VIERNES 12 21’30 h. EL ÚLTIMO HURRA (1958) EE.UU. 121 min. Título Orig.- The last hurrah. Director.- John Ford. Argumento.- La novela homónima de Edwin O’Connor. Guión.- Frank Nugent. Fotografía.- Charles Lawton, Jr. (B/N). Montaje.- Jack Murray. Productor.- John Ford. Producción.- Columbia Pictures. Intérpretes.- Spencer Tracy (Frank Skeffington), Jeffrey Hunter (Adam Caulfield), Dianne Foster (Maeve Caulfield), Pat O’Brien (John Gorman), Basil Rathbone (Norman Cass, Sr.), Donald Crisp (El cardenal), James Gleason (Cuke Gillen), Edward Brophy (Ditto Boland), John Carradine (Amos Force), Jane Darwell (Delia Boylan). v.o.s.e. Música de sala: Tempestad sobre Washington (Advise and consent, 1962) de Otto Preminger Banda sonora original compuesta por Jerry Fielding 1958 fue un año magnífico para el arte cinematográfico. Es el año de Vértigo (Alfred Hitchock), de El Hombre del Oeste (Man of the West; Anthony Mann), de Sed de mal (Touch of Evil; Orson Welles). También es el año de EL ÚLTIMO HURRA, una pieza magistral a la que, curiosamente, sí se le han puesto paliativos a lo largo de la historia de la crítica. Qué lástima, cuánta sabiduría y belleza malgastada. El film es una crónica de una derrota que, en esta ocasión, llega a finalizar con la propia muerte. Una nueva elegía del tiempo pasado y perdido, una reafirmación en los absolutos valores morales del héroe fordiano. Cuando John Ford realiza EL ÚLTIMO HURRA ya ha firmado una de sus más sombrías obras maestras, Centauros del desierto (1956); otros títulos de esa misma década no están exentos de su característica melancolía y nostalgia por el pasado, pero sobre todos ellos, de un modo u otro, planea siniestramente la presencia de la muerte: Wagon Master (1950), Río Grande (Rio Grande, 1950), El hombre tranquilo (1952), The Sun Shines Bright (1953) y los tercios finales de Cuna de héroes (1955) y Escrito bajo el sol (1957); tras EL ÚLTIMO HURRA, Ford firmaría una de las más duras visiones de la guerra civil norteamericana Misión de audaces (1959), entrando en la década siguiente en la etapa final de su carrera, la más subversiva, como se ha escrito en numerosos ocasiones, y con la (relativa) excepción de la también nostálgica comedia La taberna del irlandés, que concluye con una absoluta destrucción de la mitología del western clásico -El sargento negro (1960), Dos cabalgan juntos (1961), El hombre que mató a Liberty Valance (1962), su episodio para La conquista del Oeste (1962), El gran combate (1964)- y se cierra, simbólicamente, con un suicidio: Siete mujeres (1965). Resulta lícito ver en EL ÚLTIMO HURRA un cierre de etapa y una suerte de compendio de temas, personajes y recursos de estilo dentro de la carrera de Ford. Apuntaba Quim Casas la presencia en su reparto de veteranos actores, “algunos dispuestos a volver a Ford tras largos años de ausencia o de breves intervenciones -John Carradine, Dan Borzage, Jane Darwell-, otros, viejas glorias de Hollywood que hasta ese momento no habían posado frente a la cámara fordiana -Basil Rathbone, Ricardo Cortez-, que confieren a la película ese sentimiento inextinguible del paso del tiempo que se abate sobre los rostros duros de los políticos que no han querido, como Skeffington, comulgar con los nuevos tiempos”. Más concretamente, la cohorte de figuras que forma el equipo de asesores municipales del viejo alcalde Frank Skeffington (Spencer Tracy), y en particular, el clásico personaje sentimental del ingenuo “Ditto” Boland (Edward Brophy) -el cual, en un arranque de candorosa identificación con su jefe e ídolo, se ha comprado un sombrero idéntico al de Skeffington-, son todos muy característicos de su autor. Nada más empezar la película, vemos a Skeffington saliendo de su dormitorio y poniendo una flor fresca al pie del retrato al óleo de su difunta esposa, un gesto que retrotrae a las conversaciones ante las tumbas de sus fallecidas mujeres por parte de los protagonistas de Juez Priest (1934) –Will Rogers-, El joven Lincoln (1939) –Henry Fonda- y La legión invencible (1949) – John Wayne-. En ese gesto de íntima delicadeza aparece toda la lírica fordiana: el amor a la vida queda retratado a través del vacío que dejan los seres amados. Todos ellos hablan con naturalidad a su amor desaparecido: sinceridad y emoción descontrolada que encoge el alma. Y qué decir de la larga y extraordinaria secuencia del funeral de una vecina de la ciudad que Skeffington organiza de tal manera que se convierta en un auténtico mitin donde se dan cita las fuerzas vivas de la población, una orgía de ironía y humor negro como sólo Ford sabía hacer. EL ÚLTIMO HURRA es de una riqueza inacabable. Como toda obra de Ford es una suma de capas que hay que atravesar con delicadeza para poder disfrutarlas en su justa medida. Considerarla un mero resumen de temas y recursos estilísticos del Ford de la época es hacerle un flaco favor a este film, magnífico por el soberbio equilibrio que mantiene entre ese carácter, digamos, recopilatorio, y lo que tiene de anuncio de posteriores logros, demostrando en sus plácidas imágenes que Ford, lejos de dormirse en sus laureles, de disfrutar plácida y cómodamente de su condición de clásico viviente del cine norteamericano de su tiempo, siempre miraba hacia delante. Además de ser una película muy fordiana, EL ÚLTIMO HURRA es también una película moderna y progresista; y cuando hablo aquí de progresismo no me refiero al mismo en sentido político, sino a su cualidad de “progresivo” (diccionario en mano, “algo que avanza, favorece el avance o lo procura, o que progresa o aumenta en cantidad o en perfección”). Teniendo muy en cuenta que en los Estados Unidos no se concibe la política en los términos europeos de izquierdas o de derechas, EL ÚLTIMO HURRA ofrece una visión de la política nada halagüeña. El alcalde Skeffington está mostrado en todo momento como un manipulador y un tergiversador (de hechos, palabras, discursos, gestos, sonrisas, miradas ... ); pero, eso sí, a pesar de ello, Skeffington es un manipulador “encantador”: simpático, afable, irónico, entrañable ... Un político nato, un auténtico actor, tanto en el ámbito público como en el privado: véase, respecto a esto último, ese momento impagable en el que Skeffington le entrega un sobre con mil dólares a la hija de la anciana que acaba de morir, jurándole que ese dinero se lo dejó la difunta a ella en herencia: el gesto de Skeffington, jurando con la mano en alto, mientras niega sutilmente con la cabeza (gran actor Spencer Tracy), no tiene desperdicio. De hecho, la actividad política de Skeffington está vista en todo momento como si fuera una representación (lo cual anticipa el carácter teatralizado que caracterizará a El hombre que mató a Liberty Valance); el lema del protagonista tiene algo de teatral: “Frank Skeffington está a disposición de cualquier ciudadano de este estado” ; en las primeras secuencias, le intuimos (pues no le vemos) recibir a una dama en su despacho: Ford filma el saludo de Skeffington con la dama fuera de campo, destacando por tanto ese gesto teatral del personaje. Con ese mismo “sentido del espectáculo” propio de tantos políticos, se presenta en el club Plymouth, donde se reúnen los banqueros de la ciudad, para reclamarles el apoyo financiero al plan de rehabilitación de un barrio degradado que acaban de retirar. De la misma manera, es capaz de decir un cumplido a la tímida esposa de su sobrino, Adam Caulfield (Jeffrey Hunter), para ganarse su confianza; o, inmediatamente después de ser derrotado en su última campaña electoral a la alcaldía, anunciar su candidatura a gobernador del estado únicamente para fastidiar a sus enemigos, que le están viendo por televisión ... La mirada de Ford sobre las nuevas generaciones está teñida de amargo escepticismo: el hijo de Skeffington, Frank Jr. (Arthur Walsh), es un joven inconsciente y de pocas luces que no quiere saber nada de política; el programa de televisión en virtud del cual el joven aspirante a la alcaldía se promociona acompañado de su esposa, sus hijos y su (falso) perro está visto con excepcional sarcasmo. No es de extrañar, en este sentido, que, aún sin descuidar el dibujo de sus rasgos más discutibles, Ford acabe viendo en Skeffington a un dinosaurio de otros tiempos, al representante de una forma de hacer y entender la política condenada a la extinción, y que ello le inspire patetismo. Por más que muchos preferirán quedarse con el dibujo del Skeffington político, para Ford este último es también un ser humano con sus virtudes y defectos, y su decadencia y su muerte son el final de un estilo de entender la vida. EL ÚLTIMO HURRA combina ironía y mala uva a raudales con una no menos consistente carga de pura emoción. Una visita nocturna de Skeffington y Adam a un oscuro callejón se convierte, mágicamente, en un simbólico viaje sentimental al pasado del protagonista. Las secuencias finales se cuentan entre lo más bello legado por su autor. El poético travelling lateral y en plano general que muestra el paseo en solitario de Skeffington, de regreso a su casa tras haber perdido las elecciones, mientras al fondo de la imagen la multitud celebra el triunfo de su rival. El genial plano que muestra la entrada de Skeffington en su hogar: la cámara está colocada en semipicado, desde el punto de vista subjetivo, imposible, del retrato de la difunta esposa del protagonista (ni que decir tiene que la mirada de Skeffington se posa inmediatamente en ese cuadro: al poco, Skeffington sufrirá un grave ataque en la misma escalera que conduce al piso superior, donde está colgado ese cuadro). La agonía de Skeffington en su dormitorio, al cual acuden sus amigos y enemigos, partidarios y rivales, familiares y compañeros, está pletórica de admirables apuntes: el cardenal Burke (Donald Crisp) pide a Skeffington su perdón por haberse enfrentado en el pasado (sic); cuando un sacerdote entra a darle al protagonista la extremaunción, Ford corta aquí, respetando mediante una soberbia elipsis la intimidad de Skeffington mientras ajusta sus cuentas con su Creador. El plano final es maravilloso: muerto Skeffington, sus ayudantes suben las escaleras para presentarle sus últimos respetos: sus sombras reflejadas en la pared les convierten a ellos mismos en vestigios de un pasado muerto. Texto (extractos): Alejandro G. Calvo, “Años de dispersión: un cierto pesimismo elegíaco”, en dossier “John Ford”, rev. Dirigido, julio-agosto 2008 Tomás Fernández Valentí, “La política como espectáculo: El último hurra”, en dossier “Cine Político U.S.A.”, rev. Dirigido, febrero 2009