La literatura arqueológica se hizo universal cuando Kurt Wilhelm

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La literatura arqueológica se hizo universal cuando Kurt Wilhelm Marek publicó Dioses, tumbas y
sabios allá por los años cuarenta. Este periodista berlinés, mundialmente conocido como Ceram,
engendró la gran obra de su vida tras los barrotes de una celda italiana. Ajeno a la capitulación nazi y a
los temblores de las últimas bombas, leyó y escribió con desenfreno durante meses, sin ni siquiera
imaginar que años más tarde la faja de best seller acabaría abrazando aquel libro nacido entre rejas.
Ceram no era un reputado arqueólogo, tampoco un pozo de sabiduría. Su gran mérito fue reconducir la
literatura de reliquias hacia los dominios de la vulgarización, descendiendo de las alturas de la ciencia
para poner la Historia de la Arqueología al alcance de todos. Paseó al lector por las ruinas de Nínive, las
tumbas de Micenas y los templos de Karnak con un relato ameno y sugestivo en el que la anécdota era
elevada a categoría de conocimiento. Su entretenida obra trajo un soplo de aire fresco a una disciplina
inaccesible hasta entonces para el gran público. El alemán, potenciado por su talento narrativo, supo tocar
la tecla del éxito en un clima de posguerra, logrando que Dioses, tumbas y sabios fuera traducido a treinta
idiomas. Hoy es ya un referente literario abonado a la reedición, con el que muchas generaciones de
curiosos conocieron la intrahistoria arqueológica sin sobredosis de fechas y datos, sin pretensiones
enciclopedistas.
Ha transcurrido medio siglo y el testigo lo recoge ahora El arqueólogo enamorado, un cronograma de la
arqueología española escrito en clave literaria. La obra ha tenido a Ceram como inspirador y a Ymelda
Navajo como madrina. La directora de La Esfera de los Libros suspiraba desde hace tiempo con editar la
versión doméstica de Dioses, tumbas y sabios. Al principio, su propósito no logró ir más allá de las
buenas intenciones, pero en el año 2007 Ymelda me confió su proyecto y a día de hoy (diciembre de
2008) el libro está casi en galeradas. Es la culminación de una tesis doctoral, la recompensa tras nueve
años consagrados a la historia de la arqueología española y sus protagonistas.
Entre Ceram y yo hay algo más que distancia generacional. Él, que venía del periodismo, convirtió la
búsqueda de vestigios en un nuevo género literario; y yo, doctor en Arqueología, puse mis conocimientos
al servicio de las letras. Ceram escribió con seudónimo, en prisiones de mala muerte y con tinta de
posguerra. Yo no. Sin embargo, nos une un objetivo común: conmover al lector en capítulos que
trascienden las piedras y desmitifican la Arqueología de los grandes tesoros.
El arqueólogo enamorado no es una guía al uso de yacimientos y culturas. En sus páginas se despierta la
conciencia arqueológica de un país que no sabe dónde pisa y que, hasta hace poco, ha tenido las ruinas
por castigo y las leyendas por dogma. Las leyendas no son sino verdades sazonadas con la imaginación
del pueblo. En definitiva, un conglomerado de Historia y ficción, que a menudo desemboca en falsas
creencias. Detrás de todo enclave arqueológico siempre hay fabulaciones enmarañando los hechos. En los
siguientes catorce capítulos se reparan las fisuras que los embustes han dejado en nuestra memoria,
poniendo algo de sentido común donde sólo ha habido espacio para el esoterismo y la fantasía.
No falta en el texto el rigor documental, aliviado en algunos pasajes con destellos de recreación que le
dan a la trama un aire novelesco. En El arqueólogo enamorado se intima con el lector para guiarle, en
visión retrospectiva, por los recovecos de nuestras ruinas. Escenarios y sensaciones, cuyo recuerdo se
había diluido en el tiempo, vuelven a nosotros tras una sesuda labor de reconstrucción por archivos y
bibliotecas. Cada pequeña historia nos remite a los verdaderos protagonistas de otros siglos. Unos,
intendentes perspicaces; otros, devoradores de civilizaciones antiguas que se dejaron algo más que su
tiempo para reencontrarnos hoy en las páginas de este libro. A todos ellos, gracias. También gracias a
quienes contribuyeron con sus conocimientos y sus consejos: Mariano Torres, Antonio Limón, Fernando
Quesada, Marisa Vilariño, Eva Mesas, Chema Álvarez, Jordi Cortadella, Jorge Maier, Martín Almagro,
Berenice Galaz, Guillermo Chico, Mateo Gil, Carlos Lázaro, Ana Ruiz. Y muy especialmente a mis
padres, mi hermano y Sandra. Mucho se lo debo a ellos.
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