065. La Iglesia peregrina de Dios

Anuncio
065. La Iglesia peregrina de Dios
¿Les hago una confidencia personal, amigos radioyentes?... Me tocó asistir a un
acontecimiento eclesial de mucha importancia, como es la consagración de un Obispo.
Allí se habían congregado varios Obispos, muchos Sacerdotes, y una gran cantidad de
pueblo fiel. Desde la casa parroquial se dirigían todos en procesión hacia la Iglesia
Catedral, en una soleada mañana de Mayo, y aquello para mí resultaba un espectáculo
bello e impresionante. Pero ese gusto estético se convirtió de repente en emoción
intensa. Empezaron a asomarme las lágrimas a los ojos cuando oí cantar por primera
vez unas estrofas que después se me iban a hacer muy familiares y que ustedes se saben
desde hace mucho tiempo:
- Todos unidos, formando un solo cuerpo, un pueblo que en la Pascua nació.
Miembros de Cristo, en sangre redimidos. ¡Iglesia peregrina de Dios!.
Este grito ¡Iglesia peregrina de Dios!, en aquellas circunstancias, en procesión tan
solemne hacia la Casa de Dios que es el templo, imagen viva de la Casa de Dios en el
Cielo, guiados todos por los Pastores nuestros Obispos, y todo el Pueblo de Dios unido
en aquel alegre cantar, empezó a ahogarme el pecho.
Se me iba el pensamiento al Israel del desierto camino de la Tierra prometida.
Miraba la cabeza de la procesión con la cruz alzada de Jesucristo, el autor y
consumador de nuestra fe.
Tendía ya la vista al final, cuando Jesucristo venga a buscarnos para meternos
definitivamente consigo en la Casa del Padre...
Lo confieso, no podía con mi emoción. Fui con mi cámara y grabadora en plan de
periodista, y me di cuenta de que era, gracias a Dios, ante todo y sobre todo, un cristiano
que siente el orgullo de ser Iglesia. Colocado en lugar estratégico a fin de no perder un
detalle para mi reportaje, olvidé mi profesión y me metí activamente en las filas. La
impresión de aquel día me durará toda mi vida, se lo aseguro.
Les he dicho que toda esta emoción mía se debió a la canción, nunca más apropiada
que en aquellas circunstancias. Por eso, un cantar tan bello y tan profundo me ha
servido después de meditación continua.
La letra que me resulta a mí, y les puede resultar a ustedes también, siempre nueva,
es la del estribillo, que todos cantamos en nuestras celebraciones con entusiasmo y
fuerza siempre crecientes:
- Somos en la tierra semilla de otro Reino, somos testimonio de amor. Paz para las
guerras, y luz entre las sombras. ¡Iglesia peregrina de Dios!
¡Semilla del Reino! Fue el mismo Jesús quien dictó estas palabras, cuando dijo en la
parábola: Quien echa en el campo del mundo la buena semilla soy yo, y la buena
semilla son los hijos del reino (Mateo 13,38)
De una manera tan sencilla nos hace ver el Señor cuál es nuestra misión.
Nos advierte que en el mundo hay mucho mal, mucha simiente mala en medio de la
semilla buena, cizaña que ha sembrado el enemigo de Dios, como son:
- las guerras fratricidas, que nos quitan toda paz;
- la impureza, que llena de sombras densas el firmamento de la sociedad y no deja
ver la hermosura del cielo azul;
- el desprecio de la vida, que empieza por eliminar a quien aún no ha podido ver - la
luz, por más que sea el ser más inocente y más indefenso;
- la impiedad, manifestada en el olvido de Dios;
- la injusticia social, que tiene a tantos hombres sumidos en una miseria degradante;
- el desamor de tantos, con un corazón de piedra pedernal dentro del pecho...
Contemplamos todo esto, y, sin embargo, no nos desanimamos. Porque esos males
nos hacen descubrir la tarea que Dios nos reserva y nos impone: ser semilla buena que
ahogue a la cizaña sembrada por el enemigo; ser luz entre las sombras esparcidas por
el príncipe de las tinieblas... Por eso queremos poner:
¡Paz, donde hay guerra!
¡Limpieza total, donde no hay más que inmundicia!
¡Apego a Dios, donde no hay más que indiferencia!
¡Manos abiertas, donde no hay más que tacañería!
¡Amor que inflama, donde no hay más que frío glacial!...
El ser semilla que germina, se desarrolla y crece hasta su plena sazón, nos hace
pensar en la cosecha que se avecina. Un día moriremos, ¡claro que sí! Pero esa
perspectiva, en vez de atemorizarnos, nos entusiasma. Como Pablo, sabemos repetir,
porque estamos convencidos de ello: El morir me resulta una ganancia, porque me
lleva a estar para siempre con Cristo (Filipenses 1, 21-23). Para nosotros, creyentes e
hijos de la Iglesia, morir es pasar del Reino en su condición de peregrinaje al Reino en
su condición gloriosa.
Somos hijos de la Pascua. Somos hechura del Espíritu. Nos alimentamos del Cuerpo
de Cristo. Salimos a flote siempre en la barca de la Iglesia, guiada por un experto
timonel. Somos los hermanos unidos por un mismo Bautismo y ligados a la misma
salvación...
Todo esto lo aprendí yo en aquella procesión tan espectacular, tan emotiva, tan
aleccionadora. Hoy se lo transmito a ustedes, que lo sabían antes que yo y lo vivían
también con pasión divina.
Nuestro santo orgullo de ser Iglesia de Dios nos lleva a pensar en los que no tienen la
suerte nuestra. Este orgullo que nos viene de Dios y este entusiasmo que nos fomenta el
Espíritu, son la mejor invitación que hacemos a los de fuera: ¿Y por qué no quieren
meterse en la fila? ¡Verán qué bien que llegamos todos a ese “otro Reino”, si formamos
en la misma procesión...
Descargar