ALVARO PEZOA B. PH.D., IESE, UNIVERSIDAD DE NAVARRA PROFESOR TITULAR DE LA CATEDRA DE ETICA Y RESPONSABILIDAD EMPRESARIAL FERNANDO LARRAIN VIAL El valor humano del trabajo bien hecho Diario Pulso 28 de enero de 2014 El sentido común asocia frecuentemente el trabajo mal realizado a un cierto grado de subdesarrollo cultural, ya sea personal o social. En forma similar, aunque menos habitual, el quehacer laboral negligente o descuidado suele ser considerado como un cierto tipo de falta a la ética. Parece en ello haber mucha razón. El hombre gracias a su acción transformadora de la naturaleza, imprescindible para su propio desarrollo, va dando forma a la cultura y, al mismo tiempo, va deviniendo él mismo en un ser culto. Visto desde este ángulo resulta evidente que todo trabajo legítimo, en la medida en que sea realizado con entrega interior y la más alta perfección posible, está llamado a ser fuente de verdadera plenitud humana. Al respecto, para que el trabajo pueda resultar generador de desarrollo social y acrecentador de su autor, ha de tener por requisito el ser integralmente bien realizado, esto es, técnica y éticamente bien hecho. Puesto que el cultivo personal descansa necesariamente en el trabajo, tanto desde un punto de vista técnico como desde un prisma moral, es diáfano que para el bien de los individuos y de la sociedad ambas dimensiones de la actividad laboral son vitales. No basta, entonces, únicamente con alcanzar altos grados de perfección técnico-operativos en las tareas, cualesquiera sean estas, aunque ello sea condición necesaria en toda obra humana lograda. Paralelamente es imprescindible que las mismas sean éticamente correctas. Claramente, entonces, solo conjuntando armónicamente ambas facetas -técnica y ética- el trabajo humano puede alcanzar su excelencia. No es suficiente un adecuado conocimiento y despliegue de destrezas técnicas para que el trabajo pueda ser tenido por bien hecho. Es preciso que, coetáneamente, sea efectuado con múltiples cualidades humanas como, por ejemplo, son: la prudencia, la justicia, la fortaleza, la perseverancia, la laboriosidad, el esfuerzo sacrificado, la diligencia, la lealtad, la solidaridad y otras. ¿Cuántas veces toca observar en la vida ordinaria que un trabajo o un servicio falla por ausencia de suficientes virtudes morales, incluso cuando existen las competencias técnicas requeridas? Resulta fácil intentar una enumeración de situaciones en la materia: faltas de cumplimiento o de compromiso, de esmero en los detalles, de respeto o tino, de honestidad u honradez, de atención y espíritu de servicio, por citar solo algunos casos. ¡Es irrebatible!, la carencia de virtudes puede arruinar parcial o enteramente el trabajo, hasta el extremo de tornarlo abiertamente pernicioso. Y, por contrario, su presencia puede llegar incluso a hacer aceptable una tarea laboral en que se perciba algún grado de deficiencia técnica. Para dar cabal cuenta de las aristas de plenitud que emanan del trabajo profesional, se ha de tener necesariamente en consideración la intrínseca dimensión perfeccionadora que este comporta para su autor. Esta realidad ha sido denominada por la filosofía "dimensión subjetiva del trabajo". Corresponde a la riqueza inmanente que queda al interior del trabajador como fruto del acto de producir la cosa o servicio, esto es, como consecuencia del trabajo en su concreción objetiva. De hecho, de este último pueden provenir diversas perfecciones: técnicas, sicológicas, intelectuales y morales, entre ellas. En su totalidad, estas apuntan al crecimiento personal, incluyendo la satisfacción y estima propias. Todavía más. El trabajo, en todas sus expresiones, constituye el camino propio e insoslayable para que cada individuo pueda aportar al bien común social. La plenitud humana se alcanza en comunidad, puesto que la persona es un ser social por naturaleza. El cultivo del ser humano es completamente impensable si se lo separa de la vida societaria. Es en la sociedad donde se espera que el individuo encuentre el conjunto máximo de potencialidades humanas desplegadas y pueda participar de las mismas, obteniendo el beneficio asociado a ello. En este sentido, a través de sus multiformes manifestaciones el trabajo es, por antonomasia, el medio privilegiado de que disponen los hombres para contribuir al bien común y constituir una cultura también compartible. Los aspectos personal y social del trabajo se unen y, al mismo tiempo, se acercan a su más alta expresión cuando este es realizado como un auténtico acto de donación personal: es decir, como servicio. Esto es, cuando el trabajo es llevado a cabo con el expreso propósito de cooperar, procurando el bien concreto de los demás. En esta entrega se entrelazan las dimensiones de plenitud personal de quien trabaja con la del bien común, quedan imbricados tanto el bien del sujeto generador de la actividad laboral como el de sus receptores. El trabajo hecho con espíritu de servicio propende a dar lo mejor a los otros y, al unísono, enriquece a quien lo ejecuta. Trabajo bien hecho, cultura y ética muestran, de este modo, sus profundos lazos. Nexos que, como queda esbozado, también conectan hondamente con la condición social de la persona. Esta es una realidad para tener en cuenta, especialmente a la hora de enfrentar el desafío permanente -y la exigencia- de contribuir mayormente desde el mundo empresarial a la plenitud de las personas y al desarrollo social, junto con procurar la consecución de mejoras en su propia actividad.