El sabor de la tierruca de José María de Pereda

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La infancia y los maestros en la obra de Pereda
Raquel Gutiérrez Sebastián
Antes de comenzar esta intervención quisiera agradecer al Centro de
Interpretación y recursos de la Escuela de Cantabria la invitación que me ha
hecho a pronunciar esta conferencia. Resulta muy emotivo para mi hablar sobre
una faceta literaria y personal de Pereda en esta casa que se mandó construir
el escritor en 1872, vivienda que llamó la atención en su época por las
comodidades que tenía, entre ellas un baño y un lavadero, así como por el diseño
del jardín, encargado a un especialista francés de cuyo buen trabajo podemos
hoy seguir disfrutando. He de decir además que me llena de satisfacción
apreciar el trabajo que se está realizando en este centro por recuperar la
memoria de la escuela en Cantabria, desvelos que agradezco y creo que debemos
agradecer todos a Juan, a Ana, a José Antonio, a José Miguel y a todas las
personas que trabajan en esta tarea. Vaya por delante también mi
agradecimiento a todos ellos y especialmente a Ana Chacón por haberme
encargado la tarea de dictar esta conferencia.
El título de la misma, “La infancia y los maestros en la obra de
Pereda”, hace alusión a una faceta poco estudiada en los escritos del
polanquino, pero no por ello menos interesante y amplia que otras que han
suscitado la atención de los estudiosos. Decía Leopardi que “Los años de la niñez
son para cada uno de nosotros los tiempos fabulosos de la vida” y si a esta
afirmación que todos seguramente compartimos unimos la indicada por Cossío
sobre la obra de Pereda, que “tiene el valor de una confesión íntima.” (Prólogo
a Pedro Sánchez en Obras completas, V: 333), podremos deducir fácilmente
que gran parte de las imágenes literarias recreadas en las novelas de Pereda
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tienen mucho que ver con el mundo que vio y vivió en sus primeros años de
infancia y juventud, mundo que se movió en dos lugares que se transformarían en
referencias indiscutibles en su vida y en su obra literaria: Polanco y
Santander. En estos dos espacios emblemáticos que representarían dos de las
tensiones fundamentales de su obra literaria, lo rural y lo urbano, habitarán
los dos tipos de personajes en los que hoy voy a centrarme, los niños y los
maestros.
De acuerdo con este planteamiento comenzaré refiriéndome a los datos
señeros de la infancia del novelista, para posteriormente ahondar en su pintura
literaria de la infancia; el mismo planteamiento lo utilizaré respecto a los
maestros y a las ideas pedagógicas, pues en Pereda, como en tantos otros
escritores lo vivido y su rememoración es el gran caudal del que bebe su
literatura.
El primero de los aspectos que abordaré, tal como acabo de señalar, es
la recreación de algunos datos de la infancia del polanquino. Corría el mes de
febrero de 1833 cuando nacía el último hijo el matrimonio formado por Juan
Francisco de Pereda y Bárbara Josefa Sánchez Porrúa. Eran naturales,
respectivamente, de Polanco y de Comillas y se habían casado muy jóvenes. De
este matrimonio establecido en Polanco nació como ustedes saben una larga
descendencia. Para mantener a esta larga prole (veintidós hijos), don Juan
Francisco tuvo que dedicarse al trabajo en el campo y la ganadería mientras su
esposa atendía a la crianza y educación de los hijos, dentro de los más estrictos
cánones de la época.
El primer aspecto que incidió poderosamente en el carácter y en el tipo
de educación que recibió el novelista fue su condición de hijo menor. Como
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benjamín Pereda fue tratado con mimo por sus hermanos y sobre todo por su
madre. Pensemos que Pereda era 29 años más joven que su hermano mayor
Juan Agapito, el indiano que emigró a Cuba, sostuvo económicamente a la familia
en una posisión holgada y alentó las inquietudes políticas y literarias de su
hermano menor José María. Sus primeros años en este pueblo de Polanco
transcurren bajo los atentos cuidados de su madre doña Bárbara, quien le
inculcó sus primeras enseñanzas, fundadas en un férreo catolicismo y en un
ambiente familiar casi monástico. Posiblemente las lecturas piadosas que doña
Bárbara hacía con sus hijos, especialmente de las Sagradas Escrituras y de
los escritores místicos como Fray Luis de Granada fueran los primeros textos
literarios que conociera el novelista.
Físicamente el niño tenía cara redonda y llena, pelo negro y rizado y una
innata docilidad, tal como lo describe en varios escritos su primo Domingo
Cuevas. Según indica la biografía de Ricardo Gullón solía el niño José María
pasar las horas jugando en los campos que circundaban su casa natal, y eran su
hermana Patrocinio y el propio primo Domingo sus mejores compañeros de
juegos. Entre sus andanzas estaban los paseos por las mieses, las excursiones
al Río Cabo o al alto del Cobo, la asistencia a las fiestas del pueblo, las
deshojas, el rezo del rosario, las visitas al mercado de Torrelavega y algunos
viajes a Las Caldas de toda la familia en carros de bueyes.
Desde sus primeros años las ideas de la muerte y la enfermedad fueron
recurrentes en Pereda, tal vez por influencia de su madre, una mujer muy
devota que hizo realizar su propio entierro en Las Caldas y asistió al mismo, tal
como ya hiciera el emperador Carlos V o tal vez por los problemas de salud
que sufrió de niño el novelista. En su infancia José María sufrió unas fiebres
gástricas que llegaron a poner en peligro su vida, debido a la rigurosa dieta
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que le prescribió el médico, dieta que produjo un gran debilitamiento en él hasta
que una de sus tías, a escondidas, decidió romper el ayuno y proporcionó al niño
un suculento pollo asado que hizo las delicias del enfermo y provocó una
repentina mejoría de su estado de salud. Probablemente este episodio que sin
duda ahora puede parecernos un tanto anecdótico fue un primer contacto de
Pereda con la enfermedad, un aspecto tan importante de su condición personal y
literaria. Algunos biógrafos hablan de la hipocondría y las aprensiones
nerviosas de José María de Pereda como uno de los aspectos básicos que
conforman su personalidad y que influyen en la construcción de su obra
literaria.
En esta libre y tranquila vida polanquina recibía la familia constantes
noticias epistolares de Juan Agapito, el hijo mayor emigrado a Cuba, quien les
aconsejaba que dejasen Polanco y se trasladaran a Santander, ciudad en la que
los hijos podrían sin dificultad cursar estudios. Además de cartas y consejos
enviaba el indiano cantidades económicas que ayudaban a la familia a mantenerse
dignamente dentro de su posición social hidalga. Siguiendo estos consejos, cuando
José María tenía unos 10 años, se trasladaron los Pereda a un piso en el
número 9 de la Cuesta del Hospital en Santander, calle llamada así porque
había un hospital, y allí comenzó Pereda a estudiar en la escuela de José
María Rojí .En estos años, un Pereda que está dejando de ser niño presencia
la vida de los pescadores del Cabildo de Arriba, las fiestas del barrio y los
tipos populares y un mundo urbano que le deslumbra por su contraste con la
tranquilidad de la aldea de Polanco. De ese momento proviene también su
conocimiento del mundo de la pesca, que le viene fundamentalmente de su afición a
pasear por el puerto y de la observación los tipos populares que por él
merodeaban. Era entonces Santander una ciudad pequeña (en 1842 tenía 18.113
habitantes), ocupada en gran medida por huertas y prados, en la que los niños de
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todas las clases sociales podían jugar juntos a la trompa, al palmo (juego que
consistía en tirar monedas contra una pared y que ganaba quien hacía caer su
moneda a un palmo o menos de la distancia de la moneda tirada por el jugador
anterior) o a la rayuela, o correr hasta las Dársenas grande y chica y el
Muelle de las Naos (que popularmente se conocía como Muelle de Anaos). Esta
escuela de la calle, los raqueros, las fiestas populares, las pintorescas
sardineras, las tabernas y los vagabundos sin duda llamarían la atención al pequeño
burgués de familia hidalga que era Pereda, y probablemente por esa atracción
hacia un mundo distinto al suyo trasladaría en mayor o menor medida esas gentes y
ese ambiente a varias de sus obras literarias.
En 1844 ingresa Pereda en el Instituto Cántabro para cursar estudios
de Bachillerato. En este centro estudia durante 3 años. Hemos de entender
que en aquellos años los estudios de bachillerato eran muy diferentes a los
actuales. El Estado español no había desarrollado, y tardaría muchísimos años
en hacerlo, un sistema de educación secundaria de vías múltiples, en lo
referente a propósitos, métodos y contenido y por eso el plan de estudios de
orientación única (bachillerato) no era tanto la personificación de la cultura
general que se necesitaba para una población productiva y responsable sino más
bien una amalgama asistemática de temas tradicionales y modernos cuya última
finalidad era la preparación para estudios más avanzados, regulando el acceso a
las carreras administrativas y profesionales a las clases altas y medias. El
plan de estudios del bachiller carecía por completo de diferenciación interna
entre una rama moderna y otra clásica, combinando en su seno materias
modernas y tradicionales, generales y especializadas. Dado que los alumnos
pagaban por cursar cada una de las asignaturas se cursaban únicamente las
consideradas fundamentales como Matemáticas, Gramática, Latín o Filosofía, y
no se impartían otras como Música, Arte, Educación cívica y física o idiomas
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extranjeros. Como dato anecdótico podemos indicar que en los documentos y
archivos del Instituto Cántabro, que tenía su sede donde actualmente se
encuentra el Instituto Santa Clara de Santander, no consta que Pereda
obtuviera el título de Bachiller, pero sí su suspenso en Filosofía. Entre sus
aficiones en esos años de estudios de Bachillerato estaban el dibujo, las
canicas, los plomos, los botones, el taco, la pelota, los juegos de soldados o las
corridas de toros artificiales. Muy curiosos eran sus juegos con una escopeta
sacada de un trozo de madera vieja y un tricornio de papel con el que el cabo
primero José María se graduó en la compañía del capitán Curtis, otro chico
que andando el tiempo llegó a ser el General Sáenz de Miera en el ejército.
Otra de las distracciones en las que el adolescente Pereda solía participar era
echar a la plaza o ir a la plaza. Consistía en que varios chicos se retaran a
escribir una plana con una buena caligrafía y una vez realizada tal tarea se
sometieran a aceptar el fallo de tres señores de los que pasaban por la Plaza
vieja que eran escogidos al azar por los propios concursantes. Varias veces
entró el joven Pereda en la liza, sin que ninguna llegara a ganarla. Sin duda
ya tendría entonces Pereda esa caligrafía nerviosa y desigual, todo un
problema para los investigadores.
Era también muy frecuente que los jóvenes estudiantes se dedicaran a
charlar con los náuticos, alumnos del instituto que estaban haciéndose marinos
que relataban a sus condiscípulos sus viajes convidándolos a tabaco. Muchas de
estas conversaciones del joven Pereda le servirían para la recreación del
mundo marinero que tan magistralmente realiza el polanquino en su novela
Sotileza.
Pese al deslumbramiento de Pereda por el mundo santanderino, el joven
seguía disfrutando de los largos y tranquilos días en Polanco durante el verano,
y en alguna ocasión estuvo en Comillas con su primo Domingo.
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Frente a esta infancia y primera juventud vivida por el novelista me
gustaría referirme aquí a la imagen de la infancia recreada en su obra
literaria, el segundo aspecto que indicaba al comenzar mi intervención. La imagen
del mundo infantil que nos ha legado la obra de Pereda está más presente en
los volúmenes de artículos costumbristas del escritor que en sus grandes
novelas, aunque algunos niños como Pilar en la novela De tal palo, tal astilla,
o Pedro de la novela Pedro Sánchez y sobre todo el universo infantil de
raqueros e hijos de pescadores de Sotileza son imprescindibles en su obra
literaria.
De acuerdo con mi planteamiento inicial distinguiré aquí dos tipos de niños:
los niños aldeanos, recreados en artículos de costumbres y en Pedro Sánchez,
y los niños de la ciudad, entre los que encontramos una mayor diferenciación de
clase social, pero entre los que adquirirán gran importancia las figuras de los
pilluelos urbanos. Respecto a estos últimos su perspectiva es la de un burgués
que ve los problemas sociales de los niños desde una posición privilegiada, pero
en modo alguno ajena. De hecho una de las preocupaciones más evidentes que
aparecen reflejadas en los textos peredianos, junto con el de la pobreza de
estos niños es el del absentismo escolar. El desdoblamiento entre el Pereda
periodista y el Pereda literato hace que este problema se aborde desde las dos
perpectivas. Como otros muchos periodistas y hombres de bien del Santander de
entonces Pereda denuncia en sus textos periodísticos que los niños en lugar de
acudir a las escuelas gratuitas anduviesen deambulando por las calles de
Santander. Prueba de la preocupación perediana por este tema es su tarea en
la presidencia o en las vocalías de muchas juntas benéficas, entre ellas la que
recaudó fondos para construir en Santander el Colegio de los Salesianos,
dedicado a la enseñanza gratuíta de los niños pobres. Desde el punto de vista
literario, esos niños deambulando por las calles de Santander son un motivo de
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inspiración. Recrea en muchas escenas a estos pilluelos, especialmente en el
artículo “Los chicos de la calle”
Otro de los asuntos que preocupaba al Pereda burgués y novelista era
el de la emigración. La llamada de las Américas era más fuerte en aquellas
familias que vivían a diario la penuria económica, que embarcaban a sus vástagos
casi niños, sin haberles dado apenas instrucción. Así lo indica el polanquino en
“A las Indias” de Escenas Montañesas: “Por regla general, a los niños, apenas
dejan los juguetes, les acomete el afán, sobre sus otras aspiraciones, de
hombrear, de tener mucha fuerza y de levantar medio palmo sobre la talla.
Pero cuando los niños son de estas montañas, por un privilegio especial de su
naturaleza, su único anhelo es la independencia con un Don y mucho dinero. Y,
según ellos, no hay más camino para conseguirlo que irse “A las Indias...”
(pág. 43).
Los niños que viven en el medio rural son pintados por Pereda con
realismo, pues se alude a sus trabajos en el campo y con el ganado, a su
escasa y pobre vestimenta y pese a la penuria a sus felices y libres juegos.
Especialmente significativo en este aspecto es la descripción de la vida aldeana
de Pedro en la novela Pedro Sánchez:” bien sabe Dios cuánto me gustó siempre
tocar las campanas a vísperas los domingos y fiestas de guardar, y al mediodía
casi todos los de la semana, acechar nidos, jugar a la cachurra, coger
mayuelas, o fresas silvestres, en el monte; saltar las huertas; apedrear los
nogales; calar la sereña en la cercana costa; hacer, en fin, cuanto hacer
pudiera el más ágil, más duro y más revoltoso muchacho de mi lugar.”
En otros textos peredianos, especialmente en los artículos costumbristas,
se relatan algunas travesuras de los niños aldeanos, como sucede en “La noche
de Navidad” o “Las brujas”. En el primero de ellos aparece el jugoso diálogo
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entre dos chicuelos mal vestidos acerca de las opíparas viandas navideñas que
reproduzco:
“-Yo voy a comer torrejas... ¡anda!
-Y yo tamién, -contesta el otro con idéntica mímica.
-Pero las mías tendrán miel.
-Y las mías azúcara, que es mejor.
-Pus en mi casa hay guisao de carne y pan de trigo pa con ello...
-Y mi padre trijo ayer dos basallones... ¡más grandes!...
-Mi madre está en la villa ascar manteca, pan de álaga y azúcara... Y mi
padre trijo esta meodía dos jarraos de vino blanco ¡más güeno! y toos los
güevos de la semana están guardaos pa hoy... ma e quince, así de gordos...
Ello, vamos a gastar en esta noche güena veintisiete rialis que están agorraos.
-¡Mia qué cencia! Mi padre trijo de porte cuatro duros y dimpués dos
pesetas, y tocí lo vamos a escachizar esta noche... ¿Me guardas una tejá de
guisao y te doy un piazo de basallón?
-¡No te untes!... Y tú no tienes un hermano estudiante que venga esta
tarde de vacantes, y yo sí.
-Pero tengo un novillo muy majo y una vaca jeda que da seis cuartillos de
leche... ¡Tenemos pa esta noche más de ello?
-¡Ay Dios! ¿Quiés ver ahora mesmo dos pucheraos de leche? Verás,
verás...
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El episodio termina con ambos rapaces goloseando la nata: “Como ya va
anocheciendo, el chico de la casa toma un tizón del hogar, sopla en él varias
veces, y al resplandor de la vacilante llama que produce, se acercan a un
arcón ahumando que está bajo el más ahumado vasar; alzan la tapadera, ya
aparecen en el fondo, entre montones de harina, salvado y medio pernil de
tocino, dos pucheros grandes llenos de leche. (...)y entrambos alargan la
diestra hacie ellos, y entrambos remojan el índice en la la leche, aunque de
distinto cacharro. (...)-¡Güena está la leche!-dice el de casa.
-¡Mejor está la hata!-responde su camarada.
-¿Te la comiste?
-¡Córcia!...¡toa la apandé con el deo!” (pág. 66)
En “Las brujas” se recrea otro de los entretenimientos típicos de los
niños aldeanos: los robos de fruta. En este caso se ven interrumpidos por la
llegada de la Miruella, una pobre vieja considerada bruja por sus convecinos a
la que temen reverencialmente los muchachos y de la que huyen dejándose el
preciado botín.
Pero además de divertirse con este tipo de trastadas los niños aldeanos
también juegan.
Me referiré aquí a dos juegos de los más tratados por el novelista, los bolos
y la cachurra. El primero de ellos como todos sabemos sigue siendo un juego
tradicional de nuestra comunidad, pero el de la cachurra actualmente se ha
perdido, lo que viene a subrayar el valor etnográfico de la literatura
perediana. Ambos aparecen explicitados en la novela peredian El sabor de la
tierruca (1882) relato en el que se pinta la vida en Cumbrales, pequeño
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pueblo montañés que resulta ser el trasunto literario del Polanco natal del
novelista.
Las referencias a los bolos se encuentran a partir del primer capítulo de
la novela. Se trata de un entretenimiento típico de los mozos, que siempre
encontramos descrito por boca del narrador. Resulta bastante curioso que no
nos explique Pereda cómo se desarrolla el juego por considerarlo harto conocido
para los lectores, pero sí la ubicación de la bolera:
[...] con su corro de bolos a la trasera, encajado entre cuatro
paredillas que se saltaban de un brinco, y éstas y el corro
encerrados en sendas hileras de añosos álamos que amparaban del
sol en verano a los jugadores, y no los privaban de su dulce calor
en las breves tardes del invierno. (pág. 85)
El narrador perediano se refiere también a los bolos como un pasatiempo
más de los días de fiesta en el capítulo en el que los de Rinconeda vienen a
interrumpir el juego de los de Cumbrales y las alusiones al juego y sus reglas
le sirven para proporcionar la ambientación y para sugerir esa sensación de
festividad, de alborozo y de tranquilidad que es enturbiada por quienes traen la
discordia desde la aldea vecina:
Pasó la procesión por delante de la bolera, cantando las mozas y
con una en cada brazo Chiscón, y llegó al Campo de la Iglesia,
donde hizo alto y relinchó de firme. Pablo dejó entonces de jugar
y se encaramó en el paredilla, mirando hacia allá. Estaba algo
pálido y muy nervioso. Nisco no apartaba de él la vista, y la
gente de la bolera miraba tan pronto a Nisco como a Pablo. Ya
nadie sabía allí cuántos bolos iban hechos, ni a quien le tocaba
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birlar. En esto, cesó también el baile, porque Chiscón se empeñó
en que habían de sentarse las cantadoras de Rinconeda donde
estaban las de Cumbrales. (pág. 249).
Pero, sin duda, el juego tradicional mejor descrito por el narrador
perediano en esta novela es el de la cachurra, catuna o brilla. Su descripción
literaria aparte de poseer méritos artísticos es un innegable documento
etnográfico, por ser un juego hoy en día desaparecido. La voz narradora en
primera persona apunta desde el comienzo una serie de precisiones sobre el
lugar del juego (espacio conocido ya del lector por la descripción realizada en
el primer capítulo del relato, pues no es otro que el campo cercano a la
cajiga) o los que lo protagonizan, una serie de tipos costumbristas que nos
presenta el narrador a través de la motejación con la que se les conoce en el
pueblo, motejación simbólica y reveladora del rasgo más pintoresco de cada uno
de esos muchachos, a la que acompaña una brevísima caracterización resumida a
base de unas cuantas pinceladas físicas y fisonómicas sobre ellos:
(...) todos descalzos, los más de ellos en mangas de camisa, y no
eran los menos que llevaban al aire la cabeza, trasquilada de medio
atrás hasta el pescuezo. A esta sección pertenecían, como cabos de
ella, Birriagas, largo, chupado y pálido, muy reñidor y no
cobarde; Cabra, incomparable salteador de huertas y robador de
manzanas; tan ducho y hábil, que distinguía de noche, y sin
catarlas, las carretonas de las piqueras; Bodoques, corto de
resuello y gordo, pero fuerte; seco de palabra y de muy
respetado consejo; Legarto (lagarto), sutil y marrullero para
escaparse sin una desolladura de donde sus camaradas dejaban tiras
de pellejo; Lambieta, goloso y desdentado; y, por último, Cerojas,
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así llamado por dos lobanillos negros que tenía en la cara y
comenzaron a asomarle poco tiempo después de haberse dado una
panzada de las llamadas bruneras, en el huerto de Asaduras.
(pág. 201)
A continuación realiza el narrador varias puntualizaciones sobre las
reglas, la época en la que se realiza o incluso la propia designación del mismo y
de los útiles en él necesarios, para lo que recurre a dialectalismos consignados
1
gráficamente con cursiva, entre los que destacan "cachurra" (pág. 201),
"brillar" (pág. 201), "porro" (pág. 201), "pasarla" (pág. 202) que
proporcionan color local y pintoresquismo a lo recreado. El resto de la escena
2
lo constituye una pormenorizadísima y detallada descripción del juego en la se
aprecia una insistencia del narrador en las sensaciones ópticas (la narración va
siguiendo los movimientos de cada jugador y los que describe la bola) y
auditivas:
Corrieron debajo de ella siguiéndola, y Cerojas se dispuso a socorrerla
con su cachurra para pasarla sin que tocara suelo; pero erró el golpe por ir
muy alta; y Cabra, más sereno, dejándola perder fuerza y altura, la recogió
en el aire y a su gusto, y la volvió de un cachiporrazo [...] Como iba
rastrera entonces, cayeron sobre ella las cachurras a manojos; y entre
ruidoso machaqueo y confuso vocerío, tan pronto subía la catuna como bajaba.
1
Cachurra es un dialectalismo montañés que se refiere a un juego de niños
semejante al de la cachava, juego que consiste en hacer entrar con un palo una
pelota en unos hoyuelos abiertos en la tierra a cierta distancia unos de otros. El
juego se denomina también con otro dialectalismo, brilla. Asimismo se designa con
este nombre al palo empleado en el juego.
13
(pág. 202) La recreación del juego concluye con las puntualizaciones de la voz
narradora acerca de lo que no se permite en este pasatiempo, así como con la
alusión a un lector testigo de los hechos narrados: "El lector ha visto" (pág.
203), y finalmente con una nota humorística: "Juego, en fin, de lo más
higiénico y entretenido, si no fuera por las quiebras que lleva aparejadas, de
piernas, dientes y otras no menos integrantes y estimadas porciones del
jugador." (pág. 203). También es un acierto literario el lenguaje, lleno de
fraseología coloquial, que a veces se muestra en el diálogo, como ocurre con: "
-(Al que rompa una pata, que la mantenga, y si no, que la venda!"
(pág.201), pero que además aparece recogida por la voz del narrador: "Hubo,
por ende, ayes y por vidas de dolor, amenazas y protestas; y lo de soldado en
tierra no hace guerra, fue invocado por ambos ejércitos en apoyo de sus
conveniencias respectivas."(pág. 202). Esta riqueza de detalles nos hace vivir
la escena, de la que parece ser que Pereda pudo haber sido testigo junto con
Apeles Mestres, el ilustrador de la novela. Estos datos los corroboran las
afirmaciones de Don Sixto de Córdova, niño en Polanco en el momento en que
Pereda escribe la novela: "Un día de Noviembre de 1882 lucía yo en reñido
juego de brilla una estupenda cachurra, palo de roble y una brilla o catuna,
que era de bola de hoja amarilla como el oro, regaladas al hermano de la
maestra por los padres de las niñas, cuando se presentó Don Pepito, con un
señorito joven forastero y muy observador, ante el cual suspendimos el partido
por temor reverencial."[Córdova, 1933:133].
El otro gran grupo de niños que interesó retratar a Pereda fue el de
los chicos urbanos de las clases bajas, entre los que sobresale con gran
protagonismo la figura de los raqueros. El término definido por primera vez en
el Diccionario de la RAE (1884) como “El que se ocupa del raque/ratero de
puertos y costas”, entendiendo por raque el “acto de recoger fraudulentamente
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los objetos perdidos en las costas por algún naufragio”, se completa con la
definición de 1899 que incluye la etimología del término como procedente del
vocablo inglés “wrack”, naufragio o resto de un naufragio y como tal personaje
perediano aparece primeramente en el artículo costumbrista titulado “El
raquero” dentro de Escenas montañesas (1864). En dicho artículo indica el
novelista que “La palabra “raquero” viene del verbo raquear y esta a su vez,
aunque con enérgica protesta de mi tipo, del latino “rapio”, “is”, que significa
“tomar lo ajeno contra la voluntad de su dueño”, pero en el glosario final de la
novela Sotileza matiza esta definición indicando que es “muchacho que se dedica
al merodeo entre los buques de la dársena, a la bajamar, en los muelles,
carenero, etc.”
En el artículo costumbrista al que nos referíamos anteriormente hace el
narrador un repaso por las principales características del tipo que en ese caso
se concretan en el personaje de Cafetera: solían ser hijos de familias
pescadoras muy pobres, se criaban en la calle dedicándose a pescar muergos,
cámbaros o amayuelas o bien a recoger clavos y trozos de cobre, cuando no
cometían pequeños hurtos en los almacenes o en los barcos, era muy dura. Solían
también a bucear perras y maderos en La Maruca y fumar puntas de cigarros y
gastar lo poco que conseguían en café y aguardiente o vino. Dormían en los botes
varados o en los portales; andaban medio desnudos o con harapos y solían terminar
sus días como marineros en el mejor de los casos, cuando no los finalizaben en la
cárcel. Además de aparecer en este artículo de costumbres, los raqueros
reaparecen en otros artículos como “Pasacalle”, del libro Tipos y paisajes, así
como en la novela Sotileza. Reproduzco a continuación un pasaje del citado
artículo “Pasacalle”:
“Repara en esta especie de ovillo humano que yace sobre el santo suelo en el
hueco de esa puerta cerrada: son chicuelos de la calaña de Cafetera, de aquel
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raquero de quien te hablé en las Escenas, que duermen, enroscados como
anguilas en banasta y sirviéndose mutuamente de colchón, almohada y cobertura,
mientras llegan del mar las lanchas a que pertenecen y que han de custodiar
luego hasta el amanecer en esta dársena. Lo más sorprendente es que, lo mismo
que ahora, se les halla durmiendo en este sitio y en igual forma en las noches
crudas de enero; y raya en lo admirable el ver cómo al despertar se ponen a
cantar, o se pegan de trompadas, tan contentos, holgados y retozones como si
salieran de un lecho de plumas y damascos. Pero ahora se me ocurre que quizá
no les fuera dado a estos infelices encontrar el sueño entre tanta comodidad y
tanto abrigo. La Providencia suele disponer éstos y otros aún más raros
contrasentidos en bien de los desgraciados.”
Finalmente, dentro también del mundo urbano santanderino aparecen muchas
referencias a los modos de vida de los niños de las clases burguesas, a modo de
rememoración de la propia existencia del novelista y escritos en primera persona
narrativa. Prueba de ello son estas palabras del artículo “Reminiscencias” en
las que el novelista recuerda sus mundo infantil:juguetes, juegos y son los
protagonistas de estas páginas que leo:
“Lo mismo que los trajes son los juguetes. El sable es de hierro bruñido;
la empuñadura dorada; sus tirantes, de charol; y al ser arrastrado con marcial
donaire por el microscópico guerrero, vestido rigurosamente de húsar o de
dragón, suena como los sables de veras; la pistola es de hierro, y tiene
articulaciones; y ya con un corcho, haciendo el vacío, o ya con un fulminante
colocado en su chimenea, produce tiros verdaderos; con el fusil sucede lo
propio, y además tiene bayoneta que encaja en la extremidad del brillante
cañón, con todas las reglas militares; las canicas son primores de vidrio
colorado; los coches remedan, en forma y calidad, resistencia y comodidades, a
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los que ruedan en las calles, tirados por fogosos brutos... Y así todo lo demás,
porque la industria moderna, explotando a maravilla estas debilidades humanas,
tiene fábricas colosales que no producen otra cosa. (...)
Véome allí, entre mis contemporáneos, jugando a la gallina ciega, al marro
o a las cuatro esquinas, tirando de vez en cuando un pellizco al mendrugo de pan
que se guardaba en el bolsillo para merendar, o formando parte del grupo que
devoraba con los ojos un lorito de cartón, tamaño como un huevo de gallina, que
no soltaba de la mano un camarada feliz a quien se le había traído su padre, no
sé de qué parte del mundo ni con qué fausto motivo; o armando en apartado
rincón la media docena escasa de fementidos soldados de plomo; véome, repito,
con mi traje de todos los días, o sea el desechado de los domingos del año
anterior, corto, descolorido y opresor, amén de repasado y añadido. Y ¡qué
traje!”
Perfiladas ya las imágenes del mundo infantil en Pereda quisiera repasar
brevemente las relaciones biográficas de Pereda con sus maestros. Se inician
estas de un modo muy satisfactorio para el discípulo, pues tras el traslado de
la familia a Santander, cuando Pereda tenía 10 años, completó sus conocimientos
de las primeras letras con don José María Rojí, excelente maestro del que
guardó un gran recuerdo toda su vida. A esta escuela se pasaba después de
haber estudiado en la escuela de párvulos las primeras nociones de lectura y
matemáticas, nociones que el niño de Polanco habría iniciado en su pueblo o en el
seno familiar, aunque no tenemos constancia escrita de este hecho. Quizá el
buen trato y la amabilidad y competencia profesional de este primer maestro de
Pereda hizo que sufriera de modo aún más fuerte el cambio que le supuso su
traslado al Instituto cántabro, donde realizó el Ingreso en 1843 y en el que
cursó al año siguiente el primer curso de Latinidad. Fue un estudiante mediano,
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con calificaciones de regular en el segundo y tercer año de Filosofía, y de
suspenso en el cuarto año. Entre sus profesores, que esgrimían la vieja
pedagogía de hierro, basada en el lema “la letra, con sangre entra”, estaban
Juan Echevarría de Matemáticas, Celestino Alonso, de Lógica o Lorenzo
Alemany de Lengua francesa, pero sobre todo le impresionó negativamente el
campurriano Bernabé Sáinz, quien le daba clase de Sintaxis latina, al que temía
mucho el joven y que hizo que adquiriera un cultura latina más que notable.
Este dómine, antiguo sargento, exigía a los chicos que supieran de memoria el
Arte de Orodea y solía emitir frecuentes insultos, acompañados de un concierto
de palos con un surtido de varas de todos los tamaños que tenía sobre su mesa.
Son muy reveladoras las palabras del narrador en “Más reminiscencias”, en las
que sin duda recrea vivencias personales:
“Comúnmente, pasar de la escuela de primeras letras al Instituto de Segunda
Enseñanza era, y es, cambiar de local, de maestro y de libros, y ascender un
grado de categoría. El trabajo viene a ser el mismo en una y otra región, y
aún menos engorroso y molesto en la segunda. Pero entrar en el Instituto el
año que yo entré, saliendo, como yo había salido, de la escuela de Rojí, donde
le trataban a uno hasta con mimos, era como dejar el blando y regalado lecho
en que se ha soñado con la gloria celestial para ponerse delante de un toro del
Jarama, o meterse, desnudo e indefenso, en la jaula de un osos blanco en
ayunas.”
Quizá estas experiencias poco positivas del mundo educativo incidieran en la
pintura literaria un tanto tópica y casi caricaturesa que Pereda hace de los
maestros en su obra literaria, pero me inclino a pensar que esa visión poco
positiva se fundamenta además en prejuicios ideológicos. No podemos olvidar la
condición hidalga del novelista y su concepto elitista de la educación, ni tampoco
hemos de obviar que realmente los maestros de primeras letras del siglo XIX,
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obligados a vivir y trabajar en una escuela sin medios y con unos alumnos sin
ninguna instrucción utilizaban la repetición como método pedagógico y el temor al
palo como argumento para mantener la autoridad en el aula.
El último aspecto que me propongo abordar es el de la imagen literaria de los
maestros en la obra perediana, una imagen no demasiado positiva, tal como acabo de
indicar. En las páginas escritas por Pereda no son muy abundantes los personajes
que se dedican a enseñar, y cuando aparecen su presentación un tanto tópica los
convierte en figuras sin demasiado relieve de cara al lector. Entre ellos aparece
reiteradamente un tipo llamado Canuto Prosodia, nombre simbólico que hace
referencia de un modo caricaturesco a su pequeñez fisonómica a la que se une un
modo de hablar rimbombante. Se nos presenta en el artículo costumbrista “Para
ser buen arriero” descrito con estas palabras:
“Era el maestro, don Canuto Prosodia, hombre enjuto y pequeño de cuerpo,
corto de alcances, aunque él creía lo contrario, y muy largo en adular a todo
el que podía dar algo.
Vestía ordinariamente traje oscuro de corte humilde con aspiraciones a más
elevado; es decir, gastaba un aparejo que lo mismo podía llamarse gabán corto
que chaqueta larga, y llevaba al cuello un corbatín de lana que tiraba a seda.
Era gran echador de epístolas los días feriados, y llevaba toda la
correspondencia del lugar con los indianos y jándalos ausentes de él. Blasonaba
de muy aplomado en sus pareceres, y esto le valía la intervención en todos los
picos de las familias del lugar; tenía, en fin, mucha mano con ellas... y mucha
cuenta que dar a Dios de los desaguisados que causaba en el vecindario su
torpeza o su malicia. Se la echaba de sobrio, pero yo sé que tomaba cada turca
que ardía Troya; sólo que para emborracharse se encerraba en casa.” En el
hilo del relato su papel se limitará al de ser el “asesor financiero” de Paula y
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Blas, los simplones aldeanos que heredan una gran fortuna de su tío indiano.
Como no saben de cuentas, deciden dejarse asesorar por el pedagogo, que
enseguida cojea de la típica y tópica penuria económica inherente a los de su
gremio:
“-¡Paula! -gritó Blas entre lloroso y risueño-; espienzo a conocer lo
riquísimos que semos, y que he sío un burro pensando que tú eras rematá de
bestia. Y usté, señor don Canuto, toque esos cinco y cuente con un vestío de
arriba abajo, y con un barril de lo blanco.
-¡Tanta munificencia! ¡Tanta generosidad!... ¡Oh, señor don Blas, yo no
merezco semejante agasajo! -replicó el pedagogo plegándose como un libro y
relamiéndose de gusto.
-¡Qué comenencia ni qué grandiosidá son esas que usté emperegila! -añadió
Paula dando manotadas al aire-; tome lo que le dan sin cirimonia y con toos los
sentíos del alma, que usté se lo merece y nusotros podemos darlo... ¡y mucho
más, si se mos pone en el testú!
-Seguramente que sí, y sólo con el recurso de la renta; porque si se
propusieran ustedes gastar en veinte años, por ejemplo, todo el capital, que no
deja de ser plazo respetable, hasta carruaje podrían tener ustedes, y ujieres
y saraos, banquetes y justas o torneos. Acepto, pues, la oferta, aunque
conmovido por el reconocimiento. Y con esto no canso más. Terminada mi misión
entre ustedes, déjoles entregados a sus risueños cálculos, y vuélvome a buscar
a mi dulce amigo, el estudio, que me espera en la lobreguez de mi paupérrima
morada. He dicho, y soy de ustedes afectísimo seguro y agradecido servidor
que sus pies y manos besa respectivamente.
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Y tras esto, salió don Canuto, de espaldas por más señas, dejando más y
más aturdidos a los dos herederos con la andanada de carruajes y saraos que
les soltó. “
El mismo personaje de don Canuto reaparece en el relato “Blasones y
talegas” cumpliendo otro de los roles característicos: en este caso se encarga
de dirigir un coro de escolares que entonan cantos a la salida de la Iglesia en
la boda de doña Verónica, la hija del hidalgo, y Antón, hijo de Mazorcas y
además compone un epitalamio que recitará de modo vehemente en el convite
nupcial:
“y el maestro, creyendo llegada la ocasión, después de pedir la venia a la
cabecera de la mesa, leyó la composición que tantos sudores le había costado y
decía así:
«Versificación de epitalamio en doce pies de verso desiguales,
conforme a reglas; discurrida por Canuto Prosodia, maestro de
instrucción primaria elemental de este pueblo, y dedicada a la mayor
preponderancia, majestad y engrandecimiento de la ilustre Doña
Verónica Tres-Solares y su excelso consorte, Don Antonio Mazorcas
(vulgo Antón, por apócope), hoy día de sus nupcias o esponsales, 1.º
de septiembre del año corriente de gracia:
Salgan a luz los astros naturales
Y las estrellas,
Y cante la rajuca en los bardales
Y las miruellas;
Que doña Verónica, pues con don Antonio
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En este día
Ya las nupcias contrajo, o matrimonio,
Con sinfonía.Que el cielo les derrame bendiciones
Es mi deseo,
Y que tengan los hijos a montones.
Amén.-Laus Deo.»
El mismo tono caricaturizador y la crítica al viejo sistema pedagógio
basado en el lema “la letra con sangre entra” encontramos en la recreación de
la figura del maestro de la novela De tal palo, tal astilla: “al maestro de
escuela, hombre de tanta edad como el cirujano y el farmacéutico, y lo mismo
que ellos, forrado en antiguallas y rutinas, con un geniazo bestial, apegado a la
pauta y al puntero y, sobre todo, a la palmeta, sin que leyes ni métodos, ni
tratados, lograran hacerle cambiar de sistema, ni tampoco obligarle a dejar la
plaza en beneficio de profesor más apto y competente, según rezaba y lo exigía
la ley imperante. Pero sin duda alguna, las cosas de Valdecines se imponían por
su propia virtud al Estado mismo; o, al contrario, tan poco realce tenía el
pueblo en el mapa general, que nadie se acordaba de él sino para sacarle las
contribuciones y los quintos; por lo que, en punto a médico, botica y escuela,
atrasaba dos siglos muy cumplidos en el reloj de los tiempos.
Volviendo al maestro, digo que cobraba mal los cincuenta celemines de maíz
que le pagaba el pueblo, amén de veinte ducados para camisa y hogar; y que
parecía empeñado en indemnizarse de estos daños y perjuicios con el pellejo de
los muchachos, a quienes desollaba vivos cuatro veces a la semana, que eran los
días, mal contados, que en ella daba escuela.
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Por lo demás, alardeaba de docto y de consagrar lo mejor de su vida al
perfeccionamiento de la enseñanza elemental, y aun de la misma lengua patria,
contra cuyos perfiles y sutilezas bramaba como una bestia. Déjase comprender
por esto que también era hombre de sistema. No había leído a Fray Gerundio
de Campazas y, sin embargo, en punto a ortografía y otros requilorios
gramaticales, se parecía al Cojo de Villaornate como un barbarismo a otro
barbarismo. No he de exponer yo aquí sus luminosas teorías, porque sobre no
venir a caso, nos ocuparía mucho terreno.
Esperaba que la Academia, aplaudiéndolas, se las recomendaría al Gobierno
para la procedente recompensa; y en eso andaba desde años atrás, faltándole
siempre la última mano a la Memoria razonada que tenía escrita.
Estos proyectos y el mucho pan que le comían, sin ganarle para un par de
zapatos, los cinco hijos que sumaba, entre hembras y varones, le absorbían la
mejor parte del poco entendimiento que le cupo en suerte. El resto lo
consagraba a hacer almadreñas y colodras, que se vendían, aquéllas en invierno
y éstas en todas las estaciones del año, en la tienda del boticario.”
En otros textos peredianos se deja un tanto de lado la figura del
maestro para exponer cuáles eran los principios pedagógicos y las lecturas que
solían hacerse en la época. Sucede esto en el primer capítulo de Pedro
Sánchez. En el pasaje que paso a leer a continuación rememora Pedro los
rudimentos de su formación académica en su pequeña aldea montañesa con estas
palabras:
“Contaba yo a la sazón doce años bien cumplidos, y sabía cuanto podía
aprenderse en la escuela del lugar, regida por un maestro del antiguo sistema,
pero, afortunadamente, por ser yo hijo de quien era, amén de gozar gran fama
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de listo y amañado para todo, cogióme por su cuenta el párroco, no bien me dejó
de la suya el pedagogo, y me enseñó casi todo el latín que él sabía, con algunas
cosas más, que, aunque no muy nuevas, no eran malas, con lo que dicho queda
que eran útiles. De este modo, y con leer a menudo la Clarisa Harlowe, El
hombre feliz y el Quijote, que andaban algo empolvados en la alacena que en mi
casa hacía las veces de librería, cobré señalada afición a la amena literatura,
y comencé a abandonar mis hasta entonces ordinarios entretenimientos con los
muchachos de mi edad, toscos motilones en quienes no entraba la gramática ni a
puñetazos, y el catecismo a duras penas, no por falta de entendimiento
seguramente, sino por la índole grosera de sus obligaciones ineludibles, mal
avenidas siempre con toda clase de perfiles escolares.”
Por último quisiera referirme a un aspecto un tanto tangencial en la
temática de esta conferencia pero sumamente revelador de la ideología de
Pereda. Me refiero a la educación de las mujeres. Premisas imprescindibles en
ella para don José María eran la censura de las mujeres sabihondas, de las
que nada bueno podía esperarse y la importancia de una educación femenina
práctica, centrada en la religión y defensora de la sumisión y la docilidad como
pilares fundamentales, destinada por tanto a que a su vez las mujeres educaran
a sus hijos en un férreo catolicismo. Las mejores defensoras y transmisoras de
esta educación son por supuesto las madres. Estos principios aparecen
claramente expuestos por el narrador omsniciente de la novela De tal palo, tal
astilla, a propósito del personaje de Águeda, la protagonista del texto que se
enamora de un médico ateo y sufre un gran conflicto moral: “Que esta educación
se fundó sobre los cimientos de la ley de Dios, sin salvedades acomodaticias ni
comentarios sutiles, se deduce de lo que sabemos de la maestra, aunque está de
más afirmarlo tratándose de una ilustre casa de la Montaña, todas ellas, como
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las más humildes, regidas por la misma ley inalterada e inalterable. En lo que
se distinguió esta madre de otras muchas madres en casos idénticos, fue en su
empeño resuelto de explicar a su hija la razón de las cosas para acostumbrarla,
en lo de tejas arriba, a considerar las prácticas, no como deberes penosos y
maquinales, sino como lazos de unión entre Dios y sus criaturas; a tomarlas
como una grata necesidad del espíritu, no siempre y a todas horas como una
mortificación de la carne rebelde. (...) Por un procedimiento análogo, es
decir, estimulando la natural curiosidad de los niños, consiguió doña Marta
inclinar la de su hija, en lo de puro adorno y cultura mundana, al lado
conveniente a sus propósitos; y una vez en aquel terreno, la condujo con suma
facilidad desde el esbozo de las ideas al conocimiento de las cosas. Libros bien
escogidos y muy adecuados, la ayudaban en tan delicada tarea; al cabo de la
cual, Águeda halló su corazón y su inteligencia dispuestos al sentimiento y a la
percepción, único propósito de su madre, pues no quería ésta a su hija erudita,
sino discreta; no espigaba la mies, preparaba el terreno y le ponía en
condiciones de producir copiosos frutos, sanos y nutritivos, depositando en él
buena semilla.
Algunos viajes hechos por Águeda, oportunamente dispuestos por su madre,
la permitieron comparar, a su modo, la idea que tenía formada del mundo con la
realidad de él; y como ya para entonces la previsora maestra la había enseñado
a leer en las extensas páginas del hermoso suelo patrio, convencióse la
perspicaz educanda de que dice mucho menos la ciudad con sus estruendos, que la
agreste naturaleza con su meditabunda tranquilidad. No exageraba su madre
cuando la aseguraba, con un famoso novelista, que en todo paisaje hay ideas.
¡Cuántas encontraba Águeda entre los horizontes de su lindo valle! “
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Quisiera concluir indicando mi acuerdo con el crítico Baquero Goyanes
cuando señala que Pereda fue “Magnífico creador de figuras infantiles (...) y
las descritas en Sotileza bastarían para señalarle como uno de los más
afortunados novelistas en ese aspecto.” (Baquero Goyanes, 1975:530). En los
niños ve el polanquino lo auténtico, lo vital y lo sencillo, valores que están
plenamente presentes en toda su producción literaria. Por el contrario, los
maestros están tratados de un modo sesgado y tópico en toda su producción
literaria; son figurantes en los cuadros costumbristas rurales, incitan a la
comicidad o su presentación indispone a los lectores contra ellos; exhiben su
brutalidad y malos principios pedagógicos, pero quizá lo más reprobable en ellos
sea su desprecio por sus alumnos.
Iniciaba esta intervención citando unas palabras de Leopardi, quisiera terminarla
con una frase de Sartre que nos insta a mirar con benevolencia el contenido de
las obras literarias y que podemos aplicar plenamente a la literatura
perediana: “No se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, sino por
la forma en que se digan.”
Muchas gracias
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