En la historia del arte de la guerra hay batallas decisivas y batallas indecisas. Un general inglés, Fuller, se hizo famoso en los años cuarenta del siglo xx tras publicar una obra en tres tomos que tituló Las batallas decisivas de la Historia Universal. Otro tratadista militar británico, Liddell Hart, por los mismos años, cargado de prestigio gracias a su obra La estrategia de la aproximación indirecta, nos confesaba en el Prefacio de aquel original que él escribió su primer estudio sobre la estrategia de aproximación indirecta en 1929: 'Se publicó con el título de The Decisive Wars of History y quedó agotado hace tiempo', decía en 1949. La trascendencia de una batalla parece, pues, que está vinculada al hecho de que se la pueda calificar o no de decisiva. Las batallas decisivas son más importantes que las batallas que no deciden nada. Esta circunstancia obliga a los historiadores de las campañas militares a tomarse en serio la cuestión de presentar o no una batalla como decisiva. En rigor, todas las guerras que se han dado en la historia tienen destacada entre todas sus batallas aquella que, a juicio del estudioso, merece el título de decisiva. La batalla decisiva de la guerra de España fue, sin duda, la batalla del Ebro. Esta conclusión no entraña que durante ella brillara genio militar alguno ni se dieran espectaculares maniobras estratégicas o tácticas. La batalla del Ebro fue la batalla decisiva de la guerra de España simplemente porque al final de ella quedó históricamente decidido el resultado de la contienda. También podríamos decir que fue una batalla decisiva por causa de la decisión de librarla hasta agotarse, que, al parecer, tomaron el Estado Mayor Central del Ejército Popular de la ii República y el Cuartel General del Generalísimo del Ejército Nacional. Pero esta apreciación nos desvía de lo esencial. Una batalla no es decisiva porque su desencadenamiento provenga de una decisión de operar con firmeza, a su vez contestada por otra decisión similar. Es decisiva porque cambia el signo de los acontecimientos en curso. Para el vencedor en una batalla decisiva, a partir de su éxito, todo es más fácil y para quien la pierde todo se le pone más difícil. No es del todo cierto que una sola batalla pueda decidir el balance de una guerra. Las guerras de duración media, es decir, las que duran algunos años, no pueden explicarse debidamente con sólo el análisis de una batalla decisiva (o combate principal de la generalidad de una fuerza armada) sino a través de la observación de un curso de operaciones cuyo desenlace haya sido tal batalla. No hay batalla que no haya sido precedida de un curso de operaciones, al que se suele denominar ciclo de operaciones, ni ciclo de operaciones que no se inscriba en una campaña anual de mayor envergadura, ni campaña de una guerra importante que no tenga por delante o por detrás otras campañas. En realidad, lo que decide una gran batalla es el resultado militar de un ciclo de operaciones que, a su vez, tiene entidad para calificar el signo favorable o desfavorable de una campaña. Decidir toda una guerra no está al alcance de batalla alguna. La victoria o la derrota en una guerra es siempre un fenómeno más político o civil que militar o guerrero. Concretando: la batalla del Ebro decide o compendia en la guerra de España (1936-1939) todo lo ocurrido durante el ciclo de operaciones del segundo semestre de la campaña de 1938, cuyas tres batallas (previas a la que Kindelán quiso que se llamara batalla de Gandesa) fueron, por este orden, la batalla de Teruel, la batalla del Bajo Aragón y la batalla del Alto Levante, ocurridas sucesivamente en el invierno, en la primavera y en el verano de 1938. La batalla del Ebro, que se centró plenamente sobre el otoño, es, para todos los efectos, una batalla otoñal. Retengamos la frase que acabamos de escribir: la batalla del Ebro es una batalla otoñal. Por las mismas fechas en que se libraba esta gran batalla, Jean Huizinga, un historiador de los Países Bajos, ejercía una notable influencia en la historia de las ideas con un magnífico libro que tituló El otoño de la Edad Media. Era una obra atenta a una declinación o decadencia en concreto, la del espíritu caballeresco, en el ámbito medieval de la cristiandad que, de alguna manera, respondía al reto lanzado una década antes por Oswald Spengler en La decadencia de Occidente. La batalla del Ebro fue una batalla otoñal. Otro título de un historiador español de la posguerra, Vicente Palacio Atard, nos ayudará a clarificar lo que con ello queremos insinuar: Derrota, agotamiento, decadencia en la España del siglo XVII. Y es que la batalla del Ebro tuvo muchos rasgos agónicos similares a los aludidos por los tres historiadores europeos citados, sobre todo si se la considera desde los testimonios humanos de quienes la vivieron más desesperanzados, los dirigentes políticos de la II República. Si es verdad, como dijo Antonio Machado, 'que el alma del poeta se orienta hacia el misterio', cabe evocar en la pluma de otro militante de la guerra civil, y también poeta, la certera intuición del misterio otoñal de la batalla del Ebro. El poema de 1938 se titula precisamente «El otoño y el Ebro», y decía en dos de sus estrofas Rafael Alberti lo siguiente: El otoño otra vez. Sigue la guerra, fría, insensible al periódico descenso de las hojas. Como el hombre del Ebro bajo la artillería, los despoblados troncos junto a las aguas rojas. (…) El otoño otra vez. Luego, el invierno. Sea. Caiga el traje del árbol, el sol no nos recuerde. Pero como los troncos, el hombre en la pelea, seco, amarillo, frío, mas por debajo verde. Llamar, como suele hacerse, a la batalla de Gandesa y de su entorno batalla del Ebro no es un fenómeno fortuito, sino una actitud ahora generalizada y todavía cargada de intencionalidad. La gente tiende a calificar las batallas terrestres del pasado de dos formas igualmente marcadas por el espacio o por la geografía. Hay batallas cuya denominación, ya acreditada en los textos, hace referencia a un lugar habitado (Bailén, Salamanca [Arapiles], Austerlitz, Sedan, Verdún, Stalingrado, etc.), y batallas donde la referencia topográfica se inclina hacia el curso de las aguas de un río próximo a su escenario, que siempre es un lugar más cargado de dinamismo que una ciudad estática. La primera guerra mundial (1914-1918) optó decididamente por ser recordada en sus episodios bélicos más notables con nombres de grandes ríos (Marne, Somme, etc.), una tentación que ya tuvo Alejandro Magno en Gránico y que afectó a Napoleón, por ejemplo en el río Moscova y muchos siglos antes a Aníbal en el río Tesino. Las batallas con nombre de ciudad evocan las nociones, adversas entre sí, de entrada y de salida de soldados por las brechas de unas murallas y las batallas con nombre de río sugieren las potencialidades respectivas de las dos partes para superar un obstáculo natural. Si se quiere expresar de alguna forma un ideal defensivo ninguna expresión será mejor para estos fines que el ¡No pasarán! Nada hay más ajustado a ello que una batalla decisiva y otoñal con nombre de río. Y si se quiere con un ataque ofensivo inducir a creer en una victoria inmediata del bando propio, nada más estimulador de la moral de combate que la evidencia de un afortunado paso de río. ¡Donde ellos dijeron «no pasarán» nosotros diremos que sí hemos pasado! La imagen que mejor ilumina el escenario de las batallas terrestres con nombre de río será, sin duda, la que con más intensidad refleje un paso, el paso del río Ebro, en particular, a viva fuerza y con relativa sorpresa. El ejército que pasa un río se carga de esperanzas de victoria. Sólo otra imagen -la imagen gráfica del desembarco en las playas de una costa- puede compararse a aquélla. En la segunda guerra mundial -testigo Winston Churchill- nada más triste hubo para los aliados que el abandono de Dunkerque en 1940 y nada más festivo que el desembarco en Normandía en 1944, sendas playas situadas en el mismo lado del canal de la Mancha para fortuna del Reino Unido. Ahora bien, en la campaña de 1938 de la guerra de España el Ebro fue pasado hasta tres veces: 1) a finales de marzo (por los nacionales de sur a norte) por Quinto, junto a Belchite (Zaragoza); 2) a finales de julio (de norte a sur) por varios puntos frente a Gandesa (Tarragona), ahora por iniciativa del Ejército Popular de la República, y 3) a finales de diciembre (de sur a norte), también por varios puntos relativamente cercanos a Mora de Ebro, por iniciativa del Ejército de Franco. Retengamos la carga simbólica de la reiteración del hecho de un paso de río cuando el río es el Ebro, el río que da su nombre a la Península y a la cultura ibéricas. La decisión final de la campaña de 1938 queda absolutamente vinculada a este dato elemental: gana la campaña militar y se dispone a ganar la guerra política aquel de los dos contendientes que más veces logra pasar el Ebro y que no tiene que replegarse a la base de partida después de haberlo pasado por segunda vez. De los tres pasos del Ebro del año 38 nada resulta comparable a lo ocurrido en el segundo de ellos, tanto en términos militares como en carga de humanos sentimientos. La secuencia aplicada en solitario a la batalla otoñal del Ebro, 1) del 'no pasarán' que pronunciaban los soldados nacionales hasta julio de 1938, referido al curso bajo del Ebro; 2) del exultante 'hemos pasado' que exclaman en agosto los milicianos populares, y 3) del definitivo 'nos han obligado a repasar' el cauce del río es, exactamente, lo que otorga un aire de tragedia a este segundo paso del que carecieron tanto el primer paso por Quinto en marzo anterior como la ofensiva decembrina ulterior al tercero de los pasos hacia Cataluña a cargo de los nacionales. No hemos llevado hasta sus últimas consecuencias, sin embargo, el otro aspecto de la batalla decisiva por nosotros denominada aquí batalla otoñal del Ebro. Las batallas no sólo están localizadas en el espacio, también están marcadas por su duración en el tiempo. Una batalla es otoñal de dos maneras distintas. Es otoñal porque se libra durante algunas jornadas centradas dentro de esta estación tan característica y tan asociada en la historia al fenómeno bélico. Es otoñal un suceso o batalla de corta duración, como solía ser cada batalla (la duración de una, dos o tres jornadas o días) cuando se liquida con ella una campaña o decae la combatividad. Y es otoñal cuando ocupa totalmente la cuarta parte de un año -el otoño-, psicológicamente unida como estación melancólica a la constancia irresistible de la caída de las hojas amarillas desde los árboles. En el primer sentido, conviene retener la idea de la enorme frecuencia con la que se han dado grandes batallas terrestres precisamente durante el otoño, justamente unas semanas antes de la obligada retirada de los ejércitos numerosos de las épocas pretéritas a los cuarteles de invierno. Y es que los grandes capitanes suelen ser ganados por la prisa cuando se les acaba el tiempo disponible para obtener una victoria. En el segundo sentido, el de una batalla de larga duración que es el que se debe a la batalla del Ebro-, lo que conviene retener es la idea misma del recrudecimiento encarnizado de la dialéctica de voluntades hostiles. Una batalla de la primera guerra mundial, Verdún (1916), y otra de la segunda, Stalingrado (1942), son sin duda las dos confrontaciones cuya similitud con la batalla del Ebro, en tanto otoñales también, habrá de impresionar a cuantos las estudien de manera conjunta a las tres, en la perspectiva de quienes sucumben en ellas. El aspecto temporal de los fenómenos bélicos -su corta o larga duración- no suele asociarse ni al combate ni a la batalla ni a la guerra misma en su conjunto. A pesar de ello, es muy frecuente en los libros de historia que aparezcan capítulos dedicados a guerras que se citan preferentemente por el dato de su duración. Así, la guerra de los cien años, la guerra de los treinta años, la guerra de los diez años, la guerra de los siete años o -en su extremo de meticulosidad temporal- la guerra de los mil días, de los cien días y de los seis días. Quien empieza combates, batallas o guerras nunca sabe con certeza lo que van a durar. Sabe, eso sí, dónde queda localizada sin remedio la lucha armada. No nos conviene olvidar la vigencia del fenómeno más bien contrario a esta tendencia temporalista. La mayoría de las guerras toman su nombre del espacio que resulta afectado por la violencia de las armas, cuando no por la identidad étnica o nacional de uno o de sus dos protagonistas. Hay guerras hispano-francesas, anglo-holandesas, austro-prusianas, francoprusianas y, en definitiva, guerras calificadas como médicas, púnicas, etc. Lo más claro siempre es, en el idioma español, el espacio: guerras de ultramar, guerras de África, guerras de España, guerras europeas, guerras mundiales, etc. Pero, aun siendo así, debemos retener la idea de que al titular a las guerras más veces por el fenómeno temporal de la duración de las hostilidades que por su territorialidad estamos haciendo un alarde de conocimiento. Únicamente quien conozca absolutamente las fechas del inicio y de la consumación de unas guerras las denominará con relación al tiempo. Sólo los historiadores de una guerra conclusa tienen autoridad para imponer un nombre por años o días al conflicto, en lugar de hacerlo por comarcas o reinos. Sobre estos supuestos temporalistas, la batalla otoñal del río Ebro es una batalla de 'cien días' que se inscribe en una guerra de 'mil días', como fue la guerra de España. Guillermo Cabanellas, el hijo del presidente de la Junta de Defensa Nacional que se constituyó en Burgos al principio de la contienda, tituló uno de sus libros La guerra de los mil días, y un memorialista de sus propias vivencias combatientes, José María Gárate Córdoba, lo hizo bajo el rótulo Mil días de fuego. Ambos lo hacen a sabiendas de la total aceptación por las gentes de sus dos fechas límite: el 18 de julio y el 1 de abril. No es cuestión baladí para una batalla que dure algo más o algo menos de cien días; ni lo es tampoco para una guerra civil que se combata durante cerca de mil días. Que las guerras civiles permanezcan y duren abiertas es cosa harto frecuente. Es una consecuencia de la enorme dificultad del pacto o convenio de tregua donde deberían terminar todas y cada una de ellas. El hecho de que las batallas hayan saltado desde una historia tradicional, donde ninguna de ellas ocupaba más allá de las horas de luz natural de una sola jornada, a una historia moderna, donde pueden y suelen sus batallas rebasar los cien días de duración, como las citadas de Verdún, Ebro y Stalingrado, tiene una extrema gravedad. Sólo la inmensa abnegación de los soldados, lindante con una forma peculiar de heroísmo, explica todos y cada uno de los casos de contienda en los que, sin interrupción, se ha combatido en una misma batalla más allá de la duración natural de los tres meses de una estación climática del área mediterránea. Lo más claro para el historiador militar de otros tiempos era que cada combate durara varias horas, que la campaña se extendiera un año casi completo y que la guerra ocupara, desgraciadamente, varios períodos anuales o campañas. La 'batalla otoñal de los cien días' librada en el gran recodo del río Ebro, cuyo epicentro estaba en la ciudad catalana de Gandesa, merece pues una gran atención. Desde ella no se explica toda la 'guerra de los mil días' sufrida por España entre 1936 y 1939. Pero sí lo más esencial de ella, que fue la crueldad de una dialéctica de voluntades hostiles entonces desencadenada bajo la forma de un inmenso choque de grandes ideales, que no sólo de grandes intereses. Lo primero que ahora procede poner de relieve antes de su narración pormenorizada es la importancia que en sí mismo tuvo el acontecimiento bélico que se extendió entre el 25 de julio de 1938 y el 14 de noviembre del mismo año, porque se trata, sin duda, en lo militar, de la batalla que decidió el signo de la guerra. Pero es que, además, durante los algo más de cien días de la reiteración de aquellos cruentos combates, siempre renovados por ambas partes, se resolvieron en España graves crisis de política interior en ambas retaguardias y se plantearon, sobre todo desde septiembre en Múnich, los verdaderos antecedentes de lo que muy pronto iba a ser la segunda guerra mundial. Lo segundo que hay que subrayar por adelantado a su relato es la mezcla sutil de estrategia y política que se produjo en torno al campo de batalla o zona de operaciones del Ebro. Ningún propósito político, ningún razonamiento estratégico, ninguna resolución táctica en juego se entiende aislado o aislada sino en conexión profunda con una situación (nacional e internacional) que cambiaba vertiginosamente entre las dos fechas citadas. En definitiva, lo que hay que destacar como prioritario para tener claridad de ideas es que, en definitiva, durante ella se invierte el sentido dominante de los sucesos. Hasta julio de 1938 predomina inexorablemente en el escenario mundial adyacente la idea de una internacionalización del conflicto hispano. Desde noviembre, está absolutamente convenido en el entorno que el conflicto se vuelva a nacionalizar o localizar como español, es decir, como guerra de España, como guerra civil precisamente española. Es exactamente lo que se materializó con la retirada de tropas extranjeras, fueran o no éstas brigadistas (en el campo frentepopulista) o voluntarios germano-italianos (en la zona nacional). Nuestra narración de las vicisitudes de la batalla del Ebro llevada a estas páginas se ajustará a cierto orden lógico, donde se subrayará siempre el contenido bélico o militar del episodio. Nada más lejos del autor -un militar de carrera nacido en 1932- que la sospecha de que lo bélico o lo militar tengan entidad suficiente para comprenderlo todo. La subordinación de las nociones de guerra y de milicia al poder político (vigente o en crisis) está presente en toda la obra porque es imprescindible su reconsideración constante. El dato básico es militar; pero la luz que lo ilumina para hacerlo inteligible es política. Hay, por encima de los combates, un debate ideológico sobre el poder y, en segunda instancia, un juego estratégico de maniobras. El debate es palabra que expresa propósitos políticos; el juego es visión que describe escenarios para la lucha cargados de sentido, es decir, de significado, o mejor aún, de designios. El combate es choque, confrontación que genera resultados tácticos. Iremos, pues, desde el debate al juego para llegar al combate táctico que se narrará para volver desde el combate al juego estratégico que es desde donde se vislumbrará con luz nueva el anterior debate político. Todo ello nos dará ocasión para la lectura concreta de este Prólogo, de los capítulos del libro y de un Epílogo cuyos contenidos conviene que les sean anticipados al lector: la obra se compondrá de un Prólogo, diez capítulos y un Epílogo. El Prólogo es lo que nos está poniendo de relieve de entrada la importancia del acontecimiento que ahora se extiende ante el lector, ocurrido entre el 25 de julio de 1938 y el 14 de noviembre del mismo año. En el Capítulo Primero, El juego de las ideas estratégicas, se desarrollarán de modo dialéctico las ideas estratégicas predominantes en el Estado Mayor Central (Ejército Popular de la República) y en el Cuartel General del Generalísimo (Ejército Nacional). Se trata de encuadrar los hechos en una trayectoria con algún sentido, cuyo principio de inteligibilidad está en la existencia de un alzamiento militar que fue contestado con un impulso revolucionario. En definitiva, deben clarificarse en él los contenidos de las tres campañas de 1936, de 1937 y de 1938, matizando los planes de operaciones de cada campaña, sea la de Madrid, la del Norte o la del Ebro, que es la correspondiente a 1938, previa a la de Cataluña del año 1939. En los capítulos Segundo, Tercero y Cuarto se descubrirán en cierto orden las ideas y las creencias de las once personalidades con mayor influencia en la toma de decisiones (previas y tangentes) a la batalla del Ebro propiamente dicha, sean éstas de nivel político, de nivel estratégico o de nivel operativo. Son respectivamente: De nivel político: Manuel Azaña, presidente de la República; Francisco Franco, jefe del Estado y Generalísimo, y Juan Negrín, jefe del Gobierno del Frente Popular. De nivel estratégico: Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor Central; Fidel Dávila, jefe del Ejército (nacional) del Norte; Juan Modesto Guilloto, jefe del Ejército (republicano) del Ebro, y Juan Yagüe, jefe del Cuerpo de Ejército marroquí. De nivel operativo: Enrique Líster, jefe del V Cuerpo de Ejército republicano; Fernando Barrón, general de la 13 División (nacional); Manuel Tagüeña, jefe del XV Cuerpo de Ejército republicano, y Rafael García-Valiño, jefe del Cuerpo de Ejército del Maestrazgo. En los capítulos Quinto, Sexto y Séptimo se explicarán las circunstancias que a partir de la batalla de Teruel dan ocasión a episodios que denominaremos batalla del Bajo Aragón, hasta la salida al mar Mediterráneo por Vinaroz de los nacionales, y batalla del Alto Levante hasta la interrupción de la ofensiva nacional hacia Valencia. Se incidirá en la maniobra de paso del Ebro por Quinto, junto a Belchite, que realizó en marzo el Cuerpo de Ejército marroquí, de sur a norte, hasta alcanzar en Lérida el río Segre. En el Capítulo Octavo, El paso del río por el Ejército del Ebro, en el contexto de lo que será el quinto semestre de la guerra civil, el segundo de la gran campaña del Ebro de 1938, se dará entrada a la verdadera batalla de Gandesa, iniciada en el día de Santiago Apóstol. Este capítulo valorará la eficacia de los preparativos, el grado de sorpresa logrado por el Ejército del Ebro y la capacidad de reacción del despliegue del Cuerpo de Ejército marroquí. Es el capítulo esencial de la obra en términos humanos. Se precisarán los resultados obtenidos en las tres zonas de paso: Mequinenza-Fayón, al norte; Mora de Ebro, en la zona decisiva para la consolidación de la cabeza de puente hasta Gandesa, es decir, en el centro, y Tortosa, al sur. Será el momento de introducir los efectos que de la batalla del Ebro se obtienen en los dos cuarteles generales de los dos conductores de operaciones, Francisco Franco y Vicente Rojo, y las consecuencias del proyecto internacional de nacionalización del conflicto español que se formalizó con la retirada del voluntariado extranjero, brigadistas, etcétera. En el Capítulo Noveno, Fases y tiempos de la otoñal batalla de Gandesa, se tomarán en cuenta todas las circunstancias del entorno de la Conferencia de Múnich en relación directa con la definición de los combates como terrible batalla de desgaste. Ocupará los meses de septiembre y octubre y las primeras semanas de noviembre. En el Capítulo Décimo, La Conferencia de Múnich y la retirada de los voluntarios extranjeros, se reconsiderarán los testimonios (o análisis) sobre el ciclo de operaciones que merecen ser valorados como notables tanto en sentido apologético como crítico. Aquí tendrá mucha incidencia el año de la publicación de los libros más expresivos de la realidad histórica. Aparecerán, en primer lugar, los textos tangentes a los hechos en términos cronológicos debidos a Vicente Rojo, Manuel Aznar, Modesto Guilloto y Alfredo Kindelán. Son textos que aportan una visión estratégica. En segundo lugar, se estudiarán los textos mejor atenidos a la realidad táctica de los combates debidos, respectivamente, a Líster, Tagüeña, García-Valiño y Henríquez Caubín. En tercer lugar, aludiremos a los textos de historia militar debidos a Martínez Bande, a Salas Larrazábal, a García Escudero y a Casas de la Vega. La perspectiva civil se tomará de los libros de Luis María Mezquida, Ricardo de la Cierva y Luis Suárez Fernández. En el Epílogo de esta batalla otoñal ciertamente decisiva, como fue la del Ebro, se pondrán en conocimiento del lector la cadena de acontecimientos políticos y sociales inmediatos al retorno a la izquierda del Ebro de las fuerzas del Ejército Popular de la República. Finalmente, se subrayarán los méritos de los combatientes y sus virtudes morales sobre la dialéctica de voluntades hostiles propia de los dirigentes políticos y de los mandos militares de ambas partes en conflicto.