaba en pos, la acompasada y apenas
perceptible oscilación de la cubierta y el rumor de las
olas acariciando las bandas evidenciaban que el
barco navegaba por el mar y no por el aire.
Quizás porque fuera aquélla la última noche que
pasaban en el barco, Petia estuvo largo tiempo sin
poder dormirse, paseando por la cubierta superior, su
41
El caserío en la estepa
lugar preferido, junto a la cabina del timonel. Un
marinero inmóvil como una estatua apoyaba sus
manos en los cuernos del gobernalle. A Petia le
gustaba observar sus movimientos, acechando el
incomprensible y enigmático instante en que el
hombre, sin causa aparente, cambiaba de lugar las
manos y hacía girar un poco la enorme rueda.
El gobernalle giraba fácilmente, sin hacer ruido,
pero, al punto, muy abajo, empezaba a funcionar el
motor, se oían los chasquidos del vapor, un ruido de
cadenas, y a lo largo de las bordas, en sus engrasados
canales, se movían unas varillas de acero, doblando
ligeramente el timón. Aquello quería decir que el
barco se había desviado del rumbo y el timonel
corregía el curso.
Era muy extraño que el barco navegara y
navegara siguiendo fielmente su curso y se desviase
de pronto. ¿Qué enigmáticas fuerzas de la naturaleza
influían en su recto y mecánico movimiento? ¿El
viento? ¿Las corrientes submarinas? ¿La rotación de
la Tierra? Petia no lo sabía, pero la conciencia de que
aquellas fuerzas invisibles existían y actuaban todo el
tiempo en torno a él, la conciencia de que se podía
luchar contra ellas, hacía que sintiese profundo
respeto hacia el timonel y, más aún, hacia la brújula,
que el hombre consultaba de vez en cuando.
Hasta entonces, el chico no había comprendido
con toda plenitud la gran importancia de la brújula,
mecanismo de maravillosa sencillez creado por el
genio del hombre para luchar contra las oscuras
fuerzas de la naturaleza. Cerca del gobernalle, sobre
un pie de hierro fundido, había un caldero de cobre,
en el que, bajo un grueso cristal, parecía pender en el
aire un círculo de papel ensartado en una púa y
dividido en rumbos, grados y décimas de grado. Lo
iluminaban
profusamente
ocultas
bombillas
eléctricas. Una reglilla de cobre colocada por el
piloto fijaba el curso, y en cuanto el buque se
desviaba de él, por poco que fuera, las divisiones se
confundían y el timonel se apresuraba a rectificarlo.
En aquel momento, la reglilla de cobre ponía
curso a Nápoles. Y aunque en torno reinaba una
oscuridad tan impenetrable como en una carbonera,
el barco avanzaba seguro a toda máquina, deseoso de
recobrar el tiempo perdido en las estadías.
De pronto, Petia descubrió a lo lejos una extraña
luz que no se parecía a la de un faro ni a los fuegos
de un buque que avanzara en dirección contraría.
Aquella luz era casi roja y encerraba algo anormal.
Después de unos instantes se apagó, volvió a surgir a
los dos minutos, volvió a apagarse, y así fue
ocurriendo en intervalos regulares: la luz se extinguía
lentamente y con la misma lentitud volvía a
encenderse, aumentando poco a poco de
proporciones. Parecía aquello lo que sucede cuando
se mete en la boca una cerilla humeante, se respira y
la pequeña ascua se enciende tras los dientes con
viva luz roja.
Al poco empezaron a iluminarse ligeramente las
olas y el bajo borde de una oscura nube colgada en la
noche, y parecía que del lugar aquel salía una
calurosa vaharada.
- ¡Huy!, ¿qué es eso? -preguntó asustado Petia.
- Strómboli -dijo la conocida voz del segundo,
que había subido al puente.
Tendiendo a Petia sus grandes prismáticos
marinos con cristales ahumados, que reflejaron por
un segundo la roja luz del Strómboli, el hombre
repitió patético:
- Il famoso vulcano Strómboli.
Petia miró con los prismáticos el volcán, a cuya
altura había llegado ya el barco. Precisamente en
aquel instante salía de él, como de la chimenea de un
samovar, una llamarada que iluminó claramente los
bordes del cráter, y a Petia le pareció oír un rumor
submarino y sentir el calor del volcán, pero aquello
era tan sólo una figuración.
Pronto la isla de Strómboli quedó atrás, pero en
medio de la impenetrable oscuridad de la noche se
percibió aún durante largo rato su llameante
respiración, que alumbraba con siniestra luz el mar y
las nubes.
Petia sentía un júbilo desbordante: había visto con
sus propios ojos un monte que vomitaba fuego, un
verdadero volcán. ¡No todo alumno del gimnasio, ni
mucho menos, podría jactarse de ello! Pero, ¡qué
decía un alumno del gimnasio! Seguramente ninguno
de los profesores había visto de cerca, en toda su
vida, un verdadero volcán. Ni siquiera el profesor de
geografía, ni siquiera el director del gimnasio. El
inspector general de la comarca quizás lo hubiera
visto, pero el de los gimnasios de Odesa, de seguro
que no. ¡Dios mío, qué diría la tía cuando se enterase
de que Petia había visto un volcán! ¡Qué dirían los
conocidos! Ni siquiera Gávrik se atrevería a fruncir
despectivo la nariz y lanzar, después de escupir por el
colmillo, su acostumbrado: "Eso es mentira". Era una
lástima que Petia no tuviese más testigos que el
timonel y el segundo. Aunque quizá fuera mejor que
papá y Pávlik estuvieran durmiendo y no hubiesen
visto el volcán. Ello haría a Petia superior a toda la
familia.
Esperó el chico a que el volcán desapareciera y
luego se lanzó puente abajo, previendo la
humillación de Pávlik y su propio triunfo cuando
entrara en el camarote y dijera: "¡Acabo de ver un
volcán, y tú, dormilón, no lo has visto!"
Pero, ¡ay!, nada de esto ocurrió: hacía tiempo que
todos los pasajeros se hallaban en cubierta, y Pávlik,
a quien había despertado su amigo el camarero, se
encontraba en popa, apoyada la barbilla en la borda,
y, con fingida atención, escuchaba una conferencia
que, en lenguaje muy sencillo, le estaba endosando
Vasili Petróvich acerca del volcán que acababan de
ver.
Entonces, Petia se dirigió al camarote para
42
comunicar el primero a la tía el espectáculo recién
visto. Sacó de la mochila la mejor vista de
Constantinopla -la torre de Galata- y escribió:
"Querida tía: No puede siquiera figurarse lo que me
ha ocurrido. Naturalmente, no me va a creer, pero
acabo de ver con mis propios ojos un verdadero
volcán en acción..."
Petia se detuvo, regateó un poco con su
conciencia, y añadió muy resuelto: "¡Estaba en
erupción!..."
Por cierto, Petia creía ya él mismo que el volcán
estaba en erupción. Cuando tomó el lápiz, las
impresiones eran tan desbordantes, que se hallaba
dispuesto a llenar toda la tarjeta postal con una
brillantísima descripción de la erupción del volcán en
alta mar. Pero apenas hubo escrito aquellas solemnes
palabras, toda su inspiración se disipó como el humo.
En realidad, la erupción del volcán la había
descrito en el manual de geografía Plinio el Joven, y
Petia no se disponía a rivalizar con aquel notable
escritor romano, con mayor razón porque Plinio el
Joven había descrito una verdadera erupción del
volcán, y la que Petia pensaba describir era
imaginada.
Por eso, después de las palabras "estaba en
erupción", Petia añadió solamente: "Muchos besos de
su sobrino, que mucho la quiere, Petia", y ocultó la
tarjeta en la mochila para echarla al buzón a la
primera oportunidad.
Así, pues, el relato que de la erupción volcánica
había escrito Petia, si bien cedía en mucho por su
veracidad al de Plinio el Joven, lo superaba, sin duda
alguna, por su laconismo, auténticamente clásico.
ÁPOLES Y LOS APOLITA
OS
Después del mediodía se columbraron, lejos, unos
altos islotes rocosos. A la luz argentada del sol,
brillante y cegador, parecían ingrávidas siluetas de
diferentes matices de azul: los próximos más oscuros
y los lejanos más claros.
El vapor iba a teda máquina. Los pasajeros que
viajaban en la bodega habían desembarcado ya en los
puertos donde hicieran escala, y el Palermo, las
cubiertas de carga limpiamente fregadas con agua del
mar y arena, refulgentes los umbrales de cobre y las
escalas, recién pintados los salvavidas y las lanchas,
con sus lonas fuertemente acordonadas, la bandera
italiana ondeando alegre en popa, había recobrado su
elegante aspecto de trasatlántico.
- Capri, lschia, Prócida -dijo Vasili Petróvich
cuando el barco pasaba a la altura de estas islas para
entrar en el Golfo de Nápoles.
- ¡El Vesubio! -gritó a voz en cuello Pávlik.
Efectivamente, allí estaba el Vesubio. Su silueta
gris azulada, con dos cumbres de dulce pendiente y
un penacho de azufroso humo coronando una de
ellas, destacaba claramente en la neblina solar, que se
iba desvaneciendo a ojos vistas, descubriendo la
V. Kataiev
ciudad de Nápoles y centenares de buques en la
dársena y en el antepuerto.
Una bandada de blancas gaviotas se había lanzado
ya sobre el Palermo y las bellas aves planeaban,
extendidas las alas, cazando al vuelo los desperdicios
de hortalizas que habían arrojado al agua por una
portilla de la cocina. A decir verdad, Petia estaba ya
harto del barco. Al principio, encerraba mucho de
nuevo y hasta de enigmático, pero, al final del viaje,
ya no ofrecía interés para el chico. Sin embargo, al
pisar el patio empedrado de la aduana de Nápoles,
Petia, lo mismo que el preso de Chillon, sintió
separarse de su cárcel.
Al chico le dolía abandonar el barco, que ya lo
tenía cansado, le dolía separarse de sus maravillosos
rincones, no sentir sus específicos olores y no ver las
estrechas y largas tablas sin pintar de la cubierta,
siempre pulcramente calafateadas y fregadas con
arena.
Mientras un vista de aduanas italiano efectuaba el
reconocimiento de los equipajes, Petia sintió el temor
de que el hombre encontrara la carta que él había
ocultado en la mochila. ¡Sería terrible! Pero el
modestísimo equipaje de los Bachéi no despertó el
interés del vista. En vano Vasili Petróvich, después
de abrir con su llavecita el abultado maletín, se
apartó de él como diciendo: "Si creen ustedes que
queremos pasar contrabando, pueden convencerse,
señores míos, de que eso es una falsedad".
Pero el vista de aduanas italiano, sin dignarse
siquiera mirar aquella complicada creación del arte
guarnicionero y maletero de Odesa, se limitó a
golpearla con el pulgar, y el agente que le seguía hizo
un círculo de tiza en cada bulto, dando pleno derecho
a los Bachéi a largarse con todo su equipaje a donde
les viniese en gana.
Aquello era un tanto humillante y despectivo,
pues a muchos de los viajeros -sobre todo a los de
primera- les abrían las lujosas maletas con etiquetas
de diferentes hoteles, rebuscaban en ellas, extrayendo
chales sirios, botes de cristal con tabaco turco y
redondas cajitas de caviar ruso, y les pedían
respetuosamente que pagasen los derechos de
aduanas.
Cargados con sus mochilas, los Bachéi sacaron
con dificultad entre los tres a la tórrida plaza su
voluminoso maletín e, inmediatamente, se vieron
rodeados de una frenética y chillona muchedumbre
de intérpretes de hotel.
Todos ellos llevaban engalanadas gorras con el
nombre de los hoteles que representaban. Petia había
presenciado ya algo parecido en la estación de
Odesa, a donde había ido en cierta ocasión para
recibir a la abuela. Entonces le hizo mucha gracia ver
que un grupo de vociferantes mozos de hotel tirara en
todas direcciones de un caballero que sujetaba con la
barbilla su cerrado paraguas.
Pero los mozos de hotel de Odesa, bastante
43
El caserío en la estepa
tímidos, aunque expeditivos, no podían compararse
con los intérpretes napolitanos. Estos eran tres veces
más numerosos y cuatro veces más implacables.
Gritando
belicosamente:
¡Grand
Hotel!,
¡Continental!, ¡L.iborno!, ¡Vesubio!, ¡Hotel di
Roma!, ¡Hotel di Ferenze!, ¡Hotel di Venecia!,
rodearon a Vasili Petróvich, agitaban sobre su cabeza
paquetes de prospectos profusamente ilustrados y le
prometían en todos los idiomas europeos una
baratura fabulosa, un confort inaudito, habitaciones
con vistas al Vesubio, mesa familiar, almuerzos
gratuitos, una excursión a Pompeya y mil cosas más.
Vasili Petróvich, desesperado, hacía señas a unos
mozos de cuerda con blusas azules y chapas en el
pecho que, sentados en las baldosas, al pie del muro,
contemplaban con la mayor de las indiferencias la
encarnizada agresión de los intérpretes a los
indefensos extranjeros. Vasili Petróvich intentó
romper el cerco para llegar a los coches de alquiler e
incluso lo logró, pero los aurigas, sentados en los
pescantes de sus vehículos, fumaban largos y
pestilentes toscanos y ninguno de ellos quiso auxiliar
a Vasili Petróvich.
Por el contrario, cuando Vasili Petróvich había
puesto ya el pie en el estribo de uno de los vehículos,
el cochero hizo una mueca feroz, se quitó rápido su
viejo sombrero de fieltro y lo sacudió con tanta
energía ante sus narices, gritando: !o, signare, no!,
que el pobre hombre se vio obligado a batirse en
retirada.
Aquella incomprensible indiferencia de los
cocheros y los mozos de cuerda tenía algo de
siniestro. Vasili Petróvich no sabía ya ni qué pensar.
Posteriormente se puso en claro que los Bachéi
habían llegado a Nápoles el mismo día en que los
cocheros, los mozos de cuerda y los tranviarios
habían declarado una huelga de protesta contra el
gobierno italiano, que preparaba la guerra contra
Turquía.
Pero aquello no alivió la situación de los Bachéi,
pues, por lo visto, a los intérpretes no les parecía mal
que Italia conquistase Trípoli y aquel día no estaban
en huelga. A pesar de la poca estima que dispensaba
a la policía, Vasili Petróvich estaba ya dispuesto a
pedir ayuda a dos carabineros con tricornios y
pantalones negros franjeados de rojo que, debido a
sus bigotes y sus enormes narizotas de polichinela,
parecían mellizos. Pero, en aquel mismo instante, las
cosas se arreglaron de por sí.
Un rechoncho y astuto intérprete comprendió que
mostrando cariño al hijo conquistaría el corazón del
padre. Haciendo un esfuerzo, sentó a Pávlik, que se
resistía, sobre uno de sus hombros, se echó al otro el
maletín a cuadros y, al trote, se metió en una calleja
cercana. Vasili Petróvich y Petia corrieron en pos
suyo y, al cabo de cuarenta minutos de fatigosa
persecución, se vieron en el Esplanade-Hôtel. Este
mismo nombre refulgía en la gorra del avispado y
orondo intérprete.
En cuanto hubo llegado al hotel con Pávlik y el
maletín
a
cuestas,
el
gordinflón
colgó
inmediatamente la gorra en un clavo que había sobre
el comptoire, convirtiéndose de intérprete en dueño
del establecimiento. Por cierto, no tardó en ponerse
en claro que cumplía cuatro funciones más: las de
camarero, cocinero, mozo, y portero, es decir, las de
todo el personal del hotel, a excepción de las de
doncella y cajera, desempeñadas por su esposa.
El Esplanade-Hôtel, apretujado entre una
ropavejería y una taberna, llamada en italiano
"trattoria", se hallaba en un callejón tan estrecho,
que por él no podían pasar a la vez dos coches. Por
cierto, esto último tenía únicamente una significación
teórica, pues el callejón no era sino una escalinata
con muchos peldaños de desgastadas baldosas. Entre
las casas, altas, pero muy estrechas, había unas
cuerdas con ropa tendida y, a pesar de que en torno
llameaban los vivos colores del verano de Nápoles, la
calleja era oscura y húmeda, y en la ventana de la
taberna podía verse la verdosa luz de una lámpara de
gas.
El Esplanade-Hótel tenía en total cuatro
habitaciones, cuyas puertas y ventanas daban a la
galería encristalada de un patio interior, muy
parecido a los de la vieja Odesa, con la sola
diferencia de que floridas adelfas y azaleas crecían en
la tierra y no en cubas pintadas de verde, y de que el
basurero no sólo estaba lleno de desperdicios de
verdura y tripas de pescado, sino también de gran
profusión de conchas de ostras, caparazones de
langosta y grandes limones estrujados.
Al ver huellas de chinches en el empapelado de
las paredes, dos monstruosas camas con dosel y un
descascarillado lavabo con vistas del golfo de
Nápoles, Vasili Petróvich, dispuesto ya a salir
corriendo de aquella cueva, agarró el maletín, pero
las fuerzas le abandonaron. Se sentó en una vacilante
silla de mimbre, y, abriendo su vocabulario, se puso a
regatear. El dueño pedía diez liras diarias, y Vasili
Petróvich le ofrecía una. En fin de cuentas, quedaron
en tres, lo que era tan sólo una lira más caro de lo
debido. Sin perder ni un instante más de su precioso
tiempo, los viajeros podían salir a visitar los lugares
notables de la ciudad. Pero, de pronto, Vasili
Petróvich sintió que le era difícil levantarse de la
silla. Comprendió entonces que el viaje por mar, que
tan cómodo se le antojara, lo había fatigado
terriblemente. El buen hombre pasó con dificultad de
la silla a la cama y permaneció un rato sentado bajo
un crucifijo, los ojos inflamados y somnolientos,
limpiando con el pañuelo los cristales de sus lentes.
Por lo visto, confiaba en que lograría vencer el
cansancio, pero no lo logró.
- ¿Sabéis lo que os digo, amiguitos? -observó
sonriendo con aire turbado-, yo pienso descabezar un
sueñecillo. Y a vosotros os aconsejo lo mismo.
V. Kataiev
44
Quitaos las sandalias y echaos un rato...
Pávlik, a quien después de aquel forzado viaje a
hombros del intérprete también se le pegaban los
párpados, se puso, dócil, a quitarse las sandalias.
Pero Petia estaba impaciente por salir a la ciudad.
Quería despachar cuanto antes su correspondencia: la
carta que le había dado Gávrik y la tarjeta postal en
que pintaba a la tía la "erupción" del Strómboli.
Al principio, Vasili Petróvich se asustó, pero Petia
dijo con tanta dignidad que ya no era pequeño y juró
con tan gran fervor religioso, santiguándose ante el
crucifijo, que sólo iría a comprar un sello y regresaría
en seguida, que el padre terminó por acceder y le
entregó una bella lira de plata para los gastos. Al ver
la moneda, a Pávlik se le encendieron los ojos.
- ¿Y yo? -dijo el chico, poniéndose las sandalias
otra vez.
- Tú échate a dormir -respondió muy frío Petia.
- No te pregunto a ti, le pregunto a papá.
- ¡Dios nos libre! -exclamó asustado el padre.
- ¿Qué? -preguntó Pávlik, torciendo por si acaso
la boca, dispuesto a llorar en cuanto hiciese falta.
- ¿Qué es eso de preguntar en ese tono? -dijo
riguroso el padre.
- ¿Y por qué Petka puede y yo no?
- ¿Cuántas veces te he dicho que no le digas
"Petka"7, sino "Petia"?
- No lo repetiré más -respondió con gran
disposición Pávlik-. ¿Por qué Petia puede y yo no?
- Porque Petia res mayor, y tú, pequeñito.
Este argumento siempre sacaba de quicio a
Pávlik. Por más que crecía, por más que se esforzaba,
siempre era pequeño en comparación con Petia.
- Yo no tengo la culpa de que Petia sea mayor y
yo menor -gimoteó Pávlik-. A él todo se le consiente,
y a mí no.
- Yo voy a la ciudad para despachar la
correspondencia, y tú quieres ir por capricho -explicó
aleccionador Petia.
- ¿Y qué sabes tú si yo también tengo
correspondencia?... ¡Papá, déjeme ir!
- ¡Por nada del mundo! -declaró categórico el
padre, y esto infundió a Pávlik cierta esperanza.
Habitualmente, después de las palabras "por nada
del mundo", el padre lo pensaba un poco y añadía
más o menos: "aunque si me das palabra de que vas a
portarte bien..." A fin de apresurar la cosa, Pávlik se
puso, con evidente fingimiento, a hacer pucheros,
mirando de reojo al padre. El chico tenía muy bien
estudiado el carácter de su progenitor.
Vasili Petróvích, que no podía ver a los chicos
llorando, dijo:
- Aunque... si me das palabra...
- ¡Palabra de honor! -dijo rápidamente Pávlik, y
cometió una grave equivocación.
El padre frunció el ceño.
7
Petka: forma vulgar de Petia. (!. de la Red.)
- ¿Cuántas veces te he dicho que no hables nunca
así? Eso es humillante. Al dar palabra, nunca hay que
añadir "de honor". De por sí se desprende que la
palabra de toda persona honrada es siempre de honor.
Por ello, basta con decir simplemente: doy palabra.
- Doy simplemente palabra -exclamó solemne
Pávlik, abrochándose con impaciencia las sandalias y
cometiendo, al apresurarse, su segunda equivocación.
- ¿De qué das palabra?
- De que me portaré bien.
- Eso es lo principal, pero da también palabra de
que no te apartarás un paso de Petia.
- ¡No!
- ¿Cómo que no?
- Digo que no me apartaré un paso de Petia -se
enmendó Pávlik.
- Eso es otra cosa.
- ¡Y que me obedezca -terció Petia-, pues de lo
contrario ni iré con él, porque se perderá sin falta y
yo no responderé de nada!
- ¡No me perderé! -replicó Pávlik.
- ¡Te perderás! Tú siempre te pierdes.
- ¿Y quién se perdió la última vez en Odesa,
cuando, por culpa tuya, casi nos quedamos en el
muelle y la tía se volvía loca?
- No mientas.
- Yo no miento.
- Chicos, dejad en seguida de reñir.
- Yo no riño, quien riñe es Petia.
- En tal caso, no os dejo salir a ninguno de los
dos.
- No, no, papaíto -balbuceó apresuradamente
Pávlik-. Doy simplemente palabra de que le
obedeceré.
-¿En todo? -preguntó Petia, a quien gustaba
mandar.
- En todo.
- ¿En todo absolutamente?
- En todo absolutamente -repitió Pávlik, un tanto
irritado.
- Tenlo presente -advirtió Petia serio y riguroso.
- ¡Ea, marchaos, por Dios! -barbotó soñoliento el
padre, tendiéndose en la cama, bajo el dosel, y, con
voz que apenas si se oía, añadió-: Sólo os pido, por
Dios, que no os perdáis.
Cuando Petia y Pávlik bajaron la escalera, llegó
hasta ellos el primer ronquido del padre.
Por supuesto, los chicos se perdieron...
Al salir a la calle, Petia, haciendo uso de sus
derechos de hermano mayor, cogió de la mano a
Pávlik, cosa que, dicho sea de paso, el pequeño no
podía soportar. Sin embargo, se vio obligado a
someterse, pues había aprendido bien el dicho
predilecto de su padre: "Si has empeñado tu palabra,
cúmplela".
Al principio, fueron a comprar un sello. Aquello
resultó mucho más difícil que en Rusia, donde los
vendían en todas las tiendas. Aunque en Italia las
45
El caserío en la estepa
tiendas abundaban más, en ellas, por lo visto, no
vendían sellos. Ninguno de los dependientes pudo
siquiera comprender qué deseaba Petia, aunque el
chico se explicaba con toda soltura en italiano,
idioma que habla aprendido en el salón del barco.
- Prego, signore... -decía Petia de corridilla, pero
con ojos de susto-, prego, signore, déme usted un...
un...
Qué "un" quería, no podía decirlo, pues no sabía
cómo se llamaban los sellos en italiano.
El chico sacaba del bolsillo la carta, se ensalivaba
el dedo e imitaba muy gráficamente cómo se pegaba
una imaginada estampilla. Incluso golpeaba un
ángulo del sobre, como si su puño fuera un
matasellos. "Comprende, un marka... Un marka..."8
Al oír estas palabras, los dependientes se encogían de
hombros con gesto teatral, eminentemente
napolitano, y desataban la tarabilla con tal rapidez,
que Petia, a pesar de su conocimiento del italiano, no
se enteraba de nada. Esto ocurrió unas diez veces,
hasta que, por último, ya en la tercera o cuarta calle,
el dueño de una tienda de vinos, engalanada por fuera
y por dentro con racimos de grandes y pequeñas
botellas en forma de mandolina y revestidas de paja
trenzada, les acompañó hasta la esquina y les señaló
con el dedo hacia lo lejos, pronunciando una
larguísima y teatral frase en la que las únicas
palabras más o menos comprensibles fueron "posta
centrale", es decir, oficina central de correos.
Los chicos encaminaron sus pasos en aquella
dirección. De cuando en cuando, Petia detenía a los
transeúntes y, mirando adusto a Pávlik, preguntaba
en italiano:
- Prego, signore, dov’é la posta centrale?
Unos transeúntes comprendían lo que el chico les
decía y otros no, pero todos se afanaban por ayudar a
los dos jóvenes extranjeros que deseaban comprar un
sello.
Hay que decir que los napolitanos resultaron ser
un pueblo excelente, muy emocional y simpático,
aunque un tanto atropellado. Por cierto, no se
parecían a los guapos mocetones con pantalones
cortos, anchas fajas y pañuelos rojos apresando su
rizada cabellera, ni a las beldades morenas con
mantilla de encaje que los chicos conocían por los
cuadros.
Los transeúntes eran gentes de aspecto bien
prosaico: hombres con chaquetas negras y sombreros
desteñidos por el sol y mujeres con chaquetilla
también negra y casi todas a pelo. Los hombres
tenían un rasgo común, y era que usaban camisas de
percal sin cuello, si bien todos llevaban el pasador
para sujetarlo; las mujeres se adornaban con corales
de distintas formas.
Manifestando la más encendida simpatía a Petia y
a Pávlik, los napolitanos abandonaban sus asuntos,
8
Marka: "sello" en ruso. (!. de la Red.)
rodeaban a los chicos en ruidosa muchedumbre y los
acompañaban a las oficinas de correos. Pero en cada
esquina el cortejo hacía un alto para discutir
acaloradamente por qué calle convendría seguir.
Soltándose mutuamente granizadas de palabras,
los napolitanos tiraban de los chicos en todas
direcciones, y si los hermanos no se hubieran
agarrado con toda su fuerza de la mano, es indudable
que los hubieran separado. La muchedumbre
engrosaba a cada instante. En vanguardia, como ante
la banda de un regimiento, corrían de espaldas,
brincando y midiendo de vez en cuando el suelo con
sus huesos, unos golfillos harapientos y renegridos
como diablejos. Cerraba la comitiva un viejo
organillero con un toscano humeando, pestilente,
bajo su amarillento bigote.
Ya no iban por la acera, sino por medio de la
calzada. Los curiosos se asomaban a las ventanas y,
al enterarse de lo que pasaba, gesticulaban
animadamente, mostrando también el camino más
corto para llegar a correos. Una bondadosa signorina
enjugaba el sudado cuello de Pávlik con un pañuelito
y lo llamaba bambino con mucha ternura.
Aparecieron luego unos perros sin collares, casi
tan terribles como los de Constantinopla. En general,
todo aquello empezaba a tomar visos de tumulto
callejero.
Petia se acobardó un tanto. Una circunstancia
sustentaba su valor: la conciencia de que era el
hermano mayor y, como tal, respondía ante el padre
por la suerte de Pávlik. Brincando entre la
muchedumbre, continuaba hablando en italiano y,
para ser más convincente, intercalaba palabras
francesas del manual de Margot e interjecciones
rusas.
- Si, signorino! Si, signorino! -decían los
napolitanos para tranquilizarlo, viéndolo nervioso.
Mientras tanto, Petia continuaba examinando con
la más viva curiosidad la famosa urbe, que cambiaba
a cada instante. Ya iban por callejas
extraordinariamente estrechas y sombrías, en las que
los faroles de gas aparecían engastados en las
paredes, ya se veían de pronto en una deslumbrante y
blanca plaza con una fontana en medio y una vieja
iglesia, por cuyas puertas salían los lentos sonidos
del órgano.
Hubo un momento en el que distinguieron a lo
lejos un mar increíblemente azul, el muelle y una
larga fila de altas palmas datileras. Cruzaron una
bulliciosa calle comercial, muy concurrida y lujosa.
Después siguieron a lo largo de la sorda tapia de un
monasterio, pasando ante la enorme estatua de un
santo, metida en un nicho. Subieron y bajaron pinas
escaleras por delante de estrechas y altas casas en
cuyas fachadas había ventanas verdaderas, con
celosías verdes, y otras pintadas, para guardar la
simetría, pero con colores tan vivos que también
parecían de verdad.
46
AlEXEI MAXIMOVICH
Salieron a una calle en la que interrumpía el
tráfico una larga hilera de vuelos e inmóviles
vagones del tranvía eléctrico. Los conductores y los
cobradores estaban en huelga e iban y venían con
aire grave a lo largo de los vagones, con sus bolsas
de charol y sus manivelas de bronce, hablando con
distintas voces:
Al ver aquel cuadro, la muchedumbre que
acompañaba a Petia y Pávlik perdió al instante todo
interés por los jóvenes extranjeros. El espectáculo de
la huelga de los tranviarios absorbió por completo a
los napolitanos, sobre todo cuando al final de la calle
aparecieron las primeras filas de una manifestación
que llevaba banderas negras y rojas, retratos y
consignas.
Todos se precipitaron al encuentro de la
manifestación. Los chicos se quedaron solos.
Aferrándose fuertemente a la mano de Petia, Pávlik
miraba las filas que se iban acercando.
Terribles barbudos con sombreros de anchas alas
llevaban una bandera negra con una blanca
inscripción en italiano y retratos de otros barbudos
entre los que, con gran sorpresa, Pávlik reconoció a
León Tolstói, "nuestro escritor ruso".
Tras los barbudos seguían unos hombres, sin
barba, tocados con pequeñas gorras, que sostenían en
alto una bandera roja y, a la altura del pecho, los
retratos de dos hombres de edad con cerrada y larga
barba, a quienes Pávlik no conocía. Eran Marx y
Engels. Se manifestaban obreros, mozos de cuerda,
fogoneros, marineros y dependientes de comercio,
vistiendo chaquetas, cazadoras, blusas, camisetas a
rayas y jerseys... Trataban de marchar lentamente,
pero no lo conseguían y, a cada instante, tornaban el
apresurado paso habitual en los italianos.
Agitando sus sombreros, gorras y bastones,
gritaban con distintas voces:
- ¡Viva el socialismo! ¡Proletarios de todos los
países, uníos! ¡Abajo los preparativos de guerra!
¡Muera el gobierno de la guerra! ¡Los italianos
quieren la paz!
Los transeúntes se unían a la manifestación.
Muchos llevaban consigo sus bicicletas. Los
vendedores ambulantes tiraban de sus carritos. A un
lado marchaba, arrastrando los pies, el viejo
organillero que antes siguiera a los chicos. Quizás
fuera el último organillero de Nápoles. Y aunque
todo aquello, iluminado por la luz rosácea del ocaso,
ofrecía un vivo aspecto teatral, Petia sintióse muy
alarmado y apretó la mano a Pávlik, transmitiéndole
su inquietud.
- ¡Petia -gritó el niño-, ahí viene la revolución!
- Eso no es la revolución, sino una manifestación explicó Petia.
- ¡De todos modos, huyamos de aquí!
Pero en torno alborotaba ya el gentío, y los chicos
V. Kataiev
no sabían ni cómo salir de allí ni hada dónde huir.
En aquel instante oyeron a sus espaldas altas
voces. Hablaban en ruso. Varias personas, y entre
ellas un chico de la edad de Petia, vestido con una
cazadora, se abrían rápidamente paso hacia la
manifestación a través del gentío. El chico aquel, de
frente muy despejada y nariz de pato perlada de
sudor, daba codazos a diestro y siniestro. Un hombre
delgado, por lo visto su padre, que vestía una
chaqueta color crema y una ligera gorra de la misma
tela, y ostentaba un poblado y amarillento mostacho
sobre su afeitada barbilla de soldado, lo sujetaba del
hombro con una mano anaranjada por el sol y gruñía
con sorda voz de bajo.
- ¡Max, aprende a refrenarte! ¡Max, aprende a
refrenarte!
El hombre estiraba su musculoso y largo cuello,
mirando atento por encima de las cabezas, y aunque
exigía que Max aprendiera a refrenarse, él mismo no
podía, por lo visto, atemperar su impaciencia. A
veces volvía la cabeza y gritaba a sus conocidos,
alargando mucho la "o", como es costumbre en
Nizhni Nóvgorod:
- ¡Acérquense, señores, acérquense! Les aconsejo
que se acerquen. Fíjense: el año pasado, estos señores
anarco-sindicalistas se limitaban a acostarse en la vía
ante los vagones y ahora ya ven lo que hacen. ¡Esto
ya es otra cosa!
- ¡Sí, sí! -gritó a través del gentío un señor con
lentes, panamá, y camisa de sport con el cuello
sacado por encima de la americana, que hablaba
tragándose algunas letras-. Esto confirma mi idea de
que si bien es verdad que después del año cinco el
centro de la revolución se ha desplazado a Rusia, la
consolidación de las fuerzas del proletariado europeo
se desarrolla más intensamente...
El caballero de los lentes rozó a Petia con la
manga de su holgada chaqueta y se apresuró a
excusarse:
- Perdón...
Seguía al hombre aquel otro ruso, enfundado en
un traje barato y muy mal hecho, con un sombrero
nuevo de fieltro en su fuerte y redonda cabeza y un
bastón de bambú en la mano. Avanzaba en línea
recta, empujando con su vigoroso y abombado pecho
a la muchedumbre y sin ver nada en torno que no
fuera a los manifestantes. Parecía que éstos atraían
con fuerza irresistible todo su ser. Aquellas cejas
fruncidas, los pómulos tensos y temblorosos, la boca
entreabierta y los ojos, pequeños e iracundos, le
parecieron a Petia extraordinariamente conocidos.
La mano que sostenía el bastón de bambú apartó a
Petia, y el chico vio muy cerca unos dedos cortos de
uñas gruesas y cuadradas, los fuertes nudillos de la
mano y, en el abultado músculo entre el pulgar y el
índice, un áncora tatuada.
Pero antes de que Petia alcanzara a comprender
porqué aquella turbia áncora le parecía tan conocida,
47
El caserío en la estepa
antes de que pudiera pensar quiénes eran aquellos
rusos y por qué se encontraban allí, la muchedumbre
vaciló, bandeó hacia un lado, después hacia el otro, y
en el extremo opuesto de la calle vio el chico, ante
los manifestantes, los tricornios de los carabineros y
las estrechas franjas rojas de sus pantalones. A lo
lejos aparecieron las negras plumas de los sombreros
de los bersaglieri, que corrían a paso ligero, las
bayonetas aprestadas.
Vibró, brusco, siniestro, un toque de cometa. Por
un instante todo quedó en silencio. Luego se oyó
ruido de cristales rotos y todo en torno se fundió en
una indescriptible confusión de gritos, alaridos,
silbidos y carreras…
Restallaron unos disparos de revólver.
Arrastrados por la muchedumbre en fuga, Petia y
Pávlik, cogidos de la mano, hacían esfuerzos
inverosímiles para que no los separasen. Petia,
olvidado de que no estaba en Rusia, sino en el
extranjero, esperaba que de un momento a otro
saldrían lanzados de detrás de la esquina los cosacos,
en sus caballos, y empezarían a distribuir latigazos a
diestro y siniestro. Le parecía que corrían por la calle
Málaia Arnaútskaia. Esta impresión la reforzaban las
castañas que crujían bajo sus pies.
Alguien derribó a Pávlik. El chico se lastimó una
rodilla. Petia lo levantó y siguió corriendo con él.
Pávlik estaba tan asustado, que ni siquiera lloraba y,
resoplando, repetía sin cesar:
- ¡Corramos, corramos más de prisa!
Empujados por el gentío, los chicos se vieron de
pronto en un estrecho patio con cajones para la
basura y bellas rejas en las ventanas de la planta baja.
El patio estaba pavimentado con grandes y
desgastadas baldosas. Después de cruzar corriendo
un arco con sucios pilares de mármol, donde cada
paso resonaba atronador, como un tiro de pistola, los
chicos fueron a parar a una calle que bordeaba la
abrupta ladera de un pequeño cerro, en cuyos
bancales había un modesto jardincillo.
Por aquella ladera, recubierta de losas, oscuras
por el tiempo, trepaban rápidamente varias personas:
restos del gentío que arrastrara a Petia y a Pávlik al
patio aquel. Los chicos también se pusieron a trepar
el cerro. Pero la pendiente era mucho más empinada
y alta de lo que semejaba desde lejos. Una cabeza de
león tallada en mármol aparecía enquistada en la
pared de cantería. De un tubo de hierro que la fiera
sostenía en sus fauces manaba agua a una pila de
mármol. Petia levantó a Pávlik hasta el borde de la
pila y se puso a empujarle desde abajo. Pero Pávlik
no encontraba a qué sujetarse.
- ¡Sube, sube! -gritaba Petia-. ¡Qué torpe eres!
En aquel instante salieron corriendo del patio unas
cuantas personas más. Eran los rusos -el chico de la
cazadora y los tres adultos- que Petia había visto
entre la muchedumbre.
El chico tiraba de la manga a su padre, que quería
detenerse y lanzarse atrás. El hombre apretaba los
puños. Llevaba la gorra echada sobre la nuca. Bajo la
visera, que casi apuntaba al cielo, se veía un cepillo
de amarillo pelo; los bigotes del hombre parecían
erizarse, y sus ojos azules centelleaban coléricos.
- ¿Es que quieres que te descalabren? -le decía el
chico sin soltarlo-. ¡Aprende a refrenarte!
- Alexéi Maxímovich, es usted muy imprudente,
no debe ser así. No tiene derecho a arriesgarse repetía el caballero de los lentes, frontándose un
hombro que le habían lastimado.
- ¡El diablo me lleve si no vuelo ahora mismo
atrás y no le doy en los hocicos a ese estúpido
narizotas con franjas rojas! -gruñó con sorda voz de
bajo Alexéi Maxímovich-. ¡Yo le enseñaré a respetar
a las mujeres!
El chico seguía sujetando fuertemente de la
manga al padre, a quien le había dado un golpe de
seca tos. El hombre del áncora en la mano también
parecía dispuesto a volver atrás y pelearse, pero hacía
grandes esfuerzos para contenerse.
- ¡Sube, Pávlik, sube! -gritó Petia desesperado, y
su grito atrajo la atención de los rusos.
- ¡Mira, Péshkov, esos chicos son rusos! -dijo el
muchacho de la cazadora.
- ¿Qué hacéis aquí? -preguntó severo el señor con
lentes.
El hombre del áncora en la mano trepó rápido y
ágil como un gato por el muro y, tendiéndoles su
bastón de bambú, subió arriba, uno por uno, a todos
los rusos, comprendidos Petia y el lloroso Pávlik.
Allí reinaban la quietud y el silencio, y costaba
trabajo imaginarse que al lado mismo los soldados y
los carabineros acababan de dispersar la
manifestación, que allí se rompían cristales, caía la
gente y sonaban tiros.
Alexéi Maxímovich miró curioso a Petia y a
Pávlik y les preguntó:
- ¿Qué les ha traído a ustedes aquí, jóvenes
ciudadanos del imperio ruso?
Al sentirse seguros entre sus compatriotas, Petia y
Pávlik se animaron. Interrumpiéndose, relataron sus
aventuras. A Petia le parecía que en algún sitio había
visto ya a aquellos dos rusos: a Alexéi Maxímovich y
al del áncora en la mano. Por más que esforzó su
memoria, el chico no pudo recordar dónde había
visto antes a Alexéi Maxímovich, pero sí reconoció
de pronto al otro, aunque, al principio, no podía creer
que fuera él.
- Pues bien, jóvenes viajeros, no han salido
ustedes tan mal parados -dijo Alexéi Maxímovich-.
Son dos y no han sufrido más que una ligera
contusión. Hubiera podido ocurrirles algo peor.
Con estas palabras, Alexéi Maxímovich agarró a
Pávlik del brazo y lo llevó a la pila. Una vez allí le
lavó meticuloso y hábil el arañazo, le vendó
apretadamente la rodilla con un pañuelo, lo dejó
luego en medio del sendero y le hizo dar unos pasos.
48
- ¡Magnífico! Ahora puedes reincorporarte a filas.
Pero, antes, lávate la cara y las manos, para que tu
padre no se asuste demasiado. ¿Cómo te llamas?
- Pávlik.
- ¿Y tu hermano?
- Petia.
- Excelente... Max, ven aquí. Quiero pedirte un
favor. Acompaña a estos dos apóstoles9 a correos,
ayúdales a comprar un sello, echa su correspondencia
al buzón, explícales cómo deben regresar al hotel y
vuelve en un vuelo, no sea que hagamos tarde al
barco... ¡Arricederci, señores apóstoles, buen viaje! dijo Alexéi Maxímovich tendiendo a los dos chicos
su grande y fina mano, que el sol había puesto del
color del azafrán.
- Merchi -dijo el educado Pávlik, taconeando
torpemente, a causa de su lesión.
- ¡Vamos, muchachos! -dijo Marx impaciente-.
Correos está ahí al lado, a unos cinco minutos de
aquí.
"Seguramente usted no me recuerda, pero yo lo he
reconocido", quiso decir Petia, acercándose al
hombre del áncora en la mano, pero algo le detuvo.
Sin pronunciar palabra, miró al hombre muy
significativamente. "Quizás me reconozca él mismo",
se dijo emocionado el chico. Pero el hombre no lo
reconoció. Sin embargo, llamó su atención la
marinera de Petia y, palpándola, le preguntó:
- ¿Dónde te la han hecho?
- En la sastrería del batallón de marina -respondió
Petia.
- Se ve. Es como las de la flota.
A Petia le pareció que la sonrisa del hombre
expresaba una profunda tristeza.
- ¡Vamos, muchachos, vamos! -insistió Max-.
Nosotros debemos aún volver a Capri.
La oficina de correos estaba, en efecto, muy
cerca, pero los chicos tuvieron tiempo de conversar
por el camino.
- ¿Cómo te llamas? -preguntó Petia.
- Max.
- "Max y Mauricio, al ver aquello, suben al tejado
desabrochándose el cuello", citó Petia esta estrofa de
un famoso libro con ilustraciones de Wilhelm Busch.
- ¿Te burlas? -preguntó Max frunciendo siniestro
el ceño, harto, al parecer, de que la gente se riera de
su nombre, y dio a Petia un ligero puñetazo en un
costado.
En otras circunstancias, Petia hubiera respondido
debidamente, pero esta vez prefirió "no armarla".
- ¿Quién es tu padre? -preguntó para dar otro giro
a la conversación, que tan mal cariz había tomado.
- ¿Es que no conoces a mi padre? -se asombró
Max.
Petia replicó en el mismo tono:
9
Petia: Pedro; Pávlik: Pablo. De aquí que Gorki
llamara a los chicos apóstoles. (!. de la Red.)
V. Kataiev
- ¿Y por qué debo de conocerlo?
- Casi todo el mundo lo conoce -barbotó turbado
Max, que hablaba muy ininteligiblemente, como si
estuviera todo el tiempo chupando un caramelo.
- Dime quién es.
- Un pintor de brocha gorda.
- Mientes.
- Te juro que lo es -aseguró Max, chupando el
inexistente caramelo-. Pertenece al gremio de los
pintores de brocha gorda. ¿No lo crees? Pregúntalo a
quien quieras. Pertenece al gremio de los pintores y
se apellida Péshkov.
- ¡No seas bolero! Los pintores no son así.
- Hay pintores y pintores.
- Si es un pintor de brocha gorda, ¿qué hace aquí
en Italia?
- Vive.
- ¿Y por qué no vive en Rusia?
- ¡No eres tú nadie preguntando!
La entonación con que dijo Max esta frase hizo
que Petia recordara a Gávrik, a Terenti, a Sinichkin,
Blizhnie Mélnitsi, en una palabra, todo lo que para él
estaría siempre vinculado al concepto de
"revolución", que tan inopinadamente había visto
resurgir en Nápoles, encarnado en los inmóviles
vagones del tranvía, la alborotadora multitud, el
ruido de cristales rotos, los disparos de revólver, las
siniestras plumas negras de los soldados, las
banderas, los retratos y, por último, el hombre del
áncora en la mano, en el que había reconocido al
marino del Potemkin.
Petia quería ya preguntar a Max cómo había ido a
parar allí Rodión Zhúkov, quién era el caballero de
los lentes y qué hacían allí todos ellos, pero en aquel
instante mismo llegaron a correos.
- Trae tu correspondencia -dijo Max.
- ¿Para qué? -preguntó receloso Petia.
- ¡Venga, venga, no me hagas perder más tiempo!
¿A dónde hay que mandarla?
- La tarjeta postal a mi tía, a Odesa, y la carta, a
París.
- ¿A París?
- Sí.
- Entonces, la mandaremos en el expreso.
- ¿En el expreso? No comprendo...
- ¡Paleto! -barbotó Max, y de nuevo pareció que
estaba chupando un caramelo-. El expreso es el
expreso. En fin, un tren correo. Va directo. Mi padre
siempre envía las cartas a París en el expreso. Trae.
Tras breve titubeo, Petia sacó del bolsillo el sobre,
ya bastante arrugado, Max lo tomó, se acercó a la
taquilla y, ceceando, se puso a hablar rápidamente en
italiano.
- ¿Y el dinero? -gritó Petia, pero Max, por toda
respuesta, soltó unas coces en el aire, dándole a
entender que no estorbara.
Al cabo de dos minutos regresó a donde estaba
Petia y le tendió un recibo.
49
El caserío en la estepa
- ¿Y el dinero? -repitió Petia.
- ¡No seas tonto! Yo envío todos los días unas
quince cartas, ¡fíjate qué montón de sellos tengo! Max sacó del bolsillo un puñado de estampillas-.
Cuando estoy con mi padre, siempre echo yo mismo
las cartas al buzón. ¿De dónde conoces tú a Vladímir
Ilich?
- ¿A qué Vladímir Ilich? -preguntó asombrado
Petia.
- A Lenin.
¿A qué Lenin?
- Al que vive en París, en la calle de Marie Rose.
A Uliánov. He leído la dirección. ¿No es para él la
carta?
- Sí -dijo Petia-, es para Uliánov. Pero no la he
escrito yo.
- ¿Te ha encargado tu padre que la echaras al
buzón?
- No. Me la dio en Odesa un hombre... Me lo
encargaron unas personas... -balbuceó Petia,
sonrojándose.
Max, comprensivo, asintió, sacudiendo su cabeza
de despejada frente.
- Comprendo, lo comprendo muy bien. No me
mires con tanto recelo. Nosotros escribimos con
frecuencia a Uliánov... Es decir, escribe mi padre, y
yo echo las cartas al buzón. Siempre las envió en el
expreso. Dime, ¿dónde vives?
- En el Explanade-Hôtel.
Max arrugó la frente, lo que acentuó su parecido
con el padre, y dijo:
- Si no me equivoco, eso queda cerca de aquí. Id
derechos, torced a la izquierda cuando lleguéis a la
fuente y en el tercer callejón encontraréis vuestro
hotel. Y ahora, arrivederci, yo tengo que salir
corriendo.
Después de estrechar apresuradamente la mano a
Petia y a Pávlik, Max cruzó la calle y se perdió de
vista tras la esquina, donde en un nicho había una
estatua de la virgen adornada con flores y ramas de
limonero que tenían pequeños frutos aún verdes.
EL VESUBIO
Ahora, ¡venga aquí! –dijo Pávlik, carraspeando y
fro
tándose la rodilla.
- ¿Qué es lo que quiere-res?
- ¡Venga aquí! -repitió Pávlik y tendió la mano-.
¡Venga aquí media lira!
- ¿De qué lira me hablas?
- Pues de una lira italiana. De la que papá te ha
dado para el sello y tú quieres escamotear.
- ¡Mira por dónde me has salido! Toma, amigo...
Petia acercó la mano a las narices de Pávlik,
haciéndale la higa.
- Entonces, eres un granuja -protestó Pávlik y, de
pronto, gimoteó, plañidero, mirando en torno con sus
ojos castaños, en los que no se veía ni sombra de
lágrimas.
-¡Cállate! -cuchicheó Petia-. ¿No ves que los
italianos se están fijando en nosotros?
- ¡Pues que se fijen! ¡Que vean lo granuja que
eres! -replicó Pávlik, y se puso a llorar amargamente.
Petia se asustó.
- ¡Está bien! -dijo muy seco-. Si eres tan cerdo, te
daré media lira. Pero, antes, hay que cambiarla.
- No hace falta. Trae aquí la lira y yo te daré
cincuenta centésimos -dijo Pávlik y, rebuscando
entre pecho y camisa, sacó de allí una pequeña
moneda de plata.
- ¿De dónde tienes tú ese dinero, Pávlik? preguntó severo Petia, imitando la voz de Vasili
Petróvich.
- Se lo gané en el Mar Jónico al cocinero respondió Pávlik con una nota de orgullo en la voz.
- ¿Cuántas veces te he repetido, so granuja, que
no te atrevas a jugar dinero?
-¿Y tú? ¿Quién arrancó todos los botones del
uniforme de papá?
- Yo era entonces pequeñito.
- Y yo soy ahora pequeñito -observó muy sensato
Pávlik.
- Pero bastante sinvergüenza -dijo cáustico Petia-.
¡Ya verás cuando se lo cuente todo al padre!
- Y serás un soplón toda la vida -replico Pávlik,
rebosante de entusiasmo.
- Gelati, gelati, gelati... -cantó en aquel momento
con divina voz de tenor un vendedor italiano de
helados, y los niños vieron un carrito verde, lo
mismo que los de Odesa, pero más largo, adornado
con vistas de Nápoles y sobre cuatro ruedas en lugar
de dos.
Los hermanos cambiaron una mirada y en aquel
mismo instante se hizo entre ellos la paz y se
estableció la más tierna de las amistades, basada en el
apasionado deseo de infringir la exigencia categórica
del padre de que no compraran ni comieran nada en
la calle sin permiso de los mayores.
Los chicos se miraron, y sus ojos preguntaban
insistentes: ¿qué debemos hacer si no hay personas
mayores a quien pedir permiso? Y, también con la
mirada, se dieron la única respuesta posible: si no
hay mayores, nos las arreglaremos sin ellos.
Como buen conocedor del italiano, Petia se
adelantó y se disponía ya a pronunciar una frase que
empezaba con las palabras "Prego, signore, dénos...
", pero el vendedor de helados, un guapo mocetón
con una media roja apresando su ensortijada
cabellera, resultó ser muy listo y comprensivo. Abrió
apresuradamente la tapa del carrito, y los asombrados
chicos vieron, en lugar de dos heladeras de cobre con
tapas estañadas, una barra de hielo. El vendedor de
helados empuñó una pequeña garlopa metálica y se
puso a cepillar aquella "viga" de hielo. Después llenó
dos vasos de heladas virutas y, destapando una
botella, las roció con un líquido del vivo color del
vitriolo.
50
Los chicos, llenos de curiosidad, se zamparon el
hermoso, pero no muy dulce helado napolitano y les
pareció que habían comido pintura.
Sin pérdida de tiempo, el vendedor de helados
volvió a cepillar el hielo y esta vez vertió en los
vasos un líquido hasta tal punto rosado, que Pávlik se
acordó en seguida de los dulces de Constantinopla y
se puso lívido. Con resoluto ademán, copiado de
Vasili Petróvich, Petia apartó los helados, dijo en
purísimo italiano "basta", pagó diez centésimos y,
tomando de la mano a Pávlik, se alejó con él.
El mal sabor que había dejado a los chicos el
extraño helado, desapareció en cuanto se vieron ante
un pequeño quiosco recogido junto a un muro, del
que fluía un fino chorro de agua de manantial.
Había en el mostrador un cesto de enormes
limones napolitanos, botes con azúcar molida y unos
vasos muy altos.
Antes de que Petia tuviera tiempo de abrir la boca,
el vendedor había partido unos limones y, con una
maquinilla especial, había exprimido su jugo en dos
vasos. Luego el hombre echó azúcar molida en los
vasos, los puso con movimiento acostumbrado bajo
el chorro de agua, llenándolos hasta los bordes de un
líquido maravillosamente nacarino, con una ligera
espuma grisácea; el cristal se empañó, y los chicos,
cuando mojaron sus resecos labios en aquel
sorprendente
néctar,
sintieron
un
deleite
indescriptible.
Caía la tarde. Sobre la blanca plaza con el surtidor
en medio pendía una redonda nube vespertina de
subido color de rosa y tan grande, que la gente, las
casas y hasta los campanarios parecían bajo ella
minúsculos e insignificantes.
Era aquel un espectáculo impresionante y bello.
Los chicos corrieron en la dirección que les había
señalado Max, pero la ciudad, iluminada
fantásticamente por la nube, les parecía aún más
extraña e incomprensible. No se podía reconocer
ninguna calle.
Oscurecía rápidamente, aunque la nube
continuaba encendida en el cielo, que había adquirido
ya un matiz liliáceo. Adondequiera que los chicos se
encaminaran, la nube les seguía, asomando, con sus
liliáceos bordes, tras los altos tejados de las casas.
Las angostas calles no tardaron en llenarse de
muchedumbres, que salían de paseo, como es
costumbre por las tardes en todas las ciudades
meridionales. Se oía el rumor de las pisadas sobre las
aceras recalentadas por el sol. El calor del día había
cedido lugar al de la tarde, no tan seco, pero sí más
sofocante.
Rayas de una luz que parecía aumentar el calor
caían sobre las calles por las puertas de los cafés y
los bares. En los balcones sonaban mandolinas. Eran
más intensos que de día el olor a café, a gas, a anís, a
ostras, a pescado frito, a limones... Los abanicos se
movían ruidosos en las manos de las mujeres. Las
V. Kataiev
voces de los vendedores de helados y de periódicos
parecían más altas y musicales.
En los portales aparecieron enigmáticamente
vendedores de corales. Petia creyó ver algo muy
peligroso y criminal en sus bombines encasquetados
hasta las cejas, en sus sombríos ojos, en sus dulzonas
sonrisas, en sus bigotes rizados con tenacillas, en sus
chalecos de terciopelo, en sus levitas, en sus dedos
morenos llenos de sortijas y en las planas y anchas
cajas que, colgadas de una correa, sostenían ante sí,
mostrando en silencio y desde lejos a las damas sus
tesoros: corales sangrientos como dientes arrancados
de raíz; otros pequeñitos, engarzados en un hilo,
otros de un color rosa pálido, casi blancos, gruesos y
pulidos como habichuelas. Vendían también aquellos
hombres piedras de Pompeya engastadas en oro y
flores hechas de gemas medio transparentes. Sobre
paños de terciopelo negro, todas aquellas bagatelas,
profusamente iluminadas por la mortecina luz de los
faroles de gas, le parecieron a Petia pequeños y
muertos animalitos procedentes de otro planeta.
Lo que más temor producía a Pávlik eran los
siniestros ojos de los vendedores, y el chico, la mano
entre el pecho y camisa, apretaba con fuerza en el
puño unas monedas italianas.
Uno de los callejones les pareció a los chicos
conocido. Torcieron por él y subieron una cuesta
pavimentada con baldosas. De pronto terminaron las
casas, y Petia y Pávlik vieron el Vesubio. Al parecer,
se habían acercado a él desde otro lado, pues no
semejaba el de otras veces y, enorme, mostraba una
sola cumbre. Se hallaba terriblemente cerca.
Iluminado con los últimos colores del agonizante día,
cubierto con su monstruoso sombrero de azufroso
humo, saturado del calor del hierro hirviente en sus
entrañas, parecía dispuesto a ponerse en acción de un
momento a otro, y los chicos incluso creyeron oír un
siniestro rumor subterráneo.
Sintieron tal espanto, que volvieron sobre sus
pasos como almas perseguidas por el diablo y, de
pronto, se dieron de manos a boca con su padre, que,
sin sombrero, la chaqueta desabrochada, llevaba casi
tres horas corriendo como un loco por Nápoles sin
poder encontrar a sus hijos.
Fue tan grande la alegría de Vasili Petróvich
cuando vio a Petia y a Pávlik, que ni siquiera les hizo
el menor reproche. Estaban los chicos y el padre tan
cansados de las emociones del día que, apenas
llegaron a la habitación, se desplomaron en sus
camas, sin lavarse siquiera, y hay que decir que
durmieron magníficamente el pesar del terrible calor,
del zumbar de los mosquitos, del ruido de la
muchedumbre y de la música que llegaba desde la
calle.
LA CARBO
ILLA E
EL OJO
A la mañana siguiente, muy temprano, empezó
para nuestros viajeros una vida sin igual, agitada,
51
El caserío en la estepa
fatigosa y admirable, que los arrastró en su
torbellino, llevándolos por ciudades y hoteles, y
terminó mes y medio después, cuando, muertos ya de
cansancio, cruzaron, por fin, la frontera y se vieron
de nuevo en Rusia.
Aunque hicieron el viaje conforme a un plan muy
pensado, cuando Petia, después, lo recordaba,
parecíale un amasijo de impresiones deshilvanadas,
bellos panoramas, palacios, fuentes, plazas y museos.
Los Bachéi no tenían dinero suficiente para
permitirse el lujo de detenerse un día más en
cualquier parte con el fin de descansar y dejar que
sus pensamientos e impresiones se sedimentaran.
En Nápoles, por ejemplo, pasaron tan sólo tres
días, pero en ellos se las arreglaron para ir en un
barquito a Capri, visitar allí la famosa cueva azul,
pasear por Sonento y Castellammare a la vuelta,
recorrer al día siguiente Pompeya, elevarse casi hasta
el mismo cráter del Vesubio, ver después la mayor
parte de los museos e iglesias de Nápoles y, por
último, su célebre acuario, donde, tras grandes
vitrinas con agua del Mediterráneo, iluminadas desde
arriba, los chicos admiraron maravillosos cuadros del
reino submarino: entre blancos árboles de corales y
pólipos, que parecían crisantemos azules y rojos, se
movían por encima de bellas conchas enormes
langostas y peces semejantes a dirigibles
interplanetarios que navegaran de la Tierra a Marte.
Cuando iban de Nápoles a Roma y se encontraban
ya en el sofocante vagón, esperando la tercera
campanada, Vasili Petróvich miró por la ventana y,
un tanto inseguro, dijo de pronto:
- Como queráis, pero ése es Máximo Gorki...
Vasili Petróvich se ajustó los lentes, asomó por la
ventana y se fijó mejor, exclamando ya seguro de lo
que decía:
- ¡Sí, es Máximo Gorki!
Petia asomó presuroso la cabeza por debajo del
brazo del padre. Por el andén, junto a los vagones,
pasaba un grupo bastante numeroso de personas con
portamantas y maletas, hablando muy alto en ruso.
Entre ellos vio Petia inmediatamente la alta y un
poco encorvada figura del hombre que había vendado
la rodilla a Pávlik después de los desórdenes
callejeros.
Petia comprendió de pronto por qué le había
parecido conocer a aquel hombre: había visto
infinidad de veces su retrato en revistas y tarjetas
postales. Era el famoso Máximo Gorki. Petia vio
también al marino, que llevaba sobre su poderoso
hombro una pobre y pequeña maleta.
Pasó una dama enlutada, con una niña de unos
trece años, hija suya al parecer. Petia distinguió una
carita de ojos serios y labios apretados con gesto de
amargura, una trenza castaña sobre un débil hombro,
un lazo negro...
En aquel mismo instante, el tren partió. La gente
que se encontraba en el andén corrió hacia atrás.
Petia vio de nuevo a Máximo Gorki, al marino y a la
dama con la niña. Todos se encontraban en la parte
opuesta del andén, junto a otro tren con las
portezuelas abiertas. Por lo visto, unos se marchaban
y otros habían acudido a la estación a despedirse de
ellos.
- ¡Máximo Gorki! ¡Máximo Gorki! -gritó Petia,
agitando el sombrero.
La niña volvió la cabeza y miró a Petia. Sus ojos
se encontraron. En aquel mismo instante cayó desde
arriba una ola de pestilente humo. Petia cerró los
ojos, pero un granito de carbonilla se le había metido
ya en un ojo, bajo el párpado superior.
Para el chico empezó un suplido que le impidió
gozar del viaje de Nápoles a Roma.
¡Un clavo en un zapato o un grano de carbonilla
en un ojo! ¿Quién no ha experimentado alguna vez
en su vida estas pequeñas contrariedades, al principio
tan insignificantes, pero que después llevan al
paroxismo de la desesperación?
Aquello era un verdadero suplido. Al principio,
Petia únicamente sentía la molestia que le causaba
aquel cuerpo extraño en el ojo. Este lagrimeaba, y el
chico creía que, de un momento a otro, las lágrimas
harían salir la carbonilla y sentiría un placentero
alivio. Sin embargo, las lágrimas fluían, y la
carbonilla no salía. Había penetrado muy adentro, y
en cuanto el chico movía el párpado, le arañaba el
globo del ojo.
Casi ciego por las lágrimas, sintiendo un dolor
irresistible, Petia se agitaba por el sofocante vagón,
sin saber en dónde meterse. Tropezaba con los
bancos, con los pies de los viajeros, y terminó
lastimándose una rodilla, pero este nuevo dolor no
logró ahogar el viejo.
El padre mandó al chico que se estuviera quieto y
no restregara el ojo por nada en el mundo: entonces,
la carbonilla saldría sola. Pero la carbonilla no salía.
Petia de nuevo se puso a restregarse el ojo con el
puño, apretando con todas sus fuerzas. El dolor se
hizo insoportable. Desesperado, Petia gemía, gritaba,
golpeaba el suelo con los tacones. El padre trató de
volver el párpado con dedos temblorosos y de
alcanzar la carbonilla con la punta del pañuelo. Petia
no se estaba quieto. Con frecuencia, el chico corría al
retrete y, tomando una almorzada de agua tibia del
lavabo, bañaba en ella su inflamado ojo. Nada le
causaba alivio. Aquello era peor que un dolor de
muelas.
En los raros instantes en que el dolor aflojaba un
poco, Petia veía, en medio del cegador brillo del
mediodía italiano, secos cerros, que pasaban
corriendo ante la ventana, el blanco polvo de la
carretera, los pasos a nivel, las casetas de los
guardagujas, con vallas hechas de viejas traviesas, y
girasoles, malvas y sucios cerdos como los que
describía Gógol. De no ser por los bosques de bellos
pinos italianos de bifurcadas ramas, entre
52
anaranjadas y rosáceas, y agujas casi negras, hubiera
podido creerse que el tren, en vez de acercarse a
Roma, estaba llegando a Mírgorod.
Todo aquello fluía fugaz, y sólo una impresión, un
cuadro seguía inmutable: el andén de la estación de
Nápoles, la muchedumbre, la dama enlutada y la niña
con un lazo negro en su trenza castaña. La niña
miraba todo el tiempo, grave e interrogante, a Petia y
permanecía inmóvil y fija, como la carbonilla que se
le había metido en el ojo al muchacho.
Pero, como en este mundo todo termina,
terminaron también los tormentos de Petia. En un
ángulo del vagón viajaba una vieja italiana con una
crucecita de corales colgando de su apergaminado
cuello. Llevaba la mujer aquella una cesta de la que
asomaban las cabezas de unos patos, y todo el
camino leía con gran devoción un libro de oraciones.
Sin embargo, veía todo lo que estaba sucediendo en
el vagón. Cuando Petia pasó corriendo por décima
vez hacia el retrete para lavarse el ojo, la mujer lo
apresó con sus fuertes y musculosas manos, lo sentó
a su lado, le agarró la cabeza y acercó a ella su rostro
negro y bigotudo, espeluznante como el de una bruja.
Sin decir palabra, la italiana dio la vuelta con
hábiles dedos al párpado del chico, abrió sus cálidas
fauces, sacó su larga y mojada lengua y con ella
quitó la carbonilla que se había incrustado en la
membrana mucosa del ojo. En aquel mismo instante
sintió Petia una inefable sensación de alivio. Con los
dedos, la vieja se quitó de la lengua la carbonilla, la
mostró triunfante a los pasajeros y pronunció una
larga frase italiana. En respuesta estalló una
tempestad de aplausos, y los patos se pusieron a
parpar animadamente.
Después, la vieja besó a Petia en la cabeza, le
echó la bendición y volvió a enfrascarse en su
devocionario.
LA CIUDAD ETER
A
El tren estaba llegando a Roma. Unos músicos
ambulantes -mandolina, guitarra y violín- se
plantaron en medio del vagón y tocaron por última
vez. El tren se detuvo bajo los acordes de Santa
Lucía y el chirriar de los frenos.
Acompañados de una bulliciosa multitud de
intérpretes de hotel y de guías, nuestros viajeros
ocuparon un viejo faetón. El vetturino, es decir, el
cochero, descargó su largo látigo sobre los jamelgos,
hizo girar la manecilla del gran contador que había a
un costado del pescante, y el coche echó a rodar por
las tórridas y desiertas calles y plazas de Roma,
donde manaban rumoreantes y altos surtidores,
dejando en las piedras de la calzada unas rayas
verdosas que, como la aguja de una brújula,
indicaban la dirección del viento sur.
Después del suplido que había tenido que sufrir, a
Petia le producía un gran placer mirar. Parecía como
si la fuerza de su vista se hubiese triplicado. El chico
V. Kataiev
volvía la cabeza en todas direcciones para no
perderse el menor detalle de la famosa ciudad.
El flaco cochero con negro sombrero de fieltro en
forma de olla daba implacables chupadas a un
pestilente y largo toscano, con su pajita en medio. En
vez de dirigirse al hotel por el camino más corto,
daba vueltas y más vueltas, recorriendo toda la
ciudad. En la ventanita del contador brincaban con
bastante rapidez los centésimos, convirténdose con
increíble facilidad en liras, y el vetturino, para
distraer la atención de los pasajeros, extendía
teatralmente, con gran frecuencia, la mano en que
empuñaba el látigo, señalando las termas de
Caracalla, San Angelo, el Tíber, el Foro, la Basílica
de San Pedro, el Coliseo...
El padre desplegó sobre sus rodillas el plano de
Roma. Parecía como si no creyera a sus ojos y
buscara una confirmación teórica de la evidente
existencia de Roma con todos sus monumentos, tan
conocidos por los cuadros y las fotografías.
En realidad, Roma no era tan majestuosa como la
pintaban y describían. Iluminada de modo uniforme
por el alto y seco sol, la urbe se extendía en sus
antiguos cerros bajo un cielo azul pálido, que el calor
desteñía, y parecía mucho más modesta y bella de lo
que uno podía imaginarse.
La ciudad estaba casi desierta, como siempre en
estío. A la entrada del Vaticano había un
destacamento de la guardia papal, con sus uniformes
medievales y sus alabardas, y Pávlik que en inviemo
había ido una vez a la Opera con la tía, gritó con voz
sonora, que se oyó en toda la plaza:
- ¡Fijaos, fijaos, ahí están los hugonotes!
Antes de que Petia pudiera taparle la boca con la
mano, Pávlik gritó aún más fuerte, a voz en cuello,
lleno de entusiasmo y asombro:
- ¡Ahí vienen dos don Basilios!
En efecto, por debajo de las columnatas de la
Basílica de San Pedro avanzaban, enfundados en
negras sotanas, sus paraguas bajo el brazo y con
largos sombreros de arrolladas alas, dos sacerdotes
católicos, copia exacta del don Basilio de El barbero
de Sevilla.
Unos monjes cruzaron la plaza en distintas
direcciones. Por las recalentadas piedras caminaba
descalzo como un profeta, un franciscano, vistiendo
una sotana de burdo paño ceñida con una soga.
Pasaron también, rezando en silencio el rosario,
unos orondos y alegres benedictinos, que parecían
por detrás escarabajos peloteros, y el sol brillaba en
sus tonsuras.
Muy baja la cabeza, cruzaron la plaza unas
monjas vestidas de negro, con unas tocas de batista
extrañamente grandes, ligeras como bizcochos,
blancas como la nieve y muy almidonadas.
El gris jumento tiraba de un carro con ruedas de
casi dos metros y medio de diámetro, que chirriaban
con un sonido tan primitivo tan penetrante, que Petia
53
El caserío en la estepa
evocó los convoyes de Aníbal, envueltos en polvo,
ante las doradas puertas de Roma.
En aquel instante torció una esquina y entró en la
plaza un carruaje con muelles tirado por cuatro
caballos moros. Los radios giraban brillando al sol
como relámpagos. Recostado en unos cojines de
cuero iba un cardenal con un bonete muaré. Petia vio
sus azuladas mejillas, sus gruesas cejas y negros ojos,
altivos y malignos, pintados como los de un actor.
El cardenal miró a los Bachéi y al viejo vetturino,
que se había apresurado a descubrir su calva cabeza y
a plegar las manos con devoto ademán. No sabemos
qué pensaría el príncipe de la iglesia, pero, con una
mundana sonrisa en los labios, sacó de sus mangas
con encaje una fina mano, en la que llevaba arrollado
el rosario, y, sin plegar los dedos, bendijo con
imperceptible movimiento a los viajeros. Estos
vieron el hermoso manto cardenalicio, y el carruaje
desapareció como una visión, dejando en el aire un
leve olor a capilla.
Dos semanas más tarde, después de haber
recorrido toda Italia, nuestros viajeros, cumpliendo
punto por punto el plan de Vasili Petróvich, se
encontraban ya en Suiza.
Allí, antes de empezar a familiarizarse con el país,
resolvieron descansar un poco para recobrar fuerzas.
A decir verdad, estaban ya hastiados de tantos
viajes y trasbordos, pero no podían detenerse: en
Milán habían comprado en unas oficinas de turismo,
atraídos por su baratura, unos kilométricos que daban
derecho a viajar por todos los ferrocarriles de Suiza,
sin excepción, en el transcurso de sesenta días.
El plazo aquel era excesivo para los Bachéi, pues
sus vacaciones terminaban a los cuarenta y cinco
días. Pero no había billetes para menos tiempo. A fin
de no perder tanto, dijeron que Pávlik sólo tenía siete
años y compraron dos billetes de tercera para los tres.
Aunque pequeño, era aquello un timo, y Vasili
Petróvich, antes de hacerse el ánimo de perpetrarlo,
estuvo largo rato estirando el cuello y limpiando los
lentes, muy turbado, con el pañuelo. En fin, los
billetes estaban ya comprados, el plazo para el que
eran válidos había comenzado, y en la vida de los
Bachéi empezó un período extraño e inquietante: les
parecía que cada día sin viajes en tren acarreaba
pérdidas incalculables.
Sin embargo, necesitaban descansar un poco.
A ORILLAS DEL LAGO DE GI
EBRA
Nuestros viajeros ocupaban unos sillones de
mimbre en la terraza de una pequeña y barata
pensión de Ouchy, a orillas del lago de Ginebra, que
en francés se llama Lac Leman.
Detrás, escalonados, se levantaban y ascendían
dulcemente hacia el limpio cielo los hoteles, los
parques y los campanarios de Lausana. Delante, a
través de la modesta fronda de los huertos y los
viñedos, se percibía la franja azul celeste del lago,
con aladas velas y gaviotas. En la orilla opuesta,
envuelto en la tenue neblina solar, se ofrecía a los
ojos el panorama de Saboya: aterciopeladas praderas,
desfiladeros, valles con pintorescas y pequeñas
aldehuelas y, por último, una agreste cadena
montañosa, que se extendía por todo el horizonte.
Allí debía encontrarse el Mont-Blanc, pero en
vano se esforzaba Vasili Petróvich por distinguirlo
con ayuda de sus pequeños gemelos de teatro: la
cadena montañosa la ocultaban sombríos nubarrones
y nacarinas nubes. Aquello era particularmente
enojoso porque, al alquilar la habitación, la suponían
"con vistas al Mont-Blanc".
Después de dar a los viajeros su bon matin, una
doncella entrada en años dejó sobre la mesa una
bandeja con un complet du the, compuesto de una
tetera y tazas, una cestilla de paja con diminutos
bollos, un platillo con mantequilla presentada en
forma de ligeras virutas amarillas y otros dos con
miel y confitura de grosellas. Descansaba también en
la bandeja una azucarera con terrones tan diminutos y
frágiles, que, de no tomarlos con las pinzas muy
cuidadosamente, se desmenuzaban en seguida.
Vasili Petróvich se puso las gafas y estuvo largo
rato examinando aquel extraño y amarillento azúcar,
tomó luego un terrón, lo olfateó, lo probó y, por
último, dijo que no era azúcar del corriente, sino de
caña.
¡Azúcar de caña! Este descubrimiento llenó de
admiración a los chicos. Se entusiasmó,
particularmente, Petia, imaginándose el asombro de
la tía y la envidia de los conocidos cuando se
enteraran de que Petia había visto con sus ojos azúcar
de caña y había tomado té con él en una terraza desde
la que se avizoraba el Mont-Blanc. El chico incluso
quiso escribir a la tía sin pérdida de tiempo, y hasta
llegó a sacar de la mochila todo lo necesario para
ello, pero la mañana era tan maravillosa y tranquila,
reinaba en torno un silencio tan absoluto y las
avispas pendían tan inmóviles sobre los platillos con
miel, que Petia, en vez de escribir, se sumió en una
especie de letargo.
Hasta entonces no se había dado cuenta el chico
de la que le habían fatigado las impresiones ni de que
era necesario descansar.
Ante él continuaban apareciendo en pleno
desorden cuadros de Italia. Veía en un cielo de
deslumbrante azul el capitel de la columna de San
Marcos, con un león que apoyaba una zarpa en un
evangelio de piedra: aquello era Venecia. Azules
tranvías de dos pisos rodeaban una bella plaza en
torno a una catedral de blanco mármol que, con sus
dos mil estatuas góticas, parecía de encaje: aquello
era Milán. Envueltos en nubes de blanco y seco
polvo, pasaban ante las canteras de mármol de
Carrara, ante oblicuas pilas de enormes baldosas,
losas y bloques de mármol recién extraídos de la
cantera y prestos a ser transportados. Se inclinaba,
54
inmóvil, la elegante y escalonada torre de Pisa.
Estuvieron parados largo rato en un solitario
apeadero, en medio de una pintoresca y tórrida
llanura, y en el horizonte se perfilaban unas
montañas liliáceas, de las que soplaba, apenas
perceptible, un frío alpino. Después evocó el chico el
famoso túnel de Simplón -veintidós kilómetros de vía
férrea atravesando un monte-, la súbita oscuridad,
negra como la pólvora, el tufo de la hulla, el
ensordecedor estruendo metálico y los negros espejos
de las ventanillas, en las que tan siniestro y fúnebre
era el reflejo de las débiles bombillas eléctricas
encendidas en los vagones.
Después de aquella interminable media hora de
angustiosa, veloz y, al mismo tiempo, inmóvil
carrera, cuando parecía que ya les faltaba el aire y
nunca tendría fin aquella oscuridad de tumba, que
oprimía por todos los lados el tren, tirado por dos
jadeantes locomotoras, se encendió cegadora la luz
del día, se abrieron con alegre ruido las ventanillas,
sopló juguetón y fresco el viento del valle del
Ródano y aleteó en los vagones, llevándose el
desagradable tufo que los llenaba. Montañas.
Heleros. Valles. Casitas de madera con grandes
quesos en los tejados. Rebaños de rojas y negras
vacas suizas, y el melódico sonido, mejor dicho,
golpeteo de sus achatadas esquilas en una quieta
estación llena de sol, con la blanca cruz en la roja
bandera suiza y un perro de San Bernardo, con un
enorme cartel, anunciando el "chocolate Suchard".
Petia se encontraba ya en otro país, en un país
precioso, que parecía de juguete...
De la terraza del piso bajo llegaban unas voces
que discutían. Hablaban en ruso. Ello hizo que el
muchacho prestara atención.
- Usted no debe hacer caso omiso de la tesis
aprobada unánimente por el Pleno de enero del
Comité Central -decía muy alto, casi gritando, una
voz femenina, recalcando las palabras "hacer caso
omiso" y "Pleno".
- Yo no hago caso omiso, pero... -respondió
blandamente una masculina voz de barítono, que
sonaba irónica.
-Sí, señor mío; usted hace caso omiso, aunque
finge que no.
- ¡Eso es hablar por hablar!
- El Pleno de enero ha definido con toda claridad
el
carácter
del
trabajó
verdaderamente
socialdemócrata -terció con precipitación otra voz
masculina, sorda y enojada, interrumpida por una
seca tos de fumador empedernido.
- ¡Siga, siga! --pronunció, nasal, la irónica voz de
barítono, y Petia se dijo que el hombre aquel debía de
tener una bella y carnosa nariz.
- La negación del partido socialdemócrata ilegal gritó más fuerte la voz femenina-, el menoscabo de
su papel e importancia, los intentos de castrar el
programa, las tareas tácticas y las consignas de la
V. Kataiev
socialdemocracia revolucionaria no son sino una
manifestación de la influencia burguesa en el
proletariado...
Al
oír
las
palabras
"socialdemocracia
revolucionaria" y "proletariado", que tan alto
sonaban en la galería, Vasili Petróvich se estremeció
y miró con el rabillo del ojo a los chicos.
- Quien no reconoce esto, engaña a los obreros,
difundiendo ideas burguesas liberales acerca del
carácter constitucional de la crisis inminente -dijo la
ronca voz de fumador empedernido, y Petia vio que,
atravesando la enredadera de la terraza, caía sobre la
grava, cerca de un macizo de lilas blancas, una
humeante colilla.
- ¡Caramba! ¿No son demasiado fuertes estas
palabras?
- Esos señores -volvió a la carga la voz femeninaechan por la borda consignas tan viejas del marxismo
revolucionario como el reconocimiento de la
hegemonía de la clase obrera en la lucha por el
socialismo y la revolución democrática.
- ¿Eso lo dice por mí?
- Por usted y por todos los, que piensan así...
- ¡Dios mío! -barbotó asustado Vasili Petróvich, y
la nariz se le puso blanca por la inquietud-. ¡Chicos,
salid ahora mismo de la terraza!
Petia, picado por la curiosidad, sacó medio cuerpo
por encima de la barandilla, para ver lo que estaba
ocurriendo en la terraza de abajo.
A través de una inclinada reja verde tapizada de
hiedras, el chico vio una mesa, en la que había una
jarra de leche, y a varias personas acomodadas en
sillones de mimbre: una enojada dama de chaqueta
negra, que parecía una maestra, un joven con aspecto
de tuberculoso, vistiendo una camisa rusa de satén y
una raída chaqueta, y un caballero de bellas facciones
que llevaba una cazadora y ostentaba unos lentes con
brillante montura de acero en su carnosa nariz
romana, de la que salía en aquel mismo instante un
irónico "¿Y qué más? .. "
- Predicando la formación del llamado Partido
Obrero legal o abierto, usted y todos sus semejantes
no son sino constructores del partido "obrero"
stolipiniano y portadores de la influencia burguesa en
el proletariado -gritó la señora de chaqueta negra,
golpeando con su huesudo puño la mesa tan
fuertemente, que la jarra de leche estuvo apunto de
volcarse.
- Exactamente, de la más auténtica influencia
burguesa... -ahogándose de tos y escupiendo decía
con voz rápida y sorda el joven tuberculoso, mientras
encendía una cerilla con manos temblorosas-. Y su
partido obrero "abierto" no es, en el régimen de
Stolipin, sino la franca traición de hombres que han
renunciado a la lucha revolucionaria contra la
autocracia zarista, la III Duma y todo el ignominioso
régimen de Stolipin.
Vasili Petróvich no pudo aguantar más. Agarró a
55
El caserío en la estepa
Petia de los hombros y lo empujó a la habitación,
diciéndole:
- ¡No te atrevas nunca a escuchar semejantes
cosas! ¡No salgas de la habitación!... ¡Pávlik,
abandona inmediatamente el balcón! ¡Dios mío, qué
castigo! ¡En todas partes política!...
Después de meter a los chicos en la habitación,
Vasili Petróvich salió a la terraza y gritó con voz
temblorosa a los de abajo:
- Les ruego que midan ustedes las palabras. Por lo
menos, no hablen tan fuerte. No olviden que arriba
hay niños.
Abajo se hizo el silencio, y después, la voz nasal
dijo:
- Camaradas, nos están escuchando.
Se oyó el ruido de los sillones de mimbre al ser
movidos, y la voz femenina comentó:
- Y ustedes dicen "partido abierto", cuando
incluso en la libre Suiza nos persignen los espías del
gobierno zarista.
- ¡Cuidado con lo que dice!... -gritó amenazante
Vasili Petróvich, el rostro encendido.
Pero abajo cerraron con furia la puerta
encristalada, y Vasili Petróvich, barbotando: "¡A lo
que hemos llegado!", abandonó la terraza y la cerró,
con no menos indignación y ruido.
- Papá ¿también son rusos? -preguntó con un hilo
de voz Pávlik-. Son anarquistas, ¿no?
- Tonto, son socialdemócratas -dijo Petia.
- Yo a ti no te he preguntado... Papá, ¿y cómo han
venido a parar aquí?
- No hagáis preguntas necias -gruñó enojado el
padre y, mirando severo a Petia, añadió-: Y tú no te
metas donde no te llaman.
- Dime, papá -volvió a la carga Pávlik-, ¿esos
rusos son como nosotros o no?
- Sí, son rusos como nosotros, sólo que
emigrados. ¡Y basta ya de preguntas! -dijo secamente
el padre.
- ¿Y qué son los emigrados? ¿Gente que está
contra el zar?
- ¡Basta! -rugió el padre.
Con esto terminó aquella conversación sobre
política. Los Bachéi no volvieron a ver a los
emigrados rusos que vivían en el piso de abajo. Por
lo visto, se mudaron de pensión.
EMIGRADOS Y TURISTAS
Aquel pequeño incidente causó a Petia muy honda
impresión. Sin que él mismo se diera cuenta, el chico
empezó a meditar en torno al fenómeno, no del todo
comprensible, que se llamaba "revolución rusa".
Petia pensaba en Rusia y en los rusos.
Hasta entonces, todos ellos, lo mismo ricos que
pobres, mujiks que obreros, funcionarios o
comerciantes, oficiales o soldados, eran para él
simplemente rusos, fieles súbditos del emperador.
Aquello le parecía muy natural y no exigía
demostración ninguna, lo mismo que, por ejemplo, la
afirmación de que el Mar Negro estaba compuesto de
una gran cantidad de agua salada y el cielo era una
masa de aire azul.
Pero en el extranjero, donde, con gran asombro
suyo, Petia veía a muchos rusos, aquella idea suya
empezó a cambiar.
El chico se dio cuenta de que en el extranjero
todos los rusos se dividían en dos categorías. Una la
componían los turistas, y la otra, los emigrados. Los
turistas eran gente rica, y los Bachéi no tenían el
menor contacto con ellos, pues, en los barcos y los
trenes, los turistas viajaban en primera, paraban en
hoteles terriblemente caros, almorzaban en las
terrazas de los restaurantes más famosos y paseaban
en carruajes o montando bellos caballos y
automóviles más preciosos que el de los hermanos
Ptáshnikov, que hasta entonces le había parecido a
Petia una maravilla, el colmo de la riqueza y el lujo.
Dondequiera que apareciesen los turistas rusos,
los rodeaba una atmósfera de riqueza y lujo.
Viajaban con toda su familia, los niños muy bien
vestidos, acompañados de institutrices, doncellas,
intérpretes y guías de la categoría más alta, serios e
imponentes como ministros.
Eran aquellos rusos hombres bien cebados y
damas muy quisquillosas, jóvenes señoritas y
señoritos, altivas ancianas y elegantes viejos, que
olían a extraños perfumes de caballero y a cigarros
habanos.
A veces, en la fresca penumbra de un museo o
entre las caldeadas ruinas de algún teatro antiguo, los
Bachéi se veían muy cerca de aquella gente. Pero
incluso allí la rodeaba un muro invisible, que excluía
todo acercamiento. Delante de ellos, Petia sentía un
humillante embarazo que, si bien no se debía a que
fuese pobre, sí a que no era muy "pudiente".
El chico sentía vergüenza por el traje de su padre,
por sus botas con las punteras torcidas hacia arriba,
por su barato sombrero de paja, por el cuello y los
puños de su camisa, que el buen hombre limpiaba
meticulosamente todas las noches con una goma de
borrar y espuma de jabón. Petia se despreciaba a sí
mismo por aquella vergüenza, pero no podía evitarla.
Era aquella aún más humillante porque el chico
comprendía que el padre, si bien lo disimulaba,
también sentía vergüenza. En presencia de los
turistas, Vasili Petróvich adoptaba una pose muy
independiente, pero le temblaba la barbilla y, con un
movimiento inconsciente, doblaba las palmas de las
manos para ocultar en las mangas de la americana los
puños de la camisa.
Pero lo más vejatorio era que los ricachones rusos
parecían no ver a los Bachéi. Únicamente dejaban de
hablar en ruso y con mucha facilidad pasaban a
cualquier otro idioma -el francés, el inglés o el
italiano-, que dominaban con la misma soltura que el
ruso.
56
Los cuadros de los grandes maestros, ante los que
Vasili Petróvich se detenía abatida la cabeza y los
ojos anegados en lágrimas, los examinaban ellos
desde distintos puntos, a través del puño y con
impertinentes, admirándose sin perder su dignidad y
haciendo observaciones muy profundas.
Contemplaban las ruinas de los antiguos teatros
como si esperaran que de un momento a otro fueran a
aparecer un coro griego y artistas de la antigüedad,
con coturnos y máscaras, para representar ante ellos
una emocionante tragedia.
Parecía que todo en torno les pertenecía por un
antiguo derecho que no podía despertar la menor
duda. Y Petia sentía que eran, en efecto, los dueños
de todo. El mundo les pertenecía a ellos, o, por lo
menos, a la gente de su clase, y Rusia era suya, sin
duda alguna.
Por ello le parecía tan extraña a Petia la otra
categoría de rusos en el extranjero: los emigrados.
Estos eran el polo opuesto de los turistas.
Aquellos intelectuales pobres y mal vestidos
viajaban en tercera, iban a pie por las calles y vivían
en las pensiones más pequeñas y baratas. Por eso los
Bachéi los veían con frecuencia, y Petia pronto se
hizo de ellos una idea bastante exacta.
Eran hombres y mujeres como los que habían
visto en víspera en la pensión de Ouchy. Los
emigrados se dedicaban a la política. Petia les había
oído decir distintas "palabras políticas", que cada vez
turbaban a Vasili Petróvich.
Siempre estaban discutiendo, sin prestar atención
a lo que les rodeaba y en los lugares más
inadecuados: en la estación, antes de la salida del
tren; en los montes, junto a un salto de agua que
salpicaba de líquido polvo las temblorosas hojas de
algún helecho; en la mesa de las pensiones; en los
museos, al mismo tiempo que examinaban piedras
partidas en dos, en cuyo interior brillaban los
cristales liliáceos de las amatistas.
A juicio de Petia, los emigrados se habían
entregado todos a una misma labor. Petia comprendía
que su labor era política, pero tenía de ella una idea
muy vaga. El chico sabía que "luchaban contra la
autocracia". Y si iban de un sitio para otro, no era por
el interés de viajar, sino porque así lo exigía la "causa
común".
Un día, los Bachéi se tropezaron en Ginebra con
un grupo bastante numeroso de emigrados. Fue en un
islote, junto al monumento de Rousseau. En torno
nadaban unos cisnes negros, y el Rousseau de
bronce, un anciano de rostro flaco y apasionado,
contemplaba indiferente, sentado en su sillón, cómo
las orgullosas aves hundían en el agua sus sinuosos
cuellos, que parecían serpientes, y, rapaces,
apresaban pedacitos de pan blanco que les tiraba la
gente desde diminutas y polícromas barquillas.
Mientras
Vasili
Petróvich,
respetuosamente
descubierto, contemplaba el monumento al gran Juan
V. Kataiev
Jacobo, al filósofo y escritor ante quien se inclinaba
ya cuando era estudiante, Petia oyó una conversación
que mantenían unos emigrados. Sentados en bancos a
la sombra de unos sauces llorones, discutían en voz
alta, como siempre, y, de pronto, Petia oyó un
apellido conocido: Uliánov.
- ¿Acaso Uliánov-Lenin no está ahora en París?
- Está cerca de París, en la aldea de Longjumeau.
- Entonces, ¿es cierto que hay allí una escuela del
Partido?
- Sí, y Lenin hace ir allí a los dirigentes del
Partido y les da un curso de conferencias de
Economía Política, cuestión agraria y teoría y
práctica del socialismo.
- ¿Qué posición mantiene él respecto a la escuela
de Capri?
- Desde luego, una posición irreconciliable.
- Después de su resolución acerca de la situación
en el Partido, presentada en la asamblea del segundo
grupo parisiense de ayuda al Partido Obrero
Socialdemócrata de Rusia, podemos estar seguros de
que nunca aceptará el menor compromiso.
- Yo no he leído la resolución.
- De aquí a unos días se publicarán unas octavillas
con ella.
- ¿Y Gueorgui Valentínovich?
- ¿Gueorguí Valentínovich?... Plejánov es
Plejánov.
- Entonces, cree usted...
- He creído y creo que en la revolución rusa no
hay más que una línea acertada: la línea de Lenin. Y
cuanto más pronto lo comprendamos, tanto antes
llegará la revolución rusa.
Petia comprendió por primera vez con toda
claridad que los emigrados, aunque le habían
parecido hasta entonces unos pobres extravagantes,
que erraban contra su voluntad por tierras extrañas
después del fracaso de la revolución, eran una fuerza
seria. Resultaba que tenían escuelas del Partido,
Comités Centrales, grupos de ayuda y Plenos.
Publicaban octavillas con sus resoluciones. Resultaba
que, a pesar del fracaso de la revolución de 1905,
muchos de ellos, lejos de deponer las armas, se
preparaban para otra revolución. Resultaba que
tenían su dirigente, Lenin-Uliánov, por lo visto el
hombre a quien estaba destinada la carta que Gávrik
entregara a Petia. El chico había oído ya varias veces
aquel apellido. Trató de imaginarse al hombre que se
encontraba cerca de París, en la aldea de
Longjumeau, y preparaba una nueva revolución rusa.
A partir de entonces, siempre que Petia veía algún
emigrado en el tren o en la estación, estaba seguro de
que iba a París, a Longjumeau, a la escuela del
Partido dirigida por Uliánov. Naturalmente, habían
ido también allí los emigrados de quienes Gorki se
había despedido en la estación de Nápoles, y entre
ellos la dama de luto y la niña que miró a Petia tan
severa y grave cuando el tren arrancó y al chico se le
57
El caserío en la estepa
metió en el ojo la maldita carbonilla.
AMOR REPE
TI
O
Petia no podía olvidar a la niña aquella. Por más
raro que pueda parecer, pensaba en ella muy a
menudo, sintiendo la amargura de la separación y
reprochándole mentalmente que hubiera aparecido y
desaparecido tan de repente, como si la chica tuviera
la culpa de ello. Petia concedía una importancia
exagerada a la mirada que habían cambiado.
El chico había leído ya, además de las novelas de
Turguénev, Un héroe de nuestro tiempo, La guerra y
la paz, Evgueni Oneguin, como era natural, y casi
todo Goncharov. Aunque Vasili Petróvich, que
orientaba la lectura de los chicos, les hablaba sobre
todo de la importancia social de estas obras clásicas,
lo que apasionaba a Petia era algo completamente
distinto: el amor.
El chico se tragaba ansioso las páginas en que se
hablaba del amor y hojeaba distraídamente las que
encerraban "importancia social" o, como decía
gravemente el padre, "el contenido principal de la
obra". Para Petia, lo principal en las obras literarias
eran las escenas de amor.
Siendo por naturaleza un chico enamoradizo y
soñador, Petia asimiló rápidamente toda la ciencia
del amor elevado según la novela rusa. Después de
estudiar la teoría, aprovechaba cada ocasión para
aplicarla prácticamente. Pero esto no era tan fácil. El
"amor repentino" o "la indiferencia fría" hacia
cualquier chica del cuarto grado, con su delantalito
negro, gorrito de castor, lazo verde y cartapacio de
hule, se tragaba muchas horas, pero no tenía ningún
sentido, pues la chica reaccionaba a todos estos
artificios sonriendo amaneradamente y sin
comprender en absoluto lo que de ella se quería.
Sin embargo, Petia se sumía con bastante
frecuencia en un mundo de pasiones imaginadas y se
creía unas veces Pechorin y otras Oneguin o Mark
Vólojov, aunque, en el fondo, se parecía mucho más
a Grushnitski, Lenski y Ralski.
Naturalmente, todas las chicas conocidas eran
para él, en tales períodos, Marys, Tatianas o Veras
encantadoras y sufrientes, cosa que halagaba mucho
su amor propio. Petia mantenía una actitud
despectiva hacia las Olgas y Márfinkas. Por cierto,
las chicas rara vez se daban cuenta y estimaban que
Petia era un extravagante muy pagado de su persona.
Al principio, las impresiones del viaje eran tan
fuertes, que Petia se olvidó de pensar en el amor.
Pero la carbonilla se metió en su ojo y comenzó
una nueva pasión.
Era aquel un "amor repentino". De esto, a Petia no
le quedaba duda alguna. Pero había que aclarar aún
quien era ella y quién él. Como la cosa ocurría en el
extranjero, lo más a propósito era Turguénev. La
chica podía ser Asia, e incluso, con un pequeño
esfuerzo de imaginación, Gemma, la de Aguas
primaverales. Esto era conveniente y agradable
porque, como protagonista, Petia era en ambos casos
fiel y apasionadamente amado.
Sin embargo, el instinto apuntaba a Petia, que en
realidad, la chica aquella no era ni Gemma ni Asia.
Quizás se pareciera a la Tatiana de Oneguin. Pero
Petia descartó también esta variante, ya que, de
admitirla, debería ser él Oneguin, cosa que no
armonizaba con su necesidad de amor correspondido.
La princesita Mary y Bela tampoco valían, porque
Petia estaba ya harto de ser Pechorin, pues en los
últimos tiempos había abusado mucho de ello.
La que más valía era Vera la del Abismo. En ella
también había algo de sumiso y enigmático. En tal
caso, a Petia le correspondería el papel de Mark
Vólojov, ya que no podía de ningún modo aceptar el
del fracasado Raiski. En fin, el papel de Mark
Vólojov no estaba mal, ni mucho menos. Petia no
había sido Vólojov ni una sola vez.
Aún no había decidido Petia detenerse
definitivamente en Vera y Mark Vólojov, cuando le
pareció de pronto que Clara Mílich, con su
enigmático beso de ultratumba, era lo mejor de lo
mejor. La chica sería Clara Mílich. Pero, en aquel
instante, una voz interior dijo a Petia que aquello
tampoco era verdad.
Sin embargo, el amor no esperaba, no toleraba la
menor dilación. Por ello, mezclando a toda prisa a
Taliana, a Vera, a Asia, a Gemma, desechando el
beso de ultratumba de Clara Mílich y añadiendo un
lazo negro a la trenza castaña de la chica, Petia
obtuvo, en resumidas cuentas, aquella mujer única,
tierna, amada y amante de por vida, con quien la
suerte lo había juntado tan fugazmente, para
separarlos después implacable.
El amargo sentimiento de la separación inundó el
alma de Petia. El chico experimentaba en todo
momento una extraña soledad. En el fondo, se
embriagaba con ella. Por cierto, la soledad, lejos de
empañar su viaje por Suiza, lo hacía más agradable.
El chico ya no era ni Pechorin, ni Oneguin, ni
Mark Vólojov. Era él mismo, pero nuevo, más
hombre.
Vasili Petróvich observaba alarmado el cambio
que se producía en Petia. El niño se iba
transformando en joven. Se daba cuenta el padre de
que al hijo le ocurría algo incomprensible y lo
atribuía a la gran abundancia de nuevas impresiones.
Quizás fuera así. Pero ni siquiera podía imaginarse
aproximadamente todas las tonterías engendradas por
la imaginación calenturienta del niño y en las que
estaba sumida su alma. A veces, Vasili Petróvich
cogía a Petia por los hombros, lo miraba a los ojos y,
con su mano sarmentosa, le alborotaba el cabello.
- ¿Qué te pasa, Petia, pequeñito mío? -preguntaba
el padre cariñoso.
Petia, a punto de llorar de la lástima que sentía
hacia sí mismo, se apartaba sombrío y decía con voz
58
sorda:
- No soy pequeñito.
Siempre que tenía ocasión, Petia se miraba
fijamente al espejo, tratando de comunicar a su rostro
una expresión sombría y viril. Empezó a peinarse de
un modo muy especial con el cepillo del padre, que
mojaba profusamente para alisar un rizo rebelde que
resaltaba en su coronilla.
TEMPESTAD
DE
IEVE
E
LAS
MO
TAÑAS
A instancias de Petia compraron en Interlaken
unas capas de lana y unos bastones de alpinista con
un pincho metálico, de los que se usan para escalar
las montañas. Petia incluso pidió que le comprasen
un verde sombrero tirolés, con una pluma de faisán
en la cinta, y unos borceguíes con clavos. Pero el
padre, que temía gastar un céntimo más de lo
presupuestado, se negó categóricamente y se puso
hecho una fiera.
Incluso en los días más calurosos no se quitaba
Petia la capa. No la llevaba echada simplemente
sobre los hombros, sino que iba embozado en ella a
la manera española. La capa de Pávlik ofrecía el más
modesto aspecto, pero la de Petia se convertía en el
misterioso embozo de un hidalgo español.
Pávlik arrastraba simplemente su largo bastón de
madera de cerezo; Petia se apoyaba en el suyo como
en un cayado de peregrino.
A veces, el chico sonreía sombríamente, se
apartaba de los suyos y, plantado en una roca,
contemplaba a lisia de pájaro un aldehuela, con
pequeña y bonita iglesia, situada en el fondo del
valle.
En cierta ocasión, Petia convenció a su padre de
que debían escalar una montaña en un día de mal
tiempo, cuando el barómetro de la plaza de Flüelen
trazaba una siniestra línea quebrada en la cinta de
papel de un tambor que giraba imperceptiblemente.
- Pero allí hay ahora niebla, una tempestad de
nieve; no veremos nada y gastaremos tontamente el
dinero en el funicular -objetó el padre, pues pocos
días atrás había sabido, lleno de espanto, que sus
kilométricos no valían para el funicular.
Petia argumentó calurosamente que, cuando hacía
buen tiempo, a los montes subía todo el mundo, y
entonces no había nada de interesante de no ser las
aburridas cimas nevadas y los ventisqueros, mientras
que si hacía mal tiempo, cuando todos los demás
viajeros estaban cobardemente metidos en los
hoteles, había que subir a los montes para ver una
tempestad de nieve en el mes de julio.
- Comprenda que nadie, absolutamente nadie verá
eso a excepción de nosotros -concluyó Petia.
En resumidas cuentas, el chico convenció al padre
y, por fin, montaron en un oblicuo y escalonado
vagón del funicular eléctrico, que se arrastró
lentamente hacia arriba por sus dentados rieles, casi
V. Kataiev
verticales.
Como era de esperar, en el vagón no iba nadie
más. Estuvieron largo rato subiendo por una abrupta
ladera, poblada al principio de pinos y después de
abetos. Los árboles se deslizaban lentamente hacia
abajo, en diagonal, de modo que Petia veía al
principio sobre sí sus raíces y después, debajo, sus
copas llenas de piñas, que iban haciéndose más y más
pequeñas y terminaban por ocultarse, abajo, en la
neblina solar del tórrido día de julio.
A veces aparecían, entre helechos, las blancas y
espumosas escaleras de los saltos de agua.
La temperatura bajaba. Terminó el bosque. Se
deslizó pendiente abajo la última estación: una casita
muy limpia con la techumbre mojada. Los Bachéi se
apearon del vagón. Vasili Petróvich hojeó la guía, y
nuestros viajeros se dirigieron a pie a la cima del
monte, por entre negros cantos rodados cubiertos de
argénteos líquenes.
Allí se notaban ya los primeros síntomas de
niebla. Era difícil avanzar, en sandalias, por las
escurridizas piedras de cuarzo. El pedregoso suelo
estaba cubierto de una vegetación rastrera: de
pamporcinos y de rosales alpinos. Por fin, entre
húmedo musgo, encontró Petia el primer edelweiss,
extraña flor muerta que parecía una estrellita
recortada de paño blanco. Petia la arrancó y la guardó
sobre su corazón, metiéndola allí por el escote de la
marinera.
La línea del horizonte estaba muy alta y muy
cerca, y de allí avanzaba una niebla gris. Todo en
torno se puso oscuro. Entraron en una nube. Sintieron
un intenso frío. En un santiamén, las capas de lana se
pusieron grises por el polvo de agua. Los envolvieron
densas sombras. Sopló un hiriente viento, arrojando a
la cara almorzadas de fina y helada llovizna.
Vasili Petróvich, irritado, dio la orden de
retroceder. Pero Petia siguió muy decidido escalando
la montaña, embozado con orgulloso empaque en su
capa y golpeando con el afilado hierro de su bastón
las mojadas piedras.
El frío se hizo aún mayor.
Entre las gotas de agua aparecieron estrellitas de
nieve, al principio mojadas y ya después secas. La
lluvia se convirtió, repentinamente, en una tempestad
de nieve.
- ¡Atrás! ¡Da la vuelta en seguida! -gritó el padre.
Pero Petia no oía nada, embriagado por la sombría
belleza de aquella tempestad de nieve en el mes de
julio. El chico llegó al borde del precipicio, desde
donde, en los días de buen tiempo, se veía toda la
cordillera, con las cimas del Mont-Rose, el Jungfrau
y el Matterhorn.
Pero aquel día no se veía nada. Abajo, arriba y a
los lados danzaba alocada la nevasca, cubriendo las
flores y las piedras de un blanco velo.
- Lo que hemos hecho es tirar el dinero -barbotó
el padre, esforzándose por distinguir el más ligero
59
El caserío en la estepa
indicio de la famosa cordillera.
- ¡Ay, papá, no comprendes absolutamente nada! exclamó triste Petia-. ¡Hasta da rabia oírte! Abajo es
verano, hace calor, y nosotros... y nosotros estamos
viendo nieve. ¡Nosotros, sólo nosotros!... ¿Acaso no
merece la pena de haber subido?
- Sí, abajo es verano y arriba invierno. Muy
natural. No sé qué encuentras en ello de particular.
En los países montañosos, eso es lo normal. Pero tú
eres un fantaseador, y nada más.
Cubierto de nieve, con estrellitas blancas en las
cejas y en las pestañas, Petia estaba plantado al borde
del abismo, los brazos cruzados sobre el pecho, la
capa ondeante, y con sombrío embeleso pensaba en
la niña a quien tan despiadadamente habían separado
de él, llevándosela a París, a Longjumeau. Se
embriagaba con su desgraciado amor y su soledad,
aunque para sus adentros no cabía en sí de júbilo,
imaginándose el aspecto que ofrecía abatido por el
sufrimiento, olvidado de todos, con la flor aquella en
el pecho, envuelto en su burda capa alpina, que no
bastaba para calentar su aterido cuerpo.
- ¡Basta! ¡Ya está bien! ¡Ya nos hemos deleitado
bastante con el panorama! -gruñó el padre-. ¡No vaya
a ser que pesquéis una pulmonía!
- ¡Qué más da, qué más da! -exclamó Petia, pero
ello no le impidió volverse con gran placer de
espaldas al desagradable viento y correr monte abajo,
en pos de Pávlik.
Camino de la estación del funicular se tropezaron
con la cabaña de un pastor, una auténtica casita suiza
con piedras en la plana techumbre. Allí entraron en
calor y secaron su ropa ante el hogar, y una vieja
suiza les dio por una moneda de níquel tres estrechos
y blancos vasos de fría leche de cabra.
Vasili Petróvich pensaba, mientras daba cuenta de
la leche: "¡Qué quietud, qué silencio! ¡Qué
tranquilidad! Quizás la verdadera dicha consista en
tener una pequeña parcela de tierra, una apacible
cabaña, en pacer vacas, hacer queso, respirar el aire
tonificante de las montañas y no sentirse esclavo del
Estado, la Religión, la Sociedad. Sí, razón tenía Juan
Jacobo Rousseau, el gran sabio y asceta". Estas ideas,
que ya antes surgían vagamente en su fatigado
cerebro, adquirieron de pronto una nitidez
asombrosa, casi palpable. Eran tan materiales y
visibles como las blancas gotas de leche de cabra que
brillaban en su mojada barba.
En realidad, Petia sintió un gran placer cuando el
funicular empezó a sumirlos lentamente en el cálido
valle lleno de luz y terminó la extraña excursión. Hay
que decir que, a pesar de haber gastado el dinero en
balde, quedaron bastante satisfechos.
- De todos modos, ¿sabéis?, ha sido un
espectáculo curioso -dijo Vasili Petróvich, frotándose
las manos-. Por fin, he conseguido ver un edelweiss
en condiciones naturales.
Pávlik también estaba muy contento, aunque, fiel
a su carácter, lo disimulaba. Luego estuvo largo rato
en un ángulo de la habitación ocultando enigmático
en su mochila unos objetos que producían bastante
ruido. Luego se puso en claro que el chico no perdía
el tiempo en Suiza. Al ver en los escaparates de los
comercios multitud de piedras preciosas y cristales
encontrados en las montañas, se dijo que podría
enriquecerse fácilmente si no se dormía durante las
excursiones y examinaba atento el suelo, en el que, a
cada paso, se encontraban tesoros. Por eso, llenó en
secreto su saco con multitud de piedras que le
parecieron muy valiosas. Aquel día, mientras Petia
estaba entregado a sus meditaciones amorosas y el
padre estudiaba la flora alpina, Pávlik se encontró
dos redondos y grandes guijarros. Estaba seguro de
que aquellos pedruscos contenían muchos cristales de
amatista. Bastaría con partirlos por la mitad para
sacar de ellos un montón de preciosas gemas.
Pávlik, siempre tan cauteloso, resolvió aplazar la
operación aquella para cuando estuvieran de vuelta
en Odesa. Allí vendería en secreto sus tesoros y vería
cumplido su sueño dorado: compraría una bicicleta
de segunda mano.
A partir de aquel día, Petia empezó a soñar
apasionadamente con París. Presentía que allí
volvería a verla a "ella" y conocería una felicidad
increíble.
La visita a París figuraba en el plan de viaje, pero,
antes, había que aprovechar al máximo los
kilométricos que daban derecho a viajar por todos los
ferrocarriles de Suiza.
A decir verdad, Suiza, con su queso, su leche, su
chocolate, sus pensiones, sus funiculares, sus
colecciones de minerales, sus juguetes de madera y
sus bellos panoramas, todos ellos asombrosamente
parecidos, tenía ya más que hartos a los Bachéi.
Pero no había más remedio que seguir
aguantando: ¡no iban a dejar que se perdiera el dinero
gastado en los billetes! Y por eso los Bachéi
siguieron pasando de un tren a otro, recorriendo el
país en todas direcciones, para sacar el jugo a los
dichosos kilométricos.
En Berna visitaron el profundo hoyo por cuyo
fondo andan a dos pies los célebres osos de Berna,
pidiendo golosinas al público.
Cuando el tren llegaba a Lucerna, descubrieron,
en un verde prado, un gran dirigible amarillo, el Villa
de Lucerna.
En el lago de Fierwaldstattersee se les echó
encima una tormenta espantosa y vieron el siniestro
reflejo de los rayos en el agua, que se había puesto,
repentinamente, casi negra.
En Lugano los sorprendió el carácter tan italiano
de la ciudad, con el habla rápida y cantarina de la
gente, los macarrones, las mandolinas, y la naranjada
helada.
En el castillo de Chillan, cuyas puntiagudas torres
parecían salir del lago y destacaban sobre el fondo
V. Kataiev
60
del Dent du midi, con su dentada cima, vieron el
famoso subterráneo con la argolla de hierro, las
columnas de piedra y la falsa firma de Byron arañada
en una de ellas.
En una villa de la Suiza alemana compraron para
la tía una ligera manta de lana; en una estación
irrumpieran bulliciosos en el vagón unos gruesos
cazadores tiroleses con pantalones cortos y anchos
tirantes verdes. Colocando sus sombreritos con
plumas de faisán en los cañones de sus escopetas y
agitándolos sobre sus cabezas, cantaban con voces
guturales y cambiantes, imitando a la flauta, sus
canciones populares.
No fueron estas las únicas impresiones, pero todas
se fundían en la sensación de que debían viajar y
viajar.
Cuando llegó el momento de ir a París, Vasili
Petróvich empezó a titubear. En la pequeña
habitación de un barato hotel de Ginebra contó y
recontó sus fondos, cubriendo de columnas de
menudas cifras un pedazo de papel de cartas.
- ¿Cuándo vamos a ir a París? -preguntó
impaciente Petia.
- ¡Nunca! -respondió categórico el padre.
- ¡Pero si habías resuelto ir! ¡Nos lo prometiste!
- Lo habíamos resuelto, pero ahora he cambiado
de parecer.
- ¿Por qué?
- Porque tenemos poco dinero. ¿Cómo vamos a ir
a París cuando agosto llama ya a las puertas y
Tatiana Ivánovna escribe que en la escuela de Faig
empiezan el día primero los exámenes de ingreso?
Además, ya es hora de que Pávlik y tú dejéis de
holgazanear y repaséis, antes de que empiecen las
clases, algunas asignaturas. En fin, ¡basta de viajes!
¡Ya está bien!
- Papá, ¿estás bromeando?
- Estoy hablando muy en serio -barbotó Vasili
Petróvich.
Al ver que el padre recobraba su tono habitual,
Petia volvió a la carga por última vez.
- Has dado palabra, y no está bien que ahora no la
cumplas -dijo el chico con gran desenfado y
atrevimiento.
- ¿Qué tono empleas con tu padre? ¡Silencio,
mocoso!
Vasili Petróvich cogió al chico por los hombros
para zarandearlo con fuerza, pero recordó que estaba
en el extranjero y se limitó a sacudirlo una sola vez.
Después, toda la familia sintió un profundo alivio:
gracias a Dios, la cuestión quedaba resuelta y ya no
tendrían que viajar más: regresarían a su Odesa
directamente, a través de Viena.
Los tres comprendieron entonces que estaban
terriblemente hartos de viajar y viajar sin descanso en
traqueteantes vagones, de pernoctar en hoteles, de
comprar tarjetas postales, de visitar museos, de
hablar en francés y de comer insípidas sopitas suizas
y finas tajaditas de dura carne en salsas agrias, en
lugar de la deliciosa sopa de coles ucraniana y los
varéniki10.
Ansiaban bañarse en el mar, zamparse una buena
tajada de sandía, saciarse de té, hervido en un
samovar, con confitura de fresas y hojuelas
calentitas, en las que tan rápidamente, despertando el
apetito, se derretía la mantequilla.
En una palabra: anhelaban regresar a su terruño, y
partieron al día siguiente.
Tenían tanta prisa por llegar, que ni siquiera
Viena, donde pasaron dos días, les produjo la menor
impresión. Estaban ya cansados. Únicamente quedó
grabado en su mente el cuadro que vieran por la
ventanilla del vagón al abandonar Viena: la franja
purpúrea del ocaso y la infinita silueta de la ciudad
con sus torres, agujas, veletas y la colosal rueda de la
noria en el Prater, que se levantaba sobre toda la
ciudad y parecía un extraño símbolo de la capital
austríaca.
El viaje de Viena a la frontera rusa se les hizo
terriblemente pesado y duró casi dos días, pues Vasili
Petróvich, fiel a su principio de economizar en los
billetes, en vez de tomarlos para el Schnellzug, o sea,
el rápido, los tomó para el Personenzug, es decir,
para un simple tren de pasajeros. A pesar de su
nombre, del todo decente y hasta bello, resultó que el
Personenzug no era un verdadero tren de pasajeros,
sino de pasajeros y mercancías.
ASÍ LOS RECIBIÓ RUSIA
Durante su estancia en Suiza, Petia y Pávlik se
habían hecho experimentados viajeros. Habían
aprendido a determinar infaliblemente la velocidad
del tren por los postes de telégrafo. Si de un poste a
otro se podía contar, sin apresurarse, hasta seis, el
tren llevaba una velocidad aproximada de treinta
kilómetros por hora. En Suiza, los trenes eran
bastante rápidos. Entre poste y poste sólo se podía
contar hasta cinco. Y en algunos, sólo hasta cuatro e
incluso tres. Al verse en el Personenzug austríaco y
contar los postes, los chicos se convencieron de que
el tren aquel rodaba a paso de tortuga: entre poste y
poste llegaron a contar hasta diez. Los postes no
pasaban fugaces ante la ventanilla: cada uno de ellos
desfilaba perezosamente, tirando apático de sus finos
cables, en los que se veía alguna solitaria golondrina,
y el poste siguiente tardaba una eternidad en
aparecer, dando la impresión de que no iba a llegar
nunca. El tren aquel paraba largo rato en todas las
estaciones y apeaderos. No había literas disponibles.
Día y noche viajaban nuestros amigos sentados en los
incómodos asientos de aquel vagón de tercera
abarrotado de pasajeros.
No eran los pasajeros bien vestidos, corteses y
bondadosos de los trenes suizos, no eran turistas ni
10
Plato ucraniano. (!. de la Red.)
61
El caserío en la estepa
granjeros. Eran austríacos poco pudientes: artesanos
ambulantes, que viajaban con sus cajas de
herramientas, reservistas, soldados, vendedoras,
viejos judíos con levitones de lustrina, medias
blancas y unas greñas patriarcales, tan largas y
retorcidas, que parecían pegadas adrede.
Iban en el vagón muchos eslavos: checos,
polacos, serbios, algunos con trajes nacionales.
Fumaban apestosos cigarros y pipas de porcelana con
largas y retorcidas boquillas y unas bolitas verdes.
Todos comían salchichón austríaco, con ajo y
pimentón, y por ello en el vagón flotaba un pesado y
desagradable olor.
La gente hablaba en una mezcla de todos los
idiomas y dialectos eslavos habidos y por haber;
apenas si se oía el alemán.
La mayoría de los pasajeros no iban lejos. En
todas las estaciones salía y entraba gente. En una de
ellas, montó un viejo organillero, que vestía una
chaqueta verde de cazador con botones de cuerno de
ciervo sin pulir, parecido al emperador Francisco
José. El hombre tomó asiento en un rincón y se puso
a hacer girar el manubrio. Tocó sin descansar unos
diez valses y marchas vieneses, se quitó después su
raído sombrerillo tirolés, descubriendo su monda
cabeza, y se inclinó ante los viajeros con aires de rey.
Sin embargo, nadie le dio nada, de no contar a una
mujer llorosa, que sacó de su bolso unos cuantos
hellers de cobre, los envolvió en un papel y los
depositó en el sombrero del anciano. Este se echó
trabajosamente a cuestas su organillo, adornado con
azabache de vidrio, y se apeó en la estación
siguiente.
El tren continuó su viaje, pero en los oídos de
Petia seguían sonando los emotivos acordes del viejo
organillo, que armonizaban con el humor del chico,
con la triste pobreza de la gente que lo rodeaba, con
el crepúsculo vespertino y el ruido a latas de una
linterna en la cual el mozo de vagón había encendido
un cabo de vela que vertía una luz purpúrea sobre la
pared de madera del coche, en la que se veía, con su
precinto, la roja manecilla de un freno automático
Westinghouse.
Al día siguiente, rendidos de cansancio por el
fatigoso viaje, se acercaban ya a la frontera rusa.
Lloviznaba. En todas las estaciones seguían
apeándose pasajeros, pero ya nadie montaba en el
vagón. En el banquillo que ocupaban los Bachéi
quedó sitio libre, pero, apenas había tendido Vasili
Petróvich su capa y puesto a guisa de almohada una
de las mochilas, para que Pávlik pudiera descansar,
se presentó un soldado austríaco, empujó al chico, se
dejó caer cuan largo era en el banco, estirando sus
piernas rematadas por unas botazas herradas,
descansó la cabeza en la mochila y, al instante,
emitió un ronquido ensordecedor.
- ¡Cómo se atreve usted... señor mío! -gritó con
voz aguda Vasili Petróvich, lívido de indignación-.
¡Es usted un mal educado!
Pero el soldado dormía como un leño, sin oír
nada, y los Bachéi comprendieron que estaba
borracho como una cuba. Esto acabó de sacar de sus
casillas a Vasili Petróvich.
- ¡Es usted un desvergonzado! ¿Se entera?
¡Levántese en seguida, ese sitio no le pertenece!
El soldado abrió sus inexpresivos ojos claros, hizo
un guiño, dejó escapar un fuerte e indecoroso ruido y
de nuevo se puso a roncar.
Entonces, Pávlik aporreó con todas sus fuerzas las
cañas con doble costura de las botazas del soldado,
gritando:
- ¡Maldito! ¡Maldito!
El soldado se levantó lentamente, miró asombrado
a Pávlik, sin saber, por lo visto, si echarlo todo a
broma o enfurecerse, pero acabó poniéndose hecho
una fiera, hincó sus cinco dedazos de negras uñas en
el rostro del chico y, despidiendo espumarajos de
rabia, erizado su rojo bigote, gritó en alemán con
acento feroz:
- ¡Largo de aquí, cerdo ruso, Moscoso! ¡Tú aquí
no mandas! ¡Gracias a Dios, no estamos en Rusia, y
te voy a arrancar las orejas para que aprendas a
respetar el uniforme austríaco!
Al oír aquel alboroto, el mozo de vagón se acercó
pausadamente.
- ¡Tire usted de aquí a este sinvergüenza, a este
borracho! -gritó iracundo el padre.
Pero el mozo tomó partido por el soldado y,
abombando el pecho, dijo al padre que en el vagón
no había lugares reservados y cada pasajero podía
ocupar el que más le agradara. Añadió que si el señor
ruso se atrevía a faltar a un soldado austríaco, lo
echaría del vagón con toda su prole y todos sus
bártulos. Así lo dijo: Mit kind und kegel hinaus!
Al oír aquella amenaza, Vasili Petróvich se
acobardó y dijo a Pávlik, mientras sacaba de debajo
del soldado la capa y la mochila:
- ¿Qué es eso de ponerse a pelear?
El soldado, haciendo ruido con el sable, dio una
vuelta en el banco y soltó un atronador y silbante
ronquido.
Por cierto, en la siguiente estación se levantó
como si lo hubieran pinchado y, colmando de
maldiciones a los "cerdos rusos", abandonó el vagón.
Los Bachéi no sabían dónde meterse. Vasili
Petróvich se puso lívido, y su barbita temblaba. Sin
embargo, nada podía hacer.
Ya cerca de la frontera, en el vagón sólo quedaron
los Bachéi y un pasajero que sujetaba con una mano
un cesto y con la otra un portamantas en el que
llevaba una almohada y un viejo edredón. Por lo
visto, también era ruso. Parecía un emigrado.
Se veía que el hombre aquel estaba nervioso,
aunque se esforzaba por mostrarse tranquilo. Incluso
aparentaba dormitar. Pronto recorrió el vagón un
oficial de gendarmes austríaco, recogiendo los
62
pasaportes de los pasajeros, y Petia advirtió que al
hombre aquel le temblaron las manos cuando entregó
el suyo.
El tren se detuvo, chirriantes los frenos. Los
Bachéi sacaron sus bultos al vacío andén, cruzaron la
estación y entraron en la fría sala en que se efectuaba
el reconocimiento aduanero. Allí se alzaba una
especie de mostrador hecho de rieles cruzados y tan
pulidos que parecían blancos. Tras el mostrador
aquel había unos vistas rusos y un capitán de
gendarmes, también ruso, con uniforme azul y
charreteras plateadas.
Cuando el equipaje se encontraba ya sobre el
mostrador, empezó el reconocimiento. Como siempre
que tenía que vérselas con las autoridades, Vasili
Petróvich parecía irritado y nervioso, aunque no
había motivo para ello. El buen hombre sentía herida
su dignidad.
Petia notó que al padre le costaba acertar con la
llavecita en la cerradura de la maleta.
- ¿Llevan ustedes café, tabaco, perfumes o
artículos de seda? -preguntó uno de los vistas,
pasando indiferentemente su mano, en la que podía
verse un anillo de boda, por los bultos, que se
encontraban sobre el mostrador.
- Tenga a bien comprobarlo -dijo muy enojado
Vasili Petróvich, esforzándose por evitar el temblor
de su quijada-. Yo no estoy obligado... a darles a
ustedes cuenta... Obren de acuerdo con la ley...
El vista escarbó apático en la maleta;
encogiéndose de hombros sacó de la mochila de
Pávlik algunos pedruscos, los examinó, volvió a
dejarlos en su sitio y siguió adelante.
- ¿De dónde vienen ustedes? -preguntó
gravemente el capitán de gendarmes, haciendo sonar
las espuelas.
- Como puede ver, de Austria-Hungría.
- ¿No han estado también en Suiza? -preguntó el
capitán de gendarmes, señalando cortésmente con la
mano los bastones y la capa.
- Ya lo ve -respondió con disimulada ironía Vasili
Petróvich.
- ¿Traen ustedes publicaciones?
- ¿A qué se refiere usted?
- A las publicaciones socialdemócratas de Zurich
o de Ginebra. Debo advertirle que pasar esas
publicaciones clandestinas puede acarrearle las más
graves consecuencias.
Pero antes de que Vasili Petróvich pudiera abrir la
boca para replicar mordazmente, el capitán de
gendarmes le dio la espalda y se acercó presuroso,
casi corriendo, al pasajero que iba con los Bachéi en
el vagón
El hombre se encontraba junto al mostrador de
hierro, rodeado de varios vistas, que sacaban
rápidamente de su cesto distintos objetos -unos
pantalones de estudiante, una camisa rusa, unas
botas, varios calzones y palpaban su edredón.
V. Kataiev
- ¡Nikíforov! -gritó el capitán, y en aquel mismo
instante apareció junto a él un homúnculo de paisano,
armado de unas tijeras-. ¡Mira el edredón ese!
El homúnculo se acercó al mostrador y se puso a
cortar la manta con habilidad hija de la costumbre.
- ¿Quién les da a ustedes derecho a estropear
cosas de mi pertenencia? -dijo quedo el viajero, y se
puso blanco como una pared.
- No se preocupe, no estropearemos nada respondió el capitán, y metió la mano por el corte,
sacando con repugnancia del edredón, con dos dedos,
unos paquetes de papel cebolla impresos con
apretados caracteres.
Se acercaron dos hombres más, tocados con
sendos bombines, y agarraron de los brazos al
pasajero. Este, poniéndose rojo, hizo un esfuerzo
para soltarse y, mirando a los lados, gritó con voz
apagada:
- ¡Transmitan a mis camaradas que me han
detenido en la frontera! Me apellido Osipov.
¡Díganles que me han detenido en la frontera! ¡Me
apellido Osipov!
Se llevaron lentamente al hombre hacia una
puerta en la que podía verse la inscripción:
"Ferrocarril del Sudoeste".
- Ruego a los demás pasajeros que salgan al andén
para continuar el viaje -dijo el capitán, y devolvió a
la gente los pasaportes.
Los Bachéi cruzaron la estación hasta llegar a un
andén en el que había un tren ruso, con el rótulo
"Volochisk-Odesa". Un jefe de estación ruso, tocado
con una gorra roja, se acercó a una campana de
bronce y dio la segunda señal...
Así recibió Rusia a nuestros amigos.
LAS PIEDRAS PRECIOSAS
Al día siguiente iban ya de la estación a casa,
acompañados de la tía, en dos coches de alquiler
rusos, pasando junto al campo de Kulíkovo y al
monasterio de Agyon, que le parecieron a Petia muy
pequeñitos y provincianos.
También parecía provinciana la tía, con un
sombrero de moda exageradamente grande, por lo
visto comprado hacía poco, pues Petia no lo conocía,
y una falda chanteclair, tan estrecha en los bajos que
sólo permitía andar a pasitos muy menudos.
Petia advirtió que, si bien su llegada la había
alegrado, la tía manifestaba su gozo mucho más
moderadamente de lo que solía hacerlo cuando
regresaban en otoño de Budakí. Al parecer, estaba
disgustada, y Petia comprendió de pronto, con gran
asombro, la causa de su disgusto: estaba enojada
porque no la habían llevado con ellos al extranjero.
Al hablar con Vasili Petróvich y los chicos, usaba
un tono algo irónico. Los había llamado varias veces
"nuestros famosos viajeros", y cuando Petia se puso a
describirle la tempestad de nieve en las montañas,
dijo con voz nasal: “¡Me lo imagino!" .
63
El caserío en la estepa
La gran casa en que vivían semejó a Petia
pequeñita, y el piso, estrecho y oscuro. La colcha de
seda que habían traído de Suiza no produjo a la tía la
menor impresión. En general, durante los primeros
días reinó en la casa una encubierta tirantez.
Por cierto, no tardó en desvanecerse, y todo
marchó por su viejo cauce, sin ningún suceso digno
de mención, de no contar la enigmática desaparición
de Pávlik al día siguiente de la vuelta a casa. Pávlik
se presentó al anochecer, hambriento, cansado y con
huellas de lágrimas en el rostro.
- ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? -exclamó
horrorizada la tía al ver el triste aspecto que ofrecía
su sobrino predilecto ¿Dónde te has metido?
- No me pregunte usted nada -respondió sombrío
Pávlik.
- ¡Dímelo!
- He salido a la ciudad.
- ¿Para qué?
- ¡Ay, no me pregunte usted nada, tía!
- No me atormentes; dime qué te ha ocurrido.
- He ido a vender mis piedras preciosas.
- ¿Qué piedras? -inquirió la tía mirando asustada y
muy fijamente al chico.
- Las piedras preciosas que he traído de Suiza respondió con mucha ingenuidad Pávlik-. Quería
venderlas para comprarme una bicicleta de segunda
mano.
A la tía le tembló la barbilla.
- ¡Cuenta, cuenta! ¿Y qué te ha ocurrido?
- He estado en la joyería de los hermanos Puritz,
en la calle de Richelieu, en la de Faberge, en la calle
Deribásovskaia; después, en las dos joyerías de la
calle Preobrazhénskaia... y en muchas otras. Luego
he estado en el Museo Arqueológico, en la
Universidad de Nueva Rusia, en la casa de
empeños...
- ¡Dios mío! -gimió la tía, apretándose las sienes
con los dedos.
- Pensé que quizás allí las comprasen... -Pávlik se
dejó caer en una silla y abatió la cabeza sobre la
mesa-. Pero todos me han dicho...
- ¿Qué te han dicho?
- Me han dicho que son piedras ordinarias.
- ¡Ay, polluelo mío! ¡Ay, pececillo querido! balbuceó la tía con risa húmeda de lágrimas-. ¡Ay, mi
pobrecito viajero, mi buscador de oro! ¡Me vas a
matar de risa! ¡Vas a ser mi muerte!
Con esto, hablando en rigor, terminó la breve
historia del viaje de los Bachéi al extranjero.
Pero Petia estuvo aún durante mucho tiempo
saturado de impresiones. Reiteradas veces describió a
la tía y a la cocinera, con gran elocuencia y lujo de
detalles, Constantinopla, el Mediterráneo, la erupción
del volcán, los desórdenes en Nápoles, el túnel del
Simplón, la tempestad de nieve en las montañas, los
sótanos del castillo de Chillan y el dirigible Villa de
Lucerna.
Petia ya había mostrado a todos las tarjetas
postales, los recuerdos y el montón de prospectos y
guías multicolores y gratuitos de que estaba
atiborrada la maleta. El chico salía de casa todas las
mañanas y deambulaba por el campo de Kulikovo y
por los callejones con la esperanza de ver algún
amiguito a quien pudiera contar el viaje. Pero, como
faltaban unos quince días para el comienzo de las
clases, todos se hallaban aún veraneando en chalets,
en la costa o en el campo. La ciudad estaba desierta,
como todos los veranos.
Petia sentíase agobiado por la soledad. Miraba
con tristeza el desierto cielo, teñido del azul de
agosto, que se extendía sobre los polvorientos
huertos y los tejados de las calles. Escuchaba las
tediosas canciones de los vendedores ambulantes,
que llegaban soñolientos por todas partes, y se moría
de aburrimiento.
- Ha estado a verte varias veces tu amigo Gávrik
Chernoivánenko -le dijo en cierta ocasión la tía-.
Preguntó si ibas a volver pronto de tierras lejanas.
- ¡Pero qué me dice usted! -gritó Petia-. ¡Gávrik!
Petia quedó turbado, al darse cuenta de que en los
últimos tiempos no se había acordado ni una sola vez
de Gávrik Chernoivánenko. ¡Pero cómo había podido
olvidarse de él! Gávrik era la persona que le estaba
haciendo falta a Petia.
A pesar de que hacía un tiempo caluroso, incluso
tórrido, Petia tomó su capa suiza y su bastón y, sin
más demora, encaminó sus pasos a Blizhnie Mélnitsi.
EL DOMI
GO
Ahora que Petia perseguía un objetivo, la ciudad
no se le antojaba tan desierta y aburrida. Era
domingo. Repicaban las campanas con bello son.
Silbaba alegre la pequeña locomotora del tren
suburbano, que arrastraba por delante del campo de
Kulikovo, hacia Bolshói Fontán, unos vagones
abiertos abarrotados de gente endomingada, entre la
que destacaban oficiales de almidonados uniformes
blancos con botones dorados y con las estrechas
correas del biricú pasadas por debajo de las
hombreras.
Regresaban de la plaza las cocineras llevando en
sus cestas, encima de las provisiones, ramilletes de
oscuras dalias y unas raras flores anaranjadas, que
semejaban hortalizas. Rodaban traqueteantes por el
empedrado carros con sandías, ciruelas y uvas
tempranas. Todo aquello hacía que Petia se sintiese
de un humor, muy festivo. El chico caminaba
golpeando con el pincho metálico de su bastón las
baldosas de las aceras y los guardacantones de hierro
fundido.
Iba Petia tan de prisa, que cubrió en cosa de
media llora la larga distancia que mediaba entre su
casa y Blizhnie Mélnitsi. Sudaba a mares y
únicamente aminoró el paso al verse cerca de la
conocida valla hecha de viejas traviesas de
64
ferrocarril. Una vez allí, se detuvo para tomar aliento
y se puso la capa, que hasta entonces había llevado al
brazo. Apenas si había tenido tiempo de embozarse
en la calurosa prenda y de adoptar una expresión
suficientemente sombría, cuando alguien exclamó a
su lado:
- ¡Huy!, ¿qué quiere usted?
Petia vio una chica muy mona, que vestía una
batita nueva de percal y lo miraba, casi llena de
espanto, por encima de la puertecilla.
En el primer instante, no la reconoció: tan alta y
guapa se había puesto durante el verano. Era Motia.
Pero, antes de que el chico lo adivinara, ella lo
reconoció, se puso muy colorada y, a pequeños
pasos, retrocedió de espaldas hacia la casa, sin
apartar de él sus ojos, que expresaban a la vez susto y
admiración.
Por fin, Motia tropezó con la morera, bajo la cual
unas gallinas picoteaban bayas rojas tirando a negro,
que manchaban con su jugo la pisoteada arcilla del
patio, y gritó con voz desmayada:
- ¡Gávrik, sal, ha venido Petia!
- ¡Ah, ya has vuelto! -dijo Gávrik, apareciendo en
el umbral de la casita.
Gávrik iba descalzo, desabrochada y sin cinturón
su camisa rusa; con una mano se sujetaba los
pantalones y en la otra sostenía un manual de lengua
latina.
- ¡Largo ha sido el viaje! Mientras has estado por
ahí, he repasado dos veces la gramática latina, que
maldita sea. ¡Esos cinco! Me alegro mucho de verte.
Petia estrechó la mano de Gávrik, fuerte como la
de un hombre, y después la de Motia, pequeña, pero
dura y áspera.
- Muchas gracias por la carta -dijo Gávrik cuando
se hubieron sentado en el banco junto a la mesa
empotrada en el suelo bajo la morera.
- La eché en Nápoles -explicó Petia, y añadió
displicente-: La mandé en el expreso.
- Ya lo sé -observó muy serio Gávrik.
- ¿De dónde lo sabes?
- Ya hemos tenido contestación. Te doy las
gracias una vez más. ¡Eres un valiente! Nos has
prestado un gran servicio.
Petia sintióse muy halagado, aunque le dolía que
Gávrik no se fijase ni en la capa ni en el bastón. En
cambio, Motia no quitaba los ojos a tan extraños
objetos y, por fin, preguntó tímidamente:
- Dígame, Petia, ¿allí todos van así?
Sonriendo con aire de superioridad, Petia
respondió:
- No todos, claro está; sólo algunos. En primer
lugar, la gente que escala montañas. Y eso porque
puede desencadenarse de pronto una nevasca y sin el
bastón no hay forma de subir, pues las piedras se
ponen muy resbaladizas.
- ¿Y usted ha subido?
- ¡Cuántas veces! -dijo Petia.
V. Kataiev
- ¡Qué suerte tiene! -exclamó Motia, mirando
embelesada la capa y el bastón con el pincho
metálico.
Sin embargo, Gávrik no pudo por menos de
observar:
- Oye, Petia, quítate la manta esa, estás sudando a
mares.
Petia calló, despectivo.
Después se puso a hablar con gran calor del viaje,
subiendo mucho las tintas y esforzándose por no
comerse el menor detalle. Gávrik escuchaba con
bastante indiferencia, pero Motia, que se había
sentado al lado de Petia en la punta del banco,
musitaba de vez en cuando:
- ¡Qué suerte tiene usted!
Por cierto, no puede decirse que a Gávrik no le
interesara el relato de Petia. Ahora que lo interesante
para él no era lo que tenía encandilada a Motia. La
erupción del volcán y la tempestad de nieve en las
montañas, por ejemplo, no despertaron en él
particular interés. Pero, cuando Petia se puso a contar
la huelga de los tranviarios en Nápoles, su encuentro
con Máximo Gorki y con los emigrados, a Gávrik se
le encendieron los ojos y, apretando las mandíbulas y
descargando el puño en la rodilla de Petia, dijo:
- ¡Muy bien! ¡Magnífico! ¡Bien hecho!
Cuando Petia, bajando la voz, comunicó,
temeroso de que Gávrik no le creyera, que había
visto en Nápoles a Rodión Zhúkov, el amigo no sólo
dio crédito a sus palabras, sino que incluso sacudió
enérgico la cabeza y dijo con mucha seguridad:
- ¡Cierto! ¡Así es! ¡De él se trata! Eso lo sabemos.
Seguramente se disponía a trasladarse de la escuela
de Capri a Longjurneau, donde está Uliánov-Lenin.
Petia miró asombrado a su amigo. ¡Cómo había
cambiado en los últimos tiempos! Y no era que
hubiese crecido, que estuviera hecho un hombre; no,
lo principal era la firmeza de su carácter, la seguridad
que tenía en sí mismo y, sobre todo -esto es lo que
más sorprendía a Petia-, su aire intelectual. Con qué
soltura y naturalidad había pronunciado la palabra
francesa Longjumeau, con qué naturalidad, hija del
hábito, sonaba en sus labios el apellido UliánovLenin.
- Entonces, ¿tú también sabes lo de Longjumeau?
-preguntó ingenuamente Petia.
- Pues claro -dijo Gávrik, rientes los ojos.
- Tienen allí... una escuela del Partido -dijo Petia
con cierta inseguridad, titubeando antes de
pronunciar las palabras "escuela del Partido".
Gávrik miró a Petia larga y fijamente y después
rió alegre:
- ¡Veo, amigo, que no has perdido el tiempo en el
extranjero! ¡Ya empiezas a comprender algo! ¡Bravo!
Petia bajó modesto la mirada, pero, al instante,
dio un salto en su asiento, como si lo hubieran
pinchado: le había venido a la memoria lo sucedido
en la frontera y, casi subconscientemente,
65
El caserío en la estepa
comprendió que aquello guardaba cierta relación con
las últimas palabras de Gávrik, mejor dicho, con su
sentido oculto.
- Escucha... -dijo muy excitado Petia, pero miró a
Motia y se detuvo indeciso.
- Oye, Molía, date una vuelta -mandó severo
Gávrik, palmoteando cariñoso a su sobrina en el
hombro, sobre el que caía una bella trenza rubia con
un lazo de percal.
La chica apretó los labios con aire ofendido, pero
se levantó obediente y se alejó. Petia dedujo que
entre los Chernoivánenko tales cosas solían ocurrir
con gran frecuencia.
- Te escucho -dijo Gávrik.
- Osipov pidió que avisásemos a sus camaradas:
lo han detenido en la frontera -comunicó Petia,
bajando de nuevo la voz y contó a su amiguito todo
lo que había ocurrido en la sala de aduanas de la
estación de Volochisk el día en que los Bachéi
cruzaron la frontera.
Gávrik le escuchó muy serio, sin interrumpirle, y
dijo luego:
- Espera un momento.
Entró en la casa y salió al instante, acompañado
de Terenti.
- ¡Vaya, aquí está nuestro viajero! -exclamó
Terenti, tendiendo la mano a Petia-. ¡Bienvenido!
Muchas gracias por lo de la carta. Nos ha hecho
usted un gran favor.
Petia notó que Terenti también había cambiado en
aquel verano. Aunque su ancha cara de obrero -toda
picada de viruelas- seguía reflejando una ruda
ingenuidad, Petia advirtió que reflejaba mayor
firmeza y seguridad en sus convicciones que nunca.
También era nuevo que Terenti hablara a Petia de
usted. Lo mismo que Gávrik, iba descalzo, pero
llevaba unos flamantes pantalones de buen paño, una
chaqueta de verano echada sobre los musculosos
hombros y una camisa muy limpia, con un pasador
metálico en el último ojal, lo que permitía deducir
que usaba cuellos duros.
Terenti se sentó al lado de Petia, en el sitio que
antes ocupara Motia y, pasando por los hombros del
chico su pesado y fuerte brazo, dijo:
- ¡Cuéntenos todo eso!
Petia repitió su relato con todo detalle.
- ¡Qué mala suerte! -exclamó Terenti, restregando
uno contra otro sus descalzos pies-. Ya es el segundo
enlace que pescan. ¡Esos estudiantes son una
calamidad! Ya dije que había que organizar el envío
a través de...
Terenti cambió una mirada de inteligencia con
Gávrik y concluyó, dirigiéndose a Petia:
- Como es natural, esto no debe saberlo nadie
más.
- Ya empieza a comprender -observó Gávrik.
- Tanto mejor -dijo como de pasada Terenti, y
cambió de conversación-. ¿No piensan volver al
extranjero? Muy bien. En casa tampoco se está mal.
Otra vez muchas gracias por lo de la carta. Nos ha
prestado usted un gran servicio. En fin, descanse
aquí, diviértase; yo les dejo, que tengo la casa llena
de gente. Ya nos veremos. Le aconsejo que vaya al
prado, Zhenia está allí lanzando una cometa que le
compré ayer en la tienda de Kolpakchí. Es un modelo
nuevo y vuela con cualquier viento.
Por lo visto, Terenti tenía prisa por reunirse con
sus amigos, y gritó:
- ¡Motia!, ¿por qué has dejado solo a tu galán?
Ven por él e id juntos al prado. Yo me marcho.
¡Perdone usted!...
Terenti se dirigió rápido hacia la casa, y Petia vio
por las pequeñas ventanas que dentro había mucha
gente. El chico se dio cuenta de que querían alejarlo
de allí, pero no tuvo tiempo de molestarse porque en
aquel mismo instante se presentó Motia. Gávrik tomó
cariñosamente del brazo a su amigo, y los tres juntos
se encaminaron al prado, donde Zhenia, el hermanito
de Motia, que se parecía mucho a Gávrik cuando era
pequeño, aunque iba mejor vestido y estaba gordo, se
disponía a lanzar, rodeado de todos los chiquillos de
Blizhnie Mélnitsi, su extraña cometa, que no se
parecía ni pizca a las que, cuando Petia era pequeño,
hacían los chicos valiéndose de seis cañas, un
periódico, goma arábiga y una cola de esparto.
LA COMETA COMPRADA E
EL
COMERCIO
La cometa comprada en el comercio tenía la
forma geométrica de un paralelepípedo con los
bordes recubiertos de tela amarilla canario y
reforzado por unas soguillas muy tirantes, que le
hacia parecerse un tanto al monoplano de los
hermanos Wright.
Dos chicos se alzaban de puntillas, sosteniendo
servilmente sobre sus cabezas la máquina voladora,
mientras Zhenia, con un fino bramante en sus manos,
esperaba el momento propicio para echar a correr por
el prado tirando de la maravillosa cometa. Por fin, el
chico entornó los ojos y echó a correr, como un loco,
contra el viento. La cometa se elevó casi
verticalmente, se agitó en lo alto, dio unas vueltas y
cayó sobre la hierba.
- ¡No vuela, la maldita! -dijo Zhenia entre dientes,
enjugándose con el faldón de la camisa su rostro
pecoso y bañado en sudor, que la ira crispaba.
Por lo visto, no era la primera vez que la cometa
caía.
Todos los chicos de Blizhnie Mélnitsi corrieron
con gran algarabía hacia la cometa, pero Zhenia los
apartó a empujones, gruñó: "¡No toquéis lo que no es
vuestro!", y se puso, resoplando, a desenredar el hilo.
- ¡Zhorka, Kolka, levantadla otra vez! Más alto, y
no la soltéis hasta que yo no grite: "¡Ahora!"
¿Comprendéis?
Se veía que el chico tenía costumbre de mandar, y
66
todos le obedecían, aunque tenía ocho años y era el
más pequeño. "Es de la raza de los Chernoivánenko",
pensó orgulloso Gávrik, al ver que los dos chicos
aquellos -Zhorka y Kolka- levantaban sobre sus
cabezas la cometa, mientras Zhenia, ensalivándose el
índice y alzándolo muy alto, determinaba la dirección
del viento.
- ¡Ahora volarás! -dijo el chico entre dientes,
como si pronunciara un conjuro, y agarró el hilo-.
¡Atención! ¡Una, dos... y tres! ¡Ahora!
La cometa levantó el vuelo y volvió a caer. Entre
los sonó una risita burlona.
- ¡No va a volar! -dijo una voz.
- ¡Idiota! -replicó Zhenia-. ¿Sabes qué cometa es
ésta? Mi padre ha pagado por ella en la tienda de
Kolpakchí, en la calle Ekaterininskaía, un rublo
cuarenta y cinco.
- ¿Qué sabe tu padre de cometas?
- No te metas con mi padre, que te haré sangrar
las narices.
- No volará porque no tiene cola.
- ¡Qué tonto eres! Esta cometa no es de las
corrientes, la hemos comprado en la tienda. Ahora
verás cómo vuela.
Pese a los esfuerzos de Zhenia, la cometa
comprada en el comercio no quería volar.
- Tu padre ha tirado a la calle un rublo cuarenta y
cinco.
La
situación
era
bastante
embarazosa.
Desilusionados, los espectadores comenzaron a
dispersarse.
- Esperad, tontos, ¿a dónde vais? -dijo con torcida
sonrisa Zhenia, agachado ante la cometa-. Venid
aquí, ahora mismo volará.
Pero el chico había perdido ya toda autoridad y
nadie quería obedecerle, como les ocurre a los
generales que acaban de perder una batalla. Al
principio, Petia y Gávrik se miraban irónicos y se
permitían observaciones despectivas respecto a aquel
juguete comprado en la tienda, que no podía
compararse con una buena cometa de las que hacían
los chicos. Pero Gávrik no tardó en darse cuenta de
que estaba en entredicho la honra de la familia y,
frunciendo el ceño, se acercó con sus andares de
hombre de mar a la desafortunada cometa.
- ¡No toques lo que no es tuyo! -lloriqueó Zhenia,
empujando con el codo a su tío.
- ¿Qué es esto? -dijo asombrado Gávrik, y,
cogiendo al chico de los hombros, lo levantó en vilo
y le propinó un leve rodillazo en salva sea la parte.
Gávrik dio sin apresurarse la vuelta en torno a la
cometa y, sin tocarla, la examinó muy atento.
- ¡Vaya, ahora lo comprendo! -dijo y miró severo
a Zhenia-. ¿No ves, so tonto, dónde tiene el centro de
gravedad?
- ¿Dónde? -preguntó Zhenia.
- ¡Vaya un Utochkin, vaya un aviador! -exclamó
Gávrik, sin rebajarse a dar una explicación.
V. Kataiev
El muchacho volvió a examinar con ojos atentos
la cometa, ató un cordel, cambió de lugar un anillo de
aluminio que había en el artefacto y dijo:
- ¡Ahora volará!
Luego, Gávrik hizo un guiño a Petia y propuso:
- Vamos a enseñarles cómo hay que lanzar la
cometa.
Petia y Motia levantaron muy alto la cometa,
sujetando su borde inferior, Gávrik levantó el rollo
del hilo, que estaba tirado en la seca hierba, gritó:
¡Ahora!, y echó a correr contra el viento.
La cometa escapó de las manos de Petia y Motia y
se elevó casi verticalmente, pero esta vez no cabeceó
ni cayó: quedó suspendida en el aire y luego navegó
graciosamente en pos de Gávrik. Petia y Motia
quedaron con las manos alzadas, como si suplicaran
a la cometa que no volase. Pero la cometa volaba,
tirando del hilo y ascendiendo más y más.
Gávrik se detuvo, y la cometa se detuvo también,
casi vertical sobre su cabeza.
- ¡Ajá! ¡Cuidado con lo que haces! -dijo Gávrik, y
amenazó con el dedo a la cometa.
El chico se puso a tirar despacio, con el índice, del
tenso hilo, y la cometa también empezó a dar tirones,
como el pez que ha mordido el anzuelo.
Entonces, Gávrik empezó a soltar poco a poco el
hilo, que resbalaba de la caña en que estaba arrollado
y subía y subía, dando tirones.
La cometa se elevaba más y más, aprovechando el
viento y repitiendo los movimientos de lanzadera que
Gávrik imprimía al rollo, pero con mayor amplitud y
suavidad. Había ya que levantar mucho la cabeza
para mirar la cometa, que, muy empequeñecida,
amarilla, bella, atravesada por los rayos del sol,
bogaba en el azul cielo de agosto, cazando con cada
uno de sus planos el fresco marero.
En vano Zhenia bailoteaba en torno a su tío
Gávrik, gimoteando que le dejara sostener el hilo.
- ¡No estorbes, renacuajo! -le dijo Gávrik,
observando, entornados los ojos, el vuelo de la
cometa.
Sólo cuando había soltado ya todo el hilo, antes
arrollado apretadamente en ochos a la caña, y dado
un último tirón, para convencerse de si la cometa
estaba bien fija, Gávrik puso el palito en manos de
Zhenia.
- Agárrala con fuerza, que si se escapa ya no la
podrás cazar.
Después, Motia fue a casa por papel y se pusieron
a "enviar cartas." Había un algo de mágico en aquel
pedazo de papel de periódico, con un agujerito en el
centro, que, después de ser ensartado en la cañita,
empezaba de pronto a ascender inseguro por el
combado hilo, deteniéndose a veces como si
tropezase en algo. Cuanto más cerca de la cometa
estaba, con tanta mayor rapidez trepaba la "carta", y
por fin corría impetuosa, pegándose a ella como a un
imán, y desde abajo la alcanzaban ya otras cartas.
67
El caserío en la estepa
Petia se imaginó que eran aquellas unas cartas
rebosantes de amor y quejas, que, una tras otra,
corrían al brillante vacío, a… Longjumeau.
De pronto, la cañita escapó de las manos de
Zhenia. La cometa se sintió libre y dio un salto hacia
arriba, arrastrada por el viento, llevándose en pos una
larga guirnalda de "cartas". Los chicos corrieron,
saltando acequias y vallas, en pos de la cometa y, por
fin, la encontraron fuera del casco de la ciudad, en
plena estepa, en medio de tupidos matojos de
plateado ajenjo.
Cuando regresaron a casa, a Blizhnie Mélnitsi, ya
anochecía; la luna, muy grande, lucía aún débil, pero
las vallas y los árboles proyectaban largas e
ingrávidas sombras cenicientas; olía a malvas, y la
densa oscuridad de los jardincillos, llenos de un
verdor exuberante, revoloteaban, enigmáticas, unas
mariposillas grises.
Cuando estaban ya cerca de la casa, Petia vio a
unas personas que salían por la puertecilla. Entre
ellas reconoció al tío Fedia, el marino de la sastrería
del cuartel de Sabán que le había hecho la marinera.
Mas, al parecer, la oscuridad impidió al tío Fedia
reconocer al chico.
Petia distinguió también a una joven con elegante
blusa y sombrero y a un hombre entrado en años, que
vestía cazadora y botas altas y llevaba en la mano un
farol de ferroviario. Por lo visto, era maquinista o
mozo de vagón. Petia oyó algunas de las frases que
entrecruzaban:
- Levitski escribe en !uestra Aurora que el
fracaso de la revolución de 1905 se debió a la falta de
un fuerte poder de la burguesía -dijo una joven voz
femenina.
- Ese Levitski de que usted habla es un liberalón
de lo más corriente, aunque se finge marxista. Lea en
la Estrella el artículo de Ilich. Eso le será a usted de
provecho -gruñó una voz de hombre.
- Propongo que se abstengan de discutir en la
calle. Ya podrán regañar el domingo que viene terció otra voz.
Se oyeron risas ahogadas, y las siluetas se
desvanecieron en la oscuridad.
- ¿Que gente es esa que viene a veros? -dijo Petia
y comprendió al punto que no debía haber hecho la
pregunta aquella.
- Unos conocidos -respondió con desgana Gávrik. Hemos organizado algo así como una escuela
dominical.
Deseando dar otro giro a la conversación, el chico
dijo:
- El catorce de agosto, amigo, voy a examinarme
de tres cursos. Ya lo he estudiado todo. Lo único que
me hace falta es que tú me ayudes un poco en el
latín.
- Por mí que no quede -dijo Petia.
Los Chernoivánenko no consintieron que Petia se
marchara sin cenar. Terenti puso en la mesa bajo la
morera una vela con un tubo de cristal, al que acudió
al instante una nube de mariposillas. La mujer de
Terenti, que acababa de fregar las tazas en que
habían tomado el té las visitas, se secó las manos con
el delantal y se acercó a Petia. Entre todos los
Chermoivánenko era ella quien menos había
cambiado y, al saludar al chico, le tendió la mano
abarquillándola como los aldeanos.
Motia sacó de la bodega una gran fuente tapada
con un paño y dijo tímidamente:
- ¿No querrá usted, Petia, probar nuestros varéniki
con ciruelas?
Después de la cena, Petia se encaminó a casa, y
Gávrik lo acompañó, casi hasta la estación. Hacía
una cálida noche de verano, la amarilla luna
asomaba, ya menguante, sobre los oscuros árboles, y
en todas partes desgranaban su canto de cristal los
grillos; en las afueras ladraban los perros como en las
aldeas; en algunos sitios se oían voces de
gramófonos, y Petia sintió el agradable cansancio de
aquel largo y festivo día que le había descubierto,
casi sin que se diera cuenta, muchas cosas que hasta
entonces sólo conjeturaba.
En aquel domingo, Petia creció, espiritualmente,
unos cuantos años. Quizás fuera el día en que se
convirtió definitivamente de niño en adolescente.
Ya no dudaba de que en Blizhnie Mélnitsi y,
particularmente en la casita de Terenti, se
desarrollaba lo que se había dado en llamar
"movimiento revolucionario".
EL SUSPE
SO
El quince de agosto empezaba el año académico,
y unos días antes Vasili Petróvich fue a la escuela de
Faig para examinar a los alumnos que habían sido
suspendidos antes de las vacaciones de verano.
Regresó a casa a la hora de comer de muy buen
humor, pues el señor Faig lo había acogido muy
cordialmente, había recorrido con él la escuela,
mostrándole la sala de gimnasia y el gabinete de
física, montados con modernísimos y excelentes
aparatos extranjeros y, por último, lo había llevado a
casa en su carruaje, de modo que toda la calle pudo
ver que Vasili Petróvich, enfundado en su levita, los
cuadernos bajo el brazo, saltaba torpemente del
vehículo y hacía una reverencia al señor Faig, quien
asomó por la ventana sus teñidas patillas y agitó
cordial la mano, calzada en guante sueco.
Durante la comida, Vasili Petróvich, que estaba
de vena, contó, con mucho humor, algunas anécdotas
que pintaban el orden imperante en la escuela de
Faig, donde algunos alumnos, hijos de padres ricos,
pasaban en cada curso dos o tres años, de modo que
mientras estudiaban en aquella escuela les salía el
bigote, se casaban y hasta tenían hijos. Incluso se
daba el caso en que alguno iba a la escuela
acompañado de su hijo, y la única diferencia entre
ellos consistía en que el padre era alumno del sexto
68
grado y el hijo del primero.
- Se non e vero, e bene trovato -exclamó, riendo
contaziosamente, Vasili Pctróvich.
Al parecer, la tía no compartía el júbilo de Vasili
Petróvich, pues meneaba dubitativa la cabeza y
decía:
- ¡Si, sí...! ¡No estoy muy segura de que se haga
usted a trabajar allí!
Por la noche, mientras corregía los cuadernos,
Vasili Petróvich resoplaba irritado, y los chicos
oyeron que decía a medía voz: "¡No; esto es
insoportable! Hay que poner resueltamente fin a esta
vergüenza" y arrojaba el lápiz sobre la mesa.
De los diez alumnos que se habían vuelto a
examinar de ruso, Vasili Petróvich suspendió a siete,
y el señor Faig, aunque no objetó nada en la reunión
del consejo pedagógico, puso cara de vinagre. Aquel
día, Vasili Petróvich ya no regresó a casa en el
carruaje, sino en el ómnibus, y su humor no era tan
bueno.
A fines del primer trimestre se supo que pronto
ingresaría en la escuela un tal Blizhenski, hijo de un
millonario fabricante de paños. El joven había
estudiado antes infructuosamente en muchos
gimnasios de San Petersburgo, Moscú y Járkov y, por
fin, en el "Colegio de Pável Galagán", en Kíev,
célebre porque allí admitían a los peores estudiantes
del imperio ruso, incluso a algunos inscritos en las
listas negras.
Por extraño que pudiera parecer, al joven lo
habían expulsado también del "Colegio de Pável
Galagán", y se disponía a examinarse de quinto curso
en la escuela de Faig. Aunque estaba
categóricamente prohibido examinar a mediados del
año académico, se hizo una excepción para el hijo del
millonario.
En vísperas del examen, el señor Faig se encontró
con Vasili Petróvich en la sala de actos, antes de la
oración matutina, le tomó del brazo, paseó un rato
con él por el pasillo, desarrollando algunos
pensamientos acerca de las nuevas corrientes
pedagógicas de Europa Occidental, y terminó con las
siguientes palabras:
- Yo estimo su rigurosidad. Es más, me gusta. Yo
mismo soy severo, pero justo. Soy un hombre de
principios. Hace poco, en los exámenes de otoño, ha
suspendido usted a siete alumnos y, diga, ¿le hecho
yo el menor reproche? Sin embargo, estimado Vasili
Petróvich, debemos hablar con franqueza...
Faig sacó del bolsillo del chaleco un extraplano de
oro sin tapa, lo miró con un ojo y continuó:
- A veces, la rigurosidad de los pedagogos puede
dar malos resultados. Al ser expulsados de los
centros docentes, los jóvenes, en vez de recibir
instrucción y convertirse en útiles miembros de
nuestra sociedad constitucional naciente, pueden
ingresar en la policía y hacerse -entre nous soit ditpolizontes, agentes de la secreta y, por último, caer
V. Kataiev
bajo la influencia de las centurias negras. Creo que a
usted como adepto de Tolstói y... hem... si se quiere,
como revolucionario, eso le desagradaría mucho...
- Yo no soy ni adepto de Tolstói ni revolucionario
dijo con reprimido enfado Vasili Petróvich.
- Yo no hablo de eso a voces, puede usted confiar
en mi discreción. Pero en la ciudad todo el mundo
sabe que está en divergencia con el gobierno y que,
por así decirlo, ha sufrido usted las consecuencias.
Vasili Petróvich, usted es un rojo, mas no
volveremos a hablar de ello. Callaremos. Pero a mí
me molestaría, es más, me dolería mucho -no quiero
ocultarlo- si ese joven no aprobara en el examen. Es
heredero único de muchos millones y... ya ha sufrido
grandes sinsabores.
Con la voz más suave que pudo, Faig concluyó:
- En pocas palabras: le ruego encarecidamente
que no me ocasione usted más disgustos. Sea severo,
pero condescendiente. Así lo exigen los intereses de
nuestra escuela, que, confío, serán también los suyos.
En fin, usted debe comprenderme.
Esta vez, después de las clases, Vasili Petróvich
regresó de nuevo a casa en el carruaje del señor Faig.
Durante varios días, Vasili Petróvich se sintió
como si hubiera comido pescado poco fresco.
"¡Qué diablos -decidió-, le pondré a ese granuja
un aprobado! Está visto que no se puede romper a
cabezazos una pared".
Pero, a los pocos días, cuando tuvo lugar el
examen y Vasili Petróvich vio a "ese granuja"
sentado tras un pupitre, en medio de la sala de actos,
ante todo un areópago de profesores -el examen
debía hacerse de todas las asignaturas a la vez y con
la mayor brevedad-, la sangre se le agolpó en la
cabeza.
El joven debía de tener unos veinte años. Vestía
uniforme de gala del "Colegio de Pável Galagán", y
un cuello duro apuntalaba tan fuertemente sus
empolvadas mejillas y le oprimía tanto la garganta,
que le daba el aspecto de un ahogado. Tenía la nuca
muy afeitada y en ella destacaban unos granos
liliáceos. Su rojizo pelo, muy relamido y peinado a
raya, llevaba tanta gomina, que aquella plana cabeza
de reptil brillaba como un espejo. Vasili Petróvich no
podía soportar que la gente se engominase, y el olor
de la brillantina y del fijador le daba náuseas. Pero lo
que más le indignó fueron los coquetones lentes de
oro con pinza, que parecían un absurdo en la vulgar
nariz de aquel zángano y comunicaban a sus ojuelos
de gorrino ansioso una expresión de extraordinario
desenfado.
"¡Vaya un alcornoque!" -pensó muy irritado
Vasili Petróvich y, avanzando la barbilla, se abrochó
todos los botones de la levita.
Al responder, de pie, a las preguntas del tribunal,
el joven sacaba respetuoso su femenino trasero, que
apenas si le cabía en el uniforme.
Al llegarle el turno, Vasili Petróvich hizo con voz
69
El caserío en la estepa
indiferente unas preguntas bastante sencillas, y
cuando el lechuguino aquel contestó tan
disparatadamente, que hasta el señor Faig esbozó una
amarga sonrisa, se acercó con dedos temblorosos la
hoja de exámenes, le plantó un suspenso y firmó
nervioso. El examen terminó en medio de un silencio
sepulcral. Después de regresar a casa en el ómnibus,
Vasili Petróvich se desabrochó el fastidioso cuello
duro, se quitó la levita y las botas, se negó a comer y
se tendió en la cama, de cara a la pared. La tía y los
chicos no le hicieron ninguna pregunta, pero todos
comprendieron que había ocurrido algo muy
desagradable. Al anochecer sonó el timbre, y Petia, al
abrir la puerta, vio a un viejo que vestía un abrigo de
pieles de castor y, a su lado, a un joven con lentes de
oro y una elegante gorra de uniforme del "Colegio de
Pável Galagán",
- ¿No está en casa Vasili Petróvich?
Antes que el chico pudiera responderle, el viejo se
metió rápidamente, sin quitarse el abrigo ni el gorro,
en el comedor, señaló con su bastón de amarillento
puño de marfil hacia la entornada puerta y preguntó:
- ¿Por aquí?
A Vasili Petróvich apenas si le dio tiempo de
ponerse la levita y las botas.
- Soy Blizhenski. ¡Buenas tardes! -dijo el viejo
con voz asmática-. Hoy ha suspendido usted al idiota
de mi hijo, y yo estoy de completo acuerdo. En su
lugar, yo le hubiera dado una buena puñada en los
hocicos...
Volviendo la cabeza, el viejo dijo:
- ¡Ven aquí, canalla!
De detrás de él asomó el joven, se quitó con
ambas manos la gorra y agachó su cabeza, brillante
como un espejo.
- ¡De rodillas! -rugió el viejo, golpeando con el
bastón en el suelo-. ¡Besa la mano de Vasili
Petróvich!
El joven no se hincó de rodillas ni besó la mano al
profesor, pero estalló en sollozos y luego se puso a
llorar a moco tendido, llevándose un pañuelo a su
enrojecida nariz.
- Está muy arrepentido, no lo hará más -dijo el
viejo-. Ahora, le dará usted clases particulares dos
veces por semana, y se pondrá al corriente. En cuanto
a los exámenes, haremos así...
El viejo rebuscó en los bolsillos de su levita, en
cuya solapa vio Vasili Petróvich una insignia de plata
de la Unión del Arcángel San Miguel, con una cintita
tricolor, sacó una hoja de examen en blanco, la
tendió a Vasili Petróvich y dijo:
Aquí le pondrá usted al burro este un aprobado, y
la vieja hoja de examen, con la ayuda de Dios, la
haremos desaparecer. Faig y todo el consejo
pedagógico están de acuerdo.
Después, el viejo sacó la cartera y dejó sobre la
mesa dos "Pedros", es decir, dos billetes de
quinientos rublos, con la borrosa efigie del
transformador de Rusia.
- ¿Qué hace usted? -barbotó desconcertado Vasili
Petróvich, sacudiendo las manos como si espantara
una mosca y mirando de reojo, por encima de los
lentes, los dos billetes.
Pero, de pronto, comprendió lo humillante y
bochornoso que era todo aquello. Se puso tan lívido,
que hasta sus orejas se tornaron blancas. Tembló de
pies a cabeza, y a Petia le pareció que en aquel
mismo instante le iba a dar un patatús.
Después, Vasili Petróvich se tornó como un pavo
y, todo estremecido, mugirá como un mudo.
- ¡Señor mío, es usted un cerdo con chaqueta! rugió Vasili Petróvich pataleando y llorando al
mismo tiempo-. ¡Largo de aquí!... ¡Cómo se abreve
usted..., en mi propia casa!... ¡Fuera de aquí! ¡A la
calle ahora mismo!
El viejo se llevó tal susto, que incluso se santiguó
nervioso varias veces y salió disparado del comedor
al pasillo, derribando la estantería con las notas.
Vasili Petróvich le siguió dándole torpes empujones
y esforzándose por acertarle con el puño en el
colodrillo. Petia agarró a su padre de la levita y le
gritó:
- ¡Papá, tranquilízate, te lo ruego! ¡Papá, te lo
ruego, por todos los santos!...
En fin, fue aquella una escena bochornosa que
terminó como sigue: el viejo y en hijo bajaron como
locos la escalera, y Vasili Petróvich les arrojó desde
el rellano de su piso los dos billetes de quinientos
rublos, que no querían caer y revolotearon largo rato
en el hueco de la escalera, tropezando en las paredes.
Después, los dos Blizhenski -el padre y el hijorecogieron el dinero, quedaron parados abajo y
miraron arriba. El viejo gritaba insensatamente,
amenazando a Vasili Petróvich con su bastón:
- ¡Judíos malditos!
Al día siguiente, un mensajero entregó a Vasili
Petróvich una carta del señor Faig. Era un largo y
elegante sobre de excelente cartulina, con un
fantástico escudo heráldico. En expresiones muy
respetuosas, el señor Faig comunicaba a Vasili
Petróvich que, en vista de sus divergencias respecto a
la instrucción, su permanencia en la escuela no tenía
sentido. La carta había sido escrita en francés, y la
firma decía: "Barón de Faig".
Aunque para los Bachéi significaba aquello un
golpe terrible, Vasili Petróvich reaccionó con mucha
tranquilidad, pues no esperaba otra cosa.
- En fin, Tatiana Ivánovna -dijo haciendo crujir
sus dedos y sonriendo irónico-, a lo que parece, mi
actividad pedagógica... ha tocado a su fin y tendré
que cambiar de profesión.
- ¿Por qué? -dijo la tía-. Puede dar clases
particulares.
- ¿A esos bestias? -gritó Vasili Petróvich con voz
chillona-. Jamás. ¡Prefiero ir al puerto a cargar sacos!
A pesar de la seriedad del momento, la tía no
70
pudo evitar una débil y triste sonrisa. Vasili
Petróvich se levantó de un salto, como si lo hubieran
pinchado, y se puso a ir y venir por la habitación.
- ¡Si, sí! -exclamó muy excitado-. ¡No veo en ello
nada de vergonzoso ni de risible! La mayoría de los
habitantes del imperio ruso están dedicados al trabajo
manual: ¿Por qué debo ser yo una excepción?
- Usted es un hombre instruido.
- ¿Instruido? -dijo amargamente Vasili Petróvich-.
Sí, soy instruido, no lo discuto. Pero no soy un
hombre, sino un esclavo.
- ¡Qué dice usted! -exclamó la tía con gesto de
espanto.
- Lo que está oyendo. Soy un esclavo. Esa es la
palabra. Al principio era esclavo del Ministerio de
Instrucción Pública, representado por Smoliáninov,
el inspector que me despidió como a un perro porque
me permití tener una opinión propia de Tolstói.
Después he sido esclavo de Faig, ese judío converso,
ese sinvergüenza, que también me ha echado a la
calle como a un perro porque mi conciencia no me ha
permitido aprobar a ese alcornoque y ceporro de
Blizhenski por el mero hecho de ser hijo de un
millonario. ¡Yo me cisco en Smoliáninov, en Faig y
en todo el gobierno ruso!
Vasili Petróvich se asombró de haber gritado
aquellas palabras, pero, incapaz ya de frenarse, siguió
voceando:
- Ya que en Rusia no hay forma de no ser esclavo
de alguien, prefiero ser un esclavo corriente que un
esclavo intelectual. Por lo menos, lograré salvar mi
alma...
Mirando con lágrimas en los ojos el icono que
había en el comedor, exclamó:
- ¡Dios mío, qué felicidad que el Señor,
infinitamente misericordioso, se haya llevado a la
pobre Zhenia y ella no tenga que sufrir conmigo
todas estas humillaciones! No sé si hubiera podido
soportar que a su marido no le quedara otro recurso
para vivir que el de cargar sacos en el puerto.
- ¡Y vuelta a los sacos! -dijo la tía, enjugándose
las lágrimas.
- ¡Sí, sí, sacos! -repitió con voz de reto Vasili
Petróvich.
Era ya de noche, Pávlik dormía, suspirando
profundamente. Petia no podía conciliar el sueño y
escuchaba atento las voces que sonaban en el
comedor. Se imaginó vivamente al padre sin abrigo
ni gorro, en levita y con las botas viejas, bajando la
famosa escalinata del puerto y poniéndose a cargar
pesados sacos de yute llenos de coco seco. El cuadro
resultaba inverosímil, en extremo irreal. Petia no
creía que aquello fuera posible, pero le daba tanta
lástima de su padre, que estaba dispuesto a llorar,
abrazarlo estrechamente y decirle: "¡No te apoques,
papá, ten valor! ¡Yo también cargaré sacos en el
puerto, y nos ganaremos la vida!"
V. Kataiev
LA UEVA IDEA DE LA TÍA
Naturalmente, Vasili Petróvich no fue a cargar
sacos. Aunque la situación continuaba siendo
espantosa, casi trágica, el tiempo seguía su curso y,
en apariencia, la vida de los Bachéi no había
cambiado, si bien Vasili Petróvich pasaba la mayor
parte del tiempo en casa y evitaba salir a la calle.
La miseria llegaba tan lentamente, que los Bachéi
incluso se tranquilizaron un poco. En cuanto a la
sociedad, es decir, a los amigos, conocidos y vecinos,
para ellos el incidente aquel pasó casi desapercibido,
aunque sería más acertado decir que llegaron
tácitamente a una conclusión general: sí Vasili
Petróvich se había peleado con sus superiores dos
veces en el transcurso de un año, eso quería decir que
era un hombre insociable y caprichoso. ¡Que no se
quejara de lo que le había ocurrido!
La indiferencia de la sociedad por la suerte de
Vasili Petróvich era bien comprensible, pues en aquel
entonces tuvo lugar en Kíev el asesinato de Stolipin,
suceso que conmocionó a toda Rusia. Aquello llenó
de espanto a unos y despertó en otros vagas e
inciertas esperanzas. En el transcurso de todo un mes
no se habló más que del "tiro de Bagrov", y la gente
estaba segura de que en el aire se mascaba una nueva
"revolución" aunque sabían que a Stolípin lo había
matado uno de su escolta y que aquello, seguramente,
nada tenía que ver con la revolución.
De todos modos, Vasili Petróvich, algo hay que
emprender -dijo un buen día Tatiana Ivánovna con
mucha decisión-. ¡No podemos continuar así!
- ¿Y qué me propone usted? -preguntó con tono
cansado Vasili Petróvich.
- Tengo un plan, pero no sé qué le parecerá empezó, insinuante, la tía-. ¿Sabe?, cerca del chalet
de Kovalevski hay un caserío encantador...
- ¡Por nada del mundo! -gritó categórico Vasili
Petróvich.
- Escuche -insistió blandamente la tía-. Ni siguiera
me deja usted hablar.
- ¡Por nada del mundo! -repitió aún más
categóricamente el padre.
- Pero, ¡permítame!...
- ¡Ay, Dios mío! -Vasili Petróvich hizo una
mueca de irritación-. Ya sé lo que va decirme usted.
- No, no lo sabe.
- Lo se. Pero todo eso son memeces. Y usted es
una fantaseadora. No volvamos a hablar de ello.
Además, ¿de dónde vamos a saltar el dinero? -añadió
Vasili Petróvich, con voz ya menos firme.
- Dinero apenas si hará falta. Tan sólo un poco.
- ¡Por nada del mundo! -exclamó una vez Vasili
Petróvich.
- Pero, ¿por qué?
- Pues, porque estoy por principio contra la
propiedad sobre la tierra y nunca logrará usted que
consienta en ser un propietario. La tierra pertenece a
Dios. Sí, a Dios y al pueblo, que la trabaja. Yo no
71
El caserío en la estepa
quiero saber nada de eso. ¿Se entera? Además, todo
son fantasías sin ningún fundamento.
La tía esperó pacientemente a que Vasili
Petróvich se desahogara y, después, dijo dulcemente:
- Yo le he escuchado, y le pido que ahora me
escuche usted a mí. En fin de cuentas, es una falta de
respeto interrumpir a la gente a media palabra.
- Perdone; diga usted todo lo que quiera, pero no
deseo ser propietario y no lo seré nunca. ¿Se entera?
- En primer lugar, no es obligatorio ser
propietario. La señora de Vasiútinski está de acuerdo
en arrendar el caserío. En segundo lugar, podemos
pagarle de entrada una suma equivalente al alquiler
del piso, y el resto a medida que realicemos la
cosecha.
Al oír aquellas palabras tan extrañas en boca de la
tía, -"a medida que realicemos la cosecha"-, Vasili
Petróvich perdió los estribos:
- ¡Vaya! ¿Qué realización y qué cosecha son ésas
de que habla?
- Cerezas, guindas, peras, manzanas y uvas respondió la tía.
- Entonces... ¿me propone usted que me haga
comerciante en fruta?
- ¿Por qué no?
- ¡Sabe usted!... -Vasili Petróvich no encontró
palabras para continuar y se encogió de hombros.
- Podemos sacar bastante y mejoran en poco
tiempo nuestra situación -dijo la tía sin hacer caso de
los impacientes gestos de Vasili Petróvich.
- Si es como dice, ¿por qué diablos esa señora de
Vasiútinski no quiere ella misma aprovechar esas
hipotéticas ganancias?
- Porque es una mujer sola y vieja y desea
marcharse al extranjero.
- ¿Esa señora vieja, sola y holgazana se marcha al
extranjero y quiere colgarnos todas sus
preocupaciones?
- Piense usted lo que quiera -replicó secamente la
tía, sin responder a la pregunta-. Supuse que le
gustaría mi idea de arrendar un encantador caserío
cerca de la ciudad, en la estepa, a orillas del mar,
labrar la tierra, ganarse el pan trabajando y ser, por lo
menos, independiente. Eso está de acuerdo con sus
inclinaciones. Pero si usted no quiere...
- ¡No quiero! -exclamó obstinado Vasili
Petróvich.
La tía resolvió dar por terminada la conversación.
Conocía demasiado bien el carácter de su cuñado
para no comprender que, por el momento, bastaba
con aquello. Mejor sería dejar que se calmara y
meditase un poco.
Unos días después, Vasili Petróvich le dijo:
- Es usted una fantaseadora impenitente. He
observado que siempre se le ocurren ideas absurdas:
alquilar habitaciones, servir comidas caseras y...
etcétera, etcétera. Y de todo eso nunca sale nada.
- Esta vez saldrá -replicó la tía sin inmutarse.
- Todo eso son quimeras -comentó Vasili
Petróvich.
La tía no respondió, y la conversación terminó
aquí. Pasaron unos días más y Vasili Petróvich dijo:
- Es una ingenuidad suponer que podamos
trabajar solos esa hacienda.
- La hacienda no es tan grande; tiene en total unas
cinco hectáreas -explicó la tía, y añadió con leve
sonrisa-: En todo caso, no creo eso más difícil que
cargar sacos en el puerto.
- ¡No tiene ni chispa de gracia! -gruñó Vasili
Petróvich, sonrojándose ligeramente.
La conversación no pasó adelante, pero la tía
estaba ya segura de que Vasili Petróvich no tardaría
en entregarse, y así ocurrió.
La idea de la tía fue dominando poco a poco,
imperceptiblemente, a Vasili Petróvich. En el fondo,
la idea no era tan ingenua y había en ella mucho
sentido común. Es más, aunque no lo confesaba, le
seducía, pues armonizaba con el concepto que se
había forjado de la vida en los últimos tiempos,
particularmente después del viaje a Suiza. Este
concepto era muy valgo y nebuloso, una mezcla
extraña de las teorías de Juan Jacobo Rousseau y del
populismo, del "acercamiento al pueblo" y de la
educación en medio de la naturaleza. Vasili Petróvich
se imaginaba una vida pura y patriarcal,
independiente del Estado, en plena naturaleza. Un
pequeño y floreciente caserío trabajado por la familia
sin explotar trabajo ajeno. Había en aquello algo
suizo, cantonal...
Aquel sueño bien podía realizarse. Contaban para
ello con todo lo necesario: una pequeña finca, un
huerto de frutales e incluso un viñedo, cosa que
aumentaba el parecido con la parte sur de Suiza.
Cierto, no había montañas, pero en compensación sí
había playa, donde podrían bañarse y pescar. Lo
principal sería la libertad individual y la
independencia con respecto al Estarlo. ¡Magnífica
educación para los niños!
Vasili Petróvich terminó por entusiasmarse y
pidió a la tía que le hablara de su plan con todo
detalle. La buena mujer sacó de su habitación un
plano de la finca. Resultó que sus negociaciones con
la señora de Vasiútinski ya estaban bastante
avanzadas. En la finca había una casa para los
señores, con cinco habitaciones y cocina
independiente, cuadra, un local para los criados, una
cisterna y un cobertizo en el que, según decía la tía,
se encontraba la prensa de hacer vino.
- ¡Eso no es un caserío, sino todo un latifundio! observó alegre el padre.
Después se pusieron a contar los árboles frutales y
las cepas, representados en el plano con circulillos.
Resultaba que al cabo de un año no sólo sacarían lo
necesario para pagar el arriendo, sino también para
sufragar todos los gastos de la familia. Pero, ¿no
existiría aquello únicamente en el plano? La tía
72
propuso visitar la finca para verlo todo
personalmente.
Montaron en el pequeño tren suburbano que
pasaba por delante de la casa y se apearon en la
estación que hacía dieciséis. Allí tomaron el ómnibus
y llegaron al chalet de Kovalevski. Luego,
encabezados por la tía, torcieron por un sendero de la
estepa y, después de recorrer cosa de kilómetro y
medio, se vieron en el caserío.
Resultó que la tía ya había estado allí. Acarició a
un perro que se le acercó haciendo sonar su cadena y
llamó al ventanuco del guarda. Un muchachote
adormilado, el único mozo que tenía allí la señora de
Vasiútinski y que hacía las veces de guarda,
caballerizo y viticultor, mostró la finca a los Bachéi.
El mocetón aquel se llamaba Gavrila.
Todo estaba allí: tanto el viñedo como el huerto
de frutales. Había más árboles que lo que suponían,
pues toda una hectárea de cerezos plantada hacía
poco no figuraba en el plano.
La hacienda se encontraba en muy buen estado:
las cepas habían sido acodadas y los troncos de los
manzanos, envueltos con paja, para que no los
royeran los ratones de campo ni las liebres.
El invierno era suave y poco nevoso. Los
montoncillos de tierra en el viñedo aparecían
ligeramente enharinados de nieve, que ya empezaba a
derretirse en la solana. Pero cerca de la casa, donde
crecían unos abetos verdinegros y azules muy
tupidos, en los arriates y macizos aparecían grandes
montones de nieve, bañados por el oro del ocaso
invernal. Las nítidas sombras azules de los bancos
del huerto y de los arbustos se alargaban, ondulantes,
por encima de ellos. Los cristales de la casa tenían
también el brillo de los panes de oro. Todo aquello,
junto, se parecía a los paisajes invernales que Petia
veía cada primavera en las exposiciones de pintores
del sur de Rusia, a las que la tía solía llevar a los
chicos para inculcarles amor al arte.
Gavrila abrió ruidosamente la puerta encristalada
de la casa, y los Bachéi recorrieron las vacías y frías
habitaciones, iluminadas por los oblicuos rayos del
bajo y pálido sol del invierno.
En torno se extendía, yerta, la blanca estepa, con
andadas de liebres impresas en la nieve, y tras ella se
veía la torre de Kovalevski y el festón del mar,
sumido en invernal letargo.
Una vez hubieron recorrido la casa y las
dependencias, volvieron a examinar el huerto. Al
observar que uno de los manzanos, mal cubierto con
paja, lo habían roído las liebres, Vasili Petróvich se
detuvo y, mirando severo a Gavrila, le reprochó:
- ¡Eso, amigo, no está bien! ¡Así, las liebres se
nos van a comer toda la cosecha!
LA A
CIA
A
Al día siguiente empezaron las negociaciones
definitivas con la señora de Vasiútinski, así como las
V. Kataiev
búsquedas de dinero para pagar la primera cuota del
arriendo y comprar los aperos más indispensables.
Petia se enteró entonces de que el dinero no sólo
se podía ganar, sino también "conseguir". Conseguir
dinero resultó muy difícil, trabajoso y, sobre todo,
humillante. El padre salía con frecuencia de casa,
pero no para dar clases ni para asistir a reuniones del
consejo pedagógico; ahora se decía de sus salidas:
"Ha ido a la ciudad".
En las conversaciones entre el padre y la tía
aparecieron palabras nuevas, que Petia jamás había
oído antes: sociedad de créditos mutuos, préstamos a
corto plazo, casa de empeños, pagarés, seis por
ciento anual, segunda letra de préstamo.
Con frecuencia, después de varias salidas a la
ciudad, Vasili Petróvich regresaba a casa muy
excitado y, negándose a comer, se quitaba la levita y
se tendía en la cama de cara a la pared. Extrajeron de
los cajones de la cómoda el enigmático billete de
lotería del segundo empréstito, que formaba parte de
la dote de mamá y del que Petia hasta entonces sólo
oía hablar una sola vez al año, cuando Vasili
Petróvich, santiguándose previamente, abría el
Odesski Listok para ver si al billete aquel le habían
tocado doscientos mil rublos.
Por último, al regresar en cierta ocasión del
gimnasio, Petia y Pávlik no vieron en el comedor el
piano, que también formaba parte de la dote de su
difunta madre.
En el lugar que el piano ocupara, la pintura del
entarimado parecía reciente, y la habitación ofrecía
un aspecto tan triste, que Petia estuvo a punto de
llorar.
Después desaparecieron las sortijas que la tía
llevaba en sus dedos.
Por fin llegó el día -era un domingo- en que la tía
metió con dedos temblorosos en su ridículo un
grueso fajo de billetes, pagarés, recibos y copias
notariales, se puso el sombrero, los guantes y su
chaquetilla de petitgris, que había heredado de su
difunta hermana, y dijo muy animada:
- Vasili Petróvich, voy para allá.
- ¡Vaya usted! -respondió sordamente, tras la
puerta, Vasili Petróvich.
- Vamos, Petia -dijo muy decidida la tía.
El chico debía acompañarla para que no la
desvalijaran por el camino.
La tía apretaba con fuerza contra su pecho el
ridículo, en el que nevaba toda su fortuna, y Petia la
seguía con aire grave, mirando a los lados. Pero nada
sospechoso se observaba.
Corría la cuaresma, las campanas sonaban con
fúnebre tristeza sobre la ciudad, y en la calle se
veían, sobre todo, viejas tocadas con oscuros
pañolones, que volvían de la misa con ruedas de
rosquillas de a kopek que denotaban a simple vista su
acidez.
La señora de Vasiútinski vivía cerca, en una
73
El caserío en la estepa
calleja cercana al mar. Habitaba un hotelito de muros
sin enlucir, levantados de piedra caliza renegrida por
el tiempo.
Petia vio a una enlutada anciana, grande como un
castillo, sentada en un mullido sillón antiguo. La
gente decía de ella: "La señora de Vasiútinski está
paralítica y se encuentra en casa privada de sus
piernas". Aquello resultó ser mentira. Petia vio los
pies de la mujer, enfundados en unas botas forradas
de piel, descansando sobre un blando banquillo. La
habitación era pequeña y en ella hacía mucho calor
porque estaba encendida una estufa revestida de
azulejos, con respiradero de cobre. Había allí muchos
muebles, todos antiguos y de caoba. En un ángulo,
brillante por las luces azules y rojas de las lámparas,
veíanse, sobre un enorme estante, unos iconos
adornados con multitud de huevos de Pascua grandes
y pequeños, de cristal, de porcelana y de oro,
colgando de viejas cintas de seda. Por la ventana se
veían lilas y bandadas de gorriones que alborotaban y
reñían entre las desnudas y grises ramas, de yemas ya
muy henchidas.
Ante la anciana había una mesa de laca con un
juego de café, una caja redonda de turrón de
chocolate y una bizcochera de plata con rosquillas.
Olía a café y a los cigarrillos que fumaba la señora de
Vasiútinski. Después de saludar a Petia, inclinando
ligeramente su gran cabeza con negra cofia de
encaje, y de hablar con la tía del tiempo y de política,
la señora de Vasiútinski hizo sonar una campanilla de
plata, y de la habitación vecina, en la que todo el
tiempo trinaban fastidiosamente unos cuantos
canarios, apareció un viejo lacayo de frac, con
zapatillas en sus reumáticos pies, para depositar ante
su señora un antiguo cofrecillo de palisandro con
incrustaciones.
Un poco emocionada, enrojeciendo, ella sabría
por qué, la tía sacó del ridículo el dinero y los
pagarés y los entregó a la anciana. Esta los depositó
sin contarlos en el cofrecillo y entregó a la tía un
papel doblado en cuatro, con multitud de polícromos
sellos del Estado: el contrato de arriendo del caserío.
Petia advirtió que el interior del cofrecillo estaba
revestido de acolchado raso color de rosa, lo mismo
que las carretas nupciales.
Cuando la anciana cerró el cofrecillo, con una
llavecita que llevaba colgada del cuello, la cerradura
chasqueó sonora y melódica, y Petia sintió un
espanto repentino.
Después de que la tía hubo ocultado el contrato en
el ridículo y el viejo lacayo se hubo llevado,
arrastrando sus reumáticos pies, el cofrecillo, la
señora de Vasiútinski tomó una cafetera de bronce y,
con asmático jadeo, llenó de café tres tacitas.
- ¡Qué preciosidad! -dijo la tía, levantando su azul
tacita, en cuya parte interior el oro, desgastado, fulgía
con apagado brillo-. ¿Es de Gárdner?
- Es vieja Popov -respondió con voz de barítono
la anciana, despidiendo por sus velludas fosas nasales
el humo azul del tabaco antiasmático.
- Pues me había parecido de Gárdner -observó la
tía y, levantándose el velo hasta la nariz, se puso a
tomar café a pequeños y amanerados sorbitos.
Después, la anciana sirvió en un platito turrón de
chocolate y lo ofreció a Petia.
- No, es vieja Popov -repitió la anciana, volviendo
hacia la tía su abotargada cara-. Es el regalo de bodas
de mi difunto marido. Era un hombre de muy buen
gusto. Teníamos una finca en la provincia de
Chernígov, unas mil quinientas hectáreas, pero en el
año cinco, cuando los mujiks incendiaron nuestra
casa y asesinaron a mi marido, vendí la tierra y me
trasladé aquí. En fin, me parece que eso ya lo sabe
usted. Hasta el asesinato de Stolipin -continuó con su
voz monótona de barítono- abrigaba ciertas
esperanzas, pero ahora las he perdido todas. Rusia
necesita un gobierno fuerte, y el difunto Piotr
Arkádievich Stolipin, que Dios lo tenga en su gloría,
era el último verdadero aristócrata de abolengo y
hombre de gobierno capaz de salvar al imperio de la
revolución. Por eso lo han matado. Nuestro soberano,
Dios me perdone, no vale para nada. Es un pingajo...
La anciana miró a Petia y dijo severa:
- Tú no escuches esas cosas, pues aún eres
pequeño para saberlas. Come turrón...
Luego, mirando con sus ojos de buey a la tía, bajó
la voz y prosiguió, entre asmáticos jadeos:
- Le diré que no es ungido de Dios, sino un
cobarde. En vez de ahorcar y fusilar a esos sujetos, se
ha acobardado. ¿Acaso un hombre en su sano juicio,
un hombre que esté en sus cabales, puede dar a Rusia
una constitución y consentir que funcione en el
palacio de Taurida el parlamento, ese bochornoso
circo en el que judíos de toda laya ponen como un
trapo al gobierno y llaman abiertamente a la
revolución?
La vieja chilló tanto al pronunciar las últimas
palabras, que los canarios de la habitación vecina
permanecieron callados un buen flato.
- ¡Y lo conseguirán! Acuérdese de lo que le digo,
¡habrá revolución, y muy pronto!, y entonces esos
canallas ahorcarán en los faroles de las calles a todas
las personas decentes. Yo no soy tan tonta como para
esperar aquí ese día. Con lo que vi en mi finca de
Chernigov, tengo bastante. Hagan todos ustedes lo
que mejor les parezca, pero yo me marcho al
extranjero. ¡Me marcho y maldigo a mi amada patria,
con todos sus socialdemócratas, minorías
parlamentarias, fracciones, resoluciones, huelgas y
proletarios de todos los países, uníos! Tomen ustedes
mi tierra y gobiérnenla como mejor les parezca, si no
se arma la gorda y no se lo impiden.
La mujer gritaba ya a voz en cuello, y Petia
miraba con espanto y aversión sus huidizos ojos de
loca.
- Perdonen -dijo inopinadamente la anciana con
74
su voz habitual-. La segunda parte del arriendo
tómense la molestia de entregarla a mi notario; él me
la enviará al extranjero.
La tía se levantó, calzándose apresuradamente los
guantes y ajustándose el sombrero. La señora de
Vasiútinski no la retuvo.
Cuando tía y sobrino salieron a la calle, vieron en
el jardincillo unos baúles abiertos, para airearlos, y
unos abrigos de piel tendidos en cuerdas. Por lo
visto, la señora de Vasiútinski se disponía,
efectivamente, a marcharse al extranjero.
¡PROLETARIOS DE TODOS LOS PAÍSES,
U
ÍOS!
Poco después, los Bachéi se trasladaron
al
caserío. Pero no todos de golpe. Primero se fue allí
Vasili Petróvich, con el fin de entrar en posesión de
la finca antes de la primavera y poner en ella cierto
orden.
La tía y los chicos se quedaron por algún tiempo
en la ciudad para alquilar el piso y almacenar los
muebles en algún sitio.
Los chicos seguían yendo al gimnasio, pues
habían pagado ya la matrícula; el futuro dependía de
la buena marcha de la hacienda.
Gávrik visitaba con frecuencia a Petia. En el
otoño le había examinado libre de tres cursos, y Petia
lo preparaba para que se examinara de los tres
restantes y no se negaba a cobrarle cincuenta kopeks
por clase.
Gávrik seguía trabajando en la imprenta del
Odesski Listok. Ya no era recadero, sino aprendiz de
cajista, y ganaba bastante...
A veces, se presentaba en casa de los Bachéi
directamente del trabajo, esparciendo en torno el olor
penetrante y enigmático de la imprenta. Muy capaz,
Gávrik aventajaba ya a su maestro en algunas
asignaturas. En casa de los Bachéi no sentía el
embarazo de antes, se comportaba con soltura y en
cierta ocasión incluso trajo media libra de caramelos
para el té. Al entregar a la tía el pequeño paquete,
sujeto con un bramante al botón superior de su
abrigo, dijo:
- Permítame que le ofrezca esto para el té. He
cobrado hoy. Son caramelos de la fábrica de
Abrikósov. Sé que le gustan a usted.
La desgracia que había ocurrido a los Bachéi
parecía haber acercado más a los chicos. Gávrik no
sólo se compadecía de Petia, sino que comprendía
perfectamente cuál era su situación. Por cierto, tenía
de toda aquella historia su propia opinión, que
exponía sin rodeo alguno.
Que hubieran despedido a Vasili Petróvich de la
escuela de Faig era, aunque muy poco grato,
inevitable, pero valía más morirse de hambre que
trabajar para aquel parásito y sinvergüenza. Gávrik
aprobaba plenamente la conducta de Vasili
Petróvich. Sin embargo, no veía bien que hubiesen
V. Kataiev
vendido a mitad de precio el piano y arrendado el
caserío, pues no podía creer que una familia de
intelectuales fuese capaz de trabajar la tierra ella
misma.
- Vosotros no entendéis de eso ni pizca, y lo único
que vais a conseguir es que os salgan callos y
arruinaros. ¡Vaya unos colonos a lo Stolipin que me
habéis salido! -decía con sonrisa irónica.
Petia notaba que, en los últimos tiempos, Gávrik
daba un giro político a todas las cuestiones.
- ¿Pero qué podía hacer mi padre? -dijo una vez
Petia, irritado.
- Pues lo que hacía antes. Enseñar a la gente. Los
profesores están para enseñar.
- ¿Y si se lo prohíben?
- No se puede prohibir que se enseñe a la gente
amigo.
- ¿A que gente? ¿Dónde está esa gente de la que
tú hablas?
- Si se busca, se puede encontrar -respondió
evasivo Gávrik-. ¡Ea, sigamos la clase!
A veces, Petia, después de las clases, acompañaba
un rato a Gávrik, y en ocasiones iba con él hasta
Blizhnie Mélnitsi. Por el camino, los chicos hablaban
mucho, y Gávrik ya no era tan reservado como antes.
Petía supo que en la ciudad funcionaba el Comité del
Partido Socialdemócrata Obrero de Rusia, compuesto
de "biques" y "miques", es decir, de bolcheviques y
mencheviques. Aquellos grupos deslindaban sus
posiciones. Terenti y todos sus amigos pertenecían a
los "biques".
Hacía poco había terminado en Praga una
Conferencia del Partido, en la que Uliánov, llamado
también Lenin y Frei, es decir, el hombre al que
habían enviado la carta a través de Petia, había
vencido a los "miques", y por ello existía ya un
verdadero Partido revolucionario de la clase obrera.
- ¿Habrá revolución? –preguntó Petia, recordando
las palabras de la señora de Vasiútinski y sus
huidizos ojos de loca.
- ¡La habrá! -respondió Gávrik-. En cuanto
reunamos las fuerzas suficientes. ¡Tendremos fiesta,
amigo!
En cierta ocasión, Gávrik sacó del bolsillo un
sucio saquito de lienzo lleno de algo muy pesado y lo
agitó ante las narices de Petia.
-¿Ves esto? -dijo haciendo un guiño.
- ¿Qué son, botones? -preguntó asombrado Petia,
pues no suponía que Gávrik pudiera dedicarse aún a
tal chiquillería.
- Sí -respondió Gávrik y añadió, entornando
malicioso los ojos-. ¿Echamos una partida?
Petia extendió la mano, diciendo:
- ¡Venga, muéstramelos!
- No toques lo que no es tuyo -protestó
gravemente Gávrik y escondió el saquito tras la
espalda.
Petia comprendió que aquello no eran botones,
75
El caserío en la estepa
sino algo muy distinto.
- Seguramente, esos botones serán como los que
estuvieron a punto de hacer volar nuestra cocina -dijo
Petia, recordando cómo saltaron las cazuelas en la
hornilla y se pegaron al techo los macarrones.
- No son como aquellos, pero sí parecidos comunicó Gávrik, con evidente deseo de jactarse,
aunque sin hacerse el ánimo-. Estos son de mayor
potencia, amigo.
- ¡Enséñamelos! -suplicó Petia, que se moría de
curiosidad.
- En otra ocasión.
- ¿Cuándo?
- No seas tan curioso -dijo Gávrik, y ocultó el
saquito en un bolsillo del pantalón.
Petia, enfadado, no volvió a abrir la boca en todo
el camino.
Cuando los amigos llegaron al depósito de
máquinas, Gávrik tiró de Petia hacía la esquina;
mirando a los lados, extrajo el saquito y lo desató con
los dientes. Luego volcó algo sobre su mano y lo
acercó a los ojos de Petia, que vio unos palitos
metálicos que olían a imprenta.
- Son caracteres -dijo enigmático Gávrik.
Petia no le comprendió.
- Tipos de imprenta. Letras.
Hasta entonces, Petia no había visto nunca
caracteres de imprenta. Cuando era chico le habían
regalado una imprenta Victoria de juguete: una plana
caja de hojalata en la que había muchas letras de
goma y un tampón con tinta de imprimir. Sacando las
letras con unas pincitas especiales, se podía
componer algunas palabras y hacer impresiones
liliáceas con unas rayas entre las líneas. Pero aquello
era, naturalmente, algo muy distinto.
- ¿Sabes componer e imprimir? -preguntó Petia.
- Pues claro.
- ¿Y saldrá tan bien como en los periódicos?
- Sí.
- ¡Anda, compón algo!
- ¿Que componga algo? -preguntó Gávrik, y
quedó pensativo-. Bueno, te daré ese gusto. Pero
vamos para allá.
Bordearon el depósito de máquinas, pasaron por
debajo de unos vagones de mercancías y bajaron de
la caja de la vía a una profunda cuneta invadida de
seca maleza. Una vez allí, se sentaron en el suelo, y
Gávrik sacó del bolsillo una planchita de acero con
un sujetador de cobre, a la que dio el nombre de
"componedor", y, rápido, formó con las letras una
línea bastante larga.
Después sacó un lapicero y restregó la mina en las
letras. A continuación, escarbó en sus bolsillos sin
fondo, extrajo de allí un pedazo de papel limpio,
aplicó a él lo que había compuesto y golpeó la regla
con el puño.
- ¡Listo! -exclamó tendiendo a Petia el papel, pero
sin soltarlo.
Petia leyó las extrañas palabras, débil, pero
nítidamente impresas en el papel con verdaderas
letras de periódico:
"¡Proletarios de todos los países, uníos!"
- ¿Qué es eso? -preguntó Petia, admirado de la
habilidad y rapidez con que su amigo había hecho
todo aquello.
- ¡Pues eso mismo! -dijo Gávrik y, después de
partir el papel en dieciséis pedazos, que lanzó al
viento, dijo muy serio, acercando a la nariz de Petia
el índice de su diestra, que olía a kerosén-: ¡Ni media
palabra!
- Puedes estar tranquilo.
Gávrik, acercándose mucho a Petia y echándole el
aliento al oído, musitó:
- Ya he robado quince saquitos de caracteres.
E
LA UEVA CASA
A fines de marzo, la tía consiguió alquilar el piso
bastante ventajosamente. Quedaba por depositar
cuanto antes los muebles en un almacén y trasladarse
al caserío.
Después de aconsejarse con Terenti, Gávrik
propuso a sus amigos que no gastaran dinero en el
almacenaje y llevaran los muebles a Blizhnie
Mélnitsi, donde podrían guardarlos en el cobertizo.
Petia también podría quedarse allí hasta que
terminase los exámenes.
Aquello era muy conveniente, y la tía accedió.
Ella se alojó, con Pávlik, en casa de una vieja
condiscípula.
Por fin, una buena mañana llegaron al patio dos
carros tirados cada uno por dos jamelgos, y los
Bachéi cargaron sus muebles.
Todos creían que los muebles eran muchos y no
cabrían en dos carros. Pero resultó que en el segundo
quedó aún mucho sitio libre. Los muebles, que
siempre le habían parecido a Petia valiosos y
elegantes -sobre todo los del salón, tapizados de seda
dorada-, cuando los sacaron del piso y los cargaron,
patas arriba, en el carro, sujetándolos con sucias
cuerdas, perdieron su bello aspecto.
A la clara luz del sol aparecieron con toda nitidez
todos los defectos y arañazos. Ofrecía un aspecto
particularmente lamentable el lavabo, con el pedal
roto y una grieta cruzando el mármol.
La lámpara de bronce, sin la pantalla, había
perdido también toda su belleza, y su principal
adorno, el globo con perdigones, abandonado con sus
cadenas en el fondo del carro, aparte de la lámpara,
parecía un trasto innecesario, absurdo y pasado de
moda.
Pero lo que más disgustó a Petia fue la librería, a
la que los Bachéi llamaban la "biblioteca de Vasili
Petróvich". Ahora que no tenía libros y yacía sobre
un costado, Petia advirtió con desagradable asombro
lo terriblemente pequeña que era, pues parecía casi
de juguete, y todos los libros, comprendidos el
76
famoso diccionario enciclopédico Brockhaus y
Efrón, la Historia del Estado Ruso, de Karamzin, y
las obras de Pushkin, Lérmontov, Tolstói, Gógol,
Turguénev, Dostoievski, Nekrásov, Sheller-Mijáilov
y Pomialovski, formaban en total unos diez paquetes
atados fuertemente con soguilla. En resumidas
cuentas aquello no eran ya muebles, sino objetos de
segunda mano, ajuar casero.
Petia se acomodó en el pescante del primer cano,
al lado del carrero, para mostrarle el camino. En el
segundo, sosteniendo el espejo, en el que se reflejaba
inclinada, como vista durante un síncope, la calle, iba
Dunia, la cocinera, con la nariz enrojecida e hinchada
por el llanto.
La tía, plantada al lado de Pávlik junto al abierto
portón, se santiguaba y agitaba tontamente el
pañuelo. Durante el camino, Petia estuvo todo el
tiempo temiendo que pudieran verle sus
condiscípulos. Aunque no quería confesárselo, le
daba vergüenza de sus muebles y de tener que
trasladarse a Blizhnie Mélnitsi, donde, como era
sabido, únicamente vivían los "pobres". Al chico le
costaba trabajo hacerse a la idea de que él y los suyos
eran también pobres.
Terenti y Gávrik no estaban en casa. Recibieron
los carros la mujer de Terenti y su hija. Motia se
afanaba más que nadie y acompañaba cada objeto
que acarreaban a través del jardincillo hasta el
cobertizo, preparado ya hacía tiempo para guardar los
muebles.
- ¡Huy, Petia, qué sillas más bonitas tienen
ustedes! -decía la chica con sincero asombro,
acariciando la seda que tapizaba los muebles, rozada
en algunos lugares hasta dejar ver unos hilos blancos.
Se presentó Zhenia con todo un tropel de
amiguitos. Los chicos se lanzaron inmediatamente al
ataque, encaramándose con sus pies descalzos a los
radios de las ruedas, tocaban el globo de bronce de la
lámpara, abrían y cerraban el grifo del lavabo, y
Zhenia llegó incluso a subirse al pescante, agarró las
riendas y, adoptando una expresión feroz, gritó a los
caballos:
- ¡So, malditos!
Pero, inmediatamente, el carrero le dio un par de
pescozones, y toda la pandilla se dispersó por la calle
sin empedrar, levantando el primer polvo de marzo.
Cuando habían encerrado ya los muebles en el
cobertizo y los carros se habían marchado, Dunia se
echó a la espalda un fardo, con sus cosas y los
iconos, y se dirigió a pie, por la estepa, hacía el
caserío, que no estaba tan lejos de allí.
- Ahora vivirá usted con nosotros en Blizhnie
Mélnitsi -dijo muy contenta Motia, pero, al ver la
triste expresión de Petia, añadió-: ¿Qué le ocurre?,
¿quizás no le guste vivir aquí? Ya se acostumbrará.
Aquí se está bien, muy bien. Más allá del prado, en la
estepa, han aparecido ya campanillas blancas, y
pronto en los barrancos habrá violetas. Podremos ir
V. Kataiev
alguna vez por flores. ¿No le parece?
Gávrik no tardó en regresar de la imprenta y, a
hurtadillas, mostró a Petia otro saquito con
caracteres.
- El que hace dieciséis -dijo guiñando un ojo.
- Ten cuidado, no te vayan a cazar -advirtió Petia,
- ¡Qué le vamos a hacer! -suspiró Gávrik-. No
queda otro remedio.
Pero, al instante, cambió de tono y, con voz
alegre, cantó una peregrina canción de los arrabales
de Odesa: "Lo agarraron, lo pescaron, tra-la-lá".
Aunque las palabras de la canción parecían
carentes de sentido, Petia siempre percibía en ellas
un significado oculto y un temerario y combativo
reto.
Después dispusieron en el cobertizo, entre los
muebles
cuidadosamente
amontonados,
un
rinconcillo para Petia: una cama, una mesa con una
lámpara y una estantería para los libros. Como había
sitio de sobra, Gávrik llevó allí su cama, para vivir
con el amigo.
Llegó del trabajo Terenti. Saludó en silencio a
Petia, entró en el cobertizo y lo examinó con ojo
experto. Gruñendo desaprobativo, cambió de lugar
algunos muebles y afianzó el armario con un ladrillo.
Después de todas sus manipulaciones, en el cobertizo
aún quedó más espacio libre.
- Lo que os pido, amigos, es que seáis formales.
No hagáis el tonto. Yo os conozco bien; sé que vais a
fumar, a distraeros mutuamente a la hora de estudiar
las lecciones… Usted, Petia, ahora debe apretar
mucho, para que no lo suspendan en los exámenes.
No le perdonarán a su padre lo de Blizhenski. Tenga
presente que todos ésos son de la misma camada.
Acuérdese de lo que le digo. En fin...
Terenti se quitó por encima de la cabeza la bolsa
de cuero con la herramienta, se despojó de su
mugrienta cazadora y se acercó al lebrillo que había,
sobre un taburete, junto a la valla. Motia le dio un
pedazo de jabón de lavar con unas vetas azules y,
subiéndose al banco, sosteniendo un jarro, se puso a
verter agua en las grandes y negras manos de su
padre.
Terenti se enjabonaba, resoplaba, ofrecía el cuello
y la cara a la fresca agua, limpiándose del polvo de
metal y del hollín. Estuvo lavándose largo rato, hasta
que su rostro adquirió el tinte rosado de la piel de los
lechones. Después descolgó del hombro de Motia
una toalla aldeana con bordados y se secó, también
largamente, con manifiesto placer.
Mientras, Petia meditaba lleno de inquietud
acerca de sus últimas palabras, de las que no dudaba,
pues hacía tiempo que notaba una siniestra frialdad
en el rostro del director y del inspector del gimnasio
cada vez que pasaba por delante de ellos y les
tributaba una profunda reverencia, haciendo chocar
sus tacones sobre las planchas metálicas del pasillo.
Ahora ya no sorprendía a Petia que Terenti
77
El caserío en la estepa
estuviera enterado de todo lo ocurrido a la familia y
conociera incluso el incidente con Blizhenski.
Terenti ya no era para el chico un simple maestro
ajustador de los talleres del ferrocarril, que, si bien
ganaba bastante, no pasaba de ser un obrero. Petia
comprendía perfectamente que en su vida oculta,
denominada "trabajo de Partido", Terenti no sólo
tenía más peso que, pongamos por caso, Vasili
Petróvich, sino incluso más que el director del
gimnasio, el señor Faig, el inspector de la comarca, y
quizás, Tolmachov, el gobernador de Odesa.
Comieron, mejor dicho, cenaron todos juntos. La
mujer de Terenti sacó de la estufa con el hurgón, a la
manera aldeana, primero una olla de sopa de coles
sin carne y, después, una enorme sartén de patatas,
fritas con aceite de girasol. Lo comieron todo con
cucharas de madera. El pan era negro, como el de
munición, y extraordinariamente sabroso. Había
además en la mesa unas cuantas guindillas y una
cabeza de ajos. Pero tanto lo uno como lo otro sólo lo
comían Terenti y Gávrik. Echaban guindillas en la
sopa de coles y restregaban los dientes de ajo en la
corteza del pan negro.
No queriendo ser menos que su amigo, Petia echó
en su plato una guindilla, que parecía de charol rojo,
y la deshizo con la cuchara.
- ¡Ay, no haga eso! -gimió asustada Motia.
Pero Petia ya se había tragado una cucharada de
sopa. A sus ojos acudieron las lágrimas, sacó la
lengua, y creyó que respiraba fuego.
- ¿No quieres restregar en el pan un dientecito de
ajo? -preguntó Gávrik con la más candorosa de las
miradas.
- Vete al cuerno -dijo con dificultad Petia,
enjugándose las lágrimas y tosiendo.
Al levantarse de la mesa una vez terminada la
cena, Petia, como correspondía a un chico bien
educado, se santiguó de cara a la oscura imagen de
San Nicolás, que viera ya en su infancia en la cabaña
del difunto abuelo Chernoivánenko, y luego,
chocando los tacones, hizo sendas reverencias a los
dueños de la casa y dijo:
- Un millón de gracias.
La mujer de Terenti respondió cariñosa:
- Que le aproveche. Y perdone que la comida
haya sido tan modesta.
Así comenzó la vida de Petia en Blizhnie
Mélnitsi. Se levantaban temprano, a las seis de la
mañana. Se lavaban en el patio, echándose unos a
otros agua fría del pozo. Tomaban té, mordisqueando
un terrón de azúcar, y se comían una gruesa rebanada
de pan negro untada generosamente de ácida
mermelada de ciruelas.
Después, los tres hombres -Terenti, Gávrik y
Petia- se marchaban al trabajo. Salían juntos a la
calle en el mismo instante en que empezaban a sonar
por todas partes las sirenas de las fábricas, con sus
llamadas interminablemente largas, imperiosas y al
mismo tiempo indiferentes. Su monótono coro hacía
estremecerse el nebuloso aire de las mañanas de
marzo.
En todo Blizhnie Mélnitsi se oían el chirrido y los
golpes de las puertecillas. La calle se llenaba de
figuras humanas que se apresuraban al trabajo. Cada
vez, las figuras eran más. Se alcanzaban unas a otras,
saludándose, y se unían en pequeños grupos.
Terenti caminaba de prisa, en silencio, y las
herramientas chocaban con metálico sonido en la
bolsa. Petia y Gávrik se veían y se deseaban para no
quedar rezagados. La mayoría de los obreros
saludaban a Terenti, que con frecuencia tenía que
responder, quitándose automáticamente la gorra con
un botoncito, como las de los ciclistas, que cubría su
grande y redonda cabeza. Pronto Terenti se sumaba a
uno u otro grupo y torcía por un callejón, mientras
Petia y Gávrik proseguían juntos su camino.
Los chicos se separaban ante la estación. Petia
encaminaba sus pasos a la derecha, hacia el
gimnasio, y Gávrik, llevándose con displicente
ademán el dedo gordo a la visera de la gorra, copia
exacta de la de Terenti, seguía recto, atravesando
toda la ciudad, hasta la imprenta.
En el gimnasio, Petia sentía todo el tiempo un
extraño embarazo, timidez y soledad. Evitaba a sus
camaradas y en el descanso del almuerzo buscaba a
Pávlik. Lo saludaba muy serio, estrechándole la
mano, y luego paseaban ambos, en silencio, por la
sala de gimnasia, sujetándose de sus cintos de cuero.
Pávlik tenía una expresión muy seria, incluso grave.
Apenas llegaba a Blizhnie Mélnitsi, después de
las clases, Petia se metía en el cobertizo para estudiar
las lecciones, poniendo en ello tanto celo como si se
preparara para librar una batalla.
Anochecido volvían del trabajo Terenti y Gávrik e
inmediatamente se sentaban a cenar. Después, Petia
repasaba el latín con Gávrik, y éste, a su vez, hacía
preguntas de todas las asignaturas a Motia, que se
disponía a ingresar en el cuarto grado en una escuela
de la ciudad.
Se acostaban tarde, a eso de las once. Después de
apagar la lámpara, Petia y Gávrik conversaban un
rato en medio de la oscuridad. Quien hablaba, por
cierto, era Petia. Gávrik solía callar, hundida la
cabeza en la almohada. Le gustaba dormir después
del trabajo.
LAS CAMPA
ILLAS BLA
CAS
Petia trató varias veces de hablar a Gávrik de su
amor en el extranjero, pero cada vez, cuando,
después de pintar brevemente el Vesubio y las cuevas
azules de Capri, donde la iluminación submarina era
tan maravillosa que las manos y los rostros parecían
de cristal azul, se ponía a describir con vagas
expresiones la emocionante escena del primer
encuentro en la estación de Nápoles, resultaba que su
amigo se había dormido y estaba ya roncando.
78
Sin embargo, Petia tuvo en cierta ocasión tiempo
de contarle todo antes de que Gávrik se durmiera.
- ¿Y qué pasó después? -preguntó con voz
soñolienta Gávrik, más bien por cortesía que por
curiosidad.
- Pues nada -suspiró Petia-. Después nos
separamos para siempre.
- Es bastante lamentable -dijo Gávrik, bostezando
descaradamente-. ¿Y cómo se llama?
- ¿Cómo se llama...? -dijo Petia con voz
enigmática, sintiéndose muy embarazado, y añadió
con honda amargura en la voz:
- ¿Qué puede importar eso?
- ¿De qué color tiene el pelo, por lo menos? ¿Es
morena o rubia? -preguntó Gávrik.
- No es ni morena ni rubia, sino, más bien...
¿cómo decirlo?..., castaña. Mejor dicho, su pelo es
castaño oscuro -respondió Petia, tratando de precisar
todo lo posible.
- ¡Ah, comprendo! -balbuceó Gávrik-. ¡Ea, vamos
a dormir!
- No, espera un poco -protestó Petia, cuya fantasía
empezaba tan sólo a desatarse-. Espera, no duermas.
Quiero que me aconsejes, como amigo, qué debo
hacer.
- Escríbele una carta -dijo secamente Gávrik-.
¿Sabes su dirección?
- ¿Qué puede importar eso? -respondió triste
Petia.
- Ya que la quieres... -observó muy sensato
Gávrik.
- ¿Qué es amar? -dijo con desencanto Petia y, a
despropósito, con voz un tanto aflautada, declamó-:
Amar por poco tiempo no vale la pena, y amar
eternamente es imposible.
- ¡Entonces, no seas latoso y déjame dormir! gruñó Gávrik, y dando la vuelta en la cama, se tapó
la cabeza con la almohada.
Petia no pudo sacarle ni una palabra más y estuvo
largo rato sin poder conciliar el sueño.
Por el pequeño y alto ventanuco del cobertizo se
veía la verdosa hoz de la luna. Petia oyó que la
cancela chirriaba varias veces. Alguien entraba al
patio o salía de él, hablando a media voz.
- Dad un rodeo por la estación de mercancías -dijo
la voz de Terenti, y Petia comprendió que de nuevo
tenía visita.
El chico se puso a pensar en la niña que había
visto en el extranjero, pero no podía imaginársela,
por más esfuerzos que hacía. Sólo recordaba vagos
detalles: la cinta negra en la trenza, la carbonilla que
se le metió en el ojo a él y la tempestad de nieve en
las montañas. ¡Resultaba que había olvidado a su
amor!
En el cobertizo hacía bastante frío. Petia descolgó
de la pared su capa suiza y la extendió encima de la
manta. En aquel momento se creía un caminante
solitario que descansaba en la pobre choza de un
V. Kataiev
pastor. Tendido en la cama, bajo su capa, el alma
lacerada y el corazón partido, había sido olvidado por
todos. Y quizás su amada en aquel momento
estuviese... Petia hizo el postrer esfuerzo para
imaginarse a la chica y lo que "ella" estaría haciendo
en aquel instante, pero a su mente acudían otras
cosas: los próximos exámenes, su futura vida en el
caserío y, por extraño que pueda parecer, Motia, con
quien no estaría mal, ni mucho menos, ir a la estepa
por campanillas blancas.
Hasta entonces nunca le había pasado por las
mientes que podía tener una aventurilla amorosa con
Motia. Esta vez le pareció aquello completamente
natural y hasta le asombró que no se le hubiera
ocurrido antes. En fin de cuentas, la chica no era fea,
lo quería -de eso Petia estaba seguro-, y, además, la
tenía siempre a su lado.
Estos pensamientos llenaron a Petia de una
agradable emoción y, en vez de dormirse con los ojos
anegados en lágrimas, se durmió con una lánguida y
vanidosa sonrisa y se despertó con la alegre
sensación de que le esperaba algo nuevo y muy
agradable.
Al regresar del gimnasio, en vez de ponerse a
estudiar, se acercó a Motia, que, con la madre, estaba
preparando unos varéniki con patatas, y, sin más
dilación, puso manos a la obra.
- ¿Qué hay de aquello? -dijo con displicente
sonrisa.
- ¿De qué? -preguntó Motia con timidez, como
siempre que hablaba con Petia.
- ¿Lo has olvidado?
- ¿A qué se refiere? -repitió Motia aún más
tímidamente, y, con ojos candorosos, muy bellos,
miró un poco de soslayo al muchacho.
- Si no recuerdo mal, querías ir por campanillas
blancas.
Motia se sonrojó, y sus dedos pellizcaron
rápidamente los bordes de la masa.
- ¿Lo dice en serio?
- Pues claro -respondió Petia-. Pero si no quieres,
lo dejaremos estar.
- Mamá, ¿puede usted arreglárselas sin mí? preguntó Motia-. He prometido a Petia mostrarle
dónde crecen las campanillas blancas y las violetas.
- ¡Id, hijitos, id a pasear! -respondió
cariñosamente la madre de Motia.
La chica se precipitó tras la cortina, desatándose
de paso el delantal, se calzó sus botines domingueros,
se puso el abrigo, que le había quedado pequeño, y se
echó sobre la espalda su hermosa trenza. Estaba tan
emocionada, que el sudor perló su rostro, sobre todo
su graciosa naricita.
Petia, esforzándose por mantener su calma, se
dirigió con bamboleante andar al cobertizo, se
arrebujó en la capa, tomó su bastón y apareció ante
Motia con toda su sombría belleza, que, por cierto, la
gorra del gimnasio estropeaba un tanto.
79
El caserío en la estepa
- ¿Vamos? -dijo Petia con toda la indiferencia
posible.
- Vamos -asintió Motia con un hilo de voz,
abatida la cabeza, y salió la primera, crujientes sus
botines nuevos.
Mientras cruzaban el prado, en el que las vacas
mordisqueaban la hierba del año anterior, Petia
resolvía una cuestión muy importante: ¿Quién debía
ser Motia? ¿Olga o Tatiana? En todo caso, él sería
Oneguin. Había elegido una variante pasada de moda
-la de Evgueni Oneguin-, porque era la más estudiada
y le exigía pensar menos. Además, Motia no se
merecía una variante más compleja. Lo que hacía
falta era resolver cuanto antes quien iba a ser ella Olga o Tatiana- y poner manos a la obra.
Por su físico no valía para el papel de Tatiana.
Más bien podría pasar por Olga, de no ser por aquel
raído abriguillo de entretiempo, con las mangas tan
cortas,
y
aquellos
botines
que
crujían
escandalosamente.
El prado tocaba a su fin y había que actuar. Petia
unió de prisa y corriendo a Tatiana con Olga y
obtuvo un híbrido de doncella bastante decente, pues
por una parte podría darle lecciones en la quietud de
la naturaleza y, por otra, oprimirle muy tierno la
mano sin necesidad de besarla, cosa que turbaba a
Petia terriblemente.
Por supuesto, él seguirla siendo Oneguin, pero
con una pequeña dosis de Lenski, lo que no debería
impedirle atenerse a la magnífica regla: "cuanto
menos queremos, tanto más nos aman..." Podía
resultar una magnífica aventura amorosa. Verdad era
que había un pequeño inconveniente: Motia le
gustaba a Petia. Aquello era bastante enojoso, pero
Petia sacrificó con fría decisión su sentimiento y, en
cuanto salieron a la estepa, dijo muy grave y
circunspecto:
- Motia, tengo que hablarte muy en serio.
La chica sintió una punzada en el corazón y se
detuvo ante Petia, alarmada al ver la adusta expresión
de su rostro.
- ¿Tú has querido a alguien? -preguntó con mayor
gravedad, Petia.
- Sí -respondió Motia con un hilo de voz.
Una sonrisa satisfecha afloró a los labios de Petia,
pero la ahogó en ciernes y preguntó, mirando a la
chica a los ojos.
- ¿A quién?
- A muchos -confesó ingenuamente Motia.
"¡Tonta!", estuvo a punto de esperarle Petia, pero
se contuvo y se puso a explicarle pacientemente qué
era amar en general y qué amar en particular. Motia
comprendió lo que le decía y se puso roja como la
grana.
- ¿A quién has querido? -insistió Petia.
- Ya lo sabe usted -musitó la chica, mirándole con
ojos radiantes, a los que asomaban unas lágrimas de
felicidad.
En aquel instante estaba tan encantadora, que
Petia quería ya transformarse en Lenski y convertirla
a ella en Olga, a pesar de sus crujientes botines y su
raído abrigo. Pero no podía darse por satisfecho con
tan fácil victoria, pues hubiera sido aquello muy
aburrido.
- Entonces, ¿puedo contar con tu amistad? preguntó el chico.
- Claro que sí -dijo Motia-. Siempre.
- En tal caso, debo descubrirte un secreto. Pero,
antes, dame palabra de que todo quedará entre
nosotros.
- Palabra de honor, lo juro por la santa cruz -dijo
Motia, y se santiguó varias veces con precipitados
movimientos-. ¡Que me trague la tierra si no es
verdad!
- Estoy enamorado -dijo Petia con voz lúgubre.
El chico guardó silencio unos instantes y después
contó a Motia, tal como la había contado a Gávrik en
el cobertizo, su aventura amorosa en el extranjero.
Motia le escuchó sin interrumpirle, abatidos los
brazos, presa de la mayor desesperación, y cuando él
hubo terminado su relato, preguntó con voz que no
parecía la suya:
- ¿Cómo se llama?
- ¿Qué puede importar eso? -respondió Petia.
- ¿Y la quiere usted tanto? -inquirió Motia con
voz desfallecida.
- ¡Esa es la desgracia!
- Le deseo que sea feliz -dijo Motia, y su voz
apenas se oyó.
- Sí, pero yo quiero que me aconsejes, como
buena amiga, qué debo hacer. ¿Cómo debo obrar?
- Escríbale una carta, ya que la quiere tanto.
- ¿Qué es amar? Amar por poco tiempo no vale la
pena, y amar eternamente es imposible -recitó Petia
con voz aflautada.
- Le deseo que sea feliz -repitió Motia, y los ojos
le relampaguearon repentinamente como a los gatos,
asustando a Petia.
La chica dio media vuelta y volvió rápida sobre
sus pasos.
- Espera, ¿a dónde vas? ¿Y las campanillas
blancas? -preguntó Petia.
- Le deseo que sea feliz -dijo otra vez Motia, sin
volver la cabeza.
Petia corrió en pos de la chica, moviendo las
piernas con dificultad a causa de la capa, y, por fin, la
alcanzó. Motia apartó brusca la mano que Petia había
puesto sobre su hombro y apretó el paso.
- ¡Tonta! ¡Si ha sido una broma! ¿No comprendes,
acaso, que he bromeado? ¡Tonta! ¿No ves que lo he
dicho en broma?... -barbotó Petia-. ¿Por qué te
enfadas?
Enojada, Motia le gustaba mucho más. La chica
cruzó corriendo todo el prado, crujientes los botines
y, al llegar a la calle, aminoró el paso.
Petia iba a su lado, persuadiéndola:
80
- Ha sido una broma. ¿Acaso no comprendes que
no lo he dicho en serio? ¡Mira que ponerse así! ¡Qué
tonta eres!
- No estoy enfadada -dijo con voz queda Motia.
El arrebato de celos había pasado ya, y era la
Motia de siempre.
- ¡Hagamos las paces! -dijo Petia.
- Yo no he reñido con usted -respondió la chica y
sonrió levemente, porque no quería que nadie viese
que regañaban en plena calle.
Petia estaba turbado, pero en el fondo no cabía en
sí de júbilo. Había sido aquello una entrevista
amorosa muy afortunada.
Todo lo echó a perder Zhenia, que, según se puso
en claro, llevaba ya largo rato observándolos,
acompañado de su pandilla. Ahora, la pandilla seguía
a Motia y a Petia a respetable distancia y de vez en
cuando voceaba a coro:
- ¡Novio y novia, plan y zanahoria!
LA MATA
ZA DEL LE
A
En cierta ocasión, a comienzos de abril, Gávrik
regresó de la imprenta mucho más tarde que de
costumbre. Petia estaba en el cobertizo repasando la
geometría.
- En los placeres del Lena, los soldados han
abierto fuego contra los obreros -dijo Gávrik desde el
umbral y, sin quitarse el gorro, se sentó en la cama.
Por conversaciones oídas hacía tiempo en
Blizhnie Mélnitsi, Petia sabía que en la lejana
Siberia, a orillas del Lena, había en plena taiga unos
placeres auríferos, donde los obreros vivían como en
un presidio. También sabía que, a fines de febrero, en
uno de los placeres, en el que la situación de los
obreros no podía ser más terrible, había comenzado
una huelga y desde allí habían enviado delegados a
los otros yacimientos. La huelga la dirigían los
bolcheviques, y los mencheviques trataban de
convencer a los obreros de que se reintegraran al
trabajo y se pusieran de acuerdo con los patronos.
Pero los obreros no les hicieron caso, y la huelga
llegó a ser general. Habían abandonado el trabajo
más de seis mil hombres. Tales eran las últimas
noticias que, por distintos cauces, habían llegado de
orillas del Lena.
Gávrik estaba sentado en la cama, los brazos
caídos sobre las rodillas, y miraba la lámpara con
verde pantalla, que se reflejaba en sus inmóviles
pupilas. El muchacho respiraba profunda y
espaciadamente, recobrando el aliento: por lo visto,
se había dado una carrera para llegar cuanto antes a
casa.
En un principio, Petia no comprendió bien la
importancia de lo que había dicho Gávrik. Había
pronunciado con demasiada sencillez, sin ninguna
expresión, las palabras: "Los soldados han abierto
fuego contra los obreros". Pero, cuando volvió a
mirar a su amigo y vio su rostro alargado e inmóvil,
V. Kataiev
Petia comprendió de pronto su sentido.
- ¿Cómo han abierto fuego? -preguntó, sintiendo
que su rostro se ponía tan inmóvil como el de Gávrik.
- ¡Pues muy sencillamente! -gruñó brusco Gávrik. ¡Con fusiles de reglamento! ¡Compañía, fuego! ¡Por
descargas!
- ¿De donde sabes tú eso?
- Yo mismo he compuesto el telegrama en cuerpo
seis. Se ha recibido hace tres horas. Debe aparecer en
el número de hoy..., si no lo recogen. De esos tipos se
puede esperar cualquier guarrada... Bueno, yo me
marcho -dijo Gávrik, levantándose muy decidido.
- ¿Adónde?
- A los talleres, a ver a Terenti. Esta noche trabaja
horas extraordinarias.
Con estas palabras, Gávrik abandonó el cobertizo.
Petia ¡se sintió muy solo. Alcanzó a Gávrik ya en
la calle. Caminaban sin cambiar palabra en medio de
la transparente oscuridad de la noche abrileña. En los
jardincillos blanqueaban ya tímidamente las primeras
flores de los manzanos. Pero en Siberia duraba aún el
invierno, los fríos eran espantosos, y el Lena, helado,
yacía como muerto bajo la nieve.
Petia no se había puesto el capote y sentía frío.
Escondió las manos en las mangas de su chaquetilla
de uniforme y se encogió, tranqueando
apresuradamente al lado de Gávrik. El reloj de la
iglesia dio las once. En las casitas dormía la gente.
Todo estaba oscuro, y sólo sobre el portón de los
talleres del ferrocarril, reflejándose en los raíles,
ardía una bombilla eléctrica. El guardián dormía. De
la caseta asomaba el faldón de su abrigo de piel de
borrego.
Petia y Gávrik dieron la vuelta al pabellón del
taller de locomotoras, asomándose a las ventanas,
algunas con los cristales rotos, por las que salía la
inquieta luz de la fragua. Petia vio una enorme
locomotora suspendida en el aire con cadenas. Por
debajo de ella se movían los obreros. Petia reconoció
inmediatamente a Terenti, que llevaba sobre el
hombro una engrasada biela de acero, agarrándola
con una mano de un extremo, envuelto en un trapo
negro.
Un ingeniero de vías y caminos con gorra de
uniforme y chaqueta con hombreras se hallaba a un
lado, muy abiertas las piernas, y sostenía ante sí una
gran hoja de papel de plano, que examinaba como si
fuera un periódico.
Petia había visto aquello muchas veces, sin que
nunca le pareciera extraordinario ni siniestro. Pero
esta vez sintió que lo invadía el espanto. Creía que
las cadenas iban a romperse y la locomotora
aplastaría a la gente. Aquella sensación fue tan aguda
por un segundo, que el chico cerró los ojos.
En aquel mismo instante, Gávrik se metió dos
dedos en la boca y emitió un silbido. Terenti volvió
la cabeza y miró fijo los oscuros cristales, en los que
se reflejaban turbiamente las bombillas eléctricas.
81
El caserío en la estepa
Después, con un pesado y suave movimiento de su
corpachón, dejó caer la biela sobre sus manos y la
apartó a un lado. Al poco apareció por la esquina y se
acercó a los muchachos.
- ¿Qué quieres? -preguntó a Gávrik, pero mirando
a Petia.
- En los yacimientos del Lena, los soldados han
ametrallado a los obreros -comunicó en voz baja
Gávrik-. Hoy ha llegado un telegrama de Irkutsk. Por
si las moscas, he impreso diez ejemplares.
Gávrik tendió una prueba de imprenta a Terenti,
que se puso de espaldas a la iluminada ventana y leyó
la noticia. Petia no pudo ver la expresión de su rostro,
pero comprendió que era terrible. Súbitamente,
Terenti agarró un pedazo de escoria y lo arrojó contra
la pared con tanta fuerza, que lo pulverizó.
Terenti estuvo un buen rato tragando el aire a
bocanadas, para tranquilizarse; después se apartó con
Gávrik y ambos se pusieron a hablar muy bajo.
Cuando regresaban a casa, Gávrik dejó varias
veces a Petia solo en medio de la calle,
desapareciendo por cierto tiempo. Una de las veces
vio Petia que su amigo se acercaba a una cancela y
metía en la rendija un papel blanco. Petia
comprendió que era el texto del telegrama.
Cuando los chicos llegaron a su cobertizo,
apagaron la luz y se metieron en la cama, estuvieron
largo rato sin poder conciliar el sueño, y Petia,
alarmado, prestaba oído atento a los ruidos de la
noche. Le parecía que iba a empezar de un momento
a otro algo terrible: la gente correría gritando por las
calles, estallaría algún incendio, se oirían disparos de
revólver; pero todo en torno callaba.
Se oyó en el paso a nivel la cometa del
guardagujas; cruzó un tren de mercancías; lejos, por
la irregular calzada, rodaba un carro, y se oía sonar
un cubo vacío colgado del varal trasero. Después, en
todo Blizhnie Mélnitsi cantaron por tercera vez los
gallos, tediosos y soñolientos, aullaron las sirenas de
las fábricas, y al poco ya chirriaban las cancelas.
El día pasó como de costumbre. Sólo en el
gimnasio, durante el descanso, Petia vio debajo de la
escalera a unos alumnos del octavo grado con un
periódico y oyó las palabras, dichas a media voz:
"Desórdenes en los placeres del Lena".
Gávrik regresó de la imprenta más tarde aún que
la víspera -esperaba nuevas noticias- y trajo un gran
paquete de pruebas. Eran telegramas con detalles de
la matanza del Lena: había quinientos muertos y
heridos. Petia se horrorizó.
Era de noche. Terenti cambió unas palabras con
Gávrik, y ambos salieron juntos. Petia quiso
acompañarlos, pero no le dejaron. Se quedó solo, se
metió en la cama se tapó la cabeza con la capa y se
durmió al instante, pero no tardó en despertarse.
En torno reinaba un silencio sepulcral. Petia yacía
de espaldas, con los ojos abiertos, tratando de
imaginarse los quinientos muertos y heridos. Pero
aquello era imposible, por más que esforzaba su
imaginación. Ante sus ojos se alzaba inmóvil el
confuso cuadro de un nevado campo cubierto de
obreros muertos. El sentido del cuadro era
inconmensurablemente más espantoso que el cuadro
mismo, y aquella falta de concordancia torturaba a
Petia, sin permitirle que se distrajera por un instante
y pudiera pensar en otra cosa.
De pronto le vino a la cabeza que quinientos
hombres eran tantos como alumnos y maestros había
en el gimnasio. Se imaginó los pasillos, las escaleras,
las aulas y las salas de gimnasia y de actos
abarrotadas de muertos y heridos, con charcos de
sangre en el piso, se imaginó los gritos, los lamentos,
la confusión...
Petia sintió escalofríos.
Pero también aquello resultaba irreal, porque toda
era imaginado, mientras que allá en el Lena todo era
verdad. Allí había cadáveres verdaderos, y no
figurados, y Petia se puso a evocar a todos los
difuntos que había visto en su vida.
Evocó a su madre en el ataúd, parecida a una
novia, con los labios negros por los medicamentos y
una franja de papel sobre la frente; evocó a su tío
Misha, con la levita, las manos blancas y huesudas
plegadas sobre el pecho; evocó a Vitia Seroshevskí,
un alumno de cuarto grado que había muerto de
difteria y parecía un estirado muñeco enfundado en el
uniforme azul, evocó por último, al abuelo por parte
de su madre, con la calva reflejando las llamitas de
los cirios, y a un general de infantería que había
pasado por delante de la casa en un ataúd abierto,
sobre una cureña, llevando delante unas almohadas
de terciopelo con todas sus condecoraciones.
Pero aquellos no eran cadáveres de gente
asesinada, sino "difuntos", colmados de coronas y
rodeados de nubes de incienso, acordes de música,
cánticos religiosos y faroles en palos con crespones
negros. Por más espeluznante que fuera el aspecto de
aquellos seres inertes, que conservaban aún su
apariencia humana en medio de la pompa de los
entierros, no podía dar al chico una idea de los
centenares de hombres que yacían de bruces en las
nevadas orillas del Lena. Petia siguió torturando su
imaginación.
De pronto, el chico recordó algo oculto hacía
tiempo en los más apartados rincones de su memoria
y que casi nunca había aparecido en la superficie
precisamente porque era el más espantoso de sus
recuerdos.
Petia evocó el año 1905, la vendada cabeza de
Terenti, con un hilillo de sangre corriendo por su
sien, evocó la habitación abarrotada de muebles
rotos, llena del humo de los disparos, y al hombre de
rostro céreo e indiferente, con un agujero sobre su
cerrado ojo, que yacía de espaldas, en incómoda
postura, en medio de la habitación, entre peines
vacíos y vainas de cartuchos. Recordó a los dos
82
cosacos que, a galope tendido, arrastraban con una
cuerda el ensangrentado cadáver de un conocido
suyo, el dueño del tiro, Yósif Kárlovich, que dejaba
en el gris mortecino de la calzada una langa huella de
un rojo asombrosamente intenso.
Petia vio de nuevo el nevado campo cubierto de
cadáveres. Pero el cuadro aquel ya no le torturaba por
su falta de veracidad, pues había comprendido su
significado. Y el significado era que unos hombres
habían asesinado a otros porque éstos no querían
seguir siendo esclavos.
Petia sintió una repentina cólera. Para no llorar,
mordió la almohada, pero, de todos modos, no logró
ahogar el llanto. Por la mañana se levantó rendido
por el insomnio, con oscuras ojeras, sombrío y
enflaquecido.
Gávrik y Terenti no habían regresado aún, Motia,
arrebujada en un chal gris de lana, le sirvió sin decir
palabra una taza de té y un pedazo de pan con
mermelada. La chica iba sin peinar, sus ojos miraban
asustados al muchacho, y toda ella temblaba por el
frío de la mañana: al parecer, tampoco había pegado
ojo en toda la noche.
La madre estaba lavando la ropa en medio del
patio, y sobre la artesa volaban unas pompas de
jabón. La mujer dio los buenos días a Petia muy
tristemente.
Esta vez, Petia se encaminó al gimnasio solo. La
calle ofrecía el mismo aspecto de siempre. Los
obreros del turno de la mañana se dirigían por grupos
al trabajo. Caminaban más rápidos que de ordinario.
Los grupos se iban uniendo, y en algunos lugares
formaban ya verdaderas multitudes. Al pasar junto a
ellos, Petia sentía que miraban con recelo y
hostilidad su gorra con el escudo, los botones grises
de su cazadora y la hebilla de su cinturón de
uniforme.
Aunque el temprano sol bañaba ya la calle con su
luz rosa pálido y en el aire puro y fresco de la
mañana de abril silbaban, alegres, las locomotoras de
maniobras, una fúnebre sombra parecía cernerse
sobre todo.
Por la calzada iba y venía, como de costumbre, el
gendarme de Blizhnie Mélnitsi, a quien Petia tantas
veces había visto. Pero, al llegar al cruce de calles,
descubrió el chico a otro gendarme, al que no
conocía. Por la fuerza de la costumbre, Petia saludó
al gendarme conocido, quitándose la gorra
cortésmente, pero junto al desconocido pasó con los
ojos bajos, lo que no le impidió notar que el hombre
lo examinaba de pies a cabeza, brillantes los
malignos ojos en su joven cara de soldado.
Los vendedores de periódicos voceaban en la
ciudad: "¡Detalles de los acontecimientos del Lena!
¡Quinientos muertos y heridos!..."
En el gimnasio, tanto en las clases como en los
recreos, se observaba un silencio inusitado. De
regreso, Petia oyó antes de llegar a Blizhnie Mélnitsi
V. Kataiev
una sirena fabril, a la que hicieron coro otras, y
pronto su potente rugido hacía estremecerse el aire.
En el cruce donde por la mañana viera el chico al
gendarme desconocido, había una nutrida y negra
multitud, que crecía incesantemente: a ella se
sumaban uno por uno y en grupos más y más
hombres, que se acercaban presurosos por las calles
vecinas, por solares y jardincillos.
Petia comprendió que aquello era una huelga y
que la multitud la componían obreros de las distintas
fábricas, que acababan de abandonar el trabajo.
Quería ya Petia volver sobre sus pasos, para
sortear la muchedumbre aquella, cuando otra se
acercó por detrás y lo arrastró en su carrera. Las dos
muchedumbres se fundieron, y Petia se vio en el
centro de aquella masa humana, que presionaba sobre
él por todos los lados. Petia intentó salir, pero la
cartera se lo impedía. Luego se le soltó uno de los
tirantes, y la cartera se deslizó hacia abajo. El chico,
volviéndose rápido, logró agarrarla y se la quitó de
los hombros. Ahora la sostenía con ambas manos,
rechazando las espaldas y codos del mar humano que
lo rodeaba.
Petia era más bajo que todos y, por ello, no veía lo
que estaba sucediendo delante. Lo único que sentía
era que se movía con todos, que la multitud perseguía
un fin determinado y que su movimiento lo dirigía
alguien. Petia se tranquilizó un poco y, con la cartera,
se puso bien la gorra, que se le había ladeado.
La muchedumbre avanzaba muy lentamente. En
su movimiento no había nada de amenazador, como
le pareciera al principio a Petia, sino más bien una
firme y tensa obstinación.
Las sirenas de las fábricas, que hasta entonces
ahogaban todos los demás sonidos, fueron
enmudeciendo una tras otra, y ya se oían las
conversaciones.
Por fin, la muchedumbre se detuvo. Petia vio los
largos tejados de los talleres de reparaciones y sintió
unos raíles bajo los pies, tropezó en uno de ellos y
hubiera dado con sus huesos en el suelo de no
haberle sostenido unas rudas manazas. Después, la
multitud siguió avanzando, y se oyeron los alarmados
silbidos de los policías.
La muchedumbre se partió en dos, y Petia vio el
conocido portón de los talleres. Estaba cerrado y ante
él iba y venía, sujetando su sable, un gendarme de
ojos feroces, que tocaba con todas sus fuerzas el pito
y gritaba:
- ¡Disolveos, si no hago fuego!
Otro gendarme, el viejecito conocido, retrocedía
ante la multitud, agitando las manos como un
director de orquesta, y decía con voz plañidera:
- ¡Señores, miren bien lo que van a hacer!
¡Señores, miren bien lo que van a hacer!
- ¡Hermanos, derribemos las puertas! -dijo, no
muy alto, pero sí lo bastante para que lo oyeran
todos, un hombre con una vieja gorra de ferroviario y
83
El caserío en la estepa
un brazalete rojo en la manga de su chaqueta
guateada, que se encontraba, de pie, sobre el tejado
del taller de máquinas y, por lo visto, era uno de los
que dirigía a la multitud.
Las puertas de hierro chirriaron en sus oxidados
goznes y empezaron a ceder ante el empuje del mar
humano. Se oyó el ruido de la cadena al romperse.
Una hoja de la puerta, arrancada de los goznes, se
desplomó con estrépito, mientras la otra quedaba
pendiendo oblicuamente sobre un pilón.
La muchedumbre irrumpió en los talleres. Todo se
confundió...
Posteriormente, Petia supo que la administración
había querido frustrar la huelga poniendo a trabajar
en los talleres a un puñado de traidores, de
esquiroles, y por ello habían cerrado el portón.
La muchedumbre se dispersó por los talleres, y
Petia vio algo que, al principio, se le antojó un
divertido juego en el que participaban personas
mayores muy irritadas. Las puertas de los talleres se
abrían, y por ellas salían a todo correr unos hombres
a los que otros seguían golpeándoles con mugrientos
trapos. Los perseguidos trataban de esquivar los
golpes, y todo aquello recordaba mucho los juegos de
los chicos. Pero nadie gritaba ni se reía, y uno de los
fugitivos manaba sangre por la nariz y se manchó
con ella toda la cara al enjugársela con la manga de
su desgarrada camisa.
Después apareció en la puerta del taller una
pequeña vagoneta que empujaban unos veinte
obreros con expresión seria y decidida. En la
vagoneta, las piernas en alto y aferrándose con las
manos a los bordes, iba, en postura muy incómoda, el
ingeniero de vías y caminos a quien Petia había visto
dos días atrás, cuando acompañó por la noche a
Gávrik al taller de reparación de máquinas. El
ingeniero llevaba la gorra con la visera hacía atrás, y
ello daba a su bello rostro, con aterciopelada barbita,
una expresión en extremo estúpida.
Zhenia Chernoivánenko y los chiquillos que unos
días antes gritaran a Petia y a Motia: "¡Novio y
novia, pan y zanahoria!", ayudaban celosamente a los
mayores a empujar la vagoneta.
Petia ya no sentía miedo, la muchedumbre no le
asustaba. Dejándose llevar por el estado de ánimo
general, frunció el ceño con aire fiero y corrió en pos
de la vagoneta. Apartó a los chicos, apoyó la cartera
en la vagoneta y se puso a empujarla con todos los
demás.
Le parecía que la hacía rodar él solo. En cuanto la
vagoneta salió de los talleres, sonaron por todas
partes silbidos y gritos ululantes. Unos cuantos
hombres llevaban en vilo al gendarme de ojos fieros.
Agarrándolo de los hombros y de las botas, lo
mecieron para tomar impulso y lo echaron luego en
la vagoneta, encima del ingeniero. El gendarme iba
ya sin el sable y sin el revólver.
Al otro gendarme, al viejo, no lo tiraron a la
vagoneta, limitándose a soltarle dos trapazos en el
colodrillo, y el hombre -también sin sable, revólver y
gorro- renqueaba a lo largo de la tapia, meneando su
cana cabeza y sonriendo neciamente.
Una vez hubieron llevado la vagoneta a medio
kilómetro de distancia, donde la dejaron abandonada
en la vía, Petia, Zhenia y los demás chicos volvieron
atrás, pero en los talleres ya no había nadie, la
muchedumbre se había dispersado, y ante las
derribadas puertas montaban guardia unos obreros
con escopetas de caza a la espalda y unos brazaletes
rojos.
Petia y Zhenia regresaron a casa por calles y
callejas extrañamente desiertas, Motia estaba
esperándoles junto a la valla, y apenas los vio la
emprendió con Zhenia:
- ¡Golfo, sinvergüenza, bandido! ¿Dónde has
estado hasta ahora?...
Luego, dirigiéndose a Petia, le reprochó:
- ¿Cómo no le da vergüenza llevar al niño a la
huelga? ¡Fíjese qué trazas trae usted! ¡Vaya un
estudiante del gimnasio!
Después del paseo en busca de campanillas
blancas, Motia consideraba a Petia mucho más
críticamente que antes. Petia miró sus zapatos,
arañados por la escoria, la abollada cartera con los
tirantes rotos y la hebilla del cinturón, toda ladeada.
- ¡Parece usted un deshollinador! -dijo Motia con
voz fina-. Vaya en seguida a lavarse: yo le echaré el
agua.
- ¡No vengas mandando! -dijo Zhenia, y, sacando
del bolsillo el silbato de cuerno que parco antes
pendía sobre el pecho del viejo gendarme, se puso a
alborotar la calle.
- ¡Golfante, bandido! -gritó Motia con aire de
espanto, pero al punto salió la carcajada, riendo con
risa infantil, ligeramente chillona.
En aquel mismo instante apareció a lo lejos un
coche de alquiler. Dando bandazos en los baches,
chirriando las ruedas, cruzó rápido la calle. Varios
hombres con brazaletes rojos saltaban en los asientos
y gritaban al pasar junto a cada jardincillo.
Entre ellos vio Petia a Terenti, agitando su
pequeña gorra. Su rostro, muy encarnado, expresaba
excitación y, por ello, la vieja cicatriz en la sien
blanqueaba más que de ordinario.
- ¡Salid todos al prado! -gritó Terenti, señalando
con la gorra adelante, quizás sin darse cuenta de que
pasaba junto a su casa.
Petia arrojó la cartera al jardincillo por encima de
la valla y corrió en pos de Motia y de Zhenia hacia el
prado, en el que ya negreaba la multitud.
El sol acababa de ponerse tras el cerro. Sobre la
estepa, poblada de fresca y verde hierba, se
encendían unas grandes nubes, iluminando el mitin.
En medio de la muchedumbre, de pie en el pescante
del coche de alquiler, se veía a Terenti. Se apoyaba
con una mano en el hombro del cochero y, con la
84
otra, hendía el aire. Petia oyó su voz, desgarrada por
el viento.
A veces llegaban hasta el chico frases enteras.
Aquella voz colérica, que parecía volar en alas del
viento sobre la callada muchedumbre, sobre la
dormida estepa primaveral, llenó el alma de Petia de
un candente afán de lucha y de libertad. El corazón le
latía tumultuoso. Cuando toda la multitud cantó en
diferentes voces: "Vosotros caísteis en lucha fatal...",
y las cabezas se descubrieron, Petia también se quitó
la gorra y, apretándola con ambas manos contra el
pecho, cantó con todos los demás. No oía su voz,
pero sí la vocecilla de Motia, que, de puntillas,
estirando el cuello, entonaba con todo celo: "...la
senda más noble y valiente..."
A veces le parecía a Petia que iban a llegar de un
momento a otro, a galope, los cosacos, y empezaría
una matanza. Pero todo seguía tranquilo, y las figuras
de los obreros que vigilaban en lo alto de los cerros
negreaban, inmóviles, sobre el encendido festón del
ocaso.
Una vez terminado el mitin, la gente se dispersó
tan rápidamente como se había reunido. El prado
quedó desierto, y sobre la joven hierba, entre los
pisoteados dientes de león, vio Petia palos, tornillos y
pedazos de ladrillo que los obreros habían llevado
consigo, en previsión de cualquier contingencia.
El coche de alquiler volvió a cruzar la calle, ya
vacío. Poco después aparecieron Terenti y Gávrik.
Llevaban el paso, hundidas las manos en los
bolsillos, echadas hacia atrás las gorras. Tenían el
aspecto de gente que había trabajado bien y estaba
contenta de ello.
- ¡Vamos, rápido! -dijo Terenti acariciando a
Motia en la mejilla y tendiendo la mano a Petia-. No
remoloneéis. Aunque en toda la ciudad hay mítines y
manifestaciones, aunque la policía ha perdido la
cabeza y Tolmachov está metido en casa
conjeturando qué medidas tomar, hay que ser
prudentes... Lo mejor será que nos vayamos a casa
cuanto antes.
Por lo visto, la policía había perdido de verdad la
cabeza, y Tolmachov no se atrevió a pedir tropas al
gobierno: en las veinticuatro horas que duró la
huelga, en Blizhnie Mélnitsi no vieron ni a un
soldado ni a un policía, de no ser al viejo gendarme,
que se pasó el día recorriendo las casas y suplicando,
con lágrimas en los ojos, que le devolvieran el sable
y el revólver. También se presentó en el patio de los
Chernoivánenko y dijo a Terenti, que salió de la casa
al verle entrar:
- Terenti, yo te conozco desde que te daban aún la
teta. No seas mala persona. Di a tus mozos que me
devuelvan las armas, porque si no, me echarán de la
policía.
Terenti gruñó ceñudo:
- ¿De qué mozos estás hablando? ¿Qué tonterías
dices?
V. Kataiev
- ¡Como si tú no lo supieras! -dijo el gendarme,
haciendo un guiño, y añadió ingenuo-: A tus mozos,
a los revolucionarios. Tú eres entre ellos el principal.
Terenti agarró al gendarme por los hombros, lo
sacó a la calle y le aconsejó:
- ¡Lárgate, viejo! ¡Y no charles más de la cuenta!
Si te vas del pico, mejor será que no salgas de noche
a la calle. ¿Me entiendes?
- ¡Ay, Terenti, Terenti! -suspiró el viejo, y se
dirigió a la casa vecina.
Al día siguiente terminó la huelga, y todo siguió
como antes. Por las mañanas, las sirenas de nuevo
hacían estremecerse el aire, que ya no era frío ni
nebuloso, sino transparente, lleno de luz, del tibio
aroma de los jardines en flor y del alegre parloteo de
las avecillas. La gente iba por grupos al trabajo, y
también le parecía otra a Petia: todos caminaban con
paso firme, animosos, con versando en voz alta, y
semejaban más limpios y puros, quizás porque no
llevaban la pesada ropa de invierno y algunos iban ya
de verano, con chaquetas de lienzo y claras camisas
de percal.
Al regresar del gimnasio, a Petia le daban calor la
cazadora de paño y la gorra, sudada y caliente por
dentro.
Una semana antes de los exámenes, suspendieron
las clases para que los estudiantes pudieran
prepararse. Petia se pasaba el día, de la mañana a la
noche, en el patio, bajo la morera, sentado a la mesa
de tablas: se tapaba los oídos con los puños y
estudiaba la historia, moviendo acompasadamente la
cabeza, como una grotesca estatuilla china. El chico
se había propuesto, costara lo que costase, sacar
sobresaliente en todas las asignaturas, pues
comprendía muy bien que serian implacables con él y
lo suspenderían al menor resbalón. Petia adelgazó
mucho, hacía tiempo que no se cortaba el pelo y tenía
en la nuca unas coletillas como las de un sacristán.
EL PRIMER UMERO DE "PRAVDA”
- ¿Quieres ir conmigo a la estación? -dijo un buen
día Gávrik, apareciendo inesperadamente detrás de
su amigo.
Petia, enfrascado en el estudio, ni siquiera se
asombró de que Gávrik no estuviera en el trabajo.
Por ello meció más rápidamente su cabeza y dijo, por
toda respuesta:
- ¡Déjame en paz!
Pero, al ver una sonrisa enigmática y jubilosa en
el rostro de su amigo y, sobre todo, al advertir su
meticuloso peinado, su camisa nueva de percal,
ceñida con cinturón también nuevo, sus pantalones
irreprochablemente planchados y sus zapatos de gala,
que Gávrik cuidaba mucho y sólo se ponía en las
grandes ocasiones, comprendió que había ocurrido
algo muy importante.
- ¿A la estación? ¿Para qué? -preguntó Petia.
- Para recibir el periódico.
85
El caserío en la estepa
- ¿Qué periódico?
- El nuestro. Nuestro diario. ¡El diario obrero,
amigo! Viene directamente de Petersburgo en el
correo. Se titula Pravda.
Petia había oído ya decir que pronto en
Petersburgo empezaría a publicarse un nuevo
periódico obrero de los bolcheviques. Los obreros
habían colectado dinero para él, y Petia incluso había
visto aquel dinero. A veces lo traían del trabajo
Terenti o Gávrik y, después de contarlo
escrupulosamente, lo depositaban en una caja de
hojalata de caramelos George Borman. Una vez a la
semana, Terenti llevaba el dinero aquel a Correos y
guardaba los recibos de los giros en la misma caja.
Eran moneditas de plata de veinte, quince y diez
kopeks y de cobre de cinco kopeks y hasta de uno.
Rara vez había entre ellas billetes de uno y tres
rublos, y costaba trabajo imaginarse que de toda
aquella calderilla desgastada pudiera salir una cosa
tan cara como era un diario.
Pero resultaba que había salido e iba a llegar en el
tren correo "San Petersburgo-Odesa".
Hablando francamente, Petia estaba más que harto
de estudiar todos los días de la mañana a la noche.
Tenía muchas ganas de tomarse un respiro. Ir a la
estación era algo muy tentador: la estación le había
atraído siempre con una fuerza muy particular. La
sola vista de los raíles que se entrecruzaban allí
excitaba su imaginación y traía a su mente las tierras
ignotas hacía las que corrían tan lisa e
impetuosamente.
Petia había visto ya el Occidente. Pero quedaba el
Norte, aquel inmenso e inabarcable territorio, Rusia,
su patria, con la vieja Moscú, San Petersburgo, la
antigua Kiev, Arjánguelsk, el Volga, Siberia, aquella
tierra tan difícil de imaginársela, y, por último, el
Lena, que ya no era un río, sino un lugar donde había
ocurrido un sangriento suceso histórico, como en
Jodinka o en Tsushima. Precisamente del norte, del
nebuloso Petersburgo, debía llegar aquel día el tren
correo con el periódico Pravda.
Cuando Pella y Gávrik llegaron a la estación de
Odesa, el tren de Petersburgo se encontraba ya
parado junto al andén. Lo componían nuevos y largos
Coches-cama azules y amarillos. No había ningún
vagón verde, pero, en cambio, los chicos vieron dos
vagones desconocidos, ante los que no pudieron
evitar detenerse.
Aquellos vagones, revestidos de madera, brillaban
al sol por la profusión de cobre en sus estribos,
ventanillas, placas con inscripciones en extranjero y
escudos de la Compañía Internacional de Cochescama. Su aspecto era imponente, pues tenían la
sobria elegancia de un buen paquebote.
Cuando los chicos, dándose codazos, miraron por
los estrechos cristales de colores con dibujos
decadentistas, quedaron atónitos al ver el lujo del
interior del vacío vagón: brillantes paneles de caoba,
paredes revestidas de felpa, limpias camas sin hacer,
los tulipanes mate de las lámparas de mesa, redecillas
azules para las maletas, escupideras de bronce y
caras alfombras en los pasillos.
En el otro vagón vieron cosas aún más
sorprendentes: un mostrador lleno de botellas y
bocadillos y un camarero de librea, que retiraba de
las mesitas unas servilletas plegadas en pirámide, tan
blancas y duras que semejaban hechas de yeso.
De Gávrik huelga hablar, pero incluso Petia, que
había estado en el extranjero, ni siquiera se había
figurado hasta entonces que hubiera tales vagones.
- ¡Vaya vagón! -balbuceó Petia, apretando con
tanta fuerza su nariz contra el grueso y pulido cristal
de la ventanilla, que dejó impresa en él una sudorosa
huella.
Gávrik, entornando los ojos hasta sólo dejar dos
estrechas rendijas, dijo entre dientes, con extraña
sonrisa:
- ¡Los señores saben viajar!
- ¡Les ruego que se aparten del vagón! -pronunció
severa una voz con acento extranjero, y un empleado
de la Compañía Internacional de Coches-cama, con
guerrera y gorra de uniforme, empujó a los
muchachos.
Gávrik frunció la nariz y le hizo la higa, cosa que
se consideraba en Blizhnie Mélnitsi la expresión
suprema de la burla y el desprecio.
Pero el hombre aquel, como un ser superior, no
hizo el menor caso, y los chicos siguieron adelante,
hacia el vagón de equipajes, del que estaban
descargando en aquel momento unos planos cajones
de caña con enrejadas tapas, que dejaban ver
húmedas flores un tanto aplastadas. Eran violetas y
rosas que habían llegado de Niza, pasando por
Petersburgo, con destino a la tienda de flores de
Werkmeister. Por cierto, Werkmeister en persona, un
caballero que vestía un claro abrigo de campana con
crespones negros en una manga y en el sombrero de
copa,
dirigía
personalmente
la
descarga,
acompañando con un leve y cuidadoso golpecito de
su índice, en el que llevaba dos anillos nupciales,
cada cajón que el mozo de cuerda dejaba en su
carpeta.
Los chicos percibieron la fragancia de las
húmedas flores, tan asombrosa entre los fuertes
olores a hierro y carbón. Aquello hizo que Petia
evocara la estación de Nápoles -se parecía a la de
Odesa, con la única diferencia de que en ella había
palmeras y agaves- y a la olvidada niña con el lazo
negro en la trenza castaña. Sintió de nuevo el chico el
dulce dolor de la separación y hasta se le antojó que
estaba viendo a la bella desconocida.
Pero en aquel mismo instante, Gávrik lo agarró de
la manga y tiró de él adelante, en pos de una gran
carretilla, que dos hombres empujaban, cargada de
paquetes de periódicos y revistas llegados de
Petersburgo. Las pequeñas ruedas de la carretilla se
86
deslizaban con sordo gruñido por el asfalto,
despidiendo chispas.
Los chicos corrían al lado, tratando de adivinar en
qué paquete iría Pravda. Los mozos de cuerda
arrastraron del andén al edificio de la estación la
carretilla, que se detuvo, chirriante, junto a un
quiosco de periódicos -un armario de roble negro
tallado, grande como un órgano de iglesia-,
abarrotado de centenares de libros, periódicos y
revistas.
A Petia le gustaba examinar todas aquellas
novedades llegadas de la capital. Le emocionaban las
chillonas tapas de las novelas amorosas y
detectivescas; las multicolores caricaturas del
Satiricón y el Budílnik; las blancas guirnaldas,
colgadas con pinzas, como la ropa puesta a secar, de
las novelas por entregas !at Pinkerton, !ick Carter y
Sherlock Holmes, con pequeños retratos en perfil de
los famosos detectives extranjeros, unos con pipa y
otros sin ella, entre los cuales parecía muy
provinciano y simplón el famoso detective ruso
Putilin, con sus grandes patillas de ministro y su
anticuado sombrero de copa; las revistas semanales
ilustradas: Ogoñiok, El Sol de Rusia, Todo el Mundo,
Por Toda la Tierra, y, particularmente, la nueva y
extraña Revista Azul, que era en realidad toda azul,
manchaba los dedos y olía fuertemente a kerosén.
Aquellos centenares de miles de páginas impresas
que prometían fabulosa diversidad de pensamientos,
ideas y temas, aunque, en el fondo, sólo encubrían un
vado terrible, aturdían a Petia, que permanecía ante
ellas casi petrificado.
Mientras tanto, ya habían metido los paquetes de
periódicos, uno tras otro, bajo el mostrador, en el que
aparecía grabada la inscripción: Ferrocarril del
Sudoeste. El arrendatario del quiosco, un grueso
viejo de barba larga, que vestía, como los tenderos,
chaqueta y chaleco azul marino, sobre el que
destacaba la cadena de oro del reloj, se llevaba a cada
instante a su rojiza nariz unos pequeños lentes,
ojeaba los recibos y hacía en ellos unos signos con
lápiz, mientras que una flaca y ensombrerada dama,
con feroz cara de sollo, dejaba hábilmente sobre el
mostrador
montones
de
periódicos
que,
inmediatamente, recogían los vendedores y los
dueños de los quioscos de la ciudad, puestos en cola
hacía tiempo.
- Cincuenta Tiempos !uevos, treinta !oticias del
Zemstvo, ciento cincuenta La Bolsa, cien La Palabra,
¡lléveselos! ¡Otro! -gritaba la mujer con voz de
urraca, y los paquetes de periódicos se alejaban al
instante, sobre hombros y cabezas, hacia la plaza de
la estación.
Allí los esperaban desde hacía rato carritos de
mano y coches de alquiler para distribuirlos cuanto
antes por toda la ciudad.
Gávrik se puso el último en la cola, en cuyo
extremo se agolpaban unos hombres que no se
V. Kataiev
parecían en nada ni a los dueños de los quioscos ni a
los vendedores de periódicos. Por su aspecto,
semejaban obreros. Gávrik saludó a algunos de ellos
como a viejos conocidos, y los hombres
cuchichearon rápidamente entre sí, mirando
impacientes los montones de periódicos que la dama
aquella arrojaba sobre el mostrador.
A Petia le pareció que los obreros temían algo.
Por fin, les llegó el turno.
- ¿Qué desean? -preguntó la dama con cara de
sollo, mirando severa a los desconocidos.
Conocía perfectamente a todos sus parroquianos y
veía a aquellos hombres por primera vez. Y repitió:
- ¿Qué desean?
- El periódico Pravda -dijo, abriéndose paso hacia
el mostrador, un obrero entrado en años y con el
bigote recortado, que llevaba corbata y la chaqueta
de los domingos, pero que olía fuertemente, pese a
ello, a barniz-. Como usted verá, aquí estarnos los
representantes de la fábrica de Guen, de los astilleros
Ropit, de los talleres de ferrocarril, del molino
harinero de Wainstein, de la compañía naviera
Shabaldá y, por así decirlo, de la fábrica de muebles
de Zur y compañía. Por ser la primera vez, queríamos
unos cincuenta ejemplares para cada uno...
- ¿Cómo dicen ustedes? ¿Pravda? -preguntó con
voz que sonaba a falso la dama, y se dirigió al viejo-:
Iván Antónovich, ¿acaso nuestra agencia recibe el
periódico Pravda?
- ¿Qué ocurre? -preguntó el viejo sin levantar la
cabeza de los recibos y, al mismo tiempo, perforando
a los nuevos clientes con sus punzantes y hostiles
ojuelos.
- Aquí piden trescientos ejemplares de no sé qué
Pravda -dijo la mujer.
- ¿No sabe de qué Pravda? -terció Gávrik-. Pues
yo se lo diré. Del diario obrero Pravda. La dirección
de la agencia expedidora es: "San Petersburgo, calle
de Nicolás, 37." ¿Cierto?
- No hemos recibido el periódico ese -respondió
indiferente el viejo-. Vuelvan mañana o pasado
mañana.
- Perdone -dijo el obrero entrado en años-, pero
eso no ha podido ocurrir. Hemos recibido un
telegrama.
- El periódico no ha llegado.
- ¡Cómo que no ha llegado! -exclamó el obrero
frunciendo amenazante las cejas-. ¿El Tiempos
!uevos, de las centurias negras ha llegado, La
Palabra, de los demócratas constitucionalistas,
también ha llegado, y Pravda, el periódico de los
obreros, no? ¿Qué se ha hecho de esa asquerosa
libertad de ustedes?
- Por esas palabras le voy a... ¡Sofía Ivánovna,
llame a un gendarme!
- ¿Qué? -dijo muy quedo el obrero entrado en
años, frunciendo todavía más sus tupidas y grises
cejas-. ¿Quizás llame usted a las tropas, como en el
87
El caserío en la estepa
Lena?
- No pierda usted el tiempo con él, Egor
Alexéievich -gritó un muchacho con gorra de marino
y un borroso tatuaje en su musculosa mano-.
¡Sáquele el alma del cuerpo!
El joven aquel -por lo visto, el representante de
los obreros de la compañía naviera de Shabaldá- se
abalanzó sobre el viejo, empujando tan fuerte a la
dama con cara de sollo, que el sombrero le cayó
sobre una oreja.
Petia cerró los ojos. Creyó que en aquel momento
iba a ocurrir algo espantoso, pero oyó la voz
plañidera del viejo:
- ¡Sin golpes, señores, sin golpes!...
Al abrir los ojos, vio que Gávrik se encontraba ya
tras el mostrador, y, con aire triunfal, sacaba de lo
más hondo los paquetes de Pravda, impreso en
barato papel amarillento, con las grandes letras de la
cabecera tan rectas y graves como la palabra que
formaban.
- Tengan presente, señores -dijo hecha una furia la
dama- que no vendemos al por menor. Y no cuenten
con llevarse el periódico al fiado. O recogen toda la
partida -mil ejemplares-, pagándola en dinero
contante y sonante, o pueden despedirse de ellos,
pues mañana mismo enviaremos de vuelta a
Petersburgo su maldita Pravda, que así se arruine
cuanto antes.
El periódico era barato, accesible a las masas. Los
demás diarios valían cinco kopeks, y Pravda dos,
pero por los mil ejemplares había que pagar veinte
rublos, lo que entonces suponía una cantidad muy
respetable.
Los seis representantes se volvieron los bobillos y
resultó que entre todos tenían dieciséis rublos setenta
y cuatro kopeks.
- ¡Descamisados, mendigos, golfos, y aún se
ocupan de política! -soltó de una andanada la dama y,
volviéndose de espaldas, apoyó la mano, en guante
de encaje, sobre el montón de periódicos.
- ¡Ahora mismo vengo! -dijo el representante de
la compañía naviera Shabaldá.
El joven corrió a la cantina de la sala de primera,
empeñó allí su reloj de plata y volvió al poco
llevando en su mano un estrujado billete de cinco
rublos.
Diez minutos más tarde, Gávrik y Petia, con los
paquetes de Pravda al hombro, marchaban ya camino
de Blizhnie Mélnitsi.
Aunque el nuevo periódico se publicaba
legalmente, con permiso de las autoridades, Petia se
sentía un delincuente político. Cuando pasaban por
delante de los gendarmes, se le antojaba que lo
miraban con mucho recelo. En parte, así era.
Resultaba muy difícil no fijar la atención en
aquellos dos jovenzuelos -uno estudiante y el otro
obrero- que, muy excitados, caminaban rápidamente,
llevando al hombro unos paquetes. Por cierto, el
estudiante volvía muy a menudo la cabeza, y el
obrero, marcando con fuerza el paso, silbaba muy
alto la Varsoviana.
Los chicos apretaban el paso a medida que se iban
acercando a casa. Ya casi corrían. A veces, Gávrik
hacía saltar sobre su hombro el paquete e, imitando a
los vendedores de periódicos, gritaba, brillantes los
ojos:
- ¡Nuevo diario obrero Pravda! ¡Interesantes
noticias! ¡Detalles de la matanza del Lena!
Estaban ya cerca de Blizhnie Mélnitsi, en
Sajalínchik, cuando Gávrik sacó del paquete varios
ejemplares y, agitándolos sobre su cabeza, echó a
correr con toda su alma, gritando:
- El ministro Makárov ha dicho en la Duma: "¡Así
ha sido y así será!" ¡Abajo el verdugo Makárov!
¡Viva el periódico obrero Pravda! ¡Compren Pravda
obrera! ¡Dos kopeks el número!... ¡Así ha sido, pero
no lo será más!
Empezaron a verse las fábricas, y Gávrik ya no
experimentaba temor alguno. En aquel mundo, el
chico se sentía como el pez en el agua. Portones con
letras doradas en redes de alambre. Edificios de
ladrillo y chimeneas. La cabezuda torre de cemento
de la fábrica de margarina Kokovar, con un enorme
cartel en el que se veía a un cocinero, con cara de
luna, ofreciendo al público un humeante pudding. El
depósito de máquinas, los elevadores...
En algunos lugares, obreros con blusas azules y
mandiles grasientos salían de los portones, atraídos
por los gritos de Gávrik. Algunos compraban el
periódico y dejaban en la mano del chico pequeñas
monedas de cobre, que él, como si fuera un auténtico
vendedor de periódicos, se metía rápidamente en la
boca.
Un gendarme, creyendo ver un atentado al orden
público, tocó el silbato, pero Gávrik le hizo la higa
desde lejos, y los chicos torcieron, rápidos como el
viento, por un callejón.
Petia ya casi no sentía miedo, como si se viese
arrastrado a un juego peligroso y atractivo.
De repente, oyeron tras ellos ruido de pisadas.
Volvieron la cabeza. Les daba alcance un hombre
con la chaqueta desabrochada. Corría zigzagueando
con sus torcidas piernas, al tiempo que gritaba:
- ¡Eh, renacuajos! ¡Eh...!
Petia creyó que era un comprador y se detuvo,
viendo al punto que se había equivocado. El hombre
que corría hacia él empuñaba una corta porra de
goma y ostentaba en la solapa de la chaqueta la
insignia de la Unión del Pueblo ruso, con la cintita
tricolor.
- ¡Corramos! -gritó Gávrik.
Pero el hombre con la porra de goma estaba ya al
lado, y Petia sintió un fuerte golpe que,
afortunadamente, no le dio en la cabeza, sino en el
paquete de periódicos que llevaba sobre el hombro y
sólo le rozó la oreja.
88
Volaron en todas direcciones pedazos de papel.
- ¡No lo toques! -rugió Gávrik con voz ronca de
rabia, como una fiera, y con la mano libre empujó al
hombre en el pecho con tanta fuerza, que casi le hizo
medir el suelo con sus costillas-. ¡No lo toques,
mamarracho! ¡Pogromista, cavernícola! ¡Te voy a
matar!
Sin apartar sus ojos punzantes y preñados de odio
del individuo aquel, Gávrik se quitó del hombro el
paquete de periódicos y lo tendió hacia atrás,
entregándolo a Petia.
- ¡Toma y corre a los talleres! ¡Que vengan los de
la milicia! -dijo presuroso, lamiéndose los labios y
quizás sin comprender que Petia podía no tener idea
de lo que era la milicia.
Pero Petia comprendió perfectamente a Gávrik.
Apretando contra el pecho los periódicos, echó a
correr, rápido como el viento, por el callejón.
Gávrik y el tipo aquel quedaron cara a cara en
medio de la calle, y el chico, lamiéndose aún los
labios y resoplando, hundió lentamente la mano
derecha en el bolsillo. Cuando la sacó, con la misma
lentitud, llevaba en ella un rompecabezas de acero
con brillantes pinchos.
- Te voy a matar -repitió Gávrik mirando de hito
en hito a su enemigo, como si quisiera recordar para
siempre su rostro abotargado y cetrino, que parecía
picado por mil abejas, su cara sin ojos, el pelo
peinado a raya, caído sobre la estrecha frente, y la
sonrisa asesina de cruel y obtuso bandido.
- ¡Espera, hijo de satanás! -rugió el individuo
aquel, y levantó su porra de goma, pero Gávrik logró
esquivar el golpe y echó a correr en pos de Petia.
El chico oyó el golpear de las botas a su espalda,
y, cuando las pisadas le parecieron muy cercanas, se
echó de bruces al suelo. Su perseguidor tropezó con
él y quedó tendido en la calzada. Gávrik se montó
encima del hombre y, sin darse cuenta de lo que
hacía, se puso a golpearle con el rompecabezas en la
cabellera negra como el betún, diciendo incoherente:
- ¡No lo toques! ¡No lo toques! ¡No lo toques!
Entonces, el enemigo de Gávrik se metió la mano
en el bolsillo y, lanzando un gemido, sacó una
pequeña pistola de acero pavonado. Sonaron,
seguidos, varios disparos, pero Gávrik había tenido
tiempo de pisar la mano que disparaba, y las balas
dieron en el empedrado, arrancando chispas a los
adoquines.
- ¡Socorro! ¡Policía! -gritó con voz llorosa el de
las centurias negras y, escurriéndose de pronto,
mordió a Gávrik en una pierna.
El chico lanzó un gemido. Los contendientes
empezaron a dar vueltas en el suelo, y no se sabe
cómo hubiera terminado aquello para Gávrik, que era
la mitad de aquel fuerte enemigo, si no hubieran
llegado en su auxilio unos obreros del taller de
reparaciones del ferrocarril.
Cinco obreros de la milicia, armados de tubos
V. Kataiev
metálicos y de palos quitaron al bandido aquel la
pistola y la porra, le dieron de prisa y corriendo una
buena tunda y llevaron a Gávrik, casi en vilo, al patio
de los talleres. Todo aquello ocurrió tan rápidamente,
que, cuando acudió el gendarme, que había oído los
disparos, en el callejón ya no quedaba nadie, de no
ser el de las centurias negras, que estaba sentado en
el suelo, apoyado en la tapia de la fábrica de aceite y
margarina Kokovar, escupiendo ensangrentados
dientes.
A partir de aquel día, en las barriadas y colonias
obreras, primero, y en algunos puntos del centro de la
ciudad, después, empezó a venderse el nuevo diario
obrero Pravda.
EL CASERÍO E
LA ESTEPA
Unos días después, Petia empezaba a examinarse.
Motia y su madre se vieron y se desearon para dejar
presentable, es decir, para limpiar, planchar y zurcir
el uniforme de Petia, que, durante la estancia del
chico en Blizhnie Mélnitsi, se había visto ya en
muchos y muy grandes berenjenales.
La oreja que el de las centurias negras había
rozado con la porra de goma durante la batalla ya no
le dolía al chico, pero estaba aún muy hinchada y
parecía una ciruela. Para darle un aspecto un poco
más natural, Petia tuvo que consentir que Motia, toda
ternura y esmero, sacando la lengua de tanto celo
como ponía en su cometido, le pasara por ella un
trapito con polvos dentífricos.
Los exámenes no acabaron mal, aunque los
profesores hicieron bastante para suspender a Petia.
La fatigosa época de exámenes, que, como
siempre, coincidió con las primeras tormentas de
mayo, la lujuriosa floración de las lilas, un calor casi
veraniego y las cortas noches de insomnio,
rebosantes de amorosos cuchicheos y luz lunar, dejó
rendido a Petia. Y cuando, por fin, el chico regresó a
Blizhnie Mélnitsi después del último examen, todo
espeluzado, manchado de tinta y tiza, sudoroso y
satisfecho, costaba trabajo reconocerlo: tanto había
enflaquecido, cobrando una viril expresión, su
radiante rostro.
Al día siguiente, la almohada y la colcha al
hombro, envueltas en una manta de viaje, Petia se
acercaba ya al caserío.
La primera persona a quien vio fue a su padre.
Vasili Petróvich escardaba la mala hierba en torno a
los cerezos, arrancando de raíz los más obstinados
matojos de amarillas margaritas silvestres. Petia vio
la entrañable cabeza, que había encanecido mucho; la
azul camisa rusa, desteñida por el sol en la espalda y
por el sudor bajo los sobacos; los viejos pantalones
con bolsas en las rodilleras; las polvorosas sandalias
y los lentes, que caían de la nariz siempre que el
padre se inclinaba y quedaban colgando del
cordoncillo. El chico sintió una punzada en el
corazón.
89
El caserío en la estepa
- ¡Papá -dijo Petia-, he terminado bien los
exámenes!
El padre se volvió hacía él, y una sonrisa feliz
iluminó su sudoroso y barbudo rostro, con una
abultada vena en la frente.
- ¡Ah, Petia! ¡Te felicito, te felicito!...
El chico dejó caer la almohada y la colcha en la
hierba polvorienta y se abrazó al caluroso y
bronceado cuello del padre, advirtiendo con asombro
y orgullo que ya era casi tan alto como él.
De entre unos arbustos de florecientes lilas
apareció, con un escardillo en la mano, la tía, a quien
Petia no reconoció en el primer instante, pues llevaba
a la cabeza un pañuelo que le hacía parecerse a una
aldeana.
- ¡Tía, he terminado bien los exámenes! -dijo
Petia.
- Lo he oído, lo he oído y te felicito -dijo la tía
enjugándose con el dorso de la mano la sudorosa
frente, y aunque su rostro expresaba el más evidente
placer, no pudo por menos de añadir aleccionadora-:
Ahora que ya has pasado al séptimo grado, confío en
que serás más serio.
Dunia la cocinera, tocada, como la tía, con un
pañuelo y llevando también un escardillo en la mano,
se acercó para felicitar al señorito por haber salido
bien en los exámenes.
Después se oyó un chirriar de ruedas y apareció
un alto, huesudo y matusaleno jamelgo, con
anteojeras negras, enganchado a un carro con una
cuba de acarrear agua. Llevaba del bocado al caballo
el larguirucho Gavrila, a quien Petia ya conocía, y
sobre la cuba iba sentado, con sombrero de paja en la
cabeza y descalzo, Pávlik, empuñando las riendas y
el látigo.
- ¡Eh, Petia, salud! -gritó Pávlik escupiendo a un
lado, como un carretero de verdad-. ¡Fíjate cómo he
aprendido a conducir los caballos!... ¡Quieto,
maldito! ¡Soo!... -gritó iracundo el chico al jamelgo,
que, con manifiesto placer, se detuvo al punto,
temblorosas las patas.
Gavrila se puso a regar los árboles vertiendo
cubos bien llenos en los hoyos en torno a los troncos.
La tierra, seca, absorbía rápidamente el agua. Petia
comprendió lo que costaba cuidar el huerto.
Había comenzado ya el verano sin que hubiese
llovido de verdad. En la cisterna apenas si quedaba
agua, y tenían que traerla de la parada final del
ómnibus.
Había terminado ya la floración, y en los árboles
abundaban las yemas, que exigían agua
continuamente. Y menos mal que en la hacienda de
la señora de Vasiútinski había un viejo caballo ciego,
llamado Funcionario, y una cuba de acarrear agua.
Pero se necesitaba mucho líquido, y Funcionario
apenas si podía moverse.
Durante todo el día oíanse el chirriar de la resecas
ruedas de la cuba, los restallidos del látigo y el
fatigado jadeo del huesudo jamelgo moro, dispuesto
a tenderse y a morir en cualquier momento. Por las
mañanas costaba un trabajo indecible hacer que se
levantase de su mojada cama de paja. La bestia
temblaba, moviendo sus grandes y agrietados cascos,
y las moscas se arrastraban por sus ojos lagrimeantes,
blancos como la leche.
Aquello ponía de mal humor a todos y a veces les
parecía de pésimo augurio. Pero el tiempo estaba tan
hermoso y la cosecha prometía ser tan buena, que los
Bachéi, dedicados de la mañana a la tarde al
desacostumbrado, pero atractivo trabajo manual,
sentíanse felices.
Al principio, Petia creyó que nunca aprendería a
acollar los manzanos. La pesada pala torcíase en sus
torpes manos y le parecía demasiado roma para que
pudiera hincarse profundamente en la tierra, muy
poblada de margaritas silvestres y de maleza. A Petia
le ardían las manos, llenas de ampollas. Pero cuando
las ampollas reventaron, para convertirse en callos,
empezó a entender algo.
Resultó que la pala había que inclinarla un poco y
apretarla, no tanto con las manos, como con el pie,
lenta y dulcemente. Entonces se oía el crujido de las
raíces desgarradas, y la pala entraba oblicuamente,
toda ella, en la negra tierra. Después llegaba el feliz
instante en que se descargaba todo el peso del cuerpo
sobre el mango y se le sentía doblarse. Con agradable
esfuerzo vertía Petia a un lado la pesada capa de
tierra, en la que se veía la huella de la pala y alguna
coralina lombriz partida en dos.
Al principio, Petia trabajaba con las sandalias
puestas, mas, para ahorrar calzado, se puso a cavar
descalzo, y el contado del pie con el hierro caliente le
producía una extraña, pero grata sensación. Petia
comprendía que aquello no era una diversión, sino
trabajo, trabajo auténtico, del que dependía la suerte
de la familia.
Todos laboraban con verdadero afán: aquello era
una auténtica lucha por la existencia. Comían al
mediodía, en la gran terraza, muy caldeada por el sol,
sopa de coles y carne cocida, con gris pan de trigo
que compraban a los colonos alemanes de Lustdorf.
Todos estaban tan cansados, que apenas si
conversaban, y si lo hacían era casi siempre para
hablar del tiempo, de la lluvia y de la cosecha.
Aunque vivían en un chalet, no parecían
veraneantes. Dormían en catres y camas plegables en
las enormes y feas habitaciones de la casa señorial,
donde aparecían amontonados en pleno desorden
cubos, regaderas, palas y otros aperos de horticultura.
Se lavaban al amanecer junto a la cuba del agua, y,
aunque el mar estaba relativamente cerca, a un
kilómetro y medio de la casa, iban a bañarse muy
rara vez: no tenían tiempo.
Vasili Petróvich había adelgazado, estaba muy
negro, y era evidente que se caía de cansancio, pero
se sobreponía a todo y trabajaba con tanta
90
obstinación, que, a veces, Petia sentía lástima de él.
Parecía que las cosas marchaban bien. La vida
había tomado el giro con que soñara en ocasiones
Vasili Petróvich, sobre todo después de su viaje a
Europa: un poco a la manera suiza, en el espíritu de
Rousseau, independientemente del Estado y de la
sociedad. Una pequeña parcela, un huerto, un viñedo,
sano trabajo manual y descanso consagrado a la
lectura, al paseo, a las pláticas filosóficas, etcétera,
etcétera.
Verdad es que, por el momento, sólo conocían el
sano trabajo manual, pues para el descanso
consagrado a los placeres espirituales no quedaba
tiempo. Pero todo aquello era normal: estaban
empezando una nueva vida.
Sin embargo, Vasili Petróvich sentía todo el
tiempo una inquietud agobiante. Le preocupaba la
cosecha.
Por el momento, en los cerezos y los guindos
había muchas yemas, y aquellos globitos verdes
aumentaban continuamente de tamaño, pero, ¿quién
sabía lo que podía ocurrir? ¿Y si no llovía? ¿Y si
faltaba agua y se perdía la cosecha? Incluso si no se
perdía, ¿cómo se las arreglarían para venderla?
Hasta entonces, a la cuestión de la venta de la
cosecha no le habían dado la importancia debida,
estimando que se resolvería de por sí: se presentarían
allí los fruteros al por mayor del Mercado Nuevo y
comprarían de golpe toda la cosecha. Pero, ¿y si no
se presentaban? ¿Y si no compraban la cosecha?
Mientras tanto se acercaba el plazo de pagar el
arriendo, y la señora de Vasiútinski les había enviado
ya desde el extranjero dos tarjetas postales
recordándoselo. La anciana les advertía que, si no
abonaban el dinero en el plazo señalado, protestaría
inmediatamente los pagarés, anularía el contrato de
arriendo y pasaría el caserío a otros.
Esta circunstancia quitaba el sueño a Vasili
Petróvich, que empezaba ya a irritarse por cualquier
pequeñez.
La tía se mantenía muy animada, hacia planes y,
con chinches, clavó a un poste de telégrafos cerca de
la parada final del ómnibus un anuncio diciendo que
en un pintoresco lugar de la estepa, cerca del mar, en
una casa señorial con huerto de frutales y viñedo, se
alquilaban dos habitaciones completamente aparte
por toda la temporada o por meses y a pensión
completa, de desearlo los inquilinos.
Aquellas dos habitaciones no eran más que un
diminuto y abandonado pabellón con techumbre de
tejas, donde en tiempos de la señora de Vasiútinski
vivían los criados.
Se encontraba el pabellón aquel un tanto apartado
de la casa; sus ventanas daban a la estepa, y todo en
torno lo había invadido el alto y plateado ajenjo. El
edificio aquel le parecía a Petia, que ya había
recorrido toda la finca, un rinconcillo enigmático y
lleno de poesía.
V. Kataiev
Por cierto, los veraneantes que acudieron al
principio, al leer el anuncio, no supieron apreciar el
rincón aquel y repetían, sin haberse puesto de
acuerdo, la banal frase: "¡Pero si el mar está a una
legua del chalet!"
Gávrik había acudido varias veces a sus clases de
latín. El caserío le gustaba, pero seguía desaprobando
aquella quimera del trabajo manual y de la vida
ganándose el pan con el sudor de su frente, pues la
consideraba una extravagancia, pero no se
manifestaba a las claras. Al contrario, preguntaba con
aire muy serio cómo se las arreglaban para regar y
escardar, qué perspectivas había de cosecha y cuáles
eran los precios al por mayor para la cereza. El chico
no daba consejo ninguno, pero todo el tiempo
meneaba preocupado la cabeza y suspiraba con tanta
lástima, que Petia empezó a temer por el desenlace
de toda la empresa.
De su trabajo en la imprenta y de la vida en
Blizhnie Mélnitsi hablaba Gávrik parcamente, con
desgana, pero algunas frases permitieron a Petia
concluir que las cosas no marchaban muy bien:
después de la gran manifestación del Primero de
Mayo, en la que, a causa de los exámenes, Petia no
pudo participar, la policía empezó a moverse de
nuevo: habían hecho registros y detenido a varios
obreros; también habían estado en casa de los
Chernoivánenko, pero no encontraron nada y no se
llevaron a Terenti.
- En general, trabajar se ha hecho bastante difícil dijo Gávrik, y Petia esta vez entendió ya
perfectamente lo que significaba la palabra
"trabajar".
En una de sus visitas, Gávrik, como desarrollando
la idea de que trabajar se había hecho difícil, dijo de
pronto.
- Eso de alquilar el pabellón a los veraneantes no
está mal pensado.
- Sí, pero nadie lo alquila -dijo Petia.
- Si se busca bien, alguien se encontrará -replicó
Gávrik con aire de haber pensado bien lo que decía-.
Hay gente para la que esas habitaciones valen. No a
toda persona le conviene vivir en la ciudad, donde,
apenas llega, tiene que entregar el pasaporte en la
comisaría y registrarse. ¿Comprendes?
Al hacer esta pregunta, Gávrik miró muy serio a
Petia.
- ¿Por que no voy a comprenderlo? -repitió Petia,
encogiéndose de hombros.
- Pues tenlo presente -dijo aun más gravemente
Gávrik, y en tono más blando, como de pasada,
añadió-: Hay una viuda forastera con una niña. Es
practicante, y busca habitación en un lugar tranquilo.
Naturalmente, podríamos alojarla en Blizhnie
Mélnitsi, en el cobertizo, pero el ambiente allí no es
el más apropiado: con la vigilancia que hay, no se
puede pensar en eso. La viuda esa tiene la
documentación en regla, eso no debe preocuparos,
91
El caserío en la estepa
pero...
- Te comprendo.
- Ya que me comprendes, no tengo necesidad de
explicártelo más. En una palabra, Terenti me ha
encargado que te tanteara. Yo mismo no he visto en
mi vida a la viuda esa. Creo que aquí estaría bien. Un
caserío apartado, casi una finca, no hay cerca
ninguna aldea, ninguna ciudad, y en torno abundan
los veraneantes... ¿Quién va a fijarse en ellas? Es el
lugar más conveniente. Todo estriba en lo que pidáis
por el alquiler.
- Me parece que setenta rublos por toda la
temporada.
- ¡Vaya, amigo!, ¡no sois nadie pidiendo! Tened
cuidado, no os vayáis a arruinar. ¡Quince rublos al
mes y ya está bien! Dos meses por adelantado.
Aunque, ¿qué entiendes tu de eso? Mejor será que
hable con Tatiana Ivánovna.
Gávrik habló con la tía y la convenció
rápidamente de que valían más treinta rublos
contantes y sonantes -no se encontraban tirados en la
calle- que setenta y cinco en la imaginación. En
cuanto a la viuda y la niña, Gávrik no se extendió,
pero dio a entender que había encontrado inquilinos
convenientes, y, aunque no prometía nada en
concreto, resultó como si hiciera un gran favor a los
Bachéi.
Seguía sin llover. La sequía continuaba. El calor
era espantoso.
LA MUERTE DE FU
CIO
ARIO
Funcionario, a quien, para ahorrar, alimentaban
con hierba en vez de avena, había agarrado una
diarrea espantosa y llevaba ya tres días tendido en su
cama, con el vientre hinchado e incapaz, no ya de
acarrear agua, sino incluso de apoyarse en las patas
delanteras. Llamaron a un veterinario alemán de
Lustdorf, que examinó al animal, miró sus dientes y,
a la pregunta inquieta de la tía de si podría o no el
bruto acarrear agua, respondió:
- Este caballo ha trabajado ya lo suyo; ha llegado
el momento de vender su pelleja.
Las yemas de los árboles dejaron de crecer.
Parecía que no aumentaban de tamaño, todas como
guisantes. Pero lo más terrible era que comenzaban a
amarillear y, algunas, incluso a desprenderse.
Los Bachéi continuaban acollando los árboles de
sol a sol, aunque comprendían que todo era inútil.
- Tía, papá, Petia, venid corriendo, que han
llegado unos "persas" -gritó Pávlik, corriendo por
debajo de las bajas ramas de los árboles y agitando su
sombrero de paja.
En realidad, no eran persas, sino dos judíos
fornidos con blusas azules y altos gorros de piel de
cordero encasquetados hasta las cejas, lo que les daba
un aspecto sombrío. Si Pávlik los había llamado
persas era porque, en tiempos, los persas
monopolizaban el comercio al por mayor en el
mercado frutero de Odesa.
Petia vio aquellos dos gigantones de rostro
inmóvil, plantados junto a la reseca cuba de acarrear
el agua. El chico los miraba como se mira al destino,
con temor y esperanza. Incluso en los exámenes se
había emocionado menos que en aquel instante.
Los Bachéi rodearon a los "persas".
- ¿Quién es el amo? -dijo uno de ellos a la tía, sin
saludarla, con voz de trueno, que parecía salir de lo
más profundo de su estómago-. Hemos venido a ver
su cosecha. Quizás la compremos toda antes de que
la recojan, si es que queda algo.
Sin esperar respuesta, los dos "persas" echaron a
andar por los senderos del huerto, cubiertos de seca
hierba, examinando displicentemente las ramas y
deteniéndose de vez en cuando para palpar las yemas
o la tierra al pie de los árboles.
Los Bachéi los seguían en silencio, tratando de
adivinar qué impresión les había producido el huerto.
Pero, aunque los rostros de los "persas" eran
impenetrables, se notaba que las cosas no podían ir
peor. Cuando hubieron terminado de inspeccionar el
huerto, los "persas" cambiaron unas palabras en voz
baja, casi juntando sus gorros de piel de cordero.
- Hay que regar -dijo uno de ellos, dirigiéndose a
la tía.
Los "persas" volvieron a cuchichear y se alejaron
en silencio.
- ¿Y qué dicen ustedes? -preguntó la tía, dándoles
alcance, con su menudo paso, junto a la puerta.
- Hay que regar -repitió el "persa", deteniéndose,
y, tras breve pausa, añadió-: Esa fruta no la queremos
ni gratis.
- Me parece que exagera usted un poco -dijo la tía
con coquetería forzada, deseando echar la cosa a
broma-. Hablemos en serio.
- Para no regatear, le daremos por todas las
cerezas y guindas doce rublos -dijo el "persa",
encasquetándose aún más el gorro.
La tía enrojeció de cólera. Doce rublos era una
suma tan ridícula, tan humillantemente baja, que no
se podía tomar aquello más que como una ofensa. A
la tía le pareció que no había entendido bien.
- ¿Cuánto? ¿Cuánto dan?
- Doce rublos -repitió el "persa" con toda la
rudeza que pudo.
- Vasili Petróvich, ¿oye usted lo que nos ofrecen?
-exclamó la tía juntando las manos con aire de
asombro, y soltó una carcajada que sonaba a falso.
- ¿Pues qué?, es un buen precio -dijo el "persa"-.
Acepten antes de que sea tarde, pues de aquí a una
semana no les darán ni un rublo, y en vano les habrán
salido callos en las manos.
- ¡Grosero! -exclamó la tía.
- ¡Señor mío, largo de aquí! -gritó Vasili
Petróvich, y le tembló la quijada-. ¡Y no vuelvan
ustedes a poner sus pies en esta casa!... ¡Gavrila!...
¡Échelos a patadas, a patadas! ¡Atracadores!
92
Al decir estas palabras, Vasili Petróvich pataleó
rabioso.
- ¡Cuidado con las palabras! -dijo el "persa" en
tono bastante pacífico-. ¡Primero aprendan a cuidar
de la fruta! Antes de gritar, aprendan a cuidar de la
fruta. ¡Vaya un genio que se gastan!
Los "persas" se marcharon, sin olvidarse de cerrar
la cancela.
- ¡Qué desvergüenza! ¡Es increíble! -repitió unas
cuantas veces la tía, dejando a un lado la pala y
abanicándose con el pañuelo.
- No se ponga de mal humor, señorita, no vale la
pena -observó Gavrila-. No les haga caso. Han
venido adrede para que bajen ustedes el precio. Yo
conozco a esa gente. Ahora, en eso de que hay que
regar, tienen razón. Nuestros huertos son de regadío
y, naturalmente, requieren agua. Si no hay riego, no
hay cosecha, y lo malo es que el caballo no puede
levantarse. ¿Cómo vamos a traer agua? Si lloviera...
Sí, sin riego, mala cosa...
Pero estas palabras eran un débil consuelo.
Trataron de alquilar un caballo a los colonos
alemanes de Lustdorf, pero fue en vano, pues los
alemanes pidieron al principio un ojo de la cara y
luego se negaron en redondo, diciendo que era la
época de más trabajo en el campo. En realidad, todos
ellos tenían sus huertos, y la ruina de un competidor
únicamente podía alegrarles.
- ¡Y aún se dicen vecinos! ¡Si no lo viera, no lo
creería! -exclamó la tía a la hora de comer, haciendo
crujir sus dedos, cosa que antes no acostumbraba.
- ¡No hay que apurarse, no hay que apurarse!... dijo Vasili Petróvich, inclinando sospechosamente la
cabeza sobre el plato, y añadió-: Homo homini lupus
est... Por cierto, ya le decía yo que todo ese estúpido
plan de dedicarse a comerciar en fruta fracasaría
estrepitosamente.
Al decir estas palabras, al padre se le pusieron las
orejas como crestas de gallo.
Vasili Petróvich dijo que aquel plan fracasaría
estrepitosamente, pero podía haber dicho que sería la
ruina absoluta de la familia. Sin necesidad de
palabras, todos lo comprendían así. La tía incluso
palideció por el dolor que le produjeron tan crueles e
injustos reproches. Unas lágrimas asomaron a sus
ojos, los labios le temblaron, y dijo suplicante,
llevándose los dedos a las sienes.
- ¡Tenga usted temor de Dios, Vasili Petróvich!
- ¡Usted es quien debe tenerlo! ¡Todo esto han
sido fantasías suyas... fantasías estúpidas!...
Vasili Petróvich había perdido los estribos y ya no
podía detenerse. Se levantó de la mesa como si lo
hubieran pinchado y vio de pronto que Pávlik hacía
unas muecas que se le antojaron intolerables. Le
pareció que el chico se apretaba la nariz con los
dedos para no soltar la carcajada, cuando, en
realidad, se mordía los puños, desesperado, para no
llorar.
V. Kataiev
- ¡Pero, cómo! -gritó Vasili Petróvich hecho una
fiera-. ¿Te atreves a burlarte de tu padre? ¡Yo te
enseñaré a respetar a tu padre! ¡Levántate, canalla,
cuando tu padre habla contigo!
- ¡Papá! -sollozó Pávlik, tapándose la cara con las
manos.
Pero Vasili Petróvich ya no sabía lo que se hacía.
Cogió su plato, lleno de sopa, y lo estrelló contra el
suelo. Después, volviendo torpemente la mano, dio
un pescozón a Pávlik y salió corriendo al huerto,
cerrando la puerta con tanta fuerza, que saltaron
algunos de los cristales de colores.
- ¡No puedo seguir viviendo en esta casa de locos!
-gritó de pronto Petia-. ¡Malditos! ¡Me marcho para
siempre a Blizhnie Mélnitsi!
El chico salió corriendo a su habitación para
recoger sus bártulos.
En una palabra, fue aquella una escena
bochornosa y humillante. Parecía que todos habían
perdido el juicio o enfermado de rabia, como suele
ocurrirles a los perros a causa del calor.
El calor era, en efecto, espantoso. Agobiador,
seco, sofocante, tórrido, podía volver loco a
cualquiera. El cielo, blanco por el bochorno, estaba
envuelto en una neblina opaca y metálica. De la
estepa llegaban bocanadas de calor, como de un
horno. De allí, arrastrando nubes de polvo, soplaba
un viento seco que lo quemaba todo. Las acacias en
flor se mecían con susurro de papel. La tierra estaba
en todas partes gris. La franja parda del mar, cubierto
de sucias olas, movíase en el horizonte y, a veces,
cuando enmudecía por unos instantes el viento, se oía
el fragor de la resaca, seco y duro, como si lejos, con
tediosa uniformidad, hubiera alguien vaciando sacos
de grava.
Las sombras polvorientas de los árboles se
movían en las parceles y en los techos de las
habitaciones. Era un día terrible... No solamente
Petia, sino Vasili Petróvich, la tía e incluso Pávlik
estaban dispuestos a liar el petate y escapar de allí,
con tal de no verse unos a otros, con tal de no
ofenderse más. Pero, naturalmente, nadie huyó, y
todos iban y venían, nerviosos, de habitación en
habitación y por los susurrantes senderos. Todos se
sentían encadenados a aquel lugar maldito, que al
principio se les antojara el paraíso terrenal.
Al atardecer apareció en el jardín un hombre
pequeño y grueso tocado con alto gorro de piel de
cordero, pero no negro, sino marrón. También era un
persa, aunque verdadero, con largos bigotes
orientales y ojos que reflejaban una indolencia
infinita. El hombre recorrió rápidamente el huerto,
apoyándose en un corto bastón, y después
permaneció largo rato junto a la cocina, esperando a
que saliera alguien de la casa. Pero como nadie salía,
se acercó a la ventana y golpeó ligeramente los
cristales con el bastón.
- ¡Eh, ama! -dijo mostrando cinco dedos
93
El caserío en la estepa
azafranados y amarillos, de uñas muy sucias, a la tía,
que había asomado a la ventana-. Te doy por todo
cinco rublos, ¡si no aceptas, luego lo lamentarás!
- ¡Granuja! -gritó la tía hecha una furia-. ¿Gavrila,
qué estás mirando? ¡Échalo a patadas de aquí!
Pero el auténtico persa no quiso esperar a que
Gavrila cumpliera la orden: echó a correr con
trotecillo perruno, renqueando de una pierna, y se
ocultó en un dos por tres.
Después llegó la tercera tarjeta postal de la señora
de Vasiútinski, en la que recordaba que pronto
debían pagar el arriendo.
Aquel día nadie quiso cenar, y en la mesa, servida
en la terraza, permanecieron largo tiempo, sin que
nadie los tocara, cuatro platos soperos con leche
cuajada, en la que se derretía, amarillo, el azúcar
molido.
A media noche se oyó de pronto un alarido feroz
y espeluznante, que despertó a toda la casa. ¿Qué
podía ser aquello? Afuera se agitaba, como presa de
fiebre, el negro jardín. Pronto se repitió el alarido.
Esta vez fue aún más espantoso: en él había algo de
carcajada chirriante y llorosa. Alguien pasó corriendo
por la alameda, con un farol en la mano. Después
sonaron fuertes golpes en la puerta de cristales de la
terraza. En el umbral se encontraba Gavrila, el farol
bailoteando en su mano.
- ¡Corra, señora, Funcionario se está muriendo! oyó Petia que gritaba asustado el guarda.
Cuando, después de vestirse de prisa y corriendo,
Petia llegó todo tembloroso a la cuadra, se agolpaban
ya en la puerta la tía, Vasili Petróvich, Dunia y
Pávlik, descalzo y arrebujado en una manta.
El farol de Gavrila se movía siniestramente dentro
de la cuadra, de donde, con cortos intervalos,
llegaban los sordos y trémulos gemidos de
Funcionario, que estaba ya en las últimas. Todos
parecían petrificados, y no sabían cómo remediar
aquella desgracia.
Poco antes del amanecer, Funcionario lanzó un
último y desgarrador alarido, preñado de consciente
espanto y de dolor, y enmudeció para siempre. Por la
mañana llegó un carro y se lo llevaron lejos, a la
estepa, al descubierto los dientes, enorme, huesudo,
negro, en alto sus feas patas, en las que brillaban,
viejas y desgastadas, las herraduras.
LA VIUDA Y LA IÑA
Todos quedaron tan abatidos, que en todo el día
no pudieron trabajar. La muerte de Funcionario no
sólo les pareció un mal augurio, sino el hundí
miento definitivo de todas las esperanzas, la
ruina de la familia, su perdición más completa.
Una desesperación infinita dominaba a todos.
Después de la comida, el viento empezó a amainar,
pero el calor se hizo más sofocante. En el cielo,
argentado, polvoriento, no se veía la menor nubecilla.
En todo el horizonte se extendía, temblequeante una
niebla liliácea, que parecía el engañoso reflejo de una
tormenta lejana que se esforzara, infructuosa, en
acercarse. Por cierto, no era la primera vez que en
aquel mes esperaban una tormenta. Pero la tormenta
siempre los engañaba: ya se ahogaba en el tórrido
aire, ya estallaba, sin provecho para nadie, lejos, más
allá del horizonte, en alta mar, de donde llegaban,
apagados, los estampidos de los truenos.
Esta vez ocurrió lo mismo. La tormenta pasó de
largo. Ya nadie creía en que pudiera estallar, aunque
para la cosecha, que se estaba perdiendo, no había
otra salvación.
Aquel día, Petia, rendido por la noche sin sueño,
no sabía dónde meterse y estuvo vagando por los
alrededores hasta que, después de dar un gran rodeo,
salió al mar. Aferrándose a piedras y raigones bajó
rápido al abrupto acantilado y se sentó en los
calientes guijarros de la orilla.
Después de la tempestad de la víspera, el mar aún
no estaba tranquilo, pero las olas, pesadas por el limo
que arrastraban, no rompían furiosas contra la orilla,
sino que se adentraban dulcemente, dejando en ella
pequeñas medusas y muertos caballitos de mar.
Aquel paraje era muy agreste, y Petia, que todo el
día había estado buscando un lugar solitario, se
encontraba allí muy a gusto, sintiendo, en medio de
aquella quietud, una ligera tristeza. Hacía tiempo que
el chico no se bañaba y, desnudándose rápidamente,
se sumergió placentero en la tibia y espumosa agua.
Bañarse solo le producía un placer particular,
inexplicable. Al principio nadó junto a la orilla, entre
resbaladizas peñas cubiertas de oscuras plantas
marinas, y después braceó mar adentro. Como
siempre, nadaba al estilo indio, moviendo las piernas
como una rana y sacando del agua un solo brazo.
Petia hendía el agua con el hombro, tratando de
despedir salpicaduras, pues entonces le parecía que
avanzaba impetuoso, aunque, en realidad, no nadaba
muy de prisa. En aquel instante estaba muy
satisfecho de sí mismo. Le gustaba sobre todo su
hombro, moreno, brillante, mojado, con el que
cortaba la espejeante agua que reflejaba el sol.
Hacía ya mucho tiempo que Petia no temía
alejarse de la orilla. Salía audazmente mar adentro y
allí se tendía de espaldas, meciéndose en las olas y
mirando al cielo hasta que parecía que lo miraba de
arriba abajo e, ingrávido, pendía, como por arte de
magia, en el vacio. Entonces, para él desaparecía
todo el mundo, y se olvidaba de todo menos de sí
mismo, solitario y omnipotente.
Después de alejarse de la playa cosa de una milla,
Petia se detuvo, y ya se disponía a flotar sobre la
espalda, cuando advirtió, asombrado que, mientras
nadaba, todo en torno había cambiado. El cielo
seguía tan límpido como antes, y el mar centelleaba
cegador, pero aquel brillo habíase vuelto muy fuerte,
recordando el espejeante fulgor de la antracita.
Petia miró hacía la orilla y, sobre la estrecha
94
franja del acantilado, encima de la estepa, vio algo
enorme y completamente negro, que cambiaba de
contornos a cada instante, en medía de un silencio
que infundía espanto. Antes de que Petia
comprendiera que era un nubarrón de tormenta,
aquello se acercó al sol, deslumbrante, por su
blancura, como un fogonazo de magnesio, y se lo
tragó en plena carrera, apagando en cosa de un
segundo todos los colores del mundo menos el gris
plomo.
Petia nadó con todas sus fuerzas hacía la playa,
tratando de alcanzarla antes de que se desencadenara
la tormenta. Mientras nadaba, vio que muy lejos, en
la estepa, sobre el fondo del cielo gris pizarra,
corrían, adelantándose unas a otras, unas trombas de
seco polvo. Pero, cuando llegó a la playa y miró al
mar, vio que en el lugar a que llegara antes bullía ya,
espumeante, la franja blanca de las alborotadas olas y
planeaban, con estridente griterío, las gaviotas.
Petia se vio y se deseó para atrapar sus pantalones
y la camisa, que el viento arrastraba por la orilla.
Mientras subía el acantilado, todo en torno se puso
oscuro, como si fuera entrada la noche, y cuando el
chico llegó a la parada terminal del ómnibus, donde
estaban ya tendiendo los raíles del tranvía eléctrico y
enluciendo la nueva estación, fulguró un relámpago,
se oyó un trueno, y, en medio del silencio que se hizo
luego, se oyó el seco golpear de la lluvia en los
maizales.
Corrió Petia hacia el camino. De súbito le pareció
como si el aire se abriera ante él, envolviéndole en el
penetrante olor del cáñamo mojado, y, al punto, se
derrumbó sobre su cuerpo el muro de la lluvia.
En un instante, el camino se puso como un río
salido de madre. A la luz de los relámpagos vio Petia
espumosos torrentes de agua, que corrían turbulentos
en torno a él y que casi lo derribaban. Los pies
resbalaban, y costaba trabajo mantener el equilibrio.
Era tonto pensar en salir corriendo hacía el caserío.
Con agua hasta la rodilla, el chico regresó veloz a la
estación, santiguándose cada vez que caía cerca un
rayo y estallaba inmediatamente, con un estruendo de
piroxilina, como si el cielo se hiciera añicos, un
trueno ensordecedor. Petia fue a parar a una cuneta
llena de agua y comprendió súbitamente que aquello
era la tormenta, la lluvia torrencial que con tanta
ansia esperaba toda la familia.
El elemento desencadenado no era simplemente
agua, sino el agua que debía saciar la sed de su
huerto, llenar la seca cisterna y salvar de la ruina a
los Bachéi.
- ¡Hurra! -gritó lleno de entusiasmo el chico y, sin
temer ya nada, corrió hacia el caserío.
Por el camino, cayó varias veces, dando de bruces
en el barro, que ahora le parecía maravillosamente
agradable. Llegó a casa en el preciso instante en que
la tormenta enmudeció por unos segundos y, a través
de las nubes de lluvia, ya menos espesas, traslució el
V. Kataiev
ocaso, mientras la tempestad se adentraba en el mar,
donde, en el azul horizonte, zigzagueaba convulsivo
un rayo y se oían los rugidos del trueno. Pero, antes
de que Petia pudiera recorrer los embarrados
senderos del huerto y admirar el agua turbia que
llenaba los hoyos en torno a los árboles, antes de que
pudiera besar alegremente al padre en la mojada
barba, dar un papirotazo a Pávlik y gritar a la tía:
"¡Estamos salvados, querida tía, estamos salvados!",
la tormenta regresó del mar y tronó con redoblada
fuerza sobre el caserío.
En el transcurso de la noche, la tormenta se alejó
hacia el mar varias veces, para regresar de nuevo.
Estuvo lloviendo hasta el amanecer. La lluvia ya era
torrencial, ya caía sigilosa, casi en silencio, y, a la luz
de los relámpagos, miles de arroyuelos brillaban
cegadores bajo los árboles, en todo el huerto, hasta
en sus rincones más lejanos y enigmáticos.
Gavrila estuvo toda la noche corriendo por el
tejado y en torno a la casa con un saco a la cabeza,
poniendo canalones por los que el agua de la lluvia
corría impetuosa a la cisterna. Y Petia se durmió
feliz, como un bendito, acunado por el ruido de la
cisterna que se iba llenando más y más.
Cuando Petia se levantó, ya entrada la mañana, a
través de una niebla tibia y vaporosa se veía un sol
rosa perlino; el parloteo alegre de los pájaros llenaba
el jardín, y la tía, asomando desde fuera por la abierta
ventana, le dijo:
- ¡Levántate, holgazán! Mientras tú dormías, han
venido los inquilinos.
- ¿La viuda y la niña? -preguntó Petia, bostezando
perezosamente.
- Exacto -respondió la tía con su sonrisa maliciosa
y burlona, señal infalible de que estaba de magnífico
humor-. En fin, vamos a desayunar.
Naturalmente, el chico estaba impaciente por ver
a la viuda y a la niña y corrió a la terraza, pero lo que
encontró allí dejóle a Petia boquiabierto.
Sentadas a la mesa enfrente de la tía, entre Vasili
Petróvich y Pávlik, estaban tomando té aquella
misma señora y aquella misma niña que Petia había
visto el año anterior en la estación de Nápoles y que
había de recordar toda su vida. Petia incluso sacudió
la cabeza como si de nuevo se le hubiera metido en el
ojo un granito de carbonilla.
- Aquí tienen a nuestro Petia -dijo la tía, con su
sonrisa de dama de sociedad.
"¡Ya nos conocemos!", estuvo a punto de
observar Petia, pero una fuerza interior le obligó a
morderse la lengua.
Sonrojándose, Petia dio la vuelta a la mesa y,
cortés, hizo chocar sus tacones, esperando a que la
dama le diera la mano. Después de estrechar los
delgados y fríos dedos de la madre, Petia miró con
secreta esperanza a la chica, preguntándole con los
ojos si lo recordaba.
La niña miró con asombro las muecas que hacía
95
El caserío en la estepa
Petia y, tendiéndole indiferente su manecita, se
presentó:
- Marina.
Aquello era muy inesperado, pues Petia, de
acuerdo con las conocidas novelas de Pushkin y
Goncharov, se había acostumbrado a creerla Tania o
Vera. Pero resultó que se llamaba Marina, y Petia la
miró con manifiesto desencanto, como si lo hubiera
engañado. Sin embargo, era la misma de entonces,
con el mismo lazo negro en la trenza y el mismo
pronunciado y pequeño mentón, que daba a su
simpático rostro, ligeramente pomuloso, una
expresión altiva.
Llevaba la niña el mismo abriguito corto de
entretiempo, y sus ojos castaños miraban fríos y
desaprobativos, como preguntando: "No comprendo
qué quiere usted de mí".
"¿Cómo ha podido olvidarme tan pronto?", se
preguntó Petia, lleno de amargura, y comprendió, con
mayor dolor aún, que la chica no le había olvidado:
simplemente, no se había fijado en él entonces.
Petia se sintió herido en lo más vivo.
"¡En tal caso, entre nosotros todo ha terminado!",
dijo Petia con los ojos y, encogiéndose de hombros
con una indiferencia que bien pudiera envidiar
Pechorin, se sentó en su sitio.
- ¡Petia, no hagas muecas! -dijo la tía.
- Yo no hago muecas -replicó el chico, y se puso a
migar pan en el té, cosa terminantemente prohibida
en la familia de los Bachéi.
Vasili Petróvich miró severo a Petia a través de
los lentes y dijo, golpeando en la mesa con el índice:
- ¡Te voy a mandar a la cocina!
- ¡Por Dios, no vayan a creer ustedes que el chico
está mal educado; lo que le pasa es que tiene
vergüenza! -dijo la tía, dirigiéndose a la madre, pero
mirando maliciosamente a la chica, por lo que Petia
frunció el ceño y se puso a remover con la cuchara
las migas que había echado en el vaso.
Sin embargo, la madre de Marina no apoyó la
conversación. Por lo visto, no le agradaba estar
tomando el té con gente desconocida y, quizás, poco
interesante para ella.
La madre era morena, con un negro bozo en el
labio superior y, como a la hija, la barbilla le
apuntaba un tanto hacia arriba. Llevaba un viejo
sombrero negro y sus ojos miraban con desconfianza.
- Ahora, respecto al alquiler -dijo continuando la
conversación, interrumpida al llegar Petia-. Me han
dicho que cobran ustedes quince rublos por mes. Eso
me conviene; permítame que pague dos meses por
adelantado, es decir, treinta rublos.
La mujer abrió su maletín, parecido a los que
usaban las comadronas, rebuscó en él y dejó sobre la
mesa unos cuantos billetes, diciendo:
- Comeremos aparte; hemos traído una cocinilla
de petróleo... Aquí tiene el dinero, treinta rublos
justos.
- ¿Qué prisa tiene, para qué? -barbotó turbada la
tía, poniéndose muy roja, como siempre que tenía
que resolver alguna cuestión monetaria-. ¿Por qué
ahora?... Puede pagarlo después... aunque, ¡merci!
La tía metió con gesto displicente bajo la
azucarera el dinero, que despedía un tenue olor a
hospital.
La madre de Marina de nuevo se puso a rebuscar
en el maletín, como si quisiera sacar de allí algo más
("¡Ah, el pasaporte!", conjeturó Petia), pero cambió
de parecer, por lo visto, y, haciendo chasquear la
cerradura, lo cerró con aire resuelto.
- Ahora, si ustedes lo permiten, quisiéramos ir a
nuestras habitaciones.
Renunciando la toda ayuda, la madre y la hija
cogieron sus bártulos (un portalibros de hule, un
hornillo de petróleo envuelto en un periódico, un
portamantas y una sombrilla) y se dirigieron hacia el
pabellón por el jardín, dejando en los mojados
senderos las profundas huellas -unas grandes y otras
pequeñas- de unos chanclos nuevos.
- Es una dama bastante extraña -observó Vasili
Petróvich.
- A mí me parece muy fina -dijo la tía, lanzando
un suspiro, y, luego, cogió el dinero que había metido
antes bajo la azucarera y lo guardó en el bolsillo de
su coquetón delantalito.
El cielo se despejó por cierto tiempo, y el jardín
se encendió a la luz del sol como si estuviera
sembrado de brillantes. Pero, en cuanto los Bachéi
salieron a trabajar, pala en mano, las nubes volvieron
a cubrir el astro del día y vertieron su carga sobre la
tierra. Caía una lluvia uniforme y tibia, precisamente
la que estaba haciendo falta para que la cosecha fuera
buena. Aquella lluvia duró, con pequeños intervalos,
casi toda una semana, y el huerto quedó desconocido.
Las yemas se henchían y cobraban vigor no por
días, sino por horas, prometiendo una cosecha
inusitada. Los árboles estaban colmados de ramitos
de cerezas, aún verdes, pero a punto de blanquear.
Debido a ello, entre los Bachéi reinaban una dulce
alegría, un gran amor mutuo y radiantes esperanzas,
por lo que nadie prestó atención al cambio que había
dado Petia.
LA ESQUELA AMOROSA
Desde hacía algún tiempo, el chico se encontraba
en un estado de continua excitación, que trataba de
ocultar. En su rostro podía verse siempre, como
estereotipada, una leve y esquiva sonrisa. Andaba de
un lado para otro sin saber dónde meterse ni cómo
matar el tiempo, pues habían acollado ya todos los
árboles, la lluvia había calmado la sed de la tierra y
en realidad, no había nada que hacer.
Petia no tenía más que un pensamiento: verse con
Marina. Al parecer, nada había más fácil. Vivía al
lado, en la misma finca y, además, se conocían.
Podían verse cuantas veces quisieran. Sin embargo,
96
no se veían.
Las Pávlovski, la madre y la hija, permanecían
todo el tiempo en sus habitaciones y no asomaban
por el huerto. Era evidente que evitaban el contacto
con los demás, mejor dicho, que se ocultaban, y Petia
comprendía perfectamente el motivo, pero aquello no
mitigaba su desazón.
En toda la semana, Petia sólo pudo ver una vez a
Marina, y eso de lejos. La chica regresaba de la
estación con una enorme sombrilla negra, por medio
de un campo de espigado trigo, que le llegaba a la
cintura, llevando un bidón de hojalata. Por lo visto, la
madre le había mandado a la tienda por petróleo.
El chico corrió la casa, se echó la capa sobre los
hombros y, con aire indiferente, se puso a pasear
junto a la valla. Pero Marina rodeó el caserío por el
campo y Petia vio que después de cerrar la sombrilla,
sacudía la cabeza, echándose a la espalda la trenza, y
se ocultaba en el pabellón.
Largo rato se paseó Petia por el huerto, bajo la
lluvia, tratando de no perder de vista la morada de la
dueña de sus pensamientos, pero Marina no volvió a
salir.
Aquel mismo día, cuando ya había oscurecido,
Petia, reteniendo la respiración, colmado de
desprecio a sí mismo, se acercó furtivo al pabellón,
se ocultó entre el ajenjo, que lo roció de pies a cabeza
con una perfumada y amarga ducha de gotas de
lluvia, y estuvo largo rato acechando las ventanas.
Una ventana aparecía oscura, pero en la otra ardía
una vela, y Petia vio la inclinada cabeza de Marina y
su mano, de dedos finos y traslucientes como la
porcelana, que escribía afanosa. Tras ella, por la
enjalbegada pared, se movía la enorme sombra de la
señora de Pávlovski, que accionaba sosteniendo en
sus manos un libro abierto, por lo que se podía
deducir que Marina estaba escribiendo al dictado.
Aquello hizo que Petia se serenara un tanto, y en
sus labios se esbozó una irónica sonrisa.
En aquel mismo instante, la mano que escribía se
detuvo indecisa. Marina miró al techo. Petia vio su
levantada barbilla, su fruncida frente y sus
entornados ojos, en uno de los cuales ponía su
manchita roja un orzuelo. Sin dejar de mirar al techo,
la chica se pasó varias veces la lengua por los labios,
y Petia sintió de pronto tal efluvio de amor, que
incluso cerró los ojos. Sí, era indudable que en toda
su vida no había amado con la pasión con que amaba
a aquella morenita del orzuelo y de puntiaguda
barbilla, indicio de fuerte carácter.
La amaba desde hacía ya mucho, todo un año.
Pero antes, Marina era un sueño, una ficción. A
veces, Petia dejaba de creer en su existencia. Se
había olvidado hasta tal punto de ella, que no siempre
lograba imaginarse su semblante. En el fondo,
aquello no era todavía el amor, sino su presagio: la
tempestad de nieve en las montañas, los cisnes
negros en torno al islote de Rousseau, el humo
V. Kataiev
azufroso del Vesubio, la vaga idea de París, las
palabras mágicas Longjumeau y Marie Rose, en fin,
todo lo que un año atrás le causara tan gran
impresión y tanto desasosiego.
Aquello se había convertido ya en amor corriente
y terrenal, muy sugestivo por ser tan posible. Marina
no era superior a Petia y no había en ella nada
secreto, ningún enigma. Era simplemente una niña,
no muy guapa, con un orzuelo en un ojo y que
escribía al dictado. Al día siguiente saldría a pasear al
huerto, y Petia, se acercaría a ella. Conversarían
largo rato y nunca más volverían a separarse.
Petia regresó a casa y se metió en la cama con la
dulce seguridad de que al día siguiente había de
comenzar una vida nueva, sorprendentemente grata.
Incluso se veía gustoso a sí mismo en el papel de
Evgueni Oneguin y a Marina en el de Tatiana, y
gozaba por anticipado de la primera y secreta
entrevista, en la que, al principio, "le daría clase en
medio de la quietud de la naturaleza", y luego le diría
que todo había sido una broma y la cogería
tiernamente del brazo.
Sin embargo, nada de todo esto ocurrió.
Marina seguía sin aparecer por el huerto, y Petia
la colmaba mentalmente de reproches, llamándola
falsa y desleal, como si ella le hubiese prometido
algo. Después, Petia decidió castigarla con su
desprecio y no prestarle la menor atención. Se
obligaba a no mirar ni una sola vez en todo el día
hacia el pabellón. Era aquella, sin duda, una crueldad
inaudita, pero no había más remedio. ¡Que supiera de
lo que era capaz Petia cuando lo engañaban! ¡Que
pagara las consecuencias de su absurda conducta!...
Al día siguiente, Petia resolvió aplacar un tanto su
enojo, que otra vez cedió lugar a un amor
desbordante. ¡Qué iba a hacer, si estaba pirrado por
ella! Y de nuevo se puso a observar desde lejos el
pabellón. Todo fue en vano: Marina no se dejó ver.
Petia perdió hasta tal punto el dominio de sí
mismo, que se arriesgó a pasar unas cuantas veces
por delante de la casa, a muy poca distancia. Advirtió
entonces el chico que del pabellón partía un estrecho
senderillo, recién abierto. Por lo visto, Marina iba por
él a la estepa. Petia comprendió por qué la chica no
aparecía en el huerto. Era evidente que le gustaba
pasear en la solitud de la estepa. ¿No sería aquel
angosto sendero una insinuación, la invitación tácita
a una entrevista secreta? ¡Dios mío, cómo no lo había
comprendido antes! ¡Era tan claro! Desde aquel día,
Petia iba a pasear a la estepa, mirando impaciente
hacia el pabellón. Marina advertiría su presencia y
saldría al instante. El sería cariñoso, pero severo.
Lo único que amargaba a Petia era que de nuevo
hacía mucho calor y no podía ponerse la capa.
Pero Marina continuaba sin salir de casa. Estaba
visto que le tomaba el pelo.
"¡Espera -pensó Petia-, en cuanto se os acabe el
petróleo, veremos lo que pasa!".
97
El caserío en la estepa
Como a propósito para que rabiara Petia, hacía un
tiempo precioso. Las lilas aparecían ya marchitas,
pero, en compensación, florecían pujantes las acacias
blancas y los jazmineros. Su aroma dulzón y pesado
lo saturaba todo en torno. Por las noches se añadía al
embalsamado aire la inquietante fragancia del matico
y del tabaco, cuyas blancas y enigmáticas estrellas se
percibían vagas, durante el crepúsculo, en los
lujuriosos arriates que había ante la casa.
Por las tardes emergía del mar una enorme luna
rosa pálido, y a media noche brillaba ya, clara, sobre
el huerto y la estepa, bañándolo todo con su tibia luz,
blanca como la flor del jazmín.
¡Imposible imaginarse ambiente más propicio
para una aventura amorosa! ¡Y todo aquello se perdía
en vano!
Torturado por el ocio y el amor, Petia perdió el
sueño y el apetito. Adelgazó, se puso muy seco,
renegrido, y en sus ojos se percibía un brillo
intranquilo.
- ¿Estás enamorado? -le preguntó en cierta
ocasión la tía, mirándolo curiosa.
Petia quiso dirigirle una mirada de fulminante
desprecio, pero esbozó una sonrisa tan triste, que la
tía se encogió de hombros, sin saber a qué atenerse.
Terminó todo aquello con que Petia se puso la
escribir un diario. Sacó un cuaderno, arrancó algunas
páginas que aparecían acribilladas de signos
algebraicos y escribió: "Estoy enamorado...” Petia
creía que le sería fácil llenar todo el cuaderno con la
detallada descripción de sus sentimientos, que le
parecían algo extraordinario, un océano de pasión.
Pero, por más que se devanó los sesos, no consiguió
añadir ni una sola palabra a la corta frase: tal era la
confusión reinante en su cabeza.
El chico decidió, por fin, recurrir a un medio
heroico: escribir una esquela a Marina proponiéndole
una cita.
En realidad, era aquel un procedimiento muy
usado y nada original. Pero el enamoramiento de
Petia había llegado a ese extremo en que el objeto de
su amor le parece al hombre un ser superior, un ideal
por encima de todo lo humano, aunque pasee con una
sombrilla, vaya por petróleo a la tienda y escriba al
dictado.
Sin embargo, Petia no veía otra salida.
Habitualmente
se
empleaba
para
la
correspondencia amorosa una especie de esquelas
que estaban muy en boga en los bailes para jugar al
llamado "correo volante". Eran unas pequeñas hojas
de papel de distintos colores, dobladas por la mitad y
que no necesitaban sobres, pues se pegaban por tres
costados. Para abrirlas bastaba con arrancar unas
finas tiras de los bordes, como si fueran cupones.
Eran algo afín al confeti, la serpentina, los antifaces
de raso y demás futilezas tan usuales en los bailes.
Como hemos dicho, en ellas solían escribirse
mensajes de amor. Pero Petia no tenía papel de
aquella clase, y cerca no había donde comprarlo. Por
ello arrancó una hoja del cuaderno, la dobló en dos y
juntó los bordes prendiendo en ellos alfileres.
Aquello no fue nada fácil, pero aún lo fue menos
escribir la esquela. Petia emborronó unas cinco
páginas antes de que le saliera lo que sigue: "Marina:
Necesito verla para tratar un asunto de suma
importancia. Salga mañana a la estepa a las ocho en
punto de la tarde. No firmo, porque, seguramente,
usted adivinará quién le dirige estas líneas". Las
palabras "un asunto de suma importancia" las
subrayó Petia tres veces, confiando, por lo visto, en
que aquello avivaría la curiosidad de Marina, mujer
al fin y a la postre.
Petia salió después al huerto y arrancó de un
cerezo una bolita de resina. Masticándola, no sin
placer, pegó con ella la esquela y escribió por toda
dirección "Para Marina. Personal y privado".
Petia se guardo la carta en el bolsillo y, sin
pérdida de tiempo, se fue en busca de Pávlik. Lo
encontró detrás de la cuadra, jugando a las cartas con
Gavrila. En aquel preciso instante, Pávlik se
encontraba de rodillas, con la mano alzada, dispuesto
a proyectar con toda su fuerza el as de corazones
sobre una vetusta y manoseada sota que yacía en el
suelo, al lado de la baraja, rodeada de pequeños
coleópteros y de un montón de monedas de cobre.
El rostro de Pávlik expresaba una pasión
desenfrenada por el juego, mientras que Gavrila, que
también se hallaba de rodillas, parecía, por el
contrario, muy abatido; gruesas gotas de sudor caían
de su larga nariz picada de viruelas.
"¡Anda -se dijo Petia-, fíjate dónde pasa los días
mi querido hermanito! ¡Mira a qué puede conducir la
ociosidad!"
- ¡Pávlik, ven aquí! -dijo severo Petia.
Pávlik se estremeció, como si lo hubiese picado
una víbora, pero, al punto, moviendo con gran
agilidad todo su cuerpo, se sentó sobre la baraja y
miró al hermano con sus candorosos ojos color de
chocolate.
- ¡Ven aquí! -ordenó aún más severo Petia.
- ¡Por Dios vivo, señorito!, ¿por qué le riñe usted?
-dijo Gavrila con forzada risa y añadió, mintiendo
como un bellaco-: No jugamos de interés, sino por
pasar el tiempo. ¡Que reviente si no es verdad! ¡Se lo
juro por la santa cruz!
- ¡Soplón! ¡Judas! -lloriqueó Pávlik, y, por si las
cosas venían mal dadas, arrebañó, con movimiento
imperceptible, todo el dinero.
Petia frunció el ceño y se encogió de hombros.
- No vengo a eso -dijo-. Acércate.
Petia llevó a su hermano a un lado, se metió con
él entre unos matojos y deteniéndose, muy abiertas
las piernas, lo miró severo a la cara y dijo un tanto
turbado:
- Mira... Necesito que hagas una cosa... Mejor
dicho, no que hagas una cosa, sino que cumplas un
98
encargo...
- ¡Ya sé lo que quieres, ya sé lo que quieres! -dijo
precipitadamente Pávlik.
- ¿Qué es lo que sabes? -preguntó Petia,
arrugando el entrecejo.
- Sé lo que quieres. Ahora me mandarás a que le
lleve una carta a esa chica nueva. ¿Vas a decirme que
no?
- ¡Pero cómo lo sabes! -exclamó asombrado Petia.
- ¡Je! -rió Pávlik-. ¿Acaso no veo que andas de
cabeza? Ahora que no pienso ir.
- ¡Irás! -dijo amenazador Petia.
- ¡Vaya un mandón! -respondió insolente Pávlik,
dando unos pasos atrás, por si las moscas.
- ¡Irás! -dijo entre dientes, obstinado, Petia.
- No iré.
- ¡Irás!
- ¡No iré! ¡Y no vengas mandando! Ya no soy
pequeñito para ir llevando a las chicas cartas tuyas.
¿Quieres que vaya allí para que la señora de
Pávlovski me arranque las orejas? ¡Estás fresco!
- ¿De modo que no quieres ir? -preguntó Petia,
con siniestra sonrisa.
-No.
- Pues luego no te vengas quejando.
- ¿Y qué me va a pasar?
- Le diré a papá ahora mismo que te juegas el
dinero a las cartas.
- Pues yo iré ahora y contaré a todos que estás
enamorado de la chica nueva, que le escribes cartas
de amor, que te escondes entre la maleza bajo su
ventana y que no la dejas estudiar, y todos se reirán
de ti. ¿Qué, te ha salido el tiro por la culata?
- ¡Canalla! -rugió Petia.
- ¡Más lo eres tú! -respondió Pávlik.
- Con todo, confío en que sabrás callar -dijo
sordamente Petia.
- Si callas tú, yo también callaré.
Con estas palabras, Pávlik, muy ufano, se dirigió
a la cuadra, donde Gavrila, sin saber cómo matar el
tiempo, se había tendido en el suelo y estaba
barajando las cartas.
Sí, Petia se hallaba metido en un verdadero
callejón sin salida.
Por la noche, el muchacho de nuevo se acercó
fugitivo al pabellón y estuvo largo rato oculto entre
el ajenjo, sin decidirse a echar la carta por la abierta
ventana. Aquella vez, la casa estaba a oscuras: por lo
visto, la madre y la hija se habían acostado. A Petia
incluso le pareció oír la profunda respiración de
alguien que dormía. La luna iluminaba tan
intensamente la blanca pared del pabellón, que le
hacía parecer azul; en ella se movía pausada, con su
claroscuro, la sombra de una acacia blanca, y el
ajenjo que ocultaba a Petia brillaba como si fuera
plata.
El chico cambió de lugar varias veces para
ocultarse, en la sombra, de la inquietante luz de la
V. Kataiev
luna, y acabó haciendo tanto ruido, que adentro se
oyó un suspiro y una voz que decía enojada:
- Me parece que alguien ronda la casa.
Pero otra voz, tierna y soñolienta, respondió
bostezando:
- Duerme, mamaíta, será algún gato trasnochador.
Con el corazón en un puño, Petia esperó a que
todo se tranquilizara y, después, sacando del bolsillo
la carta, atada a una piedra, la echó por la oscura
ventana.
Bañado por un sudor frío, Petia volvió sigiloso
sobre sus pasos y cuando, por fin, se desnudó sin
hacer ruido y se acostó en su catre de lona, oyó que
Pávlik susurraba siniestro bajo la manta:
- ¡Je!, ¿crees que no sé dónde has estado? Has ido
a tirar la carta. Da las gracias que no te hayan
arrancado las orejas.
- ¡Canalla! -gruñó Petia con voz sibilante.
- ¡Más lo eres tú! -balbuceó Pávlik, ya medio
dormido.
LA CITA
No sabemos cómo hubiera soportado Petia al día
siguiente la febril espera de la cita, si no hubiesen
empezado a regar el huerto.
El chico hacia girar con verdadero afán el
manubrio de la cisterna, sacando cubos de agua que
vertía en un gran balde, en el que la llevaban luego
por todo el huerto. Petia había elegido aquel trabajo
fatigante y monótono porque no le impedía pensar en
la cita.
El eje del enrejado tambor de hierro, falto de
grasa, chirriaba cansinamente. Le hacía coro, con su
bajar y subir, la escandalosa cadena. El pesado cubo
ascendía lentamente, dejando caer en la resonante
oscuridad de la cisterna gotas de agua que detonaban
como pistones, y aquel mismo cubo descendía luego
veloz, arrastrando en pos suyo la pesada cadena. El
tambor giraba frenético, y el chico tenía que
apartarse a un lado para que el manubrio no le
golpeara en la clavícula.
A Petia le dolían los brazos y la espalda, le
temblaban las piernas, tenía la camisa empapada, un
tibio sudor resbalaba por su frente y goteaba de su
barbilla, pero seguía dando vueltas y más vueltas al
manubrio, sin tomarse el menor respiro.
Experimentaba el chico una felicidad desbordante,
que estuvo a punto de convertirse en desesperación
cuando, de pronto, todo en torno se puso oscuro,
avanzó por el cielo un cárdeno nubarrón y empezó a
lloviznar, lo que engendraba el temor de que al
anochecer se desencadenase una lluvia torrencial,
haciendo imposible la cita.
Por suerte, la lluvia se desencadenó lejos, el
nubarrón desapareció, y al atardecer hacía fresco,
cosa que vino a Petia como anillo al dedo, pues le
ofreció el pretexto para embozarse en la capa.
El sol, ya muy bajo, brillaba aún sobre la estepa, y
99
El caserío en la estepa
cuando Petia, envuelto en su capa, apareció, después
de dar un prudente rodeo, en el sendero que partía de
la casita, su sombra se proyectaba tan larga como si
el chico llevase zancos.
En el monasterio, junto a la estación del
ferrocarril, tocaban a ánimas. Lejos, en la estepa,
sonaban las nostálgicas canciones de los segadores.
El blanco muro del pabellón había adquirido un tono
rosa, y los cristales de las pequeñas ventanas
brillaban cegadores, como planes de oro. Petia tenía
las manos heladas, y en la garganta sentía también
frío, como si hubiese comido rosquillas con menta.
Sin el menor fundamento para ello, Petia estaba
seguro de que ella acudiría a la cita, aunque no, no
era así: en el fondo de su alma roía al chico el
gusanillo de la duda.
Petia se tendió en la hierba, apoyó la barbilla en
los puños y se puso a mirar la casita con tanta fijeza
como si quisiera, poniendo en tensión todas sus
fuerzas espirituales, hacer que la chica saliese a la
estepa en aquel mismo instante, sin la menor demora.
En realidad, aquello ya no era amor, sino orgullo
herido; no era pasión, sino cabezonería, una
mezcolanza de sentimientos encontrados, el deseo de
hacer bajar a su ideal del cielo a la tierra y de
convencerse de que Marina no era ni pizca mejor,
sino incluso peor que otras chicas, por ejemplo
Motia.
Sin embargo, en la imaginación de Petia seguía
siendo la única e inalcanzable, a pesar de su orzuelo
y de su puntiaguda barbilla, aunque bien podía
ocurrir que lo fuese precisamente por aquello.
Cuando, entre un arrebato de desesperación y un
efluvio de esperanza, Petia descubrió de pronto en
medio del alto ajenjo que crecía ante la casa la
conocida figurilla de la chica, se sintió tan feliz, que
se resistió a creerlo.
Marina se dirigía hacia él rápidamente -quizá,
demasiado rápidamente-, protegiéndose del sol, que
le daba en la cana, con su linda manecita. Vestía su
corto abriguito de entretiempo, con el cuello
levantado, y no llevaba el peinado de costumbre, si
bien no había olvidado su tradicional lazo negro y
había añadido a su oscuro pelo una ramita de jazmín.
- ¡Buenas tardes! -dijo la chica, dando la mano a
Petia-. Me ha costado mucho salir. No puede usted
imaginarse lo especial que es mi madre. Ahora verá
cómo me llama en seguida. Vamos deprisa.
Marina sonrió y echó a correr por el senderillo
que llevaba a la estepa, seguida de Petia, que estaba
muy aturdido y hasta desilusionado por la
desenvoltura con que la chica lo trataba y, sobre
todo, por su sonrisa, francamente maliciosa.
Esperaba Petia algo distinto: timidez, turbación,
reproche mudo, severidad por último, todo lo que se
quiera, menos aquello. Podía creerse que Marina
había estado esperando la hora de la cita con
verdadera impaciencia. Ni siquiera le preguntó para
qué la había llamado. Además, ¡aquella ramita de
jazmín en el pelo! Petia advirtió que Marina era
bajita, pero debía tener ya unos quince años y
bastante experiencia en lances de amor; quizá ya se
habría besado con los chicos.
La muchacha no se parecía a sí misma, sino a una
hermana suya que fuese mayor.
- ¿No le da a usted calor la capa? -preguntó
Marina, volviendo la cabeza.
- ¿No le da a usted calor su abrigo? -dijo con voz
apagada Petia.
Pero ella, por lo visto, no comprendió la ironía,
pues contestó:
- Mi abrigo es de entretiempo, y su capa, muy
calurosa, de lana.
- Es suiza, especial para las montañas -explicó
con mucha dignidad Petia.
- Ya lo he advertido -dijo Marina.
Se habían alejado bastante de la casa y caminaban
lentamente, a través de la estepa, pisando las
madrigueras de los citilos y las secas flores, que
proyectaban sombras muy largas. Callaron largo rato,
prestando oído al susurro de la hierba.
El sol se puso tras un lejano túmulo. Sopló, tenue,
un vientecillo fresco.
- ¿Le gusta la estepa? -preguntó Marina.
- Me gustan las montañas -respondió sombrío
Petia, sin idea de lo que debía hacer.
Era verdad que había conseguido su propósito:
aquello era una verdadera cita amorosa, y más
todavía, era un paseo, al anochecer, por la solitaria
estepa. Sin embargo, Petia se sentía muy violento.
Marina llevaba la iniciativa desde el primer instante,
y el chico se daba perfecta cuenta de ello.
- Pues a mí me gusta la estepa -dijo Marina-,
aunque los montes tampoco me desagradan.
- No, los montes son más bonitos -replicó,
obstinado, Petia.
Jamás le había costado tanto trabajo hablar con
una chica. Sí, hablar con Motia, por ejemplo, le
resultaba mil veces más fácil. Motia, por cierto, lo
idolatraba, y aquella... ¿quién sabia?... Lo más
espantoso era que no preguntaba por qué la había
citado. ¿Qué sería aquello, fingimiento o
indiferencia?
Sin embargo, Marina le gustaba más y más a cada
instante. Estaba ya locamente enamorado, y no, como
antes, de un sueño lejano, sino de una tentadora y
cercana realidad.
Mientras duró el paseo, Marina rió varias veces
sin causa aparente, y aquella encantadora risa le
pareció a Petia extrañamente conocida, aunque no
podía recordar dónde la había oído.
"¡Espera, amiguita! -observó Petia para sus
adentros admirando la bella cabecita de Marina, con
el lazo negro y la ramita de jazmín-. ¡Ya veremos
luego!"
Imagínese -dijo Petia con sonrisa irónica- que
100
hubo un tiempo en que estuve muy enamorado de
usted.
- ¿De mí? -exclamó asombrada Marina, y se
encogió de hombros-. No me figuro cuándo pudo ser
eso.
- Hace mucho. El año pasado -suspiró Petia-.
Usted, seguramente, no se lo suponía.
Marina se detuvo y lo miró con ojos muy serios y
atentos.
- Eso no puede ser verdad.
- Pues lo es.
- ¿Dónde?, ¿cuándo?
Petia miró a la chica con tierno reproche y dijo,
pronunciando muy distintamente cada palabra:
- Junio. Italia. Nápoles. La estación. ¿Puede ser
verdad o no?
En un segundo, el rostro de Marina cambió de
expresión, reflejando susto y seriedad. La chica se
sonrojó y dijo secamente, con una expresión de
impenetrable reserva en los ojos:
- Se equivoca usted. Nunca hemos estado en
Italia... No hemos salido nunca al extranjero.
Petia sintió que aquello no era verdad y, con
mucho fuego, dijo:
- Sí, sí. Llevaba usted este mismo abrigo y ese
mismo lazo negro. Usted iba por el andén con su
mamá... Estaba también Máximo Gorki... Nuestro
tren partió en aquel mismo instante, yo me asomé a
la ventanilla y la miré, y usted me miró a mí ¿Acaso
no fue así? ¿Acaso no me miró usted? ¿Va a decirme
que no?
Marina frunció el ceño y, por toda respuesta,
denegó con la cabeza, pero un espeso rubor encendía
su carita, incluso su graciosa barbilla. La chica
parecía a punto de enfadarse de verdad.
- ¿Va usted a decirme que no? -insistió Petia.
- Nada de esa ha ocurrido; lo ha visto usted en
sueños.
- Incluso sé a dónde fueron ustedes luego. ¿Quiere
que se lo diga?, ¿sí? ¡A París! -exclamó con aire de
amargo triunfo.
Marina denegó otra vez con la cabeza, poniéndose
lívida.
- Marie Rose, Longjumeau -dijo Petia en voz baja,
pero insinuante, mirándola fijo a los ojos y gozando
placentero de su turbación.
Marina se puso tan pálida, que Petia llegó a
asustarse. Después, el rostro de la chica quedó
inmóvil, cuajada en él una expresión despectiva.
- Esos son fantasías suyas -dijo Marina displicente
y, haciendo un esfuerzo, rió con su extraña risa, que
tan conocida le parecía a Petia.
El chico comprendió de pronto que era aquella la
risa de Vera la del Abismo, y que él era el
desventurado Raiski.
- Tenga bien presente que nunca ha ocurrido nada
de eso -dijo Marina y, dando media vuelta, se alejó
hacia la casa.
V. Kataiev
Petia la siguió corriendo.
- No me acompañe usted -dijo Marina, sin volver
la cabeza.
- Espere usted, Marina... ¿Por qué se ha puesto
así? -preguntó, plañidero, Petia.
Marina se volvió hacia él y, midiéndolo de pies a
cabeza con una despectiva mirada, le dijo:
- ¡Charlatán!
La chica se alejó corriendo.
Petia no esperaba que una entrevista tan
prometedora pudiera terminar así. No comprendía en
absoluto las causas de aquel enojo. Lo único que
sabía era que había perdido a Marina, si no para
siempre, por lo menos para mucho tiempo. ¿Y
cuándo había ocurrido aquello? En el preciso instante
en que todo parecía favorecerle, en que la estepa iba
poniéndose oscura y, tras los lejanos barrancos,
pendía en el aire una luna enorme, iluminada
tenuemente desde dentro, como un globo de papel.
LOS COME
TARIOS DE CESAR
En los días que siguieron, Marina no se dejó ver.
Petia arrojó por la ventana varias esquelas en las que,
en diferentes tonos, le daba otra cita, prometiéndole
incluso descubrirle un secreto muy importante, pero
nada surtió efecto. Petia comprendió que había
perdido a Marina para siempre.
El chico estaba desesperado, y su pena la
ahondaba no tener cerca a nadie a quien pudiera
hablar de su revés amoroso, del "estado de su alma
doliente", que así llamaba Petia la desazón que le
producía su amor propio herido. Por eso la llegada de
Gávrik no pudo ser más oportuna.
Como siempre en los últimos tiempos, Gávrik
apareció inopinadamente. Petia lo vio cuando ya
estaba en el huerto. Era imposible comprender de
dónde había salido. En todo caso no había entrado
por la puerta de la valla, ya que Petia se encontraba
en aquel instante junto a ella para ver si una personita
salía a comprar petróleo.
Gávrik llevaba entre la camisa y el cinturón un
manoseado libro, y en la mano sostenía, arrollado, un
cuaderno con el que, al parecer enojadamente, se
golpeaba en una rodilla. Todo su aspecto era bastante
sombrío.
- ¿Qué, vamos a estudiar? -preguntó, suspirando,
Petia.
- No; vamos a cazar moscas -respondió seco
Gávrik.
Petia eligió en el huerto un umbroso rincón, desde
el que se veía la casita, y ambos se sentaron, al pie de
un cerezo, en la tierra esmaltada de margaritas
silvestres.
- ¿Qué es eso que traes ahí? -preguntó apático
Petia.
- Tengo que estudiar los Comentarios de la
guerra de las Galias.
- ¡Ah! Ahora te lo explicaré. Lo principal consiste
101
El caserío en la estepa
en que esos Comentarios de la guerra de las Galias
los escribió Cesar. Se llamaba Julio y era, por así
decirlo, un emperador romano que...
- Eso lo sé, sin necesidad de que tú me lo digas.
Debo leer y traducir y, además, aprenderme de
memoria el primer capítulo.
- Pues vamos a estucharlo -dijo condescendiente
Petia-. Abre el libro y ponte a traducir.
- Ya lo he traducido -dijo Gávrik.
- ¿Qué quieres, pues?
- Aprenderme de memoria el primer capítulo. Y
eso es para mí peor que aprenderme una poesía.
- Pero es necesario -dijo aleccionador Petia, que
ya iba tomando gusto al papel de maestro-. Por tanto,
abre el libro, dámelo a mí, yo leeré y tú repetirás.
- ¿Es que no lo sabes de memoria? -preguntó con
recelo Gávrik.
Petia hizo oídos sordos a la pérfida pregunta,
quitó el libro a Gávrik y, con mucha fuerza de
expresión, leyó:
- Gallia est omnis divisa in partes tres. Repite.
- Gallia est omnis divisa in partes tres -repitió
Gávrik, arrugando el entrecejo.
- ¡Muy bien! -dijo Petia-. Sigamos...
En aquel instante le pareció al chico ver una
figura cerca de la casita y, alargando el pescuezo,
miró hacia allí.
- No la esperes -observó muy tranquilo Gávrik.
Petia se estremeció.
- ¿Y tú de dónde lo sabes? -preguntó Petia,
poniéndose muy rojo, pues se conocían demasiado
para poder engañarse.
- ¡No te hagas el tonto! -dijo irritado Gávrik-. ¡Ni
que las Pávlovski hubieran caído del cielo! Tú sabes
perfectamente que las hemos traído para despistar a
la policía. Hay que tener cabeza y no una col sobre
los hombros. No están aquí en la casa de campo
veraneando, sino que... se ocultan y trabajan. Y a ti
se te ha ocurrido hacerle el amor a la chica. En fin, si
así lo quieres, hazle el amor, nadie te lo prohíbe, pero
a qué vienen tus tontas conversaciones. Apenas la
has visto, te has puesto a decirle: ¡Ah, yo a usted la
conozco! ¡Oh, la he visto a usted en el extranjero!
¡Oh, Marie Rose! ¡Oh, Longjumeau! ¿Sabes tú lo que
es Marie Rose y Longjumeau?
Dándose cuenta de que hablaba demasiado alto,
Gávrik miró en torno y, aunque no había nadie por
allí cerca, bajó la voz para decir:
- De allí vienen todas las directrices e
instrucciones. Ya puestos, te diré que, si le echan el
guante a esa mujer, sufriremos un gran descalabro.
Te hablo con tanta franqueza porque te consideramos
de los nuestros. ¿No es cierto que es así?
Gávrik entornó los ojos y miró fijo a Petia,
esperando que respondiera a su categórica pregunta.
Petia lo pensó y asintió con la cabeza. Era la
primera vez que Gávrik le hablaba con tanta claridad,
sin callarse nada, llamando al pan, pan, y al vino,
vino.
- ¡Juro...! -dijo Petia y enmudeció de repente, pues
la emoción le ponía un nudo en la garganta.
El chico sentía deseos enormes de decir algo
importante, hasta solemne, y por eso repitió, con
lágrimas en los ojos.
- ¡Juro!...
- Ya sabía yo que ibas a pronunciar juramentos dijo Gávrik-. Puedes guardártelos. Nosotros, amigo,
no fiamos mucho de las palabras. Estamos hartos de
oír a charlatanes.
- ¡Yo no soy un charlatán! -protestó, muy
molesto, Petia.
- No hablo de ti, aunque también te gusta un
poquito darle a la lengua. ¡Marie Rose!
¡Longjumeau!... Quítate esa costumbre, amigo. La
cosa es seria, y, si llegara el caso, no tendríamos
muchas contemplaciones contigo... ¿Tienes tú una
idea de lo que es la conspiración?
- Sí -dijo con mucha dignidad Petia.
- Pues no se nota... -espetó Gávrik-, porque la
conspiración consiste, ante todo, en saber morderse
la lengua. Y tú eres de los que hablan hoy con uno,
mañana con otro... Las palabras, amigo, no son
gorriones, cuando salen de la boca ya no hay quien
pueda cazarlas. ¿Sabes lo que ella ha pensado de ti?
- ¿Quién?
- Marina. Creyó que te habían enviado los de la
policía, que eras de la bofia.
- ¿Qué es la bofia? -preguntó inquieto Petia.
- ¡Ay, amigo, para hablar contigo, hay que comer
antes! De la bofia quiere decir un espía. De la
secreta. Ya deberías saberlo... Alborotaste tanto a la
madre y a la hija, que aquella misma noche se
disponían a salir del caserío. Menos mal que llegué
yo en aquel momento, si no se hubieran marchado.
Ya habían recogido sus trastos. Pero yo les dije, para
que no se inquietasen, que, a pesar de todo, tú eras de
los nuestros.
Petia, abatido, callaba. No había podido suponer
que sus amoríos trajeran tan graves consecuencias.
Sí, había muchas cosas que él ni tan siquiera
conjeturaba.
- Por cierto, la chica no está mal. Yo no tendría
nada en contra de pasear con ella, cogidos del brazo,
al atardecer, pero no me llega el tiempo -dijo, con un
suspiro, Gávrik.
Petia le miró casi horrorizado, sin creer lo que
estaba oyendo. ¡Hablar así de "ella"! ¡Aquello era
increíble! Pero Gávrik, tendido sobre las margaritas,
las manos cruzadas tras la nuca, continuó como si tal
cosa:
- Por otro lado, debes comprender su situación.
No tiene padre. Su padre murió el año pasado en el
extranjero, de tisis galopante. También militaba en
nuestra organización. La madre se dedica al trabajo
del Partido. Viven con pasaporte falso. Y todo el
tiempo se ven obligadas a cambiar de sitio, a
102
ocultarse y a mudar de casa. La chica tiene que
estudiar, para no quedar atrasada. Y están siempre
metidas en casa porque no deben salir más que en
caso de extrema necesidad. En fin de cuentas, es ya
una mocita, y se aburre. Por eso se alegró cuando le
echaste la esquela por la ventana. ¿Por qué, en fin de
cuentas, no iba a dar una vuelta con un buen mozo?
Además, por raro que parezca, le caíste en gracia.
Pero tu maldita lengua lo ha echado todo a perder.
Petia torció el gesto, como si le dolieran las
muelas.
- Espera -dijo-, ¿de dónde sabes tú todo eso?
Gávrik miró a Petia con manifiesto asombro, y
dijo:
- ¡Vaya, hombre! ¿Crees que las Pávlovski viven
del aire? Aunque debo decirte que son tan Pávlovski
como yo Ptáshnikov, pero eso no debe saberlo nadie.
Yo me acerco unas dos veces por semana para
traerles provisiones y cuando hay que hacerles llegar
algún encargo del Comité...
Petia quedó desagradablemente sorprendido.
Resultaba que Gávrik veía con gran frecuencia a las
Pávlovski y era como de la casa.
-¡Pues no lo sabía! ¿Y por qué no pasas a vernos a
nosotros? -preguntó Petia, que empezaba a sentir
algo así como celos.
- Porque vengo de noche las más veces.
- ¿Por conspiración? -preguntó no sin ironía Petia.
- ¿Y tú qué te crees? ¿Para qué va uno a llamar la
atención sin necesidad? No sabemos nunca quién
puede vernos... ¿Sabes en qué tiempos vivimos? Por
todas partes hay huelgas. La secreta parece haberse
vuelto loca, tienen espías en todos los sitios. La cosa
se ha puesto peor que en el año cinco.
Petia percibió el hálito de Blizhnie Mélnitsi, del
que en los últimos tiempos había comenzado a
deshabituarse.
- ¿Qué, camarada, nos echamos un cigarrillo? dijo Gávrik sacando una cajetilla barata.
Petia no fumaba aún y no sentía deseos de
hacerlo. Pero la palabra "camarada", pronunciada por
Gávrik con aquella singular expresión de hombre
maduro y el propio aspecto de la cajetilla de Repique,
de la sociedad Laferme -cinco kopeks los veinte
pitillos-, que Petia había visto anunciada en Pravda,
le hicieron que tomase de la cajetilla un duro
emboquillado y se lo llevara a los labios con torpe
movimiento.
- Fumemos -dijo Petra en el mismo tono que
Gávrik, mirando, con ojos bizcos, la punta del
cigarrillo, a la que su amigo acercaba una cerilla
encendida.
Los chicos estuvieron fumando un rato: Gávrik
con manifiesto placer, tragándose el humo y
escupiendo como un viejo obrero, y Petia sacándose
el cigarrillo de la boca a cada instante y mirando la
boquilla, de la que salía un blanco hilo de lechoso y
humo.
V. Kataiev
No volvieron a hablar de las Pávlovski. Se
pusieron a estudiar los Comentarios de César, y
Gávrik dijo al marcharse:
¡Así están las cosas, amigo! Pero tú no te
acoquines.
Petia no comprendió a qué se referían aquellas
palabras.
En el chico chocaban los sentimientos más
encontrados: los celos, el despecho, la esperanza, la
desesperación, y, por extraño que pudiera parecer, un
vivo y apasionado afán de vivir, que inundaba,
desbordante, su corazón.
Petia se puso a rumiar la forma de corregir su
equivocación y hacer que Marina acudiera a otra cita.
El chico pasó varios días entregado a tejer planes.
LA REI
A DEL MERCADO
Fue por entonces cuando empezaron a madurar
las cerezas. Maduraban rápida e impetuosamente, al
mismo tiempo todas las variedades: las negras, las
rojas, las color rosa y las blancas. Aunque los Bachéi
observaban cada día, llenos de inquietud, la
maduración de la rica cosecha, únicamente se dieron
cuenta de sus verdaderas proporciones una buena
mañana en que, votando muy bajas, pasaron ruidosas
sobre el huerto una negra nube de estorninos y, tras
ella, una gris nube de gorriones.
Los pájaros se posaron en el huerto, y mientras
Vasili Petróvich, Petia, Pávlik, Dunia y Gavrila
corrían por debajo de los árboles, espantándolos con
sombrillas, palos, sombreros, pañuelos y gritos, la tía
se puso sus guantes de encaje y su sombrero y, el
rostro radiante, se dirigió en el ómnibus a la ciudad
para enterarse de los precios al por menor de la
cereza y ver si podía venderla, al por mayor, a los
fruteros del mercado.
Regresó la tía al atardecer y, cuando se
encontraba ya cerca del caserío, oyó atronadoras
detonaciones. Era Pávlik, que, bajo la dirección de
Gavrila, disparaba, con perdigones, una vieja
escopeta que habían encontrado entre los trastos
dejados en la finca por la señora de Vasiútinski.
- ¡Dios mío! ¿Qué estás haciendo? -gritó
espantada la tía al ver que su amado sobrino cargaba
la escopeta.
- ¡Espanto a los pájaros! ¡Tenga cuidado! respondió Pávlik y, poniendo una cara feroz, disparó
de nuevo a lo alto, después de lo cual voló por el aire
una pequeña tromba de plumas de gorrión.
Por lo visto, la guerra contra las aves se
desarrollaba con buen éxito.
- ¿Qué, qué tal sus iniciativas comerciales? preguntó Vasili Petróvich, frotándose las manos-.
Confío en que nos habrá traído usted buenas noticias.
- Y sí y no -respondió la tía.
- ¿Qué quiere decir con eso? -dijo Vasili
Petróvich, sonriendo jovial.
El padre había recorrido el huerto unas diez veces
103
El caserío en la estepa
en el transcurso del día y había podido convencerse
de que la cosecha no era simplemente buena, sino
insólita, fantástica. Racimos de grandes cerezas
combaban las ramas, brillando al sol con todos los
matices del rojo, desde el más pálido, casi color
carne, como los corales rosa de primera calidad,
hasta el rojo sangre tirando a negro, como el
carbúnculo del piropo.
- ¿Qué quiere decir con eso? –repitió el padre
menos jovial, al advertir la expresión disgustada de la
tía.
- Ahora se lo contaré todo; deje primero que me
lave y ofrézcame, por favor, una taza de té. ¡Doy
media vida por una taza de té!
Todo aquello no presagiaba nada bueno.
Media hora después, la tía, sentada en la terraza,
tomándose ávidamente la ansiada taza de té, decía:
- ¿Comprende?, primero he recorrido algunas
fruterías de la ciudad. Hay aún pocas cerezas, muy
pocas, y las venden al por menor a quince o veinte
kopeks la libra.
- ¡Pero eso es magnifico! -exclamó Vasili
Petróvich, calculando mentalmente lo que podría
producirles cada árbol, admitiendo incluso que no
hubiera en él más que unos treinta kilos de cerezas-.
Si es así, podemos considerarnos ricos.
- Espere -observó cansada la tía-. Eso es el precio
al por menor, pero nosotros tenemos que vender las
cerezas al por mayor. He ido al mercado y he
recorrido los puestos de los fruteros. Resulta que el
precio al por mayor es bastante más bajo.
¡Eso es completamente natural! -exclamó muy
animado Vasili Petróvich-. Eso ocurre siempre.
Dígame, ¿y cuál es el precio al por mayor?
-Ofrecen dos cuarenta por pud, franco de portes.
Vasili Petróvich pasó sus dedos por el arco de
acero de sus lentes, movió los labios y, haciendo
mentalmente unos cálculos, dijo:
Sí... eso es otra cosa; pero, de todos modos,
debemos sacar una suma muy respetable. No sólo
podremos hacer efectivos los pagarés, sino obtener
ciertas ganancias -y Vasili Petróvich miró sonriente a
la tía.
- Es usted muy ingenuo -dijo la tía. No se olvide
que pagan a dos cuarenta el pud franco de portes -y
repitió recalcando las palabras: ¡Franco de portes!
- ¡Ah, si!... franco de portes... -barbotó Vasili
Petróvich-. ¿Y qué significa eso?
- Pues eso quiere decir que debemos llevar toda la
cereza al mercado.
- ¿Y qué? ¡Vaya un problema! La llevaremos y
cobraremos nuestro buen dinero.
- ¡Vaya, es verdaderamente difícil hablar con
usted! -dijo enojada la tía-. ¿Ha pensado usted en
cómo vamos a llevar las cerezas al mercado? ¿En qué
vamos a transportarlas? No tenemos ni caballo, ni
carro, ni cestos, ni sacos, ni... no tenemos nada... Y
ya no hablo de que primero hay que recoger la
cosecha, si no se la comen antes los pájaros. ¡No
tenemos ni siquiera escaleras!...
- Sí... -pronunció distraídamente Vasili Petróvich
y, pellizcándose la nariz, exclamó-: ¡La cosa es
bastante extraña! ¿Por qué debernos… llevar las
cerezas al mercado… franco de portes? Usted
hubiera debido decirles: si quieren comprar cerezas,
tengan la bondad de venir a recogerlas.
- Así lo he dicho.
- ¿Y qué?
- No quieren.
- ¡Hmn!... En todo esto hay un mal entendido...
Por último, existe, por decirlo así, la competencia. Si
unos no quieren, quizás otros acepten.
- He recorrido todos los puestos y he sacado la
impresión de que no hay ninguna competencia y
forman todos una misma banda. No puede usted
figurarse lo que se parecen unos a otros. Todos llevan
idénticas blusas azules, los mismos gorros de piel de
cordero, y todos tienen unas carazas de luna rojas
como un tomate. Son unos bandoleros como aquellos
"persas" que vinieron a ver si malvendíamos la
cosecha... Y todos me han hablado de una tal señora
Storozhenko. Por lo visto, todo el comercio al por
mayor se encuentra en manos de esa dama.
- ¿Y por qué no ha hablado usted con ella?
- Lo he intentado, pero no hay forma de verla. Se
pasa el día recorriendo huertos y comprando la
cosecha.
- ¿Y qué vamos a hacer? -preguntó Vasili
Petróvich.
- No sé -respondió la tía.
Estaban sentados el uno frente al otro con cara de
mal humor. Vasili Petróvich enjugaba su pardo y
poroso cuello con un pañuelo no muy limpio, y la tía
tamborileaba con sus dedos en el platillo de té. Petia
se daba cuenta de que sobre la familia se cernía una
desgracia, aún más terrible que la vez pasada, cuando
la sequía agostaba el huerto.
Las cerezas maduraban, no por días, sino por
horas. Las rojas se ponían negras, las rosadas, rojas,
las amarillas, color de rosa, y las blancas
amarilleaban, adquiriendo un vivo tono bronce, que
denotaba a simple vista su dulzor. De buena mañana
empezaba ya la guerra contra los pájaros. Ataban a
las ramas trapos de color, ponían espantajos, corrían
por debajo de los árboles, batían palmas y gritaban
con voz ronca, tratando de espantarlos. De vez en
cuando, sonaban los estampidos de la escopeta, y los
perdigones hendían con metálico sonido el aire.
Aquello resultó más difícil que acollar los árboles
o acarrear agua. ¡Oh, qué odio tomó Petia a los
estorninos! ¡Cuán poco se parecían a las poéticas
avecillas que cantaban alegres en diferentes tonos,
haciendo que los bellos días primaverales se
antojaran aún más hermosos, las alamedas, más
umbrías y que las tenues nubecillas parecieran
inmóviles, como sumidas en plácido letargo!
104
Aquellos estorninos eran ya para el chico aves de
rapiña, que atacaban, formando grandes nubarrones,
el tranquilo huerto. Estropeaban con sus agudos picos
las cerezas, eligiendo hábilmente las maduras, a las
que arrancaban triangulares pedacitos de carne.
Los estorninos no comían tanto como
estropeaban. Cuando se lograba espantarlos de un
árbol, revoloteaban largo rato sobre él, describiendo
círculos y dando rápidos virajes.
Intentaron los Bachéi recoger la cosecha de
algunos árboles subiéndose a unas sillas y se
convencieron de que era aquello muy difícil cuando
no se tenía hábito. Por el momento, resolvieron
vender parte de las cerezas al por menor, y mandaron
a Gavrila a Bolshói Fontán con un gran cesto.
Gavrila pasó unas horas recorriendo los chalets y
trajo en total setenta kopeks. Después de explicar,
con lengua estropajosa, que no había podido vender
más, se echó a dormir en la hierba, detrás de la
cuadra, esparciendo en torno un fuerte olor a
aguardiente.
Se presentaron unos veraneantes que vivían en el
chalet de Kovalevski, dos señoritas muy lindas, con
sombrillas de encaje, y un estudiante con guerrera
blanca. Compraron dos libras de cerezas, pero, como
los Bachéi no tenían peso, la tía les echó a ojo unas
cinco libras en una coquetona cestilla que el
estudiante llevaba ensartada en un palo.
Las señoritas colgaron inmediatamente unas
cerezas, como si fueran pendientes, en sus diminutas
orejas, se pusieron más bonitas aún, con sus mejillas
llenas de graciosos hoyuelos, y rieron coquetonas,
mientras la tía las miraba con una expresión que
parecía decir: "¡Señores, no comprendo cómo pueden
ustedes alegrarse así!"
Después, el cartero trajo una esquela del notario,
escrita a máquina, con la lacónica y amenazante
advertencia de que al cabo de tres días vencían los
pagarés.
La tía de nuevo marchó a la ciudad, pero regresó
sin haber conseguido nada, ya que la señora
Storozhenko no se encontraba allí, y los "persas",
como si quisieran tomarle el pelo, ya no ofrecían dos
cuarenta, sino un rublo treinta por pud, franco de
portes. Además, debieron de decir alguna grosería a
la buena mujer, pues, cuando llegó a casa, parecía a
punto de llorar, se quitó el sombrero con brusco
ademán y repitió varias veces, yendo y viniendo por
la terraza:
- ¡Pero qué canallas! ¡Dios mío, qué canallas!
No quedaba más remedio que alquilar a los
colonos alemanes carros y cestos y, en contra de los
sagrados principios de Vasili Petróvich, explotar
trabajo ajeno, es decir, contratar a muchachas de las
aldeas del contorno para que recogieran cuanto antes
la cosecha, una cuarta parte de la cual ya la habían
picado los pájaros.
Los alemanes se negaron a alquilar sus carros, y
V. Kataiev
todas las muchachas aldeanas estaban trabajando ya
en otras fincas.
- ¡Maldita sea la hora en que me dejé arrastrar a
tan estúpida y loca empresa! -gritó el padre.
- ¡Vasili Petróvich, compadézcase de mí, se lo
pido por nuestra difunta Zhenia! -dijo llorando la tía,
y su voz denotaba que tenía hinchada la nariz.
Por si todo aquello fuera poco, la puerta de la
finca se abrió chirriante y entró por ella un cabriolé.
Un "persa" iba en el pescante, otro, de pie en el
estribo, y en el asiento trasero saltaba, de lado, una
obesa dama embutida en un guardapolvo de lona y
tocada con un polvoriento sombrero que adornaban
unas desteñidas miosotas de tela. El cabriolé pasó por
encima de un arriate con flores de tabaco y petunias y
se detuvo frente a la casa. Los "persas" se
apresuraron a ofrecer sus manos a la dama, que se
apeó trabajosamente.
Tenía la mujer aquella una cara bigotuda y
grasienta, pero musculosa, con un feo rubor de
remolacha, y sus ojos eran absolutamente
inexpresivos.
- ¡Eh, muchacho... como te llames... deja de cazar
moscas y corre a llamar a los dueños! -gritó la mujer
a Pávlik, con asmática y bronca voz de verdulera, y
ya se disponía a sentarse en una silla metálica que le
ofrecía servil unos de los "persas", cuando
aparecieron la tía y Vasili Petróvich.
- ¿Son ustedes los amos? -preguntó la mujer y, sin
esperar respuesta, tendió primero a Vasili Petróvich y
después a la tía su corta mano, calzada en negros
mitones de encaje, que dejaban asomar unos dedos
gruesos y cortos como muflones-. Buenos días, yo
soy la señora Storozhenko.
La tía, muy emocionada, se ruborizó y dijo
rápidamente, con sonrisa de dama de la alta sociedad:
- Es usted muy amable. He estado dos veces en el
mercado, pero no he podido verla. No hay forma de
dar con usted.
La tía, con gesto encantador, amenazó a la señora
Storozhenko con su fino índice y dijo:
- Como ve usted, es verdad eso de que si el monte
no viene a mí, yo voy al monte.
- Eso no tiene importancia -replicó la señora
Storozhenko, como si no hubiera oído el aforismo-.
En el mercado me han dicho que quieren ustedes
vender su cosecha de cerezas. Pues bien, yo se la
compro.
¿No querrá usted ver antes el huerto? -dijo la tía,
cambiando con Vasili Petróvich una mirada de
inteligencia.
- Conozco este huerto como si fuera mío respondió la señora Storozhenko. ¿Creen que es la
primera vez que vengo aquí? Ya compraba la
cosecha cuando gobernaba la finca la señora de
Vasiútinski. Debo decirles que cuando estaba ella, las
cosas marchaban mejor. Ustedes han dejado que los
pájaros estropeen la mitad de la cereza. No es cosa
105
El caserío en la estepa
mía, claro está, pero les diré que tienen ustedes el
huerto muy abandonado. No creo que logren salir
adelante. Aunque no hace más que cinco años que
me dedico a la fruta y hasta entonces comerciaba
exclusivamente en pescado, a cualquiera que le
pregunten les dirá que la señora Storozhenko sabe lo
que es la fruta. ¿Acaso son eso cerezas?, eso no son
cerezas, sino piojos. ¡Pueden creer lo que les digo!
Vasili Petróvich y la tía escuchaban a la señora
Storozhenko, ya con desesperación, ya llenos de
esperanza. De ella, exclusivamente de ella, dependía
su suerte, pero el tosco rostro de la mujer era
impenetrable.
Por fin, la señora Storozhenko dijo:
- En pocas palabras, para que no perdamos más
tiempo, aquí tienen esto -la mujer abrió una bolsa de
cuero que llevaba terciada sobre el pecho y sacó de
ella un crujiente billete de cien rublos con la efigie de
la emperatriz Catalina II, que, por lo visto, había
preparado de antemano-. ¡Tomen!
- ¿Cien rublos nada más, cuando los pagarés
ascienden a trescientos?
- ¡Tomen! -repitió impaciente la señora
Storozhenko-. Y den las gracias que les suelto cien
del ala. Por lo menos, no tendrán que preocuparse
más de las cerezas, pues yo me hago cargo de
recogerlas y de llevarlas al mercado.
- ¡Tenga temor de Dios, señora Storozhenko! -dijo
Vasili Petróvich-. ¡Esto es un atraco!
- Diga, buen hombre -replicó con voz cantarina y
dulzona la señora Storozhenko-, ¿no le parece que yo
también tengo que ganar algo?
- Sí, pero aquí hay mercancía por valor de unos
quinientos rublos, como mínimo -dijo la tía-. Lo
hemos calculado bien.
- Pues si lo han calculado, realicen ustedes
mismos la cosecha y no den la lata a la gente. Cien
rublos, ¡ni un kopek más!
- Sí, pero nosotros debemos hacer efectivos los
pagarés.
- Eso ya lo sé. Dentro de unos días deben ustedes
entregar trescientos rublos a la señora de Vasiútinski,
y si no los entregan, perderán su derecho al arriendo.
Y lo perderán, quiéranlo o no, porque no tienen
dinero contante y sonante y, de todos modos, ya
están arruinados. Por eso les aconsejo que acepten lo
que les doy, pues, por lo menos en los primeros
tiempos, no se morirán de hambre. Y la señora de
Vasiútinski me pasará la finca a mí por mediación
del notario. Yo sabré gobernarla mejor que ustedes.
- Eso está aún por ver -dijo la tía, poniéndose
lívida.
- ¡Deje usted de presumir! -espetó la señora
Storozhenko con manifiesto desprecio y mirando con
un odio feroz a Vasili Petróvich y a la tía-. ¿Creen
que no sé lo que son? ¡No tienen ustedes dónde
caerse muertos! ¡Son unos mendigos! ¡Unos
harapientos! ¡Y aún se llaman intelectuales!
- Muy señora mía -dijo Vasili Petróvich-, ¿quién
le ha dado a usted el derecho de hablarnos en ese
tono?
La señora Storozhenko se volvió con majestuoso
empaque hacia la tía y le dijo:
- Escuche usted... como se llame... dígale a su
consorte que no dé voces, porque dentro de tres días
los tiraré a ustedes de aquí con todos sus trastos.
¡Descamisados!
Vasili Petróvich pareció querer lanzarse sobre la
mujerona y prorrumpir en gritos, pero no pudo más
que patalear, mugió como un mudo y se dejó caer
sobre los peldaños de la terraza, llevándose las
manos a la cabeza.
- Tome usted los cien del ala y extiéndame un
recibo -dijo la señora Storozhenko alargando el
billete a la tía, como si no hubiera pasado nada.
- ¡Es usted una mujer desalmada y vil! -exclamó
la tía, toda temblando, y hecha un mar de lágrimas,
se metió en la casa con paso tambaleante.
Era aquella escena tan brutal y bochornosa, que
no sólo Petia, Pávlik y Dunia, sino también Gavrila
quedaron como petrificados, y nadie advirtió la
presencia de Gávrik, que llevaba ya largo rato allí
cerca, entre los árboles.
El muchacho, hundida en el bolsillo del pantalón
la mano derecha, se acercaba lento, con su paso
bamboleante, hacía la señora Storozhenko.
- ¿Aquí estás, so pellejo? -dijo Gávrik entre
dientes, dilatadas las aletas de la nariz-. ¡Largo de
aquí, tía pendón!
La mujer miró asombrada a Gávrik y de pronto
reconoció en aquel mocetón obrero de dieciséis años
al nietecito del abuelo Chernoivánenko, al pobrecito
mendigo que le llevaba al mercado los gobios cuando
ella vendía pescado al por menor. La señora
Storozhenko tenía buena memoria y comprendió en
seguida que tenía delante a un viejo enemigo.
Entonces era pequeñito e impotente, y ella hacía con
él lo que le venía en gana, pero ahora las cosas
habían cambiado. Con zorruno instinto, la víbora
aquella intuyó en él una fuerza peligrosa.
- ¡Qué es eso de faltarme! -gritó la mujerona,
rebullendo nerviosa junto al cabriolé-. ¿Qué estáis
mirando? ¡Dadle dos buenas puñadas en los hocicos!
Agachando sus cabezas con los gorros de piel de
carnero, los "persas" dieron unos pasos adelante, pero
Gávrik, rápido, sacó del bolsillo la mano, con un
rompecabezas de acero, y en sus labios, cenicientos,
aparecieron unos espumarajos que nada bueno
prometían.
- ¡Largo de aquí, tía pendón! -repitió el muchacho
con una tranquilidad espeluznante y, tomando del
bocado al caballo, sacó de la finca el cabriole, al que
montaron, ya en marcha, la señora Storozhenko y los
"persas".
Durante largo rato se vio luego camino de la
ciudad, entre los verdes trigales, el gorro con las
106
miosotas desteñidas y se oyó la voz chillona de la
señora Storozhenko, que lanzaba a los habitantes del
caserío espantosas amenazas y los colmaba de los
más indecentes denuestos.
Respirando profundamente, como después de una
pesada faena, Gávrik se acercó a sus amigos. Dio la
mano en silencio a Petia, palmoteó a Pávlik en la
espalda y se acercó a Vasili Petróvich, que
continuaba sentado en los peldaños, tapada la cara
con las manos.
- Ya veremos quién se sale con la suya -dijo
Gávrik, escupiendo furioso, y luego cruzó el huerto
en dirección a la estepa, donde se perdió de vista tan
repentinamente como había aparecido.
Todos permanecieron callados largo rato,
comprendiendo que nada podían decir. Vasili
Petróvich se frotó con fuerza la cara, limpió los
cristales de los lentes con el faldón de la camisa,
sonrió, inesperadamente para todos, con leve y pueril
sonrisa y dijo, suspirando:
- Así, con la desgracia, terminó el banquete.
Por extraño que pueda parecer, fue aquel un
suspiro de alivio.
LA AYUDA DE LOS AMIGOS
Por cierto tiempo reinaron en la finca la quietud y
la tranquilidad. Los Bachéi se conducían como si
acabaran de despertarse y no comprendieran bien si
lo que les ocurría era sueño o realidad. Todos se
mostraban muy solícitos e incluso cariñosos. Por la
tarde tomaban té y leche cuajada. Bromeaban,
conversaban, pero no aludían en absoluto a su
situación y parecía como si reservaran todas sus
fuerzas espirituales y corporales para un futuro
próximo, en el que incluso daba miedo pensar.
Se acostaban temprano y dormían mucho,
desquitándose, con placer, de todos sus trabajos e
inquietudes y sabedores de que el día siguiente no les
traería nada nuevo.
Un amanecer, Petia sintió que una mano fría le
tiraba de una pierna. Abrió los ojos y vio que la
ventana estaba abierta y Gávrik se encontraba junto a
su cama. Aún no había salido el sol, pero en la
habitación había ya bastante claridad y por la
ventana, que dejaba entrar el fresco de la alborada, se
veían el oscuro verdor del huerto y la franja rojo
cereza del matutino cielo; lejos, se oían las voces
soñolientas de los gallos.
- ¡Levántate! -musitó Gávrik.
- ¿Qué pasa? -preguntó Petia con idéntico susurro,
sin asombrarse lo más mínimo, pues hacía ya tiempo
que estaba habituado a las inopinadas apariciones de
su amigo.
- ¡Anda, vístete y a trabajar! -dijo Gávrik
enigmática y alegremente, señalando con la cabeza
hacia la abierta ventana.
Con estas palabras, el muchacho saltó en silencio
al poyo de la ventana y de allí al huerto, perdiéndose
V. Kataiev
de vista en él.
Petia conocía bien a Gávrik y sabía que aquello
no era una broma, que le había hablado en serio. Por
eso se vistió en un periquete y, encogiéndose de frío,
saltó por la ventana.
En el jardín se oían voces. Petia dio la vuelta a la
casa y vio a unos hombres bajo los cerezos. Se oían
golpes de hacha y chirridos de sierra. A cierta
distancia pasó un joven desconocido, llevando a
cuestas una tosca escalera nueva que, por lo visto,
acababan de hacer de listones. Otra idéntica aparecía
apoyada en un árbol, y arriba había una chica
descalza, sujetando con una mano una rama, que el
peso de las cerezas combaba, y protegiéndose con la
otra del sol, que acababa de salir del mar y daba en
los ojos con sus rayos cegadores, aunque fríos
todavía.
- ¡Petia, acérquese! -gritó la chica.
Petia reconoció a Motia.
- ¿Qué haces aquí? -preguntó el chico
acercándose.
- Recogiendo su fruta -respondió alegre Motia, y
Petia vio la cesta que colgaba de su brazo.
Motia añadió con un suspiro:
- Nos tiene usted olvidados. No viene nunca por
Blizhnie Mélnitsi.
Llevaba Motia unas cerezas en las orejas, a guisa
de pendientes, y a Petia le pareció más bonita que
nunca.
- ¿Sabe? -dijo Motia riendo, mientras arrancaba
con dedos ágiles las cerezas y, junto con unas hojitas,
las dejaba caer en la cesta-, llevamos trabajando más
de una hora, y usted no ha hecho más que abrir sus
ojitos. ¡No se puede ser tan perezoso! ¡Dios le
castigará!
La chica rió tan alto, que estuvo a punto de caerse.
- ¡Ay, sujéteme, que me caigo! -gritó, pero logró
conservar el equilibrio, aunque algunas cerezas de la
cesta cayeron sobre Petia.
- Bromas a parte, yo pregunto en serio qué pasa
aquí -insistió Petia.
- ¿Pues no lo está viendo? -respondió Motia-. Los
amigos hemos venido a recoger la cosecha para que
no se pierda.
Petia miró en torno. En todas partes, bajo los
árboles y en ellos, había gente a la que conocía -a
unos más, a otros menos- de cuando viviera en
Blizhnie Mélnitsi. Con gran asombro suyo vio Petia
al tío Fedia, al viejo ferroviario, a Sinichkin, a la
joven maestra y a algunos otros amigos y visitantes
de Terenti. También estaban allí Zhenia, el hermanito
de Motia, y todos sus amiguitos, los pequeñuelos de
Blizhnie Mélnitsi, que, encaramados como macacos
en los árboles, llenaban de cerezas, con pasmosa
habilidad y diligencia, gorras, cestos y cajones de
caramelos. Por doquier se veían pies descalzos,
brazos tostados por el sol y alegres camisas de percal.
Oíanse voces sonoras, risas, bromas y chanzas.
107
El caserío en la estepa
Antes de que Petia pudiera comprender bien del
todo lo que significada aquella alegre invasión,
Gávrik se acercó a él en un vuelo, llevando a cuestas
un montón de viejos sacos y de esteras.
- ¡Anda, toma y ve extendiéndolos bajo los
árboles! -dijo jadeante el muchacho, y puso en manos
de Petia unos cuantos sacos.
Petia se dio por fin cuenta de que ocurría algo
muy esperanzador y, contagiado de la jovialidad y
alegría generales, se puso a extender diligentemente
bajo los árboles los sacos, dando vueltas, de rodillas,
en torno a ellos y alisando con esmero las arrugas.
Pronto de cestos, gorras y delantales se abatieron
sobre ellos, con blando golpear, grandes y maduras
cerezas.
Cuando se despertó a causa de aquel ruido
incomprensible y salió de la casa, la tía creyó que la
señora Storozhenko habla entrado ya en posesión de
la finca y sus jayanes estaban saqueando
desfachatadamente el huerto.
Aunque ya se había hecho a la idea de que aquello
era inevitable, al ver a gente extraña arrancando ante
sus ojos las cerezas, gritó con voz débil, demudado el
semblante:
- ¿Quién les ha autorizado? ¿Cómo se atreven?
¡Bandidos!
- ¿Pero qué dice usted? -la atajó con voz
insinuante y cantarina Gávrik, que pasaba en aquel
instante junto a ella, arrastrando una escalera-. Son
todos de los nuestros, de Blizhnie Mélnitsi. No se
preocupe usted, Tatiana Ivánovna. No se perderá ni
una cereza. Se lo garantizo yo. En fin, puede ser que
alguien se meta dos o tres en la boca por casualidad,
pero eso no tiene importancia. Usted misma ve que la
cosecha no puede ser mejor. Quiera Dios que sea así
en todos los huertos. La venderá usted al por menor a
no menos de tres rublos el pud. Y esa vieja pendón
sacará esto.
Al decir las últimas palabras, Gávrik extendió la
mano haciendo la higa.
- Espera, explícame lo que está pasando -dijo la
tía y miró atenta el rostro grave y decidido de Gávrik,
esforzándose por comprender lo que ocurría.
- No se enfade usted con nosotros por no haberle
pedido permiso -dijo Gávrik-, pero, ¿cómo íbamos a
pedírselo cuando ahora, como suele decirse, un día
da de comer todo un año? Si se deja pasar el tiempo,
luego no hay forma de recuperarlo. Además, hemos
tenido que buscar listones, sacos, esteras y otras
muchas pequeñeces. ¿No tengo razón? ¿O es que
prefiere usted que esa tía pellejo los arruine? ¡Eso no
lo consentiremos en la vida! ¡Basta! ¡Ya nos han
chupado bastante sangre! ¡Han pasado los tiempos en
que permanecíamos plantados ante ellos como si
fuésemos borregos!...
La tía miraba a Gávrik, su belicosa expresión, su
infantil nariz, pelada por el sol, y sus ojos de hombre,
serios y airados, que se lo explicaron todo mejor que
sus palabras.
Aunque, al parecer, la tía no se daba cuenta cabal
de lo que aquello significaba, sí había comprendido
lo más importante -la buena gente de Blizhnie
Mélnitsi había acudido en ayuda de la familia-, por lo
que en su pecho renacieron de nuevo las esperanzas
de salvación y despertó al instante la dueña de la
finca.
Anudándose con rapidez un pañuelo a la cabeza,
corrió al huerto, poniendo ordenen todas partes.
Mandó colocar los sacos y las esteras de modo que
nadie tuviera que perder tiempo para verter las
cerezas; hizo que la fruta la amontonaran por
variedades; gritó alegremente a los pequeñuelos que
comieran menos y recogieran más; mandó a Gavrila
que trajese unos cubos de agua para que la gente
pudiera beber y, después, ella misma se subió a una
escalera, se colgó de las orejas unas cerezas y,
entonando a toda voz la canción ucraniana Muy bajo
está el sol, se puso a recoger la fruta, con dedos
ágiles, en una vieja sombrerera de cartón.
¡Aquel fue un maravilloso día de empeñado
trabajo! Hada tiempo que Petia no se sentía tan
alegre y feliz, aunque no había podido hacerse con
una escalera ni, por tanto, arrancar cerezas de los
árboles, faena que, naturalmente, era la más
interesante.
Pero correr por debajo de los árboles también
tenía su atractivo. A cada instante bajaba a sus manos
de la susurrante fronda un pesado cesto, repleto hasta
los bordes. Petia lo cogía, lo volcaba en uno de los
montones y, luego, ya vacío, ligero, casi ingrávido, lo
devolvía y se apresuraba a otro árbol, donde ya
estaba esperándole otro cesto, lleno y pesado.
Aquella gimnasia incesante le hacía sentir un
agradable dolorcillo en los brazos, y los montones de
acharoladas cerezas con las verdes pinceladas de las
hojitas, por las que se arrastraban las abejas, crecían
a ojos vistas, produciendo al chico extraordinaria
alegría.
Petia atendía diez árboles. Casi a cada instante,
alguien lo llamaba para entregarle una cesta repleta,
pero la voz más frecuente era la de Motia.
- ¡Petia, venga aquí, ya la tengo lista! -gritaba la
chica-. ¿Dónde se ha metido usted? ¿Cómo puede ser
tan haragán? ¡Tenga!
Su tierna mano, que asomaba de la manga de
percal rosa, bajaba una pesada cesta, y Petia veía
entre el follaje la encendida carita de la chica, con un
huesecillo de cereza entre los labios.
Al mediodía todos estaban ya cansados, y Gávrik
recorrió todo el huerto gritando con voz espesa:
-¡Basta, a comer!
En aquel instante, Petia vio de pronto, muy cerca,
a Marina y a su madre. Se dirigían hacía él,
abrazadas como si fueran dos amigas, con unas
cerezas a guisa de pendientes y llevando unos cestos
vacíos, por lo que dedujo Petia que también habían
108
participado en la recolección.
Al ver a la madre de Marina, Petia se acobardó:
¿y si adivinaba que había sido él quien se movía por
las noches entre el ajenjo y echaba por la ventana
esquelas de amor? ¿Y si se le ocurría darle un tirón
de orejas? ¡Le había parecido tan severa y rigurosa el
primer día que la vio! Pero, con las cerezas en las
orejas, en su vieja bata de ir por casa, la mujer
semejaba la bondad personificada. Y Marina...
Marina sonreía con manifiesto placer; en su rostro no
quedaba ni huella de aquella expresión orgullosa y
despectiva con que, días atrás, lanzara a Petia la
terrible palabra: "¡Charlatán!"
- ¡Muy buenos días! -saludó turbado Petia.
Deseoso de producir a la madre de Marina buena
impresión, intentó taconear, lo que resultó bastante
necio, pues iba descalzo. Pero nadie se dio cuenta.
- Tiene usted mucha razón. El día es, en efecto,
magnífico -dijo la madre de Marina con una sonrisa
muy seria y llena de significación-. ¿No es cierto,
Petia?... Se llama usted Petia, ¿no?
La mujer miraba al chico con curiosidad, pues
adivinaba que era él quien dejaba caer por las
ventanas las esquelas amorosas dirigidas a su hija.
Marina miró a Petia de soslayo, con ojos inocentes, y
dijo, como si nada hubiera ocurrido:
- Hacía tiempo que no nos veíamos.
Era evidente que se estaba burlando de él. Petia
hubiera querido lucirse dando una respuesta a lo
Pechorin, pero en lugar de ello balbuceó sombrío:
- La culpa no ha sido mía.
- ¿Pues de quién? -inquirió, caprichosa, Marina
volviéndose de lado y poniéndose a juguetear con
una gota de espesa resina, que rezumaba la corteza
del cerezo a cuyo pie se encontraba.
- Ya sabe usted de quién -respondió Petia con
tierno reproche y se asustó, pues aquello era ya, casi,
una declaración de amor.
En aquel instante se acercó la tía y sacó a su
sobrino de tan embarazosa situación.
- ¡Ah, son ustedes! ¡Por fin! ¡Nos rehúyen muy
tenazmente! ¿Cómo pueden estar siempre metidas en
casa, como en una celda? En el verano hay que
deleitarse contemplando la naturaleza, respirando el
aire del mar, paseando por el huerto. Ustedes tienen
todo esto a su disposición, pero se pasan el día
metidas en las habitaciones.
La tía parloteaba usando aquel tono un tanto
amanerado y aristocrático en el que, a su entender,
debía hablar una intelectual dueña de una pensión
con inquilinos también intelectuales.
- ¡Pero, Dios mío!, ¿qué estoy viendo? -continuó
la tía juntando las manos con asombro-. ¿Llevan
ustedes cestos? ¿Será posible que también hayan
venido a ayudarnos? ¡Son ustedes muy amables! No
quiero ocultarles que nos hallábamos en una
situación terrible. La cosecha es tan buena, y
nosotros tan poco prácticos… Usted, como
V. Kataiev
intelectuales debe comprenderlo...
- Sí, sí -respondió fríamente la madre de Marina-.
Aunque pequeño, es un caso típico que caracteriza
con mucha brillantez el proceso de concentración del
capital comercial. Por lo visto, esa señora
Storozhenko... o como se llame... posee el monopolio
absoluto del mercado frutero local y ahora aplasta
por todos los medios, lícitos e ilícitos, a sus
competidores más débiles. Y es una ingenuidad que
no lo hayan comprendido ustedes desde el principio.
Los fuertes se tragan a los débiles, tal es la ley del
desarrollo histórico del capitalismo.
La tía escuchaba asustada a la madre de Marina.
La mujer estaba al corriente de todos los asuntos de
la familia, a pesar de que pasaba en casa todo el
tiempo y no salía a ninguna parte.
De todas sus palabras, la tía sólo sacó que decía
algo muy político y era una mujer peligrosa. Por eso
intentó dar a la conversación un giro distinto, y dijo:
- Tiene usted muchísima razón. La señora
Storozherrko es un monstruo, ¡sí, un monstruo! Es
una bestia mal educada, que no tiene cabida en la
buena sociedad.
La madre de Marina arrugó el ceño:
- La señora Storozhenko es, ante todo, un ser vil,
contra el que hay que luchar.
- Pero, ¿cómo? -preguntó la tía, encogiéndose de
hombros y haciendo una mueca de repugnancia-. ¡No
vamos a presentar una demanda contra ella! Sería
hacerle demasiado honor.
La madre de Marina miró atenta a la tía y de
pronto sonrió como se sonríe a los niños cuando
hacen alguna pregunta ingenua.
- ¿Presentar una demanda? ¡Pero que gracia tiene
usted! -dijo la mujer, riendo con risa seca y en el
fondo, amarga.
La tía miró a aquella mujer menuda y de rostro
inteligente, burlón y decidido, se fijó en su obstinada
barbilla y el negro bozo de su labio superior y se dio
cuenta de que pertenecía a otro mundo, a un mundo
incomprensible, pero atractivo.
"¿Es usted socialdemócrata?", quiso preguntar la
tía, pero, en vez de eso, abrazó a la madre de Marina
y, con el tono de una colegiala, exclamó:
- ¡Querida, no sabe la simpatía que siento por
usted!
- No sé por qué -respondió muy seria la madre de
Marina, pero se notaba que a ella también le gustaba
la tía.
Al parecer, la mujer se había hecho desde el
principio una idea falsa de los Bachéi.
Los creyó unos arrendatarios como otros muchos,
que negociaban con su casa de campo y su huerto de
árboles frutales, y resultaron ser personas ingenuas y
poco prácticas, amenazadas por la desgracia.
La tirantez se desvaneció y las mujeres entablaron
animada conversación, y aunque la madre de Marina
seguía manteniéndose a cierta distancia, la tía,
109
El caserío en la estepa
gracias a su viva imaginación, tenía ya a los cinco
minutos una idea bastante clara de lo que ocurría en
el caserío.
Había comprendido que aquellas gentes no eran
jornaleros traídos por Gávrik de Blizhnie Mélnitsi,
sino personas ligadas por intereses comunes y que esto la llenó de sorpresa- conocían bien a la señora de
Pávlovski. Todo aquello parecía encerrar un oculto
designio.
AL CAÍDO O SE LE PEGA
Petia y Marina iban por la avenida fingiendo estar
muy enfrascados en sus pensamientos, cuando, en
realidad, no sabían de qué hablar, mejor dicho, no
sabían cómo empezar la conversación.
- ¿Está usted enfadado conmigo? -preguntó
Marina y, como Petia callara sombríamente, le pasó
un dedo por la manga y le dijo-: No se enfade.
Seamos amigos, ¿quiere?
Petia la miró con el rabillo del ojo y comprendió
al punto que todo aquello eran argucias. Marina
quería arrancarle una declaración en regla. Quería
que dijera: "Yo no creo en la amistad entre un
hombre y una mujer", y, entonces, lo atraparía en
seguida. ¡No, amiguita, el truco es muy viejo! ¡A otro
perro con ese hueso! y Petia de nuevo dio la callada
por respuesta.
- ¿Porqué calla usted? -preguntó Marina, haciendo
por mirarle a la cara.
- No sé -dijo Petia muy significativamente, como
insinuando: compréndelo como más te agrade.
Marina exhaló un suspiro e inquirió muy quedo,
con un hilo de voz:
- ¿Me ha echado usted de menos?
- ¿Y usted? -preguntó Petia, sin oír su propia voz.
Yo sí, le he echado de menos -respondió la chica
y bajó la cabeza tanto, que las cerezas se
desprendieron de sus orejas.
Marina las recogió muy turbada y dijo, roja como
una amapola:
- Hasta lo he visto en sueños una vez.
Petia no creía lo que estaba oyendo. "¿Qué es
esto? -se preguntó inquieto-. ¡Parece que se me está
declarando!" Ni siquiera se había atrevido a soñar en
semejante dicha. Pero cuando ella pronunció con
tanta timidez y franqueza aquellas palabras: "le he
echado de menos" y "lo he visto en sueños", el
muchacho sintió de pronto gran alivio y cierto
desencanto. ¡Gracias a Dios! Unos minutos antes
parecíale la chica un tesoro inalcanzable, y ahora
tenía ante él a una niña, si bien bastante mona, de lo
más corriente, sin nada de común con la Marina a la
que había querido con un amor tan desesperanzado y
torturante.
- Y usted, ¿no me ha visto en sueños? -preguntó la
chica.
Petia intuyó que había llegado el momento crítico:
de su respuesta dependía el desenlace de aquella
aventura amorosa. Decir: "Sí, la he visto en sueños",
era lo mismo que declararse. ¿Qué iba a resultar
entonces? Ella lo veía en sueños a él, él la veía en
sueños a ella; ella lo quería a él, él la quería a ella; en
fin, aquello era el amor recíproco que Petia tanto
anhelaba. Sí, la cosa era bien sugestiva, pero, ¿no
sería aquello demasiado rápido? Todo marchaba tan
bien, todo era tan interesante, la aventura apenas si
empezaba y, de pronto, ¡toma! ¡amor recíproco!
Naturalmente, el amor de Marina había evitado de
golpe y porrazo a Petia muchas preocupaciones y
cuidados: noches de insomnio, celos, el acecho entre
la mojada hierba y las esquelas amorosas. Aquello
encerraba enormes ventajas, pero, ¿qué seguiría? Lo
único que les faltaba era besarse. Al pensar en los
besos, Petia sintió escalofríos. ¡No, no, todo menos
aquello!
Marina, apoyada en una escalera, bajo un cerezo,
miraba a Petia con ojos que la emoción ponía oscuros
y se pasaba la lengua por sus agrietados labios, cuya
tibieza se adivinaba a simple vista. Petia no podía
apartar la mirada de ellos.
- ¿Porqué calla usted? -dijo Marina con la
impaciente voz de una encantadora de serpientes-.
¿Me ha visto usted en sueños?
La chica empezaba otra vez a dominar la
situación. Un segundo más, y Petia hubiera
respondido, con sumiso balbuceo: "Sí", pero el
espíritu de la negación y de la duda logró imponerse.
- Por extraño que pueda parecerle, no la he visto
en sueños -dijo Petia con forzada sonrisa, que a él se
le antojó fría como el hielo y eminentemente
pechoriniana.
Marina bajó los ojos y palideció un poco.
"¡Anda, chúpate esa! -exclamó para sus adentros
Petia-. ¡No soy tan tonto!".
El chico no sentía ninguna lástima. Ahora que se
creía vencedor, Marina ya no le gustaba tanto.
- ¿Eso es verdad? -preguntó Marina y, levantando
la cabeza, se puso a examinar con fingida atención la
copa del cerezo.
A Petia se le antojó que había visto en sus labios
una leve sonrisa, como si Marina hubiese descubierto
en el árbol algo muy divertido. Pero aquella inocente
artimaña no podía engañar a un hombre tan
fogueado.
- ¿Comprende? -dijo Petia, que no deseaba llegar
a una ruptura-, no es que no haya soñado con usted,
pero no la he visto en sueños.
- ¿Cómo es eso? -preguntó Marina, muy intrigada,
y volvió a sonreír al árbol y hasta le hizo, a
hurtadillas, un guiño.
- Muy sencillo -respondió Petia-. Una cosa es
soñar y otra, muy distinta, ver en sueños. ¿Me
comprende? Yo he soñado con usted, pues ¿con qué
no sueña el hombre? ¡Son tantas las cosas con que
uno sueña! Ahora, ver en sueños especialmente a una
persona es algo muy distinto.
110
- No lo comprendo -dijo Marina, mordiéndose los
labios.
- Ahora se lo explicaré. Uno ve en sueños
cuando... ¿cómo decirlo?... cuando… cuando está
enamorado. ¿Ha querido usted alguna vez a alguien?
-preguntó Petia con voz grave, montando su caballo
de batalla.
- Sí, a usted -respondió Marina sin el menor
titubeo.
Petia, muy halagado, frunció el ceño, y dijo con
voz desencantada:
- Yo no creo que las mujeres puedan amar.
- Pues hace muy mal. Y usted, ¿ha querido a
alguien?
No podía haber hecho Marina una pregunta que
más placiera a Petia. Como un inocente ratoncillo,
ella misma se metía en la ratonera que él había
puesto con tanta habilidad y astucia.
- A esas preguntas no se responde -dijo Petia-,
pero a usted se lo diré, porque la considero una buena
amiga. Pues nosotros somos amigos, ¿no es cierto?
- Yo no creo en la amistad entre un hombre y una
mujer -dijo Marina.
- Pues yo creo -replicó despechado Petia.
La chica empezaba a irritarle, pues casi todo el
tiempo decía lo que hubiera debido decir él. Parecía
como si no hubiese leído ninguna novela.
- Hace usted mal -observó Marina-. Pero creo que
quería usted decirme algo.
- Quería decirle, mejor dicho, quería relatarle... En
fin, puedo decirle... Ahora que como a una amiga,
claro está, pues nadie más lo sabe ni lo sabrá. -Petia
se puso un poco de lado, agachó la cabeza y dijo con
triste sonrisa:- Yo he amado. En realidad, sigo
amando... Pero eso no tiene importancia...
- Y ella, ¿también le quiere a usted?
- Oh, si, más que yo a ella. Yo simplemente la
quiero, y ella está enamorada locamente. Pues bien,
imagínese, un día fuimos ella y yo a la estepa a
recoger campanillas blancas. Era una bella tarde
primaveral...
- Ya lo sé -dijo vivamente Marina-. Fue usted con
Motia.
- ¿Cómo lo sabe?
- ¡Qué más da!, el caso es que lo sé. Pero no
comprendo qué ha encontrado de particular en ella observó Marina, con un leve mohín-. ¿Y la quiere
usted de verdad?
- Sabe -dijo Petia encogiéndose de hombros-, yo
mismo no comprendo cómo ocurrió todo aquello. Sí,
no tiene nada de particular, únicamente su carita,
muy simpática, y aquel día...
Se oyó un leve susurro en la copa del árbol y cayó
de allí una cereza, por lo visto arrancada por un
estornino.
- ¡Srhss! -profirió Petia, agitando la mano.
- ¡Ah! ¿sí? -dijo Marina celosa-. ¿De modo que a
usted le gusta ir a la estepa por campanillas blancas?
V. Kataiev
¿Y qué pasó allí? ¿Se besaron ustedes?
- A esas preguntas no se responde -contestó
evasivo Petia.
- Conmigo debe ser usted franco, somos amigos.
¡Se lo exijo! -exclamó enfadada Marina, e incluso
dio una patadita en el suelo.
"¡Ah, amiga!, ¿tienes celos? -se dijo Petia-. ¡Pues
espera, que eso no es todo?"
- ¡Dígame usted en seguida si se besaron o no! Si
no me lo dice, me marcho ahora mismo y ya no nos
vemos más ¿Me oye? ¡Nunca más! -exclamó Marina,
y sus ojos centellearon.
En aquel instante estaba encantadora, y Petia,
encogiéndose displicente de hombros, dijo:
- ¿Por qué se pone así? Pues claro que nos
besamos.
¡Ay!, ¿cómo no le da vergüenza, cómo no le da
vergüenza? -protestó sobre sus cabezas la voz de
Motia, quien, a continuación, toda sonrojada, saltó
del árbol y se puso a brincar a pie cojo en torno a
Petia, diciendo-: ¡No sabía que era tan trapalón! ¡No
sabía que era tan trapalón!
- ¡Bravo, Molía, por no haberte reído antes de
tiempo! -gritó Marina, batiendo palmas de contento.
- Me tapaba la boca con las manos para no soltar
la carcajada -explicó Motia, que seguía saltando en
torno a Petia, increpándole-: ¡Trapalón, trapalón!
Petia deseaba que se lo tragase la tierra.
- ¿De modo que os habéis besado? -preguntó
amenazadora Marina y, con estas palabras, se acercó
a Petia, arrolló hábilmente a su índice el pelo del
muchacho y tiró con fuerza.
- ¡Ay, que duele! -gritó Petia.
- ¿Acaso a mí no me duele? -se burló Marina.
A pesar de lo espantoso de su situación, Petia no
pudo por menos de apreciar debidamente aquella
magnífica respuesta, tornada, ni más ni menos, de El
primer amor, de Turguénev.
De pronto, Marina dejó escapar su enigmática risa
de ondina y, con esa inconsecuencia tan propia de las
mujeres, propuso:
- ¡Motia, oye!, ¿qué te parece si le damos una
paliza?
Venga -dijo Motia, y ambas chicas, riendo como
locas, se abalanzaron sobre Petia.
El chico esquivó el ataque con ágil movimiento y
echó a correr como alma que lleva el diablo, raudos
sus pies descalzos.
Las chicas se lanzaron en pos suyo, y Petia oía sus
gritos alegres y burlones. Le iban dando alcance.
Petia resolvió emplear un conocido truco: dejarse
caer repentinamente a los pies de sus perseguidoras.
Sin embargo, se apresuró demasiado. Se echó de
bruces y se levantó a cuatro pies cuando las chicas no
estaban aún lo bastante cerca. A gatas ofrecía el
chico un aspecto bastante ridículo, y las chicas se
acercaron sin grandes prisas, se montaron sobre él a
horcajadas y se pusieron a zurrarle la badana.
111
El caserío en la estepa
No le hacían daño, ¡pero qué humillación!
- ¡Al caído no se le pega! -gimió Petia.
Entonces, las chicas, resoplando malignas, se
pusieron a hacerle cosquillas, y Petia reía
escandalosamente. En aquel preciso instante acudió
en ayuda suya, como surgido por encanto, Gávrik.
- ¡Dos contra uno! ¡Eso no es de ley! -y, saltando
sobre las chicas, gritó-: ¡A mí, muchachos!
Al oír aquella llamada de combate, acudieron en
un periquete Pávlik, Zhenia y los chicos y chicas de
su pandilla, y al poco todos, en informe montón,
rebullían, resoplaban, reían y gritaban bajo los
árboles.
TERE
TI SEMIO
OVICH
Aquel día, Vasili Petróvich se despertó muy tarde.
Había dormido toda la noche como un muerto, con
ese profundo sopor del hombre rendido de cansando,
que no sueña, ni piensa, ni siente.
Al despertarse, permaneció largo rato tendido en
su catre de lona, los ojos cerrados, de cara a la pared,
y no podía siquiera imaginarse lo que iba a ser de la
familia.
Por fin, haciendo un esfuerzo, se levantó, vistióse
y salió al huerto. Vio bajo los árboles sacos y esteras,
sobre ellos montones de cerezas, y a mucha gente,
conocida y desconocida, que, de pie en las escaleras
y a horcajadas en las ramas, recogía la cosecha. Vio
dos caballos paciendo y dos carros salidos no sabia
de dónde. Por último, vio a la tía, que se acercaba a
él con su enérgico y menudo paso, riendo jovial.
- Bien, Vasili Petróvich, parece que todo se
arregla del mejor modo posible.
- ¿Qué dice usted? -preguntó Vasili Petróvich con
voz apagada e inexpresiva, mientras que en su rostro
aparecía una sonrisa extraña de lunático, que
impresionó a la tía por su inmovilidad-. ¿Qué dice
usted?
- ¡Pero, Dios mío! ¿De qué puedo hablarle si no
es de nuestra cosecha, de nuestras cerezas? respondió alegre la tía.
Al oír la palabra "cerezas", Vasili Petróvich se
estremeció como mordido por una víbora.
- ¡No, no! ¡Por Dios! -gimió el hombre-. ¡Por
Dios, por Dios! ¡Evíteme usted ese... ese suplicio!
- Pero escuche –dijo blandamente la tía.
- ¡No quiero! ¡No quiero! ¡No me da la gana!
¡Prefiero cargar sacos en el puerto! -gritó Vasili
Petróvich con voz de alma en pena, y corrió como un
loco hacia la casa, braceando torpemente y dando
traspiés.
- ¡Pero escúcheme usted! -le gritó la tía.
Vasili Petróvich no respondió, pues estaba
convencido de que la tía había de salirle con alguna
necia quimera y de que todos ellos estaban perdidos
para siempre.
El buen hombre se tendió de nuevo en su catre, de
cara a la pared, con el único y apasionado deseo de
que lo dejasen en paz.
La tía no volvió a importunarle, pues sabia que,
de todos modos, nada iba a conseguir. Todo se hizo,
en el transcurso de dos días, sin la participación de
Vasili Petróvich.
Llegaban y se marchaban los carros, resoplaban
los caballos, crujían los cestos, por la noche ardían
hogueras en la estepa, y de allí, con el humo, llegaba
el sabroso olor del guisado y las patatas asadas. Se
oían canciones. Y en todo había un algo de alegre, de
festivo. Aquello era, verdaderamente, una fiesta del
trabajo libre, y llenaba de júbilo:
Vasili Petróvich no advertía, mejor dicho, no
quería advertir nada. Experimentaba la torturante
desesperación del hombre ingenuo que se ha visto de
pronto engañado brutalmente. Estaba seguro de que
la vida se había mofado de él.
Resultaba que había vivido de ilusiones. Y la más
tonta de ellas había sido creerse un hombre libre e
independiente, cuando en realidad, con todos sus
nobles y elevados pensamientos, con su pura alma de
santo y su noble corazón, con su amor a la patria y al
pueblo, no era más que un esclavo como millones de
otros rusos, esclavos de la Iglesia, del Estado y de lo
que se acostumbraba a llamar la "sociedad".
En cuanto hizo un débil intento de ser honrado y
libre, cayeron sobre él primero el Estado, encarnado
en Smoliáninov, el inspector de Instrucción Pública,
después la "sociedad", representada por Faig, y
cuando, por último, para conservar su libertad e
independencia, había resuelto vivir "del esfuerzo de
sus brazos" y ganarse el pan "con el sudor de su
frente", resultaba que aquello también era imposible,
porque no lo deseaba la señora Storozhenko.
Vasili Petróvich se pasaba casi todo el día echado
en su catre, pero ya no de cara a la pared, sino de
espaldas, las manos cruzadas sobre el pecho y la vista
puesta en el cielo raso, donde oscilaban los verdes
reflejos del huerto. Vasili Petróvich apretaba las
mandíbulas, y una colérica arruga surcaba su
combada y bella frente.
Al tercer día, por la mañana, la tía llamó leve,
pero resueltamente, a la puerta de la habitación.
- ¡Vasili Petróvich, tenga la bondad de salir!
El buen hombre se estremeció y se sentó en la
cama.
- ¿Qué quiere? ¿Qué desea usted?
- Salga a la terraza.
- ¿Para qué?
- Para un asunto importante.
- Le ruego que me libre usted de todos los
asuntos, por muy importantes que sean.
- Perdone, pero le ruego encarecidamente que
salga.
Vasili Petróvich percibió en la entonación de la tía
una nota nueva, de gran seriedad.
-¡Está bien -accedió sordamente el hombre-, ahora
mismo voy!
112
Vasili Petróvich se arregló un poco, se puso las
sandalias, se echó una almorzada de agua a la cara, se
peinó con el cepillo, mojándolo previamente, y salió
a la terraza, dispuesto a hacer frente a las cosas más
desagradables y humillantes.
Pero, en lugar de un alguacil, un gendarme, un
notario o algún otro sujeto por el estilo, vio a un
hombre de edad media y bastante grueso, con trazas
de obrero. Vestía el desconocido una chaqueta de
lona y, sosteniendo entre los dientes un pedacito de
azúcar, tomaba té de un platillo que sostenía con tres
dedos. Por su rostro encarnado, que las viruelas
habían puesto como un rallo, rodaban gruesas gotas
de sudor, y a juzgar por la cordial sonrisa con que le
miraba Tatiana Ivánovna, debía de ser un hombre
muy bueno.
- Vasili Petróvich -dijo la tía, aquí le presento a
Terenti Semiónovich Chernoivánenko, de Blizhnie
Mélnitsi, en cuya casa vivió Petia y se encuentran
nuestros muebles.
- En resumidas cuentas, el hermano de Gávrik,
amigo de su Petia -dijo Terenti y, depositando
cuidadosamente el platillo sobre la mesa, tendió a
Vasili Petróvich su mano grande y pesada-.
Encantado de conocerle. He oído hablar mucho de
usted.
- ¿Será posible? -dijo Vasili Petróvich sentándose
a la mesa y adoptando su habitual pose de profesor,
es decir, cruzando las piernas y balanceando,
pendientes del cordón negro con una bolita en el
extremo, los lentes con montura de acero-. ¡Vaya,
vaya!, sería interesante saber qué es lo que ha oído
usted de mí, qué es lo que dice la gente.
- Pues sé que primero tuvo usted un choque con
sus superiores por lo del conde Tolstói y después no
congenió con Faig por lo del imbécil de Blizhenski dijo suspirando Terenti-. En fin, lo sé todo. ¿Qué
puedo decirle? Naturalmente, ha obrado usted como
es debido y nosotros le apreciamos por ello.
Vasili Petróvich, alarmado, se apresuró a
preguntar:
- ¿"Nosotros"?, ¿a quién se refiere usted?
Terenti sonrió bondadoso.
- Nosotros, Vasili Petróvich, somos la gente
sencilla, los obreros. En fin, el pueblo, si usted
quiere...
Vasili Petróvich se alarmó todavía más. Aquellas
palabras le olían a "política". Miró inquieto a la tía,
pues, sin duda, todo aquello era una fantasía suya,
quizá peligrosa. Pero en aquel instante vio sobre la
mesa un montón de billetes verdes, azules, de color
rosa, es decir, de tres, cinco y diez rublos,
cuidadosamente empaquetados y atados con hilos.
- ¿Qué dinero es ese? -preguntó asustarlo Vasili
Petróvich.
- Pues imagínese -dijo la tía con una modesta
sonrisa de triunfo, que quería ocultar-, hemos
vendido la cosecha y estas son las ganancias.
V. Kataiev
-Seiscientos cincuenta y ocho rublos de beneficio
limpio -dijo Terenti, frotándose las manos-. Ahora
pueden ustedes vivir.
- ¿Pero cómo ha podido ocurrir todo esto? exclamó Vasili Petróvich, sin creer lo que estaba
viendo-. ¿Y los caballos? ¿Y los carros? ¿Y... eso
de... franco de portes?...
- No se preocupe -dijo Terenti-, nuestra casa
comercial es fuerte. Para la buena gente podemos
sacar de todo: caballos, carros y tara. Por algo somos,
como suele decirse, proletarios. Todo se encuentra en
nuestras manos, Vasili Petróvich. ¿No es cierto lo
que le digo?
Aunque la palabra "proletario" era una de las más
peligrosas y no olía simplemente a política, sino a
verdadera revolución, Terenti la había dicho con
tanta sencillez, con tanta naturalidad, que Vasili
Petróvich la aceptó sin la menor resistencia interior.
- ¿De modo que todo esto ha sido casa suya? preguntó Vasili Petróvich y, poniéndose los lentes,
miró con ojos alegres a Terenti.
- ¡Cosa nuestra! -respondió Terenti con una nota
de orgullo en la voz y miró, también alegremente, a
Vasili Petróvich.
- Es usted nuestro salvador -dijo la tía.
Tatiana Ivánovna se puso a contar con todo
detalle y mucho humor cómo habían vendido las
cerezas. Resultó que las habían llevado en carros por
toda la ciudad, vendiéndolas al por menor con gran
éxito: la gente se las quitaba de las manos y las
compraba por cestos, sobre todo las blancas y las
rosadas; las negras se vendían peor.
- Imagínese usted -dijo la tía frunciendo la nariz y
muy brillantes los ojos-, nuestro Pávlik ha
comerciado mejor que nadie.
- ¿Que? -preguntó frunciendo el ceño Vasili
Petróvich-. ¿Pávlik ha vendido cerezas?
- Pues claro -dijo la tía-, todos hemos vendido,
¿Cree usted que yo no he vendido? Yo también he
participado. Me puse un sombrero viejo a lo madame
Storozhenko, me senté en el pescante al lado del
carrero y he recorrido así, con mucho empaque, todas
las calles. ¿Cree usted, acaso, que se podía frenar a
los chicos? Todos han vendido cerezas: y Petia, y
Motia, y Marina y hasta el pequeño Zhenia.
- Perdone... -dijo severo Vasili Petróvich-, ¿quiere
usted decir que mis hijos han vendido cerezas en las
calles de la ciudad? No acabo de comprender lo que
me dice...
- ¡Ay, Dios mío, pues es bien sencillo! Iban en los
carros por las calles y gritaban: "¡Cerezas! ¡Cerezas!"
¡Alguien tenía que pregonar la mercancía! Imagínese
usted el placer que eso ha proporcionado a los chicos.
¡Pero Pávlik nos ha dejado a todos boquiabiertos!
Voceaba mejor que nadie. ¿Sabe usted?, yo nunca
hubiera creído... Tiene una voz divina y, además de
ser todo un artista, ¡conoce a fondo la psicología de
los compradores al por menor!... Adivinaba en
113
El caserío en la estepa
seguida a quién se podía pedir más y a quién menos.
- ¡El diablo sabe lo que es esto! -barbotó Vasili
Petróvich, y estaba ya a punto de montar en cólera,
cuando, se imaginó de pronto con toda claridad a su
Pávlik voceando por las calles con su fina voz
infantil: "¡Cerezas! ¡Cerezas!", y a sus labios afloró
una espontánea sonrisa.
Vasili Petróvich se quitó de un manotazo los
lentes y soltó una bondadosa carcajada de maestro.
Pero su risa se cortó de pronto; volvió a arrugar el
ceño y dijo, suspirando:
- Sería para reír, si todo esto no fuera tan triste.
Aunque… viviendo entre lobos, hay que ser lobo
también.
- Tiene usted razón -dijo Terenti-, pero no del
todo. Con los lobos no hay que convivir, sino luchar,
pues de lo contrario nos tragarán y no dejarán de
nosotros ni las orejas. Tome usted, por no ir más
lejos, a esa tía pellejo de la señora Storozhenko, y
perdone lo fuerte de la expresión, pero ha estado a
punto de desplumarles a ustedes y de engullírselos
con tripas y todo. Menos mal que nosotros hemos
tomado cartas en el asunto a su debido tiempo.
- Sí -dijo Vasili Petróvich-, y no sé cómo
agradecérselo... Nos han salvado ustedes de la
miseria. ¡Gracias! ¡Un millón de gracias!
- Con su agradecimiento, uno no compra un
abrigo -dijo Terenti con ruda sonrisa.
Vasili Petróvich miro desconcertado a la tía, sin
saber que hacer. ¿No debería ofrecer dinero a
Terenti?
Por lo visto, el hermano de Gávrik leyó sus
pensamientos, pues dijo:
- No se trata de dinero. Lo hemos ayudado
sencillamente... como decirle... como buenos
vecinos, por solidaridad. Y, claro está, para no dejar
que aplastaran a una buena persona. Ahora usted
debe ayudarnos a nosotros un poquito.
Terenti repetía insistente "nosotros", pero esta vez
la palabra ya no asustó tanto a Vasili Petróvich, que
preguntó curioso:
- ¿Y en qué puedo ayudarles?
- Ahora se lo diré -respondió Terenti y, sacando
del bolsillo un pañuelo muy bien doblado, enjugó su
grande y bondadosa cara y su redonda cabeza, con el
pelo corto y una reluciente cicatriz en la sien-.
Tenemos un pequeño círculo de estudios, algo así
como una escuela dominical. Leemos, ¿sabe usted?,
folletos, libros y periódicos. En la medida de nuestras
fuerzas estudiamos Economía Política. Sí -Terenti
lanzó un suspiro al llegar aquí-, pero nos faltan,
querido Vasili Petróvich... ¿cómo decirlo?...
conocimientos generales. En fin, de historia, de
geografía... del origen de la vida en la Tierra… y
etcétera, etcétera... ¿Qué piensa usted de eso?
- Es decir, ¿ustedes quieren que yo les dé unas
cuantas conferencias de divulgación? -preguntó
Vasili Petróvich.
- Eso es. Y tampoco estaría de más que nos
hablara un poco de la literatura rusa: de Pushkin, de
Gógol, del conde Tolstói... En fin, usted sabe mejor
que nosotros lo que nos hace falta. En compensación,
le ayudaríamos a cultivar el huerto. Las cerezas,
gracias a Dios, las hemos vendido bien, pero aún
quedan las guindas, las manzanas y las peras.
Además, ahí está el viñedo. Cierto que no es muy
grande, pero también hay que trabajarlo, y no poco.
Solos, no podrán ustedes con él. Lo mejor será que
usted nos ayude a nosotros y nosotros le ayudemos a
usted.
Vasili Petróvich ya se había hecho a la idea de
que su actividad pedagógica había terminado para
siempre, y en aquel momento le embargó tal alegría,
que, en el primer instante, le costó trabajo reprimirla.
Incluso se frotó las manos, y los ojos le brillaron bajo
los lentes, pero, al recordar los sinsabores y las
humillaciones que le había ocasionado el magisterio,
se entibió en seguida, y dijo:
- ¡Oh, no! ¡No! ¡No! ¡Todo lo que quieran menos
eso! ¡Ya he tenido bastante!
Mirando a Terenti con expresión suplicante y
haciendo crujir sus dedos, Vasili Petróvich imploró
lleno de amargura:
- ¡Por Dios, todo lo que quieran menos eso! ¡Me
he dado palabra!... Además, ¿qué maestro soy yo
cuando de todas partes... me han tirado?
- ¡Por Cristo, Vasili Petróvich! ¿Qué está usted
diciendo? -exclamó horrorizada la tía.
- Ellos no le echaron, se lo comieron vivo -dijo
Terenti-. Usted se les atragantó a esos caballeros y
ellos, hablando en plata, se lo tragaron a usted vivo, y
nada más. Nosotros somos también un bocado que se
les ha atragantado, pero no nos pueden devorar: el
hueso es demasiado duro para sus dientes. Ni tan
siquiera en el año cinco pudieron acabar con
nosotros. Y ahora, en el año doce, huelga hablar. ¡Y
usted dice unas cosas!
Terenti pronunció estas últimas palabras en tono
de reproche, aunque Vasili Petróvich no había dicho
nada y miraba con el rabillo del ojo a Terenti,
tratando de comprender qué relación podía existir
entre el año cinco, el doce y su destino, que tan
espantoso derrotero había tomado.
- Sí -dijo ya menos resueltamente Vasili
Petróvich-, puede que todo lo que usted dice sea justo
en cierta medida, pero eso no hace cambiar la cosa
para mí.
Vasili Petróvich quiso añadir que preferiría ir al
puerto a cargar sacos, pero optó por callarse y,
avanzando la barba, se limitó a decir:
- En fin, ya sabe mi opinión.
- ¿Qué le vamos a hacer? -dijo Terenti-, cada uno
obra como mejor le parece. Sin embargo, creo que
procede usted mal. Un maestro no debe dejar de
enseñar. ¿Qué importa que no haya podido usted
congeniar con el inspector Smoliáninov y con el
114
granuja ese de Faig? Ellos no son el pueblo. Y
nuestro pueblo, como usted sabe, es aún muy
ignorante, hay que ilustrarlo. Entre la clase obrera, la
gente instruida no abunda. Pero, ¿de dónde vamos a
sacarla si no tenemos medíos para ello? ¿Quién va a
ayudarnos si no es usted? Nosotros le hemos
ayudado, y usted debe ayudarnos. Hay que vivir
como buenos vecinos, Vasili Petróvich. Entre ustedes
y nosotros no hay mucha distancia. Todos somos
proletarios. De aquí a Blizhnie Mélnitsi hay en línea
recia, por la estepa, unas tres verstas a lo sumo. ¿Qué
me dice? -Terenti miró cariñosamente a Vasili
Petróvich-. No tendrá usted que molestarse en venir
allí. Nosotros acudiremos cuando usted diga. Los
sábados por la tarde, después del trabajo o los
domingos. Acollaremos los árboles, regaremos el
huerto, cuidaremos de las cepas, y usted nos dará
clase. Al aire libre, bajo los árboles, sentados en la
hierba, en algún rinconcillo de la estepa. ¡Que bien
estaría eso! Con mayor razón, porque en los últimos
tiempos, la policía no nos deja respirar en Blizhnie
Mélnitsi. En cuanto la gente se reúne en alguna casa
o en cualquier otro sitio para cambiar impresiones,
leer un libro o hacer alguna otra cosa, se presentan en
seguida, hacen registros, alborotan y lo llevan a uno a
la comisaría, y la finca esta es como el paraíso
terrenal. Incluso si alguien se dejara caer por aquí, no
costaría gran trabajo convencerle de que la gente está
trabajando el huerto.
Terenti hablaba blandamente, casi con ternura,
rozando de vez en cuando con dos dedos la manga de
Vasili Petróvich, tan delicadamente como si estuviera
quitándole un hilillo. Cuanto más hablaba Terenti,
más le gustaba a Vasili Petróvich la idea de aquella
escuela dominical popular al aire libre, a cielo
abierto. Aquello era precisamente lo que tanto echaba
de menos: el trabajo manual libre inspirado por
ciencias libres.
Mientras Terenti lo persuadía, Vasili Petróvich
componía ya, para sus adentros, el guión de las
primeras conferencias. Ante todo, naturalmente,
debería darles una idea de la historia universal y de la
geografía física... Después quizás les enseñara los
rudimentos de la astronomía, la gran ciencia de los
cuerpos celestes...
- ¿Qué, Vasili Petróvich? -preguntó Terenti-,
¿hace?
- ¡Hace! -respondió muy decidido Vasili
Petróvich.
Aquel mismo día, la tía fue por la tarde a la
ciudad e hizo efectivos los pagarés, y en el caserío
comenzó una nueva vida.
LAS LUCIÉR
AGAS
Durante cinco días a la semana, la vida del caserío
no se diferenciaba de la de antes. Los Bachéi
continuaban sudando en el huerto, acollaban y
regaban los guindos y los manzanos. A veces, les
V. Kataiev
ayudaban Marina y su madre.
Entre Petia y Marina había unas relaciones de
amistad algo aburridas, lo que no impedía a Petia,
más por costumbre que por sentimiento, dirigir a la
chica elocuentes y enigmáticas miradas, a las que ella
correspondía, en la mayoría de los casos, sacándolo a
hurtadillas la lengua.
Pero cada sábado, después de la comida, los de
Blizhnie Mélnitsi invadían el caserío. Aparecían
Motia, Gávrik y Zhenia. Llegaba el flaco y alto
Sinichkin, llevando bajo el brazo su propia pala,
envuelta cuidadosamente en un periódico. Por entre
los árboles se acercaban, marcando el paso como
soldados, el viejo ferroviario que Petia conocía de
Blizhnie Mélnitsi, con su farol, y el tío Fedia el
marinero, con su gran tetera de cobre y una hogaza
de pan de la flota bajo el brazo.
Jadeante siempre, llegaba corriendo de la parada
del ómnibus la joven maestra, apretados contra su
pecho unos manoseados y magros folletitos.
Llegaban también algunos de los obreros que
visitaban a Terenti los domingos y a quienes Petia
había visto con mucha frecuencia en Blizhnie
Mélnitsi, ya en la calle, ya en los talleres o en los
jardincillos de las casitas.
Por lo común, Terenti solía llegar el último. Se
quitaba rápidamente los zapatos y la chaqueta, lo
dejaba todo debajo de un árbol y se ponía en seguida
a dar órdenes.
- ¡Venga, amigos, basta de fumar, al trabajo!
Terenti distribuía rápidamente a sus camaradas
enviando a uno a escardar, a otro a acollar árboles, a
otro a sacar agua de la cisterna, a regar, o a trabajar
en el viñedo. El mismo empuñaba también la pala o
un escardillo.
Trabajaban poco tiempo: unas dos horas a lo
sumo. Pero en tan corto plazo hacían más que los
Bachéi durante el resto de la semana. Después iban
todos juntos a bañarse al mar. Cuando regresaban,
sentábanse en círculo bajo los árboles, y Terenti iba
en busca de Vasili Petróvich.
- Ya estoy dispuesto -decía cada vez Vasili
Petróvich, apareciendo en la terraza con su chaqueta
de seda cruda recién planchada, una impoluta camisa,
corbata negra de profesor, puños duros y botas de
cabritilla de estrecha puntera.
Erguido, grave, bajo el brazo el cuaderno con el
guión de su conferencia, para la que se había
preparado durante varios días, se dirigía hacia el
grupo con saltarín andar de maestro, y Terenti le
seguía respetuoso, llevando una silla que había
tomado de la terraza.
Al ver a Vasili Petróvich, los "alumnos"
intentaban levantarse, pero él se lo impedía con
rápido ademán y, rechazando la silla, se sentaba
también en la hierba, como si deseara subrayar así el
carácter libre e independiente de aquellas clases.
Por cierto, era esta la única libertad que se
115
El caserío en la estepa
permitía Vasili Petróvich. En lo demás no se apartaba
ni un ápice de las más rigurosas tradiciones
académicas.
- Así pues -decía mirando con el rabillo del ojo su
guión-, la última vez, señores, trabamos
conocimiento con la vida del hombre primitivo, que
ya sabía encender fuego y cazaba, valiéndose de
primitivas armas de piedra, fieras salvajes, pero aún
no había aprendido a cultivar la tierra ni a sembrar
trigo...
Petia, que, a veces, asistía también a las
conferencias, veía asombrado ante él a un metódico
profesor que exponía con gran claridad y
consecuencia lógica la materia y no se parecía en
nada a su padre, tan bueno, blando y, a veces, infeliz
en la vida casera.
Jamás había sospechado Petia que tuviera su
padre una voz tan bella y sonora ni que pudieran
escucharle con pueril atención personas mayores, los
obreros aquellos. Petia advirtió que incluso le temían
un poco. Se lo hizo ver el siguiente hecho. En una de
las conferencias, el tío Fedia, olvidándose de dónde
estaba, encendió un cigarrillo. Vasili Petróvich se
calló a media palabra y le lanzó una mirada tan fija y
reprobatoria, que el tío Fedía apretó entre sus dedos
el encendido cigarro, se puso rojo como un pavo, se
levantó de un salto, se cuadró y, saltones los ojos,
pronunció muy fuerte, como era costumbre entre
marineros cuando hablaban con los superiores:
- ¡Perdone, camarada profesor! ¡Esto no volverá a
ocurrir!
- Siéntese -dijo fríamente Vasili Petróvich y
siguió desarrollando su pensamiento a partir de la
misma palabra en que se había detenido.
Terenti, que se hallaba a sus espaldas, amenazó
con el puño al tío Fedia, y Petia comprendió que el
padre, además de amar y respetar su profesión, sabía
hacer que la respetaran otros.
Habitualmente, todos se quedaban a pasar la
noche en el caserío para levantarse el domingo
temprano y seguir trabajando en el huerto, y, por ello,
se ponían a hacer la cena apenas terminada la
conferencia.
Cerca de las chozas, levantadas de maleza y
ajenjo, encendían una hoguera, ponían en ella un
gran caldero y hacían un guiso de patatas con tocino.
Llegaba la noche. Bajo los árboles, la oscuridad era
impenetrable, y desde lejos semejaba que la hoguera
ardía en una caverna. En torno a ella se movían
gigantescas sombras humanas, que tocaban las
estrellas con la cabeza. Todo aquello se le antojaba a
Petia un campamento de gitanos.
Cuando el guiso estaba ya a punto, Terenti iba a la
casa en busca de Vasili Petróvich y le decía:
- Vasili Petróvich, hónrenos con su compañía.
Unos minutos después, Vasili Petróvich aparecía
junto a la hoguera, pero esta vez con el traje de ir por
casa, es decir, con su vieja camisa rusa, en sandalias
y sin calcetines. Le ofrecían una cuchara de madera,
y él, sentándose a la turca, comía con manifiesto
placer, encomiando el guiso, caliente y un poquito
ahumado.
Después tomaban té, también un poco ahumado,
con sabroso pan de la flota.
A veces acudían a pasar allí un rato unos
pescadores de Bolshói Fontán, amigos de Terenti, y
traían gobios y salmonetes frescos. En tales
ocasiones, la cena se prolongaba más allá de la media
noche. Poco a poco empezaban a hablar de política,
al principio con cautela, alegóricamente, y después
con más y más franqueza, y tanta pasión, que Vasili
Petróvich empezaba a bostezar fingidamente, rebullía
en la hierba y decía, levantándose:
- Bien, señores, no quiero estorbarles con mi
presencia. Gracias por el ágape, voy a meterme en la
cama, y les aconsejo a ustedes que sigan mi ejemplo.
El guisado estaba hoy como para chuparse los dedos.
No lo retenían, y después de su marcha apagaban
la hoguera y se metían en la choza de Terenti, donde
a la luz del farol del ferroviario continuaban
discutiendo, pero ya otras cosas. Se presentaba la
madre de Marina con un grueso y desencuadernado
libro envuelto en una toalla. Petia sabía que leían
primero El Capital, de Marx, y los últimos números
de Pravda y luego se ponían a resolver asuntos del
Partido.
Ni a Petia ni a Gávrik les permitían asistir a estas
reuniones. La obligación de los chicos era montar
guardia. Debían darse una vuelta de vez en cuando en
torno al caserío para vigilar la estepa y, sobre todo, el
camino.
En caso de que advirtiesen algo sospechoso,
darían la señal de alarma disparando una escopeta de
caza.
Pero, ¿quién podía aparecer a las altas horas de la
noche en la estepa, tan lejos de la ciudad? ¿A quién
se le podía ocurrir que en un huerto de frutales, en
una pequeña choza, a la luz de un farol de
ferroviario, ocho o diez personas -sencillos obreros,
artesanos y pescadores de Bolshói Fontán- trataban
de los destinos de Rusia, de los destinos de todo el
mundo, redactaban octavillas, resolvían sus asuntos
de Partido y preparaban una nueva revolución?
Sin embargo, Petia y Gávrik cumplían con toda
meticulosidad y celo su cometido. Petia llevaba a la
espalda la vieja escopeta que encontraran en la finca
de la señora de Vasiútinski, y Gávrik hundía con
mucha frecuencia la mano en el bolsillo, donde
ocultaba una pistola cargada, cosa que Petia ni
siquiera sospechaba.
Al principio, las chicas les acompañaban en su
ronda. Marina adivinaba lo que estaban haciendo,
pero Motia suponía, ingenua, que los chicos
montaban guardia para que los ladrones no robaran la
fruta, y, conteniendo la respiración, seguía de
puntillas a Petia, sin quitar ojo a la escopeta.
116
Lejos de guardar rencor a Petia por ser tan
trapalón, Motia lo quería aún más, sobre todo cuando
en torno reinaban la quietud, la oscuridad y el
misterio, cuando hacía tiempo que todo dormía -a
excepción de las codornices y los grillos- y la estepa
brillaba con turbio fulgor argentado, iluminada por
las estrellas.
- Petia, ¿no le dan a usted miedo los ladrones? preguntaba la chica con un hilo de voz, pero Petia
callaba, fingiendo que no la oía.
El chico no estaba para amoríos. Además, se
había dado palabra de no volverse a liar con ninguna
chica. ¡Ya tenía bastante! Prefería ser un hombre
solo, reservado y viril, para el que no existían las
mujeres.
Petia escrutaba atento la desierta estepa y aguzaba
el oído al más ligero rumor, mientras Motia lo seguía
de puntillas y musitaba:
- Petia, ¿y disparará usted si aparece de repente
algún ladrón?
- ¡Pues claro! -respondía Petia.
- En ese caso, yo me taparé los oídos -decía Motia
muerta de miedo y de amor.
- ¡No seas latosa!
Motia callaba, pero unos instantes después Petia
oía a su espalda unos sonidos muy extraños, como
los que produce un gato al estornudar. Era Motia, que
se reía, tapándose la boca con la mano.
¿De qué te ríes?
- Me he acordado de cómo le zurramos Marina y
yo.
¡Boba! Yo fui quien os zurró a vosotras barbotaba Petia.
- Es usted un fantaseador -decía Marina, con voz
idéntica a la de su madre.
En general, la chica se mantenía durante aquellos
paseos nocturnos con la seriedad de una persona
mayor, callaba casi todo el tiempo e iba siempre al
lado de Gávrik, a quien, a veces, cogía del brazo.
Aunque Petia se sentía al ver aquello un poco celoso,
continuaba desempeñando con toda firmeza el papel
de hombre para quien no existía el amor.
Pero, ¡ay!, el amor no sólo existía, sino que
impregnaba toda aquella cálida noche en la estepa. El
amor estaba en todo: en el oscuro cielo, salpicado de
la argentada arenilla de las diminutas estrellas
veraniegas; en las voces cristalinas de los grillos y en
el blando soplo del viento de medianoche, tibio, casi
caliente, perfumado con los aromas del benjui y el
ajenjo en flor; en el lejano ladrido de los perros y,
sobre todo, en los farolillos de las luciérnagas, que
parecían arder en el fin del mundo, cuando, en
realidad, bastaba con extender la mano para que una
de aquellas linternitas, blanda e ingrávida, yaciera en
ella, iluminando con su mortecina luz, verde como el
selenio, un pedacito de piel.
Las chicas cazaban luciérnagas y se las ponían
una a otra en el pelo. Después empezaban a bostezar
V. Kataiev
y no tardaban en retirarse a su choza, alejándose en la
oscuridad como si fueran dos pequeñas
constelaciones.
Gávrik y Petia se quedaban solos montando la
guardia del campamento hasta que en la choza de
Terenti no se apagaba el farol, cosa que ocurría, a
veces, al amanecer.
En las horas que precedían a la aurora, Gávrik se
mostraba muy comunicativo, y Petia se había
enterado de muchas cosas. Sabía ya que había
empezado un nuevo y poderoso movimiento
revolucionario, a cuya cabeza se encontraba UliánovLenin, que, según Gávrik, se había trasladado de
París a Cracovia para estar más cerca de Rusia.
- ¿Y tú crees que habrá… revolución? -preguntó
un día Petia, pronunciando con esfuerzo la imponente
palabra.
- No sólo lo creo, estoy seguro -respondió Gávrik,
y añadió muy bajo-: Si lo quieres saber, te diré que
ya está llamando a las puertas...
El corazón en suspenso, Petia esperaba a que su
amigo siguiera hablando, pero Gávrik callaba,
incapaz de encontrar palabras para expresar lo que
sentía y lo que había oído decir a Terenti. Por cierto,
Petia lo comprendía todo sin necesidad de palabras.
La matanza del Lena, las huelgas, el mitin en la
estepa cerca de Blizhnie Mélnitsi, Pravda, la pelea
con el de las centurias negras, Praga, Cracovia,
Uliánov-Lenin, y por último, aquella noche y el farol
que ardía en la choza. ¿Acaso todo ello no presagiaba
una revolución inminente?
EL "BIGOTUDO"
Pronto maduraron las guindas. No había tantas
como cerezas, pero dieron mucho trabajo.
En lo más álgido de la recolección, se presentó
inopinadamente la señora Storozhenko. Esta vez no
entró en la finca, y el cabriolé se detuvo tras la tapia,
tapizada de hiedra. La señora Storozhenko
permaneció largo rato de pie en el estribo, apoyada la
mano en la cabeza de uno de los "persas",
observando cómo trabajaba la gente.
- ¡Descamisados, golfos, proletarios! -gritaba de
vez en cuando, blandiendo con gesto amenazador su
sombrilla de lona-. ¡Yo os enseñaré a hacer bajar los
precios de la fruta! ¡No sé dónde tiene los ojos la
policía!
Nadie prestó atención a la mujerona, que marchó
gritando a guisa de despedida:
- ¡Juro por Dios que he de acabar con esto!
Al día siguiente llegaron al amanecer dos carros,
para recoger las guindas, y Petia vio que, antes de
alcanzar el caserío, descargaban de ellos, en plena
estepa, unos pesados cajones que después
desaparecieron.
- ¿Qué cajones son esos? -preguntó Petia.
- Yo creí que aún dormías -dijo enojado Gávrik,
haciendo oídos sordos a la pregunta de su amigo.
117
El caserío en la estepa
- No, en serio, ¿qué cajones son esos?
- ¿De qué cajones estás hablando? -preguntó
Gávrik con mirada inocente-. ¿Dónde has visto tú los
cajones? ¡Qué cosas tienes!
Pero Petia había visto los cajones perfectamente y
exclamó con enfado:
- ¡No te hagas el tonto!
De pie ante él, muy abiertas las piernas, Gávrik
dijo muy serio:
- Olvídate de eso.
El rostro de Gávrik reflejaba un júbilo tan intenso,
tanta malicia, que Petia se moría de curiosidad y por
ello volvió a la carga, comprendiendo que aquellos
cajones vistos por él casualmente encerraban un
importante secreto y que Gávrik sentía unos deseos
terribles de jactarse contándoselo.
- ¡Dime qué cajones son esos! ¡Venga!
Gávrik acercó su cara a la del amigo, vaciló un
instante y, después, dijo, mirando a los lados y
bajando la voz:
- Una máquina de imprimir.
Petia hizo como que no había oído, y volvió a
preguntar:
- ¿Qué?
- ¡Una má-qui-na de im-pri-mir! -repitió Gávrik,
silabeando-. ¿No sabes lo que es? ¡Pero qué asno!...
Petia había pasado infinidad de veces junto al
pequeño barranco de la estepa, tupidamente poblado
de ajenjo, pero nunca había advertido allí nada de
particular. En aquel preciso instante se movió la
hierba en el fondo del barranco y aparecieron dos
personas: primero, el tío Fedia y, después, el viejo
ferroviario. Petia comprendió inmediatamente que en
el fondo del barranco, en las rocas, había una fisura.
En torno a la ciudad -en la estepa y a orillas del marhabía bastantes fisuras, y Petia sabía que eran salidas
de las famosas catacumbas de Odesa. ¡Allí estaban
los cajones!
- ¿Lo comprendes ahora?
Gávrik miró a Petia tan penetrante y grave, que el
chico se disponía ya a jurar que guardaría el secreto,
pero logró contenerse y, mirando con firmeza a
Gávrik, dijo lacónico:
- Lo comprendo.
- ¡Pues cuidado! -advirtió Gávrik-. No has visto
nada. Olvídalo todo.
- Lo olvidaré -dijo Petia, y ambos se dirigieron
pausadamente al caserío, donde estaban ya cargando
las guindas en los carros.
A la mañana siguiente se presentó en la terraza
Terenti. Dejó en la mesa dinero y dijo a Vasili
Petróvich:
- ¿Ve qué bien resulta? Usted nos ayuda a
nosotros y nosotros le ayudamos a usted. Ahí tiene
ciento diecisiete rublos, sin contar quince que hemos
invertido en pequeños gastos. ¿No lo toma usted a
mal?
- ¡Pero qué cosas tiene! ¡Pero qué cosas tiene! -
protestó Vasili Petróvich, agitando las manos como
espantado.
Naturalmente, el buen hombre no sospechaba que
aquellos "quince rublos para pequeños gastos" los
habían enviado aquel mismo día por giro postal a
Petersburgo y que, al cabo de una semana, en la lista
de donativos para la edición de Pravda había de
aparecer, en menudos caracteres: "Quince rublos de
un grupo de obreros de Odesa".
Así, pues, fue vendida la cosecha de guindas.
Empezaban a madurar las manzanas de las
variedades precoces. El verano pasaba volando. Todo
marchaba a las mil maravillas, de no contar un
pequeño incidente que nadie advirtió, pero que
produjo a Petia gran desazón.
Cuando regresaba en cierta ocasión del mar y
estaba llegando ya al caserío, Petia vio a un hombre
que salía de la finca. El hombre aquel le pareció
conocido. Obedeciendo a una inquietud repentina e
inexplicable, Petia se ocultó en un maizal,
acurrucándose entre los gruesos y carnosos tallos y
las susurrantes hojas. El hombre pasó tan cerca, que
Petia hubiera podido tocar sus polvorientos
pantalones y sus grises zapatos de lona. Petia miró
hacia arriba y, sobre el fallido del claro cielo, con
unas nubecillas de julio, que parecían de escayola,
vio la cabeza del hombre, cubierta por un sombrero,
sus bigotazos grises y sus lentes de cristales
ahumados como los que usaban los ciegos. Era el
"bigotudo" que Petia recordaba desde la infancia, de
aquel viaje en el Turguénev, y viera por última vez en
el Palermo, antes de salir para el extranjero, al lado
del oficial de gendarmes.
Sin descubrir a Petia, el "bigotudo" pasó de largo,
inflando sus mejillas y canturreando una popular
marcha del maestro Chernetski.
Después de esperar un poco, Petia corrió a casa
para preguntar sin dilación qué había motivado la
llegada del "bigotudo", pero no supo nada de
particular. Según la tía, había estado allí un
veraneante de Bolshói Fontán, que deseaba comprar
guindas, y ella le había dicho que, desgraciadamente,
ya las habían vendido todas. El hombre recorrió el
huerto, haciéndose lenguas del buen estado de la
hacienda, y prometió que volvería sin falta en
septiembre para comprar uvas. Aquello fue todo.
Como había ocurrido el caso en mitad de semana y
no había nadie de Blizhnie Mélnitsi, en el huerto
trabajaban tan sólo los de la casa, y Petia se
tranquilizó. Quizás el "bigotudo" viviera realmente
en Bolshói Fontán y hubiera querido comprar
guindas. En fin de cuentas, también era una persona
de carne y hueso. ¿Por qué no podía pasar el verano
en Bolshói Fontán?
Gávrik, sin embargo, dio a la cosa más
importancia, aunque admitía que la visita del
"bigotudo" podía haber sido casual. Terenti, por su
parte, dispuso que reforzaran la vigilancia, y Gávrik
118
y Petia no sólo montaban guardia el sábado por la
noche, sino también todo el domingo. Mas, por lo
visto, fue aquella una falsa alarma: el "bigotudo" no
volvió a aparecer.
LA VELAS
A comienzo de agosto, un sábado, Petia y Gávrik
recorrieron varias veces la estepa en torno al caserío
y, como no advirtieran nada sospechoso, se llegaron
al acantilado, se tendieron en el ajenjo y, avizores,
escrutaban el mar.
Hacía poco que se había puesto el sol, soplaba un
fuerte viento, y sobre el mar, añil y muy intranquilo,
se apagaban, cálidas, unas nubes color de rosa. Era la
época de la pesca de la caballa, y cerca de la orilla
jugueteaban traviesos los delfines. Por todo el
horizonte se veían las infladas velas de las barcas.
Los pescadores se habían hecho a la mar para pescar
la caballa con curricán.
Las barcas surcaban el mar en todas direcciones,
dando bordadas, ya alejándose de la playa, ya
acercándose a ella. Algunas de las embarcaciones se
aproximaban y corrían durante algún tiempo a lo
largo de la orilla. Entonces se veían su plano fondo,
que al golpear las olas despedía surtidores de
salpicaduras, y el pescador, de pie en la alzada proa,
moviendo adelante y atrás una larga caña de bambú,
que la tensión doblaba como un arco.
Los chicos sabían que a la caña iba sujeto, con un
largo sedal, el cebo: un pececillo de plomo, pintado
de vivos colores, con multitud de agudos anzuelos y
polícromas plumas. El arte de pescar la caballa con
curricán consistía en acompasar la velocidad del cebo
con la del banco de los peces. La rapaz caballa se
lanzaba en pos del cebo y no había ni que adelantarse
ni que retrasarse, sino irritar a los peces y, de pronto,
"ceder": entonces, la caballa se precipitaba sobre el
curricán, mordía ansiosa las plumillas y caía en el
anzuelo.
Era aquel un sugestivo espectáculo, pero otra cosa
ocupaba a Petia y a Gávrik. Los chicos observaban
atentos las barcas, deseando distinguir entre ellas la
que estaban esperando.
Además de las barcas de los pescadores, lejos en
el mar se recortaban las impolutas y elegantes velas
de los balandros de los clubs náuticos Ekaterininski y
Chernomorski. Se estaba terminando el gran
hándicap en el que se disputaban el premio anual
Anat, famoso millonario de Odesa, y, muy inclinados
por la fuerza del viento, el Mayana, el Vega, el !elly
el Snodrop y otros hermosos balandros que costaban
miles de rublos y habían sido construidos en los
mejores astilleros de Holanda e Inglaterra, se dirigían
ya hacia la meta. En otra ocasión, los balandros
hubieran absorbido por completo la atención de los
chicos, pero esta vez Gávrik se limitó a observar
aprobativo:
- El mar está ahora como la avenida del puerto a
V. Kataiev
la hora del paseo. Podrán llegar sin que nadie lo
advierta.
- Si no me equivoco, es aquella barca que se
encuentra ahora a la altura del faro viejo de Bolshói
Fontán -dijo Petia, pronunciando con particular
placer el término marino "a la altura".
- No -dijo Gávrik-, la barca de Akim Perepelitski
es azul claro, la acaban de pintar, y ésa está toda
descascarillada.
- Quizá tengas razón.
- ¿Quizá? No, estoy bien seguro.
- Espera, ¡ahí está!
- ¿Dónde la ves?
- Frente a la Costa de Oro, más hacia nosotros,
hay una barca azul claro.
- No, ésa no es. La que tú dices lleva el foque
nuevo, y la de Perepelitski lo tiene remendado.
- ¿Y cuándo han prometido venir?
- Llegarán al ponerse el sol.
- El sol ya se ha puesto.
- Aún está muy claro. Deja que oscurezca un
poquito.
- ¿Quizás no vengan?
- ¿Te das cuenta de lo que dices, amigo? En las
cosas del Partido, la gente es seria.
Los muchachos siguieron atalayando vigilantes el
mar.
Era el caso que, hacía poco, había llegado a Odesa
del extranjero, de Cracovia, un representante del
Comité Central con unas directrices de UliánovLenin relativas a las elecciones a la IV Duma de
Estado. El representante aquel llevaba ya una semana
pronunciando informes sobre la situación política,
interviniendo cada día en las reuniones de
bolcheviques de los distintos distritos. Aquel
domingo lo esperaban en el caserío. Para mayor
seguridad, debía llegar de Lanzherón en la barca del
joven pescador Akim Perepelitski.
Las nubes se iban apagando. El mar oscurecía.
Los balandros se habían perdido de vista. Eran ya
menos las barcas pesqueras. Lejos, en la Arcadia,
tocaba una banda de música, y el viento traía de allí
el sonar de las trompetas y los sordos suspiros del
bombo. La barca de Akim Perepelitski seguía sin
aparecer.
De pronto, Gávrik vio la embarcación:
- ¡Ahí viene!
La vela apareció por el lado que menos esperaban.
Creían que llegaría de Lanzherón y se acercaba desde
Lustdorf.
Por lo visto, Akim, prudente, había ido hasta la
altura de Lustdorf por alta mar y virado allí en
dirección a la casa de campo de Kovalevski. La barca
estaba ya muy cerca.
Un viento propicio impulsaba la embarcación,
que, saltando de ola en ola, se aproximaba rápida a la
orilla.
Iban a bordo dos hombres. Uno, reclinado en
119
El caserío en la estepa
popa, sujetaba bajo el brazo la caña del timón. Era
Akim Perepelitski, y Petia lo reconoció en seguida.
El otro, un hombre bajo, fornido, descalzo, vistiendo
una vieja camiseta a rayas bajo una blusa de pescador
y pantalones arremangados hasta las rodillas,
desanudaba con habilidad, hija de la costumbre, a
horcajadas sobre la borda, la escota del foque. Petia
no lo reconoció al pronto.
Mientras los chicos bajaban el acantilado, los
hombres arriaron las velas, quitaron el timón y lo
dejaron en popa, levantaron la quilla, y la barca,
arañando por inercia con su fondo los guijarros de la
playa, quedó varada en la orilla.
Según establecía la ley consuetudinaria del Mar
Negro, Petia y Gávrik ayudaron primero a sacar la
pesada barca a la orilla y después saludaron a los
recién llegados.
- ¡Pero si es el tío Zhúkov! -exclamó, con pueril
júbilo, Gávrik, estrechando la mano al representante
del Comité Central-. ¡Que me muera si no estaba
seguro de que iba a venir precisamente usted!
Zhúkov examinó fijo a Gávrik y, por fin, dijo:
- ¡Ah, amiguito!, ¡ya te he reconocido! Tú eres
quien, hace cabalmente siete años, me sacó del agua
frente al chalet Alegría. ¡Vaya, hombre! ¡Qué estirón
has dado! ¡Pobre abuelo!... Era un viejo bueno, muy
simpático. En paz descanse. Recuerdo que solía
rezarle a San Nicolás el Milagrero, pero no sacó nada
con sus oraciones...
La sombra de un lejano recuerdo apareció por un
instante en el rostro de Zhúkov, que añadió:
- ¿Y cómo te llamas? Debo confesarte que lo he
olvidado.
- Gávrik. Mi apellido es Chernoivánenko.
- ¿Chernoivánenko? ¿De modo que eres pariente
de Terenti Semiónovich?
- Hermano.
- ¡Fíjate! Ya veo que seguís los dos la misma
vereda.
- Tío Zhúkov, yo también le conozco a usted muy
bien -dijo quejumbroso Petia, incapaz de seguir
soportando que el representante del Comité Central
hubiese concentrado en Gávrik toda su atención-. Yo
le conocí antes que él, cuando se ocultó usted en la
diligencia. ¿Se acuerda? Y luego también le vi en el
Turgénev.
- ¡Pero qué dices! -exclamó alegremente Zhúkov-.
Pues si no mientes, resulta que también tú y yo
somos viejos amigos.
- ¡Se lo juro por la santa cruz! -dijo Petia con
mucho calor y se santiguó-. Gávrik puede
confirmarlo... Gávrik, confírmale al tío Zhúkov que
fui yo quien le llevó los cartuchos a la avenida de
Alejandro.
- Es verdad -dijo Gávrik.
- Y hace un año lo vi en Nápoles. Estaba usted
con Máximo Gorki. ¿No es cierto?
Zhúkov miró a Petia y exclamó:
- ¡Muy cierto! Ahora me acuerdo. Llevabas
entonces una chaquetilla de la flota, ¿no?
- Sí, tío Zhúkov -afirmó Petia, y añadió muy
orgulloso, dirigiéndose, a Gávrik-. ¿Has visto?
- Bueno, amiguitos -dijo muy serio Zhúkov-,
olvidaos de que me llaman el tío Zhúkov. Zhúkov ha
desaparecido. Ahora me llamo Vasíliev. Acordaos
bien. Repetidlo.
- Vasíliev -dijeron a coro Petia y Gávrik.
- Mantened ese rumbo... ¿Y cómo te llamas tú? preguntó Zhúkov a Petia.
- Es Petia, el hijo de ese profesor -explicó Gávrik.
- ¡Ah, ya caigo! -dijo Zhúkov y añadió muy
resuelto:
- En fin, no perdamos más tiempo. ¿Vamos?...
¿Se ha reunido ya la gente?
- Hace mucho -respondió Gávrik.
- ¿No habéis notado nada sospechoso? He dado
palabra en Cracovia de ser tan prudente como una
señorita asustadiza.
- No; todo está tranquilo -aseguró Gávrik.
Rodión Zhúkov tomó de la barca un cesto
redondo, repleto de caballa, y lo dejó descansar sobre
su cabeza, como si fuese un pescador que se
dispusiera a vender su botín en los chalets.
- Buena pesca han hecho -dijo respetuoso Gávrik.
- De una vez hemos llenado el cesto, pescando
con curricán de plata -rió Zhúkov, haciendo un guiño
a Akim.
Akim, guapo joven con un mechón de pelo caído
sobre los ojos, Se echó al hombro con indolente y
gracioso movimiento los remos, y los cuatro subieron
al acantilado.
Gávrik se adelantó unos cincuenta pasos, y Petia
quedó otros tantos a la zaga, habiendo convenido
previamente que si notaban algo sospechoso silbarían
ayudándose con los dedos. Petia iba detrás y, por si
las moscas, llevaba ya los dedos aprestados,
temeroso de que, si llegaba el caso, no le saliera el
silbido. Pero todo en torno estaba tranquilo, y,
apartándose del camino, nuestros amigos llegaron sin
novedad al caserío, donde, junto al viñedo, Terenti
salió al encuentro de Rodión Zhúkov. Petia vio que
se abrazaban, se daban palmadas en la espalda, reían
y se dirigían luego hacia las chozas, donde en la
oscuridad, bajo los árboles, crepitaba la hoguera,
lanzando alrededor chispas de oro.
Cuando, poco después, Petia se acercó a las
chozas, Zhúkov, rodeado de toda la gente, estaba
sentado ante la hoguera, fumando una pipa corta con
tapa de hojalata, y decía:
- Así, pues, camaradas, veamos qué
acontecimientos se han producido en los seis meses
que han seguido a la Conferencia de Praga. En
primer lugar, ha renacido el Partido. Esto es lo
principal. No tengo necesidad de explicaros cómo lo
hemos restaurado ni qué increíbles dificultades
hemos tenido que vencer todos nosotros. La rabiosa
120
persecución de la policía zarista, fracasos,
provocaciones, intermitencias constantes en el
trabajo de los núcleos de dirección locales y de
nuestro núcleo principal: el Comité Central del
Partido. Pero todo eso, gracias a Dios, ha quedado
atrás. Nuestro Partido avanza audaz y firme,
desplegando su labor y aumentando su influencia en
las masas. Pero el trabajo del Partido ya no se
despliega como antes, sino de un modo nuevo. ¿Qué
nos quedó después del aplastamiento de la revolución
del año cinco? El trabajo clandestino. Ahora, a las
células clandestinas, a las células secretas, reducidas,
aún más ocultas que antes, se suma la amplia
propaganda legal del marxismo. Precisamente la
conjugación del trabajo legal con el clandestino es lo
que distingue los preparativos de la revolución en las
condiciones actuales. Marchamos, camaradas, hacia
una nueva revolución, bajo las consignas de
república democrática, jornada de ocho horas y plena
confiscación de las tierras de los terratenientes.
Sabéis que estas consignas son conocidas en toda
Rusia y que las han hecho suyas todos los obreros
avanzados y conscientes. En una palabra, el repliegue
ha terminado. La contrarrevolución liberalstolipiniana está dando las boqueadas. Se multiplican
las huelgas, madura la insurrección. Esto es el
ascenso revolucionario de las masas, el comienzo de
la ofensiva de las masas obreras contra la monarquía
zarista...
Petia no podía apartar la mirada de Rodión
Zhúkov, de su rostro iluminado por la oscilante llama
que crepitaba ante él. No era ya el Zhúkov que Petia
conoció en su infancia y que quedara grabado en su
mente. No era tampoco el Zhúkov que viera en
Nápoles ni siquiera el que poco antes cruzara
descalzo la estepa, con un cesto de pescado sobre la
cabeza. Era otro Zhúkov, era el camarada Vasíliev,
serio, casi grave, de ojos entornados y exigentes,
boca de preciso trazo y bigote recortado a la usanza
extranjera. Era un marinero que había llegado a
capitán.
- Hablemos ahora de las elecciones a la IV Duma
del Estado -continuó Zhúkov-. El Partido
Socialdemócrata Obrero Ruso ha dado a conocer
antes de las elecciones, a pesar de la persecución y de
las detenciones en masa, un programa, una táctica y
una plataforma más claros y precisos que los de
cualquier otro Partido. Vladímir Ilich Lenin-Uliánov
caracteriza en Rabóchaia Gazeta la situación en
vísperas de las elecciones del modo siguiente...
En aquel mismo instante, Gávrik tiró a Petia de la
manga.
- ¿Qué haces ahí descansando como un señorón? musitó-. Hay que ir a montar la guardia.
Petia salió a rastras del corro y, de pronto, vio a su
padre. Vasili Petróvich, los brazos cruzados sobre el
pecho, reclinado en un árbol escuchaba con tanta
atención a Rodión Zhúkov, que ni siquiera volvió la
V. Kataiev
cabeza cuando Petia, al pasar por su lado, tropezó
con él. El pelo, en desorden, le caía sobre la adusta y
fruncida frente, y en cada cristal de sus lentes ardía
una pequeña hoguera.
JU
TO A LA HOGUERA
Petia y Gávrik dieron la vuelta al caserío y
torcieron hacia el camino de la estación. Hacía poco
había empezado a prestar servicio, en vez del
ómnibus tirado por caballos, un tranvía eléctrico, y
desde lejos se oía su zumbar, parecido al de un
violoncelo; sobre los oscuros huertos corría una azul
estrella eléctrica, y la clara luz de las ventanillas se
derramaba en todas direcciones, haciendo aún más
oscura la noche en la estepa.
De pronto, Gávrik se detuvo y oprimió el brazo de
Petia. Este vio unas siluetas blancas, que, una tras
otra, como andan los gansos, avanzaban desde la
estación hacia el caserío por el borde del camino. Y
antes de que Gávrik musitara: "¡La policía!", Petia
comprendió ya que era aquello un grupo de
gendarmes, con sus blancas guerreras de verano.
Cuando los chicos, jadeantes, llegaron al caserío,
Zhúkov continuaba su discurso, diciendo:
- Los liquidadores vocean pidiendo una
"plataforma" para las elecciones decente, admisible,
perdonadme
la
expresión.
Nosotros,
los
bolcheviques, consideramos que no hace falta una
"plataforma" para las elecciones, sino que hacen falta
las elecciones para aplicar la plataforma
revolucionaria de los socialdemócratas. Hemos
aprovechado ya las elecciones a este fin y las
seguiremos aprovechando. Aprovecharemos incluso
la Duma zarista más negra para hacer propaganda
revolucionaria… ¡Esa es nuestra posición!
Rodión Zhúkov carraspeó con fuerza, se inclinó
sobre la hoguera para coger un ascua y encender la
pipa, que se le había apagado, pero, en aquel mismo
instante, Gávrik dijo unas palabras al oído a Terenti
y, éste, sin levantarse, alzó la mano.
- Un momento, camaradas... Para una cuestión de
orden -dijo muy tranquilo-. Ruego, ante todo, que se
tenga la mayor serenidad revolucionaria y que nadie
pierda la cabeza. La policía nos está rodeando.
Petia creyó que todos se iban a levantar de un
salto y echarían mano de sus armas... El chico se
descolgó la escopeta, que no había llegado a disparar
cuando huían de los gendarmes. "¡Ahora va a
empezad" –se dijo Petia, a la vez entusiasmado y
lleno de espanto.
Sin embargo, con gran asombro del muchacho,
todos siguieron tranquilamente sentados en torno a la
hoguera. Zhúkov golpeó enérgico su pipa en el suelo,
para vaciarla, y se la guardó en el bolsillo.
- Todos debéis quedaros en vuestro sitio, y a ti,
Rodión, y a usted, Tamara Nikoláievna -dijo Terenti
dirigiéndose a Zhúkov y a la madre de Marina- les
propongo que se oculten por el momento. Aquí cerca
121
El caserío en la estepa
tenemos un lugar muy a propósito... ¡Gávrik, vivo!,
acompaña a los camaradas al barranco. Que esperen
allí.
- ¡Malditos sean tres veces, nos han interrumpido
en lo más interesante! -gruñó jovial Rodión Zhúkov,
levantándose y, con un brillo malicioso y amenazante
en sus ojos, que iluminaba la hoguera, añadió-: Aquí
tenéis, camaradas, un ejemplo evidente de nuestra
táctica: la conjugación del trabajo legal con el
clandestino.
- ¡Anda, anda -dijo impaciente Terenti-, pasa a la
clandestinidad!
Siguiendo a Gávrik, la madre de Marina y Rodión
Zhúkov corrieron por debajo de los árboles y no
tardaron en perderse en la oscuridad de la noche.
Tras ellos se deslizó, como una ligera sombra,
Marina, y en pos de Marina, apretando con toda su
fuerza la escopeta, quiso escapar Petia, pero Terenti
lo amenazó severo con el dedo, y el chico tuvo que
quedarse. Todo aquello fue hecho en tan gran
silencio, con tanta rapidez y habilidad, que el
inspector de policía y los tres gendarmes que,
encabezados por el "bigotudo", entraban en aquel
mismo instante en el huerto, sujetando sus sables y
afanándose por no hacer ruido, vieron un cuadro de
lo más pacífico: un grupo de gente cenaba alrededor
de una hoguera.
- ¿Quiénes son ustedes? ¿Con qué motivo se han
reunido? -preguntó riguroso el inspector, saliendo de
la oscuridad.
Por lo visto, el hombre creía que su repentina
aparición causaría a todos el efecto de una bomba,
pero la gente siguió cenando con toda tranquilidad; el
viejo ferroviario relamió esmeradamente su cuchara
de madera, la secó después en una pernera del
pantalón, y tendiéndola al inspector, le dijo:
- Bien venido, cene con nosotros... Akim,
estréchate un poquito y hazle sitio a su merced.
- ¡No, qué va! -respondió perezosamente Akim-.
¿No ves que son todo un batallón? Nuestro guiso no
basta para todos. Que se vayan a la comisaría y
coman la bazofia que dan a los presos.
- ¡En pie! -gritó el inspector-. ¿Con quién estás
hablando?
- No me tutee su merced, que no hemos pacido
cerdos juntos -dijo aún más perezosamente Akim y,
apoyándose en un codo, escupió en la hoguera.
- ¡Vaya jeta -gruñó con gesto de repugnancia el
inspector, erizado su rojo bigote y fruncida su
carnosa nariz-. ¡A ti te voy a enseñar yo!...
Los gendarmes se encontraban ocultos en la
oscuridad, bajo los árboles, dispuestos a detener a la
gente en cualquier momento, aunque se daban cuenta
de que ocurría algo muy distinto de lo que esperaban.
Suponían que iban a sorprender a unos peligrosos
terroristas y que se verían obligados a desenfundar
sus armas y quizás a disparar. Pero resultaba que el
"bigotudo" los había llevado a un huerto donde la
gente cenaba tranquila en torno a una hoguera y,
lejos de temerles, se atrevía a decir impertinencias al
inspector. Por lo visto, no habían dado en el blanco.
- Señor mío, no tengo el honor de saber quién es
usted... -dijo con voz trémula de cólera Vasili
Petróvich, acercándose al inspector-. ¿Qué desea
usted? ¿Con qué derecho se permite irrumpir en una
finca ajena y... y... y... estorbar a la gente cuando está
cenando?
- ¿Y usted qué pinta aquí? -preguntó brusco el
inspector.
- Yo aquí no pinto nada, no soy ningún pintor replicó mordaz Vasili Petróvich-. Yo aquí soy un
arrendatario y el dueño absoluto de la finca, por
decirlo así, en virtud de un acta notarial; estos
hombres son mis jornaleros... mis braceros, si
prefiere llamarlos así, a quienes he contratado para
que trabajen en el huerto y en el viñedo. (Terenti
movió aprobatorio la cabeza). ¡Soy el consejero
privado Bachéi y exijo que gente ajena no irrumpa en
mi finca por las noches!
Al decir estas últimas palabras, Vasili Petróvich
alzó el gallo y pataleó rabioso.
- Perdone, pero nosotros no somos gente ajena,
somos la policía -se excusó el inspector,
retrocediendo un paso.
- ¡Para mí son ustedes gente ajena! -siguió
voceando Vasili Petróvich-. ¡Yo no quiero saber nada
de ustedes! ¿Cuándo van a dejar de perseguirme?
¡Dios mío, cuándo va a terminar esto! -exclamó
Vasili Petróvich plañidero-. Primero, el inspector de
instrucción pública, después Faig, luego, la señora
Storozhenko, y ahora, la policía. ¡Déjenme ustedes
en paz! ¡Déjenme respirar! ¡Dé-jen-me en paz!
Montando de nuevo en cólera, Vasili Petróvich,
gritó inesperadamente para sí mismo:
- En fin de cuentas, tendré que ir a la ciudad y
quejarme… al gobernador... al general mayor
Tolmachov.
Por extraño que pueda parecer, las deslabazadas
palabras de Vasili Petróvich, y sobre todo la amenaza
de quejarse a las autoridades, impresionaron un tanto
al inspector. ¿Quién sabía lo que podía hacer el
arrendatario aquel, el consejero privado Bachéi? ¿Y
si, no lo quisiera Dios, se quejaba al general
Tolmachov?
- No me levante usted la voz -más bien
quejumbroso que amenazante dijo el inspector y se
acercó al "bigotudo", que se paseaba en la oscuridad,
bajo los árboles, escrutando los rostros de los
hombres sentados en torno a la hoguera.
El inspector estuvo cuchicheando un rato con el
"bigotudo", carraspeó y dijo a Vasili Petróvich:
- Tenemos noticias de que aquí se celebran
continuamente reuniones clandestinas, se leen libros
prohibidos y... hem... se aglomera la gente y ahora
aglomerarse está terminantemente prohibido…
- Escuche su merced -dijo con voz insinuante
122
Akim-, la gente se aglomera para ganar unos cuartos,
acollar árboles, cuidar las cepas, regar el huerto... Al
pobre nunca le viene mal ganarse unos kopeks.
- Yo no hablo contigo -dijo grave el inspector-,
sino con el señor arrendatario.
- Me parece que no tenemos de qué hablar observó Vasili Petróvich-. Y esa afirmación suya de
que aquí se leen libros prohibidos y demás es puro
fruto de su ociosa fantasía.
- En tal caso, ¿por qué se aglomeran ustedes aquí
por las noches? -preguntó el inspector, para quién
estaba claro hacía ya rato que la redada había
fracasado porque no lograrían probar nada.
- Pues nos aglomeramos -respondió Vasili
Petróvich, recalcando irónicamente la palabra
"aglomeramos"- porque, con permiso de usted, yo
doy aquí conferencias.
- ¡Ah, conferencias! -dijo, reanimándose, el
inspector.
- Sí -afirmó Vasili Petróvich, ajustándose los
lentes-, conferencias de divulgación sobre la historia
de la civilización, la literatura, la astronomía. Todo
ello, claro está, sin salirme del programa aprobado
por el Ministerio de Instrucción Pública... ¿Eso le
satisface?
- ¿Astronomía?... -barbotó el inspector, moviendo
la cabeza y arrugando su gruesa nariz-.
Naturalmente, si no se sale del programa aprobado,
no está mal... eso se puede.
- ¡Ah!, ¿me lo permite usted? -exclamó Vasili
Petróvich con fingido entusiasmo-. ¿Lo permite
usted? ¡Pero qué amabilidad la suya! Bueno... en tal
caso, no me atrevo a retenerles a ustedes por más
tiempo. Aunque quizás deseen hacer un registro...
una confiscación... o como se llame eso. En tal caso,
tengan la bondad, ¡el huerto está a su disposición!
Vasili Petróvich pronunció estas palabras en tono
solemne, y abrió ambos brazos con hospitalario
gesto, como si quisiera estrechar en ellos la noche
bruja de la estepa, con los oscuros árboles, la
hoguera, las luciérnagas y las constelaciones.
"¡Muy bien, papá, muy bien!", aprobó Petia para
sus adentros, contemplando admirado a su padre,
pero en aquel mismo instante se oyó un rumor de
faldas y llegó corriendo la tía.
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué pasa aquí? -preguntó
jadeante, mirando asustada al inspector y a los
gendarmes.
- ¡Oh, cálmese usted, no pasa nada malo! -dijo
muy tranquilo Vasili Petróvich-. El señor inspector
ha recibido falsos informes de que se celebran aquí
no sé qué reuniones clandestinas, pero
afortunadamente, ha podido convencerse de que todo
eso es un malentendido.
-¡Ah, comprendo! -dijo la tía-. Seguramente,
debemos la visita a una denuncia de la señora
Storozhenko.
- No puedo informarle con exactitud, señora -dijo
V. Kataiev
el inspector y, después de cuchichear irritadamente
con el "bigotudo", hizo una señal a los gendarmes.
Los polizontes se agitaron bajo los árboles y, al
instante, uno tras otro, como los gansos, sus blancas
siluetas clareando en la oscuridad, cruzaron el huerto
y salieron de la finca.
- En cuanto a sus conferencias, tendré que
informar al señor comisario -dijo el inspector.
- ¡Informe, si quiere, al gobernador!- respondió
Vasili Petróvich y, sin esperar a que el inspector y el
"bigotudo" se alejasen, se sentó en la hierba, junto a
la hoguera, se apoyó en un codo y, con su alta y
sonora voz de maestro, dijo-: Así pues, señores,
continuaremos nuestra conferencia. La vez pasada les
di a conocer los rudimentos de la astronomía, es decir
la bella ciencia de las estrellas. Resumiré brevemente
lo ya expuesto. La astronomía es una de las más
viejas ciencias entre las cultivadas por la Humanidad.
Ya los antiguos egipcios...
Petia salió cauteloso del iluminado corro, se colgó
del hombro la escopeta y, ocultándose en la sombra
de los árboles, siguió a los policías que se alejaban.
Al llegar a la altura del inspector y del "bigotudo",
oyó que el primero gruñía:
- Con agentes como usted, ¿sabe?, no se puede
cazar revolucionarios, sino sentarse con las posaderas
desnudas en un fogón y esperar a que le hierva a uno
lo que lleva dentro.
- Le juro por el cielo que poseía informes de lo
más seguros.
- ¡No me venga con cuentos! Simplemente, la
señora Storozhenko le ha engrasado bien la mano y
usted nos ha hecho quedar en ridículo. En vano ha
molestado a la gente el sábado por la tarde... ¡Y
menos mal que ahora funciona el tranvía eléctrico,
pues no nos faltaría más que hacer el viaje en el
carricoche ese de los caballos! ¡Merci!
LAS ESTRELLAS
Los policías parecían dispuestos a marcharse,
pero Petia no se tranquilizó hasta ver con sus propios
ojos que montaban en el tranvía y se marchaban de
verdad. El chico volvió sobre sus pasos y percibió en
medio del camino una pequeña e inmóvil silueta. Era
Motia.
- ¿Qué haces aquí? -preguntó severo Petia.
- Esperándole -respondió la chica con un hilo de
voz-. ¡Estaba tan preocupada por usted, estaba tan
preocupada!...
- Nadie te ha pedido que te preocupes por mí -dijo
Petia-. ¡Vuelve a casa!
- ¿Se han marchado?
- Sí, se han marchado,
- ¿En el tranvía eléctrico?
- Sí.
Motia rió muy quedo.
- ¿De qué te ríes?
- Me da risa porque es de noche y usted y yo
123
El caserío en la estepa
estamos solos en medio del campo, tan desierto...
Petia -agregó Motia, tras breve pausa-, ¿no tenía
usted miedo cuando los iba siguiendo?
- ¡Boba! ¿Y la escopeta?
- Tiene razón -suspiró Motia-, pero yo he estado a
punto de morirme de miedo.
La noche era oscura, cálida, aunque ligeramente
ventosa. A veces llegaban de la parte de Arcadia
sordas explosiones: habían encendido allí unos
fuegos artificiales. Ascendieron al cielo varias
bengalas y, dejando en el negro firmamento unas
rayas anaranjadas, se encendieron de pronto y
empezaron a caer lentamente como grandes lágrimas
de fuego, y sólo al cabo de unos instantes llegó al
oído de Petia y de Motia un seco crepitar.
- ¡Qué bonito! -dijo Motia, suspirando de nuevo.
- ¡Vete a casa! -ordenó Petia.
La chica echó a andar dócilmente por el camino, y
pronto su pequeña silueta se diluyó en la luz
argentada de las estrellas.
Petia torció hacia la estepa y corrió al conocido
barranco. Nadie le había dicho que debía seguir a los
policías y luego ir en busca de Rodión Zhúkov. El
chico había hecho todo aquello movido por una
infalible corazonada. Una fuerza ajena a su voluntad
parecía dirigir todas sus acciones.
El barranco estaba muy oscuro. Haciendo susurrar
la hierba, Petia encontró a tentones la roca y se
deslizó junto a ella, buscando la fisura.
- ¿Eres tú, Petia? -preguntó en la oscuridad la voz
de Gávrik.
- Sí, soy yo.
- ¿Qué tal por allí?
- Todo sin novedad. Se han marchado.
- ¿No se han llevado a nadie?
- No.
- ¡Gracias a Dios! Dame la mano.
Petia tendió la mano, y Gávrik tiró de él hacia la
fisura. Caminaron un buen rato en medio de la
oscuridad más absoluta, rozando con los hombros las
paredes, de las que se desprendía la seca tierra.
Después, el pasadizo se hizo tan estrecho y bajo que
tuvieron que caminar a gatas. Por fin, apareció
delante una tenue claridad, el pasadizo se ensanchó, y
Petia vio, abierta en la piedra, una cueva bastante
grande, de oblicuo y ahumado techo.
En la pared pendía un fanal, proyectando en torno
una enrejada sombra, de modo que la cueva parecía
una jaula. El ambiente era húmedo y fresco, pero
faltaba aire. En un ángulo, bajo un farol, vio Petia un
pequeño aparato con negro disco, y comprendió que
era la máquina de que le había hablado Gávrik. Al
lado descansaba, sobre una piedra, una caja de
imprenta, con los caracteres que en el transcurso de
dos años había sacado Gávrik del Odesski Listok. De
la pared colgaba también el conocido guardapolvo
azul de Gávrik, manchado de tinta de imprimir.
Radión Zhúkov estaba sentado en el suelo, la
espalda apoyada en el muro, fumando su pipa y
leyendo un libro, en el que hacia anotaciones a lápiz.
Marina y su madre se habían acomodado en los
cajones de la máquina de imprimir, Tamara
Nikoláievna se había envuelto en su viejo
impermeable, y Marina dormía, apoyada la cabeza,
con el lazo negro, en las rodillas de su madre
recogidos sus pies, calzados en pequeños y
polvorientos zapatitos, uno de los cuales "pedía de
comer".
Cerca de ellas, en el suelo, se encontraban todos
sus bienes: la cocinilla de petróleo, envuelta en un
periódico, un bulto con vestidos y un pequeño
portamantas, por la que podía deducirse que todo el
tiempo vivían con el equipaje hecho. En aquel
instante parecía que ambas esperaban pacientemente
el tren en un pequeño y perdido apeadero.
- Ya no hay peligro, podemos salir -dijo Gávrik.
Rodión Zhúkov no se movió de su sitio y pidió a
Petia que le explicara todo lo que había pasado. Petia
se lo explicó, pero Zhúkov permaneció pensativo
unos instantes y mandó al chico que lo contara todo
de nuevo, sin apresurarse. Petia volvió a contarlo.
Zhúkov se guardó el libro en un bolsillo, se estiró
placentero y dijo:
- Si es así, podemos salir de la clandestinidad. Por
lo visto, esos pellejos no venían especialmente por
mí... ¡Tamara Nikoláievna, vamos!
- Levántate, hija -dijo la madre, pellizcando
ligeramente a Marina en la nariz como si fuera
pequeñita.
Marina abrió los ojos, miró en torno, vio a Petia,
sucio de tierra, espeluzado, con la escopeta, y rió
perezosa, arreglándose con ambas manos el lazo, que
se le había arrugado.
Tengo sueño dijo caprichosa Marina, pero se
levantó, dócil, y cogió del suelo la cocinilla.
Por si acaso, dejen de momento los bártulos aconsejó Rodión Zhúkov.
"¡Querida mía!", pensó Petia, lleno de ternura.
Cuando salieron del subterráneo al aire libre, las
estrellas les parecieron asombrosamente brillantes,
casi cegadoras. La estepa dormía. En silencio,
deteniéndose de vez en cuando para escuchar,
llegaron al caserío, saltaron el terraplén, cubierto de
polvorienta hierba, y se sentaron sin hacer ruido
junto a la hoguera, donde Vasili Petróvich continuaba
su conferencia de astronomía.
- Ahora imagínense ustedes -decía el buen
hombre inspiradamente, levantada la cabeza y
puestos los ojos en el estrellado firmamento- que
poseemos la maravillosa facultad de desplazarnos por
el espacio a la velocidad de la luz. Si fuera así,
podríamos convencernos fácilmente de que el
Universo es infinito. En efecto, miren este cielo
cuajado de estrellas, que se extiende tan bello sobre
nosotros. ¿Qué vemos? Vemos miríadas de estrellas
de planetas, de nebulosidades, vemos, por último, la
124
Vía Láctea, que no es sino una inmensa
aglomeración de estrellas. Sin embargo, todo ese
incontable número de astros es una parte ínfima del
Universo. Pues bien, señores, imaginémonos que,
con una velocidad inconcebible para el cerebro
humano, nos lanzamos al Cosmos y llegamos por fin
a la estrella más lejana. ¿Qué vemos, al llegar a ella?
Pues que ante nosotros se extiende otro firmamento,
también salpicado de estrellas. Llegamos a la estrella
más lejana de ese nuevo firmamento y volvemos a
convencernos de que no hemos llegado al fin. Ante
nosotros de nuevo vemos cielo y estrellas. Y por más
que volásemos por el inabarcable Cosmos, veríamos
nuevos y nuevos mundos, y ello no tendría fin,
porque el Universo es infinito.
Vasili Petróvich enmudeció, sin dejar de mirar al
cielo. Y todos, subyugados por la idea de la
inmensidad del Universo, miraban en silencio el
conocido firmamento tachonado de estrellas y el
bifurcado torrente argénteo de la Vía Láctea.
V. Kataiev
Marina estaba sentada al lado de Petia,
contemplando también las estrellas, y el chico sintió
de pronto tal efluvio de ternura, un amor tan
torturante y desazonador, que unas lágrimas
asomaron a sus ojos.
- Oiga... -musitó Petia, rozando tímido la manga
de Marina.
- ¿Qué? -preguntó apenas perceptiblemente la
chica, sin volver la cabeza.
"La quiero", estuvo a punto de decir Petia, pero en
vez de ello preguntó:
- ¿Verdad que es precioso?
- Sí -respondió Marina, y sacudió la cabeza con
bello y gracioso movimiento-. Cuanto más oscura
está la noche, más brillan las estrellas.
Tan lejos que apenas si se oyeron, cantaron unos
gallos, y el fino rayo de luz azul que lanzaba el faro
nuevo de Bolshói Fontán subía, recto como una
flecha, muy alto, al cielo esmaltado de estrellas.
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