La aventura de escribir

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FIRMA INVITADA. José María Merino. La aventura de escribir
La aventura de escribir
José María Merino
Miembro de la Real Academia Española
Después de diversas experiencias como profesor de talleres literarios –casi diez años
en el tiempo, y varios lugares del mundo en el espacio– he llegado a conclusiones sobre
el aprendizaje de la escritura que coinciden con lo que yo intuía antes de estrenarme en
tales tutorías, cuando era un escritor dedicado solamente a escribir libros y no a intentar
enseñar a hacerlo a otros: que, para quien quiera escribir ficciones, el verdadero taller
inicial está en la lectura de literatura, sobre todo de las grandes obras literarias; que el
conocimiento profundo del arte de escribir solamente se va consiguiendo mediante la
práctica de la escritura, desarrollada con esfuerzo, asiduidad y capacidad de autocrítica,
y que este es un campo donde nunca se puede decir que se ha alcanzado eso que se
llama el “dominio del oficio”, pues cada libro resulta un reto nuevo, una aventura llena de
descubrimientos.
Cuando, a los treinta y tres años de edad, escribí mi primera novela –“Novela de Andrés
Choz”–, quise poner en ella todo lo que había aprendido como lector fervoroso de muchas
obras maestras, convencido de que ya era capaz de materializar con toda soltura mis
ideas. Por eso utilicé varios puntos de vista, pretendí llevar a cabo una alternancia de
discursos narrativos que permitiese la lectura de dos libros dentro del mismo, jugué con
varias formas de diálogo. Entonces tuve la sorpresa de que en la novela se produjese un
final inesperado, no previsto por mí en el proyecto original, consecuencia de mi trabajo
y de mi búsqueda. Pero al enfrentarme a mi segunda novela –“El caldero de oro” –, que
había concebido de forma muy diferente de la primera, comprendí que todo lo que había
creído superar en aquella, me servía para poco en esta, y que tenía que replantearme de
nuevo todos los aspectos narrativos y la forma de afrontarlos materialmente: personajes,
escenarios, tiempos, trama, lenguaje.
Ya entonces sabía que el haber escrito poesía antes que prosa había sido para mí una
excelente manera de experimentar lo que llamo el sabor, olor, color, peso y sustancia
de las palabras. En tal sentido, la poesía, al obligarnos a seleccionar con tanto cuidado
los conceptos y su encaje en la oración, en el verso, es un extraordinario taller para
alcanzar la concisión expresiva, la intensidad y la significación que debe buscarse en la
creación literaria. Sin embargo, en todo lo demás, quiero decir en el armazón dramático
de la historia, en los comportamientos de los personajes, en el transcurso del tiempo
–que en esa segunda novela pretendía que fuese circular, simultáneo a diferentes
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sucesos históricos- me encontraba tan falto de recursos aprendidos en la práctica, como
si me enfrentase a la escritura de una ficción por primera vez. Y tuve que encontrarlos
y conocerlos escribiéndola. Eso me ha sucedido, y me sucede, con todos los libros que
hasta ahora he escrito.
A veces, lo que llamo “cambio de registro” me ha enseñado muchas cosas. Por ejemplo,
el alternar la novela y el cuento ha sido para mí un aspecto muy fructífero de mi trabajo,
pues el cuento es un artilugio literario, cuya gracia está precisamente en la brevedad, que
debe decir lo más posible en la menor extensión, y que precisa de una colaboración atenta
de quien lee para manifestar todas sus posibilidades estéticas y dramáticas. Por eso he
procurado incorporar algo de esa intensidad del cuento a mis obras largas. Sin embargo,
cada libro de cuentos es, en sí mismo, un reto desde el punto de vista de la estructura, de
la conveniente unidad y coherencia de los textos, de manera que, a estas alturas, cada
conjunto de cuentos, a la hora de escribirlo y de ordenarlo, presenta problemas nuevos,
distintos, que tengo que resolver sin que pueda decirse que mi experiencia me haya
proporcionado unas reglas o unos saberes automáticamente aplicables al caso.
En mis últimos libros de cuentos, uno de “minicuentos” –“Cuentos del libro de la noche”–
y el otro de estirpe futurista –“Las puertas de lo posible” –, he vuelto a aventurarme en
ámbitos conceptuales en los que anteriormente no había trabajado, que me han obligado
a plantear hipótesis y soluciones no conocidas de antemano por mí, con el subsiguiente
acarreo de nuevas experiencias y conocimientos técnicos que, no obstante, acaso no
me sirvan de nada para mi ulterior libro de relatos, si, como suele ser mi costumbre, lo
desarrollo desde distintas perspectivas y objetivos.
Otro ejemplo puede estar en lo que me enseñaron las novelas de aventuras, donde tanto
la trama como los personajes tienen que resultar bien perfilados. Sin duda la escritura de
mi trilogía de novelas sobre la conquista de América –a partir de “El oro de los sueños”–
me enseñó a dar nombre con naturalidad a los personajes, lo que antes me resultaba
bastante arduo, y a apurar el interés de determinadas peripecias.
En estos momentos estoy trabajando con una nueva novela. Puede haber quien
piense que, después de haber escrito casi una docena de ellas y cerca de cien cuentos
“canónicos”, mi libro debería fluir sin incidentes, e incluso con cierta rapidez, pero no
es así. Esta novela, como diferente a las anteriores en sus motivos y contenido, resulta
para mí una materia totalmente nueva, que debo modelar de la forma que, según creo,
exige. Tras tantos años de profesión, claro que manejo ya con destreza mis posibles
recursos expresivos, que ya soy más capaz que anteriormente de tener una visión
de conjunto, que hay elementos de la estructura que puedo tratar con solvencia. Sin
embargo, el enfrentamiento con mi personaje, un joven en el trance de trabajar su tesis
doctoral, es para mí algo tan nuevo que, a medida que elaboro su historia, concentrada
en el transcurso de unas cuantas jornadas sucesivas, investigo y aprendo a manejar los
nuevos aspectos, y la construcción de la historia me permite, precisamente, descubrir y
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suscitar sucesos o variaciones argumentales que no tenía previstas antes de materializar
la escritura.
Creo que quienes escribimos ficción tenemos ante nosotros, en cada obra nueva
que planteamos, un mundo inédito, virgen, que nos obliga a una exploración llena de
revelaciones. Ese es, precisamente, uno de los encantos seguros de esta incomparable
aventura
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