Pontificia Universidad Católica de Chile Crítica Simposio Internacional de Estética Fecha: 11 de octubre Paz Vásquez Con Arreglos En La Antesala Todo comienza en la fachada. La Biblioteca Nacional se ofrece al transeúnte de manera imponente aunque todos siguen de largo. Esta vez, habían algunos que ocuparon las escaleras de la entrada principal como graderías… leían algo, tomaban helado o jugaban con un perro callejero. Pero en la antesala de la biblioteca, unos maestros hacían arreglos a uno de los pilares del centro. Los que entraban y llegaban a este punto, miraban hacia el cielo y sopesaban la opción de pasar o no por las puertas laterales. Una vez traspasado el umbral, el movimiento al interior era inusual. Personas iban y venían, personas cuyos rostros parecían familiares. Bastó reconocer a una sola de ellas, para identificar prontamente al resto: todo el Instituto de Estética al interior de la Biblioteca Nacional, compañeros de curso, profesores, administrativos. Era, finalmente, como estar en casa. En la Sala América se conversaría en torno a la Representación y modernidad técnica. Debo reconocer que mis criterios de selección de la ponencia fueron bastante pobres: el horario y los nombres. Al leer el programa resaltaban frente a mí las palabras Honorato, Cicarelli, Schoennenbeck y González. Honorato me sonaba a mí un apellido importante, como perteneciente a una persona famosa. Pero en realidad jamás había escuchado nada acerca de él o ella (hago esta diferenciación de sujetos porque en un principio no reparé si se trataba de un hombre o una mujer; me basé exclusivamente en la sonoridad del apellido). Cicarelli sí que es un gran nombre, asociado a una persona muy querida. Si bien ha sido despreciado por la crítica tradicional por ser neoclasicista en una época en que el neoclásico ya estaba pasado de moda en Europa, su personalidad romántica me cautiva. Hay relatos que nos muestran cómo abandonaba a sus alumnos en la Academia de Bellas Artes para ir raudo a las alturas de Peñalolén y pintar allí su vista al atardecer. Tenía que ser veloz, porque la luz se iba a acabar pronto. Y así, sus alumnos tenían tiempo para ir a jugar a los pies del Cerro Santa Lucía. Schoennenbeck me sonaba porque dictaba un curso de Teoría Literaria que no quise inscribir en mi carga académica precisamente por su apellido raro. Me imaginé a un tipo alto, tal vez colorín y con un acento extraño, tan extraño que sería imposible seguir sus clases. Ahora, me encontraba de nuevo con él. Finalmente reparé en González. Un apellido tan común que hasta yo podría ser pariente de ese tal González del que iban a hablar en la ponencia. Con estas ideas entré en la Sala América. Los panelistas ya estaban sentados a la mesa. Comienza Paula Honorato: “Le cambié el título a mi presentación”. En el programa decía 2 “Pintura y modernidad técnica de la imagen en los años 80 en Chile”. Ahora, la diapositiva ostenta un título más modesto: “Pintura y modernidad técnica en Chile alrededor de 1980”. Honorato quiso evitar el ambiguo terreno de la imagen. Luego, ya no es en los años 80 sino alrededor de 1980. Es importante hacer esta salvedad pues ya no va a abarcar la década completa sino que limita su investigación en algunos años antes y otros años después de aquella fecha. Si bien estas diferencias en el título pueden ser mínimas, tuve la incómoda sensación de ser estafada. Lo curioso es que los tres panelistas cambiaron el título de sus presentaciones. Fui triplemente estafada. La ponencia de Honorato, de aquel apellido de sonoridad con olor a «importancia», fue la más decepcionante. Su voz era melodiosa, particularmente agradable de escuchar, y su dicción era impecable. La imagen que ella proyectaba era la de una intelectual distinguida (su sobria y elegante vestimenta, su cabello largo y alisado, sus facciones finísimas), no obstante su producción textual me pareció poco rigurosa y poco honesta. No quiero establecer aquí una prescripción sobre cómo deberían ser los textos ni tampoco argumentar que la rigurosidad y la honestidad intelectual sean valores en sí mismos a nivel textual. Sí quisiera constatar, en cambio, una apreciación: Honorato descansó en la imagen de sí misma, en lo que ella proyectaba, en lo que su mismo nombre evoca. Poca importancia le otorgó, pues, a la rigurosidad de su texto y se escudó, más bien, en su apariencia de erudición. Claro, ella ya tenía su fama hecha. Al menos, eso me pareció a mí. En su texto analiza obras que no proyecta en diapositivas o bien las muestra pero no las comenta, tal fue el caso de una obra de Juan Domingo Dávila – impresionante por la hibridación de técnicas pictóricas y tecnológicas – pero que ella explicita que “no va hablar de la obra de Dávila. ¡Entonces para qué muestra esa imagen! Una de sus tesis centrales era que la modernidad de la pintura se ve precipitada por la experiencia de la dictadura militar, que obliga a asumir una nueva visualidad, no centrada tanto en los medios técnicos sino en la mirada, al punto de decir que la incorporación de la fotografía no sería una negación de la pintura sino más bien una negación de lo pictórico, que sigue demandando la mirada de la pintura. No obstante ella, al analizar la obra de Roser Bru principalmente, analiza únicamente los medios técnicos y no habla del cambio de mirada, de la nueva visualidad que propone Bru. Es decir, Honorato no da cuenta de su propia tesis o más bien, analiza todavía desde un paradigma centrado en los medios técnicos como indicador de modernidad. A modo global, la presentación de Honorato era como la fachada de la Biblioteca Nacional. Por fuera todo muy bien, con una imagen ya consolidada, pero una vez cruzada la antesala, nos encontramos con que se están haciendo arreglos que nos hacen dudar si entrar o no en su juego discursivo. Luego vino la exposición de Schoennenbeck. Efectivamente era un tipo alto, con aires de anglosajón. Ropa formal, distinguido. Su ponencia era sobre variaciones del paisaje en Cicarelli y Federico Gana. Poco tengo que decir al respecto. Proyectó la "Vista de Santiago desde 3 Peñalolén" durante los treinta minutos que duró su intervención. Reforzaba sus análisis con la descripción verbal de la imagen. Una redundancia, aparentemente. No obstante, ayudó a que las otras panelistas tuvieran que voltear las cabezas para entender de qué estaba hablando. Así, mientras el texto de Schoennenbeck invitaba a re-mirar el conocido cuadro de Cicarelli, trabajándolo y reinterpretándolo de una manera bastante novedosa, las imágenes seleccionadas por Honorato eran meros adornos que podrían no haber estado. Su discurso se valía por si mismo. Schoennenbeck describía el cuadro de manera tan bella y precisa que era posible mirarlo con la mirada que él proponía. No obstante, al momento de comparar con la producción literaria de Gana, el discurso perdía fuerza. Si su objeto de estudio era una imagen y justificaba si incorporación en una diapositiva, de la misma manera podría haber procedido al tratarse de un texto. Una párrafo de Gana merecía ser expuesto tanto como el cuadro de Cicarelli. Pero Schoennenbeck no lo estimó así. Pese a esto, en la globalidad de su producción textual, me pareció un discurso honesto intelectualmente y – por lo mismo – cándido, como de alguien que está recién explorando en las arenas de las artes visuales. Con todo, logró motivarme para incursionar en su línea de investigación; no así Honorato, que más me hizo despreciar el ambiente académico por sus imposturas que valorarlo por el genuino interés por la investigación. Mientras Schoennenbeck hablaba, comenzó a sonar un celular. Acostumbrados a este tipo de cosas, el auditorio hizo caso omiso de esto. No obstante, conforme la llamada de aquel inoportuno se fue haciendo más persistente, la panelista sentada en medio de Honorato y Schoennenbeck comenzaba a encogerse de hombros, se hacía cada vez más pequeña en su asiento y su rostro iba adquiriendo una tonalidad cercana al rojo vivo. Miraba con ojos exorbitados de un lado a otro. Su expresión era muy al estilo “trágame tierra”. Hizo evidente que ella era la dueña del celular, que sonaba desde el interior de su cartera sobre un asiento del auditorio, justo frente a la mesa de los expositores. El teléfono siguió sonando y ella se veía compungida al extremo. Sus muecas terminaron por distraer el público. Impertérrito, Schoennenbeck seguía hablando. Cuando concluyó su presentación, la moderadora solicitó a los asistentes que apagaran sus celulares. María Elena Muñoz, la penalista sentada entre Honorato y Schoennenbeck, se dio por aludida y pidió disculpas. Una falta de respeto, no obstante. Violencia simbólica que no está a la altura de una académica de la Universidad de Chile. La última en exponer fue ella, quien habló sobre la ciudad de Juan Francisco González. ¡Ese González! De haber sabido antes… Su producción textual resultó ser muy interesante, pero es pésima oradora. Constantemente tuvo que rectificarse al leer, lo que interfería con el buen seguimiento del texto, pues leía excesivamente rápido. Utilizó adecuadamente las imágenes y, de no haber sido por su negligencia con el celular, habría sido una exposición bastante aceptable. Me pareció, en cambio, una presentación bien en la fachada, pero con defectos en la antesala que aun faltan por ser 4 arreglados. Llegó, finalmente, el momento de las preguntas. Tres manos se levantaron. Una muchacha se paseaba con el micrófono por entre los asientos hasta llegar a la persona indicada. La distancia entre ésta y la muchacha era tan grande, que se demoraba una eternidad en llegar, tiempo en que los espectadores no podíamos sacarle los ojos de encima, apreciando la torpeza de sus movimientos. No vale la pena reproducir aquí el tipo de preguntas. Sólo me falta agregar que María Elena Muñoz dijo: “¿cuál era la pregunta?”, después de haber respondido por casi diez minutos. Por último, la profesora Ana María Risco hizo una muy interesante observación a propósito de la ponencia de Schoennenbeck, que no sólo “abrió una ventana” – en palabras de él mismo– al público asistente, sino que puso en evidencia la pasividad de la moderadora. Tan aburrida fue su presencia que ella le dijo a Risco en un tono medio burlesco: “Tú podrías ser la moderadora. Ven a sentarte acá, de hecho”. De manera global, esta mesa de discusión estuvo interesante, mas me queda la inquietud de la experiencia estética en un simposio internacional de estética. Todos los panelistas permanecían sentados en sus asientos, conservando una rígida postura apolínea. No había oratoria, ni elocuencia, ni mucho menos pasión. Se han formado verdaderas máquinas críticas que sin desmerecer sus capacidades intelectuales, les falta mucho para poner de manifiesto la disciplina de la cual provienen. Este simposio, que ha excluido el gozo estético, en nada se diferencia de una conferencia científica o de cientistas sociales. Al final, todas las ponencias – e incluso el simposio entendido de manera general – era como la Biblioteca Nacional: impecable en la fachada, pero con arreglos en la antesala. Arreglos, que si bien nos anuncian la promesa de mejoras, evidencian desperfectos que –esperemos– no sean estructurales.