El Censor, “desengañador del mundo”

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El Censor, “desengañador del mundo”•
Víctor Cases
Universidad de Murcia
“Desengañador del Mundo”
El 13 de noviembre de 1783, veía la luz el discurso 47 de El Censor. Habían
transcurrido casi dos años desde la retirada del número 46, el 24 de diciembre de 1781,
que, como vimos, provocó la reacción de las fuerzas conservadoras al reproducir uno de
los lugares comunes de la crítica ilustrada, la enérgica protesta contra la superstición y
los supersticiosos, que, según el autor del controvertido discurso, “se hallan por todas
partes”1.
Los lectores españoles, que notaron sin duda la larga ausencia del semanario (el
mercado, además, no contaba por entonces con ningún otro periódico capaz de llenar
este vacío), pudieron comprobar cómo El Censor regresaba con el ánimo renovado. Los
dos primeros discursos de esta segunda época vuelven a dar el tono de la publicación,
muestran claramente que ésta no ha dulcificado en absoluto su apuesta crítica. En la
presente antología, hemos optado por reproducir el número 48, pues, al igual que el
artículo anterior, aborda la delicada cuestión de la interrupción de la obra, así como las
razones que impulsan a los editores a continuar con sus papeles periódicos, pero
incorpora además una jugosa reflexión acerca de los perniciosos efectos que produce en
la ciudadanía un periódico que, en palabras de uno de sus lectores, “se ha tomado el
oficio de Desengañador del Mundo, y en particular de su querida Nación Española”2. El
Censor vuelve a echar mano de la ironía y presenta una carta de un tal Pedro Zaino,
quien afirma que si el público es feliz creyéndose rey e infeliz sabiéndose mendigo, no
debemos ofrecerle argumentos capaces de desvanecer la ilusión que lo mantiene
•
Este trabajo forma parte de una investigación predoctoral financiada por la Fundación Séneca, Agencia
Regional de Ciencia y Tecnología de la Región de Murcia.
1
Me permito recordar al lector que cuenta con una antología de la primera época del periódico publicada
por la Biblioteca Saavedra Fajardo, donde aparece, obviamente, el polémico discurso 46. En la reseña que
acompaña a esta recopilación (“El Censor: la prensa crítica en la Ilustración española”), intenté ofrecer
algunas claves de lectura que pueden resultar útiles para seguirle la pista a este singular periódico.
2
El Censor, discurso XLVIII, p. 21.
Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO
de Pensamiento Político Hispánico
Victor Cases,
El Censor: “Desengañador del mundo”.
dichoso. De nuevo el recurso de una supuesta carta remitida al periódico por uno de sus
lectores vuelve a resultar sumamente útil: colocada en el segundo discurso después de la
prolongada suspensión del semanario, la misiva es toda una declaración de intenciones
de un periódico cuya “dignidad censoria” sale fortalecida tras presentar al detractor
prototípico de la publicación.
El Censor representa sin lugar a dudas un hito dentro de la Ilustración española,
pero es tan interesante el contenido de sus críticas como la forma en que éstas son
presentadas. Ello también es un signo inequívoco de modernidad, no sólo las denuncias
sistemáticas del Antiguo Régimen, sino también el hecho de que éstas toman cuerpo en
un determinado contexto, en mitad de unos papeles periódicos que, contra la opinión de
Pedro Zaino, distan de ser meros “papeluchos”. El Censor se sabe parte de una tradición
que no deja de ser, por otro lado, un invento relativamente reciente, sabe de la
importancia que posee (fundamentalmente en Francia y en Inglaterra) esa nueva fuerza
denominada opinión pública, de la que se ha levantado definitivamente acta de
nacimiento, o, si se prefiere, de reconocimiento institucional, a partir de la publicación
del Compte rendu del ministro Necker en 1781. El Censor no sólo maneja las técnicas
periodísticas ya explotadas por sus más ilustres predecesores, entre ellos The Spectator
de Addison (tales como el uso de la carta, real o ficticia, remitida por un particular a la
gaceta), sino que además, sabedor de lo que tiene entre manos, no repara en elogios
cuando se dirige a su privilegiado interlocutor, el público emergente, y reconoce sin
miramientos, se reconoce portador de un mensaje, representante de un oficio que no
desmerece la etiqueta propuesta por el remitente de la misiva del citado discurso 48: el
“Desengañador del Mundo” no es otro que el hombre de letras que, como diría
d’Alembert, está llamado a instruir “poco a poco” a la multitud iletrada, que, como el
sabio platónico que ha logrado salir de las profundidades de la caverna, ha hallado la
verdad y vuelve para contarla, para levantar “dulcemente y por grados el velo que la
cubre”3.
Desde aquí, cobra pleno sentido ese otro personaje que protagoniza el discurso
60 (otro de los artículos que forman parte de esta antología): se trata de don Antonio
Filántropo, un nuevo desfacedor de entuertos (sin duda El Censor, que tanto gusta del
3
D’Alembert citado por Daniel Roche, “Académies et politique au siècle des Lumières”, en Baker, Keith
Michael [ed.], The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture. I. The Political
Culture of the Old Regime, Oxford, Pergamon Press, 1987, p. 340.
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Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO
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Victor Cases,
El Censor: “Desengañador del mundo”.
héroe cervantino, suscribiría encantado este apelativo) que “se precia de filósofo, esto
es, de despreciador de las ridículas opiniones del vulgo”4. El “Desengañador del
Mundo”, en el fondo, no es otro que el philosophe, ese nuevo tipo ideal alrededor del
cual gira en gran medida el movimiento de la Ilustración, “en parte hombre de letras, en
parte hombre de mundo metido de cabeza en las letras para liberar al mundo de la
superstición”5.
La crítica a la nobleza
Al contrario de lo que sucede con Pedro Zaino, Antonio Filántropo funciona
como un alter ego de El Censor, no en vano a través de él se nos presenta uno de los
motivos que con mayor frecuencia encontramos en las páginas del periódico: la crítica a
la nobleza ociosa, a la que no sólo se reprocha en esta ocasión que desde su privilegiado
estatus no se comprometa en absoluto con el progreso del país, sino también que se
atreva a menospreciar a los artesanos, labradores y comerciantes, “a todos los que sirven
de algo”6. A pesar de que, según nos cuenta, ha sido escuchado por el gobierno y ha
contribuido al bien de la humanidad, al “haber roto las barreras de la injusticia, y abierto
de un golpe un manantial de riquezas para el Público”7, como cabía esperar, el bueno de
don Antonio se ha granjeado numerosos enemigos, quienes mediante “papeles
anónimos” han intentado arruinar su carrera de eclesiástico. Es por esto por lo que el
periódico recibe una carta de Nicasio Chrisófilo, que, preocupado por las graves
acusaciones vertidas contra su amigo el Sr. Filántropo, pide consejo al Señor Censor,
que, gustosamente, propone una serie de medidas que a buen seguro proporcionarán al
incorregible Filántropo el perdón de la nobleza agraviada: en primer lugar, es necesario
que cambie de apellido, que pase a llamarse Autophilo, un nombre que resulta mucho
más coherente que el actual si, tal y como se le sugiere, deja de interesarse por el bien
de la humanidad y no se preocupa más que por sí mismo.
4
El Censor, discurso LX, p. 210.
Darnton, Robert, “La dentadura postiza de George Washington”, en El coloquio de los lectores. Ensayos
sobre autores, manuscritos, editores y lectores, México, FCE, 2003, traducción de A. Saborit, p. 292.
6
El Censor, discurso LX, p. 218.
7
Ibid, p. 211.
5
3
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Victor Cases,
El Censor: “Desengañador del mundo”.
Como podemos apreciar, los consejos no tienen desperdicio, y es que El Censor
vuelve a ofrecernos en apenas un par de páginas, una vez más en clave de ironía, los
principios fundamentales que orientan su causa pública: en adelante don Antonio
Autophilo debe abstenerse de criticar las costumbres antiguas y las prácticas
supersticiosas, y ha de protestar con vehemencia contra quienes pretenden impugnar la
potestas indirecta del Papa; contrario a todo tipo de reformas capaces de turbar el feliz
estancamiento del Estado, tiene que presentarse como “el Patrono declarado de la
holgazanería, el error y la ignorancia”, y resolver los conflictos sociales alineándose
siempre junto a los poderosos, “porque no se diga que defiende a gente ruin”, pues
quien se decide por la carrera de eclesiástico ha de saber que la Iglesia ha comprendido
desde hace algún tiempo que no obtiene ningún beneficio al ofrecer protección a los
desfavorecidos. Don Antonio Autophilo debe lavar por tanto su imagen pública, para lo
cual basta que siga estas instrucciones, y que de vez en cuando dé alguna limosna,
siempre que lo haga en un lugar concurrido, con el fin de que su “insigne caridad” no
pase desapercibida8.
Por si esto fuera poco, la crítica prosigue en el siguiente discurso, el número 61,
donde aparece por vez primera la particular utopía de El Censor, la sociedad de los
Ayparchontes, cuya legislación en materia de nobleza resulta especialmente llamativa:
divididos en seis clases, quienes ostentan el título de nobles alcanzan esta categoría no
tanto por su ascendencia cuanto por sus méritos, por los servicios prestados a la nación.
Zeblitz, quien refiere la noticia de esta curiosa organización social, no puede dejar de
sorprenderse al escuchar que en otros lugares hay ciudadanos que disfrutan de los
beneficios concedidos a la nobleza por la sencilla razón de que son descendientes de un
ministro o un general que falleció hace más de dos siglos.
Indudablemente, será un poco más adelante, en el famoso discurso 75
(perteneciente ya a la tercera época del semanario), cuando la utopía de los
Ayparchontes muestre su enorme potencial crítico. Entonces el motivo no será la
ociosidad de la nobleza, sino las prerrogativas de la jerarquía eclesiástica, que
obviamente son abolidas en aquellas tierras australes de las que habla Zeblitz, donde
“las leyes no sólo no les conceden [a los ministros de la religión] jurisdicción ni
8
Ibid, pp. 222-223.
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El Censor: “Desengañador del mundo”.
autoridad coactiva alguna”, sino que además “ni aún los eximen en ningún caso de la de
los magistrados”9.
El Censor, como bien afirma Antonio Elorza, “figuró en la vanguardia de los
ilustrados contrarios a la posición dominante de la Iglesia en la España del
setecientos”10; del mismo modo que se destacó como una de las voces que con mayor
vehemencia protestaron contra la sociedad estamental tal y como ésta funcionaba en el
Antiguo Régimen. La nobleza hereditaria, inútil, ociosa, ya no es sino un contra-modelo
que no resiste el mínimo enfrentamiento con la ascendente burguesía: “Pero al fin yo
vengo de nobilísima prosapia –profiere el noble-... ¿Y qué sacaste de ella más que el
nombre? –le pregunta el burgués-. Salgo de un tronco precioso –replica el primero-. Si
no llevas los mismos frutos, debieras ser cortado –sentencia el burgués-. Árbol sin fruto
dígote leña”11.
La segunda suspensión de El Censor
La segunda época de El Censor resultó ser aún más corta que la primera: los
once meses que transcurrieron desde la puesta en marcha del periódico hasta la primera
suspensión del mismo se vieron reducidos a seis, durante los cuales fueron publicados
menos de la mitad de los discursos que vieron la luz en 1781. El 20 de marzo de 1784,
Pedro Escolano de Arrieta, secretario escribano de Cámara y de Gobierno del Consejo
de Castilla, notifica a la Sala de Gobierno que existe un fragmento en el discurso 65
(publicado dos días antes) que no aparecía en el ejemplar aprobado por el censor Ángel
del Río. Los autores habían añadido casi cuatro páginas, según Arrieta (de la 295 a la
298), en la última de las cuales se habían atrevido a criticar el sistema de gobierno de
nuestro país y, lo que es aún más grave, al propio Consejo de Castilla: “¿Mas que dirías
si no obstante esto [el amor que se profesan el rey de España y sus súbditos] te hiciese
ver que este Príncipe tan bueno, ni es un Monarca, ni mucho menos un Déspota, ni que
este Gobierno es lo que los Europeos llaman Aristocrático, ni Democrático, ni de otra
9
El Censor, discurso LXXV, p. 135.
Elorza, Antonio, La ideología liberal en la Ilustración española, Madrid, Tecnos, 1970, p. 220.
11
El Censor, discurso CLXII, p. 588.
10
5
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Victor Cases,
El Censor: “Desengañador del mundo”.
de aquellas especies de Gobierno mixto, de que tú tienes idea?”12 En España, continúa
El Censor, la potestad legislativa “ni se halla en el Pueblo, ni en algún Cuerpo que lo
represente, ni en los Nobles, ni en el Príncipe; en una palabra, falta absolutamente”13,
puesto que aquí los reglamentos y ordenanzas se aprueban con la misma facilidad con la
que se derogan, puesto que, en definitiva, concluye el autor del discurso14, “todo queda
permitido al arbitrio de los Jueces”15, que ejercen una autoridad que no está sometida a
ninguna regla.
Como era previsible, el artículo fue retirado inmediatamente, a pesar de que
Cañuelo y Pereira remitieron al Consejo una petición en la que afirmaban que el
polémico discurso, a juicio de los autores, no contenía ninguna afirmación que pudiera
motivar su recogida. Los editores rogaban asimismo que les fuera concedida cuanto
antes la licencia para imprimir los números 68, 69 y 70, pues si no se despachaba el
permiso con cierta rapidez se verían obligados a suspender la publicación tras el
discurso 67. La respuesta del Consejo se hizo esperar: gracias a la intervención de
Carlos III16, el discurso 68, el primero de la tercera época del periódico, vio la luz el uno
de septiembre de 1785.
12
El Censor, discurso LXV, p. 298.
Ibid.
14
Según José Miguel Caso González, el autor del discurso 65 es Jovellanos (Caso González, José Miguel,
“El Censor: ¿periódico de Carlos III?”, en El Censor. Obra periódica, Oviedo, Universidad de Oviedo /
Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII, 1989, p. 781.
15
Ibid, p. 305.
16
Nos referimos a la Real Orden del 19 de mayo de 1785, en la que Carlos III puso fin a la larga
suspensión de El Censor y quitó al Consejo de Castilla las competencias sobre los papeles periódicos que
no sobrepasaran los cuatro o seis pliegos.
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