Lectio Divina - Ciclo B. 2º. Domingo Adviento (Mc 1,1-8) Juan José Bartolomé Convencido de que el reino de Dios estaba por venir, Juan Bautista se dedicó a anunciar su venida: a quien quisiera oírle, le proponía la conversión personal como forma de prepararse al encuentro con Dios, rey soberano. El impacto que tuvo su figura y su predicación entre sus contemporáneos fue enorme: a pesar del rigor de su vida y la severidad de su mensaje logró suscitar en Israel un amplio movimiento de renovación, que llegó a sobrevivirle y a competir, incluso, con los cristianos de la primera hora. Su persona y su mensaje prepararon – es un hecho histórico – la venida de Jesús de Nazaret, en quien el reino se hizo presente. Preparándose a recordar la venida de Jesús, la comunidad cristiana quiere volver a sentir su voz. En ella se sigue percibiendo la urgencia de dar el giro a nuestras vidas que permita a Dios acercarse de verdad a nosotros. Para ayudarnos a mantener la espera del Señor que viene, la Palabra de Dios nos presenta la voz de su Precursor, aquel mensajero prometido que tuvo como misión preparar el camino a Jesús. Oyéndole hoy nos sentimos contemporáneos a sus oyentes de entonces: su oferta de salvación sigue así teniendo validez, si la aceptamos de corazón. Seguimiento: 1Comienza el evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. 2Está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. 3Una voz grita en el desierto: 'Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos."» 4Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. 5Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el jordán. 6Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. 7Y proclamaba: - «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. 8Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.» I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice Ya en la más antigua tradición cristiana (Hch 10,37) la figura y la misión del Bautista antecede y prepara la aparición de Jesús. Y de hecho, cuando esta tradición se haga relato en el evangelio, la crónica de la vida y muerte de Jesús será precedida por la crónica del ministerio del Bautista. Tan decisiva consideraban los primeros cristianos la predicación de Juan en el desierto que, con ella, iniciaron los cuatro evangelios. Marcos nos ofrece una breve, pero muy reveladora, presentación del Bautista. Antes de hablar de él, deja que hable sobre él la Palabra de Dios. Sin identificarlo aún, sin desvelar qué cosa estaba haciendo, nos dice, mediante una profecía, quién era y qué debía hacer. Más decisivo de lo que hacía y decía, mas importante que su bautismo y su predicación, era lo que Dios pensaba de él y cuanto de él quería: ser mensajero y precursor. Para el narrador es evidente que cuanto hacía y como vivía el Bautista no era más que realización de una promesa divina. Anunciar a Cristo no es tarea de voluntarios, sino misión de siervos, enviados por Dios. Así pues, no cualquier modo de vivir, por más austero y religioso que sea, caracteriza al evangelizador como enviado de Dios. El Bautista, que había sido llamado para facilitar la llegada del Señor, tuvo que predicar la conversión, vivir en extrema pobreza y anunciar a quien, más potente, era capaz de bautizar no con agua sino con el Espíritu. Quien se sabe enviado como el precursor conoce qué debe hacer con su vida. Si no lo hace, no es el enviado prometido. II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida Aún no se ha presentado Jesús al mundo y ya está anunciándole la voz del Bautista. Por cuanto dice y por lo que hace, el Bautista cumple con la encomienda recibida: predicando la conversión y viviendo en penitencia prepara la venida de quien, sólo él, puede conceder el Espíritu a quien le reciba. El Dios con voluntad de cercanía necesita de hombres que pongan voz a su querer y conviertan a la esperanza a quienes les oyen: una vida que dé que hablar, y unas promesas que excedan a cuanto podamos darnos nosotros mismos, harían más fehaciente nuestra vida cristiana y nuestras predicaciones. Si nos falta Cristo, es que nos han fallado sus precursores: si para venir una vez, precisó del Bautista, ¿por qué pensar que no está necesitando de voces que clamen en el desierto, para retornar de nuevo hoy? ¿No habrá cristianos hoy con vocación de preparar el camino al Señor que viene? Juan el Bautista supo que era ser el anunciador del Dios que está en camino hacia los hombres y quiso serlo. Y por eso sólo tuvo que dar la vida: sus conciudadanos, la sociedad judía del siglo primero, esperaba a Dios, lo deseaba ardientemente, anhelaba su presencia, pues quería verse libre de sus enemigos y ser un pueblo independiente para servir a su Dios. En tales circunstancias, parece que quien, como el Bautista, tuviera que anunciar la próxima venida de Dios encontraría un gran eco y obtendría amplio consenso; no fue así y, por desgracia, no parece ser tampoco así hoy. Del destino, grandioso y trágico de Juan el Bautista, podemos sacar dos consecuencias que iluminan nuestra vida de creyentes hoy, dando fuerza a nuestra espera de Cristo y señalando los compromisos de nuestra misión en el mundo. El Dios que esperamos se anuncia siempre: antes de enviar a su Hijo, mandó un pregonero, una voz que gritaba en el desierto. Si tal es el comportamiento de Dios, no se entiende bien por qué resulta tan difícil esperarle: no vivimos, en realidad, tensos por su falta, no nos molesta demasiado que no esté a nuestro lado, no nos duele mucho su ausencia; y quizá por ello, no logramos oir tantas voces que nos están anunciando su llegada ni discernir tantos signos que nos hablan de su presencia. El problema no está en que apenas sintamos oír hablar de Dios en nuestro mundo; la cuestión está, más bien, en que apenas se encuentran creyentes dispuestos a anunciarlo. Es curioso: hoy se encuentra gente para todo; cualquier actividad o partido, diversión o hobby, cuenta con adeptos, pero Dios, su voz y su persona, apenas despierta entusiasmo o interés; Dios hoy ya no es noticia, ni siquiera entre nosotros, cristianos: ¿o no es verdad que dedicamos cada día menos tiempo y más desgana a nuestro Dios?. Es inútil que Dios se siga empeñando en mandarnos sus portavoces: no deseándole oir, nos molestarán tanto sus mensajeros como sus palabras. Al menos nosotros, que deseamos vivir en fidelidad a Dios, deberíamos convertirnos en la escucha de Dios: atentos oyentes de todo lo que nos hable de Dios, lograríamos saberle cercano; esperar a Dios significa atender todo cuanto de Él nos digan y a todo el que nos lo venga a decir, asentir a todo lo que sobre Dios nos comuniquen y escuchar a cuantos nos hablan en su nombre. En definitiva, ponerse a la escucha de su voz, reconociéndola entre tanto rumor sin sentido, acogiéndola con el corazón, como hizo María, nos convertiría, más que en oyentes, en portadores de Dios: precisamente, como hizo María. No sería difícil vivir esperanzados; bastaría con ponerse a la escucha de Dios: para quien le echa en falta, todo se lo recordará; para quien ansía encontrarlo, cualquier cosa le avivará su deseo; quien vive esperándole, reconoce su voz en cualquiera de sus mensajeros. Los sucesos del día, las preocupaciones permanentes o los acontecimientos inesperados, la voz de nuestros pastores lo mismo que los programas e intenciones de quienes nos gobiernan, nos dejan entrever, en claroscuro, la voz y las intenciones del Dios a quien oímos, de Aquel a quien esperamos. Dedicarse a la escucha de Dios en todo lo que vivimos o presenciamos supondría tener una razón más para vivir con ilusión y una tarea mejor mientras esperamos que Él llegue por fin. Este nuestro Dios, que siempre se hace anunciar, necesita siempre de mensajeros, hombres que le hayan escuchado y no puedan callárselo, creyentes que, como el Bautista, viven esperándole y anuncian su venida a los demás. A pesar de las apariencias, hoy no es que Dios no nos hable ya, es que le están faltando portavoces, creyentes que digan a los demás cuanto han oído ellos, y profetas, creyentes que anuncien a los demás lo que ellos aún esperan. Porque de nada serviría saber que Dios está de camino hacia nosotros, si nos lo callamos: ¡no se prepara la venida de quien no se espera! Y nuestra sociedad no podrá esperar a Dios, si no la convencemos de que está por venir. Somos nosotros, los creyentes que esperan, quienes tenemos que prestarnos a Dios, prestarle nuestra voz y nuestra vida, para que Él hable. Con nuestro silencio, con nuestra vida cristiana sin ilusión y sin compromisos, estamos silenciando a Dios y acallando su voluntad de acercamiento a nuestro mundo: ¿cómo podremos ser los mismos que ayer, cómo seguir viviendo lo mismo que ayer, si realmente creemos que Dios está ya hoy en camino hacia nosotros? Porque nos callamos hoy nuestra fe y los motivos de nuestra esperanza, se le está haciendo al mundo más difícil creer en Dios hoy y esperar con ilusión el mañana: Dios no se nos ha quedado lejos, está aún por venir, ¡es nuestro 'Por-venir'!. Digámoslo con nuestra vida nueva, capaz de superar sin acritud ni resentimientos las dificultades diarias: digámoselo a nuestro mundo y digámoslo con el corazón. Con nuestros miedos, con nuestros silencios, estamos condenando al mundo a sentirse abandonado de Dios: no es hoy el ateísmo de los que no creen ya sino la cobardía y las omisiones de los todavía creyentes lo que está haciendo más imponente la ausencia de Dios. Si realmente creemos que Dios viene porque quiere ser próximo a nosotros, - ¡prójimos de Dios seremos un día! -, no podemos creer sólo para beneficio propio, pues para todos está en camino nuestro Dios. Silencios de padres cristianos, y es sólo un ejemplo, engendran hijos incrédulos; padres sin ilusión, agobiados por las necesidades del momento, no pueden dar motivos de esperanza ni razones para la lucha por el cambio a sus hijos. Ahí puede estar el drama de muchas familias, que no es más que el drama personal, multiplicado, de tantos de nosotros. Vivimos como si no tuviéramos ya que esperar nada de la vida; y sin embargo, creemos que todavía Dios y su reino están por venir: ¿cabe mayor contradicción?. Convirtámonos a la esperanza, esperando a Dios; si ya ha sido bueno con nosotros - ¿y podemos dudarlo? - , será mucho mejor cuando vuelva y nos encuentre fieles y esperanzados; seamos testigos de un Dios por venir, de un Dios que queremos sea nuestro porvenir: cambiaría el mundo, nuestro corazón y nuestras familias.