CUENTO DE “LA ISLA DE LAS DOS CARAS” Autor: Pedro Pablo Sacristán La tribu de los mokokos vivía en el lado malo de la isla de las dos caras. Los dos lados, separados por un gran acantilado, eran como la noche y el día. El lado bueno estaba regado por ríos y lleno de árboles, flores, pájaros y comida fácil y abundante, mientras que en el lado malo, sin apenas agua ni plantas, se agolpaban las bestias feroces. Los mokokos tenían la desgracia de vivir allí desde siempre, sin que hubiera forma de cruzar. Su vida era dura y difícil: apenas tenían comida y bebida para todos y vivían siempre aterrorizados por las fieras, que periódicamente devoraban a alguno de los miembros de la tribu. La leyenda contaba que algunos de sus antepasados habían podido cruzar con la única ayuda de una pequeña pértiga, pero hacía tantos años que no crecía un árbol lo suficientemente resistente como para fabricar una pértiga, que pocos mokokos creían que aquello fuera posible, y se habían acostumbrado a su difícil y resignada vida, pasando hambre y soñando con no acabar como cena de alguna bestia hambrienta. Pero quiso la naturaleza que precisamente junto al borde del acantilado que separaba las dos caras de la isla, creciera un árbol delgaducho pero fuerte con el que pudieron construir dos pértigas. La expectación fue enorme y no hubo dudas al elegir a los afortunados que podrían utilizarlas: el gran jefe y el hechicero. Pero cuando estos tuvieron la oportunidad de dar el salto, sintieron tanto miedo que no se atrevieron a hacerlo: pensaron que la pértiga podría quebrarse, o que no sería suficientemente larga, o que algo saldría mal durante el salto... y dieron tanta vida a aquellos pensamientos que su miedo les llevó a rendirse. Y cuando se vieron así, pensando que podrían ser objeto de burlas y comentarios, decidieron inventar viejas historias y leyendas de saltos fallidos e intentos fracasados de llegar al otro lado. Y tanto las contaron y las extendieron, que no había mokoko que no supiera de la imprudencia e insensatez que supondría tan siquiera intentar el salto. Y allí se quedaron las pértigas, disponibles para quien quisiera utilizarlas, pero abandonadas por todos, pues tomar una de aquellas pértigas se había convertido, a fuerza de repetirlo, en lo más impropio de un mokoko. Era una traición a los valores de sufrimiento y resistencia que tanto les distinguían. Pero en aquella tribu surgieron Naru y Ariki, un par de corazones jóvenes que deseaban en su interior una vida diferente y, animados por la fuerza de su amor, decidieron un día utilizar las pértigas. Nadie se lo impidió, pero todos trataron de desanimarlos, convenciéndolos con mil explicaciones de los peligros del salto. - ¿Y si fuera cierto lo que dicen? - se preguntaba el joven Naru. - No hagas caso ¿Por qué hablan tanto de un salto que nunca han hecho? Yo también tengo un poco de miedo, pero no parece tan difícil -respondía Ariki, siempre decidida. - Pero si sale mal, sería un final terrible – seguía Naru, indeciso. - Puede que el salto nos salga mal, y puede que no. Pero quedarnos para siempre en este lado de la isla nos saldrá mal seguro ¿Conoces a alguien que no haya muerto devorado por las fieras o por el hambre? Ese también es un final terrible, aunque parezca que nos aún nos queda lejos. - Tienes razón, Ariki. Y si esperásemos mucho, igual no tendríamos las fuerzas para dar este salto... Lo haremos mañana mismo Y al día siguiente, Naru y Ariki saltaron a la cara buena de la isla. Mientras recogían las pértigas, mientras tomaban carrerilla, mientras sentían el impulso, el miedo apenas les dejaba respirar. Cuando volaban por los aires, indefensos y sin apoyos, sentían que algo había salido mal y les esperaba una muerte segura. Pero cuando aterrizaron en el otro lado de la isla y se abrazaron felices y alborotados, pensaron que no había sido para tanto. Y mientras corrían a descubrir su nueva vida, pudieron escuchar a sus espaldas, como en un coro de voces apagadas: - Ha sido suerte - Yo pensaba hacerlo mañana - ¡Qué salto tan malo! Si no llega a ser por la pértiga... Y comprendieron por qué tan pocos saltaban, porque en la cara mala de la isla sólo se oían las voces resignadas de aquellas personas sin sueños, llenas de miedo y desesperanza, que no saltarían nunca... Cuento: “Las princesas del lago” Autor: Pedro Pablo Sacristán Había una vez dos bellas princesas que siendo aún pequeñas, habían sido raptadas por un rey enemigo. Éste había ordenado llevarlas a un lago perdido, y abandonarlas en una pequeña isla, donde permanecerían para siempre custodiadas por un terrible monstruo marino. Sólo cuando el malvado rey y su corte de brujos y adivinos fueron derrotados, pudieron en aquel país descubrir que en el destino estaba escrito que llegaría el día en que un valiente príncipe liberaría a las princesas de su encierro. Cuendo el viento llevó la noticia a la isla, llenó de esperanza la vida de las princesas. La más pequeña, mucho más bella y dulce que su hermana, esperaba pacientemente a su enamorado, moldeando pequeños adornos de flores y barro, y cantando canciones de amor. La mayor, sin embargo, no se sentía a gusto esperando sin más. "Algo tendré que hacer para ayudar al príncipe a rescatarme. Que por lo menos sepa dónde estoy, o cómo es el monstruo que me vigila." Y decidida a facilitar el trabajo del príncipe, se dedicó a crear hogueras, construir torres, cavar túneles y mil cosas más. Pero el temible monstruo marino fastidiaba siempre sus planes. Con el paso del tiempo, la hermana mayor se sentía más incómoda. Sabía que el príncipe elegiría a la pequeña, así que no tenía mucho sentido seguir esperando. Desde entonces, la joven dedicó sus esfuerzos a tratar de escapar de la isla y del monstruo, sin preocuparse por si finalmente el príncipe aparecería para salvarla o no. Cada mañana preparaba un plan de huída diferente, que el gran monstruo siempre terminaba arruinando. Los intentos de fuga y las capturas se sucedían día tras día, y se convirtieron en una especie de juego de ingenio entre la princesa y su guardián. Cada intento de escapada era más original e ingenioso, y cada forma de descubrirlo más sutil y sorprendente. Ponían tanto empeño e imaginación en sus planes, que al acabar el juego pasaban horas comentando amistosamente cómo habían preparado su estrategia. Y al salir la luna, se despedían hasta el día siguiente y el monstruo volvía a las profundidades del lago. Un día, el monstruo despidió a la princesa diciendo: - Mañana te dejaré marchar. Eres una joven lista y valiente. No mereces seguir atrapada. Pero a la mañana siguiente la princesa no intentó escapar. Se quedó sentada junto a la orilla, esperando a que apareciera el monstruo. - ¿Por qué no te has marchado? - No quería dejarte aquí solo. Es verdad que das bastante miedo, y eres enorme, pero tú también eres listo y mereces algo más que vigilar princesas. ¿Por qué no vienes conmigo? - No puedo- respondió con gran pena el monstruo-. No puedo separarme de la isla, pues a ella me ata una gran cadena. Tienes que irte sola. La joven se acercó a la horrible fiera y la abrazó con todas sus fuerzas. Tan fuerte lo hizo, que el animal explotó en mil pedazos. Y de entre tantos pedacitos, surgió un joven risueño y delgaducho, pero con esa misma mirada inteligente que tenía su amigo el monstruo. Así descubrieron las princesas a su príncipe salvador, quien había estado con ellas desde el principio, sin saber que para que pudiera salvarlas antes debían liberarlo a él. Algo que sólo había llegado a ocurrir gracias al ánimo y la actitud de la hermana mayor. Y el joven príncipe, que era listo, no tuvo ninguna duda para elegir con qué princesa casarse, dejando a la hermana pequeña con sus cantos, su belleza y su dulzura... y buscando algún príncipe tontorrón que quisiera a una chica con tan poca iniciativa.