¡MI POBRE PALOMO!

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¡MI POBRE PALOMO!
Periódicos, revistas, medios de comunicación en general, se cuidan bien de ofrecernos todas las
versiones posibles de cualquier hecho noticiable. Y, a veces, hasta se llega a sentir sensación de agobio,
de asfixia: ¡Todo el mundo hablando de lo mismo!
Lo mío, lo sabes de siempre, querida amiga, son aquellas cosas pequeñas que no llegan a constituir
noticia para nadie, no tienen categoría de universalidad, no son aptas para el morbo y sensacionalismo.
Y te las cuento a ti, porque tú como yo, aunque por motivos bien distintos, estás hecha de tantas malas
horas, que has aprendido, te has sensibilizado, con el valor de una lágrima, de una sonrisa, vengan de
donde vengan.
Conoces mi cariño de toda la vida por los animales. ¿Te acuerdas de nuestra vocación precoz de
defensora de gatos...? En nuestros tiempos, y todavía hoy, que la cultura no ha avanzado tanto, era muy
frecuente encontrar niños apedreando, maltratando gatos. ¡Cuánto sufría yo con aquella crueldad! Con
lágrimas en los ojos, suplicaba:
-¡No le hagáis daño! ¡Pobrecillos! Si los dejáis, os doy un cromo, una bola, lo que queráis!.
Tú, más valiente, te enzarzabas en abierta pelea. Y siempre terminabas con las trenzas deshechas a
tirones y con las espinillas acardenaladas.
Tengo que reconocer que tus métodos eran más eficaces. Te respetaban, tenían miedo y, al final,
conseguías la retirada.
¿Sabes qué animales tengo ahora en mi piso? Asómbrate: tres canarios, una tórtola, un perro, una
perdiz y cuatro peces. ¿Mi marido...? ¡Uhf...! ¿Para qué contarte...? Que cualquier día les echa a todos
una “bolilla”, pero no te preocupes; ya lo conoces. No llegará la sangra al río. Aunque no creas, cuesta
trabajo tener animales en un piso, pero yo los sigo queriendo tanto que me sacrifico por ellos con
gusto. Es más, creo que los necesito tanto que no podría vivir sin mis animalillos: Me entienden, me
conocen, me acompañan... A veces, tengo la impresión de que ellos solos saben de mi existencia.
A últimos de verano, una mañana mientras limpiaba el polvo, un fuere aleteo en mi terraza me dejó
eclipsada con la súbita aparición de un palomo gris de collar rojo que se posaba tranquilamente en la
baranda. Con recelo, primero, y moviendo graciosamente la cabeza, después, fue tomando en pequeños
vuelos, posesiones: tendederos, macetas, jaulas y, por fin, en el suelo se engolfó con un pedacito de pan.
De puntillas le arrojé un puñado de alpiste y le coloqué un cacharrillo con agua. Por unos instantes, creí
que se iba porque, ahuecando las alas y estirando el cuello, iniciaba amagos de partida, pero no, mi
presencia pacífica debió disipar sus temores: Se quedó.
¿Cómo te explicaría hasta qué punto mi palomo y yo llegamos a entendernos...? Lo bauticé: Pacorro. Era
una delicia verlo volar a lo largo y ancho de la amplia Avenida. Desde la baranda de mi terraza, se
lanzaba al aire, al cielo, a las nubes... y yo le decía: “!¡Vuela, vuela, Pacorro: por ti y por mí...!” Y casi me
despedía como si nunca más pudiera volver a verlo.
Pero mi palomo Pacorro volvía una y otra vez: Comía en la palma de mi mano, se me subía a la cabeza, al
hombro, dormía sobre un armario de mi cocina, A veces, desde la calle, lo veía volar y me alegraba el
corazón: Era como si con él volara yo. Me relajaba el saberlo libre, el saberlo por encima de todos y de
todo, el saber que, por propia decisión, había elegido su palomar.
Hoy ha muerto mi palomo. La noticia es tan triste, tan conmovedora que tenía que compartirla con
alguien: contigo, Lucrecia, sólo contigo. ¿A quien le puede interesar, en medio de la vorágine de cosas
importantes que suceden en el mundo, la muerte de un palomo...? No obstante, las circunstancias de su
muerte sí que podían servir de reflexión a los sabios y poderosos tan preocupados por arreglar los
problemas del mundo en los que siempre falta esa gota de filosofía que nos regalan las cosas pequeñas ,
porque en el caso de mi palomo, pongo por ejemplo, su muerte ha sido un crimen. Si, Lucrecia, como lo
oyes: un crimen. Figúrate que me lo he encontrado, aquí, en la puerta del bloque, muerto con las alas
cortadas. Lo tengo sobre mi falda, mientras te escribo. Sé que alguien ha querido retenerlo por la
fuerza, sé que alguien enamorado de su belleza, ha querido poseerlo, sé que alguien celoso de mi
felicidad, me lo ha querido arrebatar, sé, seguro, que en su rebeldía, en su deseo de escapar, se ha
estrellado contra el suelo.
Y es que, Lucrecia, el amor posesivo es un mal que siempre acaba en muerte. El amor auténtico jamás se
erige en propietario, en carcelero... Mi pobre palomo ha preferido la muerte a ese amor que le prohibía
ejercer o su libertad, a ese amor que le ha cortado su más precioso tesoro: las alas. Yo hubiera hecho
como él, porque creo que la única forma de sentirse vivos, es la de sentirse libres.
Tengo tanta rabia que no puedo ni llorar. ¿Sabes qué voy a hacer...? Esta mañana, cuando venía a casa,
rodeaba los charcos para no pisar el cielo que se reflejaba en ellos, pero esta tarde, cuando vuelva a
salir, me pondré mis botas de agua para pulverizar hasta la última gota de cielo en los charcos. Mañana
no sé, pero hoy, ¿para qué quiero ese cielo si ya mi palomo está muerto? ¿Para qué si no se puede
sobrevolar en libertad?
Dime, Lucrecia, ¿de qué color es el luto por la libertad.....? Quiero revestirme con él.
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