Batallando hasta el final Un mal que no acaba Primero es

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EL NORTE
: Domingo 26 de Diciembre de 1999
P E R FI L ES
H I S TO R I A S
DEFINDEMILENIO
En pleno fin de siglo persisten en la
sociedad algunas manchas: el maltrato
infantil es una de las más
desagradables, pero las personas
de la tercera edad y los muchos
profesionistas que no pueden ejercer
su carrera, tampoco viven en una
panacea. Ellos, para sobrevivir, tienen
que emprender nuevas actividades.
Batallando hasta el final
Por CÉSAR CEPEDA
espués de la cena, ya en el crepúsculo, a don Enrique le gusta dar vueltas por su barrio El Mediterráneo. Camina una media hora, platica con los
vecinos, y luego se regresa a su casa para dormir temprano.
“Yo siempre he tratado de mantenerme activo”, dice
don Enrique. “Ése es el secreto para mantenerse bien y
sin enfermedades en la vejez”.
Según las estimaciones del Gobierno, Enrique Dávila
Garza y su esposa María Teresa pueden –y deben– sobrevivir con los mil 45 pesos que reciben mensualmente producto de la pensión del Seguro Social.
Por suerte no están solos, y sus 10 hijos, 40 nietos, 29
bisnietos y dos tataranietos, los apoyan incondicionalmente.
“Gracias a Dios somos una familia muy unida”, dice
don Enrique, que el próximo 17 de enero del 2000 cumplirá 83 años. “La pensión es muy raquítica y sería muy
difícil vivir sólo con ella”.
Uno de sus 10 hijos, el que está en los Estados Unidos, le envía cada mes 100 dólares. Otro que vive aquí
en Monterrey, le da 100 pesos por semana, mientras que
los demás, las mujeres, se hacen cargo de la compra de
la despensa y de otros gastos que aparezcan de último
momento.
“A mí me duele, pero ya tengo que aceptar la ayuda de
mis hijos. Desde hace seis meses que padezco visión degenerativa senil, se me está terminando la vista y pronto
ya no podré ver”.
Don Enrique comenzó a trabajar desde muy niño. A
los 8 años quedó huérfano de padre, por lo que tuvo que
ayudar a su madre, que era costurera. Al mismo tiempo
estudiaba becado para estenógrafo en la Academia General Zaragoza, dirigida por el profesor Anastasio Treviño
Martínez.
“Yo me recibí como estenógrafo, es decir, sabía mecanografía y taquigrafía, y con los años aprendí la contabilidad trabajando en distintas empresas”.
Se pensionó en 1975, a la edad de 58 años, después de
haber laborado 50 años en trabajos de oficina. Debutó como meritorio en un Juzgado y de ahí pasó a la empresa
Garza Flores, que se dedicaba a la fundición y explotación
de molinos; luego trabajó en Fundidora Monterrey, donde laboró por más de 20 años y concluyó su carrera laboral regresando a la empresa Garza Flores.
“Yo me preocupaba mucho por mi trabajo, era muy responsable, entonces comencé a padecer un dolor de cabeza muy intenso. Por recomendación de un médico y de
una psiquiatra me pensionaron, porque según ellos, si seguía trabajando, en seis meses me tendrían que poner una
camisa de fuerza”.
Don Enrique pertenece a ese tipo de personas ya casi
extintas en la actualidad. Es un hombre de valores y tradiciones, que educó a sus hijos de la misma manera que
a él lo educó su madre.
Incluso, la regla que rigió en su casa siempre, de que
a las 9 de la noche se apagaba la televisión y todos a dormir, sigue vigente en la mayoría de las casas de sus hijos.
“Los principios morales y religiosos que nos inculcaron nuestros padres, entre mi esposa y yo se los inculcamos a nuestros hijos. Y gracias a Dios, nunca nos
han dado un dolor de cabeza, no hay ningún drogadicto, ningún ladrón en la familia, porque los criamos con
disciplina”.
Desde hace 20 años, don Enrique y su esposa, con la
que recién cumplió 60 años de matrimonio, son miembros del Insen y de la Fundación Pro Bienestar del Anciano, a la que acuden cada viernes para reunirse con sus
amigos.
“Nos reunimos para desayunar, contar chistes, cantar,
hacer ejercicios físicos propios de la edad. Antes, cuando
podía leía editoriales del periódico, pero ya no puedo...”.
Los domingos, él y su esposa asisten siempre a misa,
y después salen, en compañía de sus hijos, a un rancho
que tiene la familia en Los Cavazos.
“Allá en el rancho hasta me dan ganas de agarrar el
azadón y darle duro a la yerba”.
Don Enrique se ve sano, salvo el problema de la vista,
que en su momento le provocó una depresión tan fuerte,
que pensó en el suicidio como una alternativa.
“Viendo frustrado mi anhelo de leer, que era mi pasión, durante algunas noches tuve malos pensamientos,
pero gracias a Dios y por mis principios morales me impidieron hacer algo. Ahora lo tomo como un tributo a la
vida”.
Por tradición, la Nochebuena, don Enrique la celebra
en casa sólo en compañía de su esposa, pero el 31 de diciembre se reúne toda la familia – 82 miembros directos
y 102 contando nueras y yernos– en un salón para celebrar el Año Nuevo.
“Yo no me arrepiento de nada. Yo estoy satisfecho con
lo que he vivido y principalmente por la conducta que han
demostrado mis hijos y las satisfacciones que me han dado. El título más preciado para mí ha sido el que me ha
otorgado la universidad de la vida”.
Foto: EL NORTE/ Gerardo Garza
D
El Maltrato Infantil
Un mal que no acaba
Por XARDIEL PADILLA
ara las hermanitas Mary y Nancy, vivir la última década
del milenio en un lugar tan progresista como Nuevo León
resultó más o menos igual que estar en la Edad de Piedra
con alguna tribu salvaje.
O tal vez peor. Porque si en la antigüedad los golpes formaban parte de la comunicación cotidiana, a estas alturas del siglo 20 recibir maltrato físico y psicológico por parte de la mamá
equivale a heredar traumas que pronostican un negro futuro para cualquier niño.
Mary y Nancy, de 10 y 12 años de edad, deberían ser unas niñas bonitas disfrutando una infancia llena de risas, juegos y travesuras. La más pequeña hoy vive con su mamá en tranquilidad, luego de superar –aparentemente– momentos muy difíciles en la relación familiar; pero la mayor, que está por concluir
la primaria, prefiere vivir con un hombre adulto, es sexualmente activa y no quiere saber del hogar materno.
Se ignora exactamente cuándo la mamá empezó a golpear e
insultar sistemáticamente a las hijas (además de dejarlas sin comer). Se supone que ocurrió cuando la mujer se vio envuelta en
una crisis económica y emocional que la llevó a descargar su
frustración con las niñas, en ese entonces tal vez de 7 y 9 años.
La triste historia comenzó en realidad mucho tiempo atrás.
De escasa instrucción escolar, la mamá se embarazó por vez primera a los 16 años de edad, de un hombre desconocido. La hermanita llegó poco más tarde, producto de una relación efímera
con otro anónimo. Sin apoyo de un hombre, la mujer se las ingenió para criar a las dos chiquillas.
Pero la violencia irrumpió al sufrir graves problemas económicos y al perder el control ante la complejidad de sus niñas en
crecimiento. Entonces, palos, chanclas, varillas, puños... todo podía ser utilizado por la madre para castigar a las hijas por no
preparar alimentos o por no efectuar el aseo del hogar mientras
ella trabajaba.
El infierno fue el pan de todos los días para las chiquillas,
que como respuesta se volvieron muy hostiles hacia la jefa del
hogar.
Cuando fueron rescatadas por el DIF, Mary y Nancy tenían
sus cuerpos marcados con moretones, rasguños y arañazos. Sin
embargo, lo peor no estaba en lo físico, sino en el aspecto emocional, porque durante meses habían escuchado a todas horas
que eran unas personas inútiles a quienes ni su mamá quería.
Una situación de éstas, por desgracia no es tan rara como podría pensarse: La violencia familiar encuentra en los niños las
víctimas naturales y en el 70 por ciento de los casos, la agresión
viene de las mamás, dado que ellas generalmente son quienes
están en contacto con los menores, comenta un especialista del
DIF Nuevo León.
Las secuelas son variadas, y una de las más serias (aunque
no necesariamente ocurre siempre) consiste en que los hijos, al
crecer, tienden a reproducir el patrón de comportamiento de sus
padres, lo cual implica golpear y maltratar a su descendencia; y
ésta, al crecer, podría caer en lo mismo.
Solucionar un problema de esta magnitud presenta dificultades profundas, pero hay que intentarlo.
En este caso, las hijas y la mamá empezaron a recibir terapias para buscar una vía que permitiera reintegrar la familia.
Las niñas quedaron internadas en uno de los centros comunitarios del DIF que atienden casos de menores maltratados, mientras la señora aceptó acudir con especialistas en la Facultad de
Psicología de la UANL.
A diferencia de otros casos, la madre de Mary y Nancy mostraba la voluntad de corregir su comportamiento, pues ella afirmaba querer a sus hijas.
Al paso de un tiempo, luego de una valoración del DIF, la familia se volvió a reunir. La mamá ya no las golpeó y Mary, la más
pequeña, de carácter retraído, se “adaptó” con más facilidad al
hogar. Su hermana mayor, en cambio, en plena adolescencia,
dio señales de rebelarse ante quien la había maltratado.
Nancy se integró a una pandilla, cometió algunos hechos delictivos y ahora vive con un veinteañero.
Aunque no es la situación idónea para una niña de 12 años,
al menos ha contado con la fortuna de que su pareja la motiva
a seguir estudiando, además de que los padres de él también se
han convertido en un apoyo valioso.
Pero nadie le garantiza tanta amabilidad en el futuro inmediato. Lo mismo vale para su hermana menor: ¿qué pasará cuando entre en la adolescencia, seguirá siendo dócil con la mamá?
El DIF aún brinda atención a esta familia nuevoleonesa que
verá llegar el nuevo milenio en condiciones de frágil estabilidad.
Foto: EL NORTE/ Miguel Ramírez
P
El Subempleo
Primero es la subsistencia
Por CÉSAR CEPEDA
l hombre vestido como un cowboy está sentado cómodamente en un banco de madera. A su lado, yace un
costal de nuez, de donde va tomando una por una para colocarlas en esa especie de guillotina, que sirve para
abrir la cáscara del fruto del nogal.
“Me gustaría convertirme en el Rey de la Nuez”, dice el
hombre, medio en serio medio en broma.
Bonifacio de la Cruz García es médico veterinario titulado por el Centro de Estudios Universitarios, aspirante a
la maestría en Ciencias para el Desarrollo Rural por el Instituto Superior de Educación Tecnológica Agropecuaria. Pero desde hace seis años ha emprendido su propio negocio
de venta de pollos y carnes asadas, elaboración de dulces
de leche, nuez y de frutas, y ahora está incursionando en
la producción de vino.
“Yo no me siento fracasado, esa palabra no existe en mi
diccionario”, dice Bonifacio, de 40 años y padre de cuatro
hijas. “Dios me ha dado todo, me ha dado más de lo que yo
he pensado y de ninguna manera siento que haya fracasado en la vida. Hay momentos difíciles, sí, pero hay que trabajar más”.
Originario de Durango, llegó a Santa Catarina a la edad
de 4 años, junto con su familia, empujada por el éxodo campesino a la metrópoli.
“Nuestros padres siempre nos vendieron la idea de ser
mejores cada día”, recuerda Bonifacio, entrevistado en su
modesta casa en el municipio de Santa Catarina.
Sus primeros estudios los realizó en la Escuela Edelmiro Rangel y en la Secundaria Raúl Rangel Frías. La preparatoria la terminó en el Centro de Estudios Universitarios
en Monterrey y después ingresó a la Facultad de Medicina
Veterinaria y Zootecnia de la misma institución.
“Para mí era un sueño entrar a la Facultad, era un anhelo que tenía desde la prepa y nunca pensé en lograrlo”.
Bonifacio se vio obligado a trabajar en la misma Facultad
para pagar sus estudios. Las jornadas eran difíciles: entraba
a las seis de la mañana y terminaba a las 11 de la noche.
Finalmente se tituló en diciembre de 1980, pero fue hasta un año después, cuando logró conseguir empleo como
asistente técnico para el campo en la Dirección General de
Educación Tecnológica Agropecuaria, dependencia de la Secretaría de Educación Pública del gobierno federal.
“Al principio mi trabajo era dar asistencia técnica en los ejidos, pero después se convirtió en ser promotor de grupos campesinos organizados en proyectos productivos de inversión”.
Ahí estuvo trabajando durante casi 14 años, tiempo en
el que radicó en municipios como Villa de García, Salinas
Victoria, Sabinas Hidalgo y Cadereyta.
También vivió en Celaya, donde llevó la maestría en desarrollo rural, gracias a una beca otorgada por el Gobierno
Federal.
“Me pagaban como si estuviera trabajando. Mi familia
no sufrió por el hecho de haber estudiado mi maestría”.
En 1987, cuando comenzó su maestría, Bonifacio ya estaba
casado con Alma Dávila Murillo, con la que tenía dos niñas.
Después de su postgrado de dos años y medio, lo enviaron de nuevo a Salinas Victoria donde terminó su ciclo laboral después de 14 años.
“Me cansé de estar levantando proyectos desde abajo y
que no fructificaran. Alguien me había dicho que los grupos campesinos nunca iban a salir adelante, yo no lo entendía, pero es la verdad, por una cuestión del sistema o
por una cuestión de Dios... pero es la verdad”.
Bonifacio dejó el trabajo decepcionado. A sus 34 años,
sabía que era difícil encontrar empleo en algo relacionado
a su carrera.
Buscó, pero no encontró. Entonces surgió la idea del
puesto de pollos asados.
“Es difícil encontrar trabajo. Desgraciadamente en nuestras universidades públicas nos capacitan y nos preparan
para pedir trabajo, a diferencia de los del Tec, que los capacitan para dar trabajo.
“Ahorita para los veterinarios no hay mercado. Somos
muchos aquí mismo y no sale. Tendría que irme a un lugar
donde hubiera centros de producción agropecuaria, pero no
hay programas de apoyo. Mi padre me recomendaba que me
fuera a trabajar a un rancho, porque me decía que no es negocio lo que hago, él cree que como profesionista puedo sacar más, quizás sí, pero tendría que sacrificar mucho, principalmente a la familia, y no estoy dispuesto a hacerlo”.
Bonifacio asegura que le va bien con la venta de los pollos y dulces. Gana lo suficiente para pagar los estudios de
sus cuatro niñas y el año pasado salió para la fiesta de 15
años de Ana Cecilia, su hija mayor.
“Mi mayor motivación son mis hijas”, dice.
Está agradecido con su esposa, sus hijas, sus primos y
con una puñado de amigos, que le han dado la mano en momentos difíciles.
Ante todo, Bonifacio es un hombre con sueños, que ha
logrado alcanzarlos a base de trabajo y esfuerzo. Su meta
en la vida es comprar un avión.
“La gente se ríe, pero no me importa. Mi meta es comprar un avión, a la mejor nunca voy a tener un avión, pero
no voy a desistir nunca porque los aviones los tienen la
gente del planeta y no los marcianos”.
E
Foto: EL NORTE/ Juan Antonio Sosa
La Tercera Edad
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