matrimonio: amor e institución

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CHRISTIAN DUQUOC, O.P.
MATRIMONIO: AMOR E INSTITUCIÓN
El compromiso de la fe no puede, ciertamente, reducirse a una cosa banal. En este
sentido, el matrimonio cristiano tiene sus exigencias incuestionables, entre ellas la
fidelidad en el amor. Pero, a la vez, esta misma fe es fuerza de salvación y de gracia, no
de condenación y de ley férrea. De ahí los graves problemas de conciencia planteados
a tantos creyentes por una lastimosa reducción del matrimonio a lo institucional y
jurídico. El autor profundiza en la angustiosa cuestión de la imposibilidad --legalmente
vigente en la Iglesia-- de que ésta otorgue la conciliación a quienes se encuentran
habiendo fracasado en el amor que haya sido bendecido sacramentalmente. Lejos de
banalizar la dignidad del matrimonio cristiano, las reflexiones que siguen nos ayudan a
comprender con mayor hondura la grandeza del sacramento. signo del amor de Dios a
los hombres, el matrimonio nace del amor y se dirige a él.
Le mariage aujourd’hui. Amour et institution, Lumière et Vie, 82 (1967) 33-62
Son muchos los que consideran el matrimonio jurídico como una especie de panacea
que asegura a la mujer una situación de otro modo amenazada. Cuando una mujer,
dicen, queda legalmente sujeta a un hombre, todo está en orden: la institución jurídica
del matrimonio es necesaria, como garantía que asegura la supervivencia de la sociedad,
que domestica socialmente el Eros. Si verdaderamente hubo amor en la unión, en
adelante estará sometido a la imagen preestablecida que acaba por convertirlo en algo
banal fuera de todo contexto humano: el "matrimonio llamado burgués", sin alegría, sin
poesía, sin ilusión, que, por su solidez sociológica, libera de la lucha cotidiana por la
fidelidad a un "tú". Fácilmente, ante semejante manera de ver el matrimonio, viene a la
memoria la sentencia de Marx: "el matrimonio burgués es una prostitución legal".
Tal vez haya en todo esto un poco de exageración. Sin embargo, creemos que en el
fondo es excusable, cuando se observa que la fidelidad a la idea es para muchos más
importante que el reconocimiento real del "tú"; que, donde no existe este
reconocimiento, la pareja intenta hacer ver socialmente que sí existe; que una unión
iniciada en la libertad es para siempre indisoluble, aunque haya desaparecido el amor
que la motivó. Podrán discutir izquierdas y derechas la posibilidad -o imposibilidad- de
la disolución del matrimonio jurídico. Para unos el mero pensamiento que atente contra
él es revolucionario e inaceptable. Para otros es la realización libre del amor, que tiene
sentido en sí mismo y no necesita de la institución pues está íntimamente unido a la
libertad aunque la sociedad intente domesticarlo.
A simple vista parece que la teología ha querido legitimar el fundamento de la
institución jurídica. La reflexión teológica sobre el matrimonio no parte de la unión de
amor entre el hombre y la mujer. El "fin primario", se dice, es la procreación, y ésta
tiene un indiscutible sello natural y social; es una necesidad especifica, que la
institución organiza socialmente. La libertad es, entonces, solamente condición para que
se dé verdadero contrato: derecho de ambas partes sobre el cuerpo del otro. Y la
indisolubilidad es algo objetivo, no una cualidad exigida por el corazón. La fidelidad
puede quedar en una mera apariencia, y aunque falte no dejará de ser indisoluble el
matrimonio. En suma, ninguna de estas cualidades supone necesariamente el amor. La
institución y el sacramento preceden al amor, cuyo sentido y fin quedan definidos por la
misma institución. La teología no hace sino determinar las cualidades indispensables
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para la validez de una unión legal. La institución y el sacramento, por tanto, preceden al
amor humano definiendo su sentido y su fin.
El deseo contemporáneo de comprender el sentido de los actos humanos, la repugnancia
que se siente ante todo dogmatismo, motivan el recelo con que se recibe una doctrina
tan objetiva, que no tiene en cuenta el sentido de la unión sexual desde un punto de vista
antropológico y subjetivo, que abre un abismo entre la institución y las posibilidades del
sentimiento, que absolutiza una única forma de institución jurídica. Esta teología
objetivista provoca una serie de consecuencias de tipo doctrinal y pastoral que es
preciso revisar.
En el campo doctrinal ante todo el simbolismo escriturístico de la preferencia de Yahvé
para con Israel es incomprensible al evitar toda referencia al sentido humano de la
experiencia amorosa. Omitir la realidad humana del amor, equivale a negar toda posible
relación entre experiencia y Revelación. Si lo que fundamenta la institución es el
sacramento, la institución será siempre exterior al encuentro amoroso, y no es extraño
que, en esta perspectiva, las relaciones sexuales necesiten justificarse por su fin
especifico: la perpetuación de la especie. La ética conyugal está arraigada en la biología:
¿cómo podrá esta teología dar sentido humano a la sexualidad, independientemente de
la procreación y de su "moralización" por medio del sacramento? Privado de su sentido
humano el encuentro amoroso permanecerá inhumano en el sacramento. El matrimonio
se reduce a un remedio para la concupiscencia, al uso sin delito de aquello que no tiene
sino sentido natural o animal. Una teología semejante, que acentúa de tal modo la
exterioridad y la objetividad, sin intentar dar una explicación del sentido interior,
inmanente, de la unión amorosa, es una teología de la "ley" y no de la "gracia".
Esta doctrina conduce naturalmente a una pastoral del matrimonio que no corresponde a
la experiencia vivida por numerosas parejas que no encuentran en esta superestructura
posibilidades para su mutua expansión o su búsqueda de Dios. En definitiva, el
matrimonio se considera más como un legalismo, una extrapolación biológica, que
como una ética de responsabilidad en la que el amor es fuente de fidelidad, de
delicadeza, de libertad. Una moral conyugal que se fundamente en la distinción de fines
primarios y secundarios difícilmente podrá tener en cuenta el sentido más profundo de
la unión de amor entre el hombre y la mujer. En esta perspectiva, nos alejamos de una
ética de la responsabilidad y no hay manera de superar el legalismo.
Más graves son las consecuencias en el caso de los católicos divorciados que se casan
de nuevo. La Iglesia parece querer usar la fuerza del Estado y de las leyes civiles,
creyendo que así podrá impedir más fácilmente el divorcio, y no presta tanta atención a
la fuerza interior de la fidelidad, de la auténtica experiencia amorosa. Se piensa que la
ley que permite el divorcio proclama la infidelidad como norma, cuando lo único que
pretende es tener en cuenta la posibilidad de que, una vez desaparecido el amor, pierda
significación la imposición externa. Ninguna ley podrá jamás paliar la falta de amor en
un matrimonio. Por esto mismo el papel de la Iglesia no tendría que ser tanto mantener
las leyes, cuanto procurar que éstas no fuesen necesarias. Pero dado que el matrimonio
está concebido como una ley, acaba refugiándose en el legalismo.
El Cantar de los Cantares presenta un caso que puede parecer extraño a esta mentalidad.
No hay en él ninguna mención de la procreación, a pesar de que se trata de un amor que
integra totalmente la sexualidad. La Revelación no parece favorable a la problemática
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legalista. La sexualidad no tiene sólo una significación especifica, sino que es la
expresión privilegiada de la unión amorosa entre el hombre y la mujer. Algunos no
quieren ver en el Cantar de los Cantares más que una alegoría en la que la "esposa"
corresponde a la geografía de Palestina. Tienen miedo de ver al Eros cantado en la
Biblia, no comprenden que Dios, Creador del hombre y de la mujer, quiere
efectivamente que sea celebrado aquello que más tarde será símbolo de la Alianza. Para
ellos, no existe ningún punto de unión entre el mundo del hombre -experiencia humanay el mundo de la Revelación -abertura a Dios- el símbolo bíblico es mera literatura. Pero
no puede ser así. Dios se presenta en la Biblia como un apasionado por la humanidad;
pasión que los autores bíblicos han descrito maravillosamente refiriéndola a la que
siente el esposo por la mujer amada. Han asumido la más rica categoría humana, la más
elevada experiencia, el amor, para sugerir el comportamiento de Dios. La unión entre el
hombre y la mujer no se considera en la Biblia a partir de una institución - la "ley"-,
como hace la teología de nuestros manuales, sino a partir del amor - la "gracia"-. Si los
apóstoles reaccionan de un modo extraño, prefiriendo no casarse, a raíz de las palabras
de Jesucristo sobre la indisolubilidad, es porque su perspectiva es la de la ley. Cristo la
sitúa en la perspectiva bíblica: la unión no es "humana" sino cuando está en la gracia;
bajo la ley se convierte en maldición. Para los seres que se aman, no hay ley; para los
que no se aman y están casados, sí la hay, y están bajo ella.
EL AMOR CONYUGAL
La institución jurídica del matrimonio no es extraña al lazo de unión vivido entre el
hombre y la mujer. Pero no constituye su verdadero sentido. Sin embargo, toda
reflexión sobre el matrimonio lleva necesariamente a considerar la relación amorosa.
No puede describ irse el amor como una "idea" universal. No puede separarse el amor
conyugal de la expresión sexual si no quiere reducirse ésta a una función de la
"especie". La Biblia sitúa la diferenciación sexual en un contexto no precisamente
animal, sino de semejanza del hombre con Dios: "Dios creó al hombre a su imagen...
hombre y mujer los creó (Gén l,27). La significación de esta diferencia -hombre, mujerha sido tema de numerosos estudios. Durante largo tiempo el pensamiento occidental
tuvo por desdeñable la diferenciación sexual: ésta no calificaba a la persona humana por
afectar solamente a su ser "animal". Imaginando que la dignidad del hombre está en la
razón, se llegaba a una "neutralidad sexual", aunque en el fondo se escondía una
identificación de lo humano con lo "masculino", pues sólo la mujer por su función
maternal -más próxima a la especie y más extraña a la razón y a la libertad- estaba
verdaderamente afectada por la sexualidad. De ahí el apelativo "débil" añadido al sexo
femenino, suficientemente ambiguo para indicar lo peyorativo de sus valores.
Pero la diferenciación sexual no es accidental; fundamenta más bien la imposibilidad
del ser humano de realizarse libre y auténticamente sin la aceptación de "la otra manera
de ser", femenina o masculina. En esta profunda perspectiva está enraizado el amor
conyugal. Determinar una esencia "metafísica" del amor, independientemente de la
diferenciación sexual, seria falsear la significación y profundidad del amor conyugal.
Hay efectivamente un denominador común, un nombre común - "ser humano, hombre o
mujer"-, pero en el amor este nombre no puede concebirse sino en una alteridad
absolutamente singular y concreta. Se ha hablado del reconocimiento del "tú": si este
reconocimiento se dirige al "tú" en su más radical singularidad. espiritual y corporal,
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será verdadero amor. El "tú" se da en una presencia única: es una manera de existir que
no es sólo conciencia, sino conciencia encarnada. No puede separarse el "tú" de su
realidad corporal. El amor no pretende sobrepasar la alteridad, sino reconocer el "tú" en
su misma diferencia de manera de ser.
El cuerpo tiene, con todo, diversos sentidos. Puede ser objeto de estudios biológicos,
puede ser "carne", objeto de deseo, puede ser el lugar de la presencia total del tú amado.
Esta ambivalencia tiene que centrarse en la realidad total del "tú", en que su presencia es
dinámica y nunca accesible por completo. El pudor preservará la singularidad del
cuerpo y salvaguardará lo que es inexpresable. Cosificar el cuerpo no sería sino ne gar la
trascendencia del "tú", por si mismo inagotable. Hacer del cuerpo un objeto, un ser
animal, sería, por lo mismo, negarle su humanidad.
La unidad de cuerpo y espíritu por medio del amor, requiere sobre todo una constante
aceptación del "tú" en la vida cotidiana, exige madurez en la afectividad. De lo contrario
el intercambio sexual pierde su sentido, cae en la ambigüedad del deseo, no existe ya
aquella singularidad que expresa la elección de uno entre todos, que no se agota en el
instante mismo de la relación sexual sino que debe siempre suponer una presencia
duradera, una presencia sobre un fondo de ausencia. El amor tiende a la presencia total,
pero ésta es inagotable, va siempre más allá. El amor se hace promesa y se vive como
fidelidad. El instante de la unión, por el sentido de presencia que quiere expresar, se
proyecta hacia el pasado y hacia el futuro del ser amado. Tiene que asumir este riesgo.
Es un lazo con fuerza dinámica, que se empobrece con cualquier garantía exterior que
no sea la misma libertad que ama. La unión sexual intentando realizar esa presencia
total hace que se experimente la utopía de la misma: exige la aceptación de la libertad
del ser amado y, en el gozo del reconocimiento amoroso, hace que se experimente la
fragilidad de la condición humana. El amor se abre así a la "trascendencia": por su
intención de unirse totalmente a otro en lo singular, es paradójicamente experiencia
privilegiada de lo "universal".
El sentido de la sexualidad no se reduce a la procreación, sino que expresa en primer
lugar el reconocimiento amoroso del otro en su alteridad y singularidad; pero la
procreación es el fruto de este amor y subraya el valor de universalidad que implica la
más personal de las experiencias. El nombre propio que pronuncia el enamorado no
borra a los demás seres humanos; en él descubre una humanidad singular que aspira a la
universalidad de todas las relaciones posibles. Y esta abertura de los cónyuges a lo
universal postula necesariamente su reconocimiento por parte de la sociedad y exige una
dimensión social.
AMOR CONYUGAL E INSTITUCIÓN
El amor vivido entre el hombre y la mujer exige una dimensión social, no como ley
impuesta del exterior, sino en cuanto dinámica de reconocimiento singular en una
sociedad que es la expresión del deseo humano de universalidad. Por este hecho, ser
amado es ser reconocido como escogido y amado en la misma sociedad. Y la institución
del "matrimonio" es la forma como se visibiliza socialmente este amor. Pero el
reconocimiento social del amor no puede ser meramente jurídico, puesto que esta
misma visibilidad social no hará por sí misma moral una vida común en la que esté
ausente el amor. La esposa legítima no amada es un objeto, no un "tú" reconocido como
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único. El comportamiento moral y el comportamiento legal no se identifican. La ética
conyugal integra en sí misma la dimensión social. Pero ésta nunca podrá ser presentada
como pura exterioridad, con relación al sentido de la unión del amor, pues donde éste
falta ninguna institución podrá reemplazarlo.
Es verdad que el reconocimiento social de la pareja se realiza por medio de una
institución jurídica, pero ésta no debe ser ni pura apariencia social ni tampoco presión
legalista. Lo primero esconde un engaño, mientras lo segundo aniquila la espontaneidad
de la libertad amorosa. Por una parte, los imperativos sociales pueden relajarse hasta tal
punto que cada pareja invente su manera de entender el lazo amoroso; y por otra, este
lazo puede ver extenuado su verdadero sentido por aquellos mismos imperativos
sociales.
Por desgracia, es cosa cotidianamente verificada que entre el amor y la institución hay
una gran discordancia. La institución adquiere fuerza de ley y, a menudo, la apariencia
social importa mucho más que la autenticidad: se ha convertido en un imperativo sin
significación alguna; cualquier amor que no se acomoda a la norma social dominante es
maldito; se es fiel a la idea del matrimonio, no al ser amado. En una palabra: domina el
legalismo.
¿Es posible exceder la ambivalencia de la institución jurídica, reconciliar la unión
vivida en el amor y su visibilidad moral? Lo será en virtud del misterio reconciliador de
Cristo que, como sacramento, proviene de la disposición gratuita de Dios y no del
imperativo de la "ley".
La norma, en el sacramento, es el amor de Dios, raíz de su fidelidad. Y el símbolo
humano de este amor de Dios no puede ser sino el amor mismo. La unión amorosa entre
el hombre y la mujer puede ser efectivamente sacramento, puesto que, estructuralmente,
no cesa de manifestar lo "transhistórico", el "tú" que está siempre dinámicamente
proyectado hacia el pasado y hacia un futuro. La fidelidad de Dios, manifestada en la
resurrección de Jesucristo, simbolizada humanamente en el matrimonio, da la victoria al
amor fiel del hombre. El sacramento es, pues, gracia.
Se ha generalizado, con todo, la idea de que el carácter religioso del matrimonio
favorece y fortifica su aspecto legal, e incluso se han dado experiencias de este tipo. Se
ha olvidado efectivamente el sentido del sacramento. Si éste significa que el amor
humano hace visible la Alianza, requiere por parte de los esposos una reciprocidad de
amor: sin la libertad y pasión del amor la Alianza de Dios con los hombres pierde su
imagen sensible. Nadie podrá jamás cumplir por obligación lo que está en el orden de la
gratuidad. Si un hombre ama a su esposa porque está mandado así, no la ama realmente,
la está insultando. Por tanto, cuando desaparece el lazo de amor, el sacramento adquiere
un aspecto legal. Sigue siendo "gracia", pero la sequedad del corazón lo convierte en
"ley". Por una trasposición dialéctica el sacramento, que significa la Alianza y la
fidelidad de Dios, se convierte para muchas parejas católicas en la ley más atroz, al
hacer del divorcio seguido de nueva boda el único pecado aparentemente irremisible: les
sitúa fuera de la comunión visible con la Iglesia católica, no pueden recibir el cuerpo de
Cristo. El sacramento, al parecer, es ahora condenación.
Si la primera unión - legitima- no consagró un amor, y sí la segunda - ilegítima-, el
sacramento parece haber sacralizado lo que no fue sino mediocridad, y rechazado lo que
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fue verdadero amor. Es decir, habrá ido en contra de lo mismo que pretendía conseguir.
Y no es éste un caso quimérico. Diariamente la práctica pastoral presenta ejemplos
parecidos. La discordancia entre el lazo vivido -el amor- y la institución jurídica puede
afectar al sacramento. Lo cual problematiza el actual rigor en la Iglesia latina, y hace
que nos preguntemos si está plenamente justificado.
Se aducen argumentos de considerable peso, cristiana y humanamente. Se afirma que la
fidelidad subjetiva de los esposos es la traducción personal de lo que requiere
objetivamente el sacramento, en virtud de la realidad divina: la Alianza, de la que es
imagen. Será la infidelidad de los esposos la que convertirá la gracia en ley y
condenación. Como gracia, sigue testimoniando la fidelidad de Dios y promoviendo el
amor humano. Como ley, manifiesta la exigencia inmanente en todo amor.
Estos argumentos, con todo, no parecen situar al sacramento en la dinámica del designio
misericordioso de Dios. Al absolutizar la institución objetiva se ofrece, por así decir,
una coartada a quienes prefieren la seguridad de las instituciones establecidas a la
verdad del corazón. Es verdad que el sacramento testimonia siempre la fidelidad de
Dios, pero si no se sitúa en el contexto vivido de un amor real su indisolubilidad no es
más que una afirmación abstracta.
UN PROBLEMA PASTORAL: EL DIVORCIO
Hemos visto que la dimensión social del amor requiere una institución jurídica, que no
puede escapar a la ambivalencia de toda institución: lo que se manifiesta exteriormente
y lo que en realidad se vive. Por otra parte, hemos observado que el sentido del amor
humano no está ni proviene de la institución, sino del amor en si mismo. El sacramento
tiende a realizar la conciliación del desacuerdo que provoca la institución jurídica, pero
tampoco escapa a aquella ambivalencia en el momento en que la gracia se convierte en
condenación para aquellos que no viven el verdadero sentido de su unión. Todo esto
plantea un doble problema: ¿hay que relativizar el sentido del amor humano?, ¿es
preciso atenuar los efectos jurídicos de la institución sacramental?
Monseñor Zoghby en su famosa intervención en el Vaticano II y Dom O. Rousseau en
la revista Concilium 1 apelan a la experiencia de las Iglesias orientales y de la primitiva
Iglesia, respectivamente, para proponer un camino de misericordia más que de
condenación. A la luz de su palabra autorizada, es preciso replantear la cuestión cuando
la fidelidad que implica el lazo asumido por un hombre y una mujer en el sacramento ya
no existe, ¿está hasta tal punto objetivada en la institución esa fidelidad, que aunque no
exista sigan dándose los mismos efectos jurídicos y, por tanto, se condena todo amor
humano "ilegal" si no como vía de perdición -pues sólo Dios puede ser juez-, sí al
menos como obstáculo definitivo para la comunión visible con la Iglesia?
Muchos opinarán que la proposición es peligrosa en sí misma. Dirán que la Iglesia no es
evidentemente insensible a la situación de la parte abandonada, inocente. Pero juzga que
la integridad de un "dogma" es más importante que la condescendencia. Opina, además,
que este rigor es provechoso para la estabilidad familiar, para el bien de los hijos, y que
el hecho de oficializar un amor "ilegal", aun humanamente bueno, seria atentar contra
otros valores más considerables. La cuestión para ellos es, por tanto, inútil.
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Pero no es éste exactamente ni el pensamiento ni la práctica de la Iglesia occidental.
Para ella, la consistencia del sacramento no es meramente humana. Permite, por
ejemplo, la separación del cuerpo en el caso en que la vida común haya perdido para
ambos cónyuges toda significación humana. La fidelidad exigida por la Iglesia tiene
otro sentido. Es fidelidad al sacramento, símbolo de la fidelidad indestructible de Dios.
Por esta razón, al no ser ya explicitación religiosa de un amor humano, se convierte en
ley para los esposos separados, y rechaza cualquier otra posibilidad de que un nuevo
amor humano pueda significar aquella fidelidad indestructible de Dios. En virtud de esta
fidelidad, de la que el sacramento es imagen, éste no puede atestiguar el valor definitivo
de una nueva fidelidad "personal", cuando la primera ha sido destruida.
La Iglesia, en el caso de la separación corporal, no pone en peligro lo absoluto del
sacramento, aun en el caso de que reconozca que una determinada pareja no puede
vivirlo. La separación es un paliativo que deja intacta la idea del sacramento.
Se reconoce, sin embargo, la nulidad del matrimonio en determinados casos en que se
den ciertas deficiencias, como puede ser, por ejemplo, la falta de consentimiento. Con
todo, hay aquí necesariamente una gran relatividad de criterios. Se puede tal vez tener la
seguridad moral de la nulidad de un matrimonio, sin poder con todo aportar una prueba
jurídica definitiva. Habrá situaciones de tipo psicológico muy difíciles de discernir,
como el caso de tantos jóvenes que al año de su matrimonio, por baja moralidad, por
incapacidad de ser fieles, por inmadurez afectiva, por pérdida de ilusiones, por lo que
sea. descubren que no hubo nunca entre ellos lazos profundos capaces de orientar la
elección de una vida y fundamentar suficientemente sus promesas. Es imposible dar
criterios absolutos. Ni siquiera la afirmación del sentido absoluto del sacramento puede
resolver cada uno de los casos particulares.
En la Iglesia latina actual se reconoce el posible hiato entre el sacramento conferido y la
realidad vivida. En su legislación puede incluso considerarse esta realidad sin atentar a
lo que simboliza el sacramento: la fidelidad de Dios. Pero no queda resuelto el problema
de los católicos divorciados que han vuelto a casarse, para quienes no hay posible
condescendencia.
Sin embargo, el estudio de la práctica pastoral de la primitiva Iglesia, así como de la
Iglesia oriental, aporta datos que dan mucho que pensar. Los orientales, que parten de la
realidad cotidiana de muchos matrimonios fracasados, piensan que toda palabra de
Cristo, por ser palabra de gracia es también palabra de misericordia, y tiene en cuenta,
por tanto, la debilidad del ser humano. Su legislación prevé para el cónyuge inocente la
posibilidad de un nuevo matrimonio. Y la Iglesia católica no ha condenado nunca esta
costumbre: tuvo, en efecto, en si misma, un equivalente en la antigüedad.
Nunca se ha puesto en duda el sentido del matrimonio como fidelidad durante la vida,
fidelidad que es vivida como gracia en el sacramento. Pero la primitiva Iglesia supo
atender a la realidad: si este sentido del sacramento no tiene ninguna impronta en la vida
de los cónyuges resultará que, en el caso de prolongada infidelidad de uno de ellos, el
sacramento se convierte en "ley" y, lejos de conducir a descubrir los signos del amor de
Dios en la vida cotidiana, conduce a la desesperación. Si vivimos en el tiempo de la
misericordia, es inútil hacer pesar el yugo de la ley sobre aquellos que no pueden
soportarlo. La ley no debe ser condenación en el tiempo de la Nueva Alianza, sino
pedagogía. Lo cual no es indulgencia para con el adúltero, sino posibilidad de perdón,
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anuncio de que por esta misericordia no faltará el amor de Dios en una nueva fidelidad
vivida realmente.
En la actualidad el problema se plantea con la misma crudeza que en la antigüedad,
aunque con nuevas posibilidades para una solución evangélica. El Concilio Vaticano II
en la Constitución Gaudium et Spes ha subrayado la preferencia del hombre de hoy por
una concepción más personalista del matrimonio. La rehabilitación del amor por parte
de teólogos y laicos permite considerar el matrimonio no tanto como una institución
cuya cualidad fundamental es la indisolubilidad, sino como una reciprocidad amorosa
que crea, en la fragilidad, su fidelidad. Fidelidad no a una idea, sino a un "tú". Este lazo
real entre el hombre y la mujer es el que verdaderamente constituye el signo de la
Alianza. En esta perspectiva personalista, el legislador puede considerar las intuiciones
de la Iglesia primitiva acerca del tiempo de la misericordia.
Un caso concreto, tal vez banal, pero doloroso, explicará mejor mi pensamiento. Un
hombre casado es abandonado por su mujer. Se casa de nuevo civilmente. Tiene varios
hijos. A los cuarenta y cinco años cae gravemente enfermo. Durante tres años su mujer
le cuida con verdadera abnegación y entrega, sosteniendo por sí misma la vida del
hogar. Finalmente muere, y el párroco le niega la sepultura religiosa porque era un
divorciado.
¿Quién había amado a este hombre, ante Dios, la esposa "legal" o la esposa "ilegítima"?,
¿un amor que llega hasta esta entrega puede ser simplemente negativo?, ¿no será un
posible signo del amor de Dios?, ¿la condescendencia de la primitiva Iglesia no estaría
más conforme con el Evangelio? Sin ninguna duda. Pero, ¿no habría aquí también un
peligro de atentar contra el sentido del sacramento? Creo que no, con ciertas
condiciones. La tolerancia que la Iglesia podría ejercer respecto a los divorciados que se
han vuelto a casar civilmente no debería tomar la forma de una reedición del
sacramento, a no ser que constase claramente la nulidad del primero. El sacramento
significa la fidelidad de Dios y ésta es indestructible. Repetir el sacramento podría poner
en peligro su propio sentido. En el caso de los divorciados es la misericordia la que debe
actuar. Y ésta queda justificada por la no-correspondencia que puede darse entre el
sacramento y la realidad. La misericordia toma en consideración el factor tiempo para
reconocer lo positivo de la nueva unión. Al legislador le corresponderá la labor de
establecer un derecho suficientemente suave, a fin de que puedan introducirse de nuevo
en la comunión de la Iglesia aquellos que, vueltos a casar civilmente, hayan dado
testimonio de una verdadera fidelidad.
Esta es ciertamente la palabra clave: fidelidad, temporalidad del amor. Por eso
reconocerá la Iglesia que introducir nuevamente en su comunión a los divorciados que
han vuelto a casarse no supone un antitestimonio; que la ética sexual no recibe su norma
moral sino de la durable reciprocidad; admitirá, en fin, que una unión nacida de
verdadero amor -testimoniado por una fidelidad duradera-, aunque no es
"sacramentalizable", en virtud del simbolismo del sacramento, no aleja, con todo, de
Dios, en virtud de su valor positivo.
Para que esto pueda llegar a ser realidad, evitando los abusos, la Iglesia tendría que
predicar ante todo los valores personales del matrimonio. Sólo así será posible practicar
un auténtico discernimiento y. favorecer la libertad de conciencia de tantas parejas que
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no pueden recibir el sacramento. Unida a esta perspectiva está, naturalmente, una
revaloración del matrimonio civil.
Conclusión
Todo lo dicho podrá parecer quizás arriesgado. Pero la tolerancia no pone en peligro la
grandeza del matrimonio. Parte, sencillamente, de la consideración de que la institución
jurídica no es un fin, y de que el símbolo de la Alianza es la reciprocidad amorosa del
hombre y la mujer. Si todo verdadero amor hace visible el amor de Dios, y la palabra de
Cristo es palabra de gracia y no de condenación, el perdón del pecado que hasta ahora
parecía imperdonable no sólo no es un desprecio del sacramento, sino que cobra sentido
precisamente por el mismo sacramento ya que este amor tiende a ser símbolo del amor
de Dios. La práctica de la tolerancia no atenta, ni mucho menos, contra lo que es
fundamental en el dogma cristiano, pues el amor de Dios no deja nunca de ser gracia.
Notas:
1
Cfr. Concilium, 24 (1967) 107-127.
Tradujo y condensó: JUAN FRANCISCO CALDENTEY
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