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¿Qué es una bruja y quién quiere serlo?, por Aglaia
Berlutti
Aglaia Berlutti · Thursday, October 31st, 2013
¿Qué es una bruja? ¿Qué es lo que convierte a la mujer en una? ¿Por qué algunas se
llaman a sí mismas de esta manera? La bruja forma parte de la mitología popular,
incluso desde antes de que la cultura pudiera recordarlo. Es parte del símbolo de la
mujer poderosa o al menos lo fue, hasta que occidente se encargó de convertirla en
malvada.
Hoy las brujas parecen mirarnos de todas partes: desde la caricatura de piel verde que
cuelga en las vidrieras de las tiendas, esa mujer de nariz retorcida que saltó de los
cuentos de hadas directamente a las pesadillas de los niños, y la mujer sabia, la bruja
tradicional que actualmente se ha reivindicado gracias a ese renacer de lo femenino
como sagrado. Sin embargo, queda mucho por decir sobre la bruja, esa mujer que
sonríe, misteriosa, entre el velo de la historia y la leyenda, y que sobrevivió a las
llamas de la ignorancia, la que se ocultó en la historia, la que forma parte de esa
visión de la mujer poderosa y que estuvo tanto tiempo en reposo..
No hay antecedentes precisos sobre la primera mujer que se calzó el sombrero
puntiagudo y las medidas de rayas para llamarse, a sí misma, bruja. Pero sí de que
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Dios, el eterno y patriarca de los valles celestiales, antes de ser un célebre soltero
tuvo una divina consorte. Al menos en eso insiste la investigadora de la Universidad de
Exeter, Francesca Stavrakopoulos, quien señala que antiguamente, las potencias
religantes que derivaron en las grandes religiones monoteístas contemporáneas
adoraban a la diosa Asherah, La Gran Madre. ¿Y quienes eran sus hijas si no la mujer
poderosa, la sabia, la curandera, la que era capaz de crear vida?
La bruja nació como reflejo directo de ese remoto
matrimonio celestial y su rastro parece extenderse por el
Oriente Medio, siguiendo lo que puede leerse como la
sinuosa línea de una ancha cadera divina: el arquetipo de
Asherah también se consigue bajo el nombre de Astarot,
quién es a su vez la Ishtar babilónica y la Astarté griega.
Arquetipo del divino femenino: Luna, Tierra Venus. De
manera que la bruja fue la imagen esencial de esa mujer
creadora, la sagrada, cuyo vientre tenía la misma
capacidad para crear vida del Dios misterioso de las
alturas. Una idea que asombró a los hombres hasta que
tomaron conciencia de su participación en el prodigio de la
concepción.
Pero la bruja sobrevivió incluso al patriarcado del
Astarte Syriaca (1877), desedentarismo, cuando las viejas diosas creadoras fueron
Rosetti.
arrojadas de altar para ser sustituidas por deidades
belicosas. La bruja, terca, sobrevivió al puño de la edad de
hierro, a la sangre derramada de la nueva religión de las
armas que sustituyó a la de la tierra. Para entonces, ya
habían obtenido un nombre, más allá del simple gentilicio
de Hija de la Diosa: bruja por derecho propio. Los celtas ya
usaban una palabra para brindar estatus y prestigio social
a las mujeres de especial importancia y era de
conocimiento común que eran “gente buena” y “sabias con
conocimiento de la Tierra”.
De la bruja desnuda bailando en el bosque y la risueña doncella corriendo por entre
los sembradíos para asegurar prosperidad y fertilidad, hasta las imágenes que tanto
horrorizaron a los católicos unos siglos después. El problema con la bruja, la esencial,
es que es libre. Un espíritu salvaje que encarnaba la unión de lo divino con lo carnal,
lo deseable. Ya era historia vieja su poder, su tentación, su risa contagiosa. Así que la
Iglesia, Madre y Señora del pudor, decidió perseguirla y asediarla. Esa mujer sin
atadura y sin moral representaba a los paganos salvajes de las tierras que aún no
reconocían al Cristo Redentor de ojos amables. La bruja conocía de fuego, de tierra y
de sangre, y eso era peligroso para la nueva moral de un mundo que comenzaba a
reconstruirse alrededor del Dios hombre, ahora así entronizado en el poder de la
Europa joven.
El continente se cubrió de piras de castigo. Las llamas quemaron a brujas y a
inocentes, a libres pensadoras, a putas, a sospechosas de crear. La mujer se convirtió
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en mártir de su género, en una prisionera de una iglesia tan despótica como cruel.
Pero la bruja, la verdadera, la que recorrió Europa como carta de Tarot, como escoba
detrás de la puerta, como los pequeños ritos del jardín, como las pequeñas costumbres
y supersticiones de una época remota, era indomable. Y sobrevivió a pesar de las
sentencias. La imagen de la mujer fuerte, por encima de la casta. Durante años, los
romances medievales cantaron odas de amor a la mujer misteriosa, velada. Y la bruja,
la divina, respondía siempre. Y es que no es tan fácil destruir lo que habita en esa
dimensión del espíritu rebelde, la cultura que se opone a todo y se mira a través del
poder de renacer.
La bruja regresó de su anonimato histórico para ocupar su lugar cultural, ése que
siempre ocupó siendo la curandera, la sabia, la consejera, la madre, la anciana, la
poderosa. La bruja, como idea histórica más allá del prejuicio al que estuvo sometida
durante siglos.
Milla Jovovich en “Joan Of Arc” (1999).
El conocimiento, la independencia y la
fuerza de voluntad siempre han sido
considerados peligrosos para el poder
establecido de quien insiste en poseer la
razón absoluta. Ejemplos sobran: Hipatia
de Alejandría asesinada en plena calle
mientras defendía la biblioteca que
custodiaba; Juana de Arco vistiendo
resplandeciente armadura frente a los
ejércitos franceses, quemada acusada de
brujería por los mismos hombres y
mujeres que había defendido espada en
mano; o Mary Wollstonecraft, madre de la
escritora Mary Shelley, quien había
sufrido durante toda su vida el estigma de
ser una mujer diferente e inteligente en un
mundo que la rechazó por serlo. La raíz
del mal, más allá del simple concepto
moral, como una visión de esa fina linea
que divide lo que se considera normal y lo
que no lo es. Bruja, bruja y bruja. La
eterna impenitente. Incluso esa
antiquísima Lilith, demonizada por la
religión hebrea por el simple pecado de
reclamar igualdad. Según la tradición, Lilit
se rebeló contra su marido Adán y lo
abandonó. Y con ello encendió la ira que
recogió su mito y la convirtió en una
mataniños. Se le llamó “Madre del mal” y,
claro está, bruja.
Las brujas han sido el emblema de la desobediencia. Mal mandadas, como la
llamaríamos en esta Latinoamérica descreída y festiva. La bruja no obedece, no
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acepta: la bruja se enfrenta. Y así sobrevivió al martirio y renació, incluso cuando
nadie supo cómo. Poco a poco la cultura popular encontró un lugar para recibirla de
vuelta, para reír de manera escandalosa, para asumir de nuevo su lugar en la cultura.
“Bell, Book anda Candle” (1958).
Como buena seductora, comenzó de a
poco: la bruja no se prodiga. De los libros
para niños, donde se escondía en bosques
misteriosos, decidió saltar a un nueva
dimensión de las cosas y así revivir
el asombro que despertó siglos atrás. Se
mostró hermosa y terrible en productos
culturales de amplia difusión que ahora
son referenciales, como la madrastra de
Blancanieves. Pero eso no era suficiente:
había que sumar a la mujer de piel verde
que se enfrentó a una virginal Dorothy de
zapatos rojos, y a la dueña del rostro
sensual de Kim Novak sosteniendo con
poses de vampiresa a su no menos
inquietante gato en brazos.
Nadie se extrañó de que la bruja llegara a Hollywood. Celebraron su llegada con
aplausos de pie y, en el año 1958, la película Bell, Book and Candle, de Richard Quine
fue una de las más taquilleras. La bruja había regresado con su caldero, escoba y risa
escandalosa. Y esta vez para quedarse. Porque lo demás, fue imparable: unos años
después la inolvidable Samantha se enamoraría de un orejón y simpático publicista,
que en la mismísima luna de miel descubre que su bella mujer no era otra cosa que
una bruja y el mundo entero se enamoró de ella en Bewitched. La bruja tomó por
asalto la cultura pop, que la recibió con los brazos abiertos: Angelica Houston,
rodeada de calvas y malvadas compinches en The Witches (1990) basada en la novela
de Roald Dahl; las tres bellezas de Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer en torno
al primer Jack Nicholson maduro en The Witches of Eastwick (1987), basada en la
novela de John Updike publicada en 1984; o una jovencísimo trío de brujas
adolescentes que se enfrentaban a las hormonas varita en mano en The Craft e incluso
las hermanas Halliwell, ese fenómeno televisivo tan ridículo como imprescindible para
contar la historia de la nueva versión espectacular de la bruja.
“The Witches of Eastwick” (1987).
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No hay que olvidar que la idea de la bruja
maligna y cruel despertó en pleno nuevo
milenio para recordarnos su poder. En el
año 1999, aterradas multitudes salieron de
los cines declarando que el temor había
tomado una nueva forma en esa maldición
oculta que ataca de tres jóvenes incautos. Y
es que la The Blair Witch proyect recordó
incluso al más descreído que no todo eran
risas y diversión en el mundo del bosque
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enigmático de la bruja. El mito, otra vez,
como parte de esa visión inquietante de la
mujer y su eterna dualidad: la bruja en
todas partes, incluso en lugares más
imprevisibles. Por ejemplo, en la forma de
una niña con varita que combate a un
enemigo épico en la saga de la escritora
J.K. Rowling, la bruja que sonríe desde las
vitrinas de la tiendas, la bruja de trenzas y
brazos cargados de flores de la imaginación
popular e incluso una más discreta. La que
escribe, crea y se sabe poderosa, la que
recibe su herencia del nombre y también de
esa otra visión de la feminidad. Usted. Yo.
Una bruja.
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