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biblioteca clásica
d e l a r e a l ac a d e m i a e s pa ñ o l a
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EP Í STOLA MORAL A F ABIO
Y OTROS ESCRITOS
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con el patrocinio de
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A N DR É S F ER N Á N DE Z
DE A N DRADA
EPÍSTOLA MORAL A FABIO
Y OTROS ESCRITOS
e dición, estudio y notas
de dámaso alonso
dispuestos para la imprenta
por carlos clavería
con un estudio de
juan f. alcina y francisco rico
y bibliografía comentada
por ignacio garcía aguilar
y xavier tubau
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA
MADRID
MMXIV
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S U MARIO
Presentación
IX - XII
epístola moral a fabio
1 - 15
apéndices
17
estudio y anexos
Nota editorial
39
Andrés Fernández de Andrada
y la «Epístola moral a Fabio»
41
Aparato crítico
131
Notas complementarias
139
Bibliografía comentada
157
Índice de notas
185
Tabla
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Una voz poética se dirige a un interlocutor llamado Fabio y le
desgrana los motivos por los que debería dar un giro a su vida
(vv. 1-144), al tiempo que le ofrece el plan óptimo para alcanzar virtud y sosiego (vv. 115-186). La misma voz examina el programa propuesto y asegura a Fabio que su consecución es posible
(vv. 187-201), pues quien escribe está comenzando a cumplirlo
(vv. 202-205). Se clausura entonces la Epístola instando al destinatario de los versos a que lo presencie con sus propios ojos: «Ven y
sabrás al grande fin que aspiro, / antes que el tiempo muera en
nuestros brazos».
Con el cierre del poema y la apelación a los dos ineludibles inquisidores de lo humano, el tiempo y la muerte, se abre en la literatura española una senda hasta entonces intransitada por la poesía
moral y reflexiva. El nuevo camino tiene la inédita virtud de aunar
preocupaciones atemporales con un lenguaje cotidiano y próximo, tanto que el lector moderno corre el riesgo de olvidar su naturaleza como artificio poético. Pero hay literatura, y mucha, detrás
de la Epístola moral a Fabio, como supo apreciar el mayor escudriñador de la palabra ficcional, Jorge Luis Borges. En «Otro poema de los dones», el maestro argentino recorría sus experiencias
de lectura para honrar a aquellos libros, autores y tradiciones literarias que ocupaban un estante privilegiado en la biblioteca de su
memoria. Y allí en el poema, junto a Elena y Ulises, Séneca y Lucano o Verlaine y Whitman, también se da las gracias «por aquel
sevillano que redactó la Epístola moral / y cuyo nombre, como él
hubiera preferido, ignoramos».
Ni el nombre ni el hombre eran ignorados cuando Borges publicó su texto en 1964, pues la documentación dada a conocer por
Rodríguez Marín en 1923, junto con los trabajos posteriores de
Toussaint y Dámaso Alonso, dejaban claro quién era el escritor
histórico, tras siglos de erróneas atribuciones a Medrano, los Argensola y Rioja. La anonimia, no obstante, parecía un designio necesario en la interpretación particular del bonaerense, en su lectura lindante con lo mítico, que alcanza una dimensión profética en
«El sueño de Pedro Henríquez Ureña» (1972). En el relato, el protagonista fallece noches después de discutir con un Borges de ficción acerca de los versos 182-183 de la Epístola de Andrada, «¡Oh
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muerte!, ven callada / como sueles venir en la saeta». La cautivadora atracción que irradian estos versos en el diálogo de los personajes proviene del anhelo borgiano por identificar la voz que dormía
bajo esas palabras de imprecación, las cuales tenían que ser «eco deliberado de algún texto latino». Y sin embargo no lo eran.
Contrariamente a lo que creía Borges, la comparación se debe
en exclusividad a Fernández de Andrada, pues no hay consignada en la tradición previa una imagen de la muerte acechante y
silenciosa como flecha. Y no porque la Epístola no deba mucho al
legado clásico (con Horacio y Séneca a la cabeza), sino porque en
el poema las deudas del ayer se conjugan con los hallazgos e innovaciones del hoy, encauzándose unas y otras por medio de un
lenguaje cotidiano que sirve para modelar un texto en el que la
sencillez aparente es seña definitoria de la identidad poética del
conjunto. La Epístola moral a Fabio se hila con tan armoniosa perfección que los pespuntes son invisibles en la primera mirada al
tapiz, como si el poema surgiera de una mano y aguja absolutamente nuevos, sin contaminación alguna. Al mismo tiempo, todo
resulta tan evocadoramente cercano, tan conocido y asumido que
es difícil pensar en novedad u originalidad de ningún tipo. El gran
mérito de Fernández de Andrada fue que supo encontrar las palabras precisas con que fijar poéticamente algo sabido por todos,
pero que nadie había escrito.
Para eso el autor tuvo que echar la vista atrás, naturalmente, y
buscar en la tradición no solo imágenes y conceptos, sino aun el
propio molde genérico en el que ahormar su poema. Optó por lo
epistolar, espacio inmejorable para la comunicación íntima entre
iguales. La elección de ese cauce suponía entroncar con una tradición que comenzaba en Séneca y Horacio, pasaba por el Petrarca de las Epistolae y llegaba hasta los precedentes más inmediatos
de la literatura española: Garcilaso, Mendoza y Boscán. En suma,
todo un conglomerado de textos que subyacen a la Epístola y que
constituyen su taracea referencial. Lo que puede ser una dificultad
para los lectores actuales era motivo de goce intelectual y estético para los lectores coetáneos, quienes podían determinar los ecos
de la tradición pretérita bajo las palabras presentes, escuchando las
voces y los pulsos intertextuales que latían dentro de la cobertura
de los vocablos, cercanos y sencillos solo en apariencia.
Las explicaciones modernas del texto, muy alejadas ya de una
comunidad de cultura compartida, se han visto en la necesidad de
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acuñar marbetes críticos que permitan explicar la complejidad genérica del poema, cuya mayor dificultad estriba en los cruces entre epístola, sátira y elegía. De ese modo se ha interpretado la obra
de Andrada como «epístola moral u horaciana», «carta natural en
verso», «sátira epistolar clásica», «sátira atenuada epistolar» o «sátira
horaciano-ariostesca», en función del peso, mayor o menor, que
se conceda al legado aducido.
Los vínculos de la Epístola con la tradición horaciana son muy
importantes en aspectos de carácter formal, pero también en lo
que atañe a motivos literarios compartidos como los del sabio, la
paz interior, el alejamiento del mundo o la contención de las propias pasiones. A ello se une un tono o actitud general que proviene de Séneca y que cristaliza en un particular estoicismo de corte popular. Estas influencias, ajenas por completo a lo horaciano,
han interesado mucho a estudiosos del ámbito de la filosofía, hasta
el punto de que se han ampliado las deudas y reminiscencias senequistas hasta alcanzar también a Epicuro y Epicteto. No por casualidad María Zambrano, en Pensamiento y poesía de la vida española,
elevó los 205 versos de Andrada a la categoría de tratado filosófico
y cumbre insuperable del pensamiento español: «la Epístola moral
es ya un tratado, un pequeño tratado filosófico en que la moral se
hace poética». Y añade también que «como pensamiento es de lo
más sistemático que el español ha producido. Pocos pensamientos
tan coherentes, trabados y completos, pocos tratados de filosofía
como esta Epístola moral. Diríase que la capacidad de abstracción
de la mente española ha dado aquí su medida; más allá no puede».
También desde una perspectiva moderna condicionada por
hondas preocupaciones personales y aflicciones íntimas, Cernuda
interpretó que Andrada no era el estoico comúnmente reconocido, sino un «racionalista desengañado», tal y como expone en Tres
poetas metafísicos, de 1946. Algo antes, en Como quien espera al alba,
el yo poético del cernudiano «Río vespertino» había manifestado
la añoranza de unos tiempos ya pasados en los que aún era posible retirarse «Al muro propio, al libro y al amigo». El endecasílabo es reescritura evidente de los versos 127-130 de la Epístola moral: «Un ángulo me basta entre mis lares, / un libro y un amigo, un
sueño breve, / que no perturben deudas ni pesares». Sin embargo, Cernuda carecía del interlocutor necesario al que comunicar
sus preocupaciones y consejos. Andrada lo tuvo en la figura de su
buen amigo Alonso Tello de Guzmán, futuro corregidor en Mé-
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xico y destinatario más que probable de la tercetos escritos poco
antes de 1613. Pero no se dirigió a él por su nombre, sino a través
de la máscara poética de un Fabio prototípico con el que cualquier
lector pudiera reconocerse.
A muchas obras literarias se las caracteriza con las etiquetas de
«atemporales» y «únicas», aunque tales designaciones suelen esconder tanta exageración como inexactitud. De muy pocos textos
se puede elogiar con verdadera razón y justicia su naturaleza excepcional. La Epístola moral a Fabio es una de esas raras creaciones
literarias a las que estas etiquetas le vienen como anillo al dedo.
Es «única» tanto si se atiende a su originalidad en el contexto de
la historia literaria española como a su singularidad en la producción escrita de su autor. Es «atemporal», al margen de impresiones particulares, porque así lo refrenda su inamovible posición en
el canon literario y crítico de los últimos siglos, además de por la
duradera validez del pensamiento y de las reflexiones que plantea.
Pocas obras poéticas de carácter culto nos suenan tan populares
y cercanas, tan actuales y próximas. Y menos obras aún son las que
resisten el paso de los años, el fluir de las corrientes literarias y del
gusto cambiante, así como la inevitable modificación del mundo
de valores y del sistema de pensamiento de cada época.
La Epístola moral a Fabio logra condensar sentidos que se despliegan a lo largo del tiempo con renovada y asombrosa actualidad, siendo continuamente una obra clásica y moderna. De entre los lectores del poema, nadie más autorizado que el maestro
Dámaso Alonso para emitir juicios valorativos. Por eso importa
atender a algunas de las palabras que dedicó a la Epístola en su estudio del año 1978, las cuales mantienen hoy día, entrada ya la segunda década del xxi, una vigencia inamovible: «Nunca quizá
más necesaria su lectura que en este siglo, hostil como ninguno,
en que hemos tenido la desgracia de vivir».
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