Conference in the Escuela Diplomática de Madrid on June 1998

Anuncio
Conference in the Escuela Diplomática de Madrid on June 1998
Embajador-Director,
Excelencias,
Señoras y Señores:
Quiero, ante todo, agradecer al Embajador Ucelay sus generosas palabras
de acogida, dictadas más por la mucha amistad con la que me honra que
por mis escasos méritos. Quiero también agradecerle, a él y a la Escuela
Diplomática, el honor que me hacen al cederme tan prestigiosa tribuna para
presentar el balance de los ya casi quince meses en que vengo ejerciendo
como Enviado Especial de la Unión Europea para el proceso de paz en
Oriente Medio.
¿Proceso de paz en Oriente Medio? ¿Es que existe aún, se preguntarán
muchos de Ustedes, algo digno de ese nombre? En las circunstancias
actuales la pregunta resulta, ciertamente, legítima. Intentaré responderla
huyendo de dos peligros que acechan por igual a quienes pasamos gran
parte de nuestro tiempo en, o en torno a, Oriente Medio: el fácil
catastrofismo y la complacencia estéril.
Hace dos años, es decir, antes de las últimas elecciones generales y el
subsiguiente cambio de gobierno en Israel, era moneda común, tanto en las
cancillerías europeas y el Departamento de Estado norteamericano como
entre los expertos de las comunidades académica y periodística, un
diagnóstico de irreversibilidad a la hora de juzgar el estado en que se
encontraba el proceso de paz. Un proceso que se había iniciado en Madrid
en 1991 con vocación global y que, tras diversos altibajos, había sido, por
así decir, refundado de manera separada en cada una de sus vertientes,
mediante los acuerdos de Oslo I y Oslo II entre Israel y la OLP, el tratado de
paz entre Jordania e Israel y el entendimiento condicional alcanzado por
Siria e Israel en Wye Plantation respecto al contenido básico de un eventual
acuerdo de paz entre ambos países.
Tan arraigada parecía en todas las partes la voluntad política de lograr una
paz definitiva y honorable que la sensación de irreversibilidad conseguía
imponerse día a día sobre la fragilidad inherente al enfoque selectivo y
gradual elegido por los arquitectos de Oslo y sobre la forma particularmente
arrítmica y convulsa en que, como consecuencia de aquella fragilidad
original, iban avanzando las negociaciones entre israelíes y palestinos. Ni el
asesinato del Primer Ministro Rabin ni la serie de atentados terroristas que
asolaron Israel durante el efímero gobierno de su sucesor, Shimon Peres,
pudieron acabar con la convicción generalizada de que, por muy largo y
tortuoso que se presentara, el camino hacia la paz no admitía marcha atrás.
Hoy sabemos que semejante optimismo era excesivo. La campaña para las
elecciones celebradas en Israel en mayo de 1996 confirmó que la sociedad
israelí y los partidos políticos estaban profundamente divididos, no, desde
luego, respecto a la necesidad de vivir en paz con sus vecinos árabes, pero
sí respecto a la necesidad de vivir en paz con sus vecinos árabes, pro sí
respecto a la naturaleza misma de es paz y a la forma más adecuada de
conseguirla. El programa electoral del Likud encendió las luces de alarma en
los sectores de la comunidad internacional que se habían volcado hasta
entonces en apoyo del proceso, por cuanto entrañaba una revisión radical
del espíritu y la letra de Madrid y de Oslo.
Marco negociador
Es cierto que, tras su instalación en el poder, Banjamin Netanyahu nunca ha
denunciado formalmente ese marco negociador. Y, sin embargo, el proceso
de paz ha sufrido durante el último año una erosión tal que parece
pertinente, como señalaba más arriba, interrogarse por el mero hecho de su
existencia.
¿Qué ha ocurrido para que las cosas lleguen a ese punto? La respuesta,
creo, hay que buscarla en la radical crisis de confianza que se ha apoderado
de las partes como resultado del nuevo énfasis puesto por el gobierno del
Primer Ministro Netanyahu en el aspecto de la seguridad, que ha pasado de
ser un elemento, trascendental, sí, pero un elemento más, de la ecuación de
la paz, a convertirse en precondición absoluta para cualquier avance, por
mínimo que sea, en el proceso. Desde el punto de vista de las aspiraciones
palestinas, ello tiene consecuencias muy graves. No sólo afecta al ritmo de
las negociaciones, que acaban eternizándose, con el consiguiente aumento
de frustración en la ciudadanía. También, y sobre todo, prefigura a la baja
para los palestinos el contenido mismo -cantidad y calidad- del compromiso
territorial que estaría dispuesta a aceptar, en última instancia, la parte
israelí.
Nos hallamos, a fin de cuentas, ante una quiebra de la metodología gradual
adoptada en los acuerdos de oslo. Sus negociadores, en efecto,
consideraron que el abismo que separaba las posiciones de partida de
israelíes y palestinos no podía saltarse de un plumazo, mediante la firma
directa de un acuerdo completo y definitivo que, cual deus ex machina,
pusiera punto final a tantas décadas de desencuentro y enfrentamiento.
Optaron, así, por una estrategia de pequeños pasos basada en una fase
interina durante la cual iría produciéndose la retirada del ejército israelí y
creándose la confianza necesaria entre unos y otros para pasar después,
sobre una base sólida, a la negociación de los grandes temas del estatuto
permanente.
Es esa confianza, esa mínima comunidad de visión e intereses básicos que
tanto costó fraguar en su día, la que ahora falta entre las partes. Y, a falta
de ella, todo el edificio de oslo, inevitablemente, se tambalea.
Señoras y señores, desde el comienzo de mi misión he tenido que
desenvolverme en ese ambiente de profunda desconfianza que hoy impera
entre Israel y los palestinos y entre Israel y el resto de sus vecino árabes,
incluidos aquéllos con los que Israel tiene ya firmados tratados de paz
definitivos.
Por eso, en unos momentos en que el margen de maniobra resulta muy
escaso para la mediación de terceros, sean éstos europeos o
estadounidenses, he dado prioridad al intento de restaurar, en la medida de
lo posible, la confianza perdida. Ello me ha obligado a un continuo ir y venir
entre las partes que, en el capítulo palestino, rindió temprano fruto, hace
ahora poco más de un año, con mi contribución, complementaria de los
esfuerzos norteamericanos, a la firma de los acuerdos sobre el redespliegue
del ejército israelí en la ciudad de Hebrón, que incluyeron también, entre
otras cosas, un reajuste del calendario anteriormente previsto para la
retirada israelí, en tres fases sucesivas, de la mayor parte de Cisjordania y
Gaza. Fue éste un momento clave, en que las suspicacias inicialmente
levantadas por el gobierno Netanyahu dieron paso a la impresión de que,
con algunos retoques de menor cuantía, el proceso podía recuperar su
antigua forma.
Sin embargo, los brutales atentados terroristas de la primavera y el verano
pasados y el círculo vicioso de imputaciones y contraalegaciones en que
ambas partes se sumieron a propósito del grado de compromiso de la
Autoridad Palestina en la batalla contra el terror, dieron al traste con las
esperanzas que los acuerdos de Hebrón habían suscitado. Por otro lado,
determinadas decisiones del gobierno israelí, como la de abrir el túnel de los
Asmoneos y la de construir un asentamiento en el Jbel Abu Gneim o, dicho
en hebreo, Har Homa, no ayudaron precisamente a que renaciera la
confianza. Otro tanto cabe afirmar de la oferta israelí respecto al primero de
los redespliegues sucesivos contemplados en los acuerdos de Hebrón, que
fue juzgada insuficiente y rechazada por los palestinos.
Limitaciones estructurales
Esa crisis, que llegó a serlo de comunicación entre las partes, vino a
coincidir con un ligero desfallecimiento de los Estados Unidos en su papel,
unánimemente reconocido, de mediador privilegiado y fuerza motora del
proceso. Debido en parte a limitaciones estructurales de la política interior
norteamericana, y en parte, también, a la lógica necesidad de evaluación y
ajuste de su política exterior en Oriente Medio tras el cambio de titular en el
Departamento de Estado, lo cierto es que, durante unos meses cruciales, se
echó a faltar una mayor implicación de Washington en los esfuerzos por
recomponer el diálogo a alto nivel entre las partes.
De hecho, los dos únicos encuentros que tuvieron lugar entonces entre el
Presidente Arafat y el, a la sazón, ministro israelí de Asuntos Exteriores,
David Levi, fueron propiciados -en Malta el primero, al margen de la
Conferencia Euromediterránea, y el segundo, ad hoc, en Bruselas- por quien
hoy tiene el honor de dirigirse a ustedes desde esta tribuna de la Escuela
Diplomática.
En esa misma línea de creación de confianza entre las partes, y dentro
todavía del capítulo palestino, vengo trabajando desde hace meses en la
elaboración y puesta a disposición de aquéllas de un código de conducta que
sea aceptable por ambas y sirva no tanto para permitir el reinicio de las
negociaciones hoy estancadas -el papel norteamericano al respecto ha vuelo
a activarse- como para garantizar que, una vez reiniciadas, puedan
desarrollarse en un ambiente de referencias compartidas. Dicho código no
se limita a aspectos puramente políticos, sino que apunta también a la vida
cotidiana de las respectivas sociedades civiles, esfera ésta donde, en
definitiva, deberá operarse el cambio de mentalidad necesario para que, en
su día, la paz política arraigue con auténticas posibilidades de éxito.
Señoras y señores, los capítulos sirio y libanés del proceso de paz han sido
objeto igualmente de las idas y venidas de este enviado. Es ése el terreno
que, sin duda alguna, más se ha hecho notar el retraimiento norteamericano
durante el último año. Es cierto que el conflicto israelo-palestino constituye
el elemento central del problema de Oriente Medio, pero yo diría,
parafraseando un dicho británico referido a otra zona del Mediterráneo, que
si Siria no es la llave del problema, sí es, desde luego, la alcayata de la que
cuelga la llave. Por ello, he sido siempre ferviente partidario del enfoque
global adoptado en la Conferencia de Madrid. La historia reciente el proceso
de paz ha demostrado hasta qué punto resultaba arriesgado -aunque en su
momento se trató de una apuesta ciertamente espectacular- desgajar del
tronco común de Madrid la tan en apariencia prometedora rama de Oslo.
Durante el último año he tenido la ocasión de entrevistarme más de media
docena de veces con el Presidente sirio, Hafez el Assad. Probablemente, soy
el diplomático occidental que más veces se ha encontrado con él en ese
período. No es que quiera jactarme aquí de haber establecido un nuevo
record. En cualquier caso, quedaría muy lejos de la marca absoluta que
ostenta Henry Kissinger desde 1974. Lo que me importa es subrayar la
importancia del diálogo indirecto que, a través del enviado de la Unión
Europea, están manteniendo Israel y Siria en unos momentos en que las
posiciones de ambos vuelven a estar tan alejadas como lo estaban en 1991,
inmediatamente después de la Conferencia de Madrid, pero con una dosis de
desconfianza mutua todavía mayor. Gracias a esa labor diplomática se ha
logrado disipar algún que otro malentendido y, en ocasión muy delicada, se
ha podido convencer a cada parte de que no eran de guerra los tambores
que sonaban en la otra.
Señoras y señores, decía más arriba que el actual gobierno de Israel ha
puesto un nuevo énfasis en sus necesidades de seguridad, condicionando a
la plena satisfacción de las mismas cualquier avance en el proceso de paz.
Decía también que ahí radica, a mi entender, la clave de la crisis de
desconfianza que ha terminado por atenazar a las partes.
Conozco de primera mano cómo se vive en Israel el problema de la
seguridad. No seré yo quien rebaje o relativice esa legítima preocupación
existencial. Recuerdo que fui muy criticado por ciertos sectores de la opinión
árabe y europea cuando, al principio de mi misión, pensando sobre todo,
pero no sólo, en la vertiente siria del proceso, lancé la ecuación retirada
completa más seguridad total igual a paz. Se me acusó poco menos de
defender exclusivamente los intereses de Israel y de hacer almoneda de la
sacrosanta fórmula paz por territorios, que tanto sudor diplomático había
costado conquistar. No era esa, desde luego, mi intención, sino resaltar la
importancia del factor seguridad -seguridad para todas las partes- en
cualquier posible arreglo del conflicto y el hecho de que, en lo que respecta
a Israel, su obligación de retirarse de los territorios ilegalmente ocupados
tiene como contrapartida legítima una exigencia de seguridad absoluta.
Con todo, y centrándome ahora en el capítulo palestino del proceso,
sostengo que, si se de una dosis suficiente de voluntad política por ambas
partes, resulta perfectamente aplicable en la práctica el esquema ideal
postulado por el difunto Primer Ministro Rabin cuando intentaba separar la
lucha por la paz y su lógica hasta cierto punto incierta de la lucha contra el
terrorismo y su lógica implacable. No digo que en un momento concreto,
ante una crisis de terror determinada, no pueda funcionar para superarla el
establecimiento de un vínculo sin fisuras entre seguridad y proceso de paz.
Pero basar una estrategia a medio y largo plazo en la perpetuación de ese
vínculo entraña, a mi juicio, dos riesgos de primera magnitud. Por un lado,
que el proceso de paz se convierta en fácil rehén de los terroristas, cuyo
objetivo no es sino acabar con él, y que no tendrán más que ejercer su
siniestro oficio cada vez que un avance se produzca o, simplemente, se
vislumbre en el horizonte. Por otro lado, que el concepto de seguridad, a
base de invadirlo todo, termine por devaluarse, legitimando así posibles
acusaciones de que se utiliza como tapadera o coartada de otros intereses
menos confesables.
Lucha contra el terrorismo
Parte de mi labor a lo largo de los últimos meses ha ido encaminada a tratar
de evitar ambos peligros. En ese contexto se inscribe la propuesta que la
presidencia británica ha presentado formalmente al gobierno de Israel y a la
Autoridad Palestina para que establezcan, con ayuda financiera y técnica
europea, un comité permanente de seguridad. Su función consistiría en
garantizar que la parte palestina se empeña al ciento por ciento en la lucha
contra el terrorismo. Ello comprometería firmemente a la Autoridad
Palestina y, si ésta cumpliera, dejaría sin argumentos -y a la vez en
evidencia- a quienes, del lado israelí, pudieran invocar la seguridad con el
solo objeto de paralizar el proceso.
Señoras y señores, junto a la dimensión ad extra, dirigida al proceso de paz
en Oriente Medio, el mandato que me ha sido conferido por los quince
ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea tiene otra dimensión ad
intra, menos explícita, pero, a mi entender, no menos compleja y,
perdóneseme la inmodestia, no menos importante.
Me refiero a los aspectos relacionados con la Política Exterior y de Seguridad
Común, es decir, con el embrión de lo que puede llegar a ser una política
exterior europea verdaderamente unificada. Desde este punto de vista, mi
trabajo se asemeja al de un conejillo de Indias que tuviera la extraña
oportunidad de participar de forma activa en el diseño del experimento con
el que luego se le atormenta.
Parece evidente que, si la Política Exterior y de Seguridad Común tiene
algún futuro, éste pasa por la necesidad imperiosa de que Europa hable en
el mundo con una sola voz y actúe con una sola voluntad. A facilitar ese
salto de la cacofonía a la sinfonía en la política de los quince respecto al
proceso de paz en Oriente Medio he dedicado y sigo dedicando mucho
tiempo y muchas energías. Tras más de catorce meses de misión, creo que
hemos recorrido un largo camino. Queda, sin duda, mucho por hacer, pero
la Unión Europea comienza a ser percibida como una unidad por los diversos
actores del conflicto de Oriente Medio. En consecuencia, la Unión ha ganado
mucho en visibilidad.
Más visibilidad: tal era uno de los objetivos que el Consejo de Ministros tenía
in mente cuando decidió crear la figura del enviado especial para el proceso
de paz en Oriente Medio. Se trataba de empezar a compensar, mediante
una política de presencia activa, un grave desequilibrio que afecta desde el
inicio del proceso a la participación europea en el mismo. La Unión Europea
desempeña un papel político mínimo cuando su aportación económica es
superior a la de la suma de los demás miembros de la comunidad
internacional y, por ende, muy superior a la de los Estados Unidos, En una
reciente comunicación al Consejo, que no ha dejado de levantar polémica, el
Vicepresidente de la Comisión Europea, Manuel Marín, ha vuelo a poner el
dedo en la llaga de esta cuestión fundamental.
Y es que la mera visibilidad no es suficiente. La Europa sobre cuyas espaldas
recae en gran medida la financiación de la economía palestina -lo cual no
deja de ser una manera de invertir en seguridad para Israel; la Europa que
supo poner en marcha, mediante la Conferencia de Barcelona, un ambicioso
proyecto de estabilidad y prosperidad para toda la región mediterránea y
que ve ahora cómo esa iniciativa corre el riesgo de ser contaminada por el
bloqueo del proceso de paz en Oriente Medio; la Europa, en fin, que está a
punto de forjar la moneda única, con las revolucionarias consecuencias que
ello por fuerza ha de tener en el orden político internacional, esa Europa de
hoy y de mañana no puede seguir siendo un actor político de segunda fila en
la búsqueda de soluciones a un conflicto que, como el de Oriente Medio, le
toca muy de cerca. No basta, como digo, la visibilidad. Si no queremos que
ésta, una vez conquistada, se convierta en mera gesticulación sin contenido,
es preciso redefinir el estatuto de la Unión Europea en el proceso de paz.
Esa necesidad se hace tanto más acuciante cuanto que los Estados Unidos
encuentran hoy serias dificultades para sacar adelante un proceso que conviene no olvidarlo- fue en su origen una creación norteamericanaapoyada, eso sí, desde el primer momento y sin ambages, por Europa y
otros miembros de la comunidad internacional.
Ha de quedar muy claro que no se trata de sustituir a los Estados Unidos o
de erigirse en alternativa a su manera de enfocar y gestionar el proceso.
Antes al contrario, lo que aquí se preconiza es una complementariedad real
entre la Unión Europea y los Estados Unidos, fundada en una división del
trabajo que permita a cada uno ejercer, al servicio de una estrategia
coordinada, las indudables bazas que cada uno por su lado tiene para
persuadir a las distintas partes del conflicto.
¿Está vivo todavía el proceso de paz en Oriente Medio?
Señoras y señores, creo que, después de lo expuesto, ha llegado el
momento de contestar la pregunta que al comienzo de mi intervención
imaginaba se hacen muchos de Ustedes , y que un sector cada vez más
amplio de la comunidad internacional se inclina por responder con una
negativa. ¿Está vivo todavía el proceso de paz en Oriente Medio?
Mi respuesta será clara y contundente. Si por proceso de paz entendemos,
en un sentido que yo llamaría técnico, el marco operativo introducido por la
Conferencia de Madrid y -en lo que toca al problema palestino- por los
acuerdos de Oslo, el proceso está muerto. Los plazos, elemento
fundamental en toda esa ingeniería diplomática- no se han respetado. Pese
a la ayuda europea e internacional, la situación socio-económica en los
territorios palestinos se ha deteriorado hasta niveles inferiores a los que se
registraban antes del comienzo del proceso. La frustración en todo el mundo
árabe aumenta día a día y comienza a hacer mella en los elementos
moderados. En fin -ya lo he apuntado antes-, la confianza mutua que se
empezó a construir entre las partes para que sirviera a su vez de fuerza
dinamizadora del propio proceso es ya sólo recuerdo de un pasado en modo
alguno idílico, pero sin duda mejor, puesto que al menos dejaba lugar a la
esperanza.
Ahora bien, si tomamos el proceso de paz en su sentido político, es decir, si
lo entendemos como un ejercicio de búsqueda de la paz a partir de unos
principios claramente fijados y con unos objetivos nítidamente vislumbrados
- precisamente, los de Madrid y Oslo-, entonces el proceso de paz está, y
seguirá estando, inevitablemente vivo.
No crean que es ésta una profesión de fe en alguna variante medio-oriental
del determinismo histórico. No. Me baso para afirmarlo en la constatación de
que el proceso de paz en el sentido técnico, reversible como se ha
demostrado, ha creado, sin embargo, dos realidades políticamente
irreversibles que garantizan la continuidad a medio y largo plazo en la
búsqueda de la paz.
¿De qué realidades se trate? En primer lugar, de una realidad palestina que
existe ya y se mueve sobre el terreno, una entidad que no es -todavía- un
Estado, pero que es tangible y con la que el Estado de Israel, incluso en los
momentos más críticos del proceso de paz, mantiene cotidianamente
relaciones de distintas clases y a muy distintos niveles.
En segundo lugar, algo menos tangible, pero igualmente inevitable: la
convicción hondamente arraigada en la comunidad internacional de que,
aunque la solución última de los diversos conflictos que se superponen en
Oriente Medio corresponde a las partes, aquélla tiene una cierta
responsabilidad moral y política, además de un interés evidente, en el logro
de una paz honrosa y viable para toda la región.
Ambas realidades constituyen lo que yo denominaría la ecología básica del
proceso de paz en tanto búsqueda. Sin embargo, que la prolongación de la
búsqueda sea inevitable no quiere decir que al final de la misma el éxito
esté garantizado.
Dos son también los peligros más graves que acechan hoy en el camino y
que pueden hacer fracasar la búsqueda. Los dos se cifran en una sola
palabra: irresponsabilidad. Existe, en efecto, de un lado, un riesgo de
comportamiento irresponsable por parte del gobierno de Israel. Su
irresponsabilidad consistiría en seguir una política que ignorase las
realidades irreversibles creadas ya por el proceso de paz y las expectativas
suscitadas no sólo en el mundo árabe y en la comunidad internacional, sino
también en el seno de la propia sociedad israelí, que -no lo olvidemos- es
una de las sociedades más complejas y plurales del planeta.
Existe, igualmente, un riesgo de irresponsabilidad por parte árabe y
palestina. Lo irresponsable sería en este caso cualquier tipo de complicidad
con la violencia o el terrorismo, directa o indirecta, motivada ya por cálculo,
ya por cansancio, orientada ya sea a forzar, ya a destruir, la posición
negociadora de Israel.
Señoras y señores, en la hora actual, más de seis años después de la
Conferencia de Madrid, esos peligros no son del todo descartables. A nadie
se le oculta que la materialización de cualquiera de ellos acarrearía la del
otro, poniendo así en marcha un círculo vicioso de imprevisibles
consecuencias. Para conjurarlos se hace necesario, ante todo, un ejercicio
de visión histórica y voluntad política por parte de los actores directos del
proceso. Sin embargo, dada la crisis de confianza que paraliza a dichos
actores, todo apunta a que, más tarde o más temprano, habrá que dar por
terminado el proceso de paz tal y como lo hemos conocido hasta hoy para,
sin renunciar a sus principios y objetivos, relanzar con nuevo ímpetu la
búsqueda de una paz justa, global y duradera en Oriente Medio. El papel
que desempeñe la Unión Europea en la preparación y desarrollo de
semejante iniciativa -y ello transciende con mucho la misión de este simple
enviado- será piedra de toque de su capacidad para convertirse en una
potencia política de primer orden en el siglo XXI. Muchas gracias.
Descargar