TEXTOS DE APOYO PARA LOS ASISTENTES AL TALLER

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TEXTOS DE APOYO PARA LOS ASISTENTES AL TALLER
“YO RECUERDO, YO ESCRIBO”
LIMUD BARCELONA, 2014
Los cinco relatos que vienen a continuación no pertenecen a escritores famosos. Son simples
recuerdos que unas personas dejaron como testimonio de su vida. No tienen conexión entre sí, y
algunos ni siquiera tocan en profundidad una temática judía. Los elegí por varios motivos, en
principio porque son breves y fáciles de leer. Pero además tienen la característica común de que la
“historia” es verídica, abarca muchos años, pero el “texto escrito” es corto. Y fundamentalmente me
sirven como ejemplo de lo que pretendo en este taller: transformar alguna de esas breves historias
(anécdotas, recuerdos) que todos tenemos en la memoria -comunes, simples pero entrañables-, en
un pequeño testimonio que seguramente nunca se perderá. La memoria es una de las razones por
las que el pueblo judío ha pervivido durante tantos siglos. Podemos (y debemos) ser parte de esa
milenaria tradición.
Abel Pohulanik
1- GOY *
Miguel Vilapreño
Fue hace unos meses, me invitaron a lo que ellos llamaron la despedida, era una cena, pero
no era alegre como son siempre las fiestas judías. Llegué tarde, mi mujer se había
descompuesto y no se sentía bien. Cuando entramos al salón le dije aquí no es. Pero sí, era,
una protocolar, fría y estructurada cena de despedida, no había bullicio, ni gente joven ni el
ruido alegre que ellos provocan. Era la separación de la empresa, tal vez por eso faltaba la
alegría.
Cuando nos sentamos después de saludar protocolarmente y sin salir de mi asombro,
comencé a mirarlos a uno por uno, tratando de adivinar qué pensaban en ese momento y me
llamó la atención la expresión de las caras de los hombres, algunos ligeramente alegres, otros
totalmente indiferentes. Contrastaba con la profunda tristeza de la mayoría de las mujeres.
Me di cuenta de que sabía todo de ellos y me sorprendí por el registro afectivo, un registro
prolija y minuciosamente realizado y archivado. Pensé para mí, no saben lo que hacen.
La cena significaba la separación y fin de algo que setenta años antes, con amor, dos
hermanos polacos inmigrantes habían comenzado en una pieza con un poco de cartón, el
camino de los sueños.
Eran judíos. Comenzaron a crecer y lo lograron; formaron familias con hijos y luego nietos, y
una empresa que hoy terminaba como ellos no lo habían soñado.
Se brindó con champán casi tan frío como el ambiente. Ninguno de los directores, primos
entre sí, habló para recordar lo que había sido esa empresa y sus ancestros fundadores, don
León y don Luis, y cómo había sido su niñez y adolescencia, al amparo de esa casa.
Me dolía la separación y era consciente de que no podía ser imparcial, yo estaba allí y
pertenecía a una de las tribus que se separaban, no sé si descendiente de Abraham pero sí
de don León.
Todo comenzó hace casi veinte años, cuando me enamoré de unos ojos que viraban del
celeste al verde de acuerdo a como yo los miraba, la luz no los podía modificar, pero sí mi
estado de ánimo, aunque eso no tiene mayor importancia, porque con cualquier tono, yo pude
desde entonces mirar a través de ellos. Y a partir de allí me fui incorporando a la familia judía,
intentando dejar de ser goy y metiéndome en sus costumbres. Comencé a entender lo que es
el borsht, los kreplaj, el gefilte fish y el mate con torta de miel, y un día me di cuenta de que ya
estaba adentro, que era lo que yo deseaba. Me sentí aceptado y querido y reconocí con
placer que los incorporaba como mi familia primaria. Me emocioné en los brice, al igual que en
el templo y disfruté con los Barmiztva y volví a gozar con los maratónicos casamientos, y
danzar la tijera, ese baile de hermandad que va más allá de lo que la música transmite, y esa
ceremonia profunda que es la despedida del ser querido que vuelve a la tierra, con dolor pero
con una imagen de paz en los que lo rodean.
Ana, la hija de la dueña de los ojos a través de los cuales yo veo, me dijo hace un tiempo en
la mesa, mientras almorzábamos:
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-Miguel terminemos, vos no sos goy, sos judío.
Y entonces comprendí que todo comenzó enamorándome de una mujer judía y hoy los
disfruto a todos.
* Se ha respetado la grafía original que ha utilizado el autor para las palabras en ídish.
Del libro: “GOY”, siete vidas y veinte cuentos, de Miguel Vilapreño. De los Cuatro Vientos
Editorial, Buenos Aires, 2005
2- LA CAJA DE CONCHAS
Maite Delgado (alumna de mi taller)
Hace dos años, en la vieja casa familiar, encontré una caja hecha de conchas que mi madre
tenía de joyero. Cogí un collar de cuentas, me lo puse. Sentí el tacto y entonces recordé la
habitación de mis padres. Aquella cama grande y antigua que me encantaba. El armario en el
que a veces me perdía imaginando caras en las vetas de la madera. Me gustaba rebuscar en
los cajones de mi madre. Probarme su ropa y mirarme en el espejo de la enorme cómoda
imaginando que era mayor.
Aquel collar me trasladó al día en que mi madre nos llamó a mi hermana y a mí, y en aquella
misma habitación nos habló con aire solemne de las cosas de la vida. Nos contó lo mejor que
pudo cómo las niñas se hacen mujeres, cómo se tienen los niños… Yo soy muy impresionable
y mi imaginación hizo el resto. Así que me desmayé.
Por supuesto, ni mi hermana ni mi madre se lo esperaban, así que no me pudieron sujetar.
Podéis imaginaros que me di un buen tortazo y acabé con un chichón.
Han pasado los años. Ya tengo canas, un hijo y he vivido las cosas que mi madre me explicó.
Al recordar aquel joyero siento lo rápido que pasan los años, pero algunas sensaciones
permanecen y las revivo como si acabasen de ocurrir.
Fui niña hace poco, adolescente hace nada y ya he llegado a la madurez sin darme cuenta.
Hay que vivir las cosas con intensidad. Es muy bonito tener recuerdos.
--------------------------------------------------Los siguientes relatos pertenecen a : CREÍA QUE MI PADRE ERA DIOS (relatos verídicos
de la vida americana); recopilación de PAUL AUSTER. Anagrama, Barcelona, 2002.
3- LA ESTRELLA Y LA CADENA
STEVE LACHEEN (Filadelfia, Pennsylvania)
Durante una visita que hice en 1961 a Provincetown, Massachusetts, compré una Estrella de
David única, hecha a mano, con su cadena. La llevaba siempre colgada al cuello. En 1981 la
cadena se rompió mientras nadaba en una playa de Atlantic City y la perdí en el mar. En las
vacaciones de Navidad de 1991 entré a curiosear en una tienda de antigüedades de Lake
Placid, Nueva York. Iba con mi hijo, que entonces tenía quince años, y él se fijó en una joya
expuesta allí. Me llamó para enseñármela. Era la Estrella de David que el océano se había
tragado diez años antes.
4- EN AMBAS COSTAS
BETH KIVEL
(Durham, Carolina del Norte)
A mediados de los ochenta yo trabajaba en una cooperativa clandestina de alimentación en
Washington, D.C. Una noche, mientras estaba metiendo pasas en una bolsa, noté que una
mujer me miraba fijamente. Después de un rato vino hacia mí y me preguntó:
-¿Michelle? ¿No eres Michelle Golden?
-No -le dije-. No soy Michelle Golden, pero ¿la Michelle Golden a la que usted se refiere es de
Madison, en Wisconsin?
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Y me dijo que sí, que se refería a ella. Le conté que yo conocía a Michelle y que mucha gente
nos confundía. Pocos años después me mudé a vivir a la Costa Oeste. Un sábado por la
mañana iba andando por el centro de San Francisco y una mujer vino hacia mí, se paró en
seco, me miró de arriba abajo y me dijo:
-¿Michelle? ¿No eres Michelle Golden?
-No -le dije-. Pero ¿cuáles cree usted que son las probabilidades de cometer el mismo error
dos veces en la vida y en los dos extremos de los Estados Unidos?
5-CONEXIONES
Miriam Rosenzweig (Bloomington, Indiana)
Mi padre tenía dos hermanas: Layna, que era pediatra, y Rose, que era fotógrafa. Vivían en
Berlín, donde compartían un piso. Como eran judíos, huyeron de Alemania poco después de
que Hitler subiese al poder en 1933, y más adelante viajaron a los Estados Unidos. Se
afincaron en Nueva York, donde volvieron a compartir un piso.
Después de morir la hermana menor de mi padre, en 1980, recibí una llamada telefónica de
su albacea. El abogado me dijo que estaba deseando acabar con su trabajo y que tenía que
vaciar el apartamento de mi tía. Entre las pocas cosas que quedaban por medio había unos
cien libros en alemán. Me dijo que casi todos los refugiados de la Alemania de Hitler se
habían establecido en Nueva York y habían traído con ellos sus libros alemanes. El mercado
estaba saturado, no pagaban nada por los libros y él no podía venderlos, ni siquiera
regalarlos. Lo que me recomendaba era tirarlos a la basura. Aquella sugerencia hirió mi
sensibilidad y me recordó la quema de libros por los nazis. Le rogué que me diese unos días
para buscarle una mejor solución al problema.
Yo vivo en Bloomington, Indiana, que es la sede de la Universidad de Indiana. Lo que se me
ocurrió fue ofrecer los libros como una donación para el Departamento de Alemán. Me enteré
de que allí los libros en alemán no eran considerados algo sin valor y que el director aceptaba
encantado el regalo para la biblioteca de su departamento.
Llegaron los libros y uno de los profesores se puso a revisar algunas de las cajas y de repente
soltó una exclamación de sorpresa. Había visto el nombre de la dueña: Layna Grebsaile,
escrito en la primera página de muchos de ellos. Le dijo al director del departamento que
durante su adolescencia él había conocido en Berlín a alguien que se llamaba así y que le
gustaría saber cómo habían llegado aquellos libros a Bloomington. El director le facilitó mi
nombre. Cuando nos conocimos, le confirmé que yo era la sobrina de la Layna que él había
conocido. Entonces me contó algunas historias familiares que yo no había oído nunca.
El profesor había crecido en Berlín. Su madre había muerto cuando él era muy joven y su
padre, viudo y resuelto a casarse de nuevo, comenzó a cortejar a Layna, que era la mayor de
las dos hermanas. Al final aquella relación no prosperó, pero el futuro profesor, que entonces
era un adolescente, había entablado una amistad con Layna que mantuvieron incluso
después de que ella y su padre rompieran.
El joven también era judío y tuvo que huir de Alemania. Su odisea le llevó a Bloomington,
donde estudió y luego pasó a formar parte del claustro de la Universidad de Indiana. Se
asentó allí, se casó y formó una familia, pero a lo largo de todos aquellos años conservó su
amistad con Layna y continuaron escribiéndose ocasionalmente hasta la muerte de ella en
1957.
Después de la muerte de Rose en 1980, heredé un baúl lleno de cartas, documentos y otros
objetos familiares que fue a parar al sótano de mi casa. Alguna que otra tarde en la que me
siento nostálgica, abro el baúl y fisgo entre los tesoros que contiene. Una tarde encontré una
tarjeta de felicitación que el profesor le había enviado a Layna. Se la di a él de regalo.
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