Había una vez una muchacha, una bella y dulce

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La personalidad como valor agregado de la fuerza de
trabajo y los retos de la educación frente a la cultura del
capital
David García Niubó
Había una vez una muchacha, una bella y dulce muchacha obligada por la maldad, la avaricia y la envidia de su
madrastra y sus hermanastras a trabajar como criada en su propia casa. Todo el día empleaba la joven en servir,
barrer, cocinar y atender el huerto. Nada recibía en pago sino maltratos y humillaciones. Tan pobre era que ni
cama tenía. Dormía en el piso cerca de la chimenea para protegerse del frío y por eso sus vestidos estaban
siempre manchados por la ceniza; cenicienta la llamaban entonces. El desenlace de la historia es bien conocido.
Obligado por sus padres a dar un baile para escoger novia, el príncipe se enamora perdidamente de ella y
utilizando la feliz casualidad de un zapato de cristal, logra encontrarla para rencor y malestar de la maléfica
familia postiza. Pero, ni en esta fantástica narración, el príncipe reconoce a su amor bajo su apariencia
cenicienta. Para ello hizo falta un personaje: el hada que convirtió al caballo en lacayo, a los ratones en
caballos, a la calabaza del huerto en carroza argentina y en preciosos vestidos a los harapos de cenicienta. En
nuestro mundo no hay hadas madrinas que conceden deseos, no hay duendes ni lámparas de Aladino. Pero no
hace falta, hay una divinidad visible y por todos conocida que convierte lo feo en bello, lo cobarde en valiente,
la necedad en talento y la promiscuidad en la más fina virtud, el dinero. El dinero, la prostituta universal, que
iguala el corazón de todos los hombres y mujeres pues es por todos deseada. El dinero puede trocar los harapos
de cenicienta en seda perfecta, puede volver su grillete en collar con diamante de Golconda y puede enviarla al
baile convirtiendo su triste sino en dicha, su tristeza en alegría.
El hombre es una extraña criatura, una aberración de la naturaleza podríamos decir, sin garras o dientes agudos
no puede competir con el depredador, sin alas y sin el aliento proverbial del caballo no puede correr ni volar
para huir. No posee instintos que le digan que debe hacer y que no, que es dañino y que beneficioso para su
vida. Posee eso si la conciencia, y gracias a ella la única certeza posible, que es efímero y ha de morir después
de una vida de amarga lucha. Ningún ave se rompe la cabeza pensando si debe emigrar o no, ninguna bestia se
debate en el dilema de cuantos hijos habrá de tener. Su instinto y la llegada de la primavera, por el inevitable
ciclo de las fuerzas cósmicas, deciden por ellos. El hombre debe aprender todo y tiene que decidirlo todo. Para
suplir su desventaja física tiene la herramienta. Para compensar la ausencia del instinto tiene su cultura.
Herramientas, trabajo y cultura, son la creación del hombre y el hombre es también la creación de la cultura.
Pero el dilema existencial del ser que va de la nada a la nada ha sido resuelto de muy diversas maneras a lo
largo de la historia1. En un inicio el hombre no se concibe separado de la propia naturaleza que lo sustenta y lo
provee directamente. Se cree capaz de hacer la lluvia por medio de una simple ceremonia y considera al bisonte
del cual se alimenta como su primer ancestro, reverenciándolo por eso como tótem de la tribu. Con el
esclavismo surge entonces la religión y el hombre visualiza los poderes de inmortalidad en la cima de una
montaña. Pero esta misma divinidad no está separada del hombre. Dioses y hombres comparten celos, apetitos y
rencores. Toman parte por igual en una batalla y de vez en vez, el dios hace el amor a una mujer de donde
emerge el semidiós, eslabón que une la efímero y lo eterno, el semidiós como Hércules. Cuando surge la Iglesia
como soberano y la nobleza feudal se impone, se le dice al hombre qué debe hacer, qué esta bien y qué debe
considerar pecado, cuál es el camino de la virtud para alcanzar la dicha y la eternidad. Con el dominio del
capital todo cambia. Los hombres destronaron reyes y por medio de la revolución, sueñan con el bienestar que
otorga la igualdad. Ya no habrá Monarcas o Iglesia que supongan su sangre y su linaje, superior al del simple
labriego o artesano. No habrá noble que base su tiránico dominio en su divino origen. Por primera vez es el
hombre libre de hacer y pensar. Pero el papel del monarca o el Papá es reclamado ahora por un nuevo poder: el
Señor Capital. Con el dinero se obtiene la herramienta que defiende al hombre, lo mismo el abanico para
1
Al respecto véase Fromm (1968).
espantar la mosca, que el rifle para matar al tigre. Otorga también el Capital al hombre un marco
interpretativo para suplir la falta de instintos. El dinero, como el dios celoso de los israelitas, ordena que
se le adore solo a él y da las vías para obtenerlo. Suerte, trabajo abnegado, y ausencia de remilgos2, pues
cada cual está solo en este mundo. Si todos somos iguales desde el nacimiento, a cada cual corresponde
de acuerdo a sus propios méritos lo que llegará a ser. Lejos quedan los tiempos donde cada cual nace
labriego, artesano o conde.
Se ha hecho común decir que el grito de igualdad, libertad y fraternidad fue incumplido. Al menos en
cuanto a la igualdad esta crítica es en parte injusta. El Capital iguala a los hombres en dos sentidos.
Primeramente porque los hace involucionar personológicamente al estado de un bebé; segundo, porque
iguala el objeto de su deseo. El bebé es un ser indefenso, no puede alimentarse por sí mismo, no puede
caminar ni protegerse a la sombra si hace calor o buscar cobijo si lo amenaza el frío. No puede manipular
objeto alguno, ni satisfacer ninguna necesidad por sí mismo. Por eso encarna toda necesidad en un objeto
-la madre- quien satisface todos sus deseos. Así también el hombre actual encarna todas sus necesidades
en el dinero. Con el dinero puede volar, correr, comer, buscar compañía o pareja. El hombre feo, viejo y
huraño si posee fortuna, puede comprar una bella muchacha y numerosos amigos sonrientes. Elimina, por
tanto, todo efecto real de su fealdad, su vejez y su insoportable carácter3. Los teóricos de la personalidad
han estado muy ocupados creando exhaustivas listas de las necesidades humanas y han descuidado el
simple hecho de que la única necesidad real es el dinero. Necesidad que se cierra sobre sí misma en un
círculo vicioso: dinero para comprar más dinero. Por otra parte la diferencia entre los hombres, en tanto
portadores de una personalidad única e irrepetible, no puede radicar en sus necesidades que son, en
esencia similares en todos. Lo que diferencia a Pedro y Juan no son sus necesidades sino la forma
concreta en que las satisfacen. Pedro y Juan necesitaran comer, conocer y divertirse. La diferencia está en
que a Pedro le gusta la carne asada y los libros; y a Juan, los vegetales y la televisión. Da igual el objeto
específico para realizar la necesidad. En lo que el capital unifica, es en la existencia del objeto universal
que domina y permite obtenerlo todo. Como ha dicho Ingenieros4, a aquellos que exclaman «Igualdad o
muerte » la Naturaleza responde « La igualdad es la muerte ». El Capital iguala a los hombres en su
deficiencia, en su carencia y por esto el límite de su desarrollo es el límite de la vida5.
Reducida así la relación entre los hombres, la misma esencia del ser humano queda manifiesta en el poder
del dinero. Si los hombres que componen el gobierno de una gran potencia imperialista creen que un
pequeño país sigue un proyecto que consideran inaceptable ¿qué harán? Acudir a la fuerza del dinero.
Bloquean a la pequeña nación para asfixiarla por hambre y enfermedad. Cancelarán fondos, suspenderán
todo comercio y negarán préstamos y tecnología. En vano la opinión pública –desde figuras de renombre
hasta organizaciones humanitarias- pedirán a los poderosos un cambio de parecer. Podrán decir «Mirad,
los niños tienen hambre, hay epidemias, no hay posibilidad de desarrollo... » Todo en vano. Los que
desean el injusto cambio se mantendrán firmes y con el poder del dinero amenazarán incluso a terceros
para hacer más insoportable el cerco. Si un padre considera que su hijo sigue un rumbo de vida
inaceptable –podrá ser también una causa sin razón como que la pareja o la profesión escogida no son de
su agrado- el mismo sistema será impuesto. «Ya que eres tan independiente pues arréglatelas tú sólo... »
retirada del dinero. Podrán los amigos y parientes de buena voluntad interceder diciendo: «Mira, tu hijo
pasa hambre, puede enfermarse, no puede estudiar...» Probablemente ganen solo la advertencia de que
con el hijo, ya que es su hijo, hace el padre lo que considera mejor y de paso la sugerencia de que no
interfieran en asuntos ajenos. Del conflicto internacional a la oscura y desconocida historia de una
familia, siempre es igual. Es el poder del dinero.
Olvida convenientemente que el mejor modo es una respetable herencia.
Marx, Manuscritos económico-filosóficos
4
Véase J. Ingenieros El hombre mediocre (2001)
5
Al respecto véase Pino (2005)
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Pero pocas veces la alcahueta universal entre hombres y naciones se presenta para ejercer la violencia
directa. Ocurre entonces como tendencia lo mismo que desde la época de la acumulación originaria a la
actualidad. No bastan –y a veces son hasta muy dañinos al metabolismo del capital- las formas más
burdas de dominación. Si queremos entender el desarrollo del capitalismo, es necesario entender al
Capital como sistema complejo, esto es, como sistema autoorganizado que monitorea el entorno. El Señor
Capital ha leído sin duda alguna al Capital de Marx y ha visto su propia muerte. Ha reconocido el toque
de trompeta que anuncia su extinción y modifica su metabolismo para adaptarse y sobrevivir. No es
extraño entonces que traslade su influencia, tanto como sea posible, de la esfera del poder a la esfera del
deseo. Sabe que el día que arraigue en el corazón del hombre y sea anhelado, será prácticamente
invulnerable pues habrá incapacitado a sus sepultureros.
Véase como ejemplo el cambio ocurrido en el mundo del trabajo, del fordismo al toyotismo. El capital se
las ingenia para “democratizar” las relaciones6 de producción. Satisface en el empleado sus necesidades
de participación y pertenencia, o sea, realiza sus necesidades superiores –aunque sea aparentemente- y no
solo se ocupa de las carencias básicas que permiten al obrero perpetuar su vida y su descendencia. Marx
había advertido que «en la sociedad burguesa el capital es independiente y tiene personalidad, mientras
que el individuo que trabaja carece de independencia y está despersonalizado7» Cien años después, Erich
Fromm redefine la tipología de la personalidad propuesta por Freud para incluir una nueva orientación de
la personalidad que surge producto de la sobreidentificación con las demandas del sistema
socioeconómico: la orientación de mercadeo8,.
La esencia de esta orientación radica en que la persona fija su percepción de valía en tanto mercadería, el
hombre se concibe como valor que puede realizarse efectivamente en el mercado, en cuyo caso se aprecia.
Si –por el contrario- su individualidad no encuentra demanda, se desprecia. “Tanto sus poderes como lo
que crean se apartan, son algo diferente de sí mismo, algo para que otros juzguen y usen; por tanto, sus
sentimientos de identidad se hacen tan débiles como su propia estima, que está constituida por todos los
papeles que puede desempeñar: «Soy como tu me deseas»”(Fromm, 1947, p. 73).
Que esta orientación personológica haya sido descrita pocos años antes que el enfoque de la Calidad
Total no es mera coincidencia. El capitalista ha definido el valor de su mercancía como un todo,
incluyendo desde la sofisticada envoltura hasta la marca y el lugar en que se ofrece. Lo que el capitalista
exige del obrero es entonces la misma calidad total preconizada a la hora de vender su aparatosa
mercancía. No se interesa sólo por la fuerza de trabajo que produce la plusvalía; también demanda
-amparado en la supuesta reciprocidad- la sonrisa, la identificación con la empresa, la comunidad de
objetivos. No compra el «alma» al obrero pues esta no produce plusvalía. Pero sí exige a la mercancía del
obrero –la fuerza de trabajo- una preciosa envoltura, la marca indeleble de la calidad total. La
personalidad con orientación de mercadeo es entonces el valor agregado de la fuerza de trabajo. Valor sin
el cual la mercancía del obrero no se realizará en el mercado, pues aunque en oferta, no será comprada.
Penetrar la dimensión personológica, anidar en la cultura subjetivada es el más sutil mecanismo de
exclusión que ha encontrado el metabolismo del Capital.
Los desafíos de la escuela ante la cultura del capital
La escuela moderna tal y como la conocemos, surge en el siglo XIX y que este sea el siglo del ascenso al
poder político de la burguesía no es mera coincidencia. La gran industria que extendió el poder del capital
Un análisis interesante al respecto en Antunes, R. (2001)
Marx, El manifiesto Comunista
8
Fromm, E. (1947) Man for Himself. New York: Holt, Rinehart and Winston.
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derribando murallas y haciendo claudicar a los más reacios rebeldes, necesitaba de mano de obra
calificada. No podía quedar la enseñanza como en el feudalismo, limitada al ámbito familiar donde cada
cual –labriego, noble o artesano- aprendía la tradición de sus ancestros. El conocimiento especializado
necesita del surgimiento de una institución, la escuela y de una figura especializada como profesional, el
maestro. Es también lugar común afirmar que la división binaria entre educación e instrucción sufre
entonces una inversión en el protagonismo de uno de sus polos. Se dice con frecuencia que los griegos
priorizaban la primera, o sea la educación entendida como el cultivo de los valores morales sobre la
simple instrucción que calificaba para realizar con maestría una actividad u oficio. Se afirma que a partir
de la revolución industrial esta situación se modifica y la escuela comienza a enfatizar la transmisión de
conocimientos y habilidades específicos sobre la formación de la personalidad. Creemos que esta tesis no
es cierta. Si queremos entender la dinámica de la escuela desde dos siglos a la actualidad, debemos
develar la propia demanda contradictoria que el capital le impone a su institución. Por una parte, el capital
demanda la formación de un hombre capacitado para trabajar, de la formación de la fuerza de trabajo. Por
otra, demanda la formación de un individuo suficientemente enajenado, que aún preparado para trabajar
no sea peligroso si es excluido del mercado laboral. No se trata solo de tener trabajadores aptos sino de
tener un ejército de trabajadores aptos de reserva, esto es, personas capacitadas que esperan con
resignación volver a ser demandadas por el mercado. Si cada excluido, si cada desocupado se vuelve un
ser violento que desea derrocar el sistema del capital, hay un peligro real. Si los excluidos esperan con
paciencia hasta el infinito hay una ventaja. Este es pues el objetivo educativo de la escuela: conformar en
el alumno desde la más corta edad la cultura de la exclusión. Preparar un individuo que ubica la causa de
su fracaso en su mala suerte, en su falta de talento, de esfuerzo e inteligencia. Claro que en vano
buscaremos en los archivos de la escuela para encontrar el documento que pruebe semejante objetivo
educativo. Este es el curriculum perverso de la escuela, el curriculum que no puede mostrarse. No va el
niño a la escuela solo a aprender un conocimiento, un dato, una formula o una habilidad. Va también a
aprender una forma de relacionarse con la autoridad, de someterse a ella, de agraciarla y adularla.
El examen de la vida en cualquier aula en Europa o América, hace cien o diez años, muestra siempre la
misma dinámica: una figura de autoridad –el maestro- que sabe y por tanto habla y manda, y un numeroso
grupo silente –los alumnos- que ignoran y por tanto callan y obedecen. Una figura de autoridad –el
maestro- que supone más importante la solución del problema que su planteamiento, más importante el
conocimiento que el proceso para obtenerlo. Se supone que el aprendizaje en el aula es el único posible, o
al menos, el más importante de ellos. La verdad que enuncia la autoridad –el maestro- y que contiene el
libro, es La Verdad y el alumno debe apropiarse de esta para garantizar su desarrollo9. Todos los alumnos
uniformados y callados deben aprender lo mismo, y cosa asombrosa, deben progresar uniformemente en
el mismo tiempo: el año lectivo. Así se forma en el niño el ciudadano que necesita el sistema
democráticamente representativo del capitalismo.
¿Qué puede hacer la escuela ante la cultura que impone el capital? ¿cómo puede desafiar sus
mecanismos? Muchas propuestas se han realizado: la escuela debe enfatizar más en el proceso de
aprender a aprender, debe enseñar a colaborar y construir colectivamente el conocimiento, debe reconocer
como válido el saber de los niños, debe enfatizar en la mutualidad de los coautores y en la
intersubjetividad, debe adoptar en sus clases un formato narrativo10. Todas son ideas valiosas. Pero ¿cuál
es el cambio principal? Creemos que este radica en develar el curriculum educativo oculto y ello supone
Un análisis interesante al respecto, en Fariñas y De La Torre (2001; 2003) donde las autoras
denominan «didactismo» a este quehacer ritualizado del maestro. Pero si Fariñas y De la Torre
enfatizan las demandas del sistema educativo y el propio estilo del maestro como causa de
este fenómeno, mi análisis pretende mostrar que el mismo obedece a una determinación social
aún más profunda, la que impone la cultura de la exclusión.
10
Véase Bruner(1997), Rogers (1994) y Savater (1997)
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en primer lugar, el abandono del término socialización como objetivo de la escuela11. ¿Cómo puede el
maestro socializar al niño si este es social desde su nacimiento y aún antes de nacer? La escuela debe
proponerse explícitamente como la encarnación de la vida en una cultura y no como preparación para
esta. Qué el niño debe socializarse es una idea que tuvo su clímax en el sistema desarrollado por Freud:
el hombre es en su origen una criatura instintiva, egoísta, destructiva, cuyos impulsos deben atemperarse
y encauzarse adecuadamente por las figuras de autoridad de una cultura. Sin la socialización primaría la
ley de la selva. Y en verdad algo parecido ocurre en la realidad, en la cultura que instaura el Señor
Capital, domina la lucha entre todos y el beneficio de unos es el mal de otros. Pero esta idea que con la
fuerza del sentido común impone la lógica del dinero, no dice nada sobre la esencia instintiva del hombre.
Mientras el educador conciba al niño como un adorable vergel que debe ser cultivado, mientras lo perciba
como un ser que debe ser socializado, no recibirá de él más cariño ni agradecimiento que el obtenido por
los civilizadores europeos que convertían amorosamente al salvaje. Dónde el maestro dice socializar, el
niño ve guerra de cultura y adoctrinamiento en esta que quiere hacerse pasar como la única posible: la
cultura naturalizada, universal y liberadora, cuando en realidad es sólo la cultura de la exclusión, la
cultura del capital. Por esto el desagrado inveterado, el aburrimiento y la desconfianza del niño hacia la
escuela, que Shakespeare describió poéticamente hace ya algunos siglos: «El amor corre hacia el amor,
como los escolares huyen de sus libros, pero el amor se aleja del amor, como los niños se dirigen a la
escuela, con los ojos entristecidos»12.
Vigotsky (1981, 1987) inspirado por las concepciones de Marx, propone que la esencia del
psiquismo humano es la cultura y que el hombre es social desde su nacimiento. Una crítica al
concepto de socialización puede verse también en Pino y García (2005) y en Fariñas (2006).
12
Shakespeare, La tragedia de Romeo y Julieta. Acto II, escena II.
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Bibliografía
Antunes, R.: (2001) ¿Adiós al trabajo?, Ed. Cortez, São Paulo.
Bruner, J.: (1997) La educación, puerta de la cultura. Ed. Visor, Madrid.
Fariñas,G. (2006) Psicología, Educación y Sociedad. Félix Varela, La Habana.
Fariñas, G. y de la Torre, N.: (2001) ¿Didáctica o didactismo?, Revista Educación, Numero 102, eneroabril.
---------------: (2003) La otra cara del didactismo, Revista Educación, Número 108, enero-abril.
Fromm, E.: (1947) Man for Himself, Holt, Rinehart and Winston, New York.
----------- : (1968) El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires.
Ingenieros, J. (2001) El hombre mediocre. Ciencias sociales. La Habana
Marx, C.: (1965) Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. Editora Política, La Habana.
Marx, C. y Engels, F.: El manifiesto comunista. Ob. Escogidas en tres tomos (1974), t I, Moscú, Progreso.
Pino, R. (2005) El imperialismo y la supervivencia del género humano. Ponencia presentada en la III
Reunión sobre Imperialismo de la Sociedad Económica de Amigos del País. La Habana, octubre de 2005.
Pino, R y García, D. (2005) Capital, subjetividad y cultura de la exclusión. Revista Cubana de Filosofía
en formato electrónico.
Rogers, C.: (1994) Libertad y creatividad en la educación. Paidós, México.
Savater, F.: (1997) El valor de educar. Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América, México.
Vigotsky, L. (1981) Pensamiento y Lenguaje. Edición Revolucionaria, La Habana.
--------------: (1987) Historia del desarrollo de las funciones psíquicas superiores. Ed. Científico-Técnica, La
Habana.
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