“SANTIFICADO SEA TU NOMBRE"

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Conferencia General Octubre 1977
“SANTIFICADO SEA TU NOMBRE"
por el élder Howard W. Hunter
del Consejo de los Doce
Hay un viejo proverbio que dice, no concuerda que un hombre ore a nivel de oro,
y viva a nivel de estaño". Esto se decía hace un siglo. Ahora nos confrontamos al
peligro de que muchos oran a nivel de estaño, y su vida no alcanza ni siquiera a ese
nivel.
Los tiempos modernos parecen sugerir que la devoción y reverencia para lograr la
santidad, son irrazonables o indeseables, o ambas cosas. Sin embargo, aún los
escépticos modernistas necesitan orar. Nuestros impulsos naturales surgen a la,
superficie en momentos de peligro, de gran responsabilidad, profunda ansiedad,
abrumante dolor, o cuando la vida nos sacude fuera de la rutina y de viejas
complacencias. Si nos dejamos llevar por ellos, nos harán humildes, nos ablandarán,
y nos encaminarán hacia la oración respetuosa.
Si la oración es solamente un grito de angustia en una hora de crisis, entonces es
totalmente egoísta, y llegamos a considerar a Dios como un mecánico o una agencia
de servicio, que nos ayuda sólo en casos de emergencia. Debemos recordar al
Altísimo día y noche —siempre— no sólo en la hora en que todo recurso humano ha
fallado y desesperadamente necesitamos ayuda. Si hay algún elemento en la vida
humana sobre el cual tenemos un registro de éxito milagroso y valor inestimable al
alma del hombre, es la faceta de la comunicación reverente, devota y piadosa con
nuestro Padre Celestial.
"Escucha, oh Jehová, mis palabras; considera mi gemir", cantó el salmista.
"Está atento a la voz de mi clamor, Rey mío y Dios mío,
Porque a ti oraré. Oh Jehová, de mañana oirás mi voz;
De mañana me presentaré delante de ti, y esperaré". (Salmos 5:1-3.)
Quizás, más que nada, lo que este mundo necesita es "orar al Señor, como dice el
salmista. Orar cuando estamos alegres, tanto como en nuestras aflicciones; en medio
de nuestra abundancia como en época de necesidad. Debemos orar continuamente y
reconocer a Dios como el dador de todo lo bueno, y la fuente de nuestra salvación.
Jesús oró durante el curso de su ministerio. Oró constantemente y fielmente
buscó la divina dirección de su Padre Celestial. Mucho más, testificaba que la obra y
la voluntad que El venía a cumplir eran las de su Padre, y no las suyas. El, más que
nadie en la historia del mundo, se ofreció humildemente a sí mismo, se inclinó y
rindió homenaje y gloria al Altísimo.
La reverencia y adoración se destacaron frecuentemente en la oración del
Maestro, y fueron bellamente expresadas en el Sermón del Monte, cuando nos
enseñó:
"Vosotros, pues, oraréis así:
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Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre." (Mateo 6:9.)
Es probable que no haya otras palabras en la oración modelo más
frecuentemente farfulladas y pasadas por alto que "santificado sea tu nombre".
Respecto a esto dijo un escritor:
"Ellas descansan en el valle entre el gran nombre de Dios y el reino glorioso por el
cual ansiosamente esperamos. Resbalamos sobre ellas como si fuesen sólo un
paréntesis, y nos apresuramos a pedirle el pan y que nos libre de nuestros
enemigos." (Character of Jesus, por Charles Edward Jefferson, Salt Lake City:
Parliament Publishers, 1968, págs. 313-14.)
Jesús tuvo en cuenta colocar la frase "santificado sea tu nombre" al comienzo de
su oración, y a menos que esa misma actitud reverente, piadosa y de honra hacia
Dios ocupe el primer lugar en nuestro corazón, no estamos realmente preparados
para orar. Si nuestro primer pensamiento es para nosotros mismos, no estamos
orando como Jesús enseñó. Su suprema esperanza era que el nombre y rango del
Padre fuesen mantenidos en belleza y santidad. Viviendo siempre con un deseo
sincero de glorificar a Dios, urgió a todos los hombres a hablar, actuar y vivir de tal
modo que otros, viendo sus buenas obras, glorificaran a su Padre Celestial.
La reverencia del Salvador por nuestro Padre, y la comprensión de su amor, dio al
mundo esperanza y santidad. El Templo de Jerusalén, en donde Jesús enseñó y
adoró, fue construido para demostrar respeto y devoción al Padre; aun el estilo
arquitectónico enseña una lección de reverencia silenciosa constante. Todo hombre
podía gozar del privilegio de entrar a las galerías exteriores del templo, mas
solamente una clase singular de hombres podía entrar en el atrio interior o lugar
santo. Solamente a un hombre se le permitía entrar en las profundidades del
santuario, el Lugar Santísimo, y esto sucedía sólo un día especial al año. De esta
manera se inculcaba la gran verdad de que debemos acercarnos a Dios con respeto y
gran preparación.
En el proceso de la decadencia moral, la reverencia es una de las primeras
virtudes que desaparecen, y su pérdida en nuestros días debería ser un serio motivo
de preocupación. El amor al dinero había desviado el corazón de muchos de los
coterráneos de Jesús; les interesaba más la ganancia que Dios. Si Dios no les
importaba, ¿por qué se iban a preocupar por su templo? Convirtieron los atrios del
templo en un mercado, y sofocaron las oraciones y salmos de los fieles con sus
codiciosas empresas y el balido de las inocentes ovejas. Jesús nunca demostró una
tempestad de emociones mayor que en esa ocasión. En un instante se transformó en
una furia vengativa, y antes de que los bellacos reaccionaran, sus monedas rodaron
por el suelo y sus animales se encontraron en la calle.
La razón de su furor se halla en sólo tres palabras: "La Casa de mi Padre". Esta no
era una casa común; era la Casa de Dios y se había erigido para adorar a Dios. Era un
hogar para el corazón reverente y debía ser un lugar de solaz para calmar las penas,
una puerta a los cielos. Entonces El dijo: "No hagáis de la casa de mi Padre casa de
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mercado" (Juan 2:16). Su devoción al Altísimo encendió un fuego en su alma y dio a
sus palabras una fuerza que penetró en los ofensores como una daga.
El cuidado que Jesús tenia con respecto al nombre de su Padre, se ilustra en lo
que dijo concerniente a los juramentos. Los líderes religiosos de esos días tenían una
fórmula de oración y reverencia, que a menudo era limitada y hueca. Tenían tan alto
respeto por las letras que formaban el nombre de Dios que nunca las podían
pronunciar con sus labios, mas usaban en sus juramentos los nombres de cosas que
eran las creaciones de Dios. La adoración del Salvador por su Padre era tan grande
que se extendía a todas las cosas creadas por El. Los religiosos de esa época habían
adquirido el hábito de jurar por los cielos, lo que para Jesús era profano, ya que el
cielo es donde su Padre habita; a veces juraban por la tierra, pero esto era también
irreverente para El, porque la tierra es el escabel del Padre. ¡He aquí un corazón
sensible y reverente! Con tanta intensidad sentía la majestad del Padre eterno, que
para El toda la Creación reflejaba su gloria; nada debía ser tratado con liviandad,
llevado a la vulgaridad, ni convertido en burla.
Hay grandes núcleos de nuestra sociedad en los cuales el espíritu de oración,
reverencia y adoración ha desaparecido. Los miembros de muchos círculos sociales
son diestros, interesantes, doctos; mas les falta un elemento principal para una vida
completa: la oración. No ofrecen votos en justicia, como nos aconseja el Señor en
Doctrinas y Convenios: "Todos los días y todo tiempo" (D. y C. 59:11). Su
conversación es brillante, pero no es reverente; su manera de hablar es graciosa, mas
no sabia. Aquellos que ponen de manifiesto sus poderes limitados, ya sea en la
oficina, en el gimnasio, o el laboratorio, han descendido tanto en la escala de la
dignidad que encuentran necesario blasfemar contra los poderes ilimitados
procedentes de lo alto.
Desgraciadamente, a veces encontramos esta falta de reverencia aun dentro de
la Iglesia. En ocasiones hablamos muy 1 alto, entramos y salimos demasiado
irrespetuosamente durante lo que debería ser un momento de oración y adoración.
La reverencia es la atmósfera del cielo. La oración es la expresión del alma que se
eleva hacia Dios el Padre. Tratemos de asemejarnos a nuestro Padre, orándole,
recordándole siempre, y demostrando gran amor por su mundo y su obra. El Dr.
Alexis Carrel, a quien se le otorgó el Premio Nóbel en sicología y medicina dijo en una
ocasión:
"Hoy, más que nunca, la oración es una necesidad primordial en la vida de
hombres y naciones. La falta de interés en el aspecto religioso, ha conducido al
mundo a una edad de destrucción. Nuestra más rica fuente de poder y perfección, se
ha dejado de lado." (Readers Digest, marzo 194 1, pág. 36.)
Si al hombre ya no le maravilla el pensamiento de un Dios santo y, como dijo
Mormón del pueblo de esos días: "No tienen ni principios ni sentimientos" (Moroni
9:20), entonces enfrentamos días terribles. Varios años atrás el presidente David O.
McKay dijo lo siguiente:
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"Estamos viviendo en una época turbulenta. Mucha gente en la Iglesia, como,
millones de personas en el mundo, sienten gran ansiedad; los corazones pesan llenos
de presagios. Por tercera vez en medio siglo, borrascosas nubes amenazan la paz
mundial. ¡Oh, hombres necios! ¡Cuándo aprenderán de las experiencias del pasado! .
. . Es el deber de los miembros de la Iglesia sostener en alto verdaderas normas
espirituales. Así estaremos mejor preparados para cualquier eventualidad..."
(Conference Report, abril de 1948, págs. 64-65.)
La oración, la reverencia, la devoción, el respeto por lo santo, son los ejercicios
básicos de nuestro espíritu y se deben practicar activamente, o se perderán. Uno de
nuestros capellanes nos escribió una vez acerca de la necesidad de una fe reverente,
o la necesidad de seguir orando. "En combate", decía, "aprendí que un capellán
puede, si quiere, ser la bujía en el centro nervioso de un grupo de hombres que
repentinamente se dan cuenta de que necesitan algo del más allá. Una palabra aquí
y allí, un apretón de manos, una oración con este hombre, una historia con aquél,
una sonrisa y un brazo sobre otro, todo obra maravillas en proveer sanidad y
estabilidad donde lo contrario está a la orden del día." ("Prayer", Harold B. Lee,
alocución dirigida a Seminario e Institutos, Universidad de Brigham Young, Provo,
Utah, 6 de julio de 1956, pág. 19.)
El Señor dio a Moisés un código de leyes y en él se encuentra una instrucción que
se ajusta a esta ocasión:
"Habla a toda la congregación de los hijos de Israel, y diles: Santos seréis, porque
santo soy yo Jehová vuestro Dios." (Levítico 19:2.)
"No concuerda que un hombre ore a nivel de oro, y viva a nivel de estaño." Peor
aún es orar a nivel de estaño, y no vivir ni siquiera a ese nivel. Debemos elevarnos,
orar y como Cristo, comprender el real sentido de las palabras "Santificado sea tu
nombre".
Que el Señor nos bendiga, para que seamos reverentes y devotos, hasta que
volvamos a la presencia de Aquel que es nuestro Padre, lo ruego en el nombre de su
Hijo, el Señor Jesucristo. Amén.
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