TRES ETAPAS EN LA REDACCIÓN DE LOS EVANGELIOS SEGÚN LA DEI VERBUM. Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano (…). Para conocer la intención del autor hay que tener en cuenta, entre otras cosas, los “géneros literarios”, pues la verdad se presenta y se anuncia de diverso modo en obras de índole histórica, en libros proféticos o poéticos o en otros géneros literarios. El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice o intenta decir, según el tiempo y la cultura, por medio de los “géneros literarios” propios de la época y del conocimiento del redactor. (DV, nº 12) Evangelio. En griego significa “buena noticia”. Fue un género creado por el evangelista Marcos. En la literatura anterior al NT no existe ningún ejemplo de una obra que pueda ser clasificada dentro de este género. El nombre “evangelio” Primitivamente designaba el presente que se daba al portador de una buena noticia, o el sacrificio que en acción de gracias se ofrecía por ella (HOMERO, Odisea, XV, 152 ss.). Después pasó a designar la “buena noticia” misma. En el NT significa la “buena noticia” por antonomasia, el mensaje salvador que, anunciado por los profetas, fue proclamado por Cristo y anunciado por los Apóstoles (Mc. 1, 15; Mt. 11, 5; Lc. 4, 18; Hech. 5, 42; Rom. 1, 1ss). A partir del siglo II evangelios son los escritos en que se contiene la buena noticia; sus autores son los evangelistas. En cuanto al “género literario”, hay que definirlo como el anuncio y la proclamación del mensaje salvífico de la muerte y resurrección de Jesús que lleva consigo una invitación a la conversión y a la fe; proclamación que se hace desde la fe y para provocar la adhesión a Jesús. La canonicidad de los evangelios Desde un principio la Iglesia ha considerado como inspirados y normativos para la fe cristiana a los cuatro evangelios: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Escritos por los apóstoles o sus inmediatos discípulos. La Iglesia de acuerdo con la tradición apostólica, vio en ellos fielmente expresada la fe en Jesús y su doctrina. 1 La fórmula “según”, si bien no fueron puestas por los evangelistas, se remontan a la segunda mitad del s. II y expresan el autor literario. Con tales fórmulas, la Iglesia primitiva manifiesta su fe en Jesús y en el solo y único evangelio (buena noticia) presentado bajo una cuádruple forma. El mensaje evangélico, antes de ser consignado por escrito, se transmitió oralmente. La tradición oral, que fue adquiriendo una forma sistemática y estereotipada, dio lugar, unos decenios más tarde, a nuestros actuales evangelios escritos. La Pontificia Comisión Bíblia (PCB), en la instrucción “Sancta Mater Ecclesia” de 1964, sobre “la verdad histórica del evangelio”, afirma que: “el intérprete, para dejar debidamente asentada la solidez de cuanto nos transmiten los evangelios, debe diligentemente prestar atención a las tres etapas de la tradición por las que la doctrina y la vida de Jesús han llegado hasta nosotros” (nº 2) Primera etapa. La constituyen la vida y la predicación de Jesús, que está en el origen de la tradición evangélica. Jesús se limitó a predicar la “buena noticia” al pueblo judío, sin escribir nada. Escogió unos discípulos, a quienes instruyó de modo peculiar, a quienes encargó que predicasen el evangelio al mundo entero. El tema central de la predicación fue el Reino de Dios. Su primera y más radical exigencia la conversión (metanoia), en orden a la obediencia de la fe o entrega a la persona de Jesús, y el nuevo estilo de vida que suponen las Bienaventuranzas (Lc. 6, 20-21) La vida del discípulo ha de caracterizarse por la alegría del Reino, la nueva justicia superior a la del AT y de orden diferente a la que predicaban los escribas y fariseos, y el amor al prójimo como manifestación del amor a Dios. En la consumación del Reino, cada uno será juzgado conforme a la actitud con la que ha respondido durante su vida a la llamada de Cristo. Segunda etapa. La predicación de los Apóstoles, que es clarificada a la luz de la Pascua y la acción del Espíritu Santo que Cristo les prometió. Una vez que Cristo subió a los cielos, los Apóstoles se dedicaron a predicar lo que predicó Jesús, el Reino de Dios. Una predicación oral de la buena noticia , conforme a su mandato. Ellos y sus discípulos, transmitieron fielmente los dichos y hechos de Jesús, como garantizan toda una serie de textos en que se manifiesta la vigilancia y preocupación de los dirigentes de la Iglesia por la fiel transmisión de los mismos (Lc. 1, 1-4; Hech. 1, 1; 5, 42; 9, 32; 1 Cor. 7, 10.12; 11, 23; Gál. 1-2). Así lo revelan también las técnicas de transmisión oral del ambiente judío, que hacían muy difícil la deformación de las enseñanzas. Además, los Apóstoles son testigos oculares de la vida y hechos de Jesús, y la autenticidad de la tradición queda 2 asegurada por la cadena cualificada de los “transmisores” que va desde Cristo a los Apóstoles, y desde estos a los fieles. En la elaboración y formación del material evangélico, durante los años que siguieron a la predicación de Cristo y que precedieron a la composición escrita, tuvieron gran influencia, entre otros: a) el medio litúrgico para el que lógicamente se elaboraron las perícopas evangélicas, b) el anuncio misionero a los gentiles, que exigía formulaciones distintas a las de los judíos, c) la catequesis que exigía adaptación y derivaciones a las distintas circunstancias de los oyentes, d) el Antiguo Testamento en el que estaban consignados los anuncios de las realidades mesiánicas que se habían cumplido en Jesús de Nazaret. Tercera etapa. La redacción de los evangelios por parte de los evangelistas con sus peculiares perspectivas en la presentación de la vida y doctrina de Cristo. Conforme iba pasando el tiempo, varios autores, por motivos diversos, decidieron poner por escrito el mensaje evangélico que se transmitía en las diversas iglesias. Ateniéndonos a los datos que poseemos, hoy se admite comúnmente que el primero de los evangelios en ser redactado fue el de Marcos, por los años 65-70, siendo su contenido en gran parte narrativo. Le siguió probablemente Mateo, que utilizó el evangelio de Mc para la parte narrativa y una “colección de sentencias” o “dichos primitivos de Jesús” (Fuente Q) para la parte discursiva, y cuya fecha de composición podrían ser los años 80; una tercera parte es peculiar de Mt, sin que podamos detectar su fuente. Vino luego el evangelio de Lucas, que como Mt, sigue a Mc en la parte narrativa y utiliza la mencionada fuente de sentencias (Q) para la parte discursiva; pero la unidad de su contenido tiene fuente distinta: no sabemos si eran fuentes escritas o orales. El evangelio de Juan presenta una unidad y cohesión mayor que los sinópticos, lo que no implica ni una sola mano, ni una sola vez en la redacción; aunque sospechamos de una sola mano. En la redacción final, tuvo en cuenta, sobre todo, un crecimiento progresivo de la obra, que corre paralelo al crecimiento de la fe de la comunidad que refleja su fe en él. Este crecimiento nos obliga a pensar en tres momentos: a) Encuentro con Jesús. Un grupo, perteneciente al judaísmo heterodoxo, creyó en Jesús; pero no en el Mesías davídico, sino simplemente el profeta anunciado por Moisés (Dt. 18, 15ss); no de origen divino, sino un hombre enviado por Dios, el hijo de José de Nazaret (Jn. 1, 45ss; 6, 42), b) Crecimiento en la fe. La confesión en un Mesías profeta… era insuficiente. Debía ser complementada con la confesión de Jesús como Hijo de Dios. El paso originó conflictos en la comunidad y persecución por parte del judaísmo oficial (8, 31ss; 9, 22.34; 12, 42), c) Precisiones sobre la pureza de la fe. Decir que Jesús era Hijo de Dios tenía, bajo la influencia de la “gnosis”, peligro de situarlo tan alto que resultase imposible el contacto real con el 3 hombre y nuestro mundo. Era fácil deducir una “encarnación”, “eucaristía” y “muerte” aparentes (Primera herejía cristológica). De ahí la insistencia en la realidad de estos tres apartados de la vida del Maestro (1, 46; 6, 51-58; 19, 17ss). “Dios habla en la Escritura por medio de los hombres y el lenguaje humano; por tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras. Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros literarios. Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios. El intérprete indagará lo que el autor sagrado intenta decir, y dice según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de la época. Para comprender exactamente lo que el autor quiere afirmar en sus escritos, hay que tener en cuenta los modos de pensar, de expresarse, de narrar que se usaban en tiempos del escritor, y también las expresiones que entonces se solían emplear en la conversación ordinaria. La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita: por tanto, para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener en cuenta con no menor cuidado el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe. A los exegetas toca aplicar estas normas en su trabajo para ir penetrando y exponiendo el sentido de la Sagrada Escritura, de modo que con dicho estudio pueda madurar el juicio de la Iglesia. Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios” (Concilio Vaticano II, “Dei Verbum” nº 12). 4 5