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Testimonio
“Seguía
queriendo
ser madre
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a renunciar a su
Un accidente la obligó
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ón
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tener un hijo.
luchar por su sueño de
Paulina Savall, 41 años
Madre de un niño muy feliz
● Tenía 35 años, una vida llena y
una gran pasión. El ejercicio físico
escribió mis días desde que tengo uso de razón. Siete años en el
equipo nacional de sincronizada y
12 formando a instructores de pilates lo avalan. Fue precisamente
este amor por el movimiento el
que me llevó a quedarme sin él.
Ensayando una coreografía para
una convención me caí sobre el
cuello y me luxé una vértebra
que me presionó la columna. Al
instante dejé de tener sensibilidad de cuello para abajo. Era el
año 2009 y el accidente me dejó
tetrapléjica. Lo primero que pregunté a los médicos es si volvería
a andar. Lo segundo si podría ser
madre. Al principio me parecía
que lo había perdido todo. El accidente me había arrebatado la
independencia, el trabajo, la pareja..., pero había cosas que podía
hacer, y me aferré a ellas. Una de
esas cosas era la posibilidad de
ser madre, así que no lo dudé.
Antes quería asegurarme
de que a mi hijo no le iba a faltar
de nada. Y no me refiero a lo material, que también, sino, sobre
todo, a lo afectivo. Mis limitaciones no podían ser sus carencias.
Me asesoré con médicos, psicólogos..., incluso pasé voluntariamente por un comité de ética. El
veredicto fue unánime: no solo no
había ningún problema en tener
un hijo, sino que muchos me animaban a hacerlo. Otro veredicto
muy distinto fue el que surgió
de los prejuicios sociales. Mucha
gente, alguna cercana a mí, intentó que diera marcha atrás.
Elegí la fecundación in vitro
para quedarme embarazada. En
contra de lo que muchos puedan pensar, una mujer con lesión
medular es capaz de engendrar.
Me implantaron un único em-
brión que enseguida dijo sí a la
vida. Lo conseguí a la primera, y
hasta el séptimo mes fue fácil y
llevadero, tanto que casi me desaparecen los dolores provocados
por mi lesión. El parto no fue tan
afortunado. Se adelantó por la
preeclampsia, y a los siete meses
y medio Bru nacía por cesárea.
Era el 16 de abril de 2014.
El nacimiento de un hijo,
para la mayoría de las mujeres,
es uno de los momentos más
emocionantes de su vida. En él
se entremezclan euforia y alegría,
y también preocupación. A los
temores habituales de cualquier
madre, a mí se me han sumado
otros derivados de mis limitaciones, y a los que he tenido que
hacer frente con imaginación y
convencimiento. Mientras que he
visto a mujeres parapléjicas (solo
Lo primero que pregunté a los
médicos es si volvería a andar. Lo
segundo, si podría ser madre
tienen las piernas afectadas) con
hijos, apenas hay madres con las
cuatro extremidades inhabilitadas, como yo. Y es que existe un
abismo entre poder usar o no los
brazos. Por no poder no puedo ni
cambiarle los pañales, ni bañarlo...
Deben hacerlo otras personas por
mí..., aunque intento que “no sin
mí”. Me refiero a que participo hablándole, interaccionando con él a
fin de que sepa que estoy allí para
cuidarlo. En contrapartida, hay
actividades que sí realizo, como
transportarlo en mi silla de ruedas
eléctrica (¡que le encanta!) o darle
de comer (con un cojín alrededor
de mi cintura para sentarlo).
Como madre dependiente
dependo de otras personas y, a
su vez, mi hijo depende de mí.
A aquellos más cercanos que
suplen mis carencias físicas los
llamo cariñosamente “mi tribu”.
Son mis manos y mis pies, son
mi equipo. Son la extensión necesaria de mi maternidad, y a ellos
(mis padres, Marc y mi cuidadora) se lo debo todo, y mucho más.
A los que me ayudan, que son
mis manos, mis pies..., los llamo
cariñosamente mi tribu
Bru es un niño superfeliz,
alegre, juguetón, curioso y llorón
cuando tiene hambre. Es, en definitiva, un niño absolutamente
normal, que con esta misma normalidad vive mis impedimentos.
Los ha vivido desde siempre, y
desde siempre ha sabido que su
madre no le puede hacer muchas
cosas. Y, como si de un sexto sentido se tratara, lo entiende y lo respeta. Sabe cuándo puede portarse
bien y cuando no; mientras vamos en la silla de ruedas se mantiene concentrado (y contento si
le dejo conducir un poquito). Se
adapta fácilmente a situaciones y
a personas nuevas. Pero hay algo
que me emociona en especial:
Bru intenta ayudarme allí donde
no llego yo. Cuando me ve descal-
za, me acerca los zapatos y trata
de ponérmelos. Me da las cosas si
no puedo cogerlas y, si es la hora
de los estiramientos, ¡él participa
como un terapeuta más!
Embarcarme en la aventura
de ser madre no ha sido fácil. He
luchado mucho y he tenido que
demostrar que soy válida para
ejercer un derecho que se supone
que ya tenía. Ahora las miradas y
los tabús con los que me enfrento, también son problema de mi
hijo. Él tendrá que escuchar que
su madre es menos por ser físicamente distinta. Es cierto que mi
maternidad es más difícil, pero seguro que eso hace de Bru una persona más solidaria y compasiva.
No se puede pedir nada mejor.
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