Día uno en pie, ¿qué puedo hacer para encontrar restos de fe? El

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Día uno en pie, ¿qué puedo hacer
para encontrar restos de fe?
El tiempo pasa doloroso y lento
y luego en un momento lo vuelvo a joder.
Y entonces vuelta a empezar...
Crujidos, de Nacho Vegas.
Salió del café donde no bregaron palabras. Mordían el final y ambos asentían frente a las tazas
abatidas y sus manos encogidas en sus respectivos rincones. Ella apenas elevó su mirada, la
inclinó hacia el escaparate donde siluetas abrigadas se enredaban pasos en el asfalto mojado. Él
hizo lo mismo y se despidió con abatidas esperanzas de llamadas nunca recibidas o cruces
inesperados en cualquier estación de metro.
Lastró sus pasos y encogió su contorno por la gélida brizna que peinaba la calle. Llegó hasta la
esquina con la calle Callao y notó leves picores en su mentón. Continuó serpenteando por la Gran
Vía y al llegar a Tirso de Molina, se miró los zapatos que empezaron a resquebrajarse frente al
semáforo. Recordó que su estómago denunciaba un embargo de suministros y se plegó en un
recóndito bar. Al quitarse el abrigo, observó que las comisuras de sus hombros se deshilaban.
Desahució sus bolsillos de monedas y retomó el paso. Al llegar al Parque del Moro tuvo un
percance con una sombra y cayó embestido sobre la tierra mojada. Tuvo que desmesurar el latido
de sus pasos para llegar hasta la calle Huertas donde perdió un zapato. Cojeando, tomó la calle
Atocha y prosiguió hasta el Parque del Retiro. En el momento que iba a ocupar un banco, dado
que su recorrido le anegó en un cansancio inusual, la volvió a ver. Vociferó su nombre. Ella le miró
furtivamente y prosiguió su camino. Él hizo un último esfuerzo por alcanzarla. Seguía gritando su
nombre. Ella comenzó a correr. La tomó del brazo que se desistió. Ella dio un vuelco, arqueó sus
cejas, boquiabierta, y empalideció al verle. Frente a ella apareció un hombre barbudo, con una
dentadura arruinada, amarillenta y el pelo encrespado como grasiento. De sus sucios harapos se
desprendía un hedor repugnante del cual se sustraía la peste de orina y la acidez que se
incrustaba en su legañosa mirada.
Él pensó que tan solo habían pasado unas horas desde la última vez que la vio. Pero lo cierto era
lo que sabía ella; que el calendario era un sollozo donde se habían desprendido tres meses desde
que se habían despedido en aquel olvidado café.
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