La tierra de los Escalofríos Calientes de Mjöksiglandi

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La tierra de los
Escalofríos Calientes de
Mjöksiglandi
Carolina Sofia Barriopedro Menéndez
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La tierra de los Escalofríos Calientes de Mjöksiglandi
Ú
nicamente se oía un susurro lánguido y perezoso, que envolvía la
pequeña aldea Hvergbrunnr. Las nubes bostezaban ante la llegada del
nuevo día, convirtiéndolo en un manto plúmbeo que abrazaba las montañas aún
nevadas del nórdico paraje. El plomizo cielo del norte arañaba el horizonte,
reptando hacia la sombra de lo que debería ser el Sol.
Los perros y los gallos se disputaban el madrugón que daría comienzo al ajetreo
de la bulliciosa aldea, que envalentonada sobre el risco, se erigía orgullosa y
desafiante al mar. Era un pequeño pueblo de apariencia desordenada y de
espíritu conquistador que miraba altanero a las aguas boreales.
Koldran y su mujer Inngun que vivían en la zona este, eran los curtidores del
pequeño pueblo vikingo. Él, siempre soñó con ser alguna vez un valiente
guerrero que viajara por los mares, trayendo tesoros a su hogar para disfrutarlo
con su amada y sus, al menos, diez hijos.
Pero en su destino no estaba ni una cosa, ni la otra. Se convirtió en curtidor
porque su padre, su abuelo y todos sus antepasados así lo habían sido y la
tradición familiar debía continuarse. En cuanto a Inngun pudo haberla repudiado,
porque las leyes del lugar lo permitían, si la mujer era yerma. Sin embargo,
Koldran realmente amaba a su mujer y consideró que el azar era el que marcaría
su vida terrenal y aunque nunca dejaría de rogarle a los dioses que al menos
pudieran gozar del milagro de un retoño, nunca volvió hablarlo con ella, para que
no entristeciera.
Desde que era pequeñito se pasaba horas mirando al mar, soñando con esas
aventuras que nunca viviría en la realidad. Cuando no estaba frente a las aguas
nórdicas, enredaba cerca de la casita de la familia de Inngun. Para ver si podía
sorprenderla jugando con sus hermanos, con esa tez nívea, que el frio hacia
enrojecer, con los cabellos cenicientos abandonados sobre los hombros y con
esa mirada perdida, rebosante de inteligencia, siempre engalanada con una
sonrisa en los labios. No recordaba siquiera desde cuando estaba tan
enamorado de ella, porque le parecía que nació con el único propósito de
encontrarla.
Cuando Koldran cumplió 14 años, le pidió a su padre que le acercara a la cabaña
donde Ingunn vivía con su familia numerosa porque quería desposarse con ella
ya que, según él, era un hombre de provecho. Aunque tuvieron que esperar dos
años más para los fastos del casamiento, a que ella tuviera quince y él dieciséis,
en realidad fue ese día cuando se cerró el compromiso, quedando los
dos púberes unidos de palabra para siempre.
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Aunque lo intentaron, Inngun no pudo darle vástagos, así que pasados unos
años, cayó en una profunda depresión que la mantenía encerrada en su casa.
No ayudaba a su marido en el negocio y ni siquiera abandonaba el hogar para
celebrar las fiestas de los dioses del mar, de la lluvia ni ninguno otro, porque ella
les odiaba, no la habían bendecido con la fertilidad.
Por su parte Koldran, pasaba las noches bebiendo y cuando su cuerpo ya
no podía más, vagaba por los bosque cercanos, con la estúpida idea de
que algún oso u otra famélica criatura deseara disfrutar de un festín con él.
Pero ocurrió lo que en aquel momento le pareció a Koldran un milagro. Una de
esas noches de vigilia ebria, encontró un bebé que había sido abandonado, y
que desesperado, lloraba de hambre. Al principio no supo qué hacer, pero al
recogerle del frio y húmedo lecho del suelo, no pudo desprenderse de aquel
saquito de carne llorón. Le cubrió con su chaqueta y se lo llevo al calor de su
hogar, posponiendo para después la decisión de qué hacer con ella.
Cuando Ingunn vio al gritón rorro, comenzó a llorar y sin preguntar a Koldran, se
lo arrebato de sus brazos, acercándoselo a su pecho. Más tarde esa noche,
preparó una cuna improvisada y se paso días observando a la bebé y pensando
que hacer con ella.
Koldran e Ingunn, eran conscientes que debían comunicar a la comunidad su
hallazgo y decidir en la asamblea del pueblo que hacer con la recién nacida.
Pero Ingunn se encontraba abrumada y sentía que jamás había sido tan feliz
como lo era desde que había aparecido ella en su vida. Casi no dormía mirando
su perfecto cuerpo que ronroneaba por las noches en el minúsculo camastro que
le habían construido. No paraba de acariciarla y cuidarla. La arrullaba henchida
de felicidad horas y horas, como si todo aquello se fuera evaporar.
Kaldran, por su parte, se veía atenazado, un rubor casi epicúreo adornaba el
rostro de su amada por la llegada de la niña y a pesar de que interiormente
luchaba por hacer lo correcto, pospuso la decisión unos días, hasta que ambos
estuvieran preparados para informar al resto .
No pudieron. Jamás comunicaron el encuentro del bebe en el bosque. Todo fue
mucho más sencillo de lo que habían imaginado. Ingunn había estado meses sin
salir de su casa, por lo que todos creían que padecía tristeza, y aunque así era
en realidad, lo que Kaldran dijo en la aldea era que por fin se había quedado
embarazada y por miedo a perder el bebé, no deseaba salir hasta que todo
hubiera llegado a su fin.
Nadie sospechó, porque todo el mundo prefería pensar en algo bello, como esa
noticia del nacimiento clandestino de la niña en un hogar que había sufrido
mucho. Eligieron creer que el amor había hecho su regalo y que la bondad de
Kaldran al no repudiar a su esposa había tenido sus frutos. Los dioses les habían
bendecido y eso era bueno para Hvergbrunnr.
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Se organizó una gran fiesta para el Skirm, que era la ceremonia de imposición
del nombre, en la que un exultante Koldran tomó al bebe en su brazos y
escenificó el Ausana Vatni, vertiendo agua sobre la niña, en forma de
purificación. Después, dibujando en el aire el signo de Thor, que consistía en
una T invertida con el puño, invocó la protección a ese dios y le dio su nombre,
Ingunndottir (la hija de Ingunn). Esta ceremonia era muy importante para los
vikingos, porque las almas, tras dejar el cuerpo esperaban tomar uno nuevo
dentro de la propia familia o al menos la personalidad espiritual para que tuviese
una continuidad. Fueron pasando los años en Hvergbrunnr, todos iban
envejeciendo un poquito más, excepto Ingunndottir, que parecía no crecer a la
misma velocidad que el resto de las niñas y niños de su edad. No es que su
tamaño fuera diferente, simplemente, se mantenía como si su tiempo fuera más
lento, mientras toda su generación había llegado a los trece años, ella, aun
parecía una cría de ocho.
Se había convertido en una niña muy reflexiva, que estudiaba todas la
situaciones antes de tomar decisiones, excesivamente responsable y
tremendamente curiosa. La fascinaba el entorno y se quedaba horas observando
a los bichos pequeños y grandes que pululaban por los alrededores de la aldea.
Había desarrollado dotes que nunca se habían visto en la pequeña aldea vikinga.
Todos empezaban a pensar que Ingunndottir se convertiría en la hechicera del
pueblo.
Cuando se iba a celebrar su decimo tercer efeméride de la toma del nombre
familiar, Koldran e Ingunn fueron conscientes del error que habían cometido en
ocultar que habían encontrado a Ingunndottir en el bosque y sin saber su
procedencia la habían traído a la aldea. Se dieron cuenta que su hija podría
pertenecer a la tribu de los Spakis (los sabios), por su forma de actuar y
especialmente porque no crecía igual que el resto.
Corrían muchas leyendas sobre los Spakis, que narraban con cierta misticismo
y elocuencia el hechizo de este pueblo, que cada siete años coincidiendo con la
semana en la que se producía la actualización del calendario vikingo
de Thorsteinn el Negro, la aldea se aparecía de la nada, durante solo esos siete
días al mundo exterior. Ellos ni siquiera eran conocedores de lo que les ocurría
porque nunca salían de los confines de su villa, rodeada de un frondoso y tupido
bosque por el que serpenteaba un caudaloso rio que enriquecía los huertos y
proveía de suficiente pábulo a la aldea. No necesitaban más que aquello.
Al entrar en esa tierra suya, el cuerpo de los que no pertenecían a ella se
estremecía con escalofríos que resultaban ser calientes y la piel se rejuvenecía
tanto como su mente no hubiera asimilado los valores y principios necesarios
para habitar en esa extraña comarca.
Se contaba que era un pueblo legendario en el que los niños y niñas crecían
cada siete años, porque era el tiempo que ellos necesitaban para madurar, y solo
cuando habían entendido los valores de la vida, entonces eran capaces de entrar
en la edad adulta.
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Poseían unas tablas de la sabiduría que eran un decálogo de principios que
debían inculcarse y desarrollarse en los niños y niñas, que solo alcanzarían la
edad adulta si lograban imprimirse interiormente en cada uno de ellos.
Además de sabios, poseían una enorme intuición y cuando las mujeres parían,
los padres tomaban al bebe al nacer y lo observaban, sino les gustaba lo
que veían lo abandonaban en el rio cercano para que los dioses les acogieran.
Pero Ingunndottir nació justo la semana que eran visibles para las demás tierras
colindantes que habitaban las cornisas norteñas frente al mar y a su verdadero
padre no le pareció que pudiera formar parte de su comunidad, quizás porque
su llanto era demasiado lacónico y sus ojos no se habían abierto lo suficiente.
Así que decidió abandonarla en el cercano bosque.
Fue allí donde en el mes del Heyannir (mes del heno) Koldran encontró al
que convirtió en su más preciado tesoro, aquel que continuaría con su
estirpe. Sin ser conocedor del misterioso secreto que ello conllevaba. Y eso fue
la maldición de su familia.
Quedaban pocos días para el ultimo ceremonial en la vida de Inngundottir, en el
que recibiría su Heiti (apodo), aquel que reflejase su temperamento. Aunque
todavía con apariencia infantil, debía encontrarse con su personalidad espiritual
que la haría un miembro completo de la familia y parte del poblado.
Estaban todos muy nerviosos porque era difícil descifrar cual podría ser aquel
Heiti que mejor definiría a Ingunndottir y ella se mostraba excesivamente
distraída y poco preparada para enfrentarse a algo que la condicionaría toda la
vida.
Amaneció algo enredado el día, asomados los peores presagios por entre las
piedras de la aldea. El ambiente estaba enrarecido, los olores domésticos se
diluían con los frescos efluvios de las tierras altas.
El ritual del Heiti de este año coincidía, según el mito, con la aparición de la Tierra
de los Escalofríos Calientes. Pero nadie en el pueblo había visto jamás ese aldea
y muchos pensaban que eran viejas creencias que tenían que morir. Sin
embargo, Koldran e Ingunn estaban seguros de que su pequeña pertenecía a
ese otro mundo. Varias veces en estos últimos meses de preparativos de la
ceremonia, estuvieron a punto de decírselo, pero el temor a que los odiara o los
rechazara se instalo en sus corazones que blindaron con silencios y aun mas
con miedos.
Inngundottir comenzaba a no sentirse feliz, añoraba la sensación de plenitud que
hasta esos días la había acompañado en su infancia. Llevaba tiempo que
necesitaba alimentar su mente, regando su corazón de sensaciones que
equilibraban su vida. Tenía muchos momentos de meditación en los que fluían
en su interior, unas veces torrentes de sensaciones y otras melifluos riachuelos.
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Eran corrientes de generosidad, tolerancia, justicia y solidaridad todas a la vez o
una tras otra.
No lograba controlarlo y eso la desesperaba aún mas, -¿Por qué era tan diferente
a los otros niños y niñas? – buscaba respuestas, pero no las hallaba allí donde
había nacido.
Cuando solo faltaban dos días para su gran día, sus padres decidieron contarle
sus pesares, para que pudiera elegir con criterio su apodo. Estaban
compungidos y no sabían realmente como contarle la verdad.
Ingunndottir les escuchó pacientemente, intentado asimilar todo lo que sus
mayores la relataban sobre cómo y cuándo la habían encontrado, al igual que
sus sospechas sobre su parentela con la tierra de los escalofríos calientes. Ella
no pudo reprimir alguna lagrima de conmiseración por el sufrimiento de ellos.
Pero valoro la honestidad al reconocer su error, sintió un profundo respeto y
amor, pudo percibir que dentro le bullía una paz infinita y una lealtad absoluta
hacia ellos. Les rogo que la dejaran reflexionar sobre todo lo acontecido y paso
la noche en vela, llorando y pidiendo a los Dioses que le dijeran como actuar.
El primer día del gran ceremonial que duraría siete días, llegó. Hvergbrunnr.
estaba adornada con parquedad, pero los iconos a los Dioses mostraban la
profunda fe de en ellos. Todo estaba preparado para que el acto central tuviera
lugar al mediodía que era cuando el sol estaría en su apogeo, haciendo brillar
de fastuosidad el momento.
Uno a uno, iban apareciendo desde sus casas los jóvenes que entrarían en su
edad adulta mediante la elección de ese Heiti que les definiría toda la vida. Era
hermoso ver como las sonrisas rotas de esos, aún infantes, se endurecían al
decir en voz alta el apodo elegido para su camino en la vida.
En el hogar de Koldran e Ingunn, todavía se respiraba cierto aire apesadumbrado
y de preocupación. No habían visto a Ingundottir desde que le comunicaron su
procedencia, permaneció días oculta en su habitáculo, durmiendo por el día y
saliendo a la luz de la luna por la noche para juguetear con sus pensamientos.
Cuando por fin apareció para dirigirse al ritual, sus padres pudieron ver que había
cambiado su aspecto, había crecido, parecía como si hubiera doblado su edad.
En ese momento pudieron comprobar que se parecía más a los otros niños y
niñas de su edad. La noticia de su verdadero pueblo, la había hecho madurar,
había hallado el secreto de los principios y valores de los Seikis. Confirmaron de
esta manera que ella era hija de los Seikis y ambos lloraron de impotencia por el
mal que habían hecho en su hija.
Ingunndottir, sintió una oleada de congoja. Abrazó y besó a sus afligidos
mayores, mientras les susurraba que era su deseo ir en busca de su verdadera
gente. Así que cogió algunas cosas que siempre le recordarían a los que sentía
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como sus padres y eligió ir en busca de ellos, que tal y como relataban las
legendarias historias, esa misma semana serían visibles.
Al marcharse pudo ver como todos sus amigos iban diciendo en voz alta el
apodo elegido y derramó algunas lagrimas de temor, de impaciencia y de
desarraigo por lo que hasta ese momento había sido su pueblo.
Estuvo siete días caminando y durmiendo pocas horas, buscando
infatigablemente, pero aunque buscó denodadamente donde su padre le había
indicado que la encontró a ella, no pudo hallarla. Por lo que tomó una decisión,
como no había logrado encontrarla, viajaría por todas las tierras del norte y del
sur aprendiendo todo lo que pudiera, hasta que dentro de siete años fuera
posible volver a intentarlo. Solo le faltaba hacer una última cosa, regresó a
Hvergbrunnr antes del séptimo día. Todavía seguían los fastos y aunque casi
todos estaban bastante ebrios, consiguió reunirles donde se había llevado a
cabo hacia unos días el insigne evento y cuando todos se hubieron callado, gritó
con júbilo su Heiti elegido: Mjöksiglandi (La Viajera) y partió en busca de
conocimientos y aventuras durante siete años, hasta que pudiera volver a buscar
La Tierra de los Escalofríos Calientes.
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