No cabe duda de que “Ciudad de Dios” se va a

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17 de octubre
FICHA TÉCNICA
Dirección: Fernando Meirelles
País: Brasil
Año: 2002
Duración: 135 min
Interpretación: Matheus Nachtergaele (Sandro Cenoura), Seu Jorge (Mané Galinha), Alexandre Rodríguez (Buscapé),
Leandro Firmino da Hora (Zé pequeno), Phellipe Haagensen (Bené), Jonathan Haagensen (Cabeleira), Douglas Silva
(Dadinho), Roberta Rodríguez Silvia (Berenice), Gero Camilo (Paraíba), Graziela Moretto (Marina), Renato de Souza
(Marreco)
Guión: Bráulio Mantovani; basado en la novela de Paolo Lins
Producción: Andrea Barata Ribeiro y Maurício Andrade Ramos
Música: Antonio Pinto y Ed Côrtes
EN POCAS PALABRAS
Si luchas, no sobrevivirás; si corres, no escaparás.
SINOPSIS
Adaptación de la novela homónima de Paolo Lins, el film retrata el crecimiento del crimen organizado en Cidade de
Deus, un suburbio violento de Río de Janeiro, entre finales de los años sesenta hasta principios de los ochenta. El
protagonista de la película es este barrio, uno de los más peligrosos de la ciudad de Río. El narrador, un joven negro
demasiado frágil y tímido para una vida criminal, cuenta sin embargo con suficiente talento como para tener éxito
como artista y fotógrafo. Vemos a través de sus ojos el desarrollo de la vida, las peleas, el amor y la muerte de los
personajes cuyos destinos se alejan y se cruzan con el paso del tiempo.
ANÉCDOTAS Y CURIOSIDADES
La gran mayoría de los actores, niños y adolescentes entre 8 y 19 años, fueron reclutados en las propias favelas de Río
de Janeiro, lo que dota a la historia una gran carga de verosimilitud.
La escena en la que la banda reza unida antes de la gran batalla no estaba en el guión. Sin embargo, al ir a rodar la
escena, unos de los extras que había formado parte de una banda real en las favelas se extrañó de que no hubiera una
oración previa y se lo comunicó al director. Meirelles le pidió que fuera él mismo quien dirigiera el rezo cuando
improvisaron la escena.
El rodaje de Ciudad de Dios fue por demás peculiar. Los realizadores tuvieron que solicitar la colaboración del jefe de
una favela para poder ingresar a su territorio y tener las condiciones favorables para llevar a cabo una filmación libre de
tiroteos. El jefe autorizó -desde la cárcel- la realización del filme, con la condición de que no se apegaran a la factura
hollywoodense y se crearan el mayor número de empleos para los habitantes del lugar.
TOMA NOTA
El film posee desde su inicio un ritmo acelerado que se mantiene en todo momento, con vertiginosos movimientos de
cámara (la corretiza inicial tras la gallina) y una edición ágil (la elipsis para mostrar la transición de la niñez a la
adolescencia de Petardo) que logran que esta historia coral sea contada de manera fluida sin sentirse fraccionada por
los distintos episodios que la componen. Visualmente, la obra se apega a las tendencias cinematográficas recientes:
grano reventado, estética sucia, imágenes que logran capturar la textura de los escenarios.
A diferencia de lo que sucederá en las décadas siguientes, en los sesenta ni siquiera quienes perpetran los crímenes los
justifican y es todavía la conciencia la que dicta las normas. Estéticamente esta década está filmada con un tinte de
nostalgia, donde se mitifica la pobreza y se genera empatía con los personajes, incluso con quienes perpetran los
crímenes. El tono amarillento de la película y las calles polvorientas sin pavimentar le confieren una extraña mezcla de
calidez y salvajismo que establece vasos comunicantes con el western norteamericano.
En los setenta la favela ya no es la misma. El crecimiento de la ciudad ha disminuido la distancia relativa entre ella y
Río de Janeiro, con lo que la Ciudad de Dios dejó de ser un mendigo en el desierto. Pero esta cercanía a otros grupos
sociales no sólo le trajo beneficios, como las mejores posibilidades de empleo, sino que le abrió las puertas también a
un mal quizás más peligroso que la marginalidad: el narcotráfico. La nueva década trajo también cambios
morfológicos importantes: la ciudad se encuentra ahora verticalizada y altamente densificada, lo que se explica bajo la
lógica de agrupar pobres con pobres dado el bajo valor del suelo que adquieren los terrenos cercanos a la
marginalidad. Para realzar estos cambios, el trato visual de los fotogramas es alterado: el grano de la película se dilata
junto con el desembarazo moral de los jóvenes; el relato se vuelve también más suelto y la cámara pierde su
delicadeza para moverse de manera más agitada. La música también se hace parte de las transformaciones,
abandonando la samba para adquirir un funk trepidante acorde con lo internacional del negocio del narcotráfico.
La guerra que explota en los ochenta divide, de la noche a la mañana, la ciudad en dos bandos armados. Visualmente
el caos de las calles se transporta al caos en la pantalla: se reemplaza la cámara fija pero movediza de los setenta por
la mirada desequilibrada y subjetiva de la cámara en mano. Los cortes pasan a ser bruscos y la tonalidad se acerca a
un grisáceo azuloso, abandonando el mayor espectro cromático utilizado en las décadas anteriores.
COMENTARIO, por Diego Vázquez (www.labutaca.net)
No cabe duda de que Ciudad de Dios se va a convertir para los inquietos y los rastreadores de piezas preciosas
cinematográficas. Lo primero que va a llamar la atención a cualquier espectador que se acerque a este desgarrador film
es lo eléctrico, frenético y desgarrado de su realización, en la que se pueden encontrar rastros de Peckinpah, Scorsese o
las primeras vanguardias del cine ruso; pero que sobre todo conserva una identidad y originalidad que le es propia y
que deja fascinada a la audiencia. Pero eso no es todo. Porque este film dirigido por Fernando Meirelles con la ayuda
de Katia Lund y con la producción de un hombre tan importante para el cine de Brasil como es Walter Salles (el
artífice de Estación central de Brasil), puede considerarse una auténtica creación global en donde cada elemento brilla
con luz propia dentro de un conjunto en el que todo está perfectamente ensamblado.
El guión (un portento de adaptación de una complicadísima novela de 600 páginas, con 300 personajes, tres décadas
de acción y ningún protagonista claro, llevada a un film complejo pero entendible de más de dos horas), la fotografía
(prodigio experimental de unión de formatos y técnicas que terminan por redondear la calculada y valiente puesta en
escena de Meirelles), el montaje (que juega con las tres partes en que se divide el film y las tres décadas de acción
para ir variando el ritmo, la intensidad y la anarquía narrativa hasta alcanzar cotas de paroxismo y brillantez
extraordinarias en el lenguaje fílmico) y los intérpretes (un nutrido reparto de 100 niños de la calle que otorgan la
verdad, la intensidad y el realismo más emocionante a todo este conjunto).
Pero que nadie se piense que estamos ante un prodigio técnico, un trabajo colosal y una esperanzadora capacidad de
experimentar que sólo cubren una gran nada, porque más bien nos encontramos ante todo lo contrario. El film se rodea
de toda esta brillantez técnica para contar una historia cruda, terrible y de un horror tan diario y terrenal, como al
mismo tiempo increíble y lejano para la mayor parte de los espectadores. Un western sangriento, violento, brutal y
desgarrador, en donde una serie de niños y jóvenes sesgan vidas y luchan por sobrevivir en medio de la muerte más
auténtica, en el fango de las favelas brasileñas, de una Ciudad de Dios sin ley y sin orden, donde las pistolas mandan y
la droga y el control que ejercen los jefes en la calle es palabra de Dios.
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