El rayo que no cesa

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Notas sobre el desarrollo de modelos clásicos en dos sonetos de El
rayo que no cesa.
Nuestro punto de partida es una breve perífrasis descriptiva de Góngora:
no el torcido taladro de la tierra
privilegió en la sierra
la paz del conejuelo temeroso (Soledades, I, vv. 302-304)
La interpretación de la perífrasis «taladro de la tierra» se apoya por supuesto en el
«conejuelo», desafortunado en la circunstancia, porque su destino es ser saboreado en un banquete
nupcial. Hay construcciones perifrásticas más complicadas y más herméticas en la poesía de
Góngora, pero lo que me interesa es mostrar, a través de un texto que presenta ciertas afinidades
con el que comentaremos a continuación, el tipo de construcción del discurso que es una base
esencial del libro considerado más neobarroco entre los de Miguel Hernández, es decir Perito en
lunas (1933). Es sin duda un libro en el que el joven poeta da rienda suelta a su ingenio en la
composición de imágenes, revelando un gran talento. Lo que me interesa aquí es destacar la
capacidad de tensión dinámica que Hernández demuestra en estos ejercicios de estilo que nos
propone con la modalidad irónica del enigma. Veamos la octava XXXIV del libro:
Coral, canta una noche por un filo,
y por otro su luna siembra para
otra redonda noche: luna clara,
¡la más clara!, con un sol en sigilo.
Dirigible, al partir llevado en vilo,
si a las hirvientes sombras no rodara,
pronto un rejoneador galán de pico
iría sobre el potro en abanico.
La segunda mitad de la octava ilustra muy bien en su serie de perífrasis encadenadas la
costrucción dinámica de las imágenes: si el huevo no estuviese destinado a terminar en una sartén,
no se vería interrumpido el ciclo metamórfico y vital de gallos che fecundando gallinas darían
origen a otro huevo, en un proceso en todo sentido circular. Nótese que el huevo ocupa una posición
neutral en los últimos cuatro versos, colocado sobre un eje vertical cuyos extremos son la muerte
por un lado (la caída en la sartén, con su implícita circularidad) y por el otro la vitalidad sexual
enhiesta y al mismo tempo circular («abanico») con la que se cierra, de manera casi cubista, el
poema.
Mi intención es ante todo dar relieve a la manera de orientar el ojo mental del lector con
recorridos visuales (entre ellos uno de los elementos, «dirigible», representa un interesante injerto
vanguardista en el poema neobarroco): al leer nos enfrentamos con una rápida sucesión de espacios
implícitos, que alternan la verticalidad lineal (la vida termina) con la circularidad temática del
huevo que se junta en el texto al ciclo de perpetuación de la vida. Valga este ejemplo como
antecedente relativamente simple de análogas construcciones, ya más complejas, en El rayo que no
cesa.
Gran maestro de arquitecturas y trayectorias visuales es Góngora, tanto en los poemas de
largo aliento como en los breves; una excelente demostración nos la da su famoso soneto «Mientras
por competir con tu cabello», sobre todo si lo comparamos con el soneto de Bernardo Tasso
«Mentre che l’aureo crin v’ondeggia intorno» y con la variación de Garcilaso de la Vega, «En tanto
que de rosa y azucena», que son los precedentes del soneto gongorino. Góngora, como sabemos,
confiere una forma más geométrica a la estructura de los cuartetos, y después altera
sorprendentemente el esquema de parejas con un verso final de cinco elementos, ordenados en una
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implacable progresión, encaminada hacia la cada vez menor consistencia visual, hasta llegar a su
anulamiento: «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada».
Desde luego, sería erróneo negarle a Garcilaso la capacidad de proponernos construcciones
poéticas de gran visualidad espacial; es suficiente pensar en las églogas o, por ejemplo, en la
manera en que nos dibuja con palabras la metamorfosis de Dafne en laurel en el soneto «A Dafne ya
los brazos le crecían». Pero también en dicha ocasión Garcilaso tiende a una trayectoria lineal,
desde lo alto de los brazos de Dafne hasta sus pies, sin los virajes muy barrocos, a veces bruscos,
que nos propone en cambio Góngora en la descripción de una catástrofe desarrollada en el soneto
«Cosas, Celalba mía, he visto extrañas», del que me limito a citar el intenso contraste de
movimientos verticales (en el que colabora aquí la marcada contraposición entre los verbos «besar»
y «vomitar») que el lector halla en la sucesión de escenas del desastre:
altas torres besar sus fundamentos,
y vomitar la tierra sus entrañas. (vv. 3-4)
El clasicismo de Góngora tiene un sello inconfundiblemente barroco, y también su
construcción de referencias visuales tiende a un fuerte dinamismo, a menudo caracterizado por la
discontinuidad y por la contraposición semántica de los elementos colocados en el texto.
Discontinuidad que Góngora obtiene también al detenerse en detalles descriptivos, provocando una
demora, más o menos notable, en el trayecto visual propuesto. Veamos, por ejemplo, su descripción
del baile de las serranas de Cuenca:
El pie (cuando lo permite
la brújula de la falda)
lazos calza, y mirar deja
pedazos de nieve, y nácar.
Ellas, cuyo movimento
honestamente levanta
el cristal de la columna
sobre la pequeña basa. («En los pinares de Xúcar», vv. 27-34)
Una versión más condensada, más “culta”, del movimiento en la danza lo hallamos en un
paso de las Soledades:
pedazos de cristal, que el movimento
libra en la falda, en el coturno ella,
de la coluna bella,
ya que celosa basa,
dispensadora del cristal no escasa. (Soledades, I, vv. 543-547).
No pretendo afirmar que estos pasos hayan podido ser la fuente que ha inspirado la imagen
inicial del soneto 8 de El Rayo que no cesa, pero es probable que el joven poeta, tan «perito en
lunas» neogongorinas, los tuviese en cuenta, sobre todo en la construcción de recorridos visuales,
aunque con amplia libertad de desarrollo. Veamos el texto:
Por tu pie, la blancura más bailable,
donde cesa en diez partes tu hermosura,
una paloma sube a tu cintura,
baja a la tierra un nardo interminable.
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Con tu pie vas poniendo lo admirable
del nácar en ridícula estrechura,
y donde va tu pie va la blancura,
perro sembrado de jazmín calzable.
A tu pie, tan espuma como playa,
arena y mar me arrimo y desarrimo
y al redil de su planta entrar procuro.
Entro y dejo que el alma se me vaya
por la voz amorosa del racimo:
pisa mi corazón que ya es maduro.
Partimos desde lo bajo del pie en el primer verso; en el segundo, la articulación en diez
dedos concluye el eje vertical de un conjunto, la belleza de la mujer representada, en el marco de un
espacio en el que hay vectores con direcciones contrapuestas: una ascendente (la «paloma», que
remite al cielo y que forma parte del paradigma cromático de la blancura de la mujer-diosa, sin
olvidar la probable referencia amorosa); una dirección descendente (el «nardo», asimismo blanco,
que remite a la tierra y tiene una connotación erótica desde el Cantar de los Cantares). La segunda
estrofa presenta afinidades con el soneto gongorino «Mientras por competir con tu cabello», en la
expresión de la absoluta superioridad de la mujer ensalzada sobre los elementos ofrecidos por la
naturaleza: uno marino, el nácar, y un segundo elemento vegetal blanco, el jazmín; la superioridad
divina de la figura dibujada se halla también en la implícita servidumbre y fidelidad perrunas. El
primer terceto introduce al ”yo” del texto; quien, con imagen reiterada en El rayo que no cesa, es
representado como un mar que asedia en la alternancia de mareas al objeto de su deseo, hasta
atreverse al contacto con el pie divinizado en el humilde papel de un probable cordero («al redil»).
Si pasamos del intento expresado en el primer terceto: «entrar procuro», a la realización en el
segundo: «Entro», nos hallamos ante una situación sorprendente para el lector de El rayo que no
cesa, acostumbrado a tentativas fallidas del sujeto de acercarse al ser amado. La de este soneto es
por lo tanto una de las escasas evasiones transgresivas que el yo lírico se concede en El rayo; en
pocas ocasiones accede a un trofeo, como los besos del soneto 11: «raptor intrépido de un beso / yo
te libé la flor de la mejilla« (vv. 3-4), o del soneto 20 –éste más clamoroso–: «besarte fue besar un
avispero» (v. 5); si no se trata de un beso que queda castamente suspendido: «Y recuerdo aquel beso
sin apoyo» (soneto 21, v. 12). El acceso conquistado, la inclusión en el objeto supremo del deseo,
una situación que podríamos definir dionisíaca –el racimo por pisar es una alusión “culta” en la que
el pie de la bacante tiene una función de dominio sobre el sátiro de la situación evocada–: todos
estos componentes contribuyen al desarrollo anómalo del soneto 8 en un contexto de alabanza
hiperbólica de la amada, que incluye, como en otros sonetos del Rayo, la actitud de servidumbre del
enamorado. Se produce así en los tercetos una ruptura del código petrarquista subyacente, en
contraposición al planteo más tradicional de los cuartetos, aunque Hernández conserve a lo largo
del texto el nivel hiperbólico de las cualidades de la amada.
Es otra vez el retrato de la belleza superlativa desarrollado en los sonetos de Garcilaso, «En
tanto que de rosa y azucena», y de Góngora, «Mientras por competir con tu cabello», el modelo
subyacente, sobre todo en los cuartetos, del soneto 21 del Rayo:
¿Recuerdas aquel cuello, haces memoria
del privilegio aquel, de aquel aquello
que era, almenadamente blanco y bello,
una almena de nata giratoria?
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Recuerdo y no recuerdo aquella historia
de marfil expirado en un cabello,
donde aprendió a ceñir el cisne cuello
y a vocear la nieve transitoria.
Recuerdo y no recuerdo aquel cogollo
de estrangulable hielo femenino
como una lacteada y breve vía.
Y recuerdo aquel beso sin apoyo
que quedó entre mi boca y el camino
de aquel cuello, aquel beso y aquel día.
El esquema de los «mientras» gongorinos aquí se refleja en la construcción anafórica de
“recuerdo”; como en el soneto 8, reina el candor frío de «nata - cisne - nieve». En particular, la
imagen del «marfil expirado en un cabello» me parece ser una síntesis neogongorina –con el injerto
de una fulminante evocación del «Cántico espiritual» de san Juan de la Cruz: «en un cabello»
confirma la referencia ya presente en «aquel aquello»–, síntesis expresada en la sutil y lograda
condensación de una imagen desarrollada con mayor amplitud por Garcilaso:
y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena, (vv. 5-8).
Las palabras «expirado» y «transitoria» del segundo cuarteto hernandiano introducen un
paradigma de la inquietud: debida no sólo al tiempo que modifica o destruye todo, como acaece en
el modelo de referencia, sino también a la insatisfacción del enamorado, que se manifiesta aquí en
una antipetrarquista hipótesis de desquite: «estrangulable hielo femenino» (v. 10), para acabar en la
tentativa vana de besar ese cuello intangibile para el súbdito del amor, anulando así la distancia con
la que se que enfrenta siempre el enamorado del Rayo que no cesa, condenado al rechazo y a la
pérdida en su «obstinación enamorada» (soneto 5, v. 8), en una condición de sometimiento que
impone vínculos a su pasión. El sujeto del deseo repite en varias ocasiones que se halla en una
prisión espiritual, como vemos expresado en dos momentos del soneto 20 –que constituye una
premisa de lo que se enuncia en el soneto 21–, con imágenes absolutamente anticlásicas:
como si fuera un huracán de lava
en el presidio de una almendra esclava (vv. 2-3);
una revolución dentro de un hueso,
un rayo soy sujeto a una redoma. (vv. 13-14).
No menos modernas son las referencias al yo lírico en uno de los primeros sonetos, el 3:
un terrón para sempre insatisfecho,
un pez embotellado […] (vv. 13-14).
El sujeto de El rayo que no cesa, en el perenne «naufragio de vaivenes» (soneto 10, v. 6)
que constituye el esquema dominante en gran parte de los sonetos del libro, proclama la
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insatisfacción de ver constreñidos sus deseos y sus posibilidades vitales y lamenta la exclusión de
que se siente víctima.
Podríamos incluso atrevernos a interpretar la imagen citada antes, «un rayo soy sujeto a una
redoma», que, como es obvio, remite al título del libro, como una referencia a la disciplina del
soneto clásico, en particular al soneto de tipo petrarquista, forma que resulta demasiado estrecha
para el desborde de sentimientos que el poeta quiere expresar. A su manera, El rayo que no cesa es
un descendiente del Canzoniere de Petrarca –como lo es La voz a ti debida de Pedro Salinas–, pero
refleja una pasionalidad neorromántica que se desborda y que somete a una fuerte tensión el tejido
de los sonetos, alterando, a veces con el léxico y otras con el peculiar desarrollo de la composición,
el equilibrio de los modelos antiguos. El rayo que no cesa demuestra que Miguel Hernández ha
asimilado plenamente esa disciplina, y que respecto a ella desarrolla, como los grandes poetas del
27, una hábil dialéctica de elementos tradicionales y de innovaciones, como es visible en los
sonetos aquí comentados, en los que se hallan amalgamadas la huella de los modelos clásicos y una
voz poética inconfundible.
Norbert von Prellwitz
Universidad de Roma «La Sapienza»
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