01-23 Sexto Domingo de Pascua – A (Hch.8.5-8; 14-17; I P.3.15-18; Jn.14.15-21) No os dejaré huérfanos: pediré al Padre, y os dará otro Paráclito. Hace algunos años la prensa mundial informó del caso de aquel “niño-bomba” en Lima, Perú. Fue que los insurrectos del movimiento “Sendero Luminoso” le habían dado chavos a un nene callejero de cuatro años, para que tocara el timbre de la casa de cierta figura pública y le entregara un pequeño paquete. Pero al entregárselo, explotó en sus manos: pues era una bomba, que mató a aquel político, pero al nene lo dejó mutilado por toda la vida. – También, en varios países del Tercer Mundo se da el caso, que organizaciones criminales secuestran a niños que viven en la calle: les sacan los ojos u otros órganos, y los venden a otros (médicos) criminales en los países del Primer Mundo que, en la clandestinidad, los trasplantan a pacientes adinerados: ¡negocio redondo! – Todo esto, porque son niños de la calle: abandonados, huérfanos, sin padres, ni defensa, que nunca conocieron el calor de una madre. – 1/ Nuestra Madre, llamada ‘Paráclito’ La palabra ‘paráclito’ que Jesús emplea hoy en sus palabras de despedida, es tan rica, que casi es imposible traducirla de manera adecuada. Literalmente significa “abogado”, voz castellana que deriva del latín “ad-vocatus” = “llamado al lado” de una persona en necesidad: sea un acusado, un indefenso, un desconsolado, etc., para asistirlos: como un médico, “llamado al lado” de la cama de un enfermo. – Se conocen tres formas de asistencia del ‘Paráclito’: (1) ser abogado, que defiende a una persona contra sus adversarios ante el tribunal, - (2) ser consolador de una persona triste, abatida, desesperada, - (3) ser educador o tutor que acompaña al joven para forjarle el carácter, orientarlo en confusión, darle aliento, calor, protección, fortaleza. – San Juan (I Jn.2.1) aplica el primer sentido, el de ‘abogado’, al propio Jesús, en cuanto que Él ahora en el cielo está ante el trono de Dios Padre, intercediendo continuamente por nosotros en nuestras necesidades y debilidades. Esta primera función de intercesor Jesús la sigue ejerciendo siempre, en cuanto que Él es nuestro Sumo Sacerdote ante el Padre y, por tanto, no la trasmite al Espíritu (vea Hbr.7.25; 9.24; Rm.8.34). En este sentido Jesús mismo es “el Paráclito”. Pero ahora Jesús promete enviar a “otro Paráclito” (14.16), es decir el Espíritu Santo: para que Éste, en su nombre, cumpla las otras dos funciones: la de consolarnos y la de forjar nuestro carácter para vivir como hijos de Dios. Y así como en el caso de la educación de Jesús mismo esas funciones de consolar y educar habían recaído ante todo sobre su madre María, así también la figura del Espíritu Santo es ante todo “maternal”: nos consuela, anima, orienta, educa, corrige, abraza, calienta como una mamá para con su hijo. Son funciones “maternales”: espontáneamente las asociamos más con la mujer que con el varón. No ha de extrañarnos, pues, que en el idioma de Jesús (hebreo o arameo) la palabra por ‘Espíritu’ es femenina: “rúaj”, o “ruja”, - a diferencia de nuestros idiomas occidentales donde esta palabra es masculina. Pero así comprendemos por qué Jesús presenta al Espíritu Santo con rasgos maternales y femeninos. - Hasta ahora Jesús mismo había sido la “madre” de su nueva familia, la de los discípulos: los había enseñado, formado y protegido (como “la gallina a sus polluelos”, Mt.23.38), - y durante esta misma Cena los alimenta con su propio cuerpo en el Pan eucarístico. Dice: “Padre Santo, mientras yo estaba con ellos, cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos, de manera que ninguno de ellos se perdió, excepto el hijo de perdición, - pero ahora voy a ti” (Jn.17.11-12). P Por tanto ahora, a punto de sustraernos su presencia visible, pide que el Padre nos envíe otro “Paráclito”, pues no quiere abandonarnos a nuestra suerte como “huérfanos” en este mundo hostil (14.18). El Espíritu será como el “Representante” de Jesús, que nos “recordará” toda la verdad que Jesús había enseñado, pero que nosotros todavía no éramos capaces de asimilar. Mas ahora el Espíritu, en el lento proceso pedagógico de nuestra vida, nos la irá inculcando (vea 16.12-13). No que pretenda enseñarnos cosas nuevas o adicionales, porque en Jesús ya está dada la Verdad entera: ¡Él mismo es la verdad! Pues Él encarna la plenitud de Dios mismo. Pero el Espíritu nos impulsará interiormente a penetrar cada vez más en esta Verdad última, y así: a vivir como Cristo ha vivido, en anhelo constante del Padre. 2/ El Sacramento del Espíritu La 1ª lectura de hoy vuelve a confrontarnos con la misteriosa relación entre Jesús y el Espíritu. Pues nos deja ver que, en el caso de los Samaritanos, éstos habían sido “bautizados en el nombre del Señor Jesús”, pero que el Espíritu Santo todavía no había bajado sobre ellos. En Hch.10.44-48 vemos el caso contrario: allá Cornelio y su familia ya habían recibido el Espíritu, pero todavía no habían sido bautizados. Esto significa que existe una cierta diferencia entre ambos sacramentos, Bautismo y Confirmación, pero no (como algunos textos lo sugieren: Hch.3.19) que el Bautismo quita los pecados y la Confirmación da al Espíritu Santo. De por sí ambas cosas se dan ya en el Bautismo (como claramente dice San Pedro: “Cada uno se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados, y recibirá el don del Espíritu Santo”, Hch.2.38). Más bien es así que, en el Bautismo “nacemos” como hijos de Dios, pero todavía como “bebés” que, a través de niñez y adolescencia, hemos de crecer hacia el estado adulto. En cambio, la “Confirmación” es el rito de pasaje, que nos inicia en la plena responsabilidad como miembros adultos del Pueblo de Dios, dispuestos y capacitados “para ejercer, para bien de la Humanidad y crecimiento de la Iglesia, nuestro derecho y deber al apostolado, que derivan de nuestra unión con Cristo. Pues robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que nos lanza al apostolado” (Conc.Vat.II: AA, # 3). Y es ante todo el Espíritu el que impulsa el dinamismo de esta acción apostólica: pues el Espíritu es energía, fuerza, vigor, entusiasmo. De ahí que San Pedro, en la 2ª lectura de hoy, nos exhorta a “estar siempre prontos a dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere, - pero siempre con mansedumbre y respeto” (I P.3.15-16). 3/ Somos “Ofrenda” al Padre Al final de la 2ª lectura nuestra versión litúrgica reza: “Cristo murió… para llevarnos a Dios” (I P.3.18). Pero la versión latina de la Vulgata traduce más bien: “Cristo murió… para que nos ofreciera a Dios”, porque el texto griego usa una forma del verbo “prós-fero” que, en general, significa “presentar”, pero en especial “ofrecer, sacrificar”. Y de este segundo sentido se deriva la palabra “prós-fera” que, en la Iglesia Oriental, hasta el día de hoy es la palabra especial para el sacrificio Eucarístico. ¿Qué diferencia hace esto? San Pablo dice de su propio ministerio: “Ejerzo la ‘liturgia’ de Cristo para con los gentiles… para que las naciones sean aceptadas como ofrenda (‘prós-fera’), y consagradas por el Espíritu Santo” (Rm.15.16). O sea, Pablo se ve como sacerdote, que (por sus labores apostólicas) nos ofrece como ‘corderos’ en oblación a Dios, en acto de adoración. Así podemos ver toda nuestra existencia como un acto de culto y adoración al Altísimo: una “liturgia” de total entrega a Dios, en que nos presentamos como ‘hostia’, que luego es ‘consagrada’ por el Espíritu Santo, - así como el pan es ‘consagrado’ en la misa.-