el manifiesto de los persas - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de

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EL MANIFIESTO DE LOS PERSAS
O LA REACCIÓN CONTRA EL LIBERALISMO DOCEAÑISTA
Antonio Rivera García
Universidad de Murcia
1. La reacción de los diputados realistas en la época de las Cortes ordinarias
El Manifiesto de los persas debe ser comprendido dentro del contexto histórico posterior
a la aprobación de la Constitución de 1812. El manifiesto firmado por sesenta y nueve
diputados pertenecientes a la legislatura de 1813 y 1814 es el resultado del creciente
fortalecimiento, ante la inminente vuelta de Fernando VII, de los realistas contrarios a la
obra revolucionaria de Cádiz. La sintonía de los firmantes del manifiesto con el rey
exiliado es completa, como demuestran los documentos de la época que reflejan el
pensamiento del monarca 1 o las primeras actuaciones del Borbón tras su regreso, en
1
Este fragmento de una carta de La Forest expresa con claridad la animadversión del rey hacia los logros
doceañistas: “la Constitución de Cádiz es obra tan monstruosa como extensa y todos los españoles ilustres la
han condenado en el fondo de su pensamiento. Será fácil orillar su aceptación a D. Fernando y comprometerse
tan sólo a dar otra nueva a la monarquía, discutida y redactada en el seno de unas cortes convocadas al efecto.
En caso de dificultades que no pudieran solventarse sino contando con la opinión pública, los Príncipes están
seguros de que todo se resolverá al grito de Fernando y la Paz. Para este extremo se debe disponer de hombres
populares enérgicos y habituados a manejar masas […]. Tales son las consideraciones sobre las que los
Príncipes se basan para permanecer tranquilos, aparte de su piadosa resignación en los designios de la
Providencia.” (Cit. en M.ª Cristina Diz-Lois, El manifiesto de 1814, Pamplona, Ediciones Universidad de
Navarra, 1967, p. 98). La edición de Diz-Lois, en la estela de los escritos de Federico Suárez, contiene valiosos
análisis de la obra, pero se halla lastrada por una visión muy favorable a los reaccionarios. Esto se puede
apreciar en el siguiente fragmento, en donde, como suele hacer la historiografía conservadora, considera que el
pensamiento de los persas se hallaba a la altura de lo que requerían los tiempos: “no se puede tachar ya en
ninguna forma de reaccionarios a los diputados firmantes, y menos aún al mismo documento, ya que encierra
en sí mismo algo tan valioso en cuanto a soluciones adecuadas que, llevadas a cabo en su momento, supondrían
un arreglo a muchos de los desórdenes del país.” (Ibídem, p. 77). No sé cómo no se puede tachar de
reaccionarios a unos diputados que primero identifican la Constitución de Cádiz con una obra tan
revolucionaria como la francesa, y luego proponen la vuelta a la constitución tradicional o histórica. Quizá en
1967 ya se había olvidado que durante gran parte del siglo XIX, reaccionario no fue un apelativo infamante.
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especial el decreto de 4 mayo de 1814, mediante el cual se hacen realidad en gran medida
las peticiones de los persas.
Nadie discute que los liberales manifestaron cierta inquietud ante la clausura de las
Cortes Extraordinarias (14 de septiembre de 1813) y las elecciones para elegir las
ordinarias, finalmente constituidas el 26 de septiembre de este año. Los liberales temían
que el congreso fuera tomado por una mayoría de realistas y que la obra revolucionaria
fuera destruida en poco tiempo. 2 Desde luego, el resultado de las nuevas elecciones no fue
satisfactorio para los doceañistas. “Los nuevos diputados –nos informa Bayo en su
Historia de la vida y reinado de Fernando VII de España– 3 en su mayor número
pertenecían al despotismo; y si hubiesen llegado todos a la vez, el primer decreto de la
asamblea hubiera sido su disolución y la muerte de la libertad”.
En relación con la legislatura de 1813-14, se puede apreciar claramente dos etapas. En la
primera las cortes ordinarias siguen en Cádiz. A pesar de que el decreto de 23 de mayo de
1812 señalaba que los diputados no podían actuar en dos legislaturas consecutivas, lo
cierto es que los antiguos vocales de las Cortes Extraordinarias suplían a los diputados que
tardaban en llegar a Cádiz desde sus respectivas provincias, hasta el punto de que tres
cuartas partes del total de la asamblea pertenecían a las cortes anteriores. Entre las razones
por las que los nuevos representantes de las provincias tardaban tanto en tomar posesión
de sus escaños se encuentra sobre todo el temor a la fiebre amarilla, que por aquellos
meses asolaba a la ciudad de Cádiz, y la esperanza de que las cortes se trasladaran pronto a
Madrid. En cualquier caso resulta evidente, como indicaba el conde de Toreno en su
historia de la revolución española, 4 que, durante esta primera fase, al faltar una buena
parte de los nuevos diputados realistas, los liberales llevaron ventaja y pudieron
Tradicionalistas o carlistas como Vicente Manterola reivindicaron con orgullo el nombre de reaccionario. En
opinión de este último, Don Carlos era la reacción simplemente porque deseaba el retroceso hasta las genuinas
tradiciones españolas, monárquicas, católicas y organicistas.
2
Así, por ejemplo, el liberal Diario Redactor de Sevilla expresaba en diciembre de 1812 su temor a que hubiera
una gran cantidad de diputados que fueran clérigos. Y el Articulista Español lo hacía en los siguientes términos:
“¿Qué importa haber destruido los estamentos en que mantenían algún equilibrio los tres brazos, si pudiendo
nombrar el clero todos los diputados que quiera viene a destruir con su preponderancia en las Cortes la libertad
y deseo del pueblo español?” (C. Diz-Lois, o. c., p. 27).
3
Madrid, 1842, p. 310.
4
“Hechas las elecciones en este sentido, déjase discurrir cuán útil fue para la conservación del nuevo orden de
cosas que no llegasen a las Cortes de tropel todos los recién elegidos, y que permaneciesen en su seno muchos
diputados de los antiguos […]. Instaba más de la actualidad y era de la mayor importancia, si se querían
conservar las reformas, el que quedasen en las Cortes antiguos diputados, por haber recaído generalmente los
nombramientos para las ordinarias en sujetos desafectos a mudanzas y novedades.” (Toreno, Historia del
levantamiento, Guerra y Revolución en España, 1837, V, pp. 403-404).
2
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profundizar en su política de cambios. No obstante la asamblea acabó aprobando, con 72
votos a favor y 19 en contra, el traslado a Madrid.
El 29 de noviembre se cierran las sesiones en la Isla de León, y se acuerda continuar en
Madrid a partir del 15 de enero de 1814. Se inicia así la segunda etapa de esta legislatura.
Parece ser que los doceañistas pusieron bastantes trabas a los nuevos diputados electos.
Así, por ejemplo, las elecciones de Galicia fueron rechazadas por la Comisión encargada
de examinarlas. Según Blanco White, “tratábase de anular a los diputados que venían de
Galicia, sólo porque se temía que eran un refuerzo de la banda dominante”.5 El poder cada
vez mayor de los realistas comenzó a reflejarse en algunos sucesos de este periodo, como
en las acusaciones del General Villacampa, quien denunció que los enemigos de la
Constitución llenaban de seguidores las galerías del Congreso para que jaleasen las
opiniones de los realistas y atacasen las liberales. O en la propuesta, cuyo portavoz fue en
esta ocasión el liberal Martínez de la Rosa, de una ley que consideraba delito de lesa
majestad, y por tanto castigado con la pena de muerte, propugnar la modificación de la
Constitución antes de transcurridos ocho años desde su implantación en todo el territorio
nacional. Todo lo cual testimonia el temor liberal a que los realistas acabaran pronto con la
obra legislativa construida por el doceañismo. Pues bien, en este contexto, en el que los
realistas pretenden la modificación de la ley fundamental de Cádiz, cuando no la simple
anulación, es donde debe insertarse el Manifiesto de 1814, más conocido como Manifiesto
de los persas.
Se suele atribuir esta obra de 1814 a Bernardo Mozo de Rosales, cuyo nombre se halla
además al comienzo de la lista de firmantes del manifiesto. Entre los documentos que
avalan esta tesis tenemos la Exposición que el propio Mozo presentó al Rey en 1816 para
solicitar un título de Castilla para él y sus hijos, y en donde declara ser autor del famoso
escrito realista. El nombre con el que es conocido, “manifiesto de los persas”, procede de
las palabras iniciales: “era costumbre en los antiguos Persas pasar cinco días en anarquía
después del fallecimiento de su Rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y
otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor. Para serlo España a V. M. no
necesitaba igual ensayo en los seis años de su cautividad […]” (1). 6 Tales palabras ponen
de relieve que, para los realistas, la excepcionalidad revolucionaria, o el conjunto de
novedades liberales contrarias a la constitución histórica de España, se corresponde en
5
C. Diz-Lois, o. c., p. 36.
A partir de ahora citaré entre paréntesis el número del párrafo al que pertenece cada una de las citas del
Manifiesto de los persas.
6
3
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alguna medida con los antiguos interregnos donde reinaba el caos o la anarquía.
Excepcionalidad revolucionaria y continuidad histórica son, por otra parte, las dos
alternativas siempre presentes en el pensamiento reaccionario de este siglo.
2. La crítica reaccionaria del Manifiesto de los persas
El manifiesto de 12 de abril de 1814 está dividido en tres partes. Figura al principio una
breve Real Orden de 12 de mayo de este año, en la que Macanaz, ministro de Gracia y
Justicia, comunica a Bernardo Mozo de Rosales que la Representación merece la
aprobación del rey, quien al mismo tiempo desea que los sentimiento de los diputados
contrarios a las novedades revolucionarias sean conocidos en todas las provincias y
difundidos por la prensa. La segunda parte del texto, con diferencia la más extensa, es el
manifiesto propiamente dicho y se compone de 143 párrafos. La tercera contiene la
Representación o el breve escrito por medio del cual se elevó al Rey el manifiesto.
En la introducción se expresa ya con nitidez qué se proponían los sesenta y nueve
diputados de las Cortes ordinarias con esta obra: manifestar a Fernando VII su opinión
“acerca de la soberana autoridad”, de la “ilegitimidad con que se ha eludido la antigua
Constitución española”, de los méritos de esta constitución histórica, de por qué es nula la
nueva constitución de 1812, de las disposiciones contrarias a las seculares costumbres y
leyes españolas que dieron las Cortes Generales y Extraordinarias de Cádiz, de la
“violenta opresión con que los legítimos representantes de la nación están en Madrid
impedidos de manifestar y sostener su voto, defender los derechos del monarca y el bien
de su Patria”, y finalmente, deseaban expresar al rey “el remedio que creen oportuno”.
Prácticamente, los cien primeros párrafos están dedicados a criticar la empresa liberal
que llevaron a cabo las Juntas y Cortes Extraordinarias. El manifiesto comienza
refiriéndose a la ocupación francesa, a la siguiente resistencia española, y a la constitución
de la Junta Suprema y convocación de Cortes. En los párrafos 7 a 11, seguramente
inspirados por el Informe presentado en 1810 por Capmany a la Junta Central, los
firmantes aluden a la diversidad de opiniones que llegaron a la Junta acerca de las futuras
cortes: “para conseguir el acierto prestó oídos la Junta a las diversas memorias, que le
presentaron sobre el modo con que debía tomarse esta medida”. El problema, para los
diputados persas, es que algunas ya tenían un evidente significado revolucionario, como
4
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podemos apreciar en este fragmento: “se oyeron los más contrarios pareceres, se
proponían algunos borrar del todo nuestras leyes, impelidos tal vez de un espíritu de
imitación de la Revolución francesa, o imbuidos de las mismas máximas abstractas, que
habían acarreado el trastorno universal en toda Europa” (7).
En los párrafos 12 a 18 se comenta el Decreto de convocación de Cortes por la Junta
Central de 29 de enero de 1810. Para Mozo de Rosales, este decreto se hallaba dentro de la
tradición política española de cortes estamentales, las integradas por el estamento
eclesiástico, la nobleza y el pueblo (13). Sin embargo, la regencia no tuvo en cuenta estos
principios y convocó las Cortes según otros criterios de inspiración democrática. 7 Pasa a
continuación el manifiesto a señalar los defectos de la democracia, de un régimen que “se
funda en la inestabilidad e inconstancia”. En estos gobiernos, nos indican los persas, ha de
haber “nobles o puro pueblo”. Si se excluye a la nobleza, y se impone la igualdad más
absoluta, se destruye el orden jerárquico, la base necesaria de todo orden social, y se priva
a la sociedad del valor y de la excelencia que sólo pueden hallarse en unos pocos. Pero no
se mejora mucho si el gobierno depende al mismo tiempo de la nobleza y del pueblo, pues
“son metales –comentan los realistas en unos términos que recuerdan al mito platónico– de
tan distinto temple, que con dificultad se unen por sus diversas pretensiones e intereses”
(20); o en otras palabras, no puede haber paz cuando el gobierno se funda en principios
“tan desunidos” (21).
En el siguiente párrafo acuden a la historia para demostrar la relación inevitable entre
democracia y guerra civil: “La experiencia, maestra de los hombres, reprueba este
gobierno porque tiene más modos de faltar y destruirse por la discordia”, como además
prueba la historia de Roma, “cuyas desgracias, sediciones, bandos y guerras civiles
dimanadas de este sistema, pueden servir de desengaño al vasto mapa del universo” (22).
En las elecciones democráticas –añade el manifiesto– tan sólo se expresa una “confusa
multitud, donde afectos y opiniones se cuentan por las personas”. En el fondo, nuestros
reaccionarios cuando escriben estas palabras se limitan a proseguir una milenaria
tradición, cuyo origen se remonta al nacimiento de la filosofía política con Platón, que
tiende a identificar la democracia con el gobierno del vientre, de los sentimientos o de los
instintos más bajos. En esta línea sostienen que el pueblo no puede gobernar cuando su
opinión, movida por sentimientos y afectos irracionales, no deja de cambiar y de moverse
7
En el decreto de la Junta Central “se distó mucho de fijar un gobierno popular o democrático, pues la
experiencia ha convencido de sus inconvenientes, cuando obra en masa” (19).
5
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al ritmo que marcan los demagogos: “hoy cansa al Pueblo lo que ayer le agradó, llévale su
genio a novedades, forma juicio de las cosas, no tanto por lo que son, como por lo que se
dice: y las aprueba con facilidad sólo porque otros las alaban” (23).
Aparte de criticar la ignorancia del pueblo (24), los persas rechazan la democracia por
ser incompatible con el secreto, tan necesario para determinados asuntos de gobierno
como los relacionados con la guerra y la paz; porque la igualdad democrática, siempre
contraria a los premios o a discriminar entre los ciudadanos, no favorece las grandes
empresas (25); porque en el gobierno del pueblo no puede haber una administración de
justicia independiente (26), o porque la guerra tiene necesidad de un mando monárquico
(27). Nótese por lo demás que, en este momento de la historia de España, el liberalismo,
con su insistencia en la soberanía nacional, en una representación anti-estamental y en la
lucha contra los privilegios de nobleza y clero, era considerado por los reaccionarios como
una nueva encarnación del espíritu democrático. De ese espíritu que suele rechazarse
porque intenta verificar la abstracta y universal igualdad, la que no respeta ni la realidad
natural, ni la social, ni la histórica.
Tras el rechazo de la democracia, el manifiesto se detiene en la crítica de los acuerdos
más revolucionarios tomados por las Cortes Extraordinarias al comienzo de sus sesiones.
Sobre todo rebate el sistema de elección, la declaración por las Cortes de la soberanía
nacional y el decreto sobre libertad de imprenta. Acerca de la soberanía nacional, Mozo y
sus compañeros comienzan subrayando que es contraria al esencial principio jerárquico o
de autoridad (33), al que los reaccionarios posteriores –como Balmes o Donoso– elevarán
a principio católico por excelencia. Señalan después que el artículo 3, que atribuye la
soberanía a la nación, resulta incompatible con el artículo 14, donde se declara que “el
gobierno de la nación española es una monarquía moderada hereditaria” (40).
La legislación gaditana en materia religiosa es uno de los asuntos que, a juicio de los
autores de manifiesto, merece mayor reprobación. En buena línea contrarrevolucionaria,
atacan fundamentalmente la abolición de la Inquisición y la libertad de prensa. El Santo
Oficio es ensalzado porque a lo largo de los siglos ha sido “un protector celoso y expedito
para mantener la religión” católica, “sin la cual no puede existir ningún gobierno”. Su
desaparición supone, para nuestros reaccionarios, que multitud de papeles hayan “corrido
impunes hablando con mofa de los misterios más venerables” (87). Por esta causa, el
manifiesto también culpa a la libertad de imprenta de ser uno de los medios más
perjudiciales para mantener la subordinación a la autoridad. Según el párrafo 36, “el uso
6
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de la imprenta se ha reducido a insultar con personalidades a los buenos vasallos,
desconceptuando al magistrado, debilitando su energía”, y a escribir “contra los misterios
más respetables de nuestra religión revelada”. De ahí que esta libertad de escribir fuera
“perjudicial en una nación pundonorosa, y además subversiva en las Américas” (36). No
debemos olvidar que, desde las Cortes de Cádiz, el rechazo de la libertad de prensa será
una de las constantes del pensamiento reaccionario de todo el siglo XIX y XX. 8
Un buen número de párrafos (38-80) está dedicado a criticar por extenso los capítulos y
artículos de la Constitución que infringen las tradiciones jurídicas españolas. Tras la
igualdad democrática defendida por los liberales, esto es, “bebido en parte el veneno de la
soñada igualdad, era llegado el momento de fijar en una Constitución que esclavizase la
libertad de las Cortes legítimas sucesivas, y quedase impune y existente el tropel de
novedades, con que se habían sepultado la legislación, usos y costumbres de España” (38).
Los párrafos 40-44 nos hablan de la soberanía y poderes reales. Después de reiterar su
oposición a la soberanía nacional, los realistas censuran la convocación de cortes, la
elección y derechos de los diputados, y la elaboración y promulgación de las leyes. Como
es natural, los reaccionarios del 14 son partidarios de restringir los requisitos necesarios
para ser elegido diputado. En este sentido parece expresarse el artículo 92 cuando señala
“que para ser electo diputado de Cortes se requería tener una renta anual proporcionada
procedente de bienes propios”. Sin embargo, los persas aclaran que, “como esto se oponía
a la popularidad”, al principio democrático, “y el artículo no podía hablar con los más de
los que estaban en aquellas Cortes”, “se suspendió este artículo en el 93 siguiente” (48).
Los párrafos 57 a 62 están dedicados a la regulación constitucional de la Corona.
Nuestros reaccionarios se dirigen contra todos los artículos que limitan las facultades del
rey. En especial contra los que privan al monarca “de la facultad de llamar a Cortes, que
ha sido una prerrogativa esencial de la soberanía” (57), del derecho a disolver o suspender
la asamblea (58), o de la potestad para “conceder privilegio exclusivo a persona y
8
Balmes señalará en numerosos artículos que el gobierno debe impedir los ataques a la religión desde los
periódicos. Pero, como siempre, el más radical de los reaccionarios decimonónicos será Donoso Cortés. En su
opinión, se trata de un medio contradictorio con su fin. Pues, en primer lugar, se dice que consiste en el derecho
individual de todo hombre a comunicar a los demás lo que piensa, mas la libertad de prensa sólo la tienen los
millonarios y los partidos. En segundo lugar, es un derecho que tiene la sociedad a que entren en discusión
todos los pensamientos y teorías, pero en realidad cada uno lee el periódico de sus opiniones y se entretiene en
hablar consigo mismo. Por último, se dice que es el derecho que tiene la sociedad para que se dé publicidad a
todo lo que interesa a los pueblos, y, sin embargo –concluye Donoso–, el periodismo no se utiliza para hablar
de las cosas públicas, sino de los secretos domésticos (“Discurso sobre la situación de España”, en Juan Donoso
Cortés, Discursos Políticos, Madrid, Tecnos, 2002, pp. 71-72).
7
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corporación” (59). El párrafo 60 se refiere al juramento que debe hacer el rey cuando
accede al Trono, y el 61 y 62 tratan de la sucesión de la Corona.
Tras poner reparos a la legislación constitucional sobre asuntos judiciales (63-76),
termina el repaso de la Constitución del 12 con la denuncia de los artículos 375 y 376,
según los cuales “hasta pasados ocho años después de hallarse puesta en práctica la
Constitución en todas sus partes no se podrá proponer alteración, adición ni reforma en
ninguno de sus artículos”. Para los diputados anti-liberales, ello significa que “esta
constitución, aunque desde el día siguiente de publicarse esté causando daño a la nación,
tiene que sufrirla por ocho años, sólo porque así quisieron las Cortes de Cádiz” (77). Los
contrarrevolucionarios objetan asimismo que “para cualquier alteración haya de ser
necesario que los diputados que la decreten, vengan autorizados con poderes especiales
para ello” (78). Esto último refleja la polémica en torno a si debían ser Cortes
extraordinarias u ordinarias las competentes para introducir modificaciones. Y, al mismo
tiempo, tiene que ver con la distinción entre poder constituyente y constituido, y con el
debate acerca de si poderes constituidos –como afirmará el liberalismo moderado o
conservador a lo largo del siglo XIX– pueden variar la ley fundamental. Se trata de un
tema que ocupó enseguida a los liberales españoles, quienes pensaban que conceder la
facultad de cambiar la constitución a unas cortes ordinarias significaba inevitablemente
caer en la omnipotencia parlamentaria y usurpar la soberanía a la nación. 9
Seguidamente, el manifiesto censura los diferentes decretos promulgados después de
aprobada la Constitución. Es preciso subrayar aquellos párrafos en los que se denuncia la
legislación que, en opinión de los persas, resta libertad a los españoles y ataca a la religión
católica. Es así digno de reseñar, en primer lugar, el contundente rechazo del decreto de 17
de agosto de 1812 que ordenaba expulsar al famoso Obispo de Orense “del territorio de la
Monarquía por haber jurado la Constitución después de hacer varias protestas”. Haciendo
uso de una argumentación que encontraremos a menudo en el pensamiento reaccionario de
todo el siglo diecinueve, los realistas consideran a este decreto un claro ejemplo de la
mentira y del terror liberal; pues, lejos de hacer más libres a sus súbditos, el liberalismo
encadena las conciencias de los individuos y les impide expresar su parecer con plena
autonomía. “Este empeño –escriben en el párrafo 83– de aterrar porque jurasen, en época
en que se titulaba a todos libres para manifestar su pensamiento por escrito y de palabra, es
9
Sobre este tema de la omnipotencia parlamentaria me remito a los comentarios de Alberto Lista que analizo
en mi libro Reacción y revolución en la España liberal, Biblioteca Nueva, Madrid, 2006, pp. 63-64.
8
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lo que más prueba la falta de libertad”. También merece la pena reseñar algunas de las
palabras que dedica el manifiesto al decreto de 22 de febrero de 1813 por el que se dicta la
abolición de la Inquisición: “creer que con la impunidad ha de mantenerse la religión de
que habla el artículo 12 en época en que la relajación ha hecho tantas conquistas, y tenido
tan rápidos progresos, es fijar en un imposible la conservación del santuario, que con tanto
respeto ha mirado siempre España” (88). Esta opinión puede darnos una idea de hasta qué
punto se tomaban en serio los realistas y contrarrevolucionarios españoles el famoso
artículo doce, el que declaraba que la religión de la nación española era la católica,
apostólica y romana; artículo que, sin embargo, ha sido esgrimido con frecuencia para
demostrar las tibias convicciones liberales de la Constitución de Cádiz.
Continúa el manifiesto con una comparación entre los revolucionarios franceses de 1789
y los liberales de Cádiz (90-97), de aquellos españoles que, en lugar de seguir sus
tradiciones, “no se desdeñaron de imitar ciegamente las de la Revolución francesa” (90), y
“las máximas con que los filósofos han procurado trastornar la Europa” (94). Acerca de
tales filósofos agrega que “aman la novedad por ostentar la sabiduría de que no poseen
más que el prospecto, preocupados de ideas abstractas, ignoran lo que dista la teórica de la
ejecución, principal punto de la ciencia de mandar”. Se caracterizan asimismo porque
“están poseídos de odio implacable a las testas coronadas” (94), porque odian “las
jerarquías sin las que no puede existir ningún gobierno monárquico”, y porque, “poseídos
del espíritu equivocado que hizo odioso al mismo Maquiavelo”, no respetan ni los
principios de derecho natural ni los del ius gentium (95). Finalmente, alucinan “al pueblo
con lo que más dista de nuestros deseos: la voz de igualdad (siempre imaginaria), la de la
libertad (siempre una quimera en sociedad donde no manda la razón), la exención de
cargas sin las que no puede existir un Estado: la irreligiosidad (detestada aún entre las
naciones más incultas)” (96). Se puede apreciar, por tanto, en estos párrafos algunos de los
leit-motiv del pensamiento reaccionario de todo este siglo: la imposición de principios
abstractos que se oponen al estado real –y a veces natural– de la sociedad, la imaginaria
igualdad que destruye la jerarquía necesaria para que haya un buen gobierno, el patrocinio
de la libertad por encima de la razón y la irreligiosidad.
9
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3. La solución contra los males liberales: el retorno a la constitución histórica
Después de criticar la novedad revolucionaria, esto es, la obra de las Cortes
extraordinarias y constituyentes, el manifiesto dedica una serie de párrafos a describir las
bondades de las leyes tradicionales españolas o de la constitución histórica, que, como se
sabe, es una de las materias de orden historiográfico que más debates suscitó en la época
de las Cortes de Cádiz. No niegan nuestros persas que la constitución tradicional fuera
viciada desde la llegada del primero de los Austrias, Carlos I. Mas reiteran que los
representantes de las Cortes extraordinarias, en vez de construir una nueva y abstracta
constitución, completamente inadecuada a las costumbres y al ser nacional español,
hubieran debido limitarse a corregir los vicios de la constitución histórica. En unos
términos que recuerdan a uno de los dictámenes que Jovellanos elaboró en 1809, 10 los
realistas afirman: “Sí, señor, constitución había, sabia, meditada y robustecida con la
práctica y consentimiento general, reconocida por todas las naciones, con la cual había
entrado España en el equilibrio de la Europa […]; pero, Señor, algún tiempo hubo
despotismo ministerial, digno de enmienda; mas este no es falta de Constitución, ni
defecto en ella, sino abuso de su letra. Constitución tienen hoy (según apellidan a la de
Cádiz) […] y jamás hubo más despotismo, menos libertad, más agravios y más peligros en
la seguridad interior y exterior de la monarquía” (103).
El manifiesto prosigue con una descripción de las cortes tradicionales (105-120) que es
claramente deudora de la liberal Teoría de las Cortes de Martínez Marina, si bien tan sólo
se hace uso de los documentos y análisis históricos que no contradicen las tesis realistas.
Téngase en cuenta que el estudio que Martínez Marina realiza de la constitución histórica
–y sobre todo la introducción de la obra citada– se halla claramente al servicio de la
revolución liberal. 11
En esta parte del manifiesto, la dedicada a las cortes tradicionales, se defiende sobre todo
la soberanía real. Insisten los diputados contrarrevolucionarios en la opinión de que las
10
Se trata, como señala Diz-Lois (o. c., p. 161) “del dictamen que Jovellanos dio en la discusión de un proyecto
de decreto de la Junta Central al país, originado por un escrito de Calvo de Rozas urgiendo la convocatoria de
Cortes en mayo de 1809”.
11
Sobre la utilización por los reaccionarios de esta obra de signo liberal, Miguel Artola escribió con razón lo
siguiente hace bastantes años: “Es sumamente significativo el hecho de la directa utilización de una misma
tradición histórica para pareceres políticos totalmente contrapuestos. En tanto Martínez Marina, y los liberales
tras él, encontrarán en la tradición de los últimos siglos medievales la justificación histórica para una división
de poderes, los Persas buscarán en ella el modo de renovar doctrinalmente la monarquía absoluta, que tan duro
golpe recibiera en la crisis de 1808.” (Orígenes de la España contemporánea I, 1959, pp. 622-623, cit. DizLois, p. 139).
10
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antiguas asambleas no se arrogaban la soberanía del rey; y por ello “los derechos de la
nación junta en Cortes se expresaban con los modestos títulos de consejo, súplica o
petición; pero no es menos cierto que los señores reyes debían responder, y respondieron
por escrito a sus peticiones, conformándose casi siempre con ellas” (108). Los monarcas,
ciertamente, “gozaban de todas las prerrogativas de la soberanía, y reunían el poder
ejecutivo y la autoridad legislativa”, mas se trataba de una soberanía templada o moderada
por las Cortes de Castilla (109). El siguiente fragmento demuestra que el poder legislativo
se entendía, desde luego, de una forma muy distinta a la moderna, para la cual la
innovación legislativa constituye una de las principales competencias del soberano: “los
señores reyes de Castilla no tenían facultad para anular o alterar la legislación establecida:
y cuando hubiese necesidad de nuevas leyes, para que fuesen habidas por tales, se debían
hacer y publicar en Cortes con acuerdo y consejo de los representantes de la nación”
(110). Un poco después los persas vuelven a reiterar que el poder soberano debe estar
moderado por otras instituciones: “desde el origen de la monarquía hasta el siglo XIII los
Señores Reyes de León y Castilla procedieron siempre en los puntos y casos comunes y
ordinarios de gobierno con acuerdo de su consejo, y en los arduos y extraordinarios con el
de la nación representada en Cortes” (111).
Los defensores del rey no olvidan subrayar la tesis de que la constitución tradicional
atribuía al monarca un papel central dentro de las Cortes: “La presidencia en el Congreso,
la convocación a éste de los tres estados del reino en el tiempo y lugar que designaban los
soberanos: la asistencia de procuradores con facultades amplias; examinadas por
encargados de los señores reyes, procuradores elegidos con libertad que llevaban la
confianza de los pueblos, era ley constitucional, y hoy ley variada” (123). Todo ello
pertenece al pasado porque, a juicio de los realistas, tras la Constitución de Cádiz se ha
roto prácticamente el vínculo de obediencia al rey que mantenía unida a la sociedad
política. Y es que –vuelven a señalar– “la obediencia al rey es pacto general de las
sociedades humanas, es tenido en ellas a manera de padre, y el orden político que imita al
de la naturaleza, no permite que el inferior domine al superior: uno debe ser el príncipe,
porque el gobierno de muchos es perjudicial, y la monarquía no para el rey, sí para utilidad
del vasallo, fue establecida” (128).
La constitución histórica hace referencia, por tanto, a un príncipe que no es el de esa
tradición absolutista que concede un poder ilimitado al soberano. La peculiar monarquía
absoluta de Mozo y de sus compañeros “es una obra de la razón y de la inteligencia: está
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subordinada a la ley divina, a la justicia y a las reglas fundamentales del Estado”. Por ello, el
gobierno absoluto del manifiesto, en contraste con el decisionismo protestante de Hobbes, se
caracteriza por hallarse esencialmente limitado. A este respecto los persas sostienen que “en
un gobierno absoluto las personas son libres, la propiedad de los bienes es tan legítima e
inviolable que subsiste aun contra el mismo soberano que aprueba el ser compelido ante los
tribunales, y que su mismo Consejo decida sobre las pretensiones que tienen contra él sus
vasallos. El soberano no puede disponer de la vida de sus súbditos, sino conformarse con el
orden de justicia establecido en su Estado”. En realidad, el texto contrarrevolucionario de
1814 llama a un gobierno absoluto “en razón de la fuerza [irresistible] con que puede
ejecutar la ley que constituye el interés de las sociedades civiles”. De manera que tan
absoluto aparece a los ojos del manifiesto el poder de una monarquía como el de una
república. Es más, considera que “la única diferencia que hay entre el poder de un rey y el
de una república es que aquel puede ser limitado, y el de esta no puede serlo”. Por eso acaba
reafirmando que la constitución histórica se sitúa por encima del rey: “hay entre el príncipe
y el pueblo ciertas convenciones que se renuevan con juramento en la consagración de cada
rey: hay leyes, y cuanto se hace contra sus disposiciones es nulo en derecho” (134).
Este peculiar gobierno absoluto resulta –como ya explicó Bossuet y repetirán los
reaccionarios del diecinueve– muy diferente del despótico o arbitrario, esto es, del gobierno
en el que un príncipe puede disponer de la vida, honor y bienes de los vasallos, “sin más ley
que su voluntad, aun con infracción de las naturales y positivas” (133). 12 Por si todo ello no
fuera suficiente, los contrarrevolucionarios españoles defienden la convocatoria de Cortes
según el derecho histórico, y critican los rasgos de despotismo ministerial que podemos
encontrar en los Borbones, e incluso, lo cual contrasta con la opinión de bastantes
tradicionalistas católicos, en los Austrias, cuyas Cortes, sobre todo en Castilla, tan “sólo
fueron sombra de las antiguas”. Pero estos elementos de despotismo no implican que España
gimiera bayo este yugo en el pasado. Con respecto al defectuoso gobierno de los Austrias, el
manifiesto declara: “comenzado el despotismo ministerial con la venida del Señor D. Carlos
I, principió a padecer la observancia de la Constitución que tenía esta monarquía: lo que
motivó la guerra civil de las comunidades, decayó la autoridad de las Cortes, y el vigor de la
representación nacional” (112). Y en relación con la necesidad de restaurar la constitución
12
Bossuet, en La politique tirée des propres paroles de L’Écriture Sainte, subraya la sumisión del gobierno
real a la razón (“l’autorité royale est soumise à la raison), y que los enemigos de este poder suelen confundir
sin razón gobierno absoluto y gobierno arbitrario (“pour rendre ce terme odieux et insoportable, plusieurs
affectent de confondre ce gouvernement absolu et le gouvernement arbitraire”).
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histórica, especialmente atacada por el despotismo borbónico, se indica lo siguiente:
“Testigo ha sido V. M. del despotismo ministerial en la última época [...], lo que no hubiera
experimentado si las leyes, si las Cortes, si las loables costumbres y fueros de España,
hubieran mantenido su antigua energía” (113).
Los escasos comentaristas del Manifiesto de los persas, los conde de Toreno, Bayo, Alcalá
Galiano y Modesto Lafuente, que encontramos a lo largo del siglo XIX siempre señalaron la
contradicción de que, por un lado, reclamara la convocatoria de Cortes como las antiguas, y,
por otro, hablara de una monarquía absoluta. La opinión de Toreno, expresada en su
Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1847), resume perfectamente el
parecer de todos estos comentaristas: “era [el manifiesto] una reseña de todo lo ocurrido en
España desde 1808, como también un elogio de la monarquía absoluta [...] acabando no
obstante por pedirse en ella ‘procediese a celebrar Cortes con la solemnidad y en la forma
que se celebraron las antiguas’. Contradicción manifiesta, pero común a los que se extravían
y procuran encubrir sus yerros bajo apariencias falaces.” 13 Está claro que los liberales, aún
los más moderados, ya no apreciaban la sutileza reaccionaria que suponía distinguir entre
gobierno absoluto y despótico.
Los últimos párrafos del manifiesto (141-143) tienen como finalidad solicitar al rey las
reformas que necesita el país. En primer lugar, la celebración de unas cortes con arreglo a
las antiguas leyes, y cuyo cometido sea precisamente revisar las leyes fundamentales,
actualizar las no vigentes y rechazar todo lo legislado en ausencia del rey. Entretanto no
sólo mantienen que “se mantenga ilesa la Constitución española observada por tantos
siglos, y las leyes y fueros que a su virtud se acordaron”, sino también que “se suspendan
los efectos de la Constitución y decretos dictados en Cádiz” (141).
4. Triunfo y persecución de los persas
Antes de acabar esta reseña quisiera aludir brevemente a la historia de las consecuencias
que tuvo el Manifiesto de los Persas. Quizá un dramaturgo romántico podría relatar dicha
historia en un drama dividido en dos actos. El primero debería contar el triunfo de las
propuestas realistas nada más volver a España Fernando VII, y el segundo la persecución a
la que fueron sometidos durante ese breve período, el trienio liberal, en el que volvió a
13
Cit. en C. Diz-Lois, o. c., p. 49.
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estar vigente la Constitución de Cádiz. Pues bien, el conocido decreto de 4 de mayo de
1814, dado por Fernando VII en Valencia tras su vuelta de Francia, y cuya autoría suele
atribuirse a Juan Pérez Villamil y a Lardizábal, es en gran medida un resumen del
manifiesto. En la primera parte del citado decreto, Fernando VII recuerda los
acontecimientos acaecidos en España durante su ausencia, y en la segunda el rey expone
su plan de reformas, empezando por la convocatoria de Cortes de acuerdo con las leyes
tradicionales. En esta segunda parte la influencia del manifiesto no puede ser más
evidente. Como muestra, sirva el siguiente párrafo: “declaro que mi real ánimo es no
solamente no jurar ni acceder a dicha Constitución, ni a decreto alguno de las Cortes
generales y extraordinarias […], sino el declarar aquella Constitución y tales decretos
nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno.”
Que el Manifiesto de los persas sintonizaba con las pretensiones absolutistas de
Fernando VII parece indiscutible. También lo es que los liberales del año veinte no lo
habían olvidado. Por eso, y ahora comienza el segundo acto, las primera Cortes del trienio
liberal crearon una comisión especial para que estudiase las medidas que debían adoptarse
en relación con los sesenta y nueve diputados que habían firmado el manifiesto. En el
dictamen que dio la comisión se hacía referencia a las enormes dificultades para
determinar el grado de participación, responsabilidad y culpabilidad de los firmantes. No
obstante, el Dictamen definitivo de las Cortes, aprobado el 26 de octubre de 1820, privaba
primero a los diputados persas de todos los empleos, honores y demás gracias públicas
que hubieran obtenido antes y después del decreto de 4 de mayo del 14, y declaraba
después que habían “perdido la confianza de la nación”. 14 Como se puede suponer, los
reaccionarios vieron aquí un nuevo ejemplo del terror liberal.
El lector de la BSF también debiera saber que, conforme pasen los años, el Manifiesto de
los persas perderá relevancia, y serán otras las obras que expresen el ideario tradicionalista
14
El decreto se redactó en estos términos: “Las Cortes usando de la facultad que se la concede por la
Constitución y deseando dar una nueva prueba de generosidad que caracteriza a la Nación que representan,
han venido en relevar a los sesenta y nueve ex-diputados de las Cortes Ordinarias de 1814 que firmaron el
Manifiesto o Representación al rey con fecha de doce de abril de aquel año, de la formación de causa y sus
resultas, según el artículo 172 de la misma Constitución, con las condiciones siguientes:
1.ª Quedarán privados dichos ex-diputados de todos los empleos, honores, condecoraciones y cualquiera
otra gracia que tuviesen antes del cuatro de mayo del expresado año, y de las que hayan obtenido desde
aquella fecha.
2.ª La privación prescrita es extensiva a los cargos públicos, y con respecto a los eclesiásticos, a la
ocupación de sus temporalidades.
3.ª Se declara que dichos sesenta y nueve ex-diputados han perdido la confianza de la nación.
4.ª Pero si alguno de ellos quisiese ser juzgado por el Tribunal de Cortes no se le negará el juicio con
arreglo a la Constitución y las leyes”.
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O la reacción contra el Liberalismo Doceañista
y reaccionario español. Sólo después de la guerra civil, ya durante el franquismo, los
estudiosos tradicionalistas, como los Ferrer, Tejera y Acedo o Federico Suárez, volverán a
rescatar del olvido al manifiesto. Sin la menor duda el lector tiene entre sus manos una de
las fuentes más importantes del primer pensamiento contrarrevolucionario español, el que
reacciona contra la revolución liberal plasmada en el casi mítico texto constitucional de
Cádiz.
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