el principito - Pehuén Editores

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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
El Piloto y las
Potencias Naturales
Antoine de Saint-Exupéry
© Pehuén Editores, 2001
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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
EL PILOTO Y
LAS POTENCIAS NATURALES*
*Publicado en el semanario Marianne, N° 356, el 16 de agosto de 1939. Recogido,
póstumamente, en el volumen Un sentido de la vida.
© Pehuén Editores, 2001
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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
C
A Saint-Exupéry se le había encomendado iniciar el último
ramal, de Comodoro Rivadavia a Punta Arenas. Realizó
personalmente los vuelos de reconocimiento y creó las bases de
Comodoro Rivadavia-San Julián, Punta Arenas y organizó las
de Trelew y de Bahía Blanca. Emprendió su primer viaje de
estudios en el extremo sur, en un Laté, después de haber
inspeccionado las instalaciones del aeropuerto de Pacheco. En
este relato, Saint-Exupéry describe su combate con un ciclón
patagónico, ese terrible viento que sopla desde el Cabo de Hornos
hacia el Estrecho de Magallanes. Esta experiencia, casi
incomunicable como señala el propio autor, muestra en plenitud
lo que significa el vuelo solitario y el encuentro con las fuerzas de
la naturaleza desatadas.
ONRAD*, SI RELATA un tifón, describe
apenas las olas monumentales, las tinieblas y el
huracán. Renuncia a tratar esta materia. Pero
en la bodega atestada de inmigrantes chinos, el
vaivén ha derribado y dispersado sus equipajes, roto
sus cajas y mezclado sus pobres tesoros. Ese oro que,
centavo a centavo, han amasado durante toda su vida,
esos recuerdos que se asemejan entre sí pero que son
individuales, todo vuelve al desorden, todo vuelve al
anonimato, todo se confunde en un magma inextricable. Conrad sólo nos muestra el drama social en el tifón.
Todos hemos conocido esa impotencia de transmitir nuestras impresiones, cuando, luego de la
tempestad, de vuelta al redil, en el pequeño restaurante
de Toulouse, bajo la protección de la criada,
renunciábamos a relatar el infierno. Nuestro relato,
*Joseph Conrad (1857–1924), novelista inglés de origen polaco, autor de relatos
de ambientes marítimos, tales como Lord Jim, El negro del “Narciso” y Tifón. A este
último alude Sain-Exupéry.
© Pehuén Editores, 2001
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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
de cascajo, se alzan montañas en forma de roda,
aguzadas, dentadas, despojadas de su carne hasta el
hueso.
Durante tres meses de verano la velocidad de esos
vientos, en tierra, se eleva hasta ciento sesenta
kilómetros por hora. Lo sabíamos bien. Mis compañeros
y yo, una vez atravesado el páramo de Trelew, cuando
nos acercábamos a las inmediaciones de la zona que
barrían, reconocíamos su presencia en no sé qué color
azul grisáceo, y ajustábamos un punto cinturón y
tirantes, a la espera de los grandes remolinos. Comenzábamos un vuelo penoso, cayendo a cada paso en
baches invisibles. Era un trabajo manual. Durante una
hora, los hombros aplastados por esas variaciones
brutales, hacíamos un trabajo de estibadores. Más allá,
una hora después, encontrábamos la calma.
Nuestras máquinas resistían. Confiábamos en las
junturas de las alas. La visibilidad, por lo general, era
buena y no planteaba problemas. Considerábamos esos
viajes como una tarea dura, no como dramas.
Pero ese día no me gustaba el color del cielo.
El cielo estaba azul. De un azul puro. Demasiado
puro. Un sol duro brillaba sobre la tierra raída y hacía
resplandecer, cada tanto, esos espinazos blanquecinos
hasta el hueso. Ninguna nube. Pero a ese azul, más que
nunca, se mezclaba ese resplandor de cuchillo afilado.
Sentí por anticipado el vago malestar que precede
los grandes esfuerzos físicos. Esa misma pureza del cielo
me molestaba.
nuestros gestos, nuestras grandes palabras habrían
hecho sonreír a nuestros camaradas como fanfarronerías infantiles. No es casualidad. El ciclón del que
hablaré fue realmente la experiencia más impresionante
en su brutalidad, por la que he pasado; y sin embargo,
más allá de cierta medida, ya no sé describir la violencia
de los remolinos sino multiplicando superlativos que
no añaden nada más que una molesta sensación de
exageración.
He comprendido lentamente la razón de esta
impotencia: se quiere describir un drama que no ha
existido. Si se cae en la evocación del horror, es que el
horror ha sido inventado luego, al revivir los recuerdos.
El horror no se muestra en la realidad .
Por eso es que al comenzar este relato de una revuelta
de los elementos, que he vivido, no siento la impresión
de escribir un drama comunicable.
Abandoné la escala de Trelew, rumbo a Comodoro
Rivadavia, en la Patagonia. Allí se vuela sobre una tierra
abollada como un viejo caldero. Ningún otro suelo, en
ningún lado muestra tan bien su desgaste. Los viejitos
que empujan, a través de una escotadura de la cordial
era de los Andes, las altas presiones del Pacífico se
estrangulan y aceleran en un estrecho corredor de cien
kilómetros de frente, en dirección al Atlántico, y arrasan
todo a su paso. Unica vegetación de un suelo raído
hasta la trama, sólo la cubren pozos de petróleo, como
un bosque incendiado. Cada tanto, dominando colinas
redondeadas en que los vientos sólo dejaron un residuo
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EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
Primero, no avanzaba. Después de oblicuar a la
derecha, para corregir a una repentina deriva, vi cómo
el paisaje se inmovilizaba poco a poco, luego se detenía
definitivamente. Ya no ganaba terreno. Mis alas ya no
devoraban el trazado de la tierra. Esa tierra que veía
girar, girar, pero en su sitio: el avión patinaba como
sobre un engranaje gastado.
Al mismo tiempo tenía la absurda impresión de
mostrarme en descubierto. Todas esas crestas, todas
esas aristas, todos esos picos, que hacían surcos en el
viento y me arrojaban sus remolinos, me parecían
cañones apuntándome. Así se formaba lentamente en
mí la idea de sacrificar mi altura, y de buscar, en el
fondo de un valle, la protección de un flanco de
montaña. Además lo desease o no, era aspirado hacia
el suelo.
Atrapado así en las primeras oleadas de un ciclón,
del que supe por experiencia veinte minutos después,
que alcanzaba en tierra la fantástica velocidad de
doscientos cuarenta kilómetros, no sentí nada trágico.
Si cierro los ojos, si olvido el avión y el vuelo para buscar
la expresión de mi experiencia en su íntima simplicidad,
vuelvo a encontrar la perplejidad de un mozo de cordel
cargado de bultos en equilibrio, que se debate contra el
deslizamiento de su carga, ataja uno de los objetos con
un movimiento brusco que provoca el desmoronamiento de otro, y que de pronto, cuando está complemente ahogado en el absurdo, se encuentra tentado
de abrir los brazos y abandonar la pila íntegra. Ninguna
En las tormentas negras, el enemigo se muestra.
Uno lo mide, se puede preparar a recibir su embate.
En las tormentas negras, se sujeta al adversario. Pero, a
gran altura, en tiempo claro, esos remolinos de
tempestad azul sorprenden al piloto como aludes, y
siente el vacío por debajo.
También notó algo más. A nivel de las montañas
había no una bruma ni vapores, no una neblina de
arena, sino algo así como un reguero de ceniza. No me
agradaba ese polvo de tierra erosionada que el viento
arrastraba al mar. Tendí fondo mis correas de cuero y,
manejando con una mano, me aferré con la otra a un
travesaño de mi avión. Y sin embargo todavía navegaba
en un cielo notablemente calmo. Al fin se estremeció.
Todos nosotros conocíamos esos choques secretos que
anuncian tempestades verdaderas. Ni balanceo ni
vaivén. Ningún movimiento de gran amplitud. El vuelo
sigue siendo rectilíneo y horizontal. Pero se han recibido
en las alas esos golpes anunciadores: choques
espaciados, apenas perceptibles, infinitamente secos, y
que estallan cada tanto, como si el aire tuviese rastros
de pólvora.
Luego a mi alrededor todo estalló.
No tengo nada que decir sobre los dos minutos
que siguieron. No afloran a mi mente más que algunos
pensamientos rudimentarios, esbozo de razonamiento,
observaciones simples. No puedo hacer un drama con
eso, porque no hubo drama. Sólo puedo alinearlos en
algo así como un orden cronológico.
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EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
horizontales. La otra idea es una idea fija: hay que llegar
al mar. El mar es llano. No chocaré con el mar.
Y viro, en lo que puede llamarse viraje esa danza
vagamente dirigida en lo valles que se orientan hacia el
este. Hasta ahora no hay nada que sea muy patético.
Lucho contra el desorden, me agoto contra el desorden,
me agoto queriendo reedificar un gigantesco castillo
de naipes que se derrumba indefinidanente. Apenas
siento un temor elemental, cuando una de las paredes
de mi prisión se levanta como una ola contra mí.
Apenas me oprimen el corazón las zancadillas que me
disparan las aristas vivas, cuando paso por sus remolinos.
Cuando saltan esos polvorines invisibles. Si reconozco
un sentimiento claro en esa mezcla de sentimientos
confusos, es un sentimiento de respeto. Respeto a ese
pico. Respeto a esa arista aguzada.
Respeto a esa cúpula. Respeto a ese valle transversal, que desemboca en el mío y va a provocar sabe
Dios qué remolinos, al mezclar su torrente de viento
con el que ya me arrastra.
Y así descubro que no lucho contra el viento, sino
contra esa misma arista, contra esa cresta, contra esa
roca. Lucho contra la roca, pese a la distancia. Gracias
a prolongamientos invisibles, gracias a músculos
secretos, él mismo se me opone. Delante de mí, a mi
derecha, reconozco el pico de Salamanca, un cono
perfecto que yo sé, domina el mar. ¡Voy a evacuarme al
mar! Pero aún debo pasar bajo el viento de ese pico.
En su “rechazo”, como decimos. El pico de Salamanca
imagen de peligro rondaba mi espíritu. Hay una especie
de ley del camino más corto de la imagen; el
acontecimiento es encerrado en el símbolo que lo
resume en el más rápido escorzo; yo era ese acarreador
de vajilla que resbaló y dejó caer su edificio de porcelana.
Ahora soy prisionero de un valle. Mi incomodidad,
lejos de atenuarse, se acrecentó. Los remolinos,
ciertamente, no han matado a nadie. Bien sabemos
que la expresión “pegado al suelo por los remolinos”
no es más que una expresión de periodista. ¿Cómo
descendería el viento bajo tierra? Pero hoy, en mi fondo
de valle, he perdido las tres cuartas partes del control
de mi aparato. Y veo que esta proa de piedra, allí
enfrente, se balancea de derecha a izquierda, escala
bruscamente el cielo, y, un segundo, me domina antes
de caer bajo el horizonte.
El horizonte... no hay más horizonte. Estoy como
encerrado entre las bambalinas de un teatro atestado
de planos de decorados. Verticales, horizontales,
oblicuas, todas las líneas se mezclan. Cien valles
transversales me enredan en sus perspectivas. No
alcanzo a ubicarme cuando una nueva erupción me
hace girar un cuarto de vuelta, o me vuelve. Y debo
desenredarme nuevamente. Entonces nacen en mí dos
ideas: Una es un descubrimiento: sólo hoy comprendo
la causa de algunos accidentes de aviación ocurridos
en montaña, que no pueden explicarse por la bruma
ausente. Los pilotos han confundido un instante, en
este vals del paisaje, vertientes oblicuas y planos
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EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
demasiado tarde mi falta. A todo motor, a doscientos
kilómetros por hora (velocidad máxima en esa época)
y a veinte metros de la espuma, no progresaba.
Un viento semejante, si ataca un bosque tropical,
se prende en las ramas como una llama, las retuerce en
espiral y desarraiga los árboles gigantes como si fuesen
rábanos... Aquí, cayendo de lo alto de las montañas,
aplastaba al mar.
Aferrado con todo mi motor, frente a la costa, contra ese viento en que cada repliegue del suelo enganchaba su estela como un largo reptil, me parecía
aferrarme al extremo de un látigo monstruoso que chasqueaba por sobre el mar.
En esta latitud América ya es angosta y la Cordillera
de los Andes no está lejos del Atlántico. No me debatía
sólo contra las corrientes de los montes de la costa,
sino, sin duda, con un cielo íntegro que caía sobre mí
desde lo alto de los Andes. Por primera vez después de
cuatro años de vuelo de línea, dudaba de la resistencia
de mis alas. Temía también embestir al mar, no por los
remolinos descendentes que formaban necesariamente,
a su nivel, un colchón horizontal sino a causa de las
posiciones acrobáticas involuntarias en que me
sorprendían. A cada giro dudaba de enderezar antes
del choque. En fin, temía, ante todo, irme simplemente
a pique, una vez agotada la gasolina, lo que me parecía
fatal. A cada instante esperaba el desagote de mis
bombas. Y, en efecto, las sacudidas eran tales que la
inercia de la gasolina en los tanques medio llenos, o en
es un gigante... Y el pico de Salamanca me impone
respeto.
Tengo un minuto de tregua... dos segundos... Algo
se anuda, se cierra, se estrecha. Estoy simplemente
admirado. Abro los ojos de par en par. Me parece que
todo mi avión vibra, se extiende, se amplifica. Sin
moverse, horizontal, es alzado quinientos metros en
algo así como una dilatación. Domino de pronto a mis
enemigos, yo, que hace cuarenta minutos no podía
elevarme a más de sesenta metros. El avión tiembla
como en otra marmita. El océano se descubre
ampliamente. El valle se abre sobre ese océano, sobre
la salvación.
Y he aquí que, sin transición, recibo en el vientre, a
mil metros de él, el choque del pico de Salamanca. Todo
se me escapa. Y voy dando tumbos hacia el mar.
Estoy frente a la costa. Perpendicular a la costa.
Han pasado muchas cosas en un minuto. Primero, no
desemboqué en el mar. He sido arrojado hacia el mar
como por una tos monstruosa; vomitado por mi valle
como por una boca de cañón. Cuando, casi en seguida
a mi parecer, viré de tres cuartos para controlar mi
distancia a la costa, la distinguí, esfumada, a diez
kilómetros, ya azul como una costa extranjera. Y la forma
dentada de esos montes recortados sobre el cielo puro
me hizo el efecto de una fortaleza almenada. Estaba
aplastado a ras del agua por el poder de los vientos
doblegantes y al momento advertí la velocidad de la
perturbación que intentaba remontar, comprendiendo
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todo pensamiento que no fuese la imagen de un acto
simple. Enderezar. Enderezar. Enderezar. Enderezar.
Tenía sin embargo instantes de tregua.
Sin duda esos instantes de reposo se parecían aún
a las más violentas tempestades que hubiese soportado,
pero en comparación, sentía una gran relajación. Las
reacciones de defensa se distendían un poco. Sabía
prever esos momentos. No era yo quien marchaba hacia
esas zonas de relativa calma: pero esos oasis casi verdes,
bien marcados en el mar, corrían hacia mí. Leí claramente
en las aguas el anuncio de una provincia habitable. Y,
cada vez, durante la tregua temporaria, volvía el poder
de pensar y de sentir. Entonces me juzgaba perdido.
Entonces la angustia me ganaba poco a poco. Y, cuando
veía estallar en mi dirección una nueva ofensiva blanca,
era presa de un corto pánico, hasta el preciso instante
en que chocaba en las lindes del hervidero, contra mi
invisible mar. Luego no sentía nada.
¡Subir! Sentía sin embargo ese deseo. La zona de
calma me parecía infinitamente profunda. Entonces
volvía una sorda esperanza: “Tomaré altura... arriba
encontraré otras corrientes que me permitan avanzar...
voy...”. Empleaba entonces la tregua para, intentar a
toda prisa el escalamiento. Era duro, pues los vientos
descendentos seguían siendo sólidos adversarios. Cien
metros... doscientos metros... y pensé: “Si alcanzo los
mil metros estoy salvado”. Pero distinguía en el
horizonte la jauría blanca lanzada contra mí. Y extendía
la mano para no ser golpeado en pleno pecho, para no
las tabuladuras, provocaba repentinas detenciones del
motor, que soltaba no un gruñido homogéneo, sino
un extraño lenguaje Morse compuesto de largas y
breves.
Sin embargo, aferrado a los comandos de mi pesado
avión de transporte, absorbido por la lucha física, sólo
conocía sentimientos rudimentarios y consideraba sin
sentir nada, las huellas del viento en el mar. Veía grandes
charcos blancos, de ochocientos metros de envergadura, correr hacia mí a doscientos cuarenta kilómetros
por hora, allí donde las trombas descendentes se
dividían contra las aguas en explosiones horizontales.
El mar era a la vez verde y blanco.
De un blanco de azúcar molida y placas verdes
esmeralda. No distinguía en ese tumulto desordenado
unas olas de otras. Chorreaban torrentes sobre el mar.
Los vientos imprimían allí huellas gigantes, como en
otoño en las cosechas, cuando un gigantesco remolino
se propaga a través de los trigales. A veces, entre las
playas, una absurda transparencia ofrecía la visión del
fondo verde y negro. Luego crujía en mil astillas blancas
el gran vidrio del mar.
Cierto, me encontraba perdido. Después de veinte
minutos de lucha, no había ganado cien metros.
Además, el vuelo era tan difícil, a diez kilómetros de los
acantilados, que yo me preguntaba cómo resistiré a los
remolinos si alguna vez me acercaba. Marchaba sobre
baterías que tiraban sobre mí. Pero, ¿cómo habría
conocido el miedo? Estaba vacío, absolutamente, de
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monstruosa. Y me he embarcado en una absurda
letanía, que no interrumpiré hasta el fin del vuelo. Un
solo pensamiento. Una sola imagen.
Una sola frase que infatigablemente repito: “¡Aprieto
las manos... aprieto las manos... aprieto las manos...”.
Me he condensado íntegramente en esta frase, ya no
hay mar blanco, ni remolinos, ni festones de montañas.
Aprieto las manos. Ya no hay peligro ni ciclón, ni tierra
perdida. En algún lado hay manos de caucho que, si
una sola vez dejan escapar el volante, no tendrán tiempo
de volver a sujetarlo y de domar el vuelco antes de
llegar al mar.
No sé nada. No siento nada, sólo que me vacío.
Me vacío de mi fuerza, y a la vez de mi deseo de luchar.
Mi motor prosigue su lenguaje Morse, largas y breves,
crujidos y sacudones de un paño que se desgarra.
Cuando el silencio se prolonga más de un segundo,
tengo la impresión de que se detiene el corazón. Mis
bombas desagotadas. ¡Acabado! No, sigue de nuevo...
Leo en el termómetro de ala treinta y dos grados
centígrados bajo cero. Pero estoy bañado en sudor de
pies a cabeza.
Chorrea sobre mi rostro. ¡Qué baile! Sabré al instante
que mi batería de acumuladores ha arrancado sus bielas
de acero y se ha aplastado contra el techo, que ha
abollado. Me enteraré también de que las nervaduras
de ala se han despegado y que ciertos cables de
comando están desgastados hasta el último fragmento.
Y sigo vaciándome. Ignoro cuándo me vendrá la
ser sorprendido en una posición peligrosa. Demasiado
tarde. La primera zancadilla me volteaba. Así el cielo se
me aparecía como una especie de cúpula resbalosa,
donde no lograba mantenerme.
¿Cómo dar órdenes a las propias manos? Acabo
de hacer un descubrimiento que me alarma. Mis manos
están estumecidas. Mis manos están muertas. No recibo
ningún mensaje de ellas. Sin duda pasa eso desde hace
rato, pero no lo he notado. Lo grave es notarlo; hacerse
esa pregunta...
En efecto, las torsiones de las alas arrastraban a los
cables de comando e imprimían a mi volante aletazos
desordenados.
Desde hacía cuarenta minutos me aferraba a él, con
todas mis fuerzas, para amortiguar un poco esos
choques, de los que yo temía hiciesen saltar los cables.
He apretado demasiado, y ya no siento mis manos.
¡Qué descubrimiento! Mis manos son manos
extrañas. Las miro, separo un dedo; me obedece. Miro
a otro lado. Tomo la misma decisión. No sé si el dedo
me obedece. No me ha comunicado ningún mensaje.
Pienso: “Si mis manos se abrieran, ¿cómo lo sabría?”.
Y bruscamente las miro, siguen cerradas, pero tuve
miedo. ¿Cómo distinguir la imagen de una mano que
se abre, de la decisión de abrirla, cuando han dejado de
transmitir las sensaciones entre la mano y el cerebro?
Imagen o acto de voluntad, ¿cómo reconocerlos? Hay
que ahuyentar la imagen de manos que se abren. Viven
una vida aparte. Hay que evitarles esa tentación
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he tenido miedo. ¿Tuvo miedo? Asistí a un extraño
espectáculo. ¿Qué extraño espectáculo? No sé. El cielo
estaba azul y el mar muy blanco. ¡Tendría que relatar mi
aventura ya que vuelvo de tan lejos! Pero lo ocurrido se
me escapa. “Imaginen un mar blanco... muy blanco...
más blanco todavía...”. No se comunica nada
multiplicando los epítetos. No se comunica nada con
esos balbuceos.
No se comunica nada porque no hay nada que
comunicar. Ningún drama verdadero reside en esos
pensamientos que han horadado las entrañas, en ese
dolor en los hombros. Ni en ese cono del pico de Salamanca. Estaba cargado como un polvorín, pero si digo
eso, reirán. Yo también... sentí respeto por el pico de
Salamanca. Eso fue todo. No es un drama.
Sólo hay un drama y patetismo en las cosas
humanas. Quizá mañana me sienta conmovido, cuando
embellezca mi aventura al imaginarme, a mi vivo, a mí
que marcho sobre la tierra de los hombres, perdido en
el ciclón. Haré trampas, pues el que luchaba con brazos
y piernas contra ese ciclón no puede compararse con
este hombre feliz del mañana. Estaba demasiado
ocupado.
Sólo traje un pequeño botín, hice un pobre descubrimiento. Este es mi testimonio: ¿cómo distinguir de
una simple imagen el acto voluntario, cuando las
sensaciones no se transmiten?
Probablemente habría logrado emocionarlos
relatándoles la historia da algún niño injustamente
indiferencia de las grandes fatigas y el fúnebre gusto
del descanso.
¿Qué puedo contar de eso? Nada. Me duelen los
hombros. Mucho. Como si hubiese cargado pesadas
bolsas. Me asomo. En un charco verde he visto, por
transparencia, un fondo tan cercano que distingo todos
sus detalles. Pero la rodilla del viento pulveriza la imagen.
Luego de una hora y veinte minutos de lucha, logré
una ascensión de trescientos metros. Distinguí, un poco
al sur, un ancho reguero sobre el tirar, algo así como un
río azul. Decidí derivar hasta ese río. No adelanto, pero
tampoco retrocedo. Si alcanzo esta ruta abrigada por
no sé qué interferencias, quizá pueda remontar
lentamente hacia la costa. Me dejo derivar entonces
hacia la izquierda. Me parece también que la violencia
del viento disminuye.
Precisé una hora para cubrir mis diez kilómetros.
Luego, al abrigo del acantilado, acabé de bajar hacia el
sur. Intento ahora subir para internarme por sobre la
tierra, en dirección al terreno de escala. Logro
mantenerne a trescientos metros de altura. Reina
siempre un tiempo atroz, pero no hay comparación...
Se acabó...
Sobre el terreno vi unos ciento veinte soldados.
Concentrados por mí, debido al ciclón. Me ubico, pues,
en medio de ellos. Después de una hora de maniobras,
entran el avión en el hangar. Desciendo. No cuento
nada. Tengo sueño. Muevo lentamente los dedos que
no logro desentumecer. Apenas me parece que recién
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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
castigado. Pero los enredé con un ciclón sin afligirles,
quizá. Así, ¿acaso no asistimos cada semana, desde
nuestras butacas de cine, al bombardeo de Shanghai?
Podemos admirar, sin horror, las volutas de hollín y
ceniza que esa tierra volcánica lanza lentamente hacia
el cielo. Y sin embargo al mismo tiempo que el grano
de los graneros, que la herencia de las generaciones,
que los tesoros familiares, la carne de los niños
quemados, dilapidada en humo, engrosa lentamente ese
cúmulo negro.
Pero el drama físico en sí no nos conmueve si no
nos muestra su sentido espiritual.
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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
1900-1944
¿Dónde comienza lo imaginario y dónde lo autobiográfico
en la obra literaria de Antoine de Saint-Exupéry? La respuesta,
el deslinde, es casi imposible. Como pocos escritores de éste
siglo, el narrador francés hizo de su vida una acción, y de ésta
una escritura. Aviador y escritor fueron sus actividades esenciales.
Desde sus primeras narraciones, El aviador (1926), Correo
del sur (1928) y Vuelo nocturno (1931), Saint-Exupéry presenta
verdaderos reportajes sobre un oficio peligroso y sin gloria: el
pilotaje de línea. Eran los primeros tiempos de las compañías de
navegación aérea que cobran competir con otros medios de
transporte. Allí el hombre, el piloto, se veía constantemente
confrontado con sí mismo y tiene que apelar a sus recursos
profundos para no venir a menos ante sus propios ojos: tenacidad,
coraje, optimismo, cualidades modestas pero esenciales. Por eso,
estando perdido en medio del desierto, no debe desesperarse sino
movilizar todas sus fuerzas a la espera de un socorro aleatorio.
Es creer que el hombre es más grande que un destino absurdo.
El avión es sólo una máquina, el desierto una extensión
infinita de arena, el correo por trasportar un pretexto. Sin embargo, con la ayuda de esos materiales el hombre dedicado a su
tarea construye una vida provista de meta y significado. Quizás
por eso André Gide escribió en el prólogo de Vuelo nocturno:
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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
“Yo le agradezco especialmente la iluminación de esa verdad
paradójica, para mí de grande importancia en psicología: que la
dicha del hombre no reside en la libertad, sino en la aceptación
de un deber”. Pero, como su muerte lo demostrará, libertad y
deber fueron para Saint-Exupéry una misma cosa.
Antoine Marie Roger de Saint-Exupéry nació en Lyon el 29
de junio de 1900. Fue el tercer hijo de una familia noble
empobrecida. Su padre era inspector de seguros en el Ródano.
Estudió en diversos colegios católicos, tanto en Francia como
en Suiza. A los doce años tuvo su bautizo aéreo en el aeródromo
de Ambérieu, hecho que lo marcará definitivamente.
En 1920 ingresa a la sección de arquitectura de la Escuela
de Bellas Artes en París, estudios que abandona al año siguiente
para hacer el servicio militar en el 2° Regimiento de Aviación en
Estrasburgo. Allí obtiene su título de piloto civil y militar y es
enviado a Casa blanca, en el norte de Africa, región que siempre
amó y que está presente en muchos de sus libros.
Siendo subteniente de reserva sufre, en 1923, su primer
accidente de aviación en Bourget. Es desmovilizado. Realiza una
serie de trabajos hasta que, en 1926, es contratado por la
Compañía General de Empresas Aeronáuticas y, posteriormente,
nombrado jefe de aeropuerto en Cabo Juby (Marruecos). Paralela
a su actividad de aviador, inicia Saint-Exupéry la de escritor.
Ambas ya no se separarán más.
Después de realizar un curso especial sobre navegación aérea,
de la marina, Saint-Exupéry se embarca, a fines de 1929, rumbo
a Buenos Aires donde asume el servicio de Aeropostal que ha
establecido una línea en América del Sur. Es nombrado director
de Aeropostal Argentina, pero no permanece en tierra. Realiza
innumerables vuelos estableciendo nuevas rutas, muchas de ellas
con Chile.
En Argentina se casa con Consuelo Suncin. En Francia
aparece Vuelo nocturno que obtiene el premio Femina 1931. Esta
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novela es publicada en Chile al año siguiente, traducida por
Hernán Diaz Arrieta, Alone.
Entre 1934 y 1938, la actividad de Saint-Exupéry es intensa.
Realiza diversos viajes por Francia, Africa del Norte e Indochina.
El diario Paris-Soir lo envía a la Unión Soviética para que realice
una serie de reportajes. Posteriormente, intenta un raid ParísSaigón que es interumpido por un accidente en el desierto, a
docientos kilómetros de El Cairo. Esta experiencia será la base
de su relato El principito. Cuando estalla la guerra civil española,
en 1936, es enviado por el periódico L’Intransigeant para
reportearla. Sus artículos muestran una clara simpatía por los
republicanos, a pasar de su origen aristocrático. Tiempo después,
intenta un nuevo raid, esta vez para unir Nueva York con Tierra
del Fuego, pero sufre un grave accidente en Guatemala.
En 1939 Saint-Exupéry publica Tierra de hombres y obtiene
el premio de la Academia Francesa. En este texto revela sus
nuevas preocupaciones: la de una fraternidad que agruparía a
todos los hombres de buena voluntad contra el surgimiento de
una barbarie que azota a España y que muy pronto abatirá a
toda Europa; y la de una dignidad que nadie le puede conceder a
nadie, que cada persona tiene que reivindicar y construirse ella
misma.
“Las aprehensiones del escritor se concretan: estalla la
segunda guerra mundial. Es movilizado como capitán de aviación
y asignado al grupo de reconocimiento 2/33 en Orconte.
Después de heroicas misiones, una parte del grupo se repliega a
Argel, en 1940. Saint-Exupéry deja esta ciudad e ingresa a Francia
donde es desmovilizado. Posteriomente parte a Portugal, y de
allí se embarca a Nueva York.
Aparece, en 1942, su novela Piloto de guerra.
Es publicada, simultáneamente, en los Estados Unidos y
Francia, pero la edición francesa es prohibida por el gobierno de
Vichy a instancia de las autoridades alemanas de ocupación. Al
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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
año siguiente, circulará clandestinamente por todo el país. En
este relato, Saint-Exupéry se declara solidario, desde el exilio,
con los franceses vencidos y se niega a abrumarlos. Francia no
es esa banda de políticos corrompidos e irresponsables que,
habiendo aceptado una guerra que no podían conducir, están
llevando la nación al desastre, Francia es un viejo pais, con fuertes
raíces en el tiempo, cuya sustancia viviente es prometedora de
un evidente despertar, siempre que deje de creer en “los refrigeradores, la política, las cuentas y los crucigramas”; que deje de
escuchar a los robots de la propaganda para prestarle oídos a los
“viejos cantos aldeanos del siglo XV”.
En 1943, publica Carta a un rehén, verdadero llamado de
esperanza a la Francia ocupada. En el mismo año aparece en
Nueva York El principito, el libro francés contemporáneo más
leído en todo el mundo. Al momento de su publicación, SaintExupéry se embarca hacia Africa del Norte.
Permanece en Laghouat, donde se reagrupan las escuadrillas
francesas. Después de muchas dificultades no razón de su edad,
es aceptado como piloto y comienza su entrenamiento en aviones
modernos. Realiza sus primeras misiones, a pesar de la oposición
del comandante. En su tiempo libre, retoma la escritura de un
libro comenzado hace más de siete años, Ciudadela. Nunca lo
terminará.
Su escuadrilla se instala en la isla de Córcega. Saint-Exupéry
está autorizado para realizar sólo cinco misiones de
reconocimiento sobre Francia, pero ya lleva ocho. El 31 de julio
de 1944 intenta la novena, un reconocimiento sobre la región de
Annecy. Nunca regresará a su base. Hacia las 13.30 horas es
abatido por un avión alemán cuando estaba próximo a la isla.
Nunca se recuperará su cuerpo.
Antoine de Saint-Exupéry nunca le temió a la muerte, pero
sí le dolió separarse de su amigo el Principito. Quizás nunca,
quizás siempre, pensó que el reencuentro iba a ser tan pronto,
© Pehuén Editores, 2001
sólo al año de haberle evocado en su libro. Por esas cosas de la
vida o, mejor dicho, por esa locura de los hombres que es la
guerra, el ruego final de Saint-Exupéry a sus pequeños lectores,
y a más de una persona mayor, ya no es necesario. El, antes que
ninguno, ya está nuevamente con su querido Principito, tal vez
regando a la pretenciosa flor o alimentando al encerrado cordero
o bien limpiando de baobabs al pequeño planeta.
Nosotros, que todavía no tenemos esa suerte y que ya no
tenemos a quién escribirle, debemos esperar que en un desierto,
que en una ciudad, que en una esquina, nos encontremos con el
principito. Si va acompañado de una persona mayor, ambos riendo
como locos, no hay nada que temer. Sabemos bien de quien se
trata.
Mariano Aguirre
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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES
CRONOLOGÍA DE LAS OBRAS
DE ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
1926
1928
1931
1939
1942
1943
El aviador (relato).
Correo del sur (novela).
Vuelo nocturno (novela).
Tierra de hombres (novela).
Piloto de guerra (novela).
Carta a un rehén (ensayo).
El principito (relato).
PUBLICACIONES PÓSTUMAS
1948
1953
1956
Ciudadela (reflexiones).
Cartas de juventud (1923–1931).
Carnets (apuntes).
Un sentido de la vida (artículos y reportajes).
© Pehuén Editores, 2001
) 14 (
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