El cuento Wa kefield, del escritor norteamericano Nathaniel H awtho

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Mrs. Wakefield
Fabienne Bradu
El cuento Wakefield, del escritor norteamericano Nathaniel
H a w t h o rne, uno de los más enigmáticos y celebrados de la literatura moderna, sirve a Fabienne Bradu para construir una
metaficción en la que desarrolla su propia versión de los hechos,
dando a la lectura su verdadero carácter de transfiguración.
Hacia 1830 Nathaniel Hawthorne escribió un cuento
que Jorge Luis Borges no vaciló en calificar como uno
de los mejores relatos de la literatura de todos los tiempos. El cuento, asegura Hawthorne, le fue inspirado por
una nota roja que leyó en un periódico o una revista de
la época. Si la anécdota no fuera cierta, sería lo de menos y sólo atestiguaría el vuelo de la imaginación de un
hombre que rara vez salía de su habitación. Por lo demás, la historia se cobija bajo la fascinante sencillez
de los asuntos más complejos y enigmáticos.
En el Londres de principios del XIX, un hombre
bautizado Wakefield se despide de su esposa diciéndole que se va por unos días en un viaje de trabajo y, aunque no le precise la fecha exacta del regreso por una
manía suya de escudarse tras secretos de poca monta, le
afirma que su ausencia no durará más de una semana a
lo sumo. No obstante, Wakefield ya tiene apalabrado
un pequeño departamento en una calle cercana a su casa y, en lugar de dirigirse como de costumbre hacia la
estación de coches, luego de despedirse de su esposa
con un beso y una sonrisa mansa y taimada, se encamina hacia su nuevo domicilio donde permanecerá veinte años sin dar una sola señal de vida.
Nathaniel Hawthorne se desvela durante doce páginas para tratar de comprender la huida aparentemente carente de motivos y de premeditación. Y con maestría nos convence del insondable misterio de semejante
proeza de excentricidad. Despojada de objeto y de objetivos, la desaparición de Wakefield encarna un sueño
de libertad acariciado por muchos, pero muy rara vez
realizado: ingresar al ámbito de los muertos sin haber-
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se muerto y, sobre todo, observar, a corta y cotidiana
distancia, las consecuencias de la propia desaparición
sobre los deudos y entre el mundo de los vivos. Es seguramente el sueño o la ilusión de numerosos suicidas,
pero, hasta donde se sabe, nunca gozan como Wakefield
la incomparable dicha de acechar, tras unos visillos semiabiertos, los sutiles signos de dolor que lastran los
días de los sobrevivientes.
Wakefield cree descubrirlos a las tres semanas de su
desaparición, en las sucesivas visitas del boticario y del
médico a su antigua casa. Ya imagina a su mujer agonizando de angustia, postrada en el lecho por la falta de
noticias y la razonable conjetura de su muerte. Hasta
allí, ni Wakefield ni Hawthorne se equivocan del todo.
Es verdad que la mujer padece una especie de embotamiento que en algunas personas se manifiesta como
un abatimiento extremo ante una prueba del absurdo, un verdadero agotamiento psíquico que, quizá, se
deba más a la necesidad de entender una situación que
al hecho de extrañar a una persona. Después de diez
años de matrimonio sin pena ni gloria, tal y como nos lo
pinta Hawthorne, la memoria de la señora Wakefield
repasa una y otra vez el relato de la relación en busca
de razones que justificaran la partida del esposo; ni siquiera las encuentra en los sobresaltos del temperamento que agitan los primeros años de matrimonio
cuando todavía no se descubren todas las manías del
otro, y sólo topa reiteradamente con la sonrisa última
de Wakefield, que no sabe bien a bien a qué atribuir.
Por su parte, Wakefield sigue ignorando lo que persigue y hasta cuándo prolongará la excéntrica pro eza. La
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invisibilidad así conseguida —otro espejismo de libertad— comienza a tornarse angustiosa cuando Wakefield
advierte la intrascendencia de su acto y entiende que el
hueco que ha dejado tampoco resulta visible para nadie. Quizá con un poco menos de vanidad o un poco
más de perspicacia, habría llegado a la misma conclusión sin necesidad de armar semejante teatro, por más sigiloso que éste haya sido. Vivimos con la ilusión de que
nuestra muerte obviará el hueco de lo que fuimos, y
r ara vez caemos en la cuenta de que si no hubiéramos
nacido, este hueco no existiría para nadie, y nuestra no
existencia no modificaría en un ápice la faz de la Tierra.
Pero el pobre fatuo de Wakefield ya nació, ya tiene esposa, amigos, conocidos y hasta una mascota que trata
con negligente afecto. La angustia llega a su paroxismo
el día en que se cruza con su esposa en la calle, sus manos casi se rozan a causa de la afluencia de transeúntes,
sus miradas se encuentran como en el gran espejo sin
reflejo y la señora Wakefield no lo reconoce y sigue su
camino. A los diez años de voluntaria invisibilidad,
Wakefield se ha convertido en un hombre literalmente
invisible para su esposa. Se comprende que Hawthorne
se obnubile con el personaje y, sobre todo, con su desp ropósito de prolongar otros diez años el estado que
le acaba de causar una honda turbación, casi al punto
de una parálisis irremediable.
Pero aquí es donde se me antoja bifurcar el sendero
del desvelo, abandonar a Wakefield a sus desvaríos y
sus mediocres sueños de libertad, y seguir a la señora
Wakefield a partir del punto en que la deja Hawthorne:
“La serena viuda, recuperando su paso, prosigue hacia
la iglesia, pero se detiene a la entrada y dirige una mirada perpleja hacia la calle. Sin embargo, entra, abriendo
su libro de rezos mientras avanza”. Aunque no pueda
c o m p robarlo, tengo la convicción de que la señora
Wakefield sí reconoció a su esposo, quizá no en el momento exacto en que sus miradas se cruzaron, sino un
poco después, ahora que sus ojos recorren las hojas de
rezos sin poder descifrar una sola palabra. Entonces,
una ola de rabia rompe sobre su espalda, empapándole
la médula con aceite hirviente que le derrite los sesos.
Se sienta en una banca de la iglesia con el libro abierto
sobre las rodillas. Las hojas de papel biblia parecen crepitar con el temblor que agita sus piernas. Procura tranquilizarse, pero el estupor le corta la respiración. Poco
a poco va recobrando el aliento, al tiempo que el rompecabezas se reconstruye en su mente. Y el rostro que
así completa el recuerdo, vuelve a animarse con la sonrisa mansa y taimada de Wakefield, el día de su partida.
Todavía vacila en calificar la conducta del esposo: ¿lo
habrá hecho por estulticia o por crueldad? Aunque el
recuento de su dolor la incline hacia la autocompasión
y, por ende, hacia la posibilidad de la crueldad en su
marido, la señora Wakefield termina por desechar la
eventualidad que sólo sería la manifestación de un espíritu alta y admirablemente perverso. Equivaldría a
atribuirle una excesiva inteligencia que diez años de
matrimonio habían bastado para desterrar de sus certezas. Wakefield no es una mala persona, pero su bondad
se origina en un poso de indolencia y cobardía. Y eso
Fachada en Pall Mall, Londres
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Park Village West, Londres
Layer Marney Towers, Essex
que, a diferencia de Hawthorne, la señora Wakefield
ignora la reacción del hombre justo después del encuentro: “Y él huye a sus habitaciones, atranca la puerta y se
arroja sobre la cama”.
De regreso a casa, la señora Wakefield despide a la
sirvienta y al zarrapastroso lacayo, se prepara un té, enciende la chimenea y se sienta en el sillón del amo, cuyo uso había cancelado durante diez años en señal de
respeto a la memoria del esposo. La mujer no sabe que
se encuentra exactamente a la mitad del via crucis infligido por un Dios tan impenetrable como el desgraciado
de su marido. Lo insondable de su destino comienza a
fatigarla y trata de resistir la tentación de multiplicar
las conjeturas. ¿De qué le sirve formularse preguntas
que de antemano sabe no puede responder? Que si
Wakefield se cansó de la vida conyugal; que si Wakefield
se enamoró de otra mujer y la abandonó para vivir otra
u otras aventuras. Por supuesto, son las primeras hipótesis que asoman a su mente, como suele suceder con
las mujeres bruscamente privadas de su legítima pareja. Pero, algo le dice que la explicación no está en un
simple y, por lo tanto, vil adulterio. De haber sido el caso, Wakefield habría huido lejos y para siempre; no estaría merodeando las cercanías de su casa. A no ser que el
adulterio se había saldado por un fracaso y Wakefield,
como un cazador prudente, estuviera rondando la presa en vista de un retorno arrepentido. Tampoco esta eventualidad la convence y, menos aún, la seduce: la sonrisa
de Wakefield le sugiere el desquiciamiento que enciende
un acto gratuito, sublime expresión de libertad para algunos, pero que pronto se extingue en las tinieblas de
la locura. En diez años, el aspecto de Wakefield había
desmejorado a una velocidad que no denotaba experiencias positivas, como si la alegría y el amor hubiesen
sido desterrados de su vida. Wakefield se veía prematuramente viejo y su rostro, surcado por los insomnios y
la amargura.
Ahora, la señora Wakefield se levanta y sube a la recámara para observar su figura en el espejo de cuerpo
entero. Por más que Hawthorne nos asegure que todavía es una mujer atractiva, ella no lo sabe o, mejor dicho, lo duda en su fuero interno. Contempla sus pechos,
no muy grandes pero aún firmes y alzados; su cintura
apenas ha crecido por los costados y sigue augurando el
elástico contraste con unas nalgas redondeadas como
una invitación a comerse la vida a manos llenas; sus
hombros no se han abatido con los embates de la falsa
viudez. En suma, el balance es positivo, pero la señora
Wakefield tiene temor de levantar los ojos hacia su propio rostro. Hace tiempo que no se atreve a observar sus
rasgos con detenimiento. Cuando sus ojos suben hasta
la boca, como quien pone un pie vacilante en el primer
escalón para asegurarse de la firmeza de unas tablas, una
sonrisa se dibuja en sus labios como si acabara de descubrir que la escalera es lo suficientemente sólida para
llevarla hasta el cielo. Ya no titubea; los ojos se contagian de los labios y chispean destellos que podrían confundirse con coquetería. Pero no se trata de esto, sino
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tan sólo de un gusto inédito por su figura que nunca
antes había sentido con semejante contundencia, ni siquiera en los tiempos del noviazgo cuando se tomaba
muchas molestias para complacer al prometido. Cara a
cara consigo misma, en este enfrentamiento distinto
a la soledad impuesta por la falta de compañía, la sonrisa de la señora Wakefield se torna risa, una genuina
explosión de alegría gratuita.
La mujer decide festejar el descubrimiento y se sirve un whisky, debidamente añejado por los diez años
de ausencia de su único catador, al que, sin embargo,
añade un poco de agua caliente a la usanza británica en
tiempos de frío. Se repantiga en el sillón de la sala frente a las llamas sugerentes. La casa está silenciosa, el aire,
entibiado por el fuego y el licor. Una sensación de bienestar la va meciendo hasta adormecer los rastros de
cólera y muda indignación. Su mente divaga hasta traer
el recuerdo de Sócrates poco antes de beber la cicuta.
Le han quitado los grilletes de los tobillos y, aunque sabe que va a morir en unos minutos, se regocija de sentir por última vez el alivio de la liberación. A causa del
whisky la señora Wakefield ha perdido su acostumbrada mesura y cree comprender cabalmente a Sócrates.
No la acusemos de la misma fatuidad que inflama el
c erebro del marido. En ella, la osada comparación con
Sócrates conlleva el encanto de la ingenuidad, cuando
se comprenden hondos asuntos en carne propia.
Sin embargo, al paso de las horas, la inquietud vuelve a cosquillear los sentidos de la serena viuda. Es una
linfa que intermitentemente pica sus narices. La memoria la identifica en el acto, pero la conciencia no logra distinguir si se trata de un olor puntual y presente,
o de una jugarreta de la imaginación. Por oleadas tan
furtivas y tenaces como el pasado, le re g resa el olor acre,
levemente rancio, del pelo de Wakefield. El olor la turba como si el fantasma del marido hubiese irrumpido
en la sala. Se da cuenta de que el efluvio emana del encaje que cubre la cabeza del sillón y que ella no ha quitado por una estúpida superstición. Arranca el adorno
y lo arroja al fuego con una violencia carente de premeditación. El fuego devora el encaje con una docilidad
que la subyuga. Entonces, decide reunir frente a la chimenea todas las prendas y las pertenencias de Wakefield
que había conservado como un desafío al destino. Hasta
altas horas de la noche contempla con satisfacción la
obediente labor del fuego. Antes de irse a dormir, reaviva las ascuas con el whisky que queda en el garrafón
de cristal de Bohemia.
Si me he demorado en esta noche que le escapó a
Hawthorne, es porque la considero decisiva en la vida
de la señora Wakefield. Aunque la juzguemos inverosímil por sus excesivos simbolismos, sostengo que constituyó un parteaguas o, mejor dicho, una partenogénesis, en los veinte años que duró la desaparición de
Wakefield. Gracias a Hawthorne, sabemos que éste
reapareció un buen día sin más premeditación con la
que se había borrado a sí mismo. Hawthorne lo regresa caminando bajo la lluvia, atraído por el color rojizo
del fuego que arde en la que considera todavía su casa,
subiendo los escalones del porche con pasos torpes a
causa de una debilidad en las rodillas, antes de empujar la puerta que parece abrirse por sí sola.
Mientras entra —atestigua Hawthorne— tenemos una
última imagen de su rostro y reconocemos la taimada
sonrisa, aquella que había sido precursora de la pequeña
broma que ha estado desde entonces gastando a expensas de su esposa. ¡Con qué crueldad se ha burlado de la
pobre mujer! En fin. ¡Que descanses muy bien esta noche, Wakefield!
Es bien sabido que la curiosidad de las mujeres supera la de los hombres. Hawthorne abandona a Wakefield
en el umbral de la casa. Por una razón que no me explico, no le interesa especular sobre lo que sucedió después de que Wakefield da los primeros pasos hacia el
salón. Allá él, y no le guardemos rencor porque, como
lo afirma Jorge Luis Borges, incluso deteniéndose en
este umbral, ha escrito uno de los más impecables cuentos de la literatura contemporánea.
Pero antes de contar lo escamoteado por Hawthorne,
necesito hacer un breve repaso de los diez años que sucedieron a la noche de Getsemaní de la señora Wakefield.
Al día siguiente, amaneció con la decisión tomada sin
que su voluntad hubiese intervenido en ella y antes
bien fuera el resultado del sueño: si Wakefield no había
tenido el valor de matarse para infligirle el dolor de una
verdadera viudez prematura, ella lo mataría de la peor
forma para él: por el olvido y la indiferencia. Claro que
Victoria & Albert Museum, Londres
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Bracken House, Londres
la decisión aún podía verse como una manera de venganza, pero con el tiempo la señora Wakefield consiguió transformarla en una genuina liberación que, además, era el único trofeo tangible al final del camino. La
pusilanimidad de Wakefield le regaló el tiempo necesario para llegar a la meta sin desmedidos esfuerzos. En el
trayecto, cayó algunas veces pero siempre volvía a levantarse animosa y airosa. La intervención del médico
no fue ajena a su progresiva mejoría. Pasaba de cuando
en cuando a verla, siempre pendiente de su salud, hasta
que las visitas se volvieron casi cotidianas y carentes de
m o t i vos profesionales. Conversaban de todo y nada, sin
nunca tocar el tema de la desaparición de Wakefield.
La mujer tampoco le mencionó sus sospechas y certezas acerca de la muerte en vida del susodicho, y semejante acuerdo tácito contribuyó a que ambos se olvidaran
del marido. La ironía del asunto es que la presencia del
hombre en quien Wakefield había cifrado la seguridad
de haber dado en el blanco con su muerte fingida, ahora
se había vuelto el principal obstáculo a su resurrección,
igualmente fingida.
En pocas palabras, la señora Wakefield se había enamorado del diligente y apuesto médico, y aunque nada
se había consumado entre ellos, la mujer vivía feliz,
hasta diría, radiante. En el transcurso de la segunda
mitad del via crucis, la señora Wakefield descubrió otra
ve rdad: era más agradable tener a un enamorado que
a un marido. Por eso, no tenía prisa en convertir al médico en un sustituto de la figura conyugal. Tal era, más
o menos, la situación y el estado de ánimo de la señora
Wakefield el día en que su viudo reapareció en casa.
Mi admiración por Hawthorne me hace intuir que
tampoco debería franquear el doble umbral de la casa y
del cuento. Una cosa es la curiosidad humana y otra, la
mesura narrativa. Lo que sucedió en la sala, es previsible y si reprodujera las palabras que la señora Wakefield
le dirigió al hombre de la triste figura, se me acusaría de
regodeo en un feminismo trasnochado. Además, pese a
la excéntrica proeza, Wakefield es un pobre diablo que
poco sabe de la auténtica libertad. Sería desleal insistir
en el fracaso de su equívoca aventura.
...la señora Wakefield descubrió otra verdad: era más
agradable tener a un enamorado que a un marido.
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