La inscripción del fuera de campo en los films de

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La inscripción del fuera de campo en los films de Lucrecia Martel
Natalia Weiss
Universidad de Buenos Aires
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Resumen:
Se pretende dar cuenta en este trabajo de la utilización del espacio, y especialmente el
espacio del fuera de campo, en Rey muerto (cortometraje, 1995), La niña santa (2004) y
La mujer sin cabeza (2008) de la directora Lucrecia Martel. La construcción del fuera
de campo se conforma en estos filmes como un espacio significante en sí mismo tanto a
nivel sonoro como visual. Es así que lo “no visto” y “lo oído” (si colocamos a “lo
escuchado” como aquello adjudicable a lo que sucede dentro del cuadro) abren otra
dimensión que problematiza lo que se produce dentro del encuadre.
La inscripción del fuera de campo en los films de Lucrecia Martel
La construcción del fuera de campo se conforma en Rey muerto (cortometraje, 1995),
La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008) como un espacio significante en sí
mismo tanto a nivel sonoro como visual. Es así que lo “no visto” y “lo oído” (si
colocamos a “lo escuchado” como aquello adjudicable a lo que sucede dentro del
cuadro) abren otra dimensión que problematiza lo que se produce dentro del encuadre.
Se trata aquí de dar cuenta del entramado de significación que asumen en este corpus y
de las múltiples resonancias narrativas y políticas que generan.
A partir de diversos mecanismos, los films de Lucrecia Martel clausuran la posibilidad
de asumir cualquier clase de “naturalidad” en la construcción del espacio. No solamente
a partir del trabajo con el fuera de campo, tanto visual como auditivo, sino también
desde la composición del cuadro, presentan una voluntad de develar el artificio, de dar
cuenta de lo artificial de aquello que sí está ante nuestros ojos. En este sentido, los
encuadres dejan ver poco, obturan la mirada, opacan aquello que se suponía sería lo
visto. El fuera de campo opera como un retorno permanente de aquello que busca ser
velado, pero que insiste en la voluntad de declarar su existencia. Lo que se denuncia,
finalmente, es la arbitrariedad de todo lenguaje, de lo que decide nombrarse tanto como
lo que se omite en el mismo acto de nombrar.
De este modo, el cine de Lucrecia Martel se caracteriza por sumergir al espectador en
climas densos, oprimidos, en espacios que quedan fuera del alcance visual, pero de los
cuales siempre hay una referencia que amenaza, que incita a imaginar, es decir a poner
en imágenes, a representar lo que está sucediendo fuera del encuadre. Finalmente, el
campo y el fuera de campo forman parte del mismo espacio imaginario, el espacio
fílmico.
Una de las formas en las que esto se revela, es en que lo que vemos es parcial, limitado,
nunca se nos deja ver la totalidad de las imágenes, de los cuerpos, de esos cuerpos
siempre fragmentados, fuera de foco, distorsionados. En estos films, lo velado adquiere
un peso relevante, tanto en la construcción del interior del cuadro como del fuera de
campo.
En términos de Stephen Heath: “En muchos sentidos, cada film es un verdadero drama
de visión y este drama retorna en los films temática y sintomáticamente desde el
comienzo” (Amado, 2000: 4).
El descentramiento de la mirada y la desarticulación constitutiva que esto provoca no da
cuenta en este corpus de una forma personal de construir el relato sino del relato en sí
mismo. Corriendo el velo, en las profundidades, no hay nada. El relato es la tensión
permanente entre lo dicho, lo sugerido y lo omitido. Y esa tensión no será resuelta.
En Rey Muerto “el cabeza” encarna la representación del machismo ejercido a través de
la violencia. Su mujer, harta del maltrato, camina con sus hijos por el pueblo como
siendo parte de una procesión privada, decidida a partir. A lo largo del relato, acciones
que ocuparían un lugar central, son desplazadas. De este modo, “el cabeza” atropella a
un hombre pero el hecho se inscribe fuera del encuadre, y se manifiesta únicamente a
través del sonido y del sobresalto de la camioneta que conduce. Cuando el personaje
desciende de ésta y ve el cuerpo atropellado, comienza a patearlo. Nuevamente, no
vemos, como podríamos suponer, las patadas en sí sino a “el cabeza” que mientras las
aplica lo maldice. La acción, en este caso violenta, pareciera quedar relegada. Sin
embargo, se hace en mayor medida presente. Se trata de la acción central, y al mostrar
sólo su consecuencia o a la situación que la enmarca, no sólo toma un peso mayor sino
que además incide directamente en lo que se deja si se deja ver, acrecentándolo. Se
denuncia tanto la arbitrariedad de lo que sucede, como de lo que se ve y no se ve en el
encuadre, problematizando su verdad, o mejor dicho, la posibilidad misma de una
verdad. Al final del cortometraje, cuando la mujer luego de haberle disparado se aleja
decidida con sus hijos, se oyen desde fuera de campo los alaridos de “el cabeza” que
remiten al costo y precio de la partida que se refuerza con la pregunta de la hija: “¿Y si
vuelve?”. Efectivamente, esa salida del pueblo no es un escape sino una victoria
concreta en relación al poder ejercido por, en un principio, el omnipotente patrón que
ahora vencido lanza gritos de dolor mientras, como vimos en el plano anterior,
arrodillado se toma su rostro ensangrentado. Es así que un plano no elimina al anterior,
no lo deja atrás en una lógica de avance siempre hacia adelante, sino que lo hace
permanecer, dando pie a otras posibilidades expresivas.
En La niña santa (2004) el fuera de campo se construye en gran medida por lo oído, por
el uso de la mirada en off y por la fragmentación del cuerpo. Como con autonomía
propia, o regida por otras reglas, la mano de Amalia ocupa un lugar central en el relato.
Busca la mano del Dr. Jano en el espectáculo callejero de thereminvox, instrumento que
emite sonido sin necesidad de tocarlo. En varios momentos, como si se tratara de un
juego o solo de una acción automática, va rozando lo que tiene a su alrededor. En el
segundo encuentro con el Dr., la expresión del rostro de Amalia cambia cuando su
mirada se dirige fuera de campo y nos da señal de que él se acerca. Es aquí que Amalia
toca su mano mientras éste “apoya” su zona genital, conformando la escena bisagra del
relato. Por unos instantes se sostiene un espacio de complicidad que se simboliza en el
plano casi detalle del contacto de las manos, pero se interrumpe cuando él descubre el
rostro de la joven y huye. Al verla, o al verse visto, la escena cobra su peligrosa entidad.
A nivel argumental, se produce un impacto porque a partir de allí el Dr. Jano intentará
evitarla mientras Amalia lo buscará con la convicción de los místicos en su ritual de
descubrimiento erótico. La visión y el saber están nuevamente unidos en la necesidad de
la protagonista de completar creencias místicas que, vaciadas de contenido, son
hibridadas ahora con aquello que fue descubierto. Es Amalia quien, creyendo haber
encontrado en ese hombre una llamada divina para su misión: salvarlo, dice: “Veo
distinto, lo blanco mucho más blanco”. La mirada se encuentra corrida, descentrada y
así se construyen las imágenes. La escena se enquista y retorna modificando la
construcción de las imágenes que le siguen. El cuerpo deja de ser una referencia posible
dada su fragmentación. La imposibilidad de unidad se refleja en las porciones de cuerpo
que se dejan ver tanto como en las elididas. Lo que está presente remite directamente, se
podría decir físicamente, a lo que es amputado.
“Otra consecuencia de este descentramiento de la cámara es que se ve aumentada la
significación de lo que Mary Ann Doane llama el segundo espacio diégetico, ese
espacio sugerido en la película pero que se encuentra más allá de lo que se puede ver en
pantalla” ( Eva-Lynn Jagoe y John Cant, 2007: 176).
El sonido que surge del fuera de campo se vuelve un elemento fundamental del relato.
Las mismas chicas lo ratifican, cuando escuchan la melodía desde la clase y explican:
“Viene de la calle”. Luego, cuando están afuera, la melodía del thereminvox está
presente en la escena del contacto entre Amalia y el Dr. Jano, pero proviene del espacio
off. Existe otro espacio que interfiere con el representado y que a la vez forma parte de
él, toma cuerpo en la representación. Como la bocina del auto que pasa a buscar a la
maestra de catequesis de las chicas a su clase de religión, y que Josefina, la amiga de
Amalia, atribuye al hombre mayor con el que la profesora tiene, según su relato,
apasionados encuentros. Distintos niveles de significación son convocados desde el otro
espacio que siempre, de una forma u otra, inquieta. Lo advierte también el ruido que
sobresalta a los que están en el comedor de la casa de Josefina, y que, como se ve luego,
remite a la caída de un hombre del piso superior del edificio. Ver en el plano siguiente a
un hombre desnudo que ingresa desde el balcón no otorga explicación suficiente, por el
contrario, manifiesta la falta de saber aún cuando lo no visto se hace visible. Frente a la
incomodidad, la incertidumbre, nuevamente la palabra vaciada de sentido: “Está
muerto, son movimientos reflejos” apura como respuesta Josefina, queriendo darle a lo
visto alguna conexión con algún saber, por más absurdo que sea.
En La mujer sin cabeza, ya desde el comienzo la construcción del cuadro da cuenta de
una dislocación. Vemos en un primer plano el interior del auto, las gotas de agua que
empiezan a caer sobre el parabrisas y a la protagonista, Verónica, entrar y salir de
cuadro en la profundidad del campo. A través del vidrio mojado, se dibuja su torso sin
su cabeza. Todo queda allí detenido, y el único movimiento será la vuelta a la misma
escena. Como si se tratase de una escena traumática que impone la obturación de toda
posibilidad de avance e impone al relato que recién allí presenta su título, la forma de un
ritual.
En este sentido, podemos pensar a La mujer sin cabeza como una construcción del
espacio en consonancia con el mundo interno del personaje, con un predominio de
primeros planos que sumados al movimiento interno del cuadro, acentúan la
representación de la confusión. El fuera de campo está construido en el film por la
mirada de este personaje, la visión de los demás sobre ella y la de la instancia
enunciativa.
Nuevamente aquí, la acción principal, también violenta, ocurre fuera de cuadro, en el
accidente de auto del personaje principal, el espectador, junto a él, escucha el sonido del
choque y ve el impacto que tiene en la protagonista que, luego del sobresalto, se coloca
los anteojos de sol y decide no bajarse, intentando anular lo sucedido. Pretensión
imposible, como el relato así lo testimonia. Pero la naturalidad con que intenta pasar de
largo el suceso hace pensar en Mersault de El extranjero de Albert Camus matando al
árabe. En este texto fílmico la posible víctima tampoco tiene un nombre ni una historia
propia. Puede ser alguno de los chicos que jugaban sin ser vistos por nadie en el
principio del film, el hermano del que va a ayudar en el vivero, alguno. Se manifiesta en
realidad que poco importa que la víctima no sea el niño de una clase social alejada de la
protagonista sino el perro que vemos tirado en el camino. El valor de la vida de ambos
parece ser, de todos modos, más o menos el mismo.
Por otro lado, un objeto menor como los anteojos parece dar precisión, por un lado de la
voluntad de esconderse y por el otro del cambio inevitable que sufre su mirada del
mundo a partir de ese momento.
La protagonista deambula de una escena a otra como ausente, ajena a las escenas que la
incluyen, perdida en los ritos privados y sociales de su cotidianeidad, habiendo decidido
perder su cabeza a causa de su negación. Cuando se esconde de su marido, en el baño,
luego del accidente, vemos que su imagen se rehúye a ser reflejada en el espejo que se
encuentra ubicado en el centro del plano y que sin embargo logra reflejar únicamente
fragmentos de su rostro esquivo. El quiebre interior se exterioriza, se manifiesta en las
imágenes que construyen un realismo ligado al mundo interno de este personaje.
Solo un sonido en principio off, que luego vemos que corresponde a una pelota que
impacta en un chico que está jugando al fútbol y que lo hace desvanecerse, vuelve a
traer a escena el temor sobre lo sucedido y conduce a la protagonista al llanto,
nuevamente en un baño, abrazada a un desconocido que se encuentra trabajando.
En el final, es el borrado de las huellas del hecho lo que, paradójicamente, hace
convencer a la protagonista de su culpabilidad. En ese momento, la imprecisión de la
imagen es ya absoluta y hace casi imposible distinguir a los cuerpos que están presentes
en el festejo que tiene lugar en la última escena.
Lo que se subvierte es un modo de narrar que es también un modo de representar el
mundo, el avance causal hacia adelante da cuenta de una idea de progreso, de
revelaciones. En cambio, se trata aquí de fragmentos que friccionan, que se chocan, que
no llegan nunca a encajar a la perfección, que son multiplicidades en conflicto, puntos
de vista múltiples, imposibilidades. Del mismo modo que las palabras, fragmentos ellas
también de una lectura del mundo, no se conciben como vehículos de información sino
que revelan los quiebres de los personajes que las pronuncian, casi como autómatas.
Ellos, como cualquiera, están presos de aquello que dicen y de lo que callan, las
palabras edifican también un contorno preciso entre lo dicho y lo que se omite. El
contorno se establece en las fórmulas religiosas obsesivas en la boca de Amalia mirando
la nuca del sujeto de su pasión: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo,
perdónanos, Señor. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, escúchanos,
Señor”, en la respuesta de la madre de Rey muerto frente a la pregunta de su hija y
haciendo referencia a una posible venganza de “el cabeza”: “Que vuelva” o en la frase
de Verónica que perfora el silencio como una daga: “maté a alguien en la ruta”.
En esta misma lógica, los finales no completan, no buscan reparar la fragmentación, no
dan posibilidad, en términos aristotélicos, de purgación de pasión alguna. El fin es más
bien contrario, el de negarle al lector que estos textos construyen, un lector que trabajó
durante todo el relato en la articulación de sentido, cualquier posibilidad de escape aún
en la clausura. Dando cuenta, nuevamente, de que el corte se establece aquí pero podría
estar en otra parte, siempre es relativo y deja afuera todo lo que podría ser aún
representado.
Negándose a erguirse como una posibilidad de conclusión, se cierran en la continuidad:
el sonido del agua de la pileta sigue corriendo en los créditos finales de La niña santa
tanto como la música extradiegética sigue sonando en los de La mujer sin cabeza y de
Rey Muerto. La historia no ha terminado como tampoco la inquietud que se vuelca al
espectador. El relato nos ha expulsado pero, sin duda, no nos ha dejado en un terreno
menos amenazante que aquél en el que se mueven sus personajes.
Bibliografía
Amado, Ana (2000), “Una política del lugar”, en Stephen Heath, Espacio narrativo, ficha de cátedra
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.
Cant, John y Eva-Lynn, Jagoe (2007), “Vibraciones encarnadas en La niña santa de Lucrecia Martel”, en
Viviana Rangil (compiladora), El cine argentino de hoy: entre el arte y la política, Buenos Aires: Biblos.
Grüner, Eduardo (2001), El sitio de la mirada, Buenos Aires: Norma.
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