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LAS MOTIVACIONES DE LAS PERSONAS
Javier García Aranda - octubre 2014
Ver el comportamiento de los seres humanos reales que he ido
conociendo y de los personajes inmortales que libros y películas me han
ido describiendo me ha llevado a concluir que, por lo general, las personas
actúan o dejan de hacerlo, sobre todo, por dinero, por poder, por
prestigio, por joder o, también, por creencias religiosas.
Inapelable la conclusión que el escritor Javier Cercas pone en boca de uno
de sus personajes y que ilustra la motivación relacionada con las creencias
religiosas: “Yo acababa de conocerlo, y al principio me había parecido una
buena persona; por desgracia no era solo eso: también era un católico de
misa diaria, un hombre lleno de buenas intenciones y un creyente en la
bondad natural del ser humano. En definitiva, un sujeto peligroso.” (Las
leyes de la frontera; MONDADORI, Barcelona 2012).
La persona cuyas motivaciones principales para actuar o dejar de hacerlo
son sus creencias religiosas es, sin duda, un sujeto peligroso. Da igual que
sea por el premio a recibir en la Ciudad de Dios predicada por Agustín de
Hipona o por el temor al castigo divino. Para lo bueno y para lo malo no
hay nadie más inflexible e implacable que quien conduce su vida desde la
convicción de que es Dios -su dios- quien guía sus actos.
Muestras de la intolerancia de origen religioso las hay por doquier en la
historia de todas las épocas, de todos los pueblos y de todas las creencias.
Un fenómeno típico, incluso en el seno de aquellas religiones que tienen
entre sus preceptos mandatos explícitos como, por ejemplo, no matar o
no robar, es que entre sus practicantes haya siempre quienes encuentren
argumentos para asegurar que Dios está de su parte cuando transgreden
la Ley -la humana y/o la supuestamente divina-.
Además, las religiones parecen tener previsto siempre algún subterfugio
motivacional para que, por muy desastrosamente que se hayan hecho las
cosas y por muy inadecuadamente que se haya tratado a los y/o a las que
han rodeado al sujeto peligroso durante su vida, sea posible arrepentirse
de todo lo que se ha hecho mal o realizar algún acto final de
pseudoheroísmo y colarse definitivamente en el paraíso prometido.
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Pero la mayoría de los hombres y, cada vez más, también de las mujeres
suelen actuar o dejar de hacerlo por motivaciones menos trascendentes y
más terrenales: por dinero, por poder, por prestigio o por joder (u,
obviamente, por una combinación de varias de ellas).
Ir por la vida alegando que se actúa o se deja de hacerlo por amar a otra/s
persona/s es también una postura bastante frecuente. Sin embargo, no
creo que el amor sea la motivación principal más habitual para la mayoría
de los hombres, sino más bien el modo de explicar cierto estado de ánimo
vinculado en gran medida a lo de joder o, en ocasiones, al deseo de
reciprocidad, es decir, al interés por ser amado. No obstante, podría
admitirse circunstancialmente el amor en la lista de motivaciones
preferenciales de las personas, sobre todo en el caso de bastantes
mujeres, en particular si el objeto del amor es su prole.
Lo del dinero es bastante evidente. En efecto, la gran mayoría de las
personas, incluso entre las que son desprendidas, aceptan sin demasiadas
objeciones que obtener dinero es un factor motivador relevante en su
vida, aunque sólo sea porque es la forma habitual de acceder a los bienes
y servicios que se ofrecen en los mercados de las sociedades modernas.
A nadie sorprende ni escandaliza, por tanto, que aspirar a un nivel de
renta y riqueza suficiente como para cubrir las necesidades que en la
sociedad son consideradas básicas sea una motivación preferencial para
cualquier persona. Sin embargo, es habitual que intentar ganar todo el
dinero que sea posible se convierta en el incentivo básico de la vida de
muchas personas, incluso de aquellas que ya tienen cubiertos con creces
sus mínimos básicos. Lo cierto es que entre las cosas que se pueden
obtener con dinero están el acceso a cierto nivel de poder y de prestigio
y, por supuesto, el tener unas mayores posibilidades de joder.
Resulta sorprendente, así mismo, la cantidad de ricos y menos ricos que
acumulan dinero no tanto para comprar bienes, acceder a servicios o
situarse en determinado estatus, sino porque les gusta saber que lo
tienen. En general, los afectados por este síndrome del Tío Gilito dicen
guardar el dinero por si acaso, pero en realidad lo hacen porque -además
de generarles, obviamente, sensación de seguridad- les produce placer el
mero hecho de tenerlo.
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Facilitar que las personas tengan poder de decisión real sobre qué hacer
con la propia vida es una estrategia clave para garantizar la libertad
individual. Hay, no obstante, personas que están especialmente motivadas
por poder influir sobre qué debe ocurrir en la vida de otras personas.
A una parte importante de estas personas les causa satisfacción, sobre
todo, saber que lo que hacen o dejan de hacer, ya sea en beneficio propio
o con el más altruista de los objetivos, influye en la construcción de la
historia de su tiempo. Son personas que aspiran, de forma más o menos
declarada, a ser protagonistas de la vida pública.
Junto a estas, hay otras muchas personas que también sitúan el poder en
el centro de sus vidas, aunque aspiren a ejercerlo en ámbitos más
reducidos y con contenidos más elementales. El pater o la mater familias
obsesionada por ejercer el control sobre su entorno familiar; la pléyade de
jefes que llenan las estructuras jerárquicas; los y las profesionales que
tienen estatus con cierta autoridad social… Hay muchas personas cuya
principal motivación en la vida es el ejercicio de su parcela de poder.
A menudo, este interés por acceder siquiera a un mínimo nivel de poder
se solapa con la necesidad que sienten las personas por demostrar su valía
ante los demás, por conseguir su estimación, por tener ascendiente o
autoridad ante ellas; en definitiva, por tener prestigio.
Raramente se encuentran personas a las que no les guste hacer algo bien
y ser reconocidas por ello. Con el paso del tiempo, he llegado a la
conclusión de que quien necesita demostrar algo a los demás es porque
necesita demostrárselo a si mismo. Sin embargo, creo que a cualquier
persona sigue gustándole tener prestigio incluso cuando ha llegado a la
conclusión de que ya no tiene que demostrar nada a nadie.
Desde el cocinero de las estrellas a la que hace tortilla de patatas en su
casa; desde la ingeniera que envía artefactos al espacio al albañil que
coloca azulejos; desde la deportista de alto nivel al niño que juega con una
pelota: todos/as aspiran a tener prestigio por lo que hacen.
Obviamente, la frontera entre el prestigio y la vanidad es muy sutil, a
veces imperceptible. A pesar de este riego, es evidente que tener
prestigio es una motivación básica para las personas y, además, una
buena razón por la que esforzarse en hacer las cosas bien.
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Por último, hablemos de sexo. Hay un sinfín de formas de referirse al
sexo con eufemismos que se ajustan a todo tipo de ideologías o formas de
pensar. He elegido un verbo tan poco sutil como joder por dos razones:
una, para dejar claro que estamos hablando de deseo carnal, de
fornicación, y no de amor; dos, porque hace que el listado de las
motivaciones sea más contundente… y, además, suene a pareado.
Ignorar la importancia que el sexo tiene en el comportamiento de las
personas sería desconocer el motor de la historia de la humanidad. Y no
sólo de los tiempos en los que procrear era consustancial con la
supervivencia de la especie o del grupo humano de pertenencia, sino de
todos los momentos de la historia, incluidos los actuales, en los que, en
teoría, los anticonceptivos han posibilitado la modificación sustancial del
comportamiento sexual de los hombres y, sobre todo, de las mujeres.
Negar la relevancia motivacional que ha tenido y tiene el interés por
acostarse con esta o aquella señora -en calidad de esposa, esclava o
amante; para procrear o sin querer hacerlo; por deseo compartido o con
compensaciones de uno u otro tipo de por medio- es negar la esencia
misma de la condición humana masculina y, por tanto, omitir un factor
clave en la historia de sociedades eminentemente patriarcales.
Todas las personas, mujeres y hombres, casi sin excepción, muchas veces
han actuado o dejado de hacerlo con el sexo como motivación. Para
comprobarlo basta echar un vistazo alrededor y ver cómo se comportan
tanto los seres humanos reales como los personajes inmortales.
Olvidarse del interés por el sexo de hombres y mujeres y limitarse a tener
en cuenta sólo algunas razones que las personas esgrimen oficialmente
para justificar su devenir por la vida es como hacerse trampas en el
solitario (sin que al término haya que buscarle significados subliminales).
Razón tiene un buen filósofo del sexo como Woody Allen cuando dice que
el amor es la respuesta, pero mientras esperas la respuesta, el sexo
plantea algunas preguntas bastante interesantes.
Acertar en las respuestas a las preguntas sobre sexo -a las que W. A. hace
referencia y a algunas otras- seguro que nos ayuda a comprender mejor
qué motiva a actuar o a dejar de hacerlo a las mujeres y a los hombres
de cualquier latitud, condición social y tendencia sexual.
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