Capítulo XII Azorín El maestro Azorín le había enseñado a usar

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Capítulo XII
Azorín
El maestro Azorín le había enseñado a usar correctamente el
castellano. Como muchos escritores de su generación, el director había
encontrado en el periodista de Monóvar a su guía indiscutible. Su abuelo le
había regalado, encuadernadas en piel, con prólogo y notas de Ángel López
Rueda, las obras completas de Azorín, editadas por Aguilar. Las leyó de un
tirón, con once años. Siempre le interesó su estilo, el extraordinario manejo
del lenguaje, cómo se puede hacer literatura con las pequeñas cosas: con la
observación de una puerta, con la descripción de los ángulos de una
barandilla; con el circular de un ferrocarril, con las visiones de un campo
de Castilla y de una calle ancha. Las dos jóvenes de prácticas jamás habían
leído a Azorín.
“No voy a emitir los certificados para su facultad, a menos que cada una
de ustedes se aproxime, en sendos artículos, a la obra del maestro; es una
condición que pongo a todos los alumnos, la única”, dijo a Cósima y a
Carolina.
Ellas protestaron:
“Ese hombre es un carroza, director”.
“Y tú estás cayendo en el peor pecado de tu generación, mi niña. Opinas
sin saber de lo que hablas; no lo has leído. Ese hombre va a convertirse en
el patrón literario que guiará tu profesión. Nunca desestimes la exacta
narración de lo cotidiano. Al fin y al cabo es de lo que vivirás, si aguantas
el tirón”, dijo el periodista.
A la conversación se había unido Juan Amor, responsable de la sección
de cultura, amamantado literariamente en los libros de José Martínez Ruiz.
Terció en el debate con una larga cita de El Caballero Inactual, que se sabe
de memoria:
“En el crepúsculo, ya en los últimos momentos de la tarde, una manchita
blanca; blanca y cuadrada. Las postreras sombras han invadido los rincones
de la estancia, avanzan hacia el balcón; se deslizan por el ancho y bajo
diván; sumergen dos o tres cuadros claros, de paisajes; se regolfan en torno
a la mesa; circuyen el cuadrito de blanco papel. Y un silencio profundo; por
el balcón, abierto de par en par, entra el efluvio del campo; ya comienzan a
brillar algunas estrellas…”.
Las chicas de prácticas se han quedado con la boca abierta. Han
exclamado: “¡qué hermosura!”. El jefe de cultura entona tan perfectamente
los párrafos de Azorín que las ha sorprendido. El director aprovecha su
asombro:
“Azorín inventó el relato de lo pequeñito. Nadie puede ser un buen
periodista sin haberlo leído. El periodismo no ha de centrarse en la carga
impactante y violenta de lo cotidiano; es preciso saber describir entornos y
situaciones. Para una persona que ha de escribir todos los días, el manejo
de las palabras se hace fundamental. Tenemos que hacernos entender, hasta
en lo más mínimo. He ahí la grandeza de esta profesión: lograr comunicar,
conseguir que la gente vea el mundo según nosotros. Azorín lo logró”.
Las jóvenes aspirantes a periodistas se interesan ahora por el maestro de
Monóvar.
“Pero un escritor, director, no necesariamente es un periodista”, ha dicho
Cósima.
“No; pero un periodista debe ser siempre un buen escritor. Mira, el
ejercicio del periodismo debe entenderse no sólo como un servicio a la
sociedad, que esto es pomposo, atrevido e inexacto. El periodismo debe
convertirse también en literatura. Óscar Wilde decía que no existen más
que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo. Pero es que,
además, hay que contarlo bien. Y para que la gente entienda lo que
narramos, y además lucirnos, debemos leer constantemente a Azorín”.
Juan Amor fue más allá:
“La teoría de la pirámide invertida que aprendimos en la facultad, ha sido
universalmente aceptada. Los datos relevantes de una noticia, al principio;
lo accesorio, al final. La gente dispone de poco tiempo para leer y esta es la
mejor manera de presentar una información; de acuerdo. Pero, ¿qué me
dirían si yo empezara una crónica de esta forma: “carretera; la cinta
negruzca entre lo verde; minutos vertiginosos; Biarritz”. Ese es Azorín, no
lo ninguneen, no lo desprecien; parece literatura, pero es también un
fantástico ejercicio de periodismo”.
Adoctrinadas, Cósima y Carolina se rinden. Comenzarán hoy mismo a
leer a Azorín. Empezarán por Andando y Pensando:
“¿Hasta qué punto los periódicos influyen en la opinión? ¿Tiene la prensa
periódica poder bastante para determinar corrientes eficaces de ideas o
sentimientos, o no lo tiene?...”, se pregunta Azorín.
El director piensa, y reitera a sus alumnas, que se debe homenajear
perpetuamente a este hombre como creador de un lenguaje impoluto. Ha
influido tanto en su vida profesional que los libros del maestro del 98 están
por todas partes. En el despacho, en la mesilla de noche, en la guantera del
coche, en el maletín de viaje. Como el breviario de un cura, como el
diccionario de un traductor, como la llave inglesa de un mecánico, como el
lápiz de un diseñador. Lo imita, lo interpreta; busca en el diccionario tantas
palabras: el esquilón, los herrenes, los sayones hoscos, el cuarterón de la
ventana, los regatones, los percoceros, las bujerías:
“Una puerta no es igual a otra nunca: fijaos bien. Cada una tiene su vida
propia. Hablan chirridos suaves o broncos; gimen y se expresan, en las
largas noches de invierno, en las casas grandes y viejas, con sacudidas y
pequeñas detonaciones, cuyo sentido no comprendemos”, dice Azorín.
Las chicas están con la boca abierta. Han recibido una lección. Han
aprendido que lo conciso ayuda a la comprensión; que la pulcritud triunfa
sobre lo rimbombante; que las pausas son fundamentales en la narrativa;
que el periodismo puede ser literatura; que hacerse entender con lenguaje
diáfano reconforta al destinatario y enriquece al emisor del mensaje.
Sienten ahora curiosidad por el maestro, al que el director debe tanto.
Mariano Daranas, otro gran periodista, fue corresponsal en París del Abc,
como Azorín. Muchas veces recomendó al director la lectura de las obras
del maestro. Pero no hacía falta.
Las frondas forestales del patio se arremolinan en un primaveral arrebato.
El olor de los jazmines entra por la ventana. Parece que los campos de
Castilla se han confabulado para trasladarse de lugar. El director aspira la
fragancia de las flores y se estira en su sillón de mando. Todo es silencio y
paz, como en un cuento de Azorín. Pero muy pronto la actualidad volverá a
devorar de una dentellada los pensamientos bucólicos del periodista, con
sus mandíbulas de papel.
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