UNITATIS REDINTEGRATIO, UN REGALO PARA LA IGLESIA En el

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2.917. 15-21 de noviembre de 2014
PLIEGO
UNITATIS REDINTEGRATIO,
UN REGALO PARA LA IGLESIA
En el 50º aniversario del decreto conciliar
sobre el ecumenismo
PEDRO LANGA AGUILAR, OSA
Teólogo y ecumenista
El decreto Unitatis redintegratio fue promulgado por su santidad Pablo VI
el 21 de noviembre de 1964, después de su aprobación por 2.137 votos
a favor y 11 en contra. Veamos seguidamente qué significó aquella
puesta de largo en el Aula, qué supuso más tarde su funcionamiento y
qué panorama tenemos hoy a la vista. Sobre ciertas carencias, van a
primar los éxitos. Sus recurrentes decenios no han hecho sino incrementar
la bibliografía y darnos ocasión así para un análisis cada vez más riguroso
y, en consecuencia, para un mejor conocimiento.
PLIEGO
Signo de un espíritu nuevo
I. RESTAURAR LA UNIDAD
CRISTIANA, UNO DE LOS
PRINCIPALES PROPÓSITOS
DEL VATICANO II
Aquel documento, del que ahora
nos separa medio siglo, es sin duda
la más recordada hazaña de la Iglesia
católica en la historia del ecumenismo.
El prestigio de este esfuerzo no ha
cesado de crecer, y hoy es prácticamente
universal su estima: por de pronto, debe
seguir estudiándolo quienquiera que
desee comprender el concilio ecuménico
Vaticano II con la debida profundidad.
Conviene, pues, tener presente
de entrada su íntima relación con
la constitución dogmática sobre la
Iglesia, Lumen gentium, promulgada
precisamente el mismo día por 2.151
votos a favor y 5 en contra; y con el
decreto sobre las Iglesias orientales
católicas, Orientalium Ecclesiarum,
también votado y promulgado ese día
por 2.110 a favor y 39 en contra. A ello
cumple agregar los dos capítulos que
inicialmente formaban un todo en el
esquema-borrador y terminaron siendo
autónomos, al quedar transformados
en, respectivamente, las declaraciones
Nostra aetate, sobre las relaciones de la
Iglesia con las religiones no cristianas
(28-X-1965), con 2.221 votos a favor,
88 en contra y 3 nulos; y Dignitatis
humanae, sobre la libertad religiosa
(7-XII-1965), con 2.308 a favor, 70
en contra y 8 nulos. Todo lo cual
denota que no es posible analizar
adecuadamente Unitatis redintegratio
desvinculado de los documentos que
acabo de mencionar.
Con él se abría en la mañana de su
promulgación un camino ya irreversible,
a la vez que prioridad pastoral de los
últimos pontificados (Ut unum sint,
3.99). Gracias a este puñado de páginas
bien pensadas y ampliamente
debatidas, en Roma “se abandonó por
fin la visión restringida de la Iglesia
de la Contrarreforma y postridentina, y
se promovió, no un ‘modernismo’ (como
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algunos se temían), sino una vuelta
a la tradición bíblica, patrística
y medieval, que permitió una
comprensión nueva y más nítida
de la naturaleza de la Iglesia”1.
El decreto, por otra parte, abrió la
Iglesia católica a una sana renovación
y dio paso “no a una Iglesia nueva,
sino una Iglesia espiritualmente
renovada y enriquecida”2, matiz, este,
de mucho fundamento. Dicha visión,
pese a todo, estuvo al principio lejos de
ser la que luego fue. Los ecumenistas
de la Iglesia católica en vísperas del
Concilio eran desdichadamente pocos,
según permiten deducir los datos hoy a
nuestro alcance. Quienes recelaban de
la iniciativa, en cambio, eran mayoría
punto menos que hegemónica. Así que
la institución del Secretariado para
la Unidad de los Cristianos resultó
fundamental en este proceso. Sobre todo
al principio. Entre sus competencias
entraba fomentar un movimiento
ecuménico entonces –insisto– casi en
mantillas. El cardenal Willebrands
nada menos llegó a escribir: “No hemos
de olvidar que, antes del Concilio, una
gran mayoría de los padres conciliares
no había tenido algún contacto ni
experiencia de tipo ecuménico, por no
hablar de las experiencias negativas,
prevalecientes en muchos países”3.
Pablo VI con
el patriarca
Atenágoras
(Jerusalén,
1964)
La tarea del Secretariado con el
decreto consistió en dejar de imponer
desde fuera elementos eclesiales a
las otras Iglesias, para ofrecérselos
de forma más auténtica, ya que la
experiencia de estas podía ser de ayuda
en orden a purificarse y reencontrar
la autenticidad. Monseñor De Smedt
había precisado bien este espíritu en
su célebre intervención (19-XI-1962)4;
y, justo al año de la misma, también
monseñor Martin presentando los
tres primeros capítulos del esquema.
No era cosa, pues, de perderse en un
ecumenismo falso de puro considerar
como equivalentes las formulaciones
todas del cristianismo. Porque el
ecumenismo no es un trágala, ni un
todo vale, ni un pasatiempo. Que es
sobremanera gracia, don, trabajo y
esfuerzo común.
Los redactores, además, estaban muy
lejos de reabrir viejas heridas. Aspiraban,
más bien, a reblandecer el corazón al
arrepentimiento de los pecados del
pasado: así lo había dicho el beato Pablo
VI en la apertura de la segunda sesión, y
había motivos para saber de quién fiarse:
insistir menos en lo que separa que en lo
que une, menos en insuficiencias de las
otras Iglesias que en lo bueno y esencial
de su fe. Espíritu de lealtad, por tanto,
sin ocultar las divergencias; diálogo de
El ortodoxo John de Pérgamo, el anglicano Rowan Williams y el cardenal Walter Kasper
mutua comprensión, lenguaje accesible
al otro, colaboración práctica en lo moral
y social, y, sobre todo, oración común. La
Iglesia católica comprendió que para ser
aceptada por las otras debía renovarse,
colectiva e individualmente.
“El acontecimiento ecuménico
central de esta sesión, se puede incluso
decir de este año, –afirmó entonces
el cardenal Bea– es, sin duda, la
definitiva votación y promulgación del
decreto conciliar sobre el ecumenismo.
Este representa la toma de posición
oficial teórica y práctica de la Iglesia
católica como tal de cara a la causa de
la unión y al movimiento ecuménico;
y este significado ha sido reconocido
largamente, casi por todas partes”5.
Pudo el Concilio, en resumen, hacer
suya la causa ecuménica, porque
acertó a entender la Iglesia como
movimiento, esto es, como pueblo de
Dios en camino. Revalorizó en ella su
dimensión dinámico-escatológica, y
dejó sentado que el ecumenismo, lejos
de constituir una añadidura o apéndice,
es parte integrante de la vida orgánica
de la Iglesia y de su actividad pastoral,
centrada en la tradición viva y en la
gracia del Espíritu.
Fue histórico que un concilio abordase
los problemas del ecumenismo, según
era entonces entendido el término, o
sea como el fenómeno de conciencia
colectiva en torno al escándalo de
la desunión cristiana y al deber de
todos por comprometerse a remediarlo
mediante comprensión profunda y
búsqueda en común. El catolicismo
oficial se había mostrado reacio a ello
durante largo tiempo. Muchos teólogos
católicos profesionales, sin embargo,
amén de maestros de espiritualidad
y pensadores laicos comprometidos,
habían puesto interés en él. De modo
que no solo no le hicieron ascos, sino
al contrario, decidieron adherírsele
de buen grado mediante congresos,
conferencias, artículos y libros. Era
Unitatis redintegratio, pues, en cierto
sentido, el fruto de esta evolución y
venía de pronto a consagrarla.
Leído a bote pronto, el decreto parece
que fuera un exhorto bienintencionado
desde las altas esferas con el fin de que
los católicos pudieran concienciarse
del espíritu ecuménico, aunque sin
proponerse adelantar una teología
del ecumenismo ni tampoco arbitrar
medidas que la hicieran posible.
Considerado, en cambio, con
detenimiento, sale pronto a la superficie
que se trata de una pieza magistral
con más alcance del que aparenta. Y
no digamos ya si se lee a la luz de la
constitución Lumen gentium, o si se
tienen en cuenta los otros documentos
arriba dichos. Entonces comprende
uno que constituye el signo de un
espíritu nuevo. Y esto es, a mi ver, lo
más importante. Pensemos que, por las
fechas de su promulgación, la teología
ecuménica no estaba todavía lo bastante
madura como para ser consagrada por
un concilio.
Ilustres ecumenistas sostienen que
fue el documento más importante. La
verdad es que, tanto por las vicisitudes
de su elaboración como a causa de las
esperanzas de su promulgación, es,
entre todos los escritos del Vaticano
II, donde tal vez más se dejó sentir el
Pneuma. Óscar Cullmann no vaciló
en afirmar, a propósito del segmento
“jerarquía de verdades”, que era lo
más revolucionario del Concilio. Con
el decreto, en cualquier caso, la Iglesia
católica demostró sabiduría trabajando
la unidad, arrojo rompiendo prejuicios
y esperanza señalando horizontes.
Los acatólicos podían saber, por fin,
a qué se atenía la Iglesia católica en
ecumenismo. Quizás uno de sus más
grandes logros haya sido concienciar a
unos y otros de que las divisiones dentro
de la gran familia cristiana representan
uno de los más graves obstáculos para la
evangelización. No podemos, entonces,
comprometernos por la paz en el mundo
sin hacerlo, a la vez, por la unidad y la
paz entre cristianos.
Cuatro acontecimientos jalonaron la
clausura conciliar: el culto ecuménico
en San Pablo Extramuros, el discurso de
Pablo VI el 7 de diciembre, la supresión
de los anatemas entre Constantinopla
y Roma, y la reforma del Santo Oficio.
Del primero, baste recordar que, en
1963, el cardenal Léger había asistido
a una ceremonia organizada por el
Movimiento Fe y Constitución en el gran
auditorio de la Universidad de Montreal,
lo que molestó en Roma. ¡Y eso que no
era un acto de culto! Algunos medios
de la Urbe tampoco dejaron de criticar
la participación papal en la liturgia
ecuménica de San Pablo Extramuros.
El decreto, en suma, no terminaba
de calar. Menos mal que opusieron su
contrapeso figuras de la talla de los
25
PLIEGO
cardenales Bea, Suenens y König, igual
que después purpurados insignes como
Willebrands o Martini.
De los observadores, cabe decir que
llegaron con ellos figuras teológicas
de relieve, verbigracia Max Thurian,
Óscar Cullman, Schlink y otros nombres
de peso en las sesiones conciliares.
Bea era un buen conocedor de la
exégesis protestante. Y a Willebrands,
secretario del Secretariado, le adornaba
una profunda experiencia ecuménica
de los Países Bajos y toda Europa
en general. En cuanto a consultores
del Secretariado, salieron de la
Conferencia católica para las cuestiones
ecuménicas, del Grupo de les Dombes,
del círculo alemán Jäger-Stählin (Joseph
Höffer, Hermann Volk), de muchas
comunidades religiosas con vocación
ecuménica (Chevetogne, Franciscanos
del Atonement, Agustinos Asuncionistas)
y, entre los teólogos de antemano
comprometidos, de buenos conocedores
del judaísmo.
En lo relativo a la abrogación de
las excomuniones, resultó partitura
musical en clave del decreto, publicado
un año antes. Vendrían luego otras
iniciativas del Secretariado, pero ya en
fechas posteriores al inicial regocijo
de la promulgación. Entusiasmo
ecuménico, el del inmediato posconcilio,
que luego iría remitiendo con los años.
La pregunta que los observadores se
hacían en las horas de la clausura era
llamativa: ¿será capaz la Iglesia católica
de poner en práctica lo que acaba
de aprobar y promulgar en Unitatis
redintegratio?
Juan Pablo II y el anglicano
Robert Runcie (Asís, 1986)
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II. DURANTE 50 AÑOS, UNITATIS
REDINTEGRATIO HA PRESENTADO
BAJO UNA LUZ MÁS PLENA
EL ROSTRO DE CRISTO SIERVO
El decreto, en realidad, fue más un
punto de partida que de llegada. Salió
con mucho fruto a las espaldas, sí,
pero también con grandes desafíos por
delante y muchas ganas de marcha.
Los cinco capítulos del borrador
inicial se quedaron reducidos a tres:
1º. “Principios católicos sobre el
ecumenismo”; 2º. “La práctica del
ecumenismo”; y 3º. “Las Iglesias y
las Comunidades eclesiales separadas
de la Sede Apostólica Romana”.
El 4º y el 5º se convertirían después
en las declaraciones ya dichas.
El capítulo 1º se reveló desde el
principio lo mejor. Roma, por fin, tan
reticente desde 1910, aclaraba que
entendía esta vocación a la luz de
Lumen gentium. Hasta el título trajo de
cabeza a los redactores: no se trataba
del ecumenismo católico –así reza
el borrador–, sino de los principios
católicos del ecumenismo: solo hay un
ecumenismo, aunque su vivencia difiera
según quien lo vive. Es cuanto salió a
flote. Precisarlo era como adentrarse
en la identidad: los interlocutores
deben conocer quién es quién. Unitatis
redintegratio suministraba de pronto
las credenciales.
Más preocupación había de causar
en estos diez lustros el capítulo 2º,
sobre todo por la praxis. Decir –es una
muestra– que la reforma de la Iglesia
consiste en el aumento de la fidelidad
El metropolita ruso Hilarión de Volokolamsk
hacia su vocación, o que el auténtico
ecumenismo no se da sin la conversión
interior, es tanto como dejar hablar
al Evangelio. Harina de otro costal es
ocuparse del conocimiento mutuo y de la
cooperación recíproca, de la formación
e información, de los modos de expresar
y exponer la doctrina de la fe. En casos
tales, el modus operandi puede jugar
una mala pasada, según sea de católicos,
protestantes u ortodoxos. Para colores
está el arco iris.
El 3º es el que más problemas ha dado
desde su aparición. Fue también el más
difícil de redactar. El cardenal König se
opuso en redondo a que se designase
a los protestantes como comunidades
cristianas. Era preciso admitir en ellos
vestigios eclesiales y así reflejarlo: o
sea, comunidades eclesiales. Quienes
abogaban por lo primero aducían su
razón de peso –no convincente, sin
embargo–: las diversas separaciones
difieren mucho entre sí, no solo por
su origen, lugar y época, sino, sobre
todo, por la naturaleza y gravedad
de los problemas relativos a la fe y la
estructura eclesiástica. Pero de ahí a
concluir que tales comunidades solo
son cristianas hay un abismo. Así que
terminó por imponerse lo de eclesiales.
Pese a lo cual, los protestantes han
seguido viendo ahí una deficiencia. Con
la Ortodoxia, en cambio, exquisitamente
tratada en el decreto, tampoco han
faltado pegas, de Moscú sobre todo:
uniatismo, proselitismo y el Primado,
hoy plato fuerte de la Comisión mixta
internacional para el diálogo teológico.
A juicio del cardenal Willebrands, “el
movimiento ecuménico, por lo menos
en la tradición católica, moriría sin la
teología”6. Es verdad. La más empeñada
en el decreto abogó por el abandono
de una espiritualidad demasiado
individualista, para convertir la
experiencia cristiana en algo comunitario,
lo cual tenía que traer disgustos, claro.
Pero el Secretariado tuvo la fortuna de
contar entre sus redactores con teólogos
de mano maestra; algunos lo harían
también –aún supervivientes– en la Ut
unum sint (25-V-1995).
La base de Unitatis redintegratio,
en otro orden de cosas, radica en
el término comunión, decisivo para
comprender los elementa Ecclesiae,
expresión esta que sugiere una dimensión
cuantitativa, casi material, como si se
pudieran medir o contar esos elementos.
El decreto, de hecho, no se detuvo en esa
“eclesiología de los elementos”, criticada
en y después del Concilio, pues queda
lejos de su ánimo definir las Iglesias y
Comunidades eclesiales separadas como
entidades que conservan un residuo de
elementos. Entiende estas, más bien,
como entidades integrales, reflejando
esos elementos dentro de su concepción
eclesiológica global.
La integración de la teología ecuménica
en la eclesiología de comunión permitió
distinguir el cisma entre Oriente y
Occidente, y las divisiones en la Iglesia
de Occidente desde el siglo XVI. Son
cismas distintos: con la Reforma estamos
ante otra estructura eclesial que frente
a la Ortodoxia. De ahí lo de Iglesias
locales e Iglesias hermanas (UR, 14). Esta
formulación, bastante vaga en el decreto,
fue desarrollada en el intercambio
de mensajes entre el beato Pablo VI
y Atenágoras (Tomos agapis). Y en la
Declaración común de san Juan Pablo II
y el patriarca ecuménico Bartolomé I
en 1995.
Huelga decir que lo tradicionalconservador no estuvo durante el
Concilio –ni lo estaría después– por
la causa ecuménica. Tampoco –y es
curioso– algunos aperturistas: era pedir
demasiado en tan poco tiempo. Pero si
no toda la progresía conciliar entendía
el ecumenismo, análoga deficiencia
cabe detectar en algunos conservadores,
entonces y ahora: lo que prueba
qué ecumenismo postulan algunos
pseudoecumenistas. No siempre es oro
todo lo que reluce.
Grandes repercusiones, sin duda, las
del decreto dentro y fuera de la Iglesia
católica, por más que la situación
haya cambiado en estos 50 años. Salió
dejando abiertas algunas cuestiones, es
verdad, de ahí las críticas y el ulterior
desarrollo, pero inició un proceso
irreversible frente al que no existe
alternativa, y continúa mostrándonos
en el siglo XXI el camino, pues la
voluntad del Señor es recorrerlo con
prudencia, valentía, paciencia y, sobre
todo, inquebrantable esperanza. El
ecumenismo, en definitiva, es aventura
del Espíritu. Es gracia.
Con lúcida visión, Yves Congar, al
que Unitatis redintegratio tanto debe,
se había opuesto antes del Vaticano II
a contemplar la reunión de las Iglesias
como simple retorno de los cristianos
acatólicos –eso afirma Pío XI en la
encíclica Mortalium animos (1928)–;
había preferido verla como la posibilidad
de un desarrollo cualitativo de la
catolicidad, siendo consciente de que las
otras Iglesias han acertado, a veces mejor
que la católica, a preservar o desarrollar
ciertos valores. Atrevido enfoque, sin
duda, que le valió, cómo no, más de un
exilio. Pero su línea conseguiría triunfar
plenamente con el Vaticano II.
Tampoco el aggiornamento de san
Juan XXIII había pretendido mejorar
R. Williams, Bartolomé I y
Benedicto XVI (Asís, 2011)
Juan Pablo II y el ortodoxo rumano Teoctist
solo la organización institucional (me
temo que sea lo que va quedando),
sino, ante todo, una verdadera
renovación, a fin de poner la Iglesia en
estado de misión y de diálogo con el
mundo moderno (a lo que todavía hoy
parece que no hayamos llegado). Para
avanzar en esa línea, la presencia de
representantes de otras Iglesias y de
católicos orientales fue capital. Y aquí
es donde la dinámica conciliar consiguió
aunar la vocación a la vez ecuménica
y eclesiológica que el cardenal Congar
había, de hecho, reconocido suya desde
1930 a base de meditar a fondo el
capítulo 17 de san Juan.
La Iglesia católica se metió con san
Juan XXIII tan al vivo en el movimiento
ecuménico que, a partir de entonces –y
luego del beato Pablo VI y del mismo
decreto–, la unidad debía exceder la
simple asignatura para convertirse
en “dimensión de todo aquello que se
hace en la Iglesia”7. Dijo en 2004 el
cardenal Kasper que Juan XXIII “puede
considerarse el padre espiritual del
decreto sobre el ecumenismo”8. De
acuerdo, a condición de que tampoco se
omita que, cuando el decreto vio la luz,
hacía ya casi año y medio que él había
pasado a la casa del Padre. Importante
su institución, sí, pero aquello fue solo
el comienzo. Había que seguir en la
brecha del ecumenismo, entonces solo
balbuciente dentro del mundo católico.
Por la senda de Unitatis redintegratio
caminan la abrogación de las
excomuniones Roma-Constantinopla
(7-12-1965); la promulgación escalonada
del primer directorio (1967-1970) y la
total del segundo: Directorio para la
aplicación de los principios y normas
sobre el ecumenismo (25-3-1993),
la encíclica de san Juan Pablo II Ut
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PLIEGO
unum sint (25-4-1995) y la Dimensión
ecuménica en la formación de quienes
trabajan en el ministerio pastoral
(1997). Asimismo, la institución del
Pontificio Consejo para el Diálogo
Interreligioso (1988) –su precursor
había sido el Secretariado para los
no cristianos, instituido por el beato
Pablo VI en 1964–, el documento
interdicasterial Diálogo y Anuncio (195-1991) y el Pontificio Consejo para el
Diálogo con los No Creyentes (1965),
hoy, tras la fusión con el Pontificio
Consejo para la Cultura (25-3-1993),
denominado Pontificio Consejo de
la Cultura. Naturalmente que ambos
pontificios consejos han producido en el
transcurso de este medio siglo copiosa
documentación deudora de Unitatis
redintegratio. Y ahí no queda todo.
En esta celérica exposición se impone
hacer memoria también del diálogo de
la caridad y del teológico. La expresión
del primero, cuya autoría se atribuye al
metropolita Melitón de Calcedonia en la
Conferencia panortodoxa de Patrás, se
adelanta, en realidad, al mismo decreto,
cuya primera andadura discurre bajo
sus efectos. Él hizo posible, de hecho,
acelerar la hora del diálogo teológico
–san Juan Pablo II solía denominarlo en
sus últimos años diálogo de la verdad–,
donde procede incluir la cuantiosa
documentación de comisiones mixtas
y diálogos multilaterales de la causa
ecuménica en este medio siglo, de
imposible referencia aquí y ahora.
Al cabo de este cincuentenario, el
Pontificio Consejo para la Unidad
mantiene un diálogo teológico
internacional con las siguientes Iglesias
y Comunidades mundiales: Iglesia
ortodoxa, Iglesia copta ortodoxa,
Iglesias malankares, Comunión
anglicana, Federación Luterana
Mundial, Alianza Reformada Mundial,
Consejo Metodista Mundial, Alianza
Bautista Mundial, Iglesia cristiana
(Discípulos de Cristo) y responsables
de las Iglesias pentecostales. Es difícil
responder qué sería hoy de todos estos
diálogos si no hubiera visto la luz
Unitatis redintegratio. Pronunciarse en
firme es tan arriesgado como recurrir a
futuribles. ¿Qué habría sido del Vaticano
II? ¿Y del Sínodo de los Obispos? ¿Qué
relaciones mantendría hoy Roma sin el
decreto? Ni se sabe.
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Preguntas son todas, en realidad, que
arrojan, por otra parte, abundante luz
sobre los éxitos, que son muchísimos.
No importa que se hayan producido
fisuras, que los impedimentos hayan
ralentizado a veces la marcha, que se
encuentre uno por ahí –¡todavía!– con
nostálgicos que nada quieren saber del
asunto: bien harían poniendo en hora
el reloj de su eclesiología. El avance
del mundo es imparable, y hasta el
ecumenismo se ve hoy amenazado por
el boom del diálogo interreligioso. La
Iglesia está para salvar hombres, no
para perderse en bizantinas discusiones
acerca de galgos y podencos.
III. LOS PROBLEMAS QUE
SUBSISTEN NO DEBEN IMPEDIR
EL RECUERDO DE LA GRAN
COSECHA CONSEGUIDA
San Juan Pablo II expuso en la Ut
unum sint (1995) –el documento que
mejor refleja el espíritu de Unitatis
redintegratio (1964)– los temas que
debían ser profundizados para alcanzar
un verdadero consenso de fe (n. 79): 1)
las relaciones entre Sagrada Escritura
y Sagrada Tradición; 2) la Eucaristía;
3) el sacramento del Orden; 4) el
Magisterio de la Iglesia; y 5) la Virgen
María, Madre de Dios. Más o menos,
los contempla ya el decreto, donde se
puede leer –nótese bien–, a propósito
de las relaciones entre la Iglesia católica
y las separadas en Occidente, que
subsisten “discrepancias de gran peso,
no solo de índole histórica, sociológica,
psicológica y cultural, sino, ante todo,
de interpretación de la verdad revelada”
Celebración ecuménica
de la Federación Luterana Mundial
(UR, 19). En parte, atañen a la doctrina
de Jesucristo y de la redención, a la
Sagrada Escritura en su relación con
la Iglesia, al Magisterio auténtico, a la
Iglesia y sus ministerios y a la Virgen
María en la obra de la redención
(UR, 20s.; UUS, 66). Y, en parte,
también a cuestiones morales (UR, 23),
estas últimas recientemente subrayadas
y causa por ello de problemas
tanto dentro de las Comunidades
eclesiales reformadas como entre ellas
y la Iglesia católica.
En la Reforma no solo hallamos
diferencias doctrinales. Hay, además,
otro tipo de Iglesia, concebida por los
reformadores como criatura verbi a
partir de la Palabra de Dios y no de
la Eucaristía, donde la distancia se
acentúa (UR, 22), pues en eclesiología
eucarística la distinción entre Iglesias
y Comunidades eclesiales depende de
esta falta de sustancia eucarística. El
cisma de Occidente –así lo reconoce el
decreto– es un fenómeno complejo, de
índole a la vez histórica y doctrinal.
Cierto, sin duda, que nos unen a la
Reforma importantes elementos de la
verdadera Iglesia, de modo particular
el anuncio de la Palabra de Dios y el
bautismo: se me antojan al respecto
dignos de cita, entre otros, el documento
de Lima Bautismo, Eucaristía y Ministerio
(BEM, 1982); los de ARCIC con la
Comunión anglicana; los convergentes
con los luteranos –La cena del Señor,
El ministerio espiritual en la Iglesia,
etc.–. Cerrando la breve lista, me parece
de relevancia la Declaración común
sobre la doctrina de la justificación
(Augsburgo, 1999).
B I B L I O G R A F I A
(NB: con los títulos que aquí aporto, el lector
tendrá la oportunidad de saltar a la copiosísima
bibliografía de y sobre Unitatis redintegratio).
→→ BOSCH, J., Para comprender
el ecumenismo,Verbo Divino, Estella
(Navarra), 1991, pp. 141-145.
→→ KASPER, W., “Conferencia sobre el 40º
aniversario de la promulgación
del decreto conciliar UR (Rocca di Papa,
11-13 de noviembre de 2004):
11-XI-2004” (www.vatican.va).
Benedicto XVI con el patriarca
ortodoxo Teófilo III de Jerusalén
El mayor problema entre Oriente y
Occidente lo constituye hoy el ministerio
petrino, sobre cuyo futuro ya san Juan
Pablo II invitó a un diálogo fraterno
(UUS, 88-96) que permita buscar juntos
“las formas con las que este ministerio
pueda realizar un servicio de fe y de
amor reconocido por unos y otros”
(UUS, 95). El Pontificio Consejo para
la Unidad de los Cristianos se tomó
esto a pecho promoviendo congresos,
semanas y estudios en tal sentido. La
Comisión mixta internacional para el
diálogo teológico entre la Iglesia católica
y la Iglesia ortodoxa lo viene haciendo,
asimismo, con especial esmero en
sus últimas sesiones, comprendida la
reciente en Amán (Jordania), del 15 al
23 de septiembre de 20149.
Desde el encuentro de Pablo VI y
Atenágoras, hasta la citada Declaración
católico-luterana sobre la justificación,
sin omitir otros signos, como la entrega
en Moscú del Icono de la Virgen de
Kazán, o de reliquias de san Gregorio
Nacianceno y san Juan Crisóstomo al
Patriarcado Ecuménico, hay eventos
inimaginables antes del Concilio. “La
fraternidad universal de los cristianos,
pues, se ha convertido en una firme
convicción ecuménica” (UUS, 42).
Tampoco faltan desilusiones, por
supuesto; ni desafíos del relativismo
y pluralismo cualitativo posmoderno;
ni extorsiones del fundamentalismo
agresivo de sectas antiguas y nuevas; ni,
en algunas Comunidades eclesiales, una
suerte de liberalismo doctrinal y, sobre
todo, ético, causa de nuevos disensos.
No parece sino que aquel entusiasmo
ecuménico del inmediato posconcilio
hubiera desaparecido. “Sin embargo
–puntualiza el cardenal Kasper–
no se puede siquiera afirmar, como
hacen algunos, que el ecumenismo
atraviese un período de glaciación o
un invierno ecuménico. Mejor hablar
de un estadio de maduración y de
una necesaria clarificación”. Salta
a la vista que la causa de la unidad
registra hoy mutaciones profundas
y el convencimiento ecuménico ha
crecido dentro de la Iglesia: “A través
de los diálogos, a nivel internacional,
regional y local, hemos eliminado
muchos malentendidos y prejuicios,
hemos superado diferencias del pasado,
profundizado y enriquecido la comunión
en la fe, y hemos estrechado muchas
amistades”. Tan sensatas palabras de
Kasper10 tampoco impiden, pese a todo,
reconocer que aún perduran serias
cuestiones por resolver.
Los principales problemas
nublando ahora mismo la perspectiva
ecuménica están determinados
por el extraordinario auge de las
religiones y del relativo diálogo
interreligioso. A veces, se llama a eso
ecumenismo, sin caer en la cuenta de
que son cosas distintas. Ni el diálogo
interreligioso, ni menos aún las
sectas, son, estrictamente hablando,
ecumenismo, concepto este dentro del
cual interviene como fundamental y
decisivo –imprescindible, diría yo– el
factor cristológico11. Paradójicamente,
los capítulos que un día se dejaron
al margen del decreto y luego,
recuperados y refundidos, llegarían
a ser las declaraciones arriba dichas,
son hoy temas bandera en el panorama
internacional. Es sintomático, sí, que
empezaran formando parte del primer
esquema. Quiere ello decir, sin duda,
que alguna relación guardan entre sí.
No son, por tanto, elementos a desechar
sin más, sino a estudiar como es
debido. Se requieren para el buen
funcionamiento ecuménico. Porque
→→ KASPER, W., (ed.), Il ministero petrino,
Cattolici e ortodossi in dialogo. Pontificio
Consiglio per la Promozione dell’Unità
dei Cristiani, Città Nuova, Roma, 2004.
→→ LANGA, P., “XIII sesión plenaria de la
Comisión mixta para el diálogo teológico
entre la Iglesia católica y la Iglesia
ortodoxa” (I) y (II): 29 y 30-IX-2014.
(equipoecumenicosabinnanigo.blogspot.
com.es/2014_09_01_archive.html).
→→ LANGA, P., “Decreto UR. De su elaboración
a su promulgación”, en Pastoral
Ecuménica 22 /64-65 (2005), pp. 29-54.
→→ LANGA, P., “Participación de los teólogos
en la elaboración de UR”, en RODRÍGUEZ
GARRAPUCHO, F. (ed.), 40 años del
decreto conciliar UR. Evocación histórica y
perspectiva de futuro: Diálogo Ecuménico
XXXIX/ 124-125 (2004), pp. 315-356.
→→ LANGA, P., “El diálogo ecuménico y
el interreligioso: objetivos específicos”:
Religión y Cultura 58 (2012), pp. 19-55.
→→ SCHMIDT, S., Agostino Bea, il cardinale
dell’unità, Città Nuova, Roma, 1987.
→→ WILLEBRANDS, J., Una Sfida ecumenica.
La nuova Europa (Discorsi). Koinonía,
Dialogo ecumenico e interreligioso,
Pazzini Editore, Verucchio, 1995.
→→ WILLEBRANDS, J., Augustin Bea,
Vorkänpfer für die Einheit der Christen,
für die Religionsfreiheit und ein neues
Verhältnis zum jüdischen Volk, en: Kardinal
Augustin Bea. Die Hinwendung der Kirche
zur Biblewissenschaft und Oekumene,
Freiburg i. Br., 1981, pp. 33-55: p. 45;
trad. it.: Il Regno-Docum. 7/82, p. 241.
podría este verse perjudicado, sobre
todo si, para que las religiones y
la libertad religiosa salgan adelante,
nos olvidáramos del ecumenismo.
Otro lote de asuntos, este ya dentro
del ecumenismo propiamente dicho,
lo constituye la documentación que
los diálogos teológicos han producido
durante los 50 años de marras. Y claro
es que no se trata de que todo hijo de
vecino tenga que leérselos enteros, pero
tampoco de relegarlos sin más al baúl
de los recuerdos. El ecumenismo es
29
PLIEGO
formación, desde luego, pero esta debe
alimentarse de información, o sea, de
lo que Unitatis redintregratio afronta en
el capítulo 2º. Y aquí encontramos ya
la primera vía de aguas en la nave de la
unidad: desdichadamente, existe hoy
al respecto excesiva indolencia, mucho
aislamiento y no poca desinformación.
No parece de recibo que, a estas
alturas cincuentenarias, haya diócesis
con la Delegación de Ecumenismo
prácticamente desatendida, o entregada
al pobre sacerdote de turno, o al
religioso quizás, o tal vez a un seglar,
ya de suyo bien atareados con otros
compromisos. En casos así, lo probable
es que el delegado no atienda estos
ni tampoco pise por la delegación.
Carencias formativas e informativas
tales llevan de modo inevitable a
una ignorancia peligrosa y a una
eclesiología rancia, la cual nada tiene
que ver –se mire por donde se mire–
con la sugestiva, abierta, valiente y
viva del Vaticano II, cuyo fin principal
es “anunciar a los gentiles la riqueza
insondable que es Cristo; e iluminar
la realización del misterio, escondido
desde el principio de los siglos en Dios,
creador de todo” (Ef 3, 8b-9). Una
eclesiología, en suma, preocupada no
solo ni exclusivamente de los católicos,
sino de todos los hombres.
Otro tema donde Unitatis redintegratio
se ve hoy insuficientemente desarrollado
es el de la intercomunión u hospitalidad
eucarística. Las reacciones, algunas,
que el gesto del hermano Roger Schutz,
de Taizé, provocó al acercarse –o ser
acercado– en silla de ruedas a comulgar
en el funeral del hoy ya san Juan Pablo
II fueron penosas. Como el ritmo cansino
de encuentros ecuménicos de altas
instancias intereclesiales –está previsto
que el 30 de noviembre Francisco visite
el Fanar–. Si es cierto –y lo es– que ya
el patriarca Atenágoras propuso a Pablo
VI concelebrar juntos, tras el abrazo en
Jerusalén y levantadas las recíprocas
excomuniones, ¿por qué después de 50
años seguimos con el mismo esquema
de sonrisas y buenas palabras, sin pasar
de ahí? ¿Por qué no llega de una vez
la dichosa concelebración? Y claro es
que yo no estoy por hacer tabla rasa,
ni preconizo el llamado ecumenismo
salvaje. Nada más lejos de mi propósito.
Lo que sobremanera pretendo es afirmar
30
Francisco saluda al patriarca
ortodoxo Bartolomé I
n o t a s
1. KASPER, W., “Conferencia sobre el 40º de UR”
(www.vatican.va).
2. KASPER, W., “Conferencia sobre el 40º de UR”
(www.vatican.va).
3. WILLEBRANDS, J., Augustin Bea, Freiburg i. Br.
1981, p. 45.
4. Vid. LANGA, P., PE 22 (2005) 29-54, n. 13-22.
5. SCHMIDT, S. 532, nota 164.
6. WILLEBRANDS, J., Una Sfida ecuménica, pp. 71-82.
7. La dimensión ecuménica en la formación, 9;
cf. Directorio, 72-78, 83-84.
8. KASPER, W., “Conferencia sobre el 40º de UR”
(www.vatican.va).
9. LANGA, P., “XIII sesión plenaria
de la Comisión…”, (I) y (II).
10. KASPER, W., “Conferencia sobre el 40º de UR”
(www.vatican.va).
11. Vid. LANGA, P., RC 58, p. 20.
12. Vid. La dimensión ecuménica en la formación, 9;
cf. Directorio, 72-78, 83-84.
13. In Io. eu. tr. 13, 17.
que Roma y Constantinopla tienen
en esto más cercanía que nadie, de
suerte que, teológicamente hablando,
no habría impedimento mayor que
remover. Dejando claro, eso sí, que,
en tal supuesto, la iniciativa no sería
homologable en modo alguno, hoy
por hoy, al campo protestante. ¿A
qué atribuir que ni siquiera hayamos
alcanzado todavía el acuerdo de celebrar
la Pascua todos los cristianos en la
misma fecha?
Los temas por san Juan Pablo II
avanzados en la Ut unum sint como
menesterosos de más estudio siguen
en barbecho, excepto el del primado.
Las clases de teología en algunos
seminarios –hablo de España–
discurren a ritmo punto menos que
partidista y monocolor. Hay centros
donde se contentan con unas clasecitas
de tapadillo. “Escribe Sobre la unidad
de la Iglesia y no pongas Ecumenismo”,
se me llegó a recomendar a mí, profesor
en trance de proponer el programa de
esta asignatura. ¡Como si el ecumenismo
tuviera ébola! Es lo cierto, sin embargo,
que Unitatis redintegratio y sus
documentos afines piden que se explique,
no una, sino todas las asignaturas del
cuadro teológico con espíritu ecuménico.
Lo cual es de temer que, por lo que a
España concierne, suene a cuento chino.
El Directorio demanda “un plan para
cada disciplina en modo tal de asegurar
una dimensión ecuménica en todas las
materias enseñadas”. Es decir, enseñar
con metodología ecuménica12.
Hay, de igual modo, que practicar la
unidad sin espíritu partidista y lejos de
paternalismos que pudieran derivarse
de la mayoría demográfica en una de
las partes. Este peligro acecha a los
contertulios católicos de países, como
el nuestro, con abrumadora mayoría
católica. Sobre todo en el diálogo. En
reuniones así, los interlocutores deben
afrontar cuestiones principalmente
teológicas, “en un nivel de igualdad”
[= par cum pari ] (UR, 9). De lo contrario,
el diálogo terminará sofocado por el
autoritarismo de un monólogo insufrible
y prepotente. Países hay –Francia, Suiza,
Alemania, la misma jerarquía de Roma
(no España por desdicha)– donde se
están dando en este sentido lecciones
de disponibilidad y compostura para
el entendimiento. Y, cuando por ahí
salte alguna destemplanza, no dejará
de haber quien denuncie el ridículo.
Como en Rávena (2007), cuando un
insigne monseñor abandonó de mala
manera la plenaria de la Comisión mixta
internacional: los medios se encargaron
de poner pronto en solfa el extemporáneo
desplante del figurón.
El diálogo exige respeto, mucho
amor y gran dosis de paciencia. Igual
exactamente que el ecumenismo. De
modo que a quien esto se le atragante,
bien hará en dedicarse a otros
menesteres. Y cuando la vida misma
imponga volver –lo impondrá–, que
el interesado empiece por leerse la
Ecclesiam suam, saludable remedio
contra los despropósitos. Le resultará
utilísima para rehuir discusiones y
acogerse al buen sentido, a la sensatez
y a la armonía que el ecumenismo pide.
Unitatis redintegratio, en resumen,
confirma la sabia frase de san Agustín:
“Fuera de la unidad, aun quien hace
milagros no es nada”13.
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