Decía mi buen amigo Néstor Luján que un libro de viajes debe ser

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PRÓLOGO
D
ecía mi buen amigo Néstor Luján que un libro de viajes
debe ser como un pisto, el maridaje de distintos elementos que concurren en una impresión sensorial para el comensal,
en este caso el lector.
En lo que atañe al Guadalquivir el pisto requiere unas páginas de explicación previa sobre el origen de la receta antes de
que el viajero que escribe y el lector que lo acompaña se aventuren en los seiscientos y pico kilómetros de su curso fluvial y
en sus tres milenios de historia.
El Guadalquivir forma, junto con el Rin y con el Danubio,
el trío de ríos culturales que configuran el devenir de Europa.
En sus riberas florecieron el histórico Tarteso, quizá trasunto de
la mítica Atlántida, la provincia romana de la Bética que daba
emperadores a Roma, la Córdoba califal, que un día deslumbró
a Occidente, y la Sevilla que fue sucesivamente capital de los
imperios bereberes, emporio comercial en el prerrenacimiento
europeo y puerto exclusivo del comercio americano.
En este libro, junto a la cultura y al devenir humano, el viajero recorrerá en el Guadalquivir el medio natural más potente
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de Europa: nace el río en la sierra de Cazorla, el bosque más
denso del continente, y va a morir en el coto de Doñana la mayor reserva de biosfera de Europa y una de las primeras del
mundo.
Esta era la receta. Buen provecho y que el viaje, como el de
Kavafis, esté lleno de experiencias.
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CAPÍTULO 1
QUE TRATA DEL DESCUBRIMIENTO
DEL GUADALQUIVIR
H
ace algunos años asistí a una charla sobre los descubrimientos de miembros de la Royal Geographical Society
en África. Por los labios del erudito conferenciante desfilaban
lagos, ríos, montañas, cordilleras, desiertos descubiertos por este
o aquel explorador en tal año y en tales circunstancias. No le
quedó un rincón del continente africano por descubrir. En el
turno del público un estudiante negro, o subsahariano como
ahora se dice, levantó la mano y dijo:
—Quisiera precisar, en el mismo orden de cosas, que mi
bisabuelo Mnomgo descubrió el puente de Londres en 1896.
En la intervención del bantú había, como se ve, una crítica
a la tradición eurocéntrica de la Historia, la misma que nos permite afirmar que Colón descubrió América el 12 de octubre de
1492 y Vasco Núñez de Balboa el Océano Pacífico el 25 de septiembre de 1513.
Incidiendo en el mismo pecado eurocéntrico, del que, a
nuestro juicio, no hay por qué arrepentirse, nos preguntamos:
¿cuándo y quién descubrió el Guadalquivir?
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Al igual que América y que el océano Pacífico, el Guadalquivir existía desde la formación de la Tierra o, si queremos ser
precisos, desde que se creó la depresión bética en el Neógeno
(entre fines del periodo terciario y a lo largo del cuaternario).
Al igual que América y que el Pacífico, las riberas del Guadalquivir estaban pobladas por indígenas más o menos felices,
pero ¿quién y cuándo colocó en la Historia al río grande (‫ﻱﺩﺍﻭﻝﺍ‬
‫ ﺭﻱﺏﻙﻝﺍ‬al-wādi al-kabīr)?
Dicho de otro modo, ¿quién lo mencionó por primera vez
y legó el conocimiento de su existencia a las generaciones posteriores, a nosotros, a usted que lee y a este que escribe?
No tenemos una fecha ni un nombre a los que podamos
acudir con absoluta certeza, pero seguramente no andamos muy
alejados de la verdad si decimos que al Guadalquivir debieron
descubrirlo los fenicios en torno al año 1000 antes de nuestra
era, quizá en competencia con los micénicos.
Fenicios fueron, en efecto, los primeros exploradores históricos que llegaron al sur de Andalucía, y como venían en
busca de metales y eran excelentes navegantes hay que concluir que remontarían el Guadalquivir, que es un río además
de navegable de raíces argénteas,1 o dicho más llanamente, que
en su nacimiento abunda la plata (y otros metales). No obstante, con ser los inventores del alfabeto, los fenicios no dejaron
ningún testimonio de ese descubrimiento que haya llegado
1
«Estesícoro, hablando del pastor Gerión, dice que había nacido
enfrente de la ilustre Eriteia, junto a las fuentes inmensas de Tarteso,
de raíces argénteas, en un escondrijo de la peña». (Estrabón, Geografía, III, 2, 11).
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hasta nosotros (los romanos destruyeron casi todo lo que les
olía a púnico).
Las primeras noticias históricas de la existencia del Guadalquivir corresponden a sus competidores los griegos, que unos
tres siglos después se apropiaron del mérito de haber descubierto aquellas tierras.
Cuenta el historiador Heródoto que un mercader jonio llamado Coleo de Samos, que hacía la ruta entre Grecia y Egipto,
se vio sorprendido por una borrasca. Durante seis días con sus
noches la frágil nave estuvo a merced de los vientos afeliotas.
Cuando la tormenta amainó, Coleo descubrió con asombro que
habían rebasado las Columnas de Hércules (el estrecho de Gibraltar), las dos montañas que señalaban los confines del mundo.
Acabamos de decir que los fenicios precedieron a los griegos en la exploración de estos confines. Seguramente ellos erigieron un templo a su dios Melkart en el estrecho de Gibraltar,
en el que realizaban sacrificios propiciatorios para asegurarse
una feliz navegación. Los dos pilares de bronce, de unos ocho
metros de altura, que solían franquear la entrada de los templos
fenicios (por influencia de los pilonos de los templos egipcios),2
son las que más tarde darían lugar a la denominación «Columnas de Melkart» que los griegos transformaron en «Columnas
de Hércules».
Las Columnas de Hércules eran Calpe (actual Gibraltar) y
Abila (actual monte Musa, en Marruecos). Los griegos creían
2
Recordemos que el Templo de Salomón, obra del arquitecto fenicio Hiram de Tiro, estaba precedido también por dos columnas famosas, Jaquín y Boaz.
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que África y Europa habían estado unidas por una cordillera
hasta que su héroe Hércules, famoso por su fuerza y por sus trabajos, separó estas montañas permitiendo que las aguas del océano irrumpieran en la cuenca que hoy conocemos como mar
Mediterráneo (Pomponio Mela, Corografía, 15, 27).3 Como casi
siempre, el mito y la poesía se adelantan a la ciencia porque, en
efecto, «en su formación, el valle del Guadalquivir es un territorio liberado tectónicamente de África, regalo de las fuerzas
telúricas a Europa».4
¿Qué había venido a hacer Hércules en este confín del
mundo?
3
En la Antigüedad las Columnas de Hércules marcaban el fin del
mundo. Persistentes leyendas divulgadas por los fenicios para desaconsejar la navegación a sus competidores insistían en que más allá no
era posible la navegación porque el mar estaba infestado de terribles
monstruos y el agua era tan caliente que derretía el calafateado de las
naves y las hacía naufragar. Por este motivo se dibujaban dichas columnas con una cinta que rezaba, en latín, Non plvs vltra («No más allá»).
Cuando las navegaciones portuguesas y la circunnavegación de la Tierra por Elcano demostraron que el océano era navegable, el emperador
Carlos V añadió a su escudo de armas las Columnas de Hércules con
la cartela «Plvs Vltra», demostrativa de que se había pasado «más allá».
Estas columnas empezaron a ilustrar el reverso de algunas monedas españolas, a veces superpuestas a dos orbes (los Dos Mundos que abarcaba el imperio de los Austrias). Una de estas monedas, el prestigioso
real de a ocho, moneda internacional —como el dólar lo es ahora—
hasta el siglo xviii, se conocía en el mundo anglosajón como Spanish
Doller, de donde procede la palabra dólar e incluso su símbolo bancario ($), que no es sino una esquematización de las dos Columnas de
Hércules y la cartela que las envolvía en la antigua moneda española.
4
Bernal, A. M., en Gwynne, 2006, p. 10.
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Hércules, temprano practicante de la violencia de género,
había asesinado en un pronto a su esposa, a dos de sus hijos y a
dos sobrinos.5 Cinco muertos en una tacada. Como penitencia
por tan horrible crimen, la sibila de Delfos, una adivina a la que
los griegos acudían para conocer el futuro y la voluntad de los
dioses, lo condenó a realizar los doce trabajos que le encomendara Euristeo, su peor enemigo.6
Hércules peregrinó al ignoto Occidente para realizar dos de
esos trabajos: robar los bueyes de Gerión y sustraer las manzanas
doradas del Jardín de las Hespérides, que aseguraban la inmortalidad a su poseedor. Dos empresas nada fáciles porque Gerión
era un gigante con tres cuerpos que resultó complicado de matar y las manzanas estaban vigiladas por tres ninfas celosas y un
diligente dragón.7
5
Obnubilado, dicho sea en su descargo, por un ataque de locura
que le provocó un sortilegio de la celosa Hera, esposa de Zeus. La señora se la tenía jurada porque era hijo de su marido, el zascandil Zeus,
y de Alcmena, una señora muy decente a la que Zeus accedió bajo la
figura de su marido, el paciente Anfitrión. Para mayor escarnio, Zeus
detuvo el tiempo y alargó cuanto le plugo la tempestuosa noche de
amor, hasta que Alcmena, ya escocida y exhausta, le dijo: «Hijo, Anfitrión, ¿qué te pasa hoy que te veo constante como el batán del arzobispo de Manila?». (Esto último lo he imaginado yo, caro lector, en
mi afán por completar el relato mitológico sin violentar las leyes de
la lógica).
6
Otra versión de la leyenda, más in y concordada con los tiempos
que vivimos, quiere que Hércules y Euristeo fueran amantes y que los
trabajos fueran una prueba de amor.
7
Un autor siciliano, Estesícoro de Himera (hacia el 600 a. C.), escribió un poema dedicado a Gerión en el que precisaba que el mons-
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Regresemos a Coleo de Samos, al que dejamos perplejo
frente a la costa andaluza, contemplando aquella invitadora franja verde y arbolada, con playas de doradas arenas bajo un limpio
cielo azul. En alguna parte de aquella costa estaba el jardín de
las manzanas doradas, o sea, la inmortalidad, pero, por otra parte,
para llegar a él había que arrostrar el peligro de enfrentarse con
gigantes como Gerión y con el temible dragón que vigilaba el
huerto.
Ambicioso pero cauto, aquí tenemos a Coleo indeciso entre
regresar a su mundo cotidiano, el griego, o arriesgarse a explorar este mundo nuevo que hasta ese momento solo existía en el
mito.
Quizá la necesidad pudo más que la tentación. Una nave tan
baqueteada por la tormenta necesitaba reparaciones, y su tripulación agua y descanso. Coleo decidió desembarcar en la tierra
ignota.
Imaginemos una trirreme griega embarrancando en una
playa de finas arenas doradas. Para sorpresa de Coleo aquella tierra está poblada por unos nativos hospitalarios e ingenuos que
a cambio de la pacotilla griega que lleva a bordo le llenan la bodega de plata, cobre y estaño.
Imaginemos la escena tantas veces repetida a lo largo de la
historia: el ávido mercader pregunta al indígena por la procedencia de la preciada mercadería y el indígena le indica por señas un lugar tierra adentro al tiempo que pronuncia la mágica
truo había nacido en Erytheta, una cueva junto a las fuentes del río
Tarteso, «de raíces argénteas». El poema original se ha perdido, pero
Estrabón da noticias de él.
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palabra: Tarteso, como suena en griego (Τάρτησσος)), o Tarshish
ְ ׁ‫ )ש ִי‬como suena en el hebreo de la Biblia.8
(‫ש ּרַת‬
¿Qué era Tarteso? Probablemente un reino de imprecisos
límites sucesor de las culturas megalítica y argárica florecidas en
la zona. Si ese reino se articulaba en torno al Guadalquivir, como parece, es razonable suponer que ese fuera el nombre del río.
8
«Todas las copas de beber del rey Salomón eran de oro y toda
la vajilla de la casa del Bosque del Líbano era de oro fino; la plata no
se estimaba en nada en tiempo del rey Salomón, porque el rey tenía
una flota de Tarshish en el mar junto con la flota de Hiram y, cada tres
años, venía la flota de Tarshish, trayendo oro, plata, marfil, monos y pavos reales». (Reyes, 1, 10, 21-22). «Tarshish comerciaba contigo por la
abundancia de todas sus riquezas; con plata, hierro, estaño y plomo comerciaba en tus ferias». (Ezequiel, 27, 21).
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