MONTE Muebles de la tierra argentina Muebles de la tierra argentina La mayoría de los muebles que aparecen en este libro fueron realizados durante la primera mitad del siglo XX en la provincia de Santiago del Estero, la más antigua de nuestra Nación. Pero, como es fácil de corroborar, el talento criollo del cual son fruto se extendió a muchas de las provincias vecinas, de ahí que algunas pocas piezas podrían reconocer otro origen y, a veces, un tiempo de factura diferente. Las excepciones, tanto en datación como en procedencia, no alteran el dato fundamental de su autenticidad: todas las piezas fueron fabricadas a mano por carpinteros rurales y para su uso personal o por encargo de sus vecinos. El rasgo común y distintivo de estos muebles es el haber sido realizados con un criterio de economía propio de la cultura del monte. La inteligencia aplicada al diseño se manifiesta en la sabiduría con la que se administraron los recursos, utilizando siempre la menor cantidad de materia prima posible sin renunciar a la calidad constructiva, la solidez y la funcionalidad. Es esta simpleza la que otorga a estos muebles un carácter propio e inconfundible. Es necesario remarcar también la hechura manual de todas estas piezas. La ausencia de maquinaria, propia de la falta de electricidad en vastas regiones de nuestro país rural, obligaba al trabajo lento y a conciencia. Puede que alguna tabla fuera trabajada a máquina en alguna población cercana y luego llevada al campo, pero ese detalle no disminuye la pericia artesanal de estos carpinteros. Las maderas El criollo se fue haciendo carpintero a fuerza de necesidad, empujado por la escasez que imponía el aislamiento, en una naturaleza donde la severa aridez brindaba, sin embargo, una generosa variedad de maderas. Fueron los españoles quienes enseñaron las ventajas del mobiliario; los indios eran andariegos y los muebles siempre fueron cosas de hombres sedentarios. Pero el indio aportó la vitalidad del color y su conocimiento de lo que ofrecía la madre tierra. Las maderas de los nobles algarrobos – el blanco y el negro– fueron las elegidas para las mesas, y, por su flexible liviandad, las maderas del chañar y la huiñaj se emplearon para sillas y sillones. El mistol, el vinal, el ancoche y hasta el cardón sirvieron también para esos primeros muebles, así como los duros quebrachos blancos y colorados, que fueron reservados para los tablones más gruesos. Además del ojo alerta para aprovechar las formas que aparecen en la naturaleza, el carpintero del monte dispone, hasta hoy, de algunas pocas herramientas para trabajar la madera: el hacha o una sierra para enfrentarse al árbol y, a veces, una hachuela, un serrucho, un cepillo o apenas una azuela para hacer las tablas y dar forma a las patas y brazos de las mesas y las sillas; un taladro o algún formón para las escopladuras, y para las terminaciones, un machete o un cuchillo, las dos herramientas esenciales, siempre a mano. Para el lijado, podrá emplear algún hierro rescatado de un arado o un pedazo de vidrio de botella. Y finalmente estará el color, de la pintura que sea, para dar vida y alegría. En la búsqueda de algún patrón que permita orientarnos, quizá resulte útil señalar algunos datos. En el monte, los ambientes de las casas son pequeños. El módulo básico de una vivienda es un espacio de aproximadamente 2,5 x 2,5 metros, pues ese es el largo de las varas de quebracho blanco que, apuntaladas sobre horcones de quebracho colorado, sostienen los techos de tierra, a poco más de 2,20 metros del piso de tierra apisonada. Una pared podrá ser mucho más larga o una casa mucho más amplia, pero siempre tendrá estas columnas cada 2,5 metros, aproximadamente. Esa medida será también la del ancho de las galerías o aleros, para generar una sombra hospitalaria y proteger la habitación de las inclemencias del sol y de la lluvia. Este módulo de vivienda de madera y adobe está ampliamente difundido en la llanura boscosa; solo en las zonas de cerros se agrega la piedra. En todos los casos, las casas albergan muy pocos muebles, apenas los básicos para resolver las necesidades elementales de la vida cotidiana. La mesa ha sido desde siempre el primer mueble de los hombres. La mesa que se eleva del piso de tierra y nos permite trabajar erguidos tal vez sea el primer indicador de nuestra cultura humana, del dominio de la naturaleza en el gesto de apartarse de ella. La mesa ordena el mundo sobre sí, y cuando es una sola debe servir para varios propósitos. El primordial es que sea útil para trabajar sobre ella, de ahí que las mesas del monte sean por lo común altas y fuertes, aunque relativamente pequeñas y livianas, pues también deben ser fáciles de mover y sacar al exterior de las casas. Construidas generalmente con travesaños inferiores que aseguran su rigidez y fortaleza, fueron pensadas para ser usadas de pie, para amasar, lavar y hasta carnear sobre ellas, más que para sentarse a comer. Cuando la familia y la casa hayan crecido, podrán aparecer mesas con funciones diferenciadas: pequeñas y bajas para arrimar a una silla o un sillón, o largas y de una altura apropiada para sentarse a comer, o con cajones y agregados para diferentes trabajos y oficios (como la mesa de platero de la página 69), y hasta pensadas para el rezo, como las mesas de santo, un poco más altas, diseñadas como altares caseros, para hincarse o recogerse en una oración frente a los pequeños retablos o casitas de santo posadas sobre ellas (página 48). Pero la primera mesa deberá sintetizarlas a todas. Hay criollos que la atesoran pues hasta recuerdan haber dormido debajo o sobre ella durante alguna temporada en un obraje monte adentro. Esta necesidad de multifuncionalidad en esos pocos muebles básicos explica también el diseño de las sillas, generalmente apenas un par para los recién casados. Livianas, puede vérselas aquí y allá, moviéndose de la intimidad de las casas a la hospitalidad del alero o buscando la sombra fresca de los árboles en el patio. La altura promedio de los asientos – 42 centímetros– está dada por la altura de la gente, de modo que las sillas suelen ser bajas, especialmente en relación con la altura de las mesas. Y es que la silla no se piensa asociada a la mesa, sino en forma independiente, como un mueble para el reposo. Eso explica la inclinación y eventual curvatura de su respaldo. Allí donde termina el asiento, las columnas del respaldar comienzan a inclinarse en un ángulo pensado para el descanso de la espalda. Si hay un rasgo común de todas las sillas del monte es su comodidad, mucho más reconocible con el cuerpo que con los ojos, mejor entrenados para otras consideraciones. Al crecer la familia también irán apareciendo sillas de diferentes alturas y funciones. Los sillones, a veces con sus hamacas, las sillas de niño y hasta las sillas con ruedas, cuando hay alguien que no puede caminar (página 151). Entre todas las sillas, la matera es un tipo particular que merece destacarse por su originalidad. Se la diseñó silla, pero baja para arrimarla a un fuego austero encendido en el piso o a una parrilla apenas posada sobre unas brasas, en las que se calienta la pava con el agua para unos mates y una tortilla para acompañarlos. El tamaño de la silla matera la hace ideal, además, para “llevarla de viaje”, si hiciera falta. Finalmente, y para completar el mobiliario básico de los criollos recién casados, está la cama o el catre, más portátil y práctico, que puede ser fácilmente desarmado y transportado a una zafra o un obraje, o donde sea que el destino lleve al trabajador golondrina. Pero seguramente sean los roperos y las alacenas las piezas que más sorprendan al lector. Hacia fines del siglo XIX comienza la gran expansión de las líneas ferroviarias y se fundan nuevos pueblos. Los trenes llegan al monte con novedades y estilos del mundo exterior, y también con un gran número de cajones de madera conteniendo alimentos, herramientas y objetos de uso cotidiano. Fue cuestión nomás de desarmar las cajas y aprovechar sus tablas ya escuadradas y pulidas. Selladas con leyendas en español, inglés o francés, esas tablas aparecen desde entonces en las estructuras de los muebles, tanto en sus partes traseras, laterales y estantes, como en sus puertas, y hasta son aprovechadas como ornamento (R 010, página 192). Si bien a veces pueden verse alacenas realizadas íntegramente con tablones de algarrobo, provenientes quizá de algún caserío mejor equipado en cuanto a herramientas, no hay duda de que los carpinteros del monte se beneficiaron ampliamente con la llegada de esas tablas ya trabajadas. Con esa amplia variedad de tablas finas, afloró el ingenio criollo y la creatividad de aquella “gente de antes” se desarrolló extensamente. Los cueros Una mención aparte merece el trabajo de los cueros para los asientos de las sillas y los elásticos de las camas. Se trata de cuero de vacuno, de vaca adulta, por lo general. Por su fineza, el cuero de caballo se destina a otros menesteres, especialmente a las costuras. El de cabra se descarta para muebles debido a su poca resistencia. El cuero del vacuno del monte es muy grueso, para soportar las espinas y los rigores de las altas temperaturas. A diferencia del animal de las pampas, genéticamente diseñado para producir más y más carne, y cueros mucho más finos, el vacuno criollo del monte está adaptado para resistir la aridez. Nunca le van a sobrar ni el pasto ni el agua, y los pastos serán duros y el agua, además de escasa, salobre. Pero esos cueros gruesos resultan ideales para “entechar” sillas resistentes. Sean los asientos “trenzados” o “enteros”, primero hay que preparar el cuero. Para esto, apenas carneado el animal, el cuero se estaquea al piso de tierra, por lo común clavando sus bordes con espinas de vinal. Así se lo estira a la sombra hasta que se seca un poco. Si se quiere trabajar inmediatamente, se coloca el lado interno, más húmedo, contra el piso, y la parte externa se frota con la ayuda de ceniza o de guano hasta que queda pelada. A veces se emplea para esto una costilla de vaca, de modo de no lastimar el cuero con el filo de un cuchillo. Si el cuero va a ser usado más adelante, se lo deja secar completamente y, una vez seco –con pelo o ya afeitado– se lo dobla o enrolla sobre sí mismo y se lo guarda hasta el momento de uso. Llegado el día, se recorta el sector que se quiere utilizar y se lo humedece hasta que nuevamente queda blando. Para hacer tientos, el cuero entero del animal se corta en cruz, dejando cuatro partes de tamaño relativamente parejo. De cada cuarto se recortan las extremidades y se obtiene un cuadrado. Este luego se corta en espiral, obteniéndose así una cinta de un ancho que se establece teniendo en cuenta que al secarse el tiento se encoge y afina. Este trabajo se hace con el cuero húmedo. Luego la cinta se pone a secar, a veces enrollada en círculos. Para trabajar el tiento de manera más prolija, se lo suele tensar clavándolo a troncos de árboles convenientemente espaciados entre sí. Una vez estirado, se emparejan los bordes con un cuchillo muy bien afilado y eventualmente se afeita el pelo. Los grosores de los tientos dependen del fin al que se los destine, pues para “entechar” una silla –o una cama– no se usa el mismo tiento que para trenzar un lazo o un torzal apto para el rodeo. Para los asientos de las sillas y los elásticos de las camas se emplean tientos largos entrecruzados. Aunque a veces se los anuda para conformar una cinta continua, generalmente se prefiere fijar el final de cada tiento al marco de la silla o de la cama con una tachuela, y así evitar el bulto del nudo en el “trenzado”. La variable de clavar un tiento para cada hilada de cuero es menos usual, ya que monte adentro no abundan las tachuelas y usar tantas pudiendo “trenzar” es casi un lujo, y hasta un derroche. Para entechar sillas con cuero entero, también se trabaja con el cuero humedecido, pero lo más importante es la selección del sector que se va a utilizar. El cuero tendrá partes más duras o más blandas, dependiendo del grosor y de la grasa acumulada. Lógicamente, el cuero del lomo es más grueso y más resistente que el de las coyunturas, necesariamente más flexible y adecuado para trabajos más finos, como tientos para costuras. Para que “tire parejo”, el grosor debe ser similar en todo el recorte. Cuando se habla de “tirar parejo” se hace referencia a la presión que, al secarse, ejerce el cuero sobre las maderas, ya que al perder humedad el cuero se encoge mucho. Si se lo tensa demasiado cuando se lo coloca húmedo sobre el armazón de la silla, no habrá armazón que aguante, y la silla quedará “descuajeringada”, retorcida, chueca o con una pata levantada en el aire, para oprobio del aprendiz y burla de sus colegas más experimentados. Esta precaución también debe tomarse cuando se entechan sillas con cuero trenzado. Para las sillas de cuero entero, este se aplica como un pañuelo, envolviendo el armazón del asiento. Luego se recortan los bordes dejándoles “orejas” para fijarlos a las patas con tachuelas. Por debajo del asiento, el cuero va sujetado con tientos. Suelen utilizarse restos de tiento en bruto, sin trabajar y sin afeitar siquiera. A veces es posible ver entechando alguna silla un cuero de guazuncha, o de gato montés, con sus pintitas, y hasta de puma. Estos cueros se emplean, generalmente, en sillitas para niño, ya que si bien resultan muy llamativos, su fineza hace los asientos menos resistentes. Tanto para los trenzados como para los asientos de cuero entero, puede dejarse el pelo sin afeitar, especialmente si es de un animal “vistoso”. En ese caso, los pelos serán más largos o más cortos, dependiendo de la estación del año (naturalmente, los pelos más largos son los del invierno). Sucede, sin embargo, que con el uso y la fricción propia del sentarse, los cueros o tientos “peludos” tienden a perder el pelo, produciendo una “desprolijidad” que a muchos no les gusta. Aun así, si el artesano anda con tiempo y con “ánimo de lujos”, será capaz de dejar en un asiento de cuero “entero” algún dibujo con pelos, unas iniciales y hasta un corazón, si anda “enamoradizo” (S 035 M, página 134). O podrá hacer trenzados curvos o en diagonal, y hasta mezclar y hacer uniones de cueros enteros y trenzados. Algunos asientos están hechos con alambre o con una “galleta” de tapicería rellena con lanas, o están trenzados con cordones industriales y hasta con cables de electricidad (S 058, página 144), pero estas excepciones hacen más al humor y a los juegos de la creatividad particular que a las necesidades y costumbres de la vida cotidiana. Así como los textiles son el arte de las mujeres del monte, y la lana y el telar, sus herramientas, los muebles son el trabajo de los hombres, y la madera y el cuero, su materia prima. Y así como los “dibujos” de los textiles son propios y distintivos de cada telera, de cada familia, de cada paraje, otro tanto sucede con el trabajo de estos carpinteros. La creatividad que podemos reconocer en los ornamentos de estos muebles, “los lujos de las obras”, como los llaman en el monte, están allí como una marca personal del hacedor. En un mundo cada vez más artificial, la modestia de estos muebles es un valor que conmueve. Supliendo con destreza e ingenio la escasez de herramientas, el hombre del monte recorrió el siglo XX manteniendo la nobleza del trabajo manual y los materiales orgánicos. Lo que hoy, a inicios del siglo XXI, redescubrimos con asombro, fue hasta hace unas pocas décadas el mobiliario común de la familia rural en vastas porciones de la República Argentina. Ricardo Paz.