El sueño de Lidia

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El sueño de Lidia
Ana Vanesa Cremades Medina
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El circo llegó al pueblo al atardecer, cuando el canto de las chicharras daba paso al
cuchicheo incansable de los grillos. A Lidia le gustaba escucharlos y se preguntaba
cosas extrañas como qué harían ellas en invierno o sobre qué cotilleaban ellos todas las
noches. Imaginación e inocencia, lo llamaba la tía Clara; bobadas, lo tildó el tío Luis.
El crepúsculo en que los carromatos del circo encontraron refugio a la vera del
riachuelo, Lidia jugaba con María en la cabañita que habían levantado entre la maleza y
dos carrascas. Las chicharras enmudecieron por la cercanía de los caballos y el trasiego
de unos hombres y mujeres que, Lidia adivinó al momento, debían provenir del
maravilloso mundo de los cuentos de hadas.
―Deprisa, Lidia, vámonos de aquí. Son brujos ―rogó María. Los sermones del
padre Anselmo eran taxativos al respecto: los gitanos, los zíngaros y todo tipo de
desarrapados que deambulaban y prometían soluciones mágicas o placeres ignotos eran
herejes y, como tales, debían ser repudiados. Las pupilas castañas de María no hacían
más que reflejar un miedo muy bien arraigado entre los habitantes del pueblo.
―Quita, suelta― Lidia se escabulló de la presa de su amiga―. ¡Son seres mágicos!
Observaba con los ojos tan abiertos como le permitían sus párpados el cansino
trabajo de los circenses y no perdía detalle de sus apaños para levantar un hogar
transitorio antes de que la noche se cerrara sobre ellos.
María se encogió a su lado, quería desaparecer del todo tras el arbusto que las
ocultaba, pero sabía que su corpachón, herencia de su padre, no eran de fácil camuflaje.
―No. Son gitanos, gente mala… Si tú no te vienes, no te voy a esperar.
Sus pisadas solo distrajeron un momento a Lidia de su divertimento. Las primeras
estrellas ya brillaban cuando los hombres acabaron de montar los refugios y las mujeres
comenzaron a preparar la cena. El chisporroteo de una olla oxidada sobre una fogata
recién encendida recordó a Lidia que se había hecho tarde y que debía volver a casa si
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no quería que el tío Luis avisara al guarda Paco y rastrearan el monte en su busca.
Corrió de vuelta al pueblo y solo aflojó el paso cuando llegó a la altura del
cementerio y el flato le pinchaba en el costado. Se santiguó ante las destartaladas
puertas del camposanto y apartó la vista asustada cuando reparó en una calavera rota
que la miraba con sus cuencas vacías desde el suelo. El cementerio era un lugar
peligroso desde que había acabado la guerra. Allí iban los niños aburridos a jugar al
fútbol con los cráneos de muertos antiguos que las bombas habían dejado a la luz y por
la noche era hogar de trapicheos y tahúres que se jugaban los poco que tenían.
Lidia suspiró aliviada cuando entró en casa y vio que todavía no habían cenado. No
comieron mucho porque la cartilla de racionamiento se quedaba corta y la cena era la
comida más inútil del día, pero aún así se quedó la última cavilando sobre el circo.
―… me lo ha dicho Paco, sí, que los han visto cerca de la ribera norte del río.
¡Hatajo de holgazanes! ¡Como si alguien en su sano juicio fuera a gastar dinero en eso!
No solían interesarle las peroratas recelosas del tío Luis, pero la niña entendió que
estaba hablando del circo y se le tensó la espalda de puro interés.
―Yo los he visto―. Se tapó la boca demasiado tarde. Sus tíos la miraron con un
signo de interrogación por cejas y la regañina pugnando por escapar de sus labios. La
bofetada de su tío le mareó la cabeza y agarrotó su cuello.
―Mantente alejada de esos… parias, ¿me has oído?
―Sí, tío.
La tía Clara no reprendió a su marido. No tenía autoridad para hacerlo, aunque
muchas veces la brutalidad de Luis contraviniera su carácter pacífico. Miró a Lidia con
ojos ansiosos y lo intentó con palabras:
―Son pecadores, engañan a las personas crédulas y secuestran a los niños curiosos.
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¿Tú no querrás que te secuestren, no?
Lidia negó ligeramente con la cabeza. Le palpitaba la mejilla y parpadeaba muy
deprisa para contener las lágrimas. El tío Luis la había visto llorar demasiadas veces
desde la muerte de sus padres y su cara húmeda lo encolerizaba, le recordaba su
incapacidad para tener hijos propios y su deficiente papel como padre adoptivo.
El bofetón no dejó marca, pero esa noche Lidia lo sentía vivo en su mejilla. Sabía
que debía estar agradecida, que muchos huérfanos habían acabado en casonas lúgubres
y aisladas que llamaban orfanatos, pero no entendía sus ansias por conocer cosas nuevas
como un desprecio hacia la acogida que le brindaban. Se echó la manta sobre la cabeza,
se encogió como hacía desde que la escasez había convertido las noches en morada de
las pesadillas y se quedó dormida.
Como cada noche, soñó que veía el mar por primera vez en su vida.
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El alcalde había resuelto que podían quedarse. Las malas lenguas murmuraban que
algo habría obtenido bajo manga de los gitanos. Lo extraño fue el silencio del padre
Ángel. No era hombre de pocas palabras. Las tenía a cientos, a miles, y nunca antes
había visto Lidia que se sintiera cohibido al emplearlas. Dos días después de que el
circo llegara al pueblo, una pequeña y descolorida carpa apareció en la estepa que lo
delimitaba al este.
El primer día de función, un reducido grupo formado por los comerciantes más
pudientes y sus afortunados hijos, hicieron cola bajo un sol picajoso que no acababa de
abandonarlos a pesar de que septiembre empezaba a peinar canas.
Lidia los observaba de lejos. Se escondió en la parte de atrás para ver los artistas
que entraban y salían e imaginó lo nerviosos que debían estar en esos momentos. Vio un
chimpancé, unos perritos muy delgados disfrazados de bebés, un payaso y una gitana
bellísima que suscitó muchos aplausos entre el público. Lidia los contemplaba
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intentando parpadear lo menos posible y se mordía los labios de impaciencia por poder
unirse y disfrutar del espectáculo.
Pero, ¿para qué hacerse ilusiones? No tenía dinero y sus tíos no se lo darían para el
circo. Tenía que buscar otra forma…
Se sentó sobre una piedra plana tras un arbusto para idear un plan. Mamá siempre le
decía que tenía cabecita de inventora. Lidia había llorado mucho hasta aceptar que no
había sido capaz de inventar a tiempo la manera de detener una guerra que había
acabado llevándose a su familia.
―Aquí no puedes estar.
Lidia levantó la cabeza y el sol la cegó impidiéndole ver los rasgos de la figura que
había aparecido a su lado. Utilizó la mano de visera y un adolescente de cabellos largos,
intensos ojos verdes y aspecto desarrapado apareció frente a ella.
―Si quieres ver el espectáculo tienes que pagar, como todo el mundo.
La niña sonrió y desconcertó al chico que, a pesar de su acento extranjero creía
haberse expresado con suficiente claridad.
―Algunos mayores dicen que tampoco vosotros podéis estar aquí.
Él arrugó el entrecejo y la evaluó unos segundos.
―Me llamo Lidia y estoy muy contenta de conocer a un artista del circo.
―Yo no soy un artista. Soy aprendiz― respondió el chico. Le contó que se llamaba
Razvan y que era hijo del domador pero que el último león se les había muerto hacía
unos meses y su padre estaba en África cazando dos o tres. Evidentemente, Razvan
había decidido que Lidia era inofensiva.
―¿Necesitáis una ayudante? Yo soy muy trabajadora y aprendo rápido.
Razvan soltó una carcajada que desconcertó a Lidia.
―Eres solo una niña. No hay lugar para ti en el circo.
―No ocupo mucho sitio, si es lo que te preocupa. Desde que se murieron mis
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padres duermo en una cama muy pequeña en casa de mis tíos y no ronco ni nada.
El joven volvió a reír y Lidia se cruzó de brazos, algo molesta.
―Eres muy graciosa―. Decidió seguirle el juego, la hora y media que duraba la
función se le hacía aburrida allá fuera y la chiquilla le hablaba sin reparos, cuando lo
habitual era que la gente le rehuyera abiertamente―. ¿Y qué sabes hacer? Porque
tendrás que hacer algún número para poder quedarte con nosotros.
―Tú no haces ninguno y estás aquí.
―Soy el ayudante de mi padre. Además― se inclinó hacia Lidia para confesarle un
secreto. La niña parpadeó emocionada y fue todo oídos―, en realidad soy yo quien los
doma, pero le dejo a mi padre el mérito. Por el qué dirán y eso…
Lidia meditó sus palabras. Razvan era un poco fanfarrón, pero le caía bien.
―Pues… ―su cabeza pensaba a toda prisa― soy una inventora. Podría inventar
cosas fabulosas que sorprenderían a la gente que viniera a vernos.
Razvan dudó o fingió que dudaba porque una sonrisita se le escapaba por la
comisura de los labios y Lidia se dio cuenta.
―Vamos a hacer una cosa. Nos vemos mañana y me traes uno de esos inventos
tuyos. Si son tan fabulosos como dices, seguro que Velkan querrá contratarte… ―el
chico estaba disfrutando de verdad con la variedad de emociones que desfilaban por la
cara de la niña―. Aunque, bah ― hizo un ademán con la mano―, no hace falta. Seguro
que luego te arrepientes, te da miedo y no quieres dejar a tus tíos.
Lidia negó tan rápido y con tanta insistencia la cabeza que sintió cómo se mareaba
y el mundo se le ponía patas arriba.
―No me arrepentiré. Mis tíos… ― y calló a tiempo que no le caían muy
simpáticos, porque no era un sentimiento justo con ellos―. ¡Hasta mañana!
Echó a correr y dejó enseguida el circo y su magia detrás. Tenía mucho en que
pensar si quería impresionar a al aprendiz de domador e ingresar en la familia circense.
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Su prueba de acceso al circo fue brillante. Razvan le había dado muy poco tiempo y
había mucho en juego, pero Lidia solía funcionar bien bajo presión. Se pasó la noche en
vela y la mañana en las nubes sin dejar de darle vueltas. La voz dulce y sensata de su
madre, la que todavía le hablaba en sueños, vino a su rescate mientras roía un trozo de
pan duro durante el almuerzo.
A la hora convenida, Lidia recorrió ansiosa la estepa hasta la parte trasera del circo.
―Cierra los ojos― le pidió a Razvan después de conseguir que se sentara en la
misma piedra chata que ella había ocupado. El chico la obedeció. Llevaba las mismas
prendar desastradas del día anterior, algo del todo común en los tiempos que corrían,
pero estaban más rotas de lo que la gente consideraba decente. Lidia se fijó en todo eso
y habló imitando a su madre, con el mismo tono meloso y reflexivo: ―Érase una vez,
un chico domador de leones…
Razvan sonrió y entreabrió un ojo, pero Lidia lo reprendió y continuó con su
historia. Inventó para él un mundo perfecto en el que nadie lo despreciaba por su piel
aceitunada ni su acento raro; un mundo en donde llevaba ropas nuevas, comía faisán
ahumado y cenaba racimos de uva y miel; tenía muchos admiradores y su padre lo
llevaba con él a cazar leones a países exóticos donde conocía a una princesa de ébano
que se enamoraba de él y lo convertía en rey de un continente.
―… y su vida fue plena y feliz hasta la última función.
Los ojos de Razvan se abrieron acristalados y soñadores. Le dedicó a Lidia una
mirada que contenía un suspiro, porque la niña había aprendido con las historias de su
madre que también suspiraban los ojos, y lo vio sonreír sin picardía por primera vez.
―Tenías razón, pequeña, eres una gran inventora.
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Le acarició la cabeza y Lidia no se apartó. Sabía que en la regla de no acercarse a
los extraños cabían matizaciones y no recordaba una caricia tan sincera.
―Entonces, ¿estoy admitida?, ¿podré irme con vosotros?
Razvan esquivó su mirada, que ahora que le había creado un mundo no podía
aceptar engañar, y musitó que aquello no podía ser. Se les echarían los guardias encima,
los prenderían y ahorcarían o fusilarían y el circo desaparecería para siempre.
―Pero yo quiero acompañaros, quiero viajar y ver el mar, nunca he visto el mar,
y… y quiero dejar de estar sola.
Eso último se le escapó, pero no se arrepintió de decirlo.
―Pero es que no estás sola. Tienes a tus tíos y ellos no dejarán que vengas―. Hizo
una pausa, no había calculado que aquello fuera tan importante para ella―. Lo siento.
La dejó atrás con lágrimas escurriéndose hasta el cuello de su vestido. Razvan la
había engañado. Tampoco él la quería. Lidia aprendió una lección aquella tarde: si
deseaba ser feliz, debía disponer ella misma los medios para serlo.
Se secó los ojos y puso su cabeza en funcionamiento. Volvería a inventar algo.
****
El circo partió una semana después, de madrugada. Los más piadosos respiraron
tranquilos aunque más de uno se lamentó de no haber aprovechado una de las pocas
diversiones que traían esos tiempos.
La tía Clara fue la primera que se dio cuenta. Lidia no estaba. La niña había
desaparecido durante la noche y su cama estaba deshecha y fría. Los guardas no
empezaron a buscarla de inmediato porque la tía Clara se desmayó y le proporcionó a su
sobrina una ventaja que resultó decisiva.
Lidia dormitaba escondida entre los pliegues de las lonas de la carpa del circo,
abrazada al hato que había hecho con sus cosas y soñando con un mundo nuevo.
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La caravana se detuvo a medio día y a Lidia se le dilataron las aletas de la nariz
porque hasta incluso allí dentro, envuelta en espesas telas rojas y blancas, llegaba un
olor especial. Aguardó un poco más y notó como transportaban la caja donde se
ocultaba y cómo la dejaban en el suelo con muy poca delicadeza.
La paciencia no le llegó para más.
Se asomó al exterior y no pudo reprimir un grito de auténtico gozo. Fue imprudente
y se escabulló de su escondite, se puso a la vista de todos y todos pudieron ver cómo se
echaba a llorar mientras la brisa marina le revolvía el pelo y se lo llenaba de sal.
―¿Qué haces tú aquí?
Aunque estaba asombrado, Razvan supo darle tiempo antes de regañarla. Merecía
disfrutar de su sueño.
―Tú no me querías traer y yo no quería quedarme.
El joven se la quedó mirando, el puerto se alejaba de ellos a toda velocidad y sabía
que ya no había marcha atrás. Volvían a casa, a Rumanía, pero antes de pisar Bucarest
aún les quedaba un largo camino atravesando Grecia y Bulgaria. Miró de reojo a Lidia
que se había abrazado a la barandilla de la cubierta como si fuera un salvavidas.
En cierta manera, entendió Razvan, así era.
―¿Y qué vamos a hacer contigo? No tienes ni idea de en qué lío me has metido…
―Razvan― lo interrumpió la niña―, ¿no vas obligarme a volver, a que no?
Razvan suspiró y se rascó la cabeza. No entraba en sus planes acarrear con una niña
española a partir de entonces, pero intuyó que Lidia no sería nunca una carga.
―Tendrás que preparar un buen número. Lo que hiciste conmigo está muy bien
pero no puedes hacerlo uno por uno con los espectadores, se haría eterno…
Lidia sonrió con los labios, con los ojos y con todo su cuerpo y abrazó a su nuevo
amigo con fuerza. Le llegaba solo hasta la cintura.
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Le quedaba tanto por crecer… Y por aprender.
Tendría que esforzarse mucho, finalmente el mundo con el que tanto soñaba estaba
bajo sus pies y debía estar preparada para hacerlo suyo.
Miró el mar, tan infinito, calmado y azul como nunca habría podido imaginar y
supo, en el fondo de su corazón, que la aventura no había hecho más que empezar.
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