Familiaris Consortio, 77 IV. - LA PASTORAL FAMILIAR EN LOS

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Familiaris Consortio, 77
IV. - LA PASTORAL FAMILIAR EN LOS CASOS DIFÍCILES
Circunstancias particulares
77. Es necesario un empeño pastoral todavía más generoso, inteligente y prudente, a ejemplo del
Buen Pastor, hacia aquellas familias que —a menudo e independientemente de la propia voluntad,
o apremiados por otras exigencias de distinta naturaleza— tienen que afrontar situaciones
objetivamente difíciles.
A este respecto hay que llamar especialmente la atención sobre algunas categorías particulares de
personas, que tienen mayor necesidad no sólo de asistencia, sino de una acción más incisiva ante
la opinión pública y sobre todo ante las estructuras culturales, profundas de sus dificultades.
Estas son, por ejemplo, las familias de los emigrantes por motivos laborales; las familias de
cuantos están obligados a largas ausencias, como los militares, los navegantes, los viajeros de
cualquier tipo; las familias de los presos, de los prófugos y de los exiliados; las familias que en las
grandes ciudades viven prácticamente marginadas; las que no tienen casa; las incompletas o con
uno solo de los padres; las familias con hijos minusválidos o drogados; las familias de
alcoholizados; las desarraigadas de su ambiente cultural y social o en peligro de perderlo; las
discriminadas por motivos políticos o por otras razones; las familias ideológicamente divididas; las
que no consiguen tener fácilmente un contacto con la parroquia; las que sufren violencia o tratos
injustos a causa de la propia fe; las formadas por esposos menores de edad; los ancianos,
obligados no raramente a vivir en soledad o sin adecuados medios de subsistencia.
Las familias de emigrantes, especialmente tratándose de obreros y campesinos, deben tener la
posibilidad de encontrar siempre en la Iglesia su patria. Esta es una tarea connatural a la Iglesia,
dado que es signo de unidad en la diversidad. En cuanto sea posible estén asistidos por
sacerdotes de su mismo rito, cultura e idioma. Corresponde igualmente a la Iglesia hacer una
llamada a la conciencia pública y a cuantos tienen autoridad en la vida social, económica y política,
para que los obreros encuentren trabajo en su propia región y patria, sean retribuidos con un justo
salario, las familias vuelvan a reunirse lo antes posible, sea tenida en consideración su identidad
cultural, sean tratadas igual que las otras, y a sus hijos se les dé la oportunidad de la formación
profesional y del ejercicio de la profesión, así como de la posesión de la tierra necesaria para
trabajar y vivir.
Un problema difícil es el de las familias ideológicamente divididas. En estos casos se requiere una
particular atención pastoral. Sobre todo hay que mantener con discreción un contacto personal con
estas familias. Los creyentes deben ser fortalecidos en la fe y sostenidos en la vida cristiana.
Aunque la parte fiel al catolicismo no puede ceder, no obstante, hay que mantener siempre vivo el
diálogo con la otra parte. Deben multiplicarse las manifestaciones de amor y respeto, con la viva
esperanza de mantener firme la unidad. Mucho depende también de las relaciones entre padres e
hijos. Las ideologías extrañas a la fe pueden estimular a los miembros creyentes de la familia a
crecer en la fe y en el testimonio de amor.
Otros momentos difíciles en los que la familia tiene necesidad de la ayuda de la comunidad eclesial
y de sus pastores pueden ser: la adolescencia inquieta, contestadora y a veces problematizada de
los hijos; su matrimonio que les separa de la familia de origen; la incomprensión o la falta de amor
por parte de las personas más queridas; el abandono por parte del cónyuge o su pérdida, que abre
la dolorosa experiencia de la viudez, de la muerte de un familiar, que mutila y transforma en
profundidad el núcleo original de la familia.
Igualmente no puede ser descuidado por la Iglesia el período de la ancianidad, con todos sus
contenidos positivos y negativos: la posible profundización del amor conyugal cada vez más
purificado y ennoblecido por una larga e ininterrumpida fidelidad; la disponibilidad a poner en favor
de los demás, de forma nueva, la bondad y la cordura acumulada y las energías que quedan; la
dura soledad, a menudo más psicológica y afectiva que física, por el eventual abandono o por una
insuficiente atención por parte de los hijos y de los parientes; el sufrimiento a causa de
enfermedad, por el progresivo decaimiento de las fuerzas, por la humillación de tener que
depender de otros, por la amargura de sentirse como un peso para los suyos, por el acercarse de
los últimos momentos de la vida. Son éstas las ocasiones en las que —como han sugerido los
Padres Sinodales— más fácilmente se pueden hacer comprender y vivir los aspectos elevados de
la espiritualidad matrimonial y familiar, que se inspiran en el valor de la cruz y resurrección de
Cristo, fuente de santificación y de profunda alegría en la vida diaria, en la perspectiva de las
grandes realidades escatológicas de la vita eterna.
En estas diversas situaciones no se descuide jamás la oración, fuente de luz y de fuerza, y
alimento de la esperanza cristiana.
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